LOS REBELDES
Casi inmediatamente comenzaron a circular rumores en la corte, y las murmuraciones aludían al Justicia Mayor. Sus enemigos se preguntaban: ¿Quién es este hombre? ¿Es el rey? Es el hombre que decide quién se casará con quién, y mientras maneja los hilos de la conducta del rey se asegura de que sus bolsillos no estén vacíos. ¿No es hora de que el Justicia Mayor comience a entender que no es el rey de Inglaterra?
Juan había sembrado muchas semillas de discordia cuando —para satisfacer sus necesidades circunstanciales— entregó tierras y castillos a algunos extranjeros a cambio de dinero o de ciertas concesiones; de ahí que, a pesar de los esfuerzos de William Marshal y Hubert para eliminar la influencia extranjera, esta persistiese relativamente.
Este grupo estaba encabezado por el conde de Chester, el mismo Randulph de Blunderville que se había casado con Constanza, la viuda de Godofredo (hermano del rey Juan), y que por lo tanto se había convertido en padrastro del príncipe Arturo, asesinado por su tío Juan. Otrora Chester había abrigado la esperanza de que Arturo ocupase el trono, en cuyo caso él, Chester, habría podido gobernar por intermedio del niño. Pero Constanza lo odiaba, y había huido llevándose a Arturo; y después de declarar que el matrimonio jamás se había consumado y por lo tanto carecía de valor, había tomado por esposo a Guy de Thouars. Constanza no había vivido mucho tiempo después de su casamiento, y cuando Juan asesinó a Arturo, inevitablemente Chester perdió la esperanza de gobernar por intermedio del jovencito, y por lo tanto desvió su atención hacia otros planes ambiciosos. Ahora que el poder de Hubert de Burgh crecía constantemente, Chester decidió que destruiría la influencia del objeto de su enemistad; y reunió alrededor de sí a los que, por diferentes razones, se sentían insatisfechos con la situación.
El principal miembro de este grupo era quizás Falkes de Breauté, un aventurero temerario y un hombre capaz de cualquier violencia para realizar sus fines, era un normando de oscura cuna, hijo ilegítimo, que había atraído la atención del rey Juan, y como ambos tenían parecido carácter —eran irreligiosos e inescrupulosos, y siempre estaban dispuestos a cometer crueldades y lo hacían complacidos— el rey lo había considerado un hombre agradable, y un buen servidor, y como su trato lo complacía estaba dispuesto a recompensarlo. De ese modo el normando, que era poco más que un campesino, había conquistado un lugar importante cerca del trono.
Cuando los barones se rebelaron contra el rey, Falkes se puso del lado de Juan, y en su carácter de general del ejército real alcanzó cierto éxito. Para recompensarlo, Juan prometió encontrarle una esposa rica, y finalmente ordenó que se casara con Margaret, viuda de Baldwin, conde de Albemarle. Margaret se sintió horrorizada ante la perspectiva de quedar en manos de este individuo cruel, sobre todo porque el verdadero propósito del matrimonio era que la fortuna de la dama pasara a manos de Falkes; pero el rey ordenó que se celebrara el matrimonio y Margaret, que conocía qué tipo de hombre era el monarca, en definitiva se sometió, aunque lo hizo con la mayor renuencia. Como además de ser la viuda de un hombre rico, Margaret era heredera por derecho propio, pues había sido hija única de padres acaudalados, Falkes se convirtió en un individuo próspero; en efecto, Juan le había dado no sólo a Margaret, sino también la custodia de los castillos de Windsor, Cambridge, Oxford, Northampton y Bedford.
Con ayuda de Chester capturó en nombre del rey la ciudad de Worcester, pero el trato que dispensó a los prisioneros no contribuyó mucho a la causa real, pues Falkes se complacía especialmente en torturar a sus víctimas, y le parecía muy divertido capturarlas y martirizarlas apelando a diferentes métodos que con especial afición él mismo inventaba, hasta que los infortunados entregaban todo lo que tenían para ahorrarse sufrimientos.
Odiaba especialmente a las órdenes religiosas; o quizás se trataba simplemente de que codiciaba sus tesoros; pero parecía que apenas entraba en una abadía o en un convento necesitaba profanarlos. Como tenía los mismos sentimientos, el rey no intentaba disuadirlo, y de hecho le agradaba recibir informes de las aventuras de Falkes con los sacerdotes.
Pero incluso Juan podía alarmarse por lo que Falkes había hecho, y a menudo se habló de los temores que sentía después del saqueo de la abadía de San Albano. Falkes había saqueado la ciudad, y mutilado y torturado a los habitantes, pero la abadía era su verdadero objetivo. Había ingresado en el edificio consagrado, derribando tesoros al pasar, y exigiendo que le trajesen al abad.
Llegó el abad, y con voz fuerte preguntó si Falkes de Breauté sabía que estaba en la casa de Dios. La respuesta de Falkes fue reír estrepitosamente y decir al abad que deseaba cien libras de plata, y que si no se las entregaban de prisa se apoderaría de los tesoros de la abadía, y después procedería a incendiarla.
Como conocía bien al hombre que tenía enfrente, y sabía que era capaz de cometer ese sacrilegio, el abad le entregó la plata.
Falkes se marchó después de examinar el lugar con ojos codiciosos, y de tomar nota de los tesoros que podía saquear en el futuro. Esa noche despertó con una terrible pesadilla. Se sentó en la cama, y comenzó a gritar que se moría.
Margaret, que seguramente se sintió aliviada ante la perspectiva de apartar de su vida al monstruo, dijo:
—Tuviste un sueño… una pesadilla. Pero las pesadillas pueden tener sentido. ¿Qué soñaste?
No era frecuente que de Breauté se diese el lujo de una conversación amable; pero temblando en su lecho, agobiado por el terrible miedo, no era el fanfarrón que se pavoneaba en las ciudades y aterrorizaba a todos los que estaban cerca.
—Soñé —dijo—, que estaba de pie bajo la torre más alta de la abadía de la iglesia de San Albano, y que se me caía encima, y donde yo había estado sólo quedaba polvo… de mi cuerpo ya no había nada.
—Un sueño colmado de presagios —replicó Margaret—. Profanaste la sagrada abadía. El sueño significa que Dios está disgustado contigo.
En diferentes circunstancias, de Breauté se habría reído burlonamente; pero ahora estaba muy conmovido.
—Debes regresar a la abadía —aconsejó Margaret—, y pedir perdón al abad y a los monjes.
—¿Quieres decir que debo hacer penitencia…?
—El padre del rey hizo penitencia por el asesinato de Tomás Becket.
—¿Y quieres que yo haga lo mismo?
—Nada te pido —replicó Margaret—. La experiencia me ha enseñado que eso sería inútil. Me limito a aconsejar. Profanaste un lugar sagrado… muchos lugares santos… pero San Albano goza del favor especial del Cielo. El Cielo te advirtió. El sentido de tu sueño es claro. A menos que repares tu falta, algo terrible te ocurrirá.
Era evidente que Margaret se divertía viendo a su marido tan temeroso que temblaba de miedo ante la perspectiva de un destino que había administrado sin vacilar a otros. Sin embargo, tanto aterrorizó a Falkes, al mismo tiempo que fingía temer por él, y tales historias le relató acerca del destino terrible que agobiaba a quienes ignoraban las advertencias del Cielo, que él decidió que iría inmediatamente a San Albano, e insistió en que lo acompañasen los caballeros que habían participado en el saqueo de la abadía. Cuando llegó, convocó al abad y éste, que pensó en la posibilidad de un nuevo ultraje, compareció atemorizado; pero cuando vio al temible Falkes de Breauté que desnudaba la espalda y declaraba que había venido a hacer penitencia —como el rey Enrique II había hecho por Becket— el abad convocó a sus monjes, y no es difícil imaginar con cuánto placer los religiosos castigaron las espaldas de los hombres que poco antes los habían amenazado.
Una vez concluida la penitencia, Falkes de Breauté vistió la casaca y gritó que había procedido así sólo porque su esposa se lo había rogado, y que si los monjes creían que lo que él les había quitado les sería devuelto estaban muy equivocados.
Sea como fuere, abandonó la abadía y no cometió más sacrilegios. Desvió su atención hacia los franceses, que por entonces ocupaban sólidas posiciones en Inglaterra; la muerte de Juan, el ascenso de Enrique y la derrota de los franceses no habían complacido del todo a de Breauté, porque significaban el ascenso al poder de Hubert de Burgh, que había exigido que se devolviesen a la corona muchos de los castillos entregados por Juan a hombres como de Breauté. Este se sentía inquieto, lo mismo que el conde de Chester, y el obispo de Winchester, a causa del creciente poder de Hubert. Un rey menor de edad era una oportunidad maravillosa para los hombres ambiciosos, y todos estos hombres eran ambiciosos, de modo que ver a Hubert en el cargo más importante del reino los irritaba; por lo tanto, decidieron que debían hacer algo para frenarlo.
Los tres hombres se reunieron en Winchester: eran Peter des Roches, el obispo de Winchester, Randulph de Blunderville, conde de Chester, y Falkes de Breauté; y el tema de la reunión fue Hubert de Burgh y el modo de limitar su creciente poder.
—Cree que ahora nada podrá detenerlo —observó Peter des Roches—. A medida que pasan los días, aumenta el favor del rey.
—El rey es un niño —gruñó Chester—. Se trata de saber en manos de quién cae. Vos, mi señor obispo, deberíais ser su gobernante y supervisor.
—De Burgh siempre trabajó contra mí —murmuró el obispo.
—No puede permitirse que esto continúe —replicó Chester—. Quizás deberíamos secuestrar al rey —propuso Falkes—. Podemos atraparlo cuando sale de paseo… lo rodeamos con nuestros hombres… y después… dictaremos nuestras condiciones.
El obispo meneó la cabeza.
—No dudo de que, si fuera posible, sería un modo excelente de resolver el problema, pero apoderarse por la fuerza del rey sería traición… rebelión… o algo por el estilo. El pueblo no lo soportará. Terminaremos decapitados en el puente. Debemos trabajar con mayor discreción.
Falkes de Breauté pareció decepcionado. Lo dominaba la violencia, y ya se veía acuchillando a la guardia mientras decía al joven rey que nada debía temer si obedecía las órdenes.
—Parecería —continuó diciendo el obispo— que de Burgh es el hombre más rico del reino. Sus matrimonios lo beneficiaron mucho.
—Puedo decir una cosa en favor de este hombre —agregó de Breauté con una mueca—: agrada a las mujeres.
—Tiene modales atractivos —murmuró el obispo—, y por eso conquistó el corazón del rey.
—¡Y los de sus esposas! —agregó Chester—. La princesa escocesa es la cuarta… la única virgen. Las demás eran viudas.
—Le agradan las viudas —dijo de Breauté.
—Una actitud sensata —intervino Chester—, pues una viuda a menudo aporta la fortuna de su marido, además de la que pudo traer de su propia familia.
—Así es —dijo el obispo—. La hija del conde de Devon y viuda de William Brewer, le aportó riqueza: después fue Beatrice, viuda de lord Bardulf; y después tuvo la temeridad de casarse con Hadwisa de Gloucester, esposa repudiada por Juan, y ella ya era la viuda del conde de Essex.
—Juan le arrancó una parte considerable de su fortuna, pero ella aún tenía bastante para llenar los cofres del astuto Hubert —comentó Chester.
—Me pregunto si después de Juan, Hubert agrada a esa mujer —preguntó Breauté con una sonrisa astuta.
—Creo que consideró agradable el cambio —dijo el obispo—. Pero falleció, como les ocurre a todas las viudas de Hubert de Burgh, y lo que quiero destacar es que todos sus matrimonios lo beneficiaron. Y ahora ha concertado la mejor de todas las uniones: es hermano del rey de Escocia, por su condición de marido de la hermana.
—Puede juzgarse a un hombre por sus matrimonios —dijo Chester—. De Burgh ha demostrado que es sensato, y que le agrada la riqueza.
—Convendría que el pueblo así lo comprendiese —dijo el obispo—. Por ahora todos están complacidos con su joven rey y el gobierno del Justicia Mayor. Ha sometido a los ladrones, y si sus castigos son severos, él argüiría, y muchos estarían de acuerdo, que es el único modo de mantener el imperio de la ley. Sin embargo, no será difícil levantar al pueblo contra él. Tal vez digan que sirvió a su país, pero debe saberse que al hacerlo se enriqueció considerablemente. Todos saben que el mejor modo de excitar a la turba contra un hombre es decirle que tiene mucho más que ellos. Aceptarán la lascivia, la crueldad… los actos inescrupulosos de un hombre… pero es suficiente excitar la envidia general para derribarlo. El pueblo quiere justicia en el país; desea ley y orden; ansia expulsar a aquellos a quienes llama extranjeros, y me parece, caballeros, que todos nosotros estamos incluidos en esa categoría. Odian todo esto, pero su envidia es más profunda que su amor al país. De modo que excitaremos al pueblo contra de Burgh. Le diremos que es el hombre más rico de Inglaterra. Y que ahora mismo ha acrecentado su fortuna casándose con la princesa de Escocia. Excitemos la envidia popular, y a su debido tiempo la gente lo derrocará.
Los tres hombres se miraron y asintieron.
Sabían que el obispo había acertado.
* * *
El pueblo de Londres murmuraba en las tabernas; se paseaba a orillas del río y hablaba de la influencia del Justicia Mayor sobre el joven rey. El Justicia Mayor era el hombre más rico de Inglaterra. Mandaba al rey y se forraba los bolsillos. Los servidores de Falkes de Breauté y el conde de Chester hablaban con los mercaderes y los aprendices, y les preguntaban y se preguntaban unos a otros por qué la gente soportaba ese estado de cosas.
Señalaban que siempre ocurría lo mismo cuando un joven rey ocupaba el trono. Los hombres ambiciosos trataban de gobernar a través del niño; y su dominio les permitía llenar sus propios cofres, y que el diablo se llevase al hombre o la mujer del pueblo.
De modo que se acentuó el resentimiento contra Hubert de Burgh, y cuando salía a cabalgar con el rey había hostilidad en el silencio con que la gente los miraba; en cierta ocasión, alguien arrojó una piedra al Justicia Mayor. Uno de los servidores de Hubert atrapó al hombre, y el castigo fue severo: la pérdida de la mano derecha que había arrojado la piedra.
Muchos dijeron que era un castigo cruel, por hacer lo mismo que deseaban varios de los que allí habían estado.
Uno de los principales ciudadanos, Constantine FitzAthulf, organizó reuniones en su casa, y con ayuda de otros tramó el derrocamiento del rey, y propuso enviar un mensaje al príncipe Luis, de la corte francesa, para pedirle que regresara a Inglaterra, donde comprobaría que el pueblo de Londres estaba dispuesto a darle la bienvenida.
El resultado fue una serie de disturbios en las calles de Londres, y Constantine marchó a la cabeza de un grupo de hombres, gritando:
—Montjoie. Que Dios y nuestro señor Luis vengan a salvarnos.
Pero la mayoría de la gente, si bien deseaba derrocar al Justicia Mayor, no quería que los franceses regresasen a Inglaterra. Esa no había sido la intención de Falkes de Breauté y sus amigos. Solamente deseaban mantener al rey en el trono, pero desplazando a sus consejeros; ellos mismos deseaban ocupar el lugar de Hubert de Burgh, y despojarlo de su poder y sus riquezas. De ahí que los alborotadores de Londres contasen con escaso apoyo. En poco tiempo fueron dispersados, y los guardias detuvieron a Constantine FitzAthulf y a otros jefes, y los encarcelaron.
Hubert se sentía muy inquieto. Necesitaba desembarazarse de Constantine, y Hubert creía que merecía que lo condenasen a muerte por traición; en efecto, si de alguien podía decirse que había traicionado a su rey, era precisamente de Constantine. Pero Hubert vacilaba, pues sabía que no era muy sensato irritar al pueblo de Londres todavía más de lo que ya estaba.
Mantuvo encarcelados a los hombres mientras resolvía el problema; y en definitiva Falkes, —el mismo que había provocado la rebelión—, se acercó a Hubert y ofreció ahorcar a Constantine, al mismo tiempo que aseguraba a quienes quisieran escucharlo, que lo que él menos deseaba era derrocar al rey. Atravesó el río con Constantine y sus cómplices, y en un lugar tranquilo los ahorcó.
Eso no significaba que Falkes y sus amigos hubieran suspendido sus ataques al Justicia Mayor. No pensaban detener su ofensiva mientras no hubiesen desembarazado de su persona al país.
Volvieron a reunirse, y Falkes propuso un plan para apoderarse de la Torre de Londres. El obispo de Winchester destacó las dificultades de la empresa; y sugirió que sería más conveniente enviar al rey una delegación cuando el Justicia Mayor se hubiese ausentado; la delegación debía explicar el verdadero carácter de Hubert de Burgh, y la necesidad de deponerlo.
El obispo creía que era un plan excelente. Irían a Westminster, donde Enrique los recibiría. Sin duda no estaría preparado para lo que pensaban decirle, y los conjurados no dudaban de que, como era poco más que un niño, podrían convencerlo de la verdad de sus puntos de vista, e inducirlo a prometer que apartaría de su cargo a Hubert de Burgh.
Eligieron el momento, y la presencia del obispo les permitió obtener una audiencia inmediata del rey.
Era la primera vez que Enrique recibía una delegación sin la presencia de William Marshal, Stephen Langton o Hubert de Burgh, los hombres que solían aconsejarlo.
El obispo de Winchester tomó la palabra y presentó a Falkes de Breauté y al conde de Chester.
—Vuestros humildes servidores, muy gracioso señor —murmuró el obispo.
Enrique inclinó la cabeza y los exhortó a ponerse de pie, porque estaban arrodillados ante el jovencito, una actitud que si bien lo satisfacía determinaba que se sintiese un tanto incómodo. Les dijo que podían sentarse. Eran mucho más altos que Enrique mientras estaban de pie, y esto parecía desconcertante al rey.
—No está aquí el Justicia Mayor —dijo Enrique—. Hoy no se encuentra en Londres.
—Mi señor, hemos preferido que no estuviese aquí —contestó el obispo—. Deseábamos hablar con nuestro rey.
—Continuad dijo Enrique, que a medida que pasaban los segundos comenzaba a sentirse más importante, precisamente lo que sus visitantes deseaban.
—Desde hace mucho vemos —dijo el obispo— que vos, nuestro rey, poseéis una sabiduría que sobrepasa de lejos vuestra edad, y creemos que ha llegado el momento de que intervengáis de un modo más activo en los asuntos. No es necesario que os acompañe constantemente vuestra niñera.
—Mi… niñera… Os referís a Hubert…
—Nos parece que el Justicia Mayor cree que aún estáis en pañales. Guía vuestros pasos vacilantes e infantiles, ¿no es así, mi señor?
Enrique se sonrojó.
—Os equivocáis —dijo irritado.
—Ciertamente, no creemos que necesitéis ese apoyo, mi señor. Por eso hemos venido a veros.
—Creo que deberíais explicar el asunto que os trae —dijo dignamente Enrique.
—Sabéis, mi señor, que hay desórdenes en Londres.
—Sé —dijo Enrique— que ahorcaron a algunos traidores que se declararon partidarios de los franceses.
—El pueblo mira con malos ojos al Justicia Mayor —dijo el conde Chester—. La rebelión responde al odio que le tienen.
—No lo creo —dijo Enrique—. Gritaban en favor de los franceses.
—Mucha gente murmura contra Hubert de Burgh —intentó explicar el obispo—. Si se lo eliminase, veríais que la actitud del país es muy distinta.
—¿Eliminar a Hubert? Es mi buen amigo.
—Mi señor, él es buen amigo de sí mismo. ¿Sabéis cuánta riqueza ha amasado?
—Sé muy bien que se lo recompensó, y con razón. Yo mismo le entregué varios castillos.
—Y no le fue mal con sus esposas —agregó maliciosamente de Breauté.
Con su actitud más o menos majestuosa Enrique sugirió que la grosería del hombre lo ofendía; y el obispo indicó con un gesto a de Breauté que se abstuviese de hablar.
—Señor —dijo respetuosamente des Roches—, por reverencia a vos y a la corona hemos venido a decir esto. Hemos visto admirados cómo se elevó vuestra jerarquía desde que habéis ceñido la corona. No necesitáis esos consejos. Sois muy capaz de atender vuestros propios asuntos.
—Debéis saber que no estoy obligado a obedecer al Justicia Mayor — replicó Enrique—. Utilizo mi propio criterio… a menudo.
—Y ésa es precisamente la razón por la cual podéis prescindir de ese hombre.
—¡Prescindir de él! Queréis decir despedirlo, ¿o desearíais que lo prive de sus propiedades? ¿Quizás que lo envíe a la Torre? Que lo castigue arrancándole los ojos… cortándole un miembro o dos… —Enrique miraba en los ojos a de Breauté—. Creo que vos, Falkes de Breauté, con frecuencia usáis esos métodos. Mis señores, os diré esto: podéis marcharos. No me agradan vuestras palabras. No me agradan vuestros modales y vosotros no me agradáis.
Se sintieron abrumados. Habían previsto encontrar a un jovencito de catorce años y habían descubierto a un rey; más aun, un rey que era fiel a sus amigos y que nada quería saber de la traición que le proponían.
* * *
La actitud del rey obligó a los conspiradores a abandonar sus esperanzas de obtener una rápida victoria. Peter des Roches comenzó a creer que había llegado el momento de archivar un tiempo los proyectos; pero no había contado con Falkes de Breauté, quien ya había convocado a los descontentos a una reunión en Northampton, con el fin de trazar planes y marchar sobre Londres.
Enrique se apresuró a convocar a Hubert, que explicó el asunto a Stephen Langton; en definitiva, los arzobispos y los obispos —con excepción de Peter des Roches— se pusieron firmemente del lado del rey, y amenazaron excomulgar a los rebeldes.
Incluso Falkes tuvo que aceptar que su pequeño grupo de descontentos nada podía hacer contra el ejército real; y si los que se rebelaban se veían excomulgados, jamás podrían reunir las fuerzas necesarias.
Estaban derrotados. Y tampoco se les permitiría salir muy bien librados. Los jefes de la conjura fueron llamados a Westminster, y allí los arzobispos y los obispos los invitaron a formular sus quejas en presencia del rey.
Se reunieron en el gran salón del palacio; después de su conversación con los tres rebeldes, había aumentado considerablemente la dignidad del rey. Hubert le había dicho que su conducta había sido la propia de un rey, y habría dicho lo mismo si Enrique no hubiese adoptado una actitud tan favorable al propio Hubert.
Enrique ocupaba la silla ceremonial, y Hubert estaba a su derecha; Stephen Langton, a la izquierda del rey, invitó al obispo de Winchester a formular su queja.
Peter des Roches se dirigió a la asamblea, y afirmó que no era traidor, ni lo eran quienes lo acompañaban. Habían deplorado el alzamiento de los ciudadanos de Londres, los que se habían mostrado dispuestos a invitar a los franceses. Un miembro del grupo, Falkes de Breauté, había dirigido el ahorcamiento del ciudadano Constantine FitzAthulf. Su queja era ésta: jamás se permitía que el rey actuase sin la asistencia permanente de un hombre. No era Enrique III quien reinaba, era Hubert de Burgh. Todo lo que él y sus partidarios deseaban era eliminar a ese hombre, y lograr que el rey designase a un nuevo ministro en lugar de Burgh.
Enrique dijo:
—Obispo, ya he hablado con vos de este asunto. No me agrada vuestro tono. Por ahora estoy muy bien servido, y lo estuve desde que ceñí la corona.
—Señor, Hubert de Burgh se ha enriquecido. Su política es llenar de oro sus propios cofres, y si al proceder así la corona sufre, eso poco le importa.
Hubert se puso de pie y pidió al rey permiso para hablar.
—De buena gana —dijo Enrique—. Agregad a vuestra voz la mía, y así estos traidores sabrán que pensamos lo mismo.
—Os lo agradezco, mi señor —dijo Hubert—. Vos, obispo, estáis en la raíz de esta dificultad. Vos habéis incitado a estos hombres. Queréis ocupar mi cargo. Comprendo bien vuestra actitud, pero nuestro rey no es un títere que pueda ser llevado de un extremo al otro. Elegirá sus ministros donde le plazca y dudo mucho de que si me apartaran de su servicio, Dios no lo permita, os eligieran para reemplazarme.
Peter des Roches palideció de cólera. Gritó:
—Os digo esto, Hubert de Burgh. Gastaré hasta el último penique que tengo para demostrar que sois indigno del cargo y para conseguir que os depongan.
Después se volvió y salió del salón.
Se hizo el silencio. Después, Enrique dijo:
—Ya vemos qué hombre malicioso es el obispo de Winchester. Sabed que no toleraré más la actitud de estos súbditos rebeldes.
Hubert dijo:
—Señor, si me comunicáis vuestros deseos acerca de ellos, procederé sin tardanza.
—Eso lo resolveré dentro de muy poco tiempo —dijo el rey.
—Entretanto, mi señor, nos ocuparemos de que no puedan escapar —dijo Hubert.
Stephen Langton dijo que esas disputas eran negativas para el país, y que creía que los perturbadores debían ir a parar al lugar en que no pudiesen causar más dificultades.
La asamblea pareció coincidir con esto, y salvo los rebeldes todos se mostraron complacidos con la demostración de fuerza del rey.
* * *
El resultado fue que poco después se reunió un tribunal en Dunstable, y los castillos de los hombres acusados de traición fueron confiscados. De Breauté no se mostró dispuesto a ceder fácilmente, y se atrincheró en el castillo de Bedford, y cuando los hombres del rey fueron a buscarlo, supieron que los esperaba con hombres preparados para capturarlos; y como recordaban su reputación y su costumbre de torturar a los prisioneros, decidieron huir. Uno no consiguió hacerlo. Era Henry de Brayboc, segundo alguacil de Rutlandshire, Buckinghamshire y Northamptonshire, y al principio había apoyado a Juan contra los barones, pero después había comprendido la actitud de los barones y había cambiado de bando. Cuando Luis fue derrotado afirmó su lealtad a Enrique —como tantos otros— y por lo tanto se le devolvieron sus tierras.
Los hombres de de Breauté apresaron a Brayboc, y lo arrastraron al castillo, donde fue maltratado. Estaba aterrorizado, porque conocía la reputación de de Breauté, pero felizmente para él, uno de sus criados pudo comunicar el asunto a la esposa del segundo alguacil, y ella se apresuró a enviar un mensaje al rey, que entonces estaba con el parlamento en Northampton. La mujer señalaba que su marido, que estaba cumpliendo funciones judiciales, había sido arrestado por un rebelde mientras intentaba cumplir las órdenes del rey.
Enrique comprendió ahora que debía mostrarse enérgico, y que le convenía que nadie dijese que temía a sus súbditos.
Sugirió que iría a Bedford, y allí se ocuparía de de Breauté.
Falkes de Breauté no era hombre de desesperar en tales circunstancias. Más aun, la situación lo atraía. Sus colegas se habían dispersado y de Breauté debía combatir solo. Está bien, declaró, el castillo podía afrontar el asedio del ejército real. Si había que combatir, lo haría, y así comenzó el sitio.
Continuó los meses de junio, julio y agosto. Excomulgaron a Falkes, y su esposa declaró que se la había obligado a contraer matrimonio, e imploró al rey que le otorgase el divorcio y la liberase del monstruo a quien detestaba. Le concedieron el divorcio. Pero Falkes continuó resistiendo al ejército del rey. Randulph de Blunderville, conde de Chester, había comenzado a deplorar los métodos de Falkes. Ese hombre era demasiado grosero; habría debido comprender que por el momento estaba derrotado, y más le habría valido retirarse, como lo había hecho Chester, para esperar otra oportunidad. Esos gestos temerarios y desafiantes de nada le servirían y no debía ser tan estúpido que imaginase que podían serle útiles.
Chester se unió al rey y Falkes comprendió que él solo debía asumir la responsabilidad de mandar a los rebeldes, pues Peter des Roches había decidido guardar silencio, y se contentaba también esperando una oportunidad ulterior para expulsar de su cargo a Hubert de Burgh.
El castillo no podía sostenerse indefinidamente, y un cálido día de agosto Falkes se vio obligado a ceder. Ochenta miembros de la guarnición fueron ahorcados, pero se decidió someter a juicio a Falkes.
Pidió una audiencia con el rey, y Enrique la otorgó. Allí, Falkes se arrojó a los pies de Enrique.
—He procedido mal —dijo—. Pero sois un rey justo, mi señor, y recordaréis que antaño yo combatí al lado de vuestro padre. Le serví bien, y como sois un rey sabio recordaréis que los actos meritorios de un hombre deben tenerse en cuenta cuando se lo juzga por los malos.
La invocación conmovió a Enrique, y ordenó que Falkes fuese entregado al obispo de Londres; allí permanecería hasta que se decidiese lo que se haría con él.
Lo encarcelaron un tiempo, y finalmente se llegó a la conclusión de que convenía exiliarlo. De modo que fue enviado a Francia.
—Abriguemos la esperanza —dijo Hubert— de que éste sea el fin de nuestras dificultades.
Después, dijo al rey que había demostrado su capacidad para gobernar sin regente; y con el permiso de Enrique enviaría un mensaje al Papa, y con la bendición, el apoyo y el permiso del Pontífice, en adelante el rey sería el gobernante de su pueblo.
* * *
El rey saboreaba su triunfo pues todos coincidían en que había demostrado que tenía la fibra de un gobernante enérgico. En efecto, había actuado con firmeza frente al rebelde Falkes de Breauté y sus amigos y estaba en eso cuando Hubert de Burgh se acercó con noticias que según creía tenían suma importancia para Inglaterra y el rey.
—Mi señor, llegaron mensajeros de Francia —anunció—. El rey de Francia ha muerto.
—De modo que ahora Luis es rey. —En el rostro de Enrique se dibujó una expresión dura. No olvidaría nunca que durante un breve lapso Luis había estado en Inglaterra, y que por poco había conseguido convertirse en dueño del país. Si Juan no hubiese muerto tan oportunamente, nadie hubiese podido prever el giro de los acontecimientos. Enrique continuó diciendo—: Quizás ahora tendrá mucho que hacer en Francia, y ya no podrá ocuparse de Inglaterra… pues creo que jamás tuvo otro pensamiento desde que lo expulsamos de aquí.
—Mi señor, siempre hubo conflictos entre Francia e Inglaterra. Parece poco probable que la muerte de Felipe modifique la situación.
—Sé que mis antepasados tuvieron poca paz. Se les ofrecieron pocas oportunidades de gobernar este país, porque siempre había desórdenes en Normandía. Y esta situación casi llevó al desastre a mi padre.
—Vuestro padre fue la causa de su propio desastre —se limitó a decir Hubert—. Vos, mi señor, sin duda recuperaréis mucho de lo que él perdió, y me refiero no sólo a las posesiones allende el Canal, sino a la dignidad de la corona gracias al honor y la justicia.
—Ruego a Dios que así sea.
—Excelente, mi señor. Ahora, consideremos la situación en Francia, y veamos cuál es su posible significado para Inglaterra.
—En todo eso no veo más que bien. Luis no me merece elevada opinión.
—Luis es un hombre honorable… buen marido y buen padre. Hombres como él no siempre son los mejores reyes.
—Se apresuró a ceder sus posiciones en Inglaterra, y a regresar a casa.
—Sabía que el país estaba contra él, y adoptó una actitud sensata, la de evitar excesivos riesgos.
—Creo, Hubert, que preferirá permanecer en su propio dominio.
Hubert había adoptado una actitud reflexiva.
—No pensaba tanto en el rey como en la reina. Creo que habrá que tener en cuenta la influencia de Blanca, ahora reina de Francia.
—¡Una mujer!
—Mi señor, sois demasiado sensato para ignorar que nunca debe menospreciarse a las mujeres. Algunas, muchas, gracias sean dadas a Dios, se contentan atendiendo las necesidades del marido, trabajando hermosos bordados y adornando la casa con su presencia. Pero otras no admiten ese estado. Creo que una de ellas es la reina de Francia.
—Es mi parienta. Por ella Luis afirmó sus pretensiones al trono.
—Es vuestra prima hermana, porque es hija de vuestra tía Leonor, que casó con Alfonso de Castilla; por consiguiente, sus abuelos también son los vuestros. Es difícil concebir una nieta de Enrique II y Leonor de Aquitania que carezca de fibra.
—Entonces, creéis que debemos cuidarnos de Blanca, a pesar de que está casada con un marido débil.
—Mi señor, sin duda sabéis que es un error confundir una conducta discreta con la falta de energía. Luis no es un carácter belicoso. No desea combatir cuando no es necesario, y podemos afirmar que esa actitud es sensata.
Enrique sonrió para sus adentros. Había advertido que Hubert ahora precedía sus sermones con las palabras “estoy seguro de que sabéis”. Antes de que Enrique lo defendiese del ataque de los barones rebeldes y el obispo de Winchester, las recomendaciones adoptaban la forma de lecciones. Enrique dijo:
—Entonces, ¿creéis que debemos cuidarnos de Blanca?
—Convendréis en que los ingleses siempre deben cuidarse de los franceses, y en que lo que ocurra en Francia siempre tiene suma importancia para nosotros. Jamás podremos olvidarlo. Pero ahora Felipe Augusto ha muerto, y Luis y Blanca ocupan el trono. Veamos qué efecto tendrá esto sobre nuestro destino.
—¿Qué significará, Hubert?
—Debemos esperar y vigilar el desarrollo de los acontecimientos.
—Y entretanto —agregó Enrique—, recordar que son enemigos, porque de eso se trata. Luis y Blanca… sobre todo Blanca.