LAS AVENTURAS DE WILLIAM LONGSWORD

Hubert de Burgh esperaba audiencia con el rey. Se sentía satisfecho del modo en que se desarrollaban los acontecimientos, pero no habría sido un estadista tan experimentado como lo era si no hubiese sabido que ése no era motivo de complacencia. Desde que él había llegado a tanta altura en su carrera nunca podía sentirse tranquilo.

Sabía que se murmuraba contra él. Su antiguo enemigo, Peter des Roches, obispo de Winchester, se ocupaba de alimentar los rumores. Entre ellos se libraba una permanente batalla, y ella podía terminar únicamente con la eliminación de uno de los dos adversarios.

Hubert pensaba que tenía mayores probabilidades de triunfar, porque contaba con el afecto del rey. No era un hombre del calibre de William Marshal, primer conde de Pembroke, que más de una vez había arriesgado la vida en defensa de lo que creía la verdad. El carácter del segundo conde aún no se había revelado del todo, pero ya había demostrado que podía cambiar de bando si creía que esa actitud era sensata. Marshal el joven habría argüido que cuando se había pasado a los franceses lo había hecho porque creía que era necesario desembarazarse de Juan a cualquier precio; y quizás esa conclusión era acertada, pero de todos modos, era evidente que había abandonado al soberano a quien había jurado fidelidad, algo que mi padre jamás habría hecho. Su rebeldía no le había acarreado muchos inconvenientes, y después de este episodio estaban realizando los preparativos necesarios para unirlo con la hermana del rey.

Bien, había que tener en cuenta a la familia Marshal, y el matrimonio significaría la confirmación de su fidelidad. Sería cuñado del rey, y William Marshal poseía cierto encanto que ya había producido efecto sobre Enrique que era un individuo un tanto impresionable.

De modo que después de celebrar el matrimonio, William Marshal ingresaría en el círculo real. Hubert no se quejaba de ello. Su esposa Margaret le había aportado cierta aureola de realeza; él era esposo de la hermana del rey de Escocia, y por lo mismo era pariente del soberano escocés.

Había avanzado mucho desde los tiempos en que el rey Juan lo envió a Falaise con la misión de arrancarle los ojos al príncipe Arturo y castrarlo. Entonces era un hombre distinto. Impulsado por la emoción había actuado temerariamente y por eso mismo había arriesgado la vida. Sin embargo era un acto que, a pesar de que después se había convertido en un estadista cínico, no lamentaba haber cometido. Si hubiese cumplido las órdenes de Juan, había dicho el propio Hubert en aquella época, después jamás habría podido dormir tranquilo en su lecho. Lo mismo se aplicaba al momento actual.

Hubert sabía que las murmuraciones acerca de su propia persona eran cada vez más ingratas. Afirmábase que, si bien había sido un consejero sabio del rey, paralelamente había amasado una fortuna. ¿Y por qué no? ¿Acaso él criticaba a los pájaros que preparaban nidos para sus hijos?

Últimamente habían ocurrido dos hechos que incitaban a hablar a la gente. William, conde de Arundel, había fallecido recientemente, y Hubert era el tutor del joven heredero. Poco después de la muerte de Arundel había fallecido Hugh Bigod, conde de Norfolk, y su hijo y heredero había sido puesto a cargo de Hubert.

Como estos dos jóvenes eran herederos de fortunas considerables y pertenecían a dos de las familias más encumbradas del país, la riqueza y sobre todo el poder de Hubert se acrecentaban considerablemente con la administración de los asuntos de los huérfanos; más aun, esta situación podía influir considerablemente sobre su futuro, porque el tutor estaba en condiciones de orientar a sus pupilos en la dirección que él deseaba.

No podía extrañar que se dijera: “De hecho, Hubert de Burgh es el gobernante de Inglaterra.”

Debía andarse con cuidado, y sobre todo vigilar a Peter des Roches. Stephen Langton había promovido la reconciliación entre ambos, pero se trataba de una paz insegura.

Cuando estuvo en presencia del rey le dijo inmediatamente que el rey de Francia no hacía caso del reclamo de devolución de Normandía; más aun, había logrado que el conde de Lusignan y la madre de Enrique cooperasen con él.

Enrique se mostró sorprendido.

—¡Mi propia madre! —exclamó—. ¡Cómo es posible que actúe contra mí!

—El rey de Francia seguramente hizo concesiones especiales, y no dudo de que el conde consideró que lo beneficiaba más cooperar con Luis. Por supuesto, está el irritante asunto de la dote de vuestra madre.

—Quizás deberíamos enviarla —propuso Enrique.

—Mi señor, no debemos demostrar debilidad. Podemos hacer una sola cosa: prepararnos para la guerra.

Enrique frunció el ceño.

—Deseo más que nada mantener la paz de la nación.

—Mi señor, lo mismo ansían todos los que os desean bien, pero hay momentos en que es necesario demostrar fuerza, y a menos que permitáis que los franceses se apoderen de todo, y Dios sabe que nos resta muy poco, no podemos ignorar el desafío. Si lo hacéis, se dirá que estáis hecho de la misma pasta que vuestro padre.

—Preparémonos para la guerra —dijo firmemente Enrique.

* * *

Era fácil planear, pero no tan fácil ejecutar. Había que exigir más impuestos. Hubert sugirió que un quinceavo de toda la riqueza mueble fuese exigida tanto al clero como a los laicos y, como podía suponerse, esta medida provocó protestas en toda la nación, y fue la causa del aumento de la impopularidad del rey. Se exigió que Enrique confirmase la carta que su padre había tenido que suscribir en Runnymede. Lo hizo, y como él mismo dijo, por propia voluntad.

Mientras se realizaban estos preparativos, Leonor se casó con William Marshal, que fue designado inmediatamente Justicia Mayor de la turbulenta Irlanda; ese nombramiento significaba que su estada allí podía ser prolongada. Los dos cónyuges se separaron felices. William para cumplir su deber, y Leonor para dedicarse a la tarea de crecer.

De modo que regresó a la nursery con Isabella, y su condición de casada no modificó su modo de vida.

Juana estaba complacida con ella, y dijo que había oído comentar que William Marshal era un hombre bueno, y que cuando él regresara de Irlanda quizás Leonor estaría en condiciones de convivir y ser feliz.

La propia Juana regresó un tanto triste a Escocia y su hermano Ricardo permaneció en la corte, pues como Hubert había señalado, ahora era un joven a quien no podía ignorarse.

Como ya había cumplido los dieciséis años, Enrique le entregó la espada de caballero y le traspasó el condado de Cornwall; y como se trazó el plan de enviarlo a Francia, para comandar la expedición puesta al cuidado del viejo conde de Salisbury, también se le dio el título de conde de Poitou.

El joven conde, ansioso de probar sus fuerzas, partió entusiasmado. El hombre que compartía con él las fatigas del mando, William Longespée, o Longsword, el nombre más difundido, era tío de Ricardo, pues se trataba de un hijo natural de Enrique II y Rosamund Clifford. Había conquistado grandes honores —Enrique II había amado sinceramente a Rosamund Clifford y había hecho todo lo posible por sus hijos— y Longsword se había casado con la condesa de Salisbury, y gracias a este matrimonio había obtenido el título de conde. Su carrera no había sido precisamente gloriosa, pues había acompañado de cerca a su medio hermano Juan, y se lo consideraba uno de sus consejeros más perversos; se había manchado con muchos actos de crueldad, por los cuales mostraba cierta inclinación. Uno de los principales era el asunto de Geoffrey de Norwich, un clérigo muy capaz que se había retirado de su cargo cuando se conoció la excomunión de Juan. La respuesta de Juan fue ordenar a Salisbury que se apoderase de Geoffrey. Era cierto que había procedido por orden de Juan, pero en ese momento todos dijeron que era un acto que cualquier ser humano habría rechazado. El infortunado Geoffrey fue arrojado a una cárcel de Brístol, donde le pusieron encima una pesada lámina de plomo, y lo dejaron que muriese lentamente.

Pero Longsword pasó de un extremo a otro, y apoyó a Juan contra los barones, pero cambió de bando cuando pareció que Luis de Francia venía para apoderarse del país. Cuando Juan murió, Luis quien ahora era aliado envió a Longsword para que hablase con Hubert de Burgh, e intentase persuadirlo a que entregara el castillo de Dover. Hubert, que despreciaba a Longsword por su falta de fidelidad a su propio sobrino, el joven rey, lo criticó violentamente: una actitud que Longsword no olvidaría. Pero apenas los franceses abandonaron el país, Longsword adhirió al rey, y declaró que obtendría el perdón de sus faltas realizando una cruzada al lugar que el legado papal considerase conveniente.

Había demostrado que era buen soldado —aunque implacable, capaz, de graves crueldades— y Hubert creyó que era el hombre adecuado para acompañar al inexperto joven conde de Cornwall en su primera empresa militar.

Ricardo demostró que poseía los elementos que hacen a un buen comandante, y su entusiasmo, unido a la experiencia del viejo conde, le permitió enfrentar a Luis, cuyo sueño de conquistar a Gascuña debió ser abandonado temporariamente, porque Burdeos rehusó rendirse a los franceses, y por lo tanto los ingleses pudieron conservar a Gascuña, y Luis tuvo que reconsiderar el asunto.

Longsword dejó detrás a Ricardo, y partió de regreso a casa. Había llegado el otoño, y el mar estaba muy agitado. En determinado momento pareció que la muerte era inevitable. Las fuertes olas golpeaban la nave que parecía un barquito de papel, y cuando todos los artículos y la carga fueron arrojados por la borda, los tripulantes y pasajeros creyeron que había llegado el último momento de sus vidas.

Longsword, aferrado a la baranda del barco, se sintió apremiado por la perversidad de una vida entera, y en voz alta rogó a la Virgen que lo salvara, y le recordó que desde el día que lo habían armado caballero jamás había dejado de encender una vela frente a su altar.

Después, ocurrió lo que Longsword creyó era un milagro. Él y los marineros juraron que habían visto una figura en el mástil principal. Era una hermosa mujer, y todos creyeron que se trataba de la Virgen María. Había llegado en esa hora de necesidad, pensó Longsword, a agradecerle todos los cirios que él le había ofrendado.

Desde ese momento, la nave, si bien se bamboleó fuertemente, a merced del viento, comenzó a derivar. Llegaron a una isla y consiguieron descender a tierra.

—Salvado —exclamó William Longsword—, por la bendita Virgen.

* * *

Hubert informó al rey que había buenas noticias. Los ingleses habían demostrado al rey de Francia que estaban dispuestos a defender sus derechos. Habían terminado los tiempos de Juan. Un nuevo rey ocupaba el trono y que Luis lo recordara contaba con hombres sensatos que lo aconsejaban.

—¿Y ahora qué? —preguntó ansiosamente Enrique—. Debemos continuar. Todo lo que mi padre perdió debe ser recobrado.

—Una campaña exige un planeamiento cuidadoso —le recordó Hubert—. Esperaremos el regreso de William Longsword, y veremos qué tiene que decirnos acerca de las defensas de Luis.

—El ejército de Luis no pudo haber sido muy bueno, puesto que lo derrotamos.

—Mi señor, una batalla no es la guerra —advirtió Hubert—. Seamos un poco precavidos. Esperaremos el informe de Salisbury.

Pocos días después, Enrique enfermó, y Hubert temió por su vida. Preguntó a Stephen Langton: ¿Y ahora qué? Podía haber dificultades. Debían ordenar a Ricardo que regresara sin demora, el país gozaba de una paz superficial, y Peter des Roches estaría esperando su oportunidad.

Stephen Langton declaró que debían ser pacientes. El rey era joven; y no se trataba de una persona de carácter débil, haría todo lo que estuviese en su poder para devolverle la salud, y no permitirían que nadie supiese cuan inquietos estaban.

Ricardo, el nuevo conde de Cornwall, tenía ciertas cualidades de liderazgo que quizás faltaban en su hermano; pero sería más difícil manejarlo. Felizmente, podía ocupar el trono si era necesario; pero todos rogaban que Enrique recobrase la salud.

Así fue, y apenas se sintió bien, comenzó a hablar de preparar la campaña de Francia. Si trataban de recuperar las posesiones perdidas, Enrique quería cosechar la gloria. No permitiría que Ricardo se llevase todos los laureles porque había intervenido en una campaña.

De pronto, Luis adoptó una decisión extraña. Fue porque temía las fuerzas que se habían reunido contra él, o porque lo asaltó una premonición, nadie lo supo; pero de pronto decidió que se reuniría con las fuerzas de la Iglesia contra los albigenses. Ello equivalía a decir que había emprendido lo que de hecho representaba una cruzada. Produjo un efecto que era quizás el que Luis había deseado. El Papa ordenó al rey inglés que no tomase las armas contra el rey de Francia, comprometido ahora en una guerra santa.

Enrique estaba furioso, pero como señaló Huber, no podía oponerse a Roma, porque ello provocaría la temida interdicción, y todos sabían qué desastre acarrearía dicho decreto religioso.

Por consiguiente, Enrique debía esperar. Ya habría oportunidades en el futuro.

Entretanto, no se había oído una palabra del conde de Salisbury, salvo el hecho de que un tiempo antes había salido de Francia.

Cuando Hubert pensó en las ricas propiedades de Salisbury, y en que William Longsword había sido esposo de una condesa que no tenía más de treinta y ocho años, y que ahora sería viuda, llegó a la conclusión de que sería una buena idea incorporar a su propia familia la fortuna de Salisbury.

Tenía un sobrino, Reimund, que estaba buscando una esposa apropiada. ¿Acaso había algo mejor, pensó Hubert, que concertar el matrimonio de Reimund con Ela, la condesa de Salisbury? Ella había aportado ricas propiedades a William Longsword. ¿No podía hacer lo mismo con el sobrino de Hubert? La familia sabría cuidarlas.

Abordó cautelosamente al rey.

—Es lamentable lo que ocurrió con Longsword, ya debemos considerarlo muerto. Pobre hombre, fue cruel, y sus pecados seguramente eran grandes, pero también fue un gran soldado y un hombre valeroso.

—Es cierto —dijo Enrique—, pero como todos los bastardos tenía una maldición: la necesidad de proclamar constantemente su sangre real.

—Bien, ahora ha muerto, y dejó una viuda.

—Muy cierto —dijo Enrique—, una mujer que le aportó grandes piezas.

—Y ciertamente, no es una anciana. No puede tener más de treinta y ocho años, y aún está en condiciones de concebir. Debería tener esposo.

Enrique asintió.

—Bien, mi sobrino Reimund está buscando esposa. Es un hombre firme, siempre fiel a su rey. Se ocupará de la condesa y administrará sus propiedades. ¿Qué diríais, si consigue conquistarla, acerca de vuestro consentimiento a esa unión?

—Si ella consintiera yo estaría dispuesto —dijo Enrique.

Era todo lo que Hubert necesitaba. No perdió tiempo en llamar a su sobrino y en recomendarle que comenzara el galanteo.

* * *

Si la Virgen María había salvado al conde de Salisbury de las furias del mar, ése fue el fin de su colaboración, pues aunque él y algunos de los sobrevivientes del barco destrozado consiguieron llegar a la costa, poco después descubrieron que su refugio era la isla de Ré, que pertenecía a Luis.

De todos modos, pudieron hallar refugio en la abadía de la isla, y como se encontraban en un estado tan lamentable no los reconocieron inmediatamente. Habían llegado al borde de la muerte, necesitaban urgentemente descanso y alimento, y los habitantes de la abadía les dieron ambas cosas.

Pero el conde debía ser identificado más tarde o más temprano, y a su debido tiempo uno de los monjes comprendió quién era.

Como era un individuo religioso, el monje no reveló lo que sabía; el conde aún no estaba en condiciones de realizar otro viaje.

Por lo tanto, se mantuvo el secreto mientras Salisbury trazaba planes de fuga.

Más de tres meses habían transcurrido desde que saliera de la costa de Francia, y era lógico creer que había muerto; y cuando a su debido tiempo Salisbury consiguió una embarcación y regresó a Inglaterra, Hubert forzosamente tuvo que sufrir una profunda impresión.

El conde descubrió inmediatamente lo que ocurría. Un hombre cortejaba a su esposa, y ella creía que era viuda. ¡Y el galán era nada menos que un sobrino de Hubert de Burgh!

Irritado, el conde abordó directamente al rey. Enrique se manifestó complacido porque veía que su tío regresaba del mundo de los muertos.

—Pues en efecto, eso era lo que temíamos. Ha pasado tanto tiempo desde que partisteis.

—Mi señor, es chocante regresar y encontrar a mi esposa casi casada con otro hombre.

—Mi querido Longsword —replicó Enrique—, no es una mujer anciana, y a causa de mi parentesco con vos, quise verla en buenas manos.

—¿Y mis propiedades? —exclamó el conde—. No dudo de que esas buenas manos se extendieron codiciosas para recibirlas.

—Mi querido tío, teníamos motivos para creer que habíais muerto. Que no sea el caso, provoca nuestra alegría. Mandaré llamar a Hubert y a su sobrino, y ellos os darán la bienvenida, y os pedirán disculpas, si creéis que es necesario. Pero os aseguro que procedimos en defensa de los intereses de vuestra condesa.

—Entonces, mi señor, agradezco a Dios y a la bendita Virgen que haya regresado a casa a tiempo para evitar esto.

El rey cumplió su promesa de llamar a Hubert y al sobrino, y pocas semanas después se celebró una reunión entre ellos y Longsword, con la presidencia del propio monarca.

Longsword miró hostil a Hubert y declaró:

—Mi señor, entiendo bien vuestros motivos.

—Se relacionan con nuestra preocupación por vuestra condesa, mi señor conde —trató de tranquilizarlo Hubert.

—Y no dudo de que también por sus propiedades.

—Mi señor, os aseguro que mi sobrino tenía sincero afecto por la dama. ¿No es así, Reimund?

—En efecto, mi señor.

Longsword estaba púrpura de rabia.

—Os atrevéis a decirme que tenéis afecto por mi esposa, y que os casaríais con ella.

—Mi señor… —comenzó a decir Reimund, pero Hubert lo interrumpió.

—Mi señor Salisbury —dijo con voz persuasiva—, mi sobrino sentía afecto por una dama a quien creía una viuda solitaria. Ahora que sabe que es una esposa, sus sentimientos han cambiado.

—Cambia de sentimientos como un hombre cambia de camisa —rugió Longsword.

El rey intervino.

—Tío, deseo que hagáis las paces con Hubert. Creo que sus motivos son los que él dice, y entiendo que esta disputa es irritante. Habéis salvado milagrosamente la vida. Creo que debéis agradecer a Dios porque habéis salido tan bien de este desastre en el mar, y llegasteis a casa a tiempo para salvar a vuestra esposa de un matrimonio que no habría sido tal.

Salisbury inclinó la cabeza.

—Lo hecho, hecho está —murmuró—, pero no olvidaré…

—Vamos, Hubert dijo Enrique—, debéis invitarlo a un banquete, y todos comprenderán que os arrepentís sinceramente de vuestro error, y que mi tío comprende muy bien cómo fue todo.

—Con todo corazón —dijo Hubert, y con bastante renuencia el conde de Salisbury aceptó la invitación.

* * *

Fue un gran banquete. Estuvo presente el rey y el conde de Salisbury se sentó a la izquierda de Hubert de Burgh. Conversaron amistosamente, y todos dijeron que el lamentable incidente había terminado, y pareció que en definitiva esos dos hombres —que no eran amigos naturales— habían coincidido.

Salisbury era un gran soldado. Con el joven conde de Cornwall había conquistado la victoria en Francia, y habían demostrado al pueblo que los tiempos humillantes del reinado de Juan habían pasado. El pueblo lo había temido otrora; se había distinguido por las crueldades ejecutadas en nombre de Juan; pero un país bien gobernado implicaba el retorno de la ley y el orden y en vista de ese estado de cosas, Salisbury sofrenaría su crueldad, y sería el gran soldado dispuesto a conquistar más victorias para su país.

Pero cuando llegó al castillo de Salisbury, se sintió atacado por intensos dolores, seguidos de alta fiebre; tuvo que acostarse, y su condición no mejoró.

Pocos días después estaba tan débil que temió que su fin estuviese cerca.

—Traedme al obispo Poore —dijo—, porque debo confesar mis pecados y recibir los últimos ritos.

Mientras yacía en la cama, esperando la llegada del obispo, comenzó a evocar recuerdos. Se preguntó a cuántos hombres había asesinado en nombre del rey Juan… y no sólo en su nombre. Recordó la emoción del saqueo de una ciudad, y los sufrimientos innecesarios que había infligido a sus habitantes, no porque tal conducta facilitara el triunfo en la guerra, sino porque le parecía agradable deporte, y gozaba con sus crímenes.

Los rostros agonizantes lo acechaban desde todos los rincones de la habitación. Alcanzaba a oír los gritos de los mutilados a quienes privaban de los pies, las manos, las narices, las orejas y los ojos.

Por muchos cirios que ofrendara a la Virgen, no se salvaría. Tenía que afrontar el hecho de que había llevado una vida perversa.

Merecía la horca; la muerte de un delincuente común era demasiado buena para él.

Lo habían advertido durante el naufragio. La Virgen le había ofrecido su oportunidad, pero él no la había aprovechado. Debió pasar las últimas semanas preparando una cruzada, en lugar de ahondar la disputa con Hubert de Burgh, acerca de la condesa.

Abandonó el lecho y se quitó todas las prendas, salvo una leve túnica; pidió una cuerda y se la puso al cuello, de modo que cuando llegó Poore, obispo de Salisbury, lo encontró en esa situación.

—Mi señor —gritó el obispo—, ¿qué os ha ocurrido?

—Soy el peor de los pecadores. Merezco la condenación eterna.

—Oh, quizás no sea tan grave —replicó el obispo—. Tenéis tiempo para arrepentiros.

—No me levantaré del suelo hasta que os haya confesado todos los pecados que pueda recordar. He sido traidor a Dios. Debo recibir ahora mismo el sacramento.

Antes de que el conde muriese, el obispo hizo todo lo que aquel podía, y alivió considerablemente su conciencia.

El veredicto fue veneno. Por supuesto, Hubert de Burgh lo envenenó. Durante el banquete, pues ¿acaso no sabía que su conducta acerca de la condesa y el sobrino siempre sería recordada? El conde sería constante enemigo de Hubert y Hubert no podía darse el lujo de tener enemigos poderosos.

La sospecha yació en la memoria de la gente, dispuesta a desempolvarla cuando fuese necesario. No había peligro de que nadie olvidase. Hombres como Peter des Roches jamás lo permitirían.

Por su parte, Hubert comprendió que Reimund mal podía continuar cortejando a la condesa de Salisbury después de lo ocurrido. Había que dejarla en paz.

Pero sus esfuerzos infatigables en beneficio de la prosperidad de su familia le aportaron otra rica viuda para su sobrino y poco después de la muerte del conde de Salisbury Reimund se casó con la viuda de William Mandeville, conde de Essex, que aportó a la familia tanto como habría hecho la condesa de Salisbury. Otro sobrino se convirtió en obispo de Norwich; y como su hermano Geoffrey ya era obispo de Ely, Hubert podía felicitarse porque tenía a todos los miembros de su familia estratégicamente situados, precisamente la meta que todos los hombres ambiciosos persiguen.

Sus enemigos continuaron vigilando, pero Hubert se sentía bastante fuerte como para desafiarlos.