LA PRINCESA Y EL EMPERADOR
Isabella, la esposa de Ricardo de Cornwall, esperaba un hijo, y su cuñada Leonor, que había enviudado a la muerte de William Marshal, la acompañaba en esta ocasión.
Leonor sabía que no todo estaba bien en Isabella. Ni lo estaba desde hacía cierto tiempo. Pobre Isabella, se había sentido tan feliz durante el primer año de su matrimonio, pese a que de tanto en tanto hablaba de la diferencia de edad entre ella y su marido.
Habían llevado una vida muy agradable en Berkhamsted, donde residían entonces. Leonor se había sentido reconfortada. Quizás porque Isabella había sido desposada en la infancia, como la propia Leonor, y después había enviudado y descubierto la gran felicidad. Isabella había dicho: “Una mujer debe casarse primero para complacer a su familia; después, debe tener la oportunidad de complacerse ella misma.” Esa había sido la experiencia de Isabella. ¿Ocurriría lo mismo con Leonor?
Las dos habían llegado a ser buenas amigas. Ricardo se ausentaba prolongados períodos, lo cual por supuesto era necesario. Su importancia crecía paulatinamente, y se le rendía homenaje en su condición de hermano del rey; y a medida que disminuía la popularidad de Enrique, aumentaba el prestigio de Ricardo. Su disputa con el hermano y su amistad con los barones lo habían convertido en uno de los hombres más importantes del país.
Isabella solía hablar a Leonor de la grandeza de Ricardo, y reconocía —por supuesto, en la intimidad y a puertas cerradas—, que Ricardo reunía más condiciones que Enrique para desempeñar el cargo. Leonor tendía a coincidir con Isabella.
Pero Leonor había advertido un hecho, y durante mucho tiempo no lo mencionó a su cuñada. Era un asunto que, si Isabella deseaba comentar, debía partir de ella misma.
Las visitas de Ricardo eran menos frecuentes. Cuando llegaba, parecía menos exuberante que antes. Isabella se mostraba inquieta, y no era la misma; se la veía cada vez más preocupada por su apariencia. En realidad, estaba atemorizada.
Una situación ridícula, pues Isabella era una mujer hermosa. En ese momento centraba sus esperanzas en el niño que concebiría, y Leonor sabía que Isabella rogaba por un hijo, porque creía que el deterioro de su relación con el marido respondía a la falta de descendencia.
A principios de ese año Ricardo fue a Berkhamsted, y estuvo con ellas. Era evidente que tenía algo en mente. Isabella no mencionó el hecho, pero Leonor estaba segura de que su amiga sabía a qué atenerse.
Y durante esa visita, y con gran sorpresa de Leonor, Ricardo le habló de su esposa y trató de explicar la causa de su propia inquietud.
Leonor salió al jardín con Ricardo, pues él así se lo había pedido; y después la joven pensó que Ricardo había propuesto ese lugar para impedir que los oyesen.
—Leonor —había dicho—, estás muchas horas con mi esposa.
—Oh, sí, hermano. Nos complace la mutua compañía.
—Me alegro de que estés aquí, pues ambas sois primas. A causa de tu finado marido y de mí mismo tienes cierto parentesco con ella. No dudo de que charlan mientras cosen y realizan otras tareas por el estilo.
Leonor reconoció que así era.
—Isabella dice que soy buena compañía durante tus ausencias, que son frecuentes.
—Es inevitable que me ausente —se apresuró a decir Ricardo.
—En efecto, no habíamos pensado otra cosa.
—¿Habíamos? —repitió Ricardo—. Te refieres a ti misma y a Isabella. Leonor… deseaba decirte lo siguiente. ¿Crees que Isabella se sentirá muy desgraciada si… si…?
El corazón comenzó a latirle aceleradamente a Leonor. Ya no era una niña, y comprendía bastante bien la relación que existía entre su hermano e Isabella. Al principio, todo había sido pasión romántica. Ahora era algo menos, eso lo sabía muy bien Leonor, y no por culpa de Isabella sino de Ricardo. Leonor comenzó a sospechar que el modo de destacar que sus ausencias eran inevitablemente numerosas significaba todo lo contrario; y también que la razón de que no acudiese más a menudo al castillo era que prefería permanecer lejos.
—Ricardo, ¿qué ocurre? —preguntó Leonor.
—Bien, hermana, reconocerás que mi matrimonio no es lo que yo esperaba.
—Isabella te ama profundamente.
—Mira, necesito un hijo. Debo tener un hijo.
—Ya tuviste hijos…
—Ninguno sobrevivió… el pequeño Juan murió poco después de nacer y nuestra Isabella vivió exactamente un año. Parece que estamos condenados a quedar sin hijos. Mi esposa no es joven.
—Oh, pero tampoco es vieja, y aun puede concebir. Ricardo, ya tendrán hijos.
—No estoy tan seguro de ello. Me siento incómodo. Sabes que Gilbert de Clare tiene cierto parentesco conmigo.
—Oh, no muy estrecho.
—En cuarto grado.
—Pero casi todos los que conocemos son nuestros parientes. Dios no mira con buenos ojos ese vínculo.
—Oh, no creo que Dios mire con malos ojos tu matrimonio. Ella es muy buena persona.
—Leonor, hablas como una niña.
—¿Qué… piensas hacer al respecto?
—Si me prometes no decirlo a Isabella… todavía… te lo explicaré.
—Sí, lo prometo.
—Envié un mensaje al Papa para preguntarle si debo solicitar el divorcio.
—Oh, Ricardo… se le partirá el corazón.
—Mejor eso que ofender al Todopoderoso. Se siente desagradado. Eso es evidente. Si no fuera así, ¿por qué mueren nuestros hijos?
—Ricardo, muchos niños mueren.
—Pero un hombre de mi posición necesita descendencia.
—Muchos hombres como tú no la tienen.
—Dicen que es a causa de cierto yerro del pasado. Si uno cometió cierto pecado e incurrió en la ira de Dios, el único camino es rectificar el pecado.
—Entonces, ¿no dijiste a tu mujer lo que has hecho?
—No, esperaré el fallo del Papa.
—¿Y si él autoriza el divorcio?
—Leonor, tendrás que consolar a Isabella.
Leonor estaba demasiado inquieta para hablar. Deseaba quedar a solas para pensar.
Fue a su dormitorio y descansó en el jergón. El bello romance por el cual había envidiado a Isabella, era cosa del pasado. Era como el castillo construido sobre la arena, abatido por los primeros vientos fuertes.
Isabella había tenido razón. Era demasiado vieja para él. Ricardo lo comprendía ahora, aunque en aquel momento estaba seguro de que ella se equivocaba.
Formulaba excusas para desembarazarse de su mujer. Cuando decía que era pariente en cuarto grado con el finado marido de Isabella, en realidad afirmaba que estaba cansado de ella.
¡Vaya por el amor! ¡Vaya por la elección individual de marido la segunda vez!
Nadie había creído que fuese una unión muy apropiada; nadie excepto Ricardo e Isabella. Muy pronto él la abandonaría para casarse con otra. Quizás ya sabía con quién.
¡Pobre y triste Isabella! Sí, necesitaría de alguien que la consolase.
Ricardo partió al día siguiente, y poco después y antes de que recibiese respuesta de Roma, Isabella descubrió que estaba embarazada.
Cuando lo supo, Ricardo se apresuró a regresar a Berkhamsted.
Leonor se sorprendió ante el placer con que él recibía la noticia. Se mostró bondadoso y gentil con Isabella, pero dijo inmediatamente que no podía permanecer mucho tiempo allí.
Leonor pudo hablarle a solas, y le preguntó si tenía novedades de Roma.
Él reconoció que había recibido una carta, y que el Papa se oponía al divorcio. El pontífice creía que el matrimonio debía continuar; pero si Isabella no le daba un hijo, agregó Ricardo, no permitiría que el asunto quedase allí.
Durante esa visita todos mostraron un ánimo festivo.
Oh, que sea un varón —rogó Leonor.
Se alegró de que Isabella no supiera cuánto dependía del nacimiento de un varón sano, capaz de sobrevivir.
Isabella en efecto advirtió que ella había cambiado.
—¿Leonor, qué ocurre? —dijo—. Se te ve diferente.
—¿En qué sentido? —preguntó Leonor.
—Eres menos blanda… menos inocente… quizás. En ciertas ocasiones me pareces incluso un tanto cínica.
—Imagino que estoy creciendo —dijo Leonor.
—Un día buscarán marido para ti.
El rostro de Leonor se endureció.
—No deseo casarme —dijo con firmeza.
Isabella sonrió.
—Oh, es la más feliz de las condiciones. Por supuesto, hay decepciones. Pensé que mi corazón se destrozaría cuando murieron mis hijos. Pero ya ves que de nuevo espero un hijo, y que todo está bien.
Leonor pensó con tristeza: “¿De veras?”
* * *
Durante uno de sus viajes, Edmund Rich, arzobispo de Canterbury, llegó a Berkhamsted.
Isabella lo recibió complacida; quiso ofrecerle un banquete, pero eso no era cosa del gusto del arzobispo; tampoco deseaba que le preparasen la mejor cámara del castillo. Pasaba de rodillas la mayor parte de la noche, explicó, y quizás necesitara un taburete, donde se sentaría a meditar el resto del tiempo. En definitiva, no quería un dormitorio; sólo un cuarto sencillo y discreto.
Isabella le pidió que la bendijese e hiciese lo mismo con su hijo, y él se apresuró a satisfacer el pedido, agregando que lo que ella necesitaba era la bendición de Dios, no la de su servidor.
La humildad del arzobispo maravillaba a todos, e Isabella dijo a Leonor que tener bajo su techo en momentos así a un hombre tan santo era un augurio de buena suerte. Sabía que su hijo sería un varón… y que viviría.
El arzobispo indicó a Leonor que deseaba verla, y la joven fue a la habitación donde él había dormido. Estaba casi totalmente desamueblada, fuera del crucifijo en la pared, colgado allí por los criados del eclesiástico.
Ella se arrodilló al lado de Rich y rezó con él, y el arzobispo pidió por la salud de Isabella.
Leonor le dijo que el asunto a veces la inquietaba.
—Cuidadla bien —le dijo Rich—. Es importante que el niño viva.
Por supuesto, el arzobispo sabía del pedido de Ricardo al Papa; sin duda, el documento había pasado por sus manos. Y Leonor sabía que Rich estaba preocupado por el bienestar de Isabella, precisamente a causa del pedido de Ricardo.
—Mi señor arzobispo —dijo Leonor— prometo que cuidaré en todo de Isabella.
—Continuad a su lado hasta que nazca el niño… y después. Ella necesitará compañía… o ayuda, si las cosas no salen bien.
—Eso precisamente había pensado.
Rich no la miró.
Tenía unidas las palmas de las manos, y los ojos fijos en la cruz. También los ojos de Leonor estaban clavados en el crucifijo y mientras miraba se sentía incapaz de hacer nada más.
—Hija mía —dijo Rich—, es posible que antes de que pase mucho tiempo vuestro hermano el rey os encuentre marido.
Leonor pensó en Isabella y Ricardo, y exclamó:
—No.
—¿No os agrada el estado conyugal?
La joven meneó la cabeza.
—Otrora fuisteis una joven esposa. ¿A causa de esa experiencia creéis que no os conviene un nuevo matrimonio?
—Quizás, mi señor, lo que he visto del matrimonio me lleva a sentir que sería más feliz sin él.
Pareció que ambos se entendían, pues el arzobispo sabía que ella estaba pensando en la pasión romántica de Isabella y Ricardo, y en el rápido cambio que habría sobrevenido entre ambos.
—Es posible, hija mía, que penséis hacer votos de castidad.
—Sí, mi señor.
—Ah, en ese caso a su debido tiempo debéis actuar. ¿Estáis segura de que es vuestro deseo?
Leonor miró el crucifijo, que parecía resplandecer con un fuego interior, y fue como si una extraña hablase por ella.
—Es lo que deseo —oyó decir a su propia voz.
El arzobispo le tomó la mano.
—Os habéis entregado a Dios —dijo—. Me habéis formulado vuestra promesa. Aún no estáis pronta, pero llegará el momento. Ahora, debéis permanecer aquí con Isabella, para cuidarla. Os necesita, y el mejor modo de servir a Dios es cuidarla ahora mismo. Pero llegará el momento…
—Sí, mi señor —dijo Leonor.
Edmund Rich partió ese mismo día. Después de que el arzobispo se marchó, Leonor comenzó a inquietarse. Había en la presencia de ese hombre algo que producía un efecto hipnótico. Precisamente por eso ella había sentido que deseaba apartarse del mundo; pero ahora no estaba tan segura.
En noviembre nació el hijo de Isabella, y para alegría general resultó un varón sanó y fuerte.
La casa entera se regocijó, y todos sonreían y se sentían felices. Llamaron Enrique al niño.
Vino Ricardo. Se sentía enormemente feliz. Su hijo era un pequeño absolutamente sano. Lloraba con fuerza, sonreía e incluso durante los primeros meses de vida se lo vio feliz y contento.
Ricardo pareció haberse enamorado nuevamente de Isabella, y todos eran felices.
Leonor pensó: Casarse, tener hijos. Qué estado tan feliz.
* * *
Margaret Biset estaba alarmada. Sabía que las cosas no podían continuar así. Llegaría el momento en que encontrarían marido para su pupila, y entonces habría que afrontar la separación. Margaret no podía imaginarse lejos de la princesa Isabella. Había sufrido mucho cuando partieron las otras, pero parecía que el destino la ayudaba, pues los matrimonios arreglados para Isabella —como para el propio rey— siempre quedaban en nada.
A veces Margaret sentía una indignación ilógica. Qué creían hacer, por qué negociaban asía su querida niña.
Pero Isabella ahora tenía veinte años. A menos que decidieran dejarla soltera, habría que hacer algo, y muy pronto.
Por lo tanto, no se sorprendió mucho cuando el rey mandó llamar a su hermana menor.
Isabella compartía la aprensión de Margaret, y con cierta inquietud se inclinó ante sus hermanos —primero ante Enrique, después ante Ricardo—, pues Ricardo estaba ahora en la corte.
Enrique ya no era tan joven; tenía veintisiete años, y aún no había hallado esposa. Ricardo y Juana eran los miembros casados de la familia; y por supuesto, Leonor, que ahora era viuda.
Enrique dijo:
—Buenas noticias, hermana. Ojalá esta vez no veamos frustradas nuestras esperanzas.
Entonces ella supo que había ocurrido lo que tanto temía, y que le habían encontrado esposo. Esperó.
—Una excelente unión —dijo Enrique—. El emperador de los alemanes, Federico II, pide tu mano.
—¡El emperador de Alemania!
Enrique sonrió.
—Ya ves, Ricardo, nuestra hermana se siente abrumada ante tanto honor. Bien, Isabella, es una buena unión para ti, aunque sin duda los alemanes creerán que su emperador hizo muy bien en pedir en matrimonio a la hermana del rey de Inglaterra.
—Así es —dijo Ricardo—. Lo he sabido de sus propios labios. Ansía que no haya ningún género de postergaciones.
Isabella estaba aturdida. Por supuesto, ese hombre tenía prisa. Era un anciano. Apenas diez años atrás ella había estado comprometida con el hijo.
—Será bueno contigo —dijo Ricardo—. Posee experiencia en el matrimonio. Isabella, no tienes motivos para temer.
—Quieres decir que estuvo casado más de una vez.
—Dos veces enviudó, y tanto le encanta la idea de casarse nuevamente, que no tolerará demoras.
—¿Cuándo… debo partir?
Se acercó Ricardo y apoyó la mano en el hombro de su hermana.
—Ah, tu entusiasmo puede compararse con el de tu prometido. Habrá que resolver ciertos asuntos. El emperador dice que enviará al arzobispo de Colonia y al duque de Brabante con el fin de que te acompañen hasta Alemania. Ya partieron hasta aquí.
Enrique dijo:
—No pareces tan complacida como yo creía que sería el caso.
—No es poca cosa abandonar el país en que uno nació.
—Lo sé bien —dijo Enrique—. Pero es el destino de las princesas. ¿Deseas pasar la vida entera en compañía de Margaret Biset?
—Mi señor —dijo Isabella—, ¿puedo pedir un favor? Puedo ir únicamente si Margaret me acompaña.
Los hermanos se miraron, y Ricardo asintió.
—¿Por qué no? —dijo—. Llevarás algunos servidores. Si decides que tu antigua niñera te acompañe, ¿por qué no puede ser miembro del grupo?
Enrique comenzaba a mostrarse irritado, y como lo conocía bien, Isabella se apresuró a decir:
—Al rey corresponde decidir. Enrique, te lo ruego. Sé que tienes un corazón bondadoso. Partir de aquí sin Margaret destrozaría el mío.
Solicitado de ese modo, Enrique recuperó su buen humor.
—Mi querida Isabella, por supuesto que Margaret Biset puede acompañarte.
—Será necesario que evite ofender al emperador, porque si lo hace es posible que la envíe de regreso —advirtió Ricardo.
—No lo ofenderá, si sabe lo que está en juego.
—Ahora, hay mucho que hacer —dijo Enrique—. Regresa con Biset y dile que antes de que pasen muchos días tendrán que iniciar el viaje.
Isabella se separó de sus hermanos y corrió a la antigua nursery, donde se arrojó en los brazos de Margaret.
—Vamos —dijo Margaret—, ¿qué ocurre, mi amor? ¿Qué os dijeron?
—Vendrás conmigo —dijo Isabella—. Mi hermano lo prometió.
—En ese caso, podemos afrontar el resto.
—¿Adónde?
—A Alemania… con el emperador.
—¡Un anciano! Bien, no es tan grave como yo temía. Los viejos pueden ser más bondadosos que los jóvenes… y nos mantendremos unidas.
—Si hubieran intentado separarnos, Margaret, habría rechazado este matrimonio.
“Pobre niña”, pensó Margaret. “¿Y de qué te habría servido?”
Pero la situación era más favorable si el rey consentía en que ella acompañase a su pupila.
* * *
Después de que Isabella se marchó Enrique dijo:
—Ojalá al fin haya encontrado marido para ella.
—Pobre Isabella. Ha sufrido muchas decepciones, aunque dudo de que ella les asigne ese carácter. Si Juana no hubiese regresado a tiempo, habría sido la esposa de Alejandro.
—¿Cómo está Juana?
—No muy bien. Afirma que nunca se sintió cómoda desde que fue a Escocia. La dureza del clima no le sienta. Todos los inviernos está enferma.
—¡Pobre Juana! Habría estado mejor en Lusignan.
—Pero nuestra madre decidió lo contrario.
—¡Nuestra madre! Poco hizo por nosotros. Es más fiel a la familia que formó con Hugh que a la de nuestro padre.
—Bien, odiaba a nuestro padre, ¿verdad? ¿Y quién podría censurarla? Según parece, profesa a Hugh cierto afecto porque él le permite llevar las riendas y decidir todo. Nuestro padre jamás habría tolerado esa situación.
—Uno de estos días, Enrique, recuperaremos todo lo que perdimos.
—Lo he prometido —confirmó Enrique.
—Las alianzas ayudan.
—Qué lástima que decidieses casarte con Isabella.
—Fue un gran error, lo reconozco.
—Una mujer mucho mayor que tú.
—Isabella es una de las bellezas de nuestro país.
—Fue, hermano. Ahora es una vieja.
—Todavía atractiva… y no tan vieja. Enrique, parece que no somos muy afortunados en nuestras aventuras matrimoniales. Juana en Escocia… no está tan mal, salvo el problema de su salud. Leonor viuda…
—¡Y tú casado con una vieja!
—Y tú soltero.
Enrique apretó los labios. Deseaba casarse. Era hora de que tuviese un hijo, heredero del trono. ¿Por qué todos sus esfuerzos venían a parar en nada? ¿Acaso no era el rey de Inglaterra? Cualquiera hubiese creído que los gobernantes que tenían hijas casaderas debían sentirse ansiosos de presentarlas al rey. Sin embargo, todos los intentos habían fracasado. Muy pronto la gente comenzaría a decir que algo andaba mal en el rey de Inglaterra.
—Leonor debería regresar a la corte —dijo Enrique—. Tenemos que hallar marido para ella.
—Isabella y ella son buenas amigas.
—Leonor tiene que hacer algo más que acompañar a tu esposa mientras tú te complaces en diferentes aventuras.
—Si ésa es tu orden —dijo Ricardo con una reverencia.
—Sí, que regrese. Mandaré llamarla. Y hay otro asunto. Me propongo contraer matrimonio muy pronto.
—Me parece una idea excelente. Lo debes a tu país.
—Lo sé muy bien. Hablé con el arzobispo.
—¿Y la dama?
—La hija del conde de Provenza. Como sabes, su hija Margarita ya está casada con el rey de Francia.
—Vaya, hermano, es un golpe inteligente. Estoy seguro de que tu decisión será aprobada. El conde se verá en dificultades para mostrar fidelidad a Francia si una de sus hijas es reina de Inglaterra.
—Afrontaría la misma situación si pensara demostrar fidelidad a Inglaterra.
—En todo caso, hermano, tendrá que adoptar una postura neutral. Y piensa en el perjuicio que podría infligir a nuestra causa.
—Parece una decisión sensata, y creo que cuanto antes podré dar al país un heredero.
—Ojalá así sea.
—Lo primero es casarse. Y lo haré apenas se hayan redactado contratos satisfactorios.
—Enrique, que tengas suerte en tu matrimonio —dijo Ricardo.
Mejor que la que tuviste en el tuyo —replicó Enrique, no sin cierta satisfacción.
* * *
Un hermoso día de mayo la princesa Isabella viajó a Sandwich con sus hermanos y su hermana Leonor.
Atravesaron Canterbury, donde visitaron la catedral y pidieron la bendición de Santo Tomás, y después fueron a Sandwich, donde Isabella, en compañía del arzobispo de Colonia y el duque de Brabante, debía embarcarse para cruzar el Canal.
Con ella viajaba Margaret, de modo que Isabella no se sentía desgraciada. Margaret fingía estar muy animada, pero Isabella sabía que ambas estaban adoptando una postura un tanto falsa. Margaret se preguntaba qué clase de hombre encontraría su pupila, y si sería buen marido. Observaron las mariposas de vivos colores que volaban entre los árboles y las flores que crecían en las orillas del río; percibieron el perfume de las flores de espino en el aire e Isabella dijo con tristeza:
—Abandonamos un hermoso país.
—Es posible que así sea, querida, pero vamos a otro aun más hermoso.
—¿Más hermoso que esto? ¡Imposible!
—La tierra natal es siempre la más querida. Pero Alemania será nuestro hogar, mi niña; y llegaremos a amarla.
—Todas las mañanas al levantarme agradecí a Dios, porque sabía que venías conmigo.
—Vuestra gratitud no fue más fervorosa que la mía.
Viajaban juntas, de modo que la situación no era tan triste.
Leonor cabalgó al lado de un joven que parecía tener unos seis años más que ella. Era apuesto y encantador, y tenía una conversación vivaz; rara vez ella había gozado más de la compañía de otra persona. Desde hacía un tiempo comenzaba a pensar que se vería definitivamente excluida de los placeres de la vida cortesana, a causa de la obligación de acompañar a su cuñada; y le parecía que se veía privada de muchas cosas.
El joven le dijo que su nombre era Simon de Montfort, y que su padre era el mismo Simon de Montfort l’Amaury que había conquistado fama durante la guerra contra los albigenses.
El rey se había mostrado bondadoso con Simon, y le había devuelto todas las tierras que pertenecieron a su padre; y él tenía lo que buscaba hacía mucho tiempo: una posición segura en Inglaterra y el favor del rey.
Leonor supo complacida que Enrique era amigo del joven, y le habló francamente de su matrimonio con William Marshal, y también le dijo que desde hacía varios años era viuda.
Simon de Montfort se mostró sorprendido porque había podido permanecer viuda tanto tiempo.
—Oh —contestó Leonor—, no deseaba volver a casarme. Aunque también debo reconocer que la decisión no estaba en mis manos.
Simon de Montfort la miró con cierta extrañeza y dijo:
—Mirad, creo que si ésa era vuestra inclinación, en vista del carácter que adivino en vos estoy seguro de que la decisión siempre estará en vuestras manos.
Esta observación la impresionó profundamente.
¿Era realmente así? Ella siempre se había mostrado sumisa con William Marshal. Por otra parte, tenía apenas dieciséis años a la muerte de su esposo.
Simon de Montfort la había inducido a comprender algo: estaba creciendo; su carácter estaba formándose, y seguramente sería el carácter de una mujer de voluntad enérgica.
Isabella y Margaret Biset se despidieron de las personas que las habían escoltado hasta Sandwich, y se embarcaron para Amberes.
Los cuatro días en el mar no fueron gratos, ni mucho menos, e Isabella apenas pensó en lo que la esperaba. De una cosa estaba segura: nada podía ser peor que un viaje por mar.
Cuando al fin desembarcaron, había unos amigos que las esperaban para explicarles que existía una conspiración de los franceses, y que el propósito era capturar a Isabella e impedir su matrimonio con el emperador. Se detuvieron en una posada, e Isabella fingió que era una joven noble que viajaba con su gobernanta; al amparo de las sombras salieron de la ciudad. Pasaron varios días antes de que pudieran comprobar que habían despistado a los presuntos secuestradores, y por entonces Federico ya había enviado una fuerte guardia destinada a protegerlas y llevarlas a Colonia.
En esa ciudad hicieron una pausa. Era peligroso continuar viaje porque el emperador estaba en guerra, por extraño que pareciese, con su propio hijo, el hombre que antaño había sido propuesto como marido de Isabella; de modo que la joven y Margaret tuvieron seis semanas de respiro, durante las cuales comenzaron a conocer las costumbres del país.
A su debido tiempo, el emperador llegó para saludar a su joven prometida, y se mostró muy animado. Elogió el encanto y la belleza de Isabella, y le declaró que estaba absolutamente complacido.
La abrazó cálidamente, y le dijo que estaba decidido a cuidarla y hacerla feliz. Margaret sonreía. Le alegraba que su pupila no hubiese ido a caer en manos de algún joven atrevido. Del emperador, Isabella obtendría ternura y consideración.
La ceremonia y las celebraciones de la boda fueron magníficas, y se prolongaron cuatro días, pues el emperador deseaba que sus súbditos supieran cuánto le agradaba su nueva esposa.
Isabella descubrió que su matrimonio no era tan desagradable, mucho menos, como ella había temido. El emperador, seducido por la juventud y la frescura de la joven, ansiaba tranquilizarla. Le dijo que la había amado desde el momento de verla, y que su belleza superaba todo lo que le habían dicho. Ella era su tesoro, su dulce esposa; y su principal deseo era complacerla.
Sin embargo, propuso enviar de regreso a todos los criados ingleses, y cuando ella se enteró de la idea, se sintió dominada por el miedo.
Se arrojó a los pies del emperador y lloró amargamente, y cuando él la obligó a incorporarse y le preguntó qué ocurría, ella estalló:
—Margaret Biset y yo estuvimos unidas toda la vida. No puedo permitir que se marche. Si la despides, jamás volveré a ser feliz.
Entonces, él la besó y dijo que, si bien había deseado despedir a todos los servidores ingleses para facilitar la transformación de Isabella en su pequeña esposa alemana, le demostraría su amor permitiendo que Margaret continuase allí tanto tiempo como ella lo necesitara.
Aquí, Isabella prescindió de toda ceremonia, rodeó con sus brazos el cuello de su marido y lo besó.
—Entonces, ¿parece que amas al viejo emperador? —Preguntó él.
—Así es —contestó ella con fervor—. Eres tan bueno conmigo.
—¿Y podrás ser feliz aquí?
—Puedo ser feliz si no me quitas a Margaret.
—Entonces, Margaret se quedará.
El emperador llegó a sentirse tan encantado con su esposa que sólo deseaba su compañía permanente. La llevó a su palacio de Hagenau, y la rodeó de lujos y comodidades. Los muebles de las habitaciones eran tan ricos como todo lo que ella había visto antes. Le ofreció más joyas que las que ella hubiera podido usar. Trajeron sedas y finas prendas, que las doncellas convertían en vestidos, y se servían sabrosos platos y excelentes vinos para satisfacer el paladar de la joven. Pero él no podía soportar que nadie la viese, no fuese que se la arrebataran.
Ella y Margaret convivían exactamente como habían hecho en la corte inglesa. Todo el país observó el amor del emperador por su esposa.
A su debido tiempo ella quedó embarazada, y le enviaron artículos y objetos con el fin de que eligiese lo que prefería para su hijo. Margaret prefería confeccionar ella misma las prendas, y la complacía mucho coser y charlar con Isabella acerca del niño que pronto nacería.
Era grato ser mimada por un marido tan cariñoso; y por ahora. Isabella se sentía satisfecha en esa condición, separada del mundo en una suerte de encierro forrado de seda. Margaret la acompañaba, y ambas jugaban como solían hacerlo cuando Isabella era niña. Todo se parecía tanto a su infancia que —al margen de las visitas del emperador la joven— no se sentía en absoluto prisionera.
Nació una niña, y si el emperador se sintió decepcionado en todo caso no lo dijo; pero Isabella sabía que hubiera preferido un varón. Cuando bromeando dijo a Margaret que daría a la niña el mismo nombre, y mencionó el asunto a Federico, éste no protestó. Si eso era lo que su amada quería, que así fuera.
De modo que la niña fue bautizada con el nombre de Margaret, y la vieja nodriza tanto mimó a su homónima que Isabella declaró que poco a poco su hija estaba desplazándola.
—¡Qué tontería! —exclamó Margaret—. En este viejo cuerpo hay amor para ambas.
De modo que continuó esa vida tan grata cuya única variación era que se reemplazaba una jaula por otra. El emperador tuvo que visitar a sus súbditos italianos, de modo que llevó a Isabella a Lombardía, y allí la joven, con Margaret, la niña, y unas pocas doncellas que atendían a las necesidades de la soberana, vivieron nuevamente en un palacio lujoso, con hermosos jardines, todo rodeado por altos muros, un lugar donde sólo entraba el emperador.
Rara vez permitía que nadie viese a su esposa.
Y poco después nació el hijo de Isabella. Lo llamó Enrique, en recuerdo de su hermano. Y el emperador dijo que jamás se había sentido tan feliz.
Era una vida extraña, pero no desgraciada.
El viejo emperador y su bella y joven esposa se habían convertido en algo parecido a una leyenda.