EL TROVADOR ENAMORADO

Blanca estaba inquieta. La agobiaban las responsabilidades que afrontaba desde la muerte de Felipe Augusto. Había además una ansiedad secreta que era algo que ella no estaba dispuesta a comentar con nadie, que apenas reconocía ante sí misma. Luis no era un gran soldado; en el fondo del corazón ella dudaba incluso de que fuera un gran rey. La propia Blanca poseía las cualidades del liderazgo, pero Luis no había sido tan afortunado. Era un hombre bueno y —una cualidad poco usual— un esposo fiel y un padre amante. Sus niños lo adoraban, tanto como él los quería. Si hubiese sido un noble de categoría secundario, con un castillo erigido en un rincón tranquilo del país, donde no necesitaba tomarse la molestia de organizar la defensa, rodeado por los miembros de su familia y los que trabajaban para él, podría haber sido un hombre feliz.

Así había sido su abuelo. La tragedia en la vida de ambos era que la realeza —algo por lo cual muchos hombres habrían arriesgado la vida— no les parecía tan deseable, por la sencilla razón de que, como eran hombres de profunda inteligencia, conocían su propia ineptitud para el cargo.

Pero Luis tenía una esposa. Dios mío —rogó ésta— ayúdame a actuar por los dos.

Blanca supervisaba con el máximo cuidado la crianza de sus hijos, sobre todo la del joven Luis. ¡Cómo amaba a su hijo mayor! Quería a todos —eso era indudable— pero percibía en el joven Luis la fibra de un gran rey. Cuando llegase el momento —y ella confiaba en que no pasaría mucho tiempo —el niño debía estar preparado para afrontar la tarea.

Ella lo instruía, pero su vocación de soberano era innata. Más aun, tenía una sorprendente apostura. Sus rasgos estaban bien definidos: tenía la piel fina y clara, resplandeciente a causa de su buena salud; tenía una masa de cabellos rubios, heredados de la bella Isabel de Hainault, su abuela paterna. Era bondadoso como su padre, pero hasta ahí llegaba la semejanza. Luis era bueno en el aula, porque tenía un interés innato en todos los temas, pero también le agradaba la vida al aire libre; gozaba de todos los deportes, pero sobre todo de la caza, amaba a sus perros, a los caballos y los halcones. Era todo lo que un niño sano debía ser, pero había más que eso. Cuidaba su atuendo, y se lo veía siempre elegante incluso a tan corta edad.

Si jamás un niño había nacido para ser rey, era precisamente Luis.

Pero ella temía. No lo mimaba como Felipe Augusto había intentado mimar a su hijo Luis. Se preguntaba cuál habría sido la reacción de su hijo si ella pretendía hacer lo mismo. Dudaba de que hubiera aceptado eso sin protesta, como había hecho el padre. De todos modos, era un niño bueno y obediente. Ella no podía olvidar la pérdida de su hijo Felipe, a los nueve años de edad, cuando la muerte se le había aparecido para destruirlo perversamente, como una venganza contra los padres del niño.

Pero Felipe había carecido de las cualidades de su hermano menor Luis, y por eso quizás la suerte lo había abatido, con el fin de que Luis ocupase su lugar en el trono.

Esos pensamientos eran estériles. Felipe estaba muerto, y Luis era el hijo mayor. Sí, podían considerarse afortunados porque tenían una familia como ésa. Blanca debía sentirse agradecida y desechar el temor por la salud de su marido y por su vigor como gobernante. Debía agradecer a Dios que le había dado un hijo tan maravilloso; y que lo había dotado con tan notables cualidades —habría sido una modestia absurda y falsa— negarlas cualidades que lo convertían en un ser competente, un príncipe que a su debido tiempo asumiría francamente sus responsabilidades.

Luis estaba combatiendo con más éxito que el que ella se había atrevido a imaginar. Con el apoyo de un satisfecho Hugh de Lusignan estaban aportando la victoria a Francia. En varias ciudades los ciudadanos se habían rendido sin lucha, en la creencia de que no podían oponerse a los franceses.

Sin embargo, Burdeos se mantuvo firmemente del lado de los ingleses, y después de la llegada del conde de Cornwall con el veterano conde de Salisbury, hubo pocas noticias y Blanca intuyó que había concluido el período de las victorias fáciles; y quizás ésa era la causa de su ansiedad.

Mientras esperaba el relato de las actividades de Luis, llegó a la corte Joanna, condesa de Flandes. Según dijo, venía para solicitar la ayuda de la reina.

Blanca se mostró cautelosa. Luis no mantenía buenas relaciones con Flandes, y por entonces Ferdinand, marido de Joanna, era prisionero en el Louvre, adonde Felipe Augusto lo había enviado más de diez años antes. La discrepancia entre ambos había estallado durante el año 1213. Fue en la época de la excomunión del rey Juan, cuando Felipe Augusto creyó oportuno realizar un intento de apoderarse de la corona de Inglaterra, a la que según afirmaba el monarca francés Blanca tenía derecho. Felipe había convocado a sus vasallos a una reunión en Soissons, con el fin de prepararse para ayudarlo en la empresa; pero Ferdinand no acudió a la cita.

Felipe Augusto continuó desarrollando su proyecto, que estaba condenado al fracaso porque antes de que sus naves pudieran zarpar, Juan obtuvo astutamente la ayuda del papa. En lugar de ser un país sometido a interdicción, y al que sería fácil atacar, Inglaterra estaba bajo la protección del Papa; y así, Felipe comprendió que sería absurdo alzarse en armas contra Roma.

Irritado, Felipe declaró que no podía desencadenarse el ataque, pues Roma y no Francia había sometido a Inglaterra.

En esa situación, dominado por la cólera, supo que Ferdinand de Flandes trataba de concertar una alianza con Juan, y si Felipe no estaba en condiciones de declarar la guerra a Juan, podía hacerla cotilla Ferdinand. Este se sentía muy inquieto a causa de la profecía que un vidente había formulado en presencia de su suegra, la reina de Portugal, que sin perder tiempo había escrito a su yerno para informarle del asunto. El vidente había dicho que Ferdinand derrotaría en combate al rey de Francia; y en el sueño había visto al conde de Flandes entrando en París, y recibido entusiastamente por el pueblo.

El pobre Ferdinand seguramente era muy crédulo si aceptaba esta profecía, pues incluso si sobrevenía a la muerte del rey de Francia, el monarca tenía un hijo, y era más probable que el pueblo francés lo aceptara con más entusiasmo que al conde de Flandes.

Lamentablemente para Ferdinand, la profecía nada tuvo que ver con la realidad. El rey de Francia conquistó la victoria, y Ferdinand cayó prisionero. Felipe sabía que un hombre que alimentaba ideas tan grandiosas representaba una amenaza, y no pasó mucho tiempo antes de que Ferdinand se encontrase en París, pero en un alojamiento que era una pequeña habitación de la torre del Louvre, donde había vivido todos esos años.

Ahora, su esposa Joanna había llegado a la corte, y solicitaba una audiencia con la reina. Blanca supuso que la condesa de Flandes nuevamente venía a rogar la liberación de su marido; y se preguntaba si no era conveniente contemplar la solicitud. Quizás se sintiera agradecida hacia el rey; después de todo Luis no era quien lo había encarcelado. Y sabía que si nuevamente traicionaba a la corona, eso sería su fin.

Le sorprendió que Joanna no pidiese hablar con Luis.

La condesa era una mujer enérgica y dominante. Gracias a ella, Ferdinand había heredado a Flandes, y su mujer no estaba dispuesta a olvidarlo. Durante la permanencia de su marido en el Louvre ella había gobernado a Flandes, y había demostrado que era una mujer muy capaz.

Blanca la reconoció inmediatamente como una mujer parecida a ella misma, y sintió profundo respeto por su interlocutora.

Joanna dijo:

—Creéis que vine a rogar por mi marido. Puedo hacerlo, pues pasaron muchos años desde que el finado rey lo encarceló, y ya pagó por sus locuras.

—Hablaré del asunto con el rey —dijo Blanca—. Estoy segura de que se mostrará dispuesto a considerar vuestro pedido.

—Os lo agradezco, mi señora. Lo que me preocupa ahora es Flandes. Un farsante e impostor intenta arrebatarme el país, y vine a pedir vuestro consejo y ayuda.

—Os ruego me digáis qué significa eso.

—Recordaréis que mi padre, el conde Baldwin, participó en una cruzada a Tierra Santa hace unos veinte años. De allí no regresó jamás.

—Oí hablar de eso —dijo Blanca.

—Dirigió la Cuarta Cruzada, y fue designado emperador de Constantinopla. Después… desapareció.

—¿Cómo ocurrió eso?

—Lo capturaron los sarracenos, y dicen que lo guardaron en una de sus cárceles.

—Muchos cristianos jamás volvieron a ver la luz del día después de que los apresó el enemigo.

—Creo que mi padre murió en su cárcel, pero ahora apareció ese impostor de quien estoy hablando. Se parece a mi padre, y afirma que es él.

—Pero no puede demostrarlo.

Joanna alzó las manos en un gesto de desesperación.

—Relata muchas cosas de la Ciudad Santa y sus aventuras allí. Jura que es el conde de Flandes.

—Pero vos, que sois su hija, debéis saberlo.

—Lo sé. No es mi padre.

—¿Bien?

—Mi señora, muchos lo creen, y algunos lo aceptan porque no me aman y los irrita el gobierno de una mujer. Mucha gente esta agrupándose bajo su bandera. Lo aceptan y me rechazan.

Blanca pensó: “Sí, entiendo que esta mujer es un gobernante severo. Tal vez justo, pero un tanto duro. Y el pueblo de Flandes no simpatiza con ella, y está dispuesto a reemplazarla por este hombre, aunque sean impostor.”

—¿Bien? —dijo Blanca.

—Deseo vuestra ayuda, mi señora, y la del rey.

—¿El asunto ha llegado muy lejos?

—Me temo que sí. Mi señora, en Flandes hay hombres inescrupulosos.

—No sólo en Flandes —replicó sombríamente Blanca.

—Estos hombres ven la oportunidad de enriquecerse —continuó diciendo Joanna—, pues para obtener el apoyo que ellos pueden suministrar, este hombre les ofrece tierras y títulos, y les promete una vida cómoda.

—¿Creéis que él los engañó realmente?

—No estoy segura. Se parece un poco a mi padre, pero es cinco centímetros más bajo, y en muchas cosas demuestra claramente que es un tramposo.

—¿Qué podemos hacer el rey o yo por vos?

—Pedidle que venga a la corte. Interrogadlo. Creo que sería menos arrogante en vuestra presencia. Si se le hiciesen ciertas preguntas, sin duda daría respuestas equivocadas.

—¿Le habéis formulado esas preguntas?

—Lo hice, y sus respuestas no me satisficieron, pero muchos creen que me agrada tanto gobernar a Flandes que estoy dispuesta a hacer lo que fuere para evitar que me desplacen.

Blanca reflexionó. Ferdinand era tío de Luis, porque era el hermano de Isabel de Hainault, y Blanca sabía que Luis sentía mucho afecto por la familia de su madre. A menudo hablaba de Isabel —a quien según se decía el joven Luis se parecía bastante— aunque él nunca la había conocido. Había oído decir que era una mujer bella y gentil, y lamentaba mucho que hubiese fallecido dos años después de que él naciera, y que no pudiera recordarla. Seguramente trataría de ayudar si podía; y Blanca estaba segura de que ahora que salía a luz el aprieto en que se encontraba Ferdinand, Luis se mostraría dispuesto a liberarlo.

Blanca dijo que enviaría un mensajero a Luis para informarle de lo que estaba ocurriendo en Flandes, y que entretanto ella y Joanna tratarían de elaborar un plan que permitiese poner a prueba al impostor.

La reina sugirió que llamasen a Sybil de Beaugeu, la hermana del verdadero conde de Flandes; la persona que se había criado con el conde Baldwin seguramente podría decidir si este hombre era un impostor.

Parecía una idea excelente.

—Desearía que cuando se aclare esto, sea frente a vos y al rey dijo Joanna.

—Veremos si tal cosa es posible.

Luis recibió con agrado el mensaje. La guerra no le interesaba mucho. Había sido diferente cuando podía capturar fácilmente una ciudad tras otra, pero ahora que Enrique enviaba contra él a su hermano menor y al conde de Salisbury, la posibilidad de tener un respiro lo alegró.

Respondió con un mensaje en el cual decía que estaría en Péronne y que Blanca y Joanna podían verlo allí. Después, ordenó enviar un mensaje a Sybil para pedirle que acudiese a la cita, y otro al hombre que decía ser el conde de Flandes.

El presunto conde se apresuró a acudir, pues creyó que el llamado del rey era para pedirle homenaje como vasallo; y eso significaba que se lo creía el verdadero conde.

Blanca recibió complacida a Luis. Sospechaba que estaba embarazada, y cuando le comunicó el hecho, éste se mostró encantado.

Luis le confesó que siempre había mirado con buenos ojos la destrucción de la herejía, y que hacía mucho consideraba que el movimiento albigense era peligroso.

—Más aun —dijo—, oí decir que el rey de Inglaterra se propone enviar un gran ejército, precisamente lo que yo esperaba que hiciera. Tratará de recuperar lo que perdió. Temo que habrá una guerra prolongada y difícil.

—Sin embargo, estás dispuesto a hacer la guerra contra los albigenses.

—Pero se trata de una guerra santa. Los albigenses no tienen un ejército bien equipado. Te lo aseguro, esta guerra no será de ningún modo tan costosa ni difícil como la guerra contra Inglaterra.

—Luis, los albigenses son un pueblo que lucha en defensa de sus creencias. Esa gente suele pelear con mucha dureza.

—Lo sé, pero si levanto la Cruz y marcho contra los albigenses, el Papa prohibirá a los ingleses que nos hagan la guerra.

—Lo cual significa que la guerra contra los albigenses te agrada más que la guerra contra los ingleses.

—No deseo ninguna clase de guerra —dijo Luis—, pero si ha de haberla, prefiero que sea una guerra santa.

Blanca no intentó disuadirlo; pero la inquietó profundamente la observación de que Luis había envejecido bastante durante la última campaña; y en efecto, se lo veía exhausto.

De modo que vio con buenos ojos la controversia acerca del conde de Flandes, porque eso daba una tregua a Luis; y con Sybil de Beaugeu examinaron el modo más eficaz de abordar el tema.

—Dejad lo en mis manos —dijo Sybil—, le haré algunas preguntas cuyas respuestas sólo mi hermano conoce.

Cuando el hombre que decía ser el conde llegó a Péronne, Sybil reconoció que se parecía mucho a su hermano, si bien Baldwin nunca se había mostrado tan arrogante. Sus actitudes excesivamente majestuosas, dijo Sybil, lo traicionaban; y ella estaba casi segura de que era un impostor.

No llevó mucho tiempo descubrir la verdad, pues cuando el hombre supo que tendría que enfrentarse con Sybil fue evidente que estaba desconcertado. No supo responder a las preguntas que ella le disparó, y afirmó que no aceptaba que su hermana lo tratase con tanta descortesía, y que no diría nada esa noche; pero por la mañana respondería satisfactoriamente a todas las preguntas. Pedía ante todo que se le concediese la cortesía de un lecho y la cena.

Era evidente que el falso conde había llegado al cabo de su curso. A la mañana siguiente se descubrió que había huido durante la noche: el juego había terminado. Aunque podía fingir que era Baldwin adulto —probablemente había participado de una cruzada a Tierra Santa, y quizás había estado con Baldwin, pues podía mostrar a la gente las cicatrices que tenía en el cuerpo, casi seguramente como consecuencia de las heridas infligidas por una espada sarracena— nada sabía de la niñez de Baldwin.

Joanna se sintió complacida. El impostor trató de alejarse todo lo posible de Flandes. Más tarde lo descubrieron y lo llevaron a la presencia de la condesa, que sin muchas contemplaciones ordenó ahorcarlo públicamente.

De modo que el asunto se resolvió satisfactoriamente desde el punto de vista de la condesa, y por lo menos otorgó a Luis un breve respiro entre dos guerras.

Blanca, que esperaba un hijo, dio a luz una niña. Después de cinco varones era agradable tener una hija, pero cuando Luis propuso que llamaran Isabella a la niña, Blanca experimentó un sentimiento de repulsión, porque el nombre le recordaba a Isabella de Lusignan, la mujer a quien odiaba más que a nadie.

Isabella era un nombre real. Luis lo había propuesto, y cuando Blanca dijo que no le agradaba, él observó inmediatamente que esa actitud respondía al hecho de que le recordaba a la reina madre de Inglaterra.

Luis le dirigió una sonrisa casi burlona.

—La odias, ¿verdad? ¿Por qué? Es una mujer muy atractiva.

¿Cómo podía ella explicar que no odiaba a Isabella a causa de su belleza? Sí, la odiaba, pues el odio no era una palabra demasiado fuerte para describir sus sentimientos. ¿Cómo podía explicar que un presentimiento la advertía, y que le desagradaba recordar a Isabella?

Pero una mujer razonable como Blanca de Castilla, reina de Francia, no podía manifestar caprichos.

—Qué tontería —dijo con cierto aire de indiferencia—. No me desagrada tanto el nombre. Isabella. Sí, un bonito nombre… un nombre digno. Si lo deseas, la llamaremos así.

—Es el nombre de mi madre —dijo serenamente Luis.

—Entonces, lo deseas, y así se hará.

Y después de todo, la niñita fue bautizada con el nombre de Isabella.

Antes de que Luis se separara de Blanca, ella de nuevo estaba embarazada.

* * *

Thibaud de Champagne suspiraba mientras miraba el poema que había compuesto. Estaba dispuesto a pasarse la vida suspirando, pues la dama a la que amaba era inalcanzable, y su corazón de poeta le decía que era todavía más deseable precisamente porque él no podía conquistarla.

Y allí estaba el propio Thibaud, no menos gallardo porque cargaba demasiado peso. Por esta característica la gente se había burlado de él toda la vida. Quizás por eso había dedicado sus esfuerzos a la composición. Podía redactar versos luminosos acerca de sus anhelos, sus aspiraciones en el campo del amor, y cosechar grandes satisfacciones en ese terreno, pues todos comenzaban a considerarlo uno de los mejores poetas de su tiempo.

Creía que ello debía impresionar a la reina, que se había criado en una corte cultivada. Los padres de Blanca habían mostrado preferencia por los trovadores, y siempre los habían alentado. Y él era un trovador real, era Thibaud le Chansonnier. Ansiaba que nadie lo olvidase. Su bisabuelo Luis VII era el abuelo del rey. Un golpecito del destino, y él podría haber sido rey. Si su bisabuela Leonor de Aquitania hubiese tenido un varón… en lugar de una hija… bien, no habría sido Luis quien ocupase el trono, sino Thibaud, y Blanca de Castilla habría sido su esposa en lugar de la mujer de Luis.

Qué felicidad habría sido la de Thibaud. Y como el destino se había mostrado ingrato, Luis era el marido; ella engendraba los hijos de Luis, los hijos de Francia y él no era más que Thibaud, el trovador que era conde de Champagne.

De modo que debía cantar sus canciones y había convertido a Blanca en ideal, pues ella era la mujer que le había demostrado muy claramente que jamás sería su amante. Pese a todo, le agradaban las canciones de Thibaud. ¿Acaso existía una mujer a quien no complaciera verse tan honrada?

Precisamente porque la adoraba, Thibaud había llegado a despreciar a Luis, a quien consideraba totalmente indigno de ella. Luis siempre había sido un ser físicamente débil. Su padre temía por la salud del hijo. Por supuesto, era justo y carecía de la crueldad de tantos hombres; no cabía duda de que poseía ciertas cualidades, pero incluso si podía ser un rey aceptable, en todo caso no era digno de ser el marido de Blanca.

Así, mientras estaba sentado a su mesa, murmurando las palabras que se agitaban en su mente, llegó un mensajero con una orden del rey.

Luis le recordó que era su vasallo, y que por esa razón se le ordenaría servir al rey en el campo de batalla durante cuarenta días y cuarenta noches. En definitiva, recibió la orden de incorporarse sin demora al ejército real, llevando consigo a sus hombres de armas, pues el rey estaba sitiando la ciudad de Aviñón, en la lucha contra los albigenses.

Thibaud experimentó un profundo resentimiento. No deseaba hacer la guerra. Hasta cierto punto simpatizaba con los albigenses. Quizás los miembros de esta secta habían cometido una tontería al enfrentarse con Roma, pero Thibaud miraba con profunda simpatía la vida fácil y cómoda que ese pueblo llevaba. Raymond de Tolosa era un hombre culto, y su amigo. Raymond estaba más interesado en la música, la literatura y la discusión que en la guerra.

Y ahora pedían —no, ordenaban— a Thibaud el trovador que abandonase la comodidad de su castillo y fuese a la guerra.

Y tenía que hacerlo… porque era vasallo del rey, y el rey se lo ordenaba.

* * *

Con gesto bastante agrio, Thibaud partió para Aviñón, y en el trayecto comenzó a cantar una de sus últimas composiciones, cuyo tema era la belleza de una dama a quien no podía arrancar de su mente: todos sabían que la dama era la reina.

Le habría agradado aludir a una extraña pasión entre ellos, un sentimiento que ambos reconocían en secreto, pero eso no era cierto y además podía considerárselo traición. Ya imaginaba la expresión de esos fríos ojos azules fijos en él si aludía a la existencia de esa relación entre ambos. Lo desterrarían de la corte, y jamás volvería a verla. Por lo tanto, debía andarse con cuidado.

De modo que fue a Aviñón, la rica y hermosa ciudad que debía su prosperidad a su comercio bien organizado, y a la paz que mantenía con los vecinos condes de Tolosa. El pueblo de Aviñón compartía con el de Tolosa el deseo de vivir en la paz y la comodidad, amaba la música y acogía de buen grado a los trovadores de Tolosa, y con ellos compartía las nuevas ideas y se complacían mucho en discutirlas. Aviñón no cedería fácilmente.

Thibaud llegó de mal humor, y su ánimo ciertamente no mejoró cuando vio los muros grises de la ciudad, esas murallas que parecían inexpugnables y a los soldados acampados alrededor, fatigados e irritables, porque habían llegado con la esperanza de una rápida victoria.

Cuando Thibaud se aproximó al rey para informarle de su llegada y saludarlo, lo impresionó el aspecto de Luis, que tenía la piel amarillenta y los ojos sanguinolentos; Thibaud llegó a la conclusión de que estaba frente a un hombre enfermo.

Preguntó por la salud del rey, y recibió la breve respuesta de que el monarca estaba perfectamente.

El comentario íntimo de Thibaud fue: “Sire, una opinión que yo no comparto.” Pero inclinó la cabeza y dijo que se alegraba de saber que así estaban las cosas.

—La ciudad tiene defensas poderosas —aventuró Thibaud.

—Así es —replicó Luis—, pero la ocuparé… y no me importa cuánto tiempo deba permanecer allí.

Thibaud pensó: “Un vasallo debe a su señor sólo cuarenta días y cuarenta noches. No estoy dispuesto a permanecer más tiempo.”

El marido de la reina y el poeta que en sus versos declaraba su amor por ella se miraron. Thibaud se dijo: “Mis versos durarán más que vos, mi señor.”

—Me alegro de que hayáis venido —dijo Luis—. Oí decir que no deseabais participar en esta campaña, y si me hubierais desobedecido, me habría visto obligado a adoptar medidas contra vos.

—Mi señor, obedecí vuestra orden. Juré fidelidad, y cuando me llamáis al combate os debo cuarenta días y cuarenta noches de servicio.

—Thibaud, me habría visto obligado a aplicar una sanción ejemplarizadora —le advirtió el rey—, y habría asolado las tierras de Champagne.

Thibaud pensó: “Habríais encontrado firme resistencia, mi señor, y no estáis en condiciones de hacer la guerra contra quienes no os perjudican si los dejáis en paz. Tenéis poderosos enemigos. Los ingleses pronto os atacarán. Necesitáis amigos, Luis, no enemigos. Pobre criatura, el marido de Blanca. Sé que mi peso es excesivo, y que me agradan demasiado el vino y la comida; pese a todo, soy más hombre que vos.”

Dijo:

—No conviene, mi señor, que haya discrepancias en vuestras propias filas. Por eso vine a luchar con vos en una causa que no me interesa mucho.

El rey lo despidió, y Thibaud se alejó para reunirse con otros de su misma jerarquía convocados a prestar servicio y honrar sus votos. No lo sorprendió que muchos de ellos expresaran un descontento parecido.

Estaban dispuestos a combatir por sus tierras; habrían batallado contra los ingleses; pero aunque esta guerra tenía el apoyo de Roma y decíase que quienes participaban obtenían el perdón del Cielo, nadie demostraba mucho entusiasmo.

—Cuarenta días y cuarenta noches… bien, creo que habrá que soportarlos —dijo Thibaud.

—¿Creéis que entonces habrá terminado el sitio? —fue la respuesta—. Detrás de esas murallas tienen alimentos y municiones suficientes para sostenerse un año.

Thibaud se encogió de hombros.

—Amigo mío, me comprometí a servir sólo cuarenta días con sus noches.

* * *

El difícil sitio continuó. El pueblo de Aviñón mostraba cierta soberbia, pues creía que a su tiempo los amigos de Tolosa llegarían para salvarlos.

El calor era intenso; los hombres enfermaban y morían, y Luis ordenó que se eliminaran los cadáveres arrojándolos al río. No era el mejor cementerio, pero por lo menos era preferible a dejar que los cuerpos se descompusieran en el campamento.

Todos vieron que la salud del rey se deterioraba.

—Dios mío —dijo Philip Hurepel—, el rey parece mortalmente enfermo.

Philip Hurepel estaba inquieto. No sólo era un servidor fiel, sino que sentía afecto por el rey. Eran hermanastros, pues Philip Hurepel era hijo de Felipe Augusto y Agnes, la esposa que el monarca había tomado después de divorciarse de Ingeburga. El Papa había confirmado la legitimidad de Philip Hurepel como concesión a su madre, pero no todos lo aceptaban como hijo legítimo. Sin embargo, Philip Hurepel jamás había demostrado deseos de imponer sus derechos. Era un príncipe de Francia, y Luis le demostraba simpatía; a cambio, él otorgaba su afecto y su fidelidad.

Comentó la condición del rey con un grupo de amigos, y entre estos estaba Thibaud.

—El rey tiene temblores que no me agradan —dijo—. Temo que sean el síntoma de algo peor. No consigue conservar el calor del cuerpo. Les dije que le pusieran pieles en la cama. Pero por mucho que lo cubren, siempre siente frío.

—Lo que necesita —dijo Thibaud— es una mujer que le caliente la cama.

Philip Hurepel miró disgustado al trovador.

—En vuestra condición de poeta —replicó—, tenéis pensamientos que saltan a esas cosas. El rey siempre volvió la espalda a tales diversiones.

—Es una antigua costumbre —dijo Thibaud—. Me limito a mencionarla. Cuando un anciano no puede conservar el calor por la noche, hay un solo remedio. He visto muchas veces que es eficaz.

—Esos comentarios son desleales para el rey —dijo severamente Philip.

—Thibaud tiene razón —intervino el conde de Blois—. Una joven desnuda de dieciséis años… es lo que necesita.

Philip se pasó la mano por el mechón de cabellos que había atraído la atención de su padre, y del cual derivaba su sobrenombre.

—Luis se enfurecerá —dijo.

—Tendrá que reconocer que el remedio ha demostrado propiedades curativas.

—Estuve junto al rey muchos años —dijo Philip— y nunca supe que llevase desconocidas a su cama.

Thibaud unió las manos y elevó los ojos.

—Nuestro rey es un santo —dijo, con un atisbo de burla en la voz.

Había bastante perversidad en Thibaud. El rey estaba enfermo, tenía fiebre. Tal vez soportaba delirios. ¿Qué ocurriría si despertaba por la noche y encontraba una joven desnuda en la cama? ¿Creería que era la incomparable Blanca?

Siempre había sido fiel a la reina. La amaba; pero también la amaba Thibaud. Quizás eran diferentes modos de amar. Thibaud era romántico; tenía que reconocer que lo complacía esa saga del amor insatisfecho. Luis jamás habría incurrido en tales fantasías. ¿Para qué? Tenía la realidad.

Era inútil tratar de conciliar con Hurepel. Se limitaba a menear la cabeza y a decir que el rey se horrorizaría.

Pero, ¿por qué no? Era una costumbre muy antigua.

Conversó con Blois y el conde Archibald de Borbón, que era gran amigo del rey y estaba muy preocupado por su salud.

Era una oportunidad, señaló Thibaud. Nadie se perjudicaría.

Fue sorprendente con qué facilidad los convenció. Eran hombres para quienes la aventura amorosa representaba un aspecto de la vida; la abstención del rey siempre le había conferido un aire un tanto extraño, y Thibaud sabía que los hombres que se entregaban a lo que podía denominarse un pequeño vicio, deseaban que otros compartiesen su inclinación. Nada podía ser más deprimente para un hombre que gozaba de los pecadillos ocasionales que alternar con quien jamás lo hacía, y continuaba viviendo en la virtud y la moral.

Incluso los mejores amigos del rey hubieran deseado verlo cometer un leve acto indiscreto; y siempre podía disimulárselo con la afirmación de que habían metido a la joven en la cama para mantenerlo caliente.

Thibaud halló a la muchacha. Contaba apenas dieciséis años, era regordeta, y de piel suave, y tenía bastante experiencia.

Lo único que tenía que hacer era deslizarse en la cama y calentar al pobre hombre que allí estaba acostado, un individuo muy enfermo; se la autorizaba a usar los métodos que le pareciesen mejor. Debía comprender que lo único que ellos deseaban era calentar al hombre, porque temblaba de frío y no había otros recursos que le permitieran conservar el calor.

Luis estaba entre dormido y despierto y los terribles escalofríos lo atacaban periódicamente.

—Tengo tanto frío —se quejaba, y le traían más mantas; le pesaban bastante, pero no podía calentarse.

Deseaba estar en su castillo, con Blanca. Agradecía a Dios porque la tenía, y al joven Luis y al resto de su familia. Hacía apenas tres años que lo habían coronado rey y según él mismo temía no era un gran monarca. Detestaba la guerra y a cada momento deseaba devolver la paz a Francia, pero parecía que Dios había decidido otra cosa. Felipe se había mostrado tan confiado cuando Juan ascendió al trono, porque creyó que muy pronto expulsaría a los ingleses de Francia, y desaparecería la razón de esa lucha perpetua. Pero su sueño no se había realizado. Ese era el problema. Si Juan hubiese vivido un poco más, el propio Luis habría llegado a ser rey de Inglaterra Pero era inútil. No había sido así.

Oyó murmullos en la habitación, y cerró los ojos; no deseaba hablar con nadie. Sólo ansiaba permanecer inmóvil. Las voces se acercaron a su cama.

Alguien estaba en su lecho. Reaccionó, estaba mirando a una joven desnuda.

Seguramente era un delirio. Pero, ¿por qué soñaba con una muchacha desnuda? Jamás había deseado tener jóvenes desnudas. No era un hombre que pudiera complacerse con los sueños eróticos.

Gritó:

—¿Qué significa esto?

La impresión de ver a la joven había disipado toda la lasitud provocada por la fiebre. De pie al lado de la cama, mirándolo, había varios de sus hombres. Reconoció al conde de Blois y a Thibaud de Champagne.

—Mi señor —dijo una voz tranquilizadora, y Luis reconoció la de Archibald de Borbón—. Pensamos dar un poco de calor a vuestro lecho.

—¿Quién es esta mujer?

La joven estaba intimidada.

—La muchacha que sabrá daros calor, Sire —dijo tranquilamente Thibaud.

Luis sintió que ese hombre le desagradaba profundamente. Se sentó en la cama.

—¿Quién se atrevió a traer a esta mujer?

—Sire —comenzó a decir Thibaud.

—Vos, mi señor —dijo fríamente Luis—. Llevadla. Nunca he manchado mi lecho matrimonial, ni lo haré ahora. Mucho os equivocáis, mis señores, si pensáis que pertenezco a vuestra clase. Recordaré esto.

La joven miró a Luis y después a los hombres que rodeaban la cama, y en su rostro se dibujaba el desconcierto.

Archibald le indicó con un signo que se marchase. Cuando ella salió el caballero comenzó a explicar:

—Mi señor, temíamos por vos. Vuestro cuerpo estaba tan frío que no encontramos otro modo de reconfortaros.

—Dejadme —dijo Luis—, y si uno de ustedes de nuevo intenta deshonrarme, recordad esto: incurriréis en mi más profundo desagrado.

Se retiraron, deprimidos, pero Thibaud íntimamente se desternillaba de risa, mientras los restantes parecían muy inquietos.

* * *

Pareció que este episodio producía cierto efecto en Luis, pues se recuperó de su dolencia y al día siguiente abandonó el lecho.

Sin embargo, se lo veía muy enfermo, y lo que vio en el campamento lo deprimió profundamente. El calor era intenso; las moscas y los insectos agobiaban a los hombres; parecía que las cosas estaban muy mal para su ejército, y era difícil creer que Dios estuviese del lado de los franceses. Habían intentado escalar los muros en el punto más débil; habían logrado tender un puente a través del río, en dirección a los muros del castillo, pero todo esto había fracasado, y varios centenares de hombres habían sido arrojados al agua. Muchos se habían ahogado, muchos más estaban heridos. Era una situación desastrosa.

Mientras inspeccionaba el campamento encontró a Thibaud de Champagne, y se sintió muy inquieto, porque recordó la escena del dormitorio, cuando despertó y vio lo que creyó fruto del delirio: la muchacha desnuda en su cama, y el conde mirándolo de un modo que sin duda era sardónico.

Este era el poeta que se atrevía a escribir versos acerca de Blanca. En sus canciones decía al mundo que anhelaba convertir a la reina en su amante. Era demasiado, y ni siquiera el rey más benigno y pacífico podía aceptarlo. Gracias a Dios, Blanca era una mujer virtuosa. Le había guardado tanta fidelidad como él a ella. Había rechazado la impertinencia de Thibaud, pero, ¿cuál sería su reacción si Luis le explicaba que ese individuo había intentado meter en su lecho a una joven desnuda?

El desagrado por ese hombre lo dominó y se manifestó en su actitud.

Thibaud se inclinaba a la prepotencia. Había tenido suficiente de Aviñón. No había signos de que el sitio concluyese. Deseaba recordar a Luis que también él era miembro de la familia real, descendiente de Luis, abuelo del monarca, y de la famosa Leonor de Aquitania. ¿Por qué los hombres como él tenían que aceptar órdenes de un primo? Pues la relación entre ambos se asemejaba a eso.

—Sire, continúan resistiendo —dijo Thibaud, que hubiera debido esperar que el rey le hablase—. Si queréis mi opinión, todavía faltan muchas semanas.

—No pedí vuestra opinión —replicó fríamente Luis.

—Ah, en ese caso la retiro, mi señor. —La reverencia irónica. El brillo en los ojos, la malignidad. Estaba pensando en la joven desnuda.

¿Por qué Blois y Borbón se habían prestado a eso? Seguramente debían saber cuáles serían los sentimientos del rey. Probablemente este hombre los había apremiado; el mismo Thibaud que tenía tan elevada opinión de sí mismo y que se había atrevido a mirar a Blanca.

—Continuaremos aquí —dijo Luis—, y no me importa cuánto resista el pueblo de Aviñón.

—Vuestros vasallos, señor, os deben sólo cuarenta días y cuarenta noches.

—Mis vasallos, señor, me deben su lealtad total.

—Os prometieron sólo cuarenta días y cuarenta noches. Ese fue el juramento. He estado treinta y seis días y mi período de servicio está llegando a su fin.

—Sin embargo, permaneceréis aquí hasta que hayamos tomado la ciudad.

—Sire, prometí cuarenta días y sus respectivas noches.

—De todos modos, no nos abandonaréis. Si lo hicierais, arrasaría Champagne.

—Mi señor, si lo intentáis hallaréis fuerte resistencia.

—Sin embargo, no soportaré traidores alrededor de mí.

Thibaud sonrió, con esa sonrisa insolente que irritaba al rey incluso más que las palabras.

—Estoy seguro de que meditaréis ese acto antes de ejecutarlo —dijo Luis—. Puede acarrearos graves infortunios.

Después, continuó su camino.

* * *

La noticia se difundió en el campamento. Thibaud se preparaba para marcharse.

Philip Hurepel lo reprendió.

—No debéis marcharos ahora —protestó—. No pueden resistir mucho más. El rey será vuestro enemigo mientras viváis si ahora lo abandonáis.

—He servido mis cuarenta días. ¿Por qué debo continuar aquí?

—Porque si ahora todos lo abandonaran, sería la denota.

—En Aviñón se regocijarían mucho.

—Sed razonable. Thibaud.

—Estoy fatigado de este sitio. Prometí al rey cuarenta días con sus noches y se los he dado.

—Si os vais, lo lamentaréis.

—Philip, pensáis sólo en vuestro hermano.

—¿Acaso no es también vuestro pariente?

—Es un hecho que él rara vez recuerda.

Se acercaron otros, y señalaron que era absurdo abandonar el campamento. Algunos lo menospreciaron porque sugería ese curso de acción. Thibaud se sorprendió al ver cuántos apoyaban al rey, pese a que todos estaban fatigados del sitio, y tenían la certeza de que los sitiadores se encontraban en situación más lamentable que los sitiados.

Thibaud comprendió que la opinión estaba contra él. Sabía que a su debido tiempo el rey sometería a la ciudad; sabía que si ahora partía se recordaría siempre el hecho, y podía perjudicarlo. Sin embargo, no pudo resistir el impulso de seguir su camino.

Luis era indigno de Blanca, y Thibaud ansiaba ser el amante de la reina, y nunca se sentiría del todo feliz con otra mujer, porque se había fijado ese ideal inalcanzable. Y Luis la había desposado sin esfuerzo… sencillamente porque era el heredero del trono.

Tenía que luchar contra Luis. No hacerlo contrariaba su naturaleza impulsiva, temeraria, no siempre lógica.

Había oscurecido cuando reunió a sus caballeros, y se preparó para abandonar el campamento.

—Lamentaréis esto —le dijo irritado Philip Hurepel.

—He satisfecho mi deuda. Nada debo a Luis.

—Estúpido —dijo Philip.

—Hermano fiel —se burló Thibaud—. ¿Quién puede decir cuánto me costará mi deserción y cuál será la recompensa de vuestra fidelidad? Adiós, Hurepel, no dudo de que antes de que pase mucho tiempo volveremos a vernos.

Después, Thibaud y su grupo cabalgó de regreso a Champagne.

* * *

—¡Traidor! —exclamó Luis—. Siempre me pareció difícil tolerar a ese individuo adiposo. Aunque debo reconocer que es buen poeta y que algunas de sus obras me agradaron. ¿Qué os decía, Borbón, Blois, Hurepel… quienes lo imitarán?

Philip Hurepel dijo simplemente que el rey tenía suficiente número de buenos amigos, y que con ellos podría tomar a Aviñón.

—No lo dudo —replicó Luis—. Pero no me agrada que los traidores deserten.

—Thibaud es demasiado grueso para ser buen soldado —dijo Borbón—. Es más eficaz con la pluma.

—La pluma puede ser un arma poderosa —dijo Luis, y se preguntó si esos poemas acerca de Blanca no eran la causa del odio que sentía por ese hombre.

Como temía, la partida de Thibaud acentuó la insatisfacción de los hombres. El pueblo de Aviñón había entrado bien preparado en la lucha. Los que estaban frente a las murallas llegaron a la conclusión de que jamás habían visto una ciudad tan bien equipada para enfrentar a un ejército enemigo. La salud de Luis decaía nuevamente, y sus amigos, que lo observaban ansiosos, se preguntaron si después de todo no era sensato levantar el sitio y alejarse de Aviñón.

Había llegado agosto con su calor ardiente. Los soldados declararon que el sol jamás había brillado con tal fiereza; se acentuó la disentería. Los hombres morían como moscas.

—Creo que Luis será una de las víctimas si no lo retiramos de aquí —dijo Philip Hurepel.

Borbón opinó que el rey jamás cedería.

—Quizás, después de todo, Thibaud fue más sensato —sugirió el conde de Blois—. Por lo menos, evitó esto.

—Se arrepentirá de su locura —dijo el fiel Philip.

Pocos días después el gobernador de la ciudad envió un mensajero al rey. La ciudad estaba pronta para concertar la paz, porque ya no podía resistir más.

Era la victoria… pero una victoria muy cara.

Luis no deseaba que sus soldados entrasen en la ciudad, para violar, asesinar y saquear. Rechazaba tales procedimientos. Era inevitable que respetase a hombres tan valientes. Por lo tanto, ordenó que no se atacase al pueblo; pero todos creerían que era un monarca débil si no se aplicaba un castigo a una ciudad que le había costado tanto en hombres, armas y dinero.

Ordenó la demolición de los muros de la ciudad, pero impidió que se dañase a los habitantes.

Su trabajo en Aviñón había concluido. Podían completar la tarea los funcionarios que él designase. Luis regresaría a París.

Blanca estaría esperándolo, y allí gozaría de un período de recuperación, en la serena compañía de su esposa.

Lo necesitaba.

De modo que inició el viaje.

El sitio había finalizado a fines de agosto, pero había muchas cosas que arreglar, y llegó el fin de octubre antes de que Luis pudiese iniciar el regreso.

Se sentía muy fatigado, y un día en la silla de montar a menudo lo agotaba tanto que necesitaba descansar el día siguiente.

Cuando llegó al castillo de Montpensier se acostó inmediatamente y cuando al día siguiente quiso levantarse descubrió que no podía hacerlo.

—Ay, amigos míos —dijo—, me temo que me veré obligado a descansar un tiempo.

* * *

Blanca llamó a sus hijos… su adorado Luis, cada día más gallardo, Roberto, Juan, Alfonso y Felipe Dagoberto. Por supuesto, Isabella era demasiado joven; debía permanecer en la nursery, donde muy pronto se reuniría con ella otro pequeño.

—Vuestro padre vuelve a casa —dijo Blanca—, y todos iremos a recibirlo y a darle la bienvenida. Eso será para él tan placentero como la victoria.

El joven Luis dijo:

—Mi señora, ¿qué harán a los habitantes de Aviñón?

Ella lo examinó atentamente. Había compasión en su voz, y la reina se preguntó por qué el jovencito había pensado ante todo en el destino de los derrotados.

—Tu padre sabrá cuál es el mejor modo de tratarlos.

—Quizás les corten las manos —dijo Roberto—, o los pies. Quizás les arranquen los ojos.

—Nuestro padre no hará nada por el estilo —declaró Luis.

—Los castigarán porque lo obligaron a sitiar la plaza, ¿verdad? —preguntó Roberto.

—Los jefes son los culpables —señaló Luis—. No debe castigarse por eso al pueblo, ¿verdad, mi señora?

—Cuando vuestro padre regrese —replicó ella— podréis preguntarle qué hizo con el pueblo de Aviñón. Entonces sabréis que fue justo.

—¿Nuestro padre siempre tiene razón? —preguntó Roberto.

—Vuestro padre siempre hace lo que Dios le indica que es justo —contestó Blanca.

—Dios no siempre responde a las preguntas —señaló Luis.

—Pero Él nos guía, hijo mío. Lo comprenderás un día, cuando seas rey. Aún faltan muchos años. Primero, tendrás que aprender de tu padre el mejor modo de reinar.

Mientras cabalgaban juntos, Blanca se sintió muy orgullosa de ellos. Era justo que fuesen a recibir al rey después de la victoria de Aviñón. Cómo la alegraba que todo hubiese concluido, pues hubo un momento en que temía que fuese necesario levantar el sitio y eso habría perjudicado a Francia y a Luis.

Cuando ya estaban cerca del castillo de Montpensier la reina propuso que Luis y su grupo se adelantaran, de modo que pudiese ser el primero en saludar a su padre.

El jovencito deseaba hacerlo. A los doce años, ya tenía la apostura de un héroe. Sus guedejas rubias y su aire noble atraían a los hombres, pues su actitud se veía realzada por cierta gentileza. Blanca no creía que cometiese un acto de deslealtad con Luis cuando observaba que su hijo era quien tenía una actitud majestuosa. El propio Luis había hecho una observación parecida.

El joven se adelantó un poco a su séquito, ansioso de ver a su padre, y no había avanzado mucho cuando vio a un grupo de jinetes que salía del castillo.

Sofrenó el caballo y exclamó:

—¿Dónde está mi padre? Vine a saludarlo.

—Mi señor —dijo el jefe del grupo—, ¿dónde está la reina?

—Viene atrás. Yo me adelanté. Ella me lo ordenó.

—¿Queréis retornar a vuestra madre y decirle que venga de prisa al castillo?

—Pero mi madre…

—Mi señor, conviene que vengáis con vuestra madre.

Luis se volvió y cabalgó de regreso.

Cuando vio a su hijo, un temor terrible dominó a Blanca. Espoleó a su caballo y corrió hacia el castillo.

Philip Hurepel la esperaba allí. Tenía los ojos llenos de lágrimas, y ella lo supo antes de que él dijera:

—Mi señora, el rey ha muerto. Viva Luis IX.

* * *

Ahora, Blanca estaba al frente de la nación. El nuevo rey tenía doce años, y aunque poseía grandes cualidades, no era más que un niño.

Ella debía desechar su dolor personal. No había tiempo para eso. Después, ya tendría tiempo de pensar en Luis, en la comprensión que los había unido, en el afecto, en el respeto que siempre se habían demostrado, en la feliz vida conyugal casi tan maravillosa como la de los padres de Blanca; pero ahora ella tenía que pensar en el futuro.

Cuando un rey moría y dejaba un heredero que no tenía edad para gobernar, siempre se creaba una situación peligrosa.

“El rey ha muerto. Viva el rey”, era un antiguo grito; pero no se reconocía realmente a ese rey antes de la coronación.

De modo que no tenía tiempo para sentarse y llorar, porque era necesario coronar a Luis. Y después, vio que había poco tiempo para dedicarlo al pesar. Luis era demasiado joven; necesitaba que lo guiaran. Ella tenía buenos amigos, y Luis contaría con súbditos fieles; pero sobre ella recaería el peso principal.

De labios de Philip Hurepel, los condes de Borbón y de Blois, oyó la historia de los últimos días de Luis. Se había agotado frente a Aviñón; todos sabían que estaba enfermo, pero no la gravedad de su dolencia; y como podía afirmarse que había perecido luchando por una causa santa, no necesitaban temer por su alma.

—Jamás temí por su alma —exclamó Blanca—. Fue un buen hombre. Hay pocos tan buenos como él en este mundo o en el otro, os lo aseguro.

Los hombres inclinaron la cabeza y dijeron:

—Amén.

—Sí, no necesitamos temer por él —dijo Blanca—. Está en paz. Ahora, deberíamos pensar lo que él desearía que hagamos. Tenemos un nuevo rey, Luis IX. Es un jovencito promisorio… pero no es un adulto. Mis señores, el finado rey desearía que hagamos lo necesario para coronar sin demora a su hijo.

Todos coincidieron en que así era.

—Entonces, mis señores, veamos cómo hacerlo.

Philip Hurepel le dijo que debía descansar un día en el castillo.

—Necesitáis fuerza para apoyar a vuestro hijo. Vos no debéis enfermar.

Aceptó descansar allí, y cuando estuvo en su habitación el dolor y la desolación la abrumaron.

Querido… bondadoso Luis… ¡muerto! No podía creerlo. Jamás volvería a hablarle. Ahora lo necesitaba. Lo necesitaba tanto.

Vinieron sus doncellas y la encontraron sentada en el lecho, mirando fijamente al frente, mientras sus lágrimas descendían lentamente por sus mejillas.

—Mi señora —dijo una—, ¿podemos hacer algo por vos?

Blanca meneó la cabeza.

—Una cosa desearía que hicierais por mí, y es traer una espada y con ella atravesarme el corazón.

—¡Mi señora!

—Oh, es absurdo, ¿verdad? Pero si pudiera formular un deseo sería yacer en una tumba al lado de mi esposo. Fue mi vida. Estuvimos unidos en el amor y la comprensión. ¿Sabéis lo que eso significa?

—Mi señora, veros unidos era comprender.

—Sí, el joven rey. ¿No es posible que otros lo guíen mejor que yo?

—Nadie puede guiarlo como vos, mi señora.

—Sé que así es, y es la única razón por la cual deseo vivir.

—Mi señora, debéis vivir. No debéis permitir que el pesar os agobie. Debéis recordar que el joven rey os necesita.

—Es cierto —dijo Blanca—. Enviadme al rey.

Llego Luis y después de arrojarse a los pies de su madre se echó a llorar.

—Mi bienamado hijo —dijo Blanca, mientras le acariciaba los rizos rubios—, has perdido al mejor de los padres y yo al más querido de los esposos. Pero tenemos mucho que hacer. No debemos olvidarlo.

—No, mi señora. No lo olvido.

—Su muerte, que me convirtió en dolorida viuda, te transformó en rey. ¿Querrás ser digno de él, hijo mío?

—Lo seré. Os lo prometo, mi señora. Nunca haré nada que lo avergüence de mí.

—Que Dios te bendiga eternamente.

Guardaron silencio, y ambos lloraban.

Sólo esta noche, pensó Blanca. Sólo un momento para llorarlo. Después, era necesario consagrarse al trabajo. “Mi querido y joven rey tan bello, tan vulnerable, para ti no será fácil.”

Pero contaría con la ayuda de su madre, y Blanca sabía que ella se mostraría fuerte.