EL PROMETIDO ESCOCÉS

William Marshal había ido a su castillo de Caversham, cerca de Reading, con la convicción de que jamás volvería a salir de allí. Era viejo —pocos hombres vivían más de ochenta años— y debía sentirse agradecido por una vida muy larga, durante la cual había podido —no hubiera sido un hombre tan honesto como era si lo hubiese negado— servir a su país de tal modo que había evitado el peor desastre.

Podía recordar los últimos cuatro años, desde la ascensión del joven rey al trono, y felicitarse porque Inglaterra comenzaba a recobrarse de la terrible enfermedad que casi la había destruido, para entregar después a los franceses el cadáver inútil.

Reinaba el orden en el país; era evidente que el pueblo respondía cuando se le imponía una mano fuerte. Siempre había sido así. Las leyes y el orden bajo pena de muerte y mutilación eran el método adecuado; y si los castigos se administraban justicieramente, el pueblo se mostraba agradecido. Eso era lo que Juan no había alcanzado a comprender, porque había dispensado castigos sin tener en cuenta si eran merecidos. Gracias a Dios la paz reinaba en Inglaterra; se había mantenido una tregua de cuatro años con los franceses, y el limpio Marshal y el Justicia Mayor Hubert de Burgh se ocuparían de que el pacto se renovase. Inglaterra estaba retomando el camino de la grandeza, y el propio Marshal diría Nunc dimittis.

Isabella, esposa de Marshal, estaba preocupada por su marido, habían envejecido juntos; la unión de ambos había sido buena y fecunda. Tenían cinco hijos y cinco hijas, y los matrimonios de sus vástagos a menudo habían beneficiado a la familia, que había ampliado su influencia; y aunque la primera preocupación de Marshal era el honor y el derecho, y anteponía los intereses del país a los suyos propios, era inevitable que lo satisficiese pertenecer a una de las familias más ricas e influyentes del país.

Pero hacía un tiempo que sabía que se aproximaba su hora; y prefería morir antes que perder sus facultades. ¿Quién —si había sido un hombre de acción y pensamiento agudo— deseaba convertirse en un pobre inválido sentado en su sillón, esperando el fin?

Su esposa Isabella lo miró, sentado frente a la mesa, en actitud reflexiva. Él la había llamado.

—¿Estás bien, esposo mío? —preguntó.

—Isabella, ven aquí, siéntate un momento conmigo dijo.

Ella se acercó, y lo miró ansiosa.

—No debemos engañarnos —dijo Marshal—. Creo que mi fin está próximo.

—¿Tienes dolores?

—Vienen y van. Pero después experimento una suerte de lasitud, y a veces mi mente retorna al pasado y mi rey es otro Enrique, que grita y se agita y se comporta como un buen general, usando la estrategia más que el derramamiento de sangre. Siempre me lo decía: “Una batalla que puede ganarse con palabras en una conferencia tiene triple valor que aquella en la que se derrama la sangre de buenos soldados.” Isabella, olvido que ahora nuestro rey es ese niño pálido y no su abuelo.

—William, entretanto hubo dos reyes.

—Ricardo, que olvidó a su país porque deseaba conquistar gloria y honor peleando contra los sarracenos… y Juan…

—Mi querido William, te trastorna pensar en eso. Es el pasado. Juan ha muerto.

—Por lo cual debemos agradecer a Dios —dijo William—. Y nos dejó a este rey niño.

—Y a ti, William, que has asegurado el dominio del rey sobre Inglaterra.

William Marshal asintió lentamente.

—Gozamos de una paz que hace muchos años que no teníamos; pero es necesario que esto continúe.

—Hubert de Burgh opina como tú, y con dos hombres así que dirijan nuestros asuntos…

—Ah, mi querida esposa, crees que estaré mucho tiempo aquí. Eso es lo que me inquieta.

—Haremos lo posible para que nos acompañes todavía largos años.

—¿Quién es ese poderoso “nosotros” que puede oponerse a los deseos del Altísimo? No, esposa mía, cuando haya llegado mi hora, nada podrá hacerse. Y quiero tener la certeza de que Inglaterra se mantiene firme y de que continuamos avanzando hacia la paz y la prosperidad como hicimos los últimos cuatro años. Enviaré un mensaje a nuestro hijo William. Deseo que venga cuanto antes, porque tengo mucho que decirle.

Isabella Marshal se alarmó. Con esa capacidad casi inquietante de adivinación, William parecía advertir que su fin no estaba lejos. Pero ella lo conocía bien y no intentaría persuadirlo a renunciar a lo que se proponía hacer. William siempre había sabido hacia dónde se encaminaba.

Cuando ella lo dejó, William se acercó a un armario y después de abrirlo retiró una túnica de templario. Después de quitarse la cota, la túnica y la suave camisa blanca, se puso la áspera prenda.

Sonrió secamente. Pensó: “En definitiva, en eso terminamos todos. Cuando el fin está próximo, nos arrepentimos.”

Se arrodilló y pidió el perdón de sus pecados, y que cuando él ya no estuviese hubiera hombres fuertes que mantuviesen la paz del país y guiasen al joven Enrique por el camino que llevaba a la grandeza.

Después, se puso de pie y escribió una carta dirigida a su esposa; en ella pedía que después de morir lo enterrasen en la Iglesia de los Templarios, en Londres, pues si su deber no lo hubiese conducido en otra dirección, habría deseado ser caballero de esa orden, al mismo tiempo religiosa y militar.

Cuando el joven William Marshal llegó a Caversham, lo conmovió ver la condición en que se encontraba su padre. Siempre había visto sano y fuerte al anciano, y jamás se le había ocurrido que las cosas pudieran ser de otro modo. Su padre había sido la principal influencia en la vida del joven —aunque durante los últimos años no siempre las opiniones de ambos habían coincidido—, y ahora lo conmovía comprender la razón por la cual se lo había llamado. En su condición de hijo mayor, lo convocaban para que tomase nota de sus responsabilidades.

El padre lo abrazó, y el joven William miró inquieto el rostro de su progenitor.

—Sí, hijo mío —dijo el mayor de los Marshal— ha llegado mi hora. Lo sé muy bien. Mi espíritu se mantiene tan firme como siempre, pero la carne me traiciona. No te entristezcas, prefiero irme un poco antes, no sea que los sentidos me abandonen. Soy un hombre viejo, muy viejo, pero soy mortal, y los mortales no pueden vivir eternamente. He tenido una vida buena… una vida prolongada… y siento que se ha visto coronada por el éxito porque ahora veo que el rey está firmemente instalado en el trono, y si hay un buen gobierno allí continuará seguro. El país se ha liberado de los franceses, y Hubert de Burgh es un hombre fuerte. Le pedí que viniese, porque deseo verlo antes de morir.

El joven William meneó la cabeza:

—Hablas como si pensaras hacer un viaje a Irlanda… o a Francia…

—William, no es muy diferente de eso.

—De modo que me llamaste para decirme adiós.

—Cuida de tu madre. Como la mía, su juventud ya está muy lejos. Ha sido un buen matrimonio, y estoy complacido con mi familia. Aunque… —sonrió secamente—, en ciertas ocasiones tú y yo estuvimos en bandos diferentes.

—Padre, hubo un momento en que muchos ingleses creyeron que nada bueno podía esperar Inglaterra mientras Juan ocupase el trono.

—Sí, y ¿quién podía criticarlos? Hijo mío, todas las diferencias ahora están saldadas. Sirve al rey. Honra a tu patria.

—Así lo haré, padre, cuando pueda hacerlo con honor.

El más joven de los Marshal se refería al período en que Luis había desembarcado en Inglaterra y él había sido uno de los que habían ido a rendirle homenaje. Era una actitud comprensible. Había pertenecido al grupo de barones que acudiera a Runnymede, y entonces había tenido conciencia de que Inglaterra enfrentaría el desastre si Juan continuaba gobernando. Su padre lo sabía también, pero se resistía a faltar a su juramento de lealtad a la corona. El joven William Marshal se había apoderado de Worcester en nombre de Luis. Pero un año después se había apartado del príncipe francés, porque no podía soportar la visión de los nobles franceses que pisaban el suelo inglés, y cuando Juan murió pareció natural que Marshal cambiase de bando; así, se había reunido con su padre para convertirse en firme partidario del joven Enrique.

Se había casado muy joven con una niña llamada Alice, que era hija de Baldwin de Béthune; pero el matrimonio no se había consumado nunca, pues entonces ambos eran niños y Alice había fallecido a temprana edad.

No cabía duda de que todos consideraban un hombre muy influyente al joven William Marshal; y no sólo en vista del padre que tenía, sino también a causa de sus propias cualidades. Aunque era joven, ya había suscitado cierta inquietud con su apoyo a la causa de Luis. Después, había combatido al lado de su padre y se había posesionado de varios castillos que estaban en manos de los franceses; pero quizás a causa de su apoyo anterior a Luis, algunos de los caballeros más veteranos y sobre todo Hubert de Burgh lo observaban con mucha atención.

Poco antes le habían prometido la mano de la princesa Leonor —la hija menor del rey Juan, que por entonces tenía unos trece años—, en vista de que él proyectaba casarse con una hija de Robert de Bruce, destacada familia del sur de Escocia que tenía cierto derecho al trono. La idea de que un hombre se casara con una joven del Norte, que era una perpetua amenaza para Inglaterra, parecía alarmante, sobre todo si antes había demostrado que estaba dispuesto a traspasar su lealtad a los franceses. Y precisamente por esta razón se le había ofrecido un arreglo más ventajoso, la unión con la pequeña Leonor.

El joven William podía sentirse orgulloso, porque era evidente que se lo consideraba un hombre a quien convenía contentar.

Cuando su padre muriese heredaría grandes posesiones; pero el pensamiento de un mundo sin su padre lo colmaba de dolor.

El anciano así lo comprendió, y aferró las manos de su hijo.

—Seguirás mis pasos. Serás el segundo conde de Pembroke después de mi muerte. Deseo que gracias a tus actos nuestro nombre parezca a los ojos de todos tan honroso como ahora.

William prometió, pero aseguró a su padre que aún viviría varios años.

El anciano Marshal se encogió de hombros y pidió a su hijo que llamase a Hubert de Burgh, porque tenía muchas cosas que decirle.

Hubert llegó al castillo y pasó varias horas con Marshal. Hablaron de las dificultades que el país había afrontado, y de las que se avizoraban en el futuro.

—Mi señor —dijo Hubert, un tanto emocionado—, ninguno de nuestros contemporáneos ha abrazado la causa de Inglaterra con la misma generosidad que vos habéis demostrado.

—Sé que continuaréis la obra que hemos emprendido —replicó William.

Hubert inclinó la cabeza y declaró que haría lo posible, aunque en el fondo de su corazón dudaba de que él pudiese actuar con la misma eficacia que William Marshal. Hubert era un hombre cuyos sentimientos siempre representarían un papel en sus actos; a menudo recordaba su propia conducta frente a Arturo, por cuya vida se había arriesgado a desafiar al rey; y se preguntaba cuál habría sido la actitud de William Marshal en circunstancias análogas. El honor era un fetiche para William Marshal. Era el hombre que había desafiado a Ricardo cuando todos veían que el padre estaba al borde de la derrota, y que muy pronto Ricardo sería rey. Sin miedo y con honor: así era William Marshal, y pocos hombres tenían la misma actitud que el anciano había demostrado a lo largo de su vida.

Hubert dijo de pronto:

—Mi señor conde, no debéis exigir de otros hombres el mismo grado de servicio generoso que vos habéis dado a la corona. El espíritu a menudo está dispuesto, pero se desliza en él el interés propio y también la necesidad de defender la vida. El servicio de los reyes es peligroso.

—Lo sé bien. Sé que habéis desafiado a Juan cuando salvasteis de la mutilación a Arturo. Al margen del motivo que os impulsaba, entonces no estabais sirviendo a vuestro rey. Pero esto os confiere una cualidad que los hombres perciben. Y no creo que por eso os aprecien menos. Ya habéis visto que nuestro joven rey ante todo se vuelve hacia vos, y que lo hace afectuosamente. Me escucha, pero a vos os ama.

Hubert sabía que eso era cierto. El joven rey lo apreciaba… como lo había hecho Arturo.

—Servidlo bien, Hubert, y vuestra actitud beneficiará a Inglaterra.

Hubert dijo que haría todo lo posible.

—En este país hay poderosos intereses extranjeros. Cuidaos de ellos. El legado Pandulfo ejerce excesivo poder. Necesitamos su apoyo cuando los franceses invadieron el país, pero ahora Inglaterra debe ser gobernada por los ingleses. Lamento descargar esta tarea sobre vuestros hombros. Pero sois fuerte, Hubert, y gozáis de la confianza del rey.

Conversaron un rato de los asuntos del país. El rey estaba comprendiendo su responsabilidad y aprendía de prisa. Ricardo estaba en buenas manos en Corfe, y durante un tiempo no sería necesario preocuparse de su futuro. La princesa Juana residía en Lusignan, el castillo de su prometido Hugh Le Brun; era una buena unión, que mantendría a Hugh en la condición de aliado de la corona de Inglaterra, en vista de que su esposa pertenecía a la familia real inglesa. Su madre, la reina Isabella, estaba en Angulema, y ojalá permaneciese mucho tiempo allí. Más valía que no se interpusiera en el camino, dijo William, porque era una embrollona, y personalmente él no deseaba que la soberana estuviera demasiado cerca del rey. Apenas Hugh de Lusignan regresara de su cruzada podría celebrarse el matrimonio; y por supuesto, la reina permanecería con su hija hasta que se completase la ceremonia. Y los restantes hijos aún eran jóvenes y podían representar después su papel. Siempre convenía disponer de una princesa o dos que pudieran contraer matrimonios, uniones valiosas o prácticas. Así se había hecho con la pequeña Leonor, ahora comprometida con el joven Marshal. Se garantizaba su lealtad si él se casaba con la hermana del rey. Y su hermana Isabella, —un poco mayor, ahora tenía cinco años— a su debido tiempo sería útil.

A juicio del anciano, la situación del país había mejorado más allá de lo que él mismo previera; y después de prepararse para partir, de reconciliarse con Dios y, sobre todo, después de salvaguardar el futuro del país hasta donde era posible, murió discretamente.

* * *

Apenas William Marshal falleció, pareció que terminaba el progreso pacífico de los asuntos del país. En su carácter de Justicia Mayor, Hubert de Burgh asumió el control del gobierno; pero no tenía la mano firme de William Marshal. El partido extranjero —contenido en vida de William— se mostró más activo y estridente. Lo encabezaba Peter des Roches, el poitevino obispo de Winchester, cuyo propósito era expulsar a los ingleses de los principales cargos, para llenarlos con extranjeros.

Afortunadamente para Hubert, Stephen Langton, arzobispo de Canterbury, apoyaba al Justicia Mayor; y cuando Peter des Roches, apoyado por el legado Pandulfo, quiso designar a un poitevino como senescal de Poitou, Hubert y el arzobispo se opusieron firmemente, y exigieron que un inglés ocupase el cargo.

La polémica acerca de este asunto fue importante, pues Hubert, respaldado por el país y el pueblo que comenzaba a enorgullecerse de su propio nacionalismo —quizás avergonzado porque unos años antes había solicitado la presencia de extranjeros— denunció fieramente a Pandulfo, de modo que el dignatario tuvo que renunciar.

Entretanto, Hubert recibió la noticia del matrimonio de Isabella con Hugh de Lusignan, y se apresuró a celebrar consultas con el arzobispo.

—Pero esto es monstruoso —afirmó Stephen Langton—. Y se nos informa después de celebrado el matrimonio.

—Es increíble —replicó Hubert—. La reina estuvo comprometida con él hace años… y parece que es suficiente que vuelvan a verse para que se conviertan nuevamente en amantes. Recibí informes de la actitud de cada uno con el otro, y me dicen que esta situación es la misma desde que Hugh de Lusignan regresó de Tierra Santa. Como si no bastara con todo eso, ahora Lusignan pide la dote de la reina.

—Habrá que decirle que no hay dote. Enviamos a la princesa Juana, y él se comprometió a desposarla. Este asunto es muy distinto.

—Lo mismo pensé. Enviaré mensajeros para decirle que la princesa Juana debe regresar inmediatamente a Inglaterra, y que no habrá dote para la reina.

Inmediatamente fueron despachados mensajeros a Lusignan.

Poco después, Hubert comenzó a preguntarse si, después de todo, el matrimonio de Hugh con Isabella no era un auténtico golpe de suerte.

Alejandro II de Escocia —un joven rey de unos veinte años, y un individuo de espíritu guerrero— poco después de la muerte de Juan había aprovechado la oportunidad de invadir Inglaterra; pero después de la derrota de Luis, se concertó la paz con Escocia. Ahora estaban reconsiderándose los términos del tratado; el rey de Escocia deseaba casarse con una de las princesas inglesas. Esperar a la pequeña Isabella, que tenía apenas seis años, no parecía tan conveniente, y en cambio Juana, que tenía diez, parecía mucho más apropiada. Al cabo de dos años —quizás de uno— llegaría a la edad de merecer.

De acuerdo con Langton, Hubert decidió que solicitaría el regreso inmediato de la princesa Juana, al mismo tiempo que se comunicaba a los recién casados que no habría dote.

* * *

Juana ansiaba alejarse del castillo. No tenía a quién explicar su propia melancolía. Se había sentido tan temerosa cuando supo por primera vez que debía casarse, pero Hugh había desarmado sus prevenciones y después la había seducido reconciliándola con su destino, al extremo de que en definitiva ansiaba que llegase la hora de celebrar el matrimonio.

Pero no sería así. Ahora se sentía sola y abandonada en el castillo. Ciertamente, debía recibir sus lecciones y sus gobernantas la acompañaban cuando salía a cabalgar. Pero la niña siempre trataba de evitarlas. Deseaba alejarse, estar sola, pensar en su propio destino.

Suponía que había llegado a amar a Hugh.

Cuando se encontraban, él siempre se mostraba amable; la miraba con una expresión que parecía de disculpa si no estaba acompañado por Isabella, y una vez había intentado explicar a Juana que ella no tenía la culpa de lo que ocurría. Cuando lo acompañaba Isabella, él prestaba poca atención a Juana.

La niña sentía que se había convertido en una persona a quien había que cuidar, pero que por cierta razón no tenía derecho de estar allí; también le parecía que todos estaban esperando la oportunidad de alejarla del castillo.

Hugh estaba obsesionado por Isabella. Sus ojos no se apartaban cuando estaban juntos; el timbre de su voz cambiaba cuando se dirigía a ella; sus manos la acariciaban cuando le hablaba.

—La reina ha embrujado a nuestro amo —oyó decir a una de las criadas.

Y era cierto que parecía un hombre a quien habían embrujado. Juana pensaba: “Vine para casarme con él, y ahora mi madre ocupó mi lugar. ¿Qué será de mí?”

Intentó preguntar a su madre:

—Oh, niña, no me molestes —fue la respuesta—. Cuando llegue el momento, ya arreglaremos algo.

—¿Regresaré, a Inglaterra?

—No lo sé. Y agradece que me tienes aquí y que cuido de ti.

—Pero no cuidáis de mí. Y todo ha cambiado ahora que vos sois la esposa de Hugh.

—Una cosa muy natural —dijo Isabella—. Recuerda que antaño llegué a conocerlo muy bien. Además, ¿por qué no estás estudiando tus lecciones?

—Porque no es la hora de estudiar, mi señora.

—Entonces, deberías salir a cabalgar con tus doncellas… o quizás recibir la clase de danza.

Comenzó a alejarse. Era evidente que no deseaba que su hija la molestase.

Juana sabía que a Hugh le remordía la conciencia. Quizás comprendía que su gentileza y las atenciones dispensadas a Juana le habían conquistado el amor de la niña. En su rostro se dibujaba un gesto de tristeza cuando veía a la princesita, y esa actitud a veces desplazaba a la expresión de felicidad que mostraba cuando estaba en presencia de Isabella. Nunca lo lograba del todo, y Juana sabía que pensaba únicamente en su esposa cuando la veía, y que hacía todo lo posible para olvidar que había sido el prometido de Juana.

Cierto día le dijo:

—Llegará el momento de que te marches de aquí. Tu hermano y sus consejeros se ocuparán de eso. Encontrarán un marido joven para ti. Y será lo mejor.

—No —contestó ella con voz colérica—. No será lo mejor para mí. Por favor, no finjamos.

—Pero sí —insistió Hugh—. Ya lo verás… dentro de pocos años.

Ella sabía que eso era lo que él deseaba. Necesitaba aliviar su conciencia, y quizás podía lograrlo prometiéndole un marido joven y gallardo de modo que todo se arreglara para felicidad de los interesados.

Pero no sería así. Ella bien lo sabía. La vida entera recordaría a Hugh.

* * *

Isabella se paseaba por el dormitorio, los ojos encendidos de cólera. Por supuesto, tenía un aire deslumbrante, pero Hugh trataba de calmarla.

—¡De modo que no tendré dote! ¡Así me trata mi propio hijo!

—Naturalmente, no tiene la culpa de esto.

—Bien lo sé. Está en manos de Hubert de Burgh y otros por el estilo. Si de él dependiera, jamás haría esto. ¡No habrá dote! Dice que me casé sin su consentimiento. ¡Su consentimiento! Tiene catorce años, y necesito solicitar su autorización.

—Es el rey —dijo amablemente Hugh.

—Naturalmente, es el rey, y podría no serlo si yo no hubiese tenido la previsión de apresurar el acto de la coronación. Incluso lo coronaron con mi collar. Y ahora me dice que desaprueba mi casamiento y que no tendré dote.

—Isabella, tendremos que andarnos con cuidado.

—Oh, Hugh, eres demasiado bondadoso. Siempre toleras que la gente te arrebate lo que es tuyo… cuando se le antoja. ¡No hay dote! Ciertamente, tendré mi dote. Y no sólo eso: dicen que la princesa debe regresar inmediatamente a Inglaterra. Mira, ¡me dan órdenes! Hubert de Burgh ordena a la reina lo que debe hacer porque su tonto hijito es incapaz de tomar una decisión.

—Si no envían la dote, ¿qué podemos hacer?

Ella lo miró, exasperada.

—¿Qué haremos? —se burló—. Te lo diré. Piden que enviemos a la princesa. Muy bien, les contestaré. Envíen mi dote. De lo contrario, no tendrán a mi hija.

—No podemos retener a Juana si piden que la devolvamos.

—Juana es mi hija. Si decido que se quedará conmigo, pues tendrá que permanecer aquí.

En los ojos de Isabella había un resplandor que él había visto en ciertas ocasiones. Experimentó un profundo sentimiento de aprensión, pero como era el esclavo de Isabella, hizo todo lo posible para calmarla.

* * *

De modo que ahora la tenían como rehén. Juana se enteró del asunto, no por su madre ni por Hugh, sino escuchando los comentarios de las mujeres y los criados.

Su hermano deseaba que ella regresara a Inglaterra, pero su madre y su padrastro no le permitirían partir mientras no enviasen la dote que ambos reclamaban.

—Nunca consentirán —era el comentario general.

Juana se imaginaba vagando por el castillo de Lusignan el resto de su vida, nunca muy lejos de los dos amantes ardientes; su madre indiferente a la presencia de su hija, el padrastro tratando de adoptar la misma actitud, porque ver a Juana lo inquietaba. La niña sabía que mientras ella estuviese cerca, Hugh jamás se sentiría del todo cómodo.

Ella fingía indiferencia, pero mantenía los oídos atentos para escuchar los comentarios. Jamás le decían nada. Esa actitud suscitaba su resentimiento. Estaban jugando con su vida, y sin embargo era la única que no debía saber una palabra de lo que ocurría.

Oyó hablar del rey de Escocia. Su hermano estaba negociando un tratado con él. Era difícil imaginar a Enrique firmando un tratado con alguien. Habían pasado cuatro años desde el día que ella había salido de Inglaterra, y Enrique tenía entonces solamente diez, la misma edad que ella tenía ahora. No era mucho para un rey; pero era la edad en que se consideraba casadera a una princesa. Y ahora Enrique era rey y firmaba tratados.

La impresionó que su propia persona tenía que ver con el tratado.

—Ahora la princesa Juana se irá —oyó decir a uno de los servidores—. Tendrá que hacerlo, porque será la prometida del rey escocés.

Hugh no la quería, y por lo tanto tenía que ir a reunirse con Alejandro.

No iré —sollozaba de noche, cuando estaba sola. Pero, ¿deseaba realmente permanecer en el castillo?

Su madre criticaba furiosamente a Enrique y sus consejeros ingleses. Ahora todos —incluso Hugh— tenían que tratarla con mucho cuidado, porque debían recordar que no era sólo la condesa de Lusignan, sino la reina. Una vez coronada, la reina conservaba su rango hasta el día de su muerte, e Isabella había sido coronada reina de Inglaterra.

—Pagué caro mi corona —gritó cierta vez, y Juana la oyó—. Todos estos años con ese loco. Y nadie podrá olvidar mi rango.

Pasaban los días y Juana continuaba viviendo esa extraña vida en las sombras, consciente de que no la deseaban allí y que de buena gana le habrían permitido partir, de no haber sido porque deseaban canjearla por la dote que los consejeros de su hermano no estaban dispuestos a enviar.

Pero Stephen Langton y Hubert de Burgh tenían el respaldo de Roma, y un día reinó gran consternación en el castillo, porque llegaron mensajes del Papa con cartas para el conde de Lusignan.

Un terrible silencio invadió el castillo, pues algo que todos temían era la sentencia de Roma, y eso era precisamente lo que amenazaba a Hugh. Si no devolvía a Inglaterra a la princesa Juana, sufriría la pena de excomunión.

Isabella se echó a reír cuando conoció la noticia, pero la suya era una risa un poco nerviosa, porque también temía a los fuegos del infierno. Por supuesto, era joven, y si todo ocurría como era razonable presumir, la esperaban muchos años de vida sana y activa, y finalmente podría pasar los últimos años en un convento, para demostrar adecuado arrepentimiento. Pero en la vida nunca había certeza absoluta, y si moría cuando aún estaba sometida a la excomunión, iría directamente al infierno.

Pese a todo, era una mujer temeraria. Manifestaba una intensa cólera ante la actitud de su hijo, que había mezclado a Roma en la disputa. Afirmó que se reía de Enrique y sus ministros, y también de Roma. Retendrían a Juana hasta que enviaran la dote. ¿Acaso ella no tenía derecho a la dote?

Hugh intentó razonar con ella. Isabella replicó que estaba dispuesta a afrontar la excomunión. Él le explicó pacientemente que la cosa no era tan sencilla, porque cuando se excluía a un hombre de la Iglesia no se trataba sólo de que se le negaban la extremaunción y los servicios del sacerdote, de modo que moría con la carga de todos sus pecados; había que considerar también el hecho de que quienes lo servían ya no confiaban en él. Si necesitaba entrar en batalla, seguramente se vería derrotado antes de empuñar las armas, porque nadie podía triunfar si no contaba con la buena voluntad de Dios.

Isabella recordaba el episodio de la excomunión de Juan, y que incluso él, irreligioso y temerario, en definitiva había comprendido que debía resolver esa situación.

De modo que perderían la dote; pero por lo menos se desembarazarían de Juana.

Escuchó lo que Hugh tenía que decir. Después fue al dormitorio de su hija, donde Juana solía pasar gran parte de su tiempo. Encontró a la niña mirando distraídamente por la ventana.

Juana se puso de pie y esbozó una reverencia mientras su madre se acercaba. Isabella ordenó:

—Siéntate.

Juana obedeció, tensa y expectante.

—Debes prepararte inmediatamente para viajar. Partirás mañana.

—¡Mañana! —exclamó Juana.

—Sí, mañana. Volverás a casa. No me digas que eso no te agrada, porque he visto cómo has estado suspirando, y cómo ansiabas irte. Tu hermano insiste en que vayas, y eso harás sin pérdida de tiempo.

—Pero pensé que deseabais que continuara aquí.

—Ya no lo deseo.

—Entonces, tenéis vuestra dote.

—Esos canallas todavía me la niegan, pero de todos modos te marcharás. El Papa entró en este asunto, y si tu hermano estuviese aquí le arrancaría las orejas para castigar su descaro. Apelar a Roma… contra su madre. ¡Qué ingrato!

—Señora, habláis del rey.

—Hablo de un niño. Bien, tienes que irte. Te espera una sorpresa. Nada menos que un marido. Sonríes. Te divierte.

—Me preguntaba si ese prometido será entregado a otra antes de que yo tenga tiempo de casarme con él.

—Es posible. Hablan de comprometerlo con tu hermana.

—¡Isabella! Pero si es apenas una niña.

—Alejandro desea una hermana del rey de Inglaterra. Leonor ya está comprometida con Marshal… de modo que restan tú misma e Isabella. Te prefieren, porque habrá que esperar mucho si eligen a Isabella.

Juana comenzó a reír nerviosamente.

—Me alegro de que esto te divierta —dijo la reina.

—Mi señora, no es divertido que a una la arrojen de una persona a la siguiente, como si fuera una pelota, con escaso interés por averiguar qué le agrada.

—Las princesas nada tienen que decir en esto. Hacen lo que se les ordena.

—No siempre. Vos no habéis procedido así.

—Estaba comprometida con Hugh, y Juan me tomó.

—Mi señora, estoy segura de que deseabais aceptar, porque de lo contrario nada habría ocurrido.

Isabella sonrió distraídamente, como si estuviera recordando. Después, miró a su hija y dijo:

—No. Tu padre me obligó. Mis padres no se habrían atrevido a resistir.

—Pero vos sí, mi señora.

—Bien —dijo Isabella—, Juan me prometía una corona, ¿no? Entonces no sabía que estaba loco… el loco más cruel del mundo. Y al fin murió, y yo pude regresar a Hugh. —De pronto se suavizó—. Niña, debes demostrar inteligencia. Si eres hábil, un día podrás tener lo que deseas. —Con la misma rapidez adoptó un tono brusco—. Ahora, prepárate. Partirás mañana. Mejor así, porque de lo contrario seremos excomulgados, y eso es algo que tu padrastro teme. Puede perjudicarnos mucho. De modo que debes irte.

—Me prepararé —dijo Juana con expresión indiferente.

El rostro de la reina se suavizó cuando apoyó las manos sobre los hombros de su hija.

—No temas. Aprovecha todo lo que puedas tu propia vida. Si eres astuta, tal vez obtengas algo de lo que deseas. Dicen que Alejandro de Escocia es un joven gallardo y excelente.

Dio un rápido beso a la niña.

—Debes descansar —dijo—, y prepararte para partir al alba.

Al día siguiente, la princesa inició su viaje a Inglaterra.

* * *

El joven rey Enrique comenzó a mirar con agrado su posición. La aprensión que había experimentado inicialmente al enterarse de la muerte de su padre y comprender lo que eso significaba para él, que era el hijo mayor, había desaparecido, y la condición en que ahora se hallaba parecía mucho más satisfactoria de lo que jamás habría creído posible. No podía dejar de contentarlo el respeto que le demostraban personas como el arzobispo de Canterbury y Hubert de Burgh. Sin duda, pretendían que él hiciera lo que le mandaban, pero como un jovencito discreto estaba dispuesto a acatar las órdenes hasta el día en que pudiera actuar confiadamente sin ellos. Había comprendido inmediatamente que su meta era aprender con rapidez, pues cuanto antes pudiese adoptar sus propias decisiones, antes lograría sacudir el yugo. Por el momento estaba dispuesto a mostrarse dócil, escuchar con avidez y aceptar los consejos.

Sus días eran muy interesantes. En vida, William Marshal había insistido en que el joven rey asistiera a las reuniones de sus ministros.

—Tal vez no comprendáis lo que dicen —le había explicado—, pero haced cuanto esté a vuestro alcance, y con el tiempo aprenderéis cómo se manejan estos asuntos.

Ahora, William Marshal había muerto y el principal asesor era Hubert de Burgh. Enrique simpatizaba con Hubert. No era un hombre tan serio como Marshal. Tenía un carácter cálido, más emotivo, mucho menos severo que William Marshal, que suscitaba la impresión de que era un hombre de tan cabal sentido del honor que los pequeños pecados de la gente le parecían faltas gravísimas.

Enrique temía mucho más a Stephen Langton, el arzobispo de Canterbury, cuyas cualidades espirituales lo distinguían del resto de los mortales. Era un intelectual, un hombre que se guiaba por un severo sentido del deber que lo había llevado a chocar tanto con el rey Juan como con Roma. Como se lo había suspendido en el cargo, había consagrado mucho tiempo a escribir sermones y comentarios acerca de la Biblia; por supuesto, tenía muchos detractores, pero Hubert había dicho a Enrique que era un hombre enérgico, y era bueno tener a un hombre así al frente de la Iglesia de Inglaterra.

Sí, pensaba Enrique, sin duda un hombre bueno, pero bastante incómodo.

Poco antes había regresado a Inglaterra para ocupar su cargo en Canterbury, y Hubert había explicado a Enrique que este hecho había aportado a Inglaterra por lo menos un bien, pues Stephen había pedido al Papa que se retirara al legado Pandulfo, y que mientras el propio Stephen viviese no hubiera legado residente en Inglaterra.

Para sorpresa de Hubert, el papa Honorio había satisfecho el pedido.

—Lo cual significa, mi señor —explicó Hubert— que mientras Stephen Langton viva y reine como arzobispo de Canterbury. Inglaterra quedará libre de los supervisores romanos que el Papa considere oportuno enviar.

Y ahora se realizaría la ceremonia de la coronación.

Hubert había explicado la razón por la cual debía repetirse el procedimiento.

—Es cierto —dijo—, fuisteis coronado poco después de la muerte de vuestro padre. Pero recordareis que fue una ceremonia realizada de prisa, y que no estuvo a cargo del arzobispo de Canterbury. Más aun, el collar de vuestra madre representó el papel de corona. Ahora, proponemos que se realice una coronación apropiada. La coronación de un rey es importante. Se lo considera un auténtico soberano sólo cuando el pueblo lo ha visto ungido y ciñó la corona, y los barones y los prelados le juraron fidelidad. Ahora ya tenéis más años. —Hubert esbozó una mueca. Mal podía decirse que catorce años era una edad avanzada, pero por supuesto era mucho mejor que diez—. Y puedo agregar que sois un jovencito sensato en vista de la edad que tenéis. De modo que habrá otra coronación, y esta vez se realizará cuando los invasores han sido expulsados de nuestro país.

Así, un día de mayo de 1220 Stephen Langton lo había coronado solemnemente en Westminster. Fue el domingo de Pentecostés, una ceremonia impresionante, y los principales barones del país y los más encumbrados dignatarios eclesiásticos le besaron la mano y prestaron juramento.

La experiencia le había agradado y cuando al fin se acostó en su lecho, físicamente fatigado pero mentalmente alerta, avizoró el futuro con más optimismo y desde ese día comenzó a sentir que en verdad era rey.

Quienes lo rodeaban pensaron que la coronación había suscitado una mágica transformación, y que el jovencito, que había abandonado su lecho ese domingo de Pentecostés, durante el día había sufrido un importante cambio espiritual y mental. Ahora le hablaban con más seriedad que antes. Al margen de sus lecciones, que nunca le habían parecido muy difíciles, tenía que enterarse de lo que ocurría en el mundo.

Había un espantajo que aparecía constantemente en las conversaciones con Hubert, el arzobispo y otros ministros: los franceses.

—No imaginemos —había dicho Hubert—, que porque Luis comprendió que no podía sostenerse en este país después de la muerte de vuestro padre y de vuestra ascensión al trono, eso significa que sus ambiciones han disminuido. Debemos vigilar a Luis, y sobre todo a su astuto padre. Ninguna nación ha sufrido a causa de su rey más que Inglaterra a causa de Juan. Mi señor, tendréis que afrontar la verdad, pues vuestra tarea es demasiado importante para que la oscurezcan los sentimientos. Juan fue vuestro padre, y todas las noches yo ruego a Dios que no exista en vos el más mínimo indicio de su carácter. Tendréis que seguir los pasos de vuestro abuelo, el rey Enrique II, uno de los monarcas más grandes que este país ha conocido. Inglaterra necesita un gobernante como él, ahora más que nunca.

De modo que Enrique aprendió de su abuelo y de su abuela, Leonor de Aquitania.

—No es frecuente hallar monarcas como ellos —decía Hubert.

—Mi abuelo pasó la mayor parte de su vida guerreando —dijo Enrique—. ¿Eso fue sensato?

—Vuestro abuelo combatía sólo cuando no podía resolver con palabras sus asuntos. Fue uno de los soldados más grandes que hemos conocido jamás. Tenía que proteger dilatados territorios, y cuando todo estaba bien en Inglaterra había dificultades en Normandía. Ahora, vuestras posesiones en Francia están muy disminuidas. Vuestro padre las perdió.

—Las reconquistaremos —dijo Enrique.

—Ojalá así sea.

—Entonces, seré como mi abuelo… combatiré constantemente.

Hubert meneó la cabeza.

—Intentaremos que la paz reine en esta nación. Luis no es como su padre, y Felipe… aunque no tiene mucha edad, no goza de buena salud. Si Felipe muriese y Luis lo reemplazara, tal vez lográramos recuperar las posesiones perdidas. A pesar de que el rey de Francia tiene una esposa muy enérgica, una mujer que desciende del Conquistador.

—Sí lo sé. Blanca. Precisamente por ella Luis reclamó el trono de Inglaterra.

—En efecto. Felipe nunca fue el mismo después de que el Papa lo excomulgó. Mi señor, es extraño que un hombre muy sagaz, por ejemplo este rey de Francia, olvide su sensatez cuando lo domina la emoción. Naturalmente, habéis oído hablar de los albigenses, esa extraña secta de la ciudad de Albi, en el sur de Francia, cuyas doctrinas desagradaron a Roma, y a la que Roma decidió suprimir.

Enrique asintió.

—En su actitud hacia ellos Felipe Augusto se había comportado con admirable sensatez, una conducta aplaudida y emulada por todos los estadistas. Jamás se sometió a Roma, nunca se mostró servil, y pese a todo consiguió mantener la amistad con el Vaticano, sin perder un centímetro de su independencia. Para un estadista, su conducta fue magistral; pero Felipe Augusto es un gran gobernante. Por eso lo que ocurrió es tan sorprendente. Llegará el momento, mi señor rey, en que será necesario que os caséis. Todavía no, sois demasiado joven. Pero cuando llegue el momento oportuno, tendremos que elegir con muchísimo cuidado a la novia. El rey debe casarse del modo que más convenga a su país y no siempre su deber y su inclinación van de la mano.

—Lo sé bien, Hubert.

—Estoy seguro de que así es. Todos los príncipes reales saben a qué atenerse en este asunto. Pero volvamos a Felipe Augusto. Se casó con Isabel de Hainault, con quien tuvo a su hijo Luis. Isabel falleció, y después de tres años de viudez Felipe Augusto decidió casarse nuevamente. La princesa elegida fue Ingeburga de Dinamarca. No la vio hasta el momento de la ceremonia, pero sus ministros le habían asegurado que la alianza con Dinamarca era necesaria. La ceremonia se realizó del modo usual, y la pareja real se retiró al dormitorio. Nadie sabe qué ocurrió esa noche, o qué descubrió Felipe en su esposa, pero por la mañana estaba pálido y conmovido, y declaró que no quería verla más, que debían devolverla a Dinamarca y que después de anular el matrimonio tomaría nueva esposa y que debía ser una mujer a quien conociera y amase antes de la celebración del matrimonio.

—¿Y siendo rey pudo hacerlo? —preguntó Enrique.

—No, mi señor, no. A pesar de su buena relación con el Papa, no podía desafiar de modo tan franco las leyes de la Iglesia. De lo cual se desprende una lección. El Papa tenía poder para aplicar la sentencia de interdicción, un castigo temido por todos, reyes y plebeyos. Si se excomulga a un rey, se suspenden todas las ceremonias religiosas y todas las formas de la práctica eclesiástica. En el caso de un rey, él y su país pierden todos los beneficios de la Iglesia. Ya podéis imaginaros las reacciones que esta situación provoca.

Enrique asintió gravemente.

—¿Y de todos modos él la rechazó? —preguntó.

—Ofreció la antigua excusa: la consanguinidad. Él y su reina Ingeburga eran parientes muy cercanos, y como contradice las leyes de la Iglesia que las personas unidas por vínculos estrechos de parentesco se casen, el matrimonio era nulo.

—¿Y así se decidió?

—Felipe Augusto era un rey muy temido por su pueblo. Si decía al consejo convocado que el matrimonio era nulo, muy valeroso debía ser el hombre que lo negara.

—De modo que eso se resolvió.

—En Francia, pero por supuesto había que considerar la opinión de Roma, y la propia Ingeburga apeló al Papa. Felipe trató de devolverla a Dinamarca, pero ese país no aceptó recibirla, y la pobre reina fue expulsada del palacio, y lloraba a gritos: “Oh, perversa Francia, perversa Francia. Ayúdame. Roma, contra la perversa Francia.” Lo cual, por supuesto, demostró que no estaba dispuesta a ceder fácilmente. Mientras se esperaba la decisión fue trasladada de castillo en castillo, hasta que Felipe concibió la idea de que podía sentirse más feliz en un convento, y la envió a uno de ellos con la esperanza de que esa vida le agradara; en ese caso, estaría dispuesta a renunciar a sus derechos como esposa del rey de Francia.

—¿Y eso hizo?

Hubert meneó la cabeza.

—Entretanto, el papa Celestino, que ocupaba entonces la Santa Sede, examinó el parentesco de Felipe e Ingeburga, y en parte porque podía afirmarse la existencia de cierta consanguinidad, pero sobre todo porque no deseaba contradecir al poderoso rey, con quien Roma mantenía buenas relaciones, decidió anular el matrimonio, pero agregó la cláusula de que Felipe no debía volver a casarse. Esta decisión no acomodó a Felipe, que la ignoró inmediatamente y buscó una prometida, y finalmente eligió a Agnes de Moravia, de quien se había enamorado.

—De modo que el Papa le prohibió casarse… ¡y él desobedeció!

—Ah, ésa es la razón por la cual os explico esto, mi señor. Los reyes y los papas han chocado muchas veces a través de los tiempos. Siempre conviene vivir en paz con Roma. Felipe así lo comprendió, pero en este asunto de su matrimonio estaba decidido a salirse con la suya, sin prestar atención al costo.

—Y eso fue insensato.

—Sin duda, Felipe creyó que podía aplacar a Celestino, que ansiaba mantener buenas relaciones con Francia, y que en definitiva llegaría a un arreglo conveniente. Pero en esta cuestión los reyes deben andarse con tiento. Los papas cambian, y lo que puede hacerse con uno no es posible con otro. Inocencio III había ocupado el lugar de Celestino, y escribió inmediatamente al obispo de París para decirle que, si bien Celestino no había podido detener el escándalo, él estaba decidido a lograr que se respetase la ley de Dios.

—Y el rey tuvo que ceder.

—Felipe Augusto no era hombre de ceder sin lucha. No deseaba que sus súbditos fueran testigos de su debilidad. Más aun, sus sentimientos hacia Agnes eran muy intensos, y declaró que estaba dispuesto a perder la mitad de sus dominios antes de separarse de ella. A su vez, el Papa dijo que si no renunciaba a Agnes, aplicaría la temida sentencia de interdicción a todo el reino de Francia.

—¿Y entonces? —preguntó Enrique, que en su carácter de rey se veía en el lugar de Felipe Augusto y sin duda deseaba la victoria real.

—Felipe se mantuvo firme, pese a que se declaró la interdicción en las iglesias de Francia entera. Felipe dijo que prefería hacerse musulmán antes que aceptar las órdenes del Papa. Agregó ominosamente que Saladino era un hombre feliz, y que se las había arreglado muy bien sin necesidad del Papa. Después, expulsó de sus sedes a todos los prelados que habían coincidido con el Papa y proclamado la interdicción.

—De modo que el rey triunfó —dijo Enrique, muy complacido.

—No, mi señor. Una sombra se extendió sobre el país. Cuando algo andaba mal, como era el caso a menudo, decíase que Dios se había apartado del rey de Francia a causa de sus insultos a la Iglesia. Felipe resistió cuatro años, y entonces comprendió lo que ocurría en el país y que sus súbditos creían que estaba arruinando a Francia. Si entraba en batalla, sus ejércitos tenían asegurada la derrota, porque creían que la mano de Dios estaba contra ellos. Agnes, que amaba realmente al rey, dijo que ingresaría a un convento, y que Ingeburga debía regresar.

—Y el rey perdió la batalla.

—Como la pierden todos los que se oponen a Dios. Vuestro padre así lo entendió cuando soportó la interdicción. Por eso, haced cuanto sea posible para mantener buenas relaciones con Roma al mismo tiempo que defendéis vuestra independencia, una actitud que todos los reyes deben aprender.

—Pobre Agnes —dijo Enrique—. De modo que amaba sinceramente al rey.

—El Papa se mostró impresionado por la virtud de Agnes y aunque ella debió abandonar la corte, Su Santidad declaró que los dos hijos que ella le había dado a Felipe debían considerarse legítimos. En definitiva, ingresó en un convento de Poissy, y poco después falleció.

—¿E Ingeburga?

—El rey continuó odiándola y la desterró a Etanpes, donde permaneció once años. Pero mientras no estuvo en la corte, el Papa continuó mostrando su desagrado, y finalmente Felipe decidió que la paz con Roma era más importante que sus prejuicios, e Ingeburga fue devuelta a la corte y se le dispensó el tratamiento que correspondía a una reina.

—Pero Felipe no la ama. Ahora él tiene más años, y sin duda cree que la paz con Roma importa más que la venganza contra una esposa que le desagrada. Os digo esto, mi señor, porque debéis conocer estos asuntos. Es necesario que sobre todas las cosas cuidéis vuestras relaciones con Roma. Los conflictos entre los jefes de las naciones y el jefe de la Iglesia han sido permanentes. Conocéis la historia de vuestro abuelo y Tomás Becket, que concluyó con el asesinato de Tomás y su transformación en mártir. Sabéis que vuestro abuelo hizo penitencia por ese asesinato, aunque no había sido cometido por sus propias manos sino por caballeros que interpretaron erróneamente sus palabras. No lo olvidéis, mantened la paz con la Iglesia. Somos afortunados porque tenemos a Stephen Langton. Y otra razón por la cual hemos conversado tan extensamente es que debéis conocer y comprender siempre lo que ocurre en la corte de Francia, pues desde los tiempos en que Guillermo el Conquistador vino a Inglaterra y ocupó el país, estas dos naciones estrecharon sus vínculos; y como vuestra abuela incorporó Aquitania a la corona, Francia ha sido importante para nosotros. Debemos hablar a menudo de lo que ocurre en Francia.

Enrique deseaba que todas las lecciones fueran tan entretenidas como las que se referían a los matrimonios y la excomunión del rey de Francia.

* * *

Hubo gran consternación cuando llegó la noticia del matrimonio de la reina Isabella con Hugh de Lusignan. El arzobispo y Hubert estaban irritados. Que el matrimonio entre Juana y Hugh fuese ignorado sin más quizás, en las circunstancias dadas, no era una cosa tan negativa; en efecto, ahora el país se había pacificado, y era posible que la princesa Juana fuese una pieza de la negociación, y que le encontraran mejor marido que un conde francés.

Además, Isabella no les interesaba demasiado, y en secreto los alegraba desprenderse de ella.

—Estoy seguro de que es una embrollona —confió Hubert al arzobispo—. Y tanto mejor si prefiere retornar a su país natal. Pero el pedido de dote es pura insolencia, y es necesario que cuanto antes entienda que así se lo considera en Inglaterra.

Convocaron a Enrique, y le informaron de lo ocurrido.

—De modo que mi madre tiene nuevo esposo —dijo Enrique—. Ojalá sea feliz con él. Me temo que lo fue muy poco con mi padre.

—Es impropio —replicó el arzobispo— que la reina acompañe a su hija al castillo del marido que se le eligió, y aparte a la niña para tomar a ese hombre por esposo.

—Creo que mi madre y mi padre a menudo actuaron impropiamente —observó con gravedad Enrique—, de modo que no debemos sorprendernos si ella continúa procediendo así.

—Cuando su conducta impropia afecta a la nación —dijo el arzobispo—, no sólo debemos expresar sorpresa sino oponernos.

Enrique pensó que conseguir que él se sintiera un niño era típico del arzobispo. Hubert lo hubiera dicho de otro modo.

—Pediremos inmediatamente el retorno de la princesa —dijo Stephen Langton—, y quizás, sire, debéis informar a vuestra madre que ciertamente no recibirá de vos ninguna dote.

Enrique lo sentía. Le habría agradado desear felicidad a su madre y de buena gana le hubiese enviado una dote si se lo hubiesen permitido. Suspiró. Por supuesto, era muy joven, y a decir verdad no era rey, porque siempre tenía que hacer lo que le decían. Pero un día sería diferente.

El arzobispo le explicó que el país estaba tranquilizándose, y que gracias a la buena voluntad de la Iglesia y del papa Honorio (que había sucedido a Celestino e Inocencio, los protagonistas del drama del rey de Francia y sus matrimonios), los altos cargos de Inglaterra ahora pasaban de los extranjeros a quienes Juan los había entregado, a nuevos funcionarios ingleses. Todos los castillos que antes pertenecían al rey y que le habían sido arrebatados por los barones rebeldes, ahora estaban volviendo a la corona.

—Es necesario —dijo el arzobispo— que visitéis estos castillos que se levantan en diferentes lugares del reino, y que los recibáis en vuestras propias manos. Para vos será la oportunidad de conocer a vuestros súbditos y de recibir el juramento de fidelidad de los que no estuvieron presentes durante la coronación, Hubert de Burgh arreglará esto con vos y os dirá qué debéis hacer. Es necesario que os mostréis firme, decidido, y que nunca olvidéis vuestra dignidad real. Os perjudica vuestra corta edad. —El arzobispo lo miró severamente, como si la extrema juventud fuese imputable a un defecto del niño—. Pero se trata de una falla que puede corregirse. Recordad que no debéis mostrar liviandad. Los barones deben comprender que pese a vuestra juventud, os proponéis gobernar.

—Haré todo lo posible —contestó Enrique.

—Hubert de Burgh comentará con vos el viaje; y más valdrá que lo iniciéis sin mucha demora.

De modo que un día o dos después de la coronación Enrique partió en dirección al norte.

* * *

Se celebraron las ceremonias, cada una muy parecida a las restantes. El joven rey, acompañado por el vigoroso Hubert de Burgh cabalgó de castillo en castillo, aceptando las llaves y los juramentos de fidelidad.

—Cuando lleguemos a York —dijo Hubert— se realizará la reunión más importante.

Enrique sabía que se refería al encuentro con Alejandro de Escocia. Hubert se lo había explicado: “Es muy importante que acabemos estas guerras perpetuas con Escocia, y abrigo la esperanza de que podremos concertar alguna forma de paz.”

Enrique estaba satisfecho con el viaje. Nunca se había sentido un verdadero rey, y suponía que eso respondía al hecho de que era muy joven. A medida que pasaban los años los homenajes parecían más sinceros; y ahora esperaba el día en que no necesitara recibir órdenes de los hombres que lo rodeaban. También sería interesante conocer a otro rey joven, aunque a su debido tiempo Enrique descubrió que Alejandro era mucho mayor; tenía veintidós años, y había reinado durante un período bastante prolongado.

La reunión debía realizarse en York, una ciudad de la cual un rey podía sentirse orgulloso. Enrique fue recibido en Micklegate por el arzobispo de York y los principales dignatarios de la ciudad, y al pasar bajo el arco romano que sostenía las torres fue escoltado hasta el castillo, del cual se decía que había sido construido por su famoso antepasado, Guillermo el Conquistador.

El encuentro de los reyes se realizó en el gran salón del castillo, donde Enrique se sintió un poco perdido a causa de su extrema juventud; Alejandro parecía un hombre muy maduro, pues había sido siete años rey de Escocia; Hubert le había dicho que era astuto, y como todos los buenos gobernantes siempre estaba atento a la posibilidad de obtener ventajas para su país. De pequeña estatura, con los cabellos rojizos y los ojos claros, tenía una expresión zorruna que sugería cierta astucia.

Enrique sabía que cuando Inglaterra había estado prácticamente de rodillas a causa del desgobierno de su padre y los franceses habían pisado suelo inglés, Alejandro había aprovechado la situación atacando por el norte, y dadas las circunstancias había alcanzado cierto éxito.

—Fue una oportunidad interesante para él —le señaló Hubert—, y era lógico que un gobernante tan astuto la aprovechase.

Pero cuando los franceses se retiraron derrotados, Alejandro se vio obligado a volver del otro lado de la frontera; y ahora se celebraba esta reunión con la esperanza de obtener una paz permanente.

Acompañado por otros barones importantes, Hubert inició la reunión con el rey escocés y algunos de sus partidarios. Enrique ocupaba una silla ceremonial, pero se le había sugerido que, pese a su condición de figurón, no era más que un simple espectador.

—Es importante —le había dicho Hubert—, que aprendáis como se desarrollan estas conferencias. Escuchad la discusión, observad las fintas y los quites, y ved cómo ambos bandos se esfuerzan por obtener ventajas.

Y Enrique escuchó, pensando que aún pasaría mucho tiempo antes de que cumpliese los veintidós años y explicase sus opiniones, como hacía Hubert de Burgh, y que se las escuchase respetuosamente.

Hubert señaló que una tregua sería ventajosa para ambas partes, pues los ingleses ansiaban preservar el orden que comenzaba a imponerse después de la ilegalidad del reinado de Juan, y Alejandro reconoció que lo complacería tener paz en la frontera para concentrar sus energías en la solución de las disputas que dividían a sus principales caudillos. Pero reclamaba concesiones.

Hubert asintió gravemente y dijo que los ingleses estaban dispuestos a considerar el asunto, y Alejandro replicó que necesitaba esposa, y que lo complacería una de las princesas inglesas.

—La princesa Leonor está comprometida con William Marshal —dijo Hubert—. De modo que restan Juana e Isabella. Isabella tiene apenas siete años.

—Sabía muy bien que Juana estaba comprometida con Hugh de Lusignan y que él desposó a la madre —dijo Alejandro—. Por lo tanto, como ahora estará libre, tomaré a Juana.

—El rey os dirá que se sentiría muy complacido con el matrimonio de su hermana Juana con vos, mi señor.

Hubert miraba a Enrique, que se apresuró a decir:

—Sí, sí. Me complacerá este matrimonio.

—Creo que vuestra hermana está ahora en Lusignan —dijo Alejandro, mirando en los ojos a Enrique, que replicó:

—Sí, pero regresará.

—Y que este regreso tropieza con ciertas dificultades —continuó diciendo el rey de Escocia, la mirada vigilante.

Enrique miró a Hubert, que replicó:

—Mi señor, el rey ordenó el regreso de su hermana y el Papa amenazó con la interdicción a Hugh de Lusignan si no la devuelve inmediatamente. Creo que podéis confiar en que antes de mucho será vuestra esposa.

El rey de Escocia pareció un tanto escéptico.

—Estoy decidido a tener una de las princesas —dijo—. No deseo una niña como Isabella, pero por mi fe, la tomaré si la otra no vuelve a tiempo. Habrá matrimonio… incluso con Isabella.

—Habrá matrimonio —replicó Hubert—. Con Juana o Isabella. Mi señor, eso mismo firmaremos.

—Tengo dos hermanas, Margaret e Isabella, y quiero maridos para ellas —continuó diciendo Alejandro.

Enrique comprendió que Hubert se sentía un tanto inquieto, porque el rey Juan había prometido a Guillermo el León, padre de las niñas, que ambas se casarían con los hijos de Juan, el propio Enrique y Ricardo. Enrique sabía que los barones no creían que el matrimonio con Escocia fuese muy conveniente, ahora que él era rey. Su esposa debía aportarle un poco más que la paz con Escocia.

Hubert dijo:

—Mi señor, encontraremos barones ricos y poderosos para vuestras hermanas.

Durante un momento Alejandro vaciló y después era evidente que lo complacía tanto tener una hermana del rey como prometida que decidió aceptar que sus propias hermanas se casaran con nobles.

De modo que la conferencia terminó bien, y para Enrique fue obvio que ambas partes estaban satisfechas.

Después, se ofreció un banquete en el salón. Enrique estaba sentado al lado del rey, y ambos conversaron cordialmente. Advirtió que Hubert prestaba mucha atención a las dos princesas escocesas, y sobre todo a Margaret.

* * *

Había sido un viaje prolongado, y dadas las circunstancias, por supuesto había alcanzado cierto éxito.

Y después el mar estaba tan agitado que Juana pensó que jamás llegaría al otro lado del Canal. Pero finalmente tocó tierra firme, y a cada momento pensaba en la aprensión que había sentido durante el viaje a Francia, y recordó los relatos de Isabella acerca de su propia infancia en Angulema.

Debió adivinar que su madre amaba a Hugh; también debió comprender que bastaría que él la mirase para renovar el amor que le había profesado cuando ambos eran jóvenes.

Pero todo eso había terminado. Nada se ganaría cavilando acerca del pasado. Tenía que afrontar una nueva vida, y como jamás sería la esposa de Hugh, le habían buscado otro prometido.

Experimentaba cierto resentimiento. No consultaban sus deseos en las cosas que influían sobre su propio futuro. Las princesas tenían que comprender que otros organizaban sus vidas, y que contraían matrimonio con determinados hombres no porque estos fuesen buenos maridos, o porque las princesas los amasen…; era sólo porque convenía al país concertar una alianza con otra nación. Pero las mujeres como la madre de Juana se salían con la suya, y a veces Juana se preguntaba si cuando era una niña Isabella había amado realmente a Hugh, porque dudaba de que en caso afirmativo ella hubiese permitido que Juan se la llevase.

Juana no tenía el carácter de su madre; por lo tanto, debía aceptar lo que otros habían preparado.

Llegó al palacio Westminster, y la complació la acogida de su hermano. Estaba más alto y se lo veía mucho más digno que la última vez que lo había visto. Ya era casi un hombre, porque tenía catorce años; y no cabía duda de que tenía conciencia de su condición real.

La recibió afectuosamente, y le dijo que lamentaba mucho lo que había sufrido. No mencionó a Isabella hasta que estuvieron solos, y entonces quiso saber cómo estaba.

Juana le dijo que estaba bien y que su matrimonio era feliz. Hugh de Lusignan la mimaba, y la gente decía que era el esclavo de Isabella. Agregó que había oído murmurar a algunos que esa devoción a su esposa le sería fatal, porque parecía no tener voluntad propia.

Enrique le dijo que había visto a Ricardo durante la coronación, que el hermano de ambos estaba satisfecho con su vida en Corfe, y que apenas tuviese edad suficiente para separarse de sus tutores lo llamaría a la corte.

—Nuestra dificultad —dijo Juana—, es que todos somos demasiado jóvenes.

Enrique reconoció que era una lástima que no hubiesen nacido unos años antes.

—O que nuestro padre viviese un poco más.

Enrique meneó la cabeza. Con su nueva sabiduría, sabía que si tal cosa hubiese ocurrido él no habría recibido una herencia.

Juana pudo ver a sus hermanas, y la sorprendió ver cuánto habían crecido. Las niñas no la conocían; cuatro años era mucho tiempo en la breve existencia de las dos pequeñas.

Juana pensó: Cuatro años. Al partir había sido una niña, y por supuesto haber conocido a Hugh, y aprender a amarlo le habían conferido la madurez propia de una persona de más edad.

Debía crecer; necesitaba aprender a olvidar el pasado y afrontar el futuro, pues contraería matrimonio apenas pudiesen arreglarse ciertos detalles; y en lugar de vivir, como había creído que sería el caso, en el cálido sur de Francia, viajaría al sombrío norte de Inglaterra, para casarse con un hombre a quien jamás había visto.

Enrique había dicho:

—Te convendrá más que Hugh de Lusignan. No es viejo. Tiene veintidós años, de modo que será más apropiado.

Juana se apartó de su hermano. ¿Cómo podía explicar a Enrique que ella había acabado por aceptar a Hugh, por creer que él era el hombre más apropiado del mundo?

* * *

La cabalgata se dirigía a York, y al lado del joven rey estaba su hermana. En la superficie ella parecía serena, y la sorprendía que pudiese parecer tan indiferente a su destino. Después de perder a Hugh, tenía la sensación de que no le importaba su propia vida, y de que podía aceptar todo lo que ocurriese.

Enrique estaba complacido con ella.

—Hermana, temí que te echases a llorar —dijo—, porque eres demasiado joven para casarte. Pero ahora estarás más cerca que si hubieses contraído matrimonio y vivieras en Francia. Podremos vernos de tanto en tanto. Prometo llamarte cuando viajemos al Norte. Para ti será fácil atravesar la frontera. Y tu esposo, se sentirá complacido contigo, porque eres muy agradable. Te digo una cosa: te pareces un poco a nuestra madre, y oí decir que en las cortes de Francia o de Inglaterra no hay nadie que pueda compararse con ella.

—Yo también oí decir lo mismo —replicó Juana.

—Y tendrás la satisfacción de saber que tu matrimonio ha sellado la paz entre Inglaterra y Escocia. Para concertar la paz entre las naciones, nada mejor que el matrimonio entre las familias gobernantes.

—Así lo creo.

—Es así, Juana; debemos sentirnos felices porque podemos ofrecer la paz a nuestros pueblos.

—Hermano, abrigo la esperanza de que te sientas satisfecho cuando llegue tu hora —replicó Juana—. Pero en tu caso será diferente. Eres el rey y estoy segura de que tu voluntad será contemplada, en relación con tu propio matrimonio, mucho más que la de una mera princesa.

—Así lo espero —dijo Enrique, que sonrió complacido.

Juana contempló los pinos que se dibujaban en el horizonte, y recordó sus cabalgatas en el bosque de Lusignan, con Hugh, antes de que ella supiera que el caballero estaba enamorado de Isabella.

Finalmente, llegaron a York, y la gente salió de las casas para echar una ojeada a la novia. La consideraron muy hermosa, y rogaron a Dios que la bendijese. Ella agradeció con gesto discreto y elegante; pero oyó el conocido comentario:

—Pobre niña, es demasiado joven para el matrimonio.

Esta vez el plan llegaría hasta su final lógico. Juana temía que este matrimonio se realizaría.

Visitó la catedral, de la cual se decía que era la más hermosa de Inglaterra, y apenas prestó atención a la grandeza de sus macizos contrafuertes, adornados con piedras ornamentales, a sus nichos elegantes y a las muchas columnas. Al lado estaba este desconocido el zorro rojo, como según había oído lo llamaban —joven, ansioso de complacerla, en cierto modo amable; su marido, y ella debía alegrarse de este matrimonio, porque gracias a él habría paz en la frontera de Inglaterra y Escocia.

La ceremonia había concluido. Era reina, reina de Escocia. Alejandro la tomó de la mano y la llevó de la abadía al castillo, y las campanas repicaron, sonoras en la ciudad de York, porque era un día de regocijo y alegría general.

Se sentaron uno al lado del otro a la mesa del banquete, y él eligió los mejores trozos de carne y los ofreció a Juana. Su mano se cerró sobre la de su esposa, y él dijo:

—Mi pequeña esposa, no debes temerme.

Ella lo miró atentamente y trató de ver qué tipo de hombre era, y como él le sonrió tranquilizador, el miedo de Juana se disipó.

* * *

Mientras se celebraba la unión entre Inglaterra y Escocia y la paz que ella traería, hubo otro matrimonio en York. Hubert de Burgh se casó con Margaret, hermana de Alejandro.

Era evidente que Alejandro estaba complacido porque su hermana se había casado con el hombre más importante de Inglaterra. Y Enrique profesaba tanto afecto a su Justicia Mayor, a quien también consideraba su mejor amigo, que se sintió absolutamente complacido de otorgar su consentimiento.

Hubert no era precisamente un joven, pero su actitud cálida y franca siempre le había conquistado simpatías entre los jóvenes. Era astuto y ambicioso, pero en su carácter había ese toque de sentimiento que le ganaba simpatías, como había ocurrido en el caso del joven príncipe Arturo, y ahora en el de Enrique.

Alejandro tenía otros motivos de satisfacción, pues su hermana menor Isabella en poco tiempo más se casaría con Roger, hijo de Hugh Bigod, conde de Norfolk; y ello significaba que sus hermanas tendrían por maridos a dos de los nobles más influyentes de Inglaterra. Era cierto que Juan había prometido las dos jóvenes al rey Enrique y a su hermano menor Ricardo, pero los matrimonios con ellos no se habrían celebrado durante varios años, y la postergación de la unión de hecho a menudo significaba la invalidez del acuerdo.

De modo que Alejandro estaba complacido. Había conseguido a la princesa Juana. Y sus dos hermanas defenderían la causa escocesa en Inglaterra, y educarían a sus hijos inculcándoles sentimientos muy especiales hacia Escocia.

Ahora podía retirarse detrás de la frontera y enfrentar a los belicosos caudillos que siempre estaban dispuestos a rebelarse y a molestarlo si veían en dificultades al monarca.

Juana y Alejandro cabalgaron hacia el norte, y Hubert y su esposa fueron hacia el sur en compañía del rey.

Podía perdonarse a Hubert cierta complacencia con la situación. Algunos habían profetizado el desastre cuando murió William Marshal, pero el pronóstico no se había realizado. Hubert podía decir que Inglaterra había sido gobernada con mucha habilidad los últimos dos años; y si el rey se mostraba dispuesto a aceptar consejos, a medida que se acercara a la edad adulta, el país sería cada vez más fuerte; y en la misma medida que el país se fortaleciera, su Justicia Mayor sería cada vez más apreciado y poderoso.

Ahora, cabalgando al lado del rey, y en la compañía de su joven esposa, podía manifestar cierta exuberancia, pese a que tenía experiencia suficiente para saber que un hombre como él siempre debía estar alerta.

Era quizás el hombre más rico del reino. Margaret aportaba una buena dote, y por supuesto ahora Hubert ejercería particular influencia sobre Escocia. Recordaba que cierta vez William Marshal había dicho que cuando un hombre estaba en la cima de su poder era el momento de redoblar la vigilancia.

Enrique sonreía feliz.

—Creo que Alejandro será bueno con mi hermana —dijo—, y ella con él.

—Estoy seguro de que así será, mi señor —replicó Hubert—. Alejandro no se atreverá a tratar mal a la hermana del rey de Inglaterra.

—Mi hermano no es un hombre que se deje influir por el temor —dijo gravemente Margaret—. Será bueno con su esposa porque su deber y su inclinación es amarla y protegerla.

—Bien dicho, amor mío —exclamó Hubert—. ¿No es así, mi señor?

—Lo es, en efecto —replicó Enrique—. Y me complace que hayamos llevado la paz a los dos reinos. Mostrará a la gente cómo me propongo gobernar.

Sí, está adquiriendo más estatura, pensó Hubert. Se atribuye el mérito de estos matrimonios, como si él los hubiese concertado. Bien, así actúan los reyes, y es conveniente que todos vean en él al gobernante… mientras recuerde que debe seguir el consejo de quienes lo sirven bien.

Así, un grupo feliz entró a caballo en Westminster; incluso el astuto y experimentado Hubert había olvidado que el éxito que el destino le concedía con tanta abundancia invariablemente provoca la envidia de los menos favorecidos.