6
Janet colgó el teléfono, y después entró pensativamente en la cocina, donde Anua, maniobrando hábilmente su silla con una mano, barría el piso con la otra. Mientras Janet observaba, Anna desplazó el montón de polvo hacia la puerta trasera abierta, después imprimió un movimiento rápido a la silla de ruedas, reteniendo la puerta con uno de los manubrios, y obligándola a abrirse. Al mismo tiempo, un último golpe de la escoba envió al patio la suciedad acumulada. Cuando la puerta volvió a cerrarse, movió la silla para mirar a Janet.
—Me llevó dos meses aprender esto —dijo con una voz que no expresaba ningún sentimiento.
Janet meneó la cabeza.
—Desearía que me permita ayudarla…
Pero Anna ya se había desplazado a través de la cocina para guardar la escoba.
—Estoy haciendo lo mismo desde hace años. —Sobre la silla de ruedas se acercó a la mesa, y con un gesto invitó a acercarse a Janet—. Bien, ¿está todo resuelto?
Janet asintió.
—Creo que sí, pero todavía no estoy segura de que esté procediendo bien.
Anna se encogió de hombros.
—Sea como fuere, está hecho. Créeme, es mucho más fácil seguir la corriente a Amos que tratar de hacer tu voluntad. Además, me temo que tiene razón… carece de sentido que regreses a Nueva York solo para empacar. Lo único que conseguirías es fatigarte, y no deseamos que te suceda eso, ¿verdad? Como sabes, el embarazo siempre tiene sus riesgos.
Aunque en la voz de Anna no había nada que indicase que estaba pensando en su último embarazo, Janet decidió aprovechar las palabras de su suegra para abordar el tema.
—Laura me dijo lo que sucedió —explicó en voz baja. Como Anna no contestó, presionó un poco más—… la noche que Mark se marchó…
Anna comprendió de pronto, y los ojos se le endurecieron.
—Laura no tenía derecho de molestarte con eso —dijo—. Además no sabe una palabra del asunto. No era más que una niña.
—Pero no me molestó —protestó Janet—. Tiene miedo. Estuvimos hablando de usted, y le pregunté qué había sucedido. Me lo dijo. En todo caso, me explicó que usted había perdido a su hijo y que Mark nunca volvió al hogar. Janet bajó apenas la voz. Y también me dijo que usted nunca le explicó qué había sucedido exactamente esa noche. Creo que desde entonces ella tiene mucho miedo. Teme que le suceda lo mismo.
Anna miró a Janet unos segundos, y después meneó la cabeza.
—No debería preocuparse —dijo al fin. Y entonces la voz de Anna adoptó el mismo tono de recitado que Janet había observado en Laura—. Sucedió sencillamente que trabajé demasiado y apresuré el parto. Fue un nacimiento con dificultades, y el cordón se enredó sobre el cuello del niño. —Hizo una breve pausa y continuó—: Eso es lo que me dijeron, y lo que yo creo. Pero el énfasis de su voz confirmó a Janet en la sospecha de que Anna estaba ocultando algo, un hecho del cual no deseaba hablar. Más aún, ya había salido de la cocina y estaba al pie de la escalera, y ahora llamaba al marido y al nieto.
—¿Quieres decir que no regresaremos para nada a Nueva York? —preguntó Michael. Había permanecido sentado y en silencio mientras Janet le explicaba su decisión de trasladar las cosas utilizando los servicios de una empresa mudadora, y de dejar en manos de un agente la sublocación del apartamento. Ahora se había puesto de pie, en los ojos una expresión de furia, y una vena que le latía irritada en la frente.
—Sencillamente, parece mejor… —empezó Janet, pero Michael la interrumpió.
—¿Mejor para quién? —preguntó—. ¿Y mis amigos? ¿Ni siquiera me despediré de ellos?
—Pero te despediste cuando vinimos aquí…
—¡Eso era diferente! Michael comenzó a levantar la voz. Cuando partimos, pensábamos volver.
Amos se puso de pie y se acercó al muchacho enojado.
—¡Michael! No hables a tu madre en ese tono de voz.
Sin vacilar, Michael se volvió para enfrentar al abuelo.
—¡No me diga lo que debo hacer! —dijo—. ¡Usted no es mi padre! Se volvió bruscamente, el rostro deformado por la furia, y salió del comedor. Amos comenzó a seguirlo, pero Janet le cerró el paso.
—Déjelo. Amos —rogó—. No tuvo la intención de ofenderme. Está nervioso, y después vendrá a disculparse.
—No puede hablar de ese modo —dijo Amos, la voz firme pero sin rastros de cólera—. No puede hablarle de ese modo, ni tampoco puede hablarme así. Y será mejor que lo entienda ahora mismo. Rodeó la figura de Janet y también él salió del comedor. Las dos mujeres se miraron cautelosamente, y todos sus instintos dijeron a Janet que Anna respaldaría a su marido. En cambio, la anciana pareció hundirse todavía más en su silla.
—Lo siento —dijo—. Imagino que debí impedirlo, pero él cree que los niños deben mostrarse respetuosos, y aunque sé que esa es una actitud anticuada, son sus convicciones.
Y tiene razón.
El pensamiento irrumpió en la mente de Janet, una idea extraña rechazada mucho tiempo atrás por ella misma y su marido, y la mayoría de sus amigos. Eran padres modernos, siempre considerados con la psiquis infantil, siempre esforzándose por conceder al hijo la misma libertad de expresión que ellos mismos tenían. Janet sabía que Mark no habría reaccionado ante la explosión de Michael como lo hacía su propio padre. Mark se habría tomado el tiempo necesario para explicar la situación a Michael, y habría escuchado la opinión de su hijo. Y en definitiva él (y ella) habrían decidido que el trauma que sufriría Michael si tenía que separarse de sus amigos sin una despedida final compensaba el gasto del último viaje a Nueva York, a pesar de que la lógica imponía que permanecieran donde estaban.
Pero aquí, lejos de la ciudad y su ambiente de pensamiento y experimentación avanzados, el mismo pensamiento repiqueteaba en la cabeza de Janet: Amos tiene razón.
Esta gente hacía las cosas como las había hecho siempre, y si en ciertos aspectos parecían atrasados o reaccionarios, poseían otras cualidades que servían como compensación. Tenían cierto sentido de comunidad, de consideración, que los refugiados en las ciudades habían perdido. Conservaban valores que las personas del ambiente de la propia Janet habían desechado mucho tiempo atrás, y sin el más mínimo remordimiento.
En Amos y en todos los habitantes de Prairie Bend había una solidez que Janet ahora veía que le había faltado durante los años de su matrimonio.
Se puso de pie, se acercó a Anna y apoyó una mano en el hombro de la anciana.
—Gracias —dijo serenamente—. Gracias por todo lo que están haciendo.
Anna cubrió la mano de Janet con la suya.
—No seas tonta, querida. Eres miembro de nuestra familia. Estamos haciendo solo lo que cualquier familia haría. Y nos complace. Perdí a Mark hace años, pero por lo menos ahora los tengo a ti y a Michael.
Aunque ninguna de las dos podía ver el rostro de la otra, cada una sabía que la otra estaba llorando, una por un hijo perdido, la otra por…
Janet se preguntó: ¿Por qué?
Si le hubiesen preguntado, lo que felizmente nadie hizo, Janet no habría podido decir por qué exactamente se le llenaban los ojos de lágrimas. Imaginaba que en parte por Mark, aunque de eso ya no estaba segura, pero también en parte por otra cosa, algo que solo comenzaba a descubrir. Con su sentimiento de pérdida se mezclaba algo diferente, el sentido de una cosa recobrada, un sentido de los valores que otrora había afirmado, pero había perdido en el camino, y que ahora se restablecían. Oprimió suavemente el hombro de Anna, y después, deseosa de estar a solas con sus pensamientos, salió de la casa, a la luz cada vez más tenue del anochecer.
Amos Hall se detuvo frente a la puerta de la habitación que hubiera debido pertenecer a Mark, y que ahora estaba ocupada por Michael, y se dispuso a mover el picaporte y abrirla. Después, pensó que debía al niño la misma cortesía que se proponía exigir, y llamó.
—Fuera —replicó Michael, con voz cargada de cólera. Sin hacer caso de la palabra. Amos abrió la puerta, y cerró tras de sí. Permaneció inmóvil, sin decir palabra, esperando una reacción de Michael. Durante varios minutos, el silencio reinó en la habitación. Después, con un movimiento que involuntariamente revelaba la incertidumbre que intentaba ocultar. Michael rodó en la cama, se sentó y cruzó los brazos sobre el pecho—. No dije que podía entrar —declaró—. Este es mi cuarto.
Amos enarcó el ceño. Avanzó unos pasos, y se sentó en una silla de madera, a poca distancia de la cama.
—Si vuelvo a oír que me hablas de ese modo —dijo, en un tono tan bajo que Michael tuvo que esforzarse para escucharlo—, o hablas a tu madre o a otro adulto cualquiera como lo hiciste hace unos minutos, te llevaré detrás del galpón y te daré tantos latigazos como no di a nadie desde que tu padre tenía la misma edad que tú tienes ahora. ¿Está claro?
—No puede…
—Y cuando llamo a tu puerta —continuó Amos implacable— no estoy pidiendo permiso para entrar, sencillamente te advierto que voy a entrar. Michael abrió de nuevo la boca, pero tampoco ahora Amos le ofreció la oportunidad. Ahora, sucederán tres cosas. Tendrás una experiencia que seguramente nunca hiciste antes. ¿Sabes lo que es lavarte la boca con agua y jabón? Asiente o niega con la cabeza. No me interesa nada de lo que puedas decir ahora.
Michael vaciló, y después negó con la cabeza.
—Lo suponía. Bien, no te agradará, pero no te matará. Cuando hayamos terminado eso, iremos abajo y te disculparás ante tu madre.
De nuevo Michael abrió la boca, pero esta vez lo pensó mejor. Apretó firmemente los labios, y entrecerró irritados los ojos. Un sordo latido comenzó a martillearle las sienes.
—Después de que te hayas disculpado —continuó Amos— esto habrá terminado, y prepararemos un poco de cacao y olvidaremos el asunto. ¿Entiendes? Di que sí o no con la cabeza.
Durante un momento, mientras el latido en la cabeza se acentuaba, los pensamientos se atropellaron en la mente de Michael. Su padre jamás le había hablado de ese modo. Él había dicho siempre lo que quería decir, y los padres lo habían escuchado siempre. Y nadie, desde que había dejado de ser un niñito, había entrado en su cuarto sin su autorización, por lo menos mientras él estaba allí. Entonces, ¿por qué el abuelo estaba tan irritado con él? ¿O era precisamente con él? Quizá se trataba de otra cosa. Observó a Amos. Pero no pudo ver nada. El viejo estaba allí, mirándolo, esperando. Michael comenzó a tener la certeza de que su abuelo estaba provocándolo, presionándolo para conseguir algo, ¿pero qué?
No importaba lo que fuese, Michael decidió que no le haría el gusto, por lo menos mientras no entendiese de qué se trataba realmente.
Con la cabeza que le martilleaba, pero en el rostro una expresión que no revelaba nada de su creciente furia. Michael descendió de la cama y salió por la puerta del dormitorio, y después marchó hacia el cuarto de baño. Pudo sentir más que oír los pasos del abuelo que lo seguían.
En el cuarto de baño se detuvo frente al lavabo, y miró la barra de jabón que estaba al lado del grifo de agua fría. Extendió la mano y accionó el grifo, y después recogió su cepillo de dientes. Finalmente, tomó la barra de jabón. Sosteniéndola con la mano izquierda, humedeció el cepillo y empezó.
El sabor áspero del jabón casi lo nauseó al principio, pero él insistió obstinadamente, y se cepilló primero los dientes, y después el resto de la dentadura. Una vez se miró en el espejo, y vio la espuma que brotaba por las comisuras de los labios, pero prontamente apartó los ojos del espectáculo de su propia humillación. Finalmente, dejó el cepillo en el lavabo y se enjuagó la boca, y repitió la operación hasta que el sabor del jabón desapareció casi por completo. Se secó el rostro y las manos, y dejó el cepillo de dientes; plegó cuidadosamente la toalla antes de depositarla sobre un taburete, y sin decir palabra salió del cuarto de baño, siempre seguido por el abuelo.
Abajo, encontró a la abuela en la cocina. Tenía los ojos ardientes de cólera, pero Michael comprendió instintivamente que el enojo no estaba dirigido contra él. En realidad, cuando la anciana lo miró Michael creyó ver el atisbo de una sonrisa en los ojos de Anna, como si estuviera diciéndole que no se preocupara, que no importaba lo que hubiera sucedido arriba ella estaba de su lado. Se sintió un poco mejor y buscó con la mirada a su madre, pero no la vio. De pronto, a través de la ventana la vio sentada bajo el olmo. Con el abuelo pisándole los talones, fue a buscarla.
Janet levantó los ojos y los vio acercarse, pero la sonrisa afectuosa se desvaneció cuando advirtió la expresión sombría en el rostro del hombre, y la actitud estoica de autocontrol de Michael. Finalmente, Michael miró la figura de su abuelo, pero Amos se limitó a asentir con la cabeza.
Michael se volvió para enfrentar a su madre.
—Lamento haberte hablado como lo hice —dijo—. Si crees que debemos permanecer aquí en lugar de regresar a Nueva York, eso es lo que haremos.
Los ojos de Janet pasaron de su hijo a su suegro, y después volvieron a Michael.
—Gracias… —empezó, pero después cambió de idea—. Eso es precisamente lo que debemos hacer —dijo. Después, se ablandó, y extendió la mano para tocar a Michael, pero no obtuvo respuesta. Vaciló, se puso de pie y echó a andar en dirección a la casa, pero entonces se volvió—. Todo se arreglará. Michael —dijo. Él la miró, y la cólera aún le enturbiaba la visión, y después bajó los ojos.
—Hijo, entra y ayuda a tu abuela —dijo Amos——. Y avísame cuando terminen. Prepararemos un poco de cacao.
Consciente de que no tenía más alternativa que acatar las órdenes de su abuelo. Michael acompañó a su madre a la cocina, y retiró el repasador de las manos de la abuela.
—Yo secaré los platos —dijo.
Anna vaciló, y al fin le entregó el repasador y acercó la silla a la mesa de la cocina. Comenzó a remendar algunas prendas, pero su mirada, cargada de miedo y aprensión, no se apartó de la figura de su nieto. Pensó que era muy parecido al padre. Tan parecido al padre… y tan distinto del abuelo.
Michael comenzó a secar los últimos platos. Todavía le dolía la cabeza, y la cocina parecía saturada del mismo olor acre de humo que había percibido el otro día, cuando se había enojado tanto con Ryan. Y de alguna parte, a través de la niebla dolorosa de su cabeza, le pareció que llegaba la voz de algo o de alguien que lo llamaba.
Mientras trabajaba, continuaba oyendo las palabras del abuelo, que afirmaba que después que se hubiese disculpado con su madre, todo habría terminado.
Pero no había terminado todo.
En cambio, estaba seguro de que apenas había comenzado.
Fiel a su promesa, Amos Hall preparó un jarro de cacao esa tarde, pero el gesto no obtuvo el propósito deseado. Los cuatro bebieron el cacao, pero pareció que prevalecía una atmósfera ingrata, que provenía de Michael, y aunque Janet y Anna hicieron todo lo posible, no pudieron disiparla. Hacia las nueve y media todos habían ido a acostarse.
Janet pasó por el cuarto de Michael, llamó suavemente a la puerta y esperó que su hijo le permitiese entrar. Como no obtuvo respuesta, abrió la puerta y entró. Michael estaba acostado, la espalda apoyada contra el respaldo, leyendo.
—¿Puedo pasar?
Michael se encogió de hombros, y mantuvo los ojos cuidadosamente fijos en el texto, apoyado sobre sus piernas. Janet cruzó la habitación, tomó el libro, lo cerró y lo depositó sobre la mesita de noche. Solo entonces Michael la miró.
—¿Quieres que hablemos acerca de lo que sucedió? —preguntó Janet.
Michael frunció reflexivamente el ceño. Meneó la cabeza.
—Tengo dolor de cabeza —dijo.
Janet lo miró preocupada.
—¿Es muy intenso?
—Tomé aspirinas.
—¿Cuántas?
—Solo dos.
—Está bien. A propósito de lo que sucedió esta tarde…
—No quiero hablar de eso —la interrumpió Michael.
—Michael, esta tarde dijiste que nunca más discutirías conmigo, ¿recuerdas?
El niño vaciló, y después asintió.
—No duró mucho tu promesa, ¿verdad?
Michael meneó la cabeza.
—Supongo que no —reconoció.
—¿Hablabas en serio cuando me lo prometiste, esta tarde?
—Sí, pero… —vaciló, y después guardó silencio.
—¿Pero qué?
—Pero siempre hemos hablado antes de decidir algo. Ahora parece que el abuelo siempre decide lo que debemos hacer.
—Yo decido —lo corrigió Janet—. El abuelo me aconseja, pero yo decido. Y durante un tiempo así estarán las cosas. Una vez que nos instalemos en la nueva casa, volveremos a nuestra antigua costumbre. Pero ahora es necesario adoptar muchas decisiones y hay mucho que hacer, y no dispongo de tiempo para discutirlo todo contigo. Confío en que lo comprendas.
Michael se movió inquieto en la cama.
—Comprendo. Pero sucede que…
—¿Qué?
Los ojos de Michael se elevaron hacia el cielorraso.
—El abuelo me ordenó que me lavase la boca con jabón.
Janet trató de contener la risa, pero no lo consiguió.
—Entonces, es probable que nunca más le contestes.
—Dijo que lo hacía porque te había contestado mal.
—Bien. Quizá fue un poco de las dos cosas. De todos modos. Dios sabe que eso no es el fin del mundo. Yo sobreviví a muchos lavados de la boca con jabón.
—¿Cuando tenías once años?
De pronto Janet comprendió dónde estaba la raíz del problema.
—No creo que usaran mucho ese método después que cumplí los diez años —observó—. Por otra parte, a los once años ya sabía muy bien que no debía contestar a mis mayores.
—Pero tú y papá siempre me permitieron contestarles. Incluso cuando era pequeño.
—Así es —dijo suavemente Janet—. Pero ¿quién puede decidir si teníamos razón o no? De todos modos, en tu lugar yo pondría cuidado en mi modo de hablar, por lo menos hasta que salgamos y vayamos a nuestra casa. —Se puso de pie, y se inclinó para besar a Michael—. ¿Cómo está ese dolor de cabeza?
—Continúa.
—Bien, trata de dormir. Por la mañana se te habrá pasado.
Se volvió para apagar la luz de la mesita, y un momento después había salido del cuarto.
Michael estaba acostado en la oscuridad, tratando de comprender lo que sucedía. Aunque se había enjuagado varias veces la boca, no había conseguido eliminar el sabor acre del jabón, y la aspirina no había logrado calmar el dolor de cabeza. Además, el olor de humo de la cocina lo había seguido hasta su cuarto, y mientras estaba acostado sintió de pronto que no podía respirar.
Finalmente, se levantó y se acercó a la ventana. La pradera estaba iluminada por la luna llena, y mientras contemplaba el resplandor plateado de la noche, comenzó a sentirse atrapado por los límites de la casa. Si por lo menos hubiera podido salir de allí…
Sabía que no debía hacerlo. Debía permanecer en su dormitorio y tratar de dormir. Si el abuelo descubría que se había escapado en medio de la noche…
Eso fue lo que lo decidió. Hacer lo que estaba prohibido era mucho más divertido, y convertía casi cualquier cosa en una aventura. Y además, eso no era Nueva York. Era Prairie Bend, donde nadie cerraba con llave su puerta y las calles no estaban pobladas por desconocidos. Y no pensaba recorrer las calles, porque no eran lo que lo atraía.
Se puso los vaqueros y una camiseta. Tomó las medias y los zapatos, se deslizó fuera del dormitorio y descendió la escalera, evitando cuidadosamente el tercer escalón a partir del comienzo, porque crujía. Salió por la puerta del fondo, y se detuvo en el porche para ponerse las medias y los zapatos. Después, sin mirar hacia la casa, cruzó el patio y rodeó la esquina del galpón. Esperó allí, seguro de que si alguien lo había visto u oído, lo llamaría, o vendría a buscarlo. Pero después de unos pocos segundos que le parecieron horas, en el silencio total de la noche se apartó del galpón, cruzó el campo recién arado y enfiló hacia la hilera de álamos que bordeaban el río.
Cuando Janet vio la figura menuda de su hijo que se hundía en las sombras de la noche, su primer impulso fue ciertamente salir a buscarlo. Se puso la bata, descendió de prisa la escalera y se disponía a salir por la puerta del fondo cuando oyó un movimiento en el interior de la casa. Un momento después Amos apareció en la cocina.
—¿Qué pasa?
Janet meneó la cabeza.
—En realidad, nada. Solo que Michael… Bien, parece que decidió salir de paseo.
Amos frunció el ceño.
—¿En medio de la noche?
—Así parece. Pensaba salir a buscarlo…
—No hará nada por el estilo —dijo Amos, en actitud más severa—. En su estado lo único que debe preocuparla es dormir bien. Iré a buscarlo yo mismo.
Se dirigió a su dormitorio, y Janet se dejó caer en una de las sillas de la cocina. Pero mientras esperaba que él se vistiese, Janet comenzó a cambiar de idea. Pocos minutos después Amos retornó, vestido con vaqueros y una camisa de franela. Janet se puso de pie cuando Amos avanzó hacia la puerta del fondo.
—¿Amos? Tal vez… bien, creo que deberíamos dejarlo en paz.
El anciano se volvió en redondo, y clavó los ojos en ella.
—Probablemente necesita estar solo y reflexionar un poco —dijo Janet—. Démosle un poco de tiempo, ¿eh?
Amos vaciló, con los ojos entrecerrados.
—Si eso es lo que usted quiere. Pero no debería salir en medio de la noche. No está bien.
—Ya lo sé —suspiró Janet—. Y no digo que usted esté equivocado. Pero por esta vez, dejémoslo en paz. Vuelva a acostarse. Todo se arreglará.
—¿Quiere que espere con usted hasta que él vuelva?
—No —dijo Janet, meneando la cabeza.
Hubo un largo silencio, y al fin Amos asintió.
—Está bien. Pero hablaré con él por la mañana, y me ocuparé de que no vuelva a hacer lo mismo.
Un momento después se había marchado, y Janet ascendió lentamente la escalera, para comenzar su vigilia.
Esperar fue más difícil de lo que había creído.
El aire se había despojado del frío del mes precedente, pero aún no mostraba el calor pegajoso que cubriría la llanura los días siguientes, cuando las temperaturas de treinta y cinco y más grados convertirían el campo en un lugar sofocante, agobiando a los animales y las personas con una pesadez húmeda que era menos soportable que el frío helado del invierno. Ahora, hacia fines de mayo, el aire de la noche era terso, y el olor musgoso de la tierra recién arada anunciaba los cultivos que pronto cubrirían los campos. La noche era clara como un cristal, y mientras caminaba, al principio sin rumbo fijo, Michael contempló el cielo, e identificó a la Osa Mayor, a Orion, y a la Osa Menor. Después llegó al bosquecillo de álamos que estaba cerca del río, y allí se detuvo. Había un núcleo de oscuridad entre los árboles, donde la luz de la luna no podía filtrarse a causa de las hojas que ya habían brotado en las ramas estrechamente entrelazadas. No era extraño que llamasen Triste al río. La escasa luz que llegaba a penetrar allí a lo sumo confería a los bosques un aspecto sobrecogedor… sombras sobre sombras, sin que fuera visible un sendero practicable.
Estremeciéndose. Michael se fijó un punto de destino, y comenzó a caminar sobre el borde de los prados, con el bosque a la derecha, trepando cada empalizada a medida que la alcanzaba. Antes de lo que había previsto, el bosque se desvió hacia la derecha, siguiendo el curso del río que se desviaba de su curso sureste para formar una curva alrededor del pueblo. Al frente podía ver las dispersas y parpadeantes luces de Prairie Bend. Durante un momento contempló la posibilidad de entrar en el pueblo, pero cuando volvió los ojos hacia el sureste cambió de idea, porque allí, resplandeciendo a la luz de la luna, vio la forma imponente del galpón de Findley.
Michael comprendió que ese era el lugar adonde debía llegar. Cortó camino en diagonal por el campo, después atravesó el camino desierto y se internó en otro campo. Ahora avanzaba con rapidez, pues se sentía indefenso en esa extensión desierta, claramente iluminado por la luz de la luna. Diez minutos después había terminado de cruzar el campo y había llegado de nuevo al camino, esta vez en la salida de la aldea. Calle de por medio, pudo ver el sendero interior de Ben Findley, y al fondo la casita y el galpón.
Contempló la posibilidad de entrar por el sendero y rodear la casa, pero muy pronto desechó la idea. Una luz resplandecía débilmente detrás de una ventana con cortinas, y Michael tuvo la súbita visión del viejo Findley, la escopeta sostenida por los dos brazos, de pie detrás de la puerta principal.
Se mantuvo sobre el lado norte del camino, y continuó avanzando hacia el este, hasta que llegó al comienzo de su propio sendero. Esperó unos minutos, y se preguntó si no era mejor volver a la casa de los abuelos. En definitiva, cruzó el camino y entró por el sendero que llevaba a la casa abandonada que pronto sería su propio hogar. Cuando llegó al patio cubierto de malezas, se detuvo para contemplar la casa. Aunque no hubiera sabido que estaba vacía, habría adivinado que nadie la habitaba. En contraste con las casas frente a las cuales había pasado esa noche, y que parecían todas irradiar cierta vida interior, esta casa —su casa— suscitaba un sentimiento de soledad que provocó un estremecimiento en Michael y lo indujo a apresurar el paso.
Su paso fue forzosamente más lento cuando entró en la extensión cubierta de malezas que separaba la casa del río, pero estaba decidido a mantenerse alejado de la empalizada que dividía la propiedad de Findley de la suya propia hasta que el galpón del viejo lo ocultase a la mirada atenta del propio Findley. Solo cuando estuvo cerca del río se sintió bastante seguro como para deslizarse entre los hilos de alambre de púa que protegían la propiedad contigua, y así comenzó a retroceder hacia el galpón que era su meta.
Ahora podía sentirlo, experimentaba la extraña sensación de familiaridad que había percibido esa tarde, solo que aquí era más intensa, y lo impulsaba a través de la noche. No intentó resistirse, aunque en eso había algo que lo intimidaba imprecisamente. Lo intimidaba y lo excitaba al mismo tiempo. Había un sentimiento de descubrimiento, casi un recuerdo. Y el dolor de cabeza y la pulsación que lo habían perseguido toda la tarde y la noche, ahora habían desaparecido.
Llegó al galpón y se detuvo. Seguramente había una puerta después de la esquina, una puerta con una barra. Ignoraba cómo podía saber eso, pues nunca había visto ese lado de la construcción, pero lo sabía. Comenzó a caminar hacia la esquina del galpón, con paso seguro, y ahora había desaparecido por completo la incertidumbre que experimentaba unos instantes antes.
Después de doblar la esquina, exactamente como lo había previsto, encontró la puerta, firmemente asegurada por una gruesa barra de madera sostenida a su vez por dos ménsulas de hierro forjado. Sin vacilar, Michael retiró la barra de madera y la apoyó cuidadosamente contra la pared del galpón. Cuando abrió la puerta, no hubo chirridos que denunciaran su presencia. Aunque el interior del galpón estaba sumido en sombras, no era el tipo de oscuridad sobrecogedora del bosque cercano al río, o en todo caso así lo sentía Michael. A Michael le parecía una oscuridad propicia.
Entró en el galpón.
Esperó, medio expectante, mientras la oscuridad lo penetraba y lo envolvía… Y de pronto algo surgió de la oscuridad y lo tocó.
Michael se sobresaltó, pero se mantuvo firme, extrañamente inmune al miedo. Y entonces oyó una voz, lisa, casi sin timbre, que flotaba hueca desde un lugar de las profundidades del galpón.
—Michael.
Michael sintió que se le paralizaba el cuerpo.
—Sabía que vendrías. —Hubo una pausa, y después la voz continuó—: Estuve llamándote. No estaba seguro de que me oías.
—¿Quién eres? —preguntó Michael. Sus ojos exploraron la oscuridad, pero no hallaron nada. Tampoco sabía muy bien de dónde provenía la voz. Como el silencio se prolongó, el niño comenzó a retroceder hacia la puerta—. Dime quién eres —dijo, en voz más alta esta vez.
Y entonces un perro comenzó a ladrar afuera, con un sonido áspero, cortado, una, dos, tres veces. Y bastante cerca una puerta se cerró con fuerte golpe. Michael salió rápidamente del galpón, cerró la puerta, y devolvió la barra a las ménsulas. Pero un instante antes de que huyese hacia la relativa seguridad de los campos, oyó de nuevo la voz. Su lisa atonalidad despertó ecos en su mente durante el trayecto de regreso a su casa.
—Soy Nathaniel —dijo la voz—. Soy Nathaniel…