HUBERT EN PELIGRO

Ricardo, conde de Cornwall, apenas regresó de Francia fue directamente ante su hermano en Westminster. Se abrazaron con sincero afecto. Ricardo había demostrado que era un general eficaz, e inmediatamente explicó a Enrique que eso no era más que el comienzo. Había conseguido algunos éxitos, y ahora tenía experiencia suficiente para saber que no era posible obtenerlo todo en una breve campaña.

Estudió atentamente a su hermano. Enrique tenía casi veinte años, poseía cabal conciencia de su cargo, y había decidido que todos debían recordar que él era el rey. Ricardo no podía dejar de pensar que él mismo se habría adaptado mejor a la tarea. Enrique se dejaba persuadir muy fácilmente, y si el rumor no mentía, estaba totalmente en manos de Hubert de Burgh, el Justicia Mayor.

Conversaron de las dificultades en Francia y de la familia. Al parecer, Juana estaba satisfecha en Escocia, con Alejandro. Se habían suscitado algunos problemas en la frontera, pero gracias a la alianza el asunto no había tenido derivaciones.

—Entonces, ¿no hay heredero? —preguntó Ricardo.

—No.

—Pues ya deberían tenerlo.

—Ella todavía es joven, apenas tiene diecisiete años. Se queja mucho del clima escocés. Es una lástima que haya visitado Lusignan. Parece añorar la temperatura de ese lugar.

—Qué lástima que no se haya casado con Hugh.

—Oh, nuestra madre vigilará los intereses de Inglaterra mejor que lo que podría haber hecho Juana.

—No estoy muy seguro de eso —dijo Ricardo—. Ahora tiene otra familia.

—La de Hugh. Pero eso no significa que nos olvidará. Recuerda que soy el rey.

—Oí decir que Hugh la mima y que ella es la que adopta las decisiones.

—Tanto mejor, porque así podemos tener la certeza de que allí hay una buena amiga. Ansío viajar a esa región y lo haré apenas estemos prontos.

Ricardo se sentía un poco irritado. ¿Acaso su hermano sugería que le bastaba pasar a Francia para conquistar una victoria inmediata? Si eso pensaba, el resultado no sería agradable.

—¿E Isabella y Leonor?

—Isabella está con la corte. Leonor con el marido.

—¿William Marshal es buen marido para nuestra hermana?

—No me llegaron quejas. Pero dudo de que ella sea todavía una auténtica esposa para él. Recuerda que tiene apenas doce años.

—Imagino que antes de que pase mucho tiempo encontrarás marido para Isabella.

—Fracasaron las negociaciones con el rey de los romanos. Preferiría un matrimonio entre ella y el joven rey de Francia.

—Una excelente unión. De ese modo acabarían las guerras. Vaya, si el hijo de nuestra hermana heredase Normandía, ¿sería necesario luchar por ella?

—Antes de que nuestra hermana tenga edad suficiente para concebir, me propongo recobrar la totalidad de Normandía, y devolverla a la corona inglesa.

El rostro de Ricardo adoptó una expresión sarcástica. Su hermano no tenía la más mínima idea de la dificultad de la tarea. El padre de ambos había perjudicado mucho a la corona de Inglaterra, y era dudoso que jamás se pudiera recobrar lo perdido.

Era inútil intentar explicar a Enrique las dificultades de la campaña. Tendría que descubrirlas por sí mismo.

Ricardo debía ir a ver a su hermana Isabella, para hablarle de sus maravillosas hazañas en combate. Ella siempre había intentado protegerlo de las acusaciones del mundo. Algo que ya no podría continuar haciendo, pues en muy poco tiempo más la pobre sería enviada a un lugar ignoto, para convertirse en la esposa de un hombre a quien apenas conocería.

Había sido el destino de Juana, y también de Leonor. Era mera casualidad que la joven Isabella permaneciese en la nursery al cuidado de Biset.

* * *

Hubert de Burgh, Justicia Mayor de Inglaterra, que gozaba de la total confianza del rey, fue a ver al monarca en actitud de relativo desaliento. Habían pasado varios meses desde el regreso de Ricardo a Francia, y después de una breve escala en la corte fue a sus propiedades de Cornwall, de las que se sentía muy orgulloso, pues el estaño extraído de las minas lo había enriquecido.

Tampoco Hubert de Burgh se sentía insatisfecho de su suerte. Había logrado convencer al rey de que desterrase a su peor enemigo, Peter des Roches, y Peter se había reunido con Federico II, emperador de Alemania, en una cruzada dirigida a Tierra Santa. Después, Hubert había consolidado su posición, y aunque Enrique tratase de mostrarse más independiente, no podía gobernar sin Hubert; por lo tanto, a medida que pasaba el tiempo aumentaba la riqueza y la influencia de Hubert. Sabía que provocaba el resentimiento de quienes intentaban ocupar su lugar; pero reconocía ese hecho como un resultado inevitable del poder. Debía aceptarlo al mismo tiempo que adoptaba precauciones. De todos modos, ahora que había conseguido eliminar a Peter des Roches, comenzaba a sentir más confianza.

Fue a ver al rey con una queja contra Ricardo de Cornwall, y al hacerlo no dudó de que se tendría en cuenta su consejo.

Ricardo estaba adoptando una actitud prepotente, se mostraba excesivamente seguro de sí mismo después de haber dirigido un ejército, Hubert no dudaba de que en realidad su enemigo, ahora el difunto conde de Salisbury, había sido el genio que dirigiera la campaña.

—Mi señor —dijo Hubert—, debo llamar vuestra atención sobre la conducta de vuestro hermano, que ha actuado de un modo tal que, bien lo sé, muy poco debe complaceros. Tal vez no recordéis que vuestro padre entregó a Waleran le Tyes el alemán, una propiedad por sus servicios. Waleran guerreó bien por vuestro padre, y aunque no era más que un mercenario, él quiso recompensarlo. Ahora, Ricardo se apoderó de la residencia.

—¿Con que motivo? —preguntó Enrique.

—Dice que otrora perteneció al condado de Cornwall, y que por su condición de titular de ese condado, le pertenece.

—Le diré que entregue sin demora la propiedad. Ordenad que venga, ¿queréis, Hubert?

Hubert ya había previsto cuál sería la actitud del rey en el asunto, y había enviado un mensajero a Ricardo para ordenarle, en nombre del rey, que se presentara inmediatamente.

Enrique frunció levemente el ceño. De tanto en tanto la gente sugería que Hubert de Burgh tenía excesivas atribuciones. Cierta persona incluso había llegado a decir: “¿Cree ser el rey?” Pero, en efecto, deseaba que Ricardo acudiese; por lo tanto, ¿de qué podía quejarse?

Hubert advirtió inmediatamente la expresión que se dibujaba en el rostro del rey y dijo:

—Estoy seguro, mi señor, de que trataréis este asunto como corresponde.

—Es lo que me propongo hacer —replicó Enrique.

—Mi señor, no sé si creéis que vuestro hermano ha llegado a formarse una idea excesivamente elevada de su importancia, y cree que su relación con vos le otorga privilegios especiales.

—Creo que eso es muy posible.

—Bien, sabréis cómo resolver este problema —dijo Hubert.

Cuando Ricardo llegó a la corte, Hubert estaba con el rey, y cuando preguntó si el monarca deseaba que se retirase, Enrique replicó:

—No, podéis estar aquí.

Ricardo miró altivamente a su hermano y quiso saber qué deseaba.

—Esa residencia que has arrebatado a le Tyes —comenzó a decir Enrique.

—Pertenece a Cornwall —replicó Ricardo—, y por lo tanto me pertenece.

—Te ordeno devolverla —dijo Enrique majestuosamente.

Ricardo vaciló un momento, mientras miraba a su hermano los ojos entrecerrados. Pensó: Enrique, apenas dos años mayor, creía tener derecho de mandar. Qué tragedia había sido nacer con dos años de retraso.

¿Y qué hacía allí Hubert de Burgh? ¿Enrique temía actuar ni su nodriza?

Ricardo habló fría y serenamente.

—No haré tal cosa. La residencia me pertenece por derecho.

—Pero yo lo ordeno —exclamó Enrique.

—En ese caso, haré una cosa. Llevaré el asunto al tribunal y los magnates del rey, cuyo juicio seguramente me favorecerá. Sólo si fallan contra mí contemplaré la idea de entregar la propiedad.

Enrique interpretó esta respuesta como un insulto directo precisamente a lo que él más deseaba destacar, su dignidad real.

Apretó los puños y se aproximó a su hermano. Hubert advirtió que comenzaba a demostrar un temperamento irritable, que podía explotar bruscamente y originaba actitudes un tanto impulsivas.

—Entregarás el castillo o saldrás del país —dijo.

—¡De modo que me desterrarás! Enrique, te asignas mucha importancia.

—Importancia. Yo el rey.

—¿Olvidas que hay una carta? Nuestro padre tuvo que firmarla. Por lo tanto, en este país hay justicia. Acudiré a los barones e insistiré en que se me haga justicia, y se me someta al juicio de mis pares.

Dicho esto, se volvió y salió de la habitación.

Durante un momento Enrique se sintió tan conmovido que no pudo hablar. La cólera lo sofocaba.

Hubert lo observó y esperó que hablase. Comenzaba a comprender que no era tan fácil como antes manejar a Enrique, que él mismo tendría que actuar con mucho cuidado. Esas cóleras súbitas eran alarmantes, y si podía proceder de ese modo frente a su hermano, a quien presuntamente tenía cierto afecto, mucho más fácilmente haría lo mismo con su Justicia Mayor.

Finalmente. Enrique habló.

—Bien, Hubert de Burgh, ¿qué pensáis de esto?

—Pienso que habéis decidido que el conde de Cornwall merece se le dispense un tratamiento que quizás no le agrade.

Enrique se sintió aliviado. Durante un momento habían pensado que Hubert podía creer en la razón de Ricardo.

—¿Creéis que me mostré excesivamente duro?

—Creo que fuisteis justo, que es lo que debe ser un rey.

Enrique miró con afecto a Hubert.

—Bien —dijo—, ¿y ahora qué? ¿Qué ocurrirá si lleva este asunto ante la corte? ¿Qué ocurrirá si se decide que tiene razón?

—En un asunto no tiene razón. Se ha comportado con su rey de un modo que no es propio de un súbdito leal, y aunque es vuestro hermano también es vuestro súbdito. Por lo cual merece una lección.

—¿Qué lección?

—Podríamos detenerlo y confinarlo. Quizás eso demuestre al tribunal que no toleraréis insultos.

—Tenéis razón, Hubert.

—¿Ordeno a los guardias que lo apresen?

—Hacedlo. Cuando sea mi prisionero, podrá calmar sus nervios.

Se impartió la orden, pero cuando se envió una guardia en persecución de Ricardo, éste ya había fugado.

Se dirigía al encuentro de William Marshal, el marido de su hermana Leonor, y el hombre a quienes comenzaban a acudir quienes creían que el poder de Hubert de Burgh era excesivo.

* * *

Ricardo fue sin pérdida de tiempo a Marlborough, donde esperaba encontrar a William Marshal. No sabía muy bien cuál sería la reacción de Enrique cuando tuviese tiempo de calmarse. Enrique era un hombre muy inseguro de sí mismo, eso estaba claro; pero cuando Hubert le hubiese dicho lo que debía hacer, quizás decidiera vengarse.

Era conveniente acudir a Marshal, porque Ricardo sabía que resentimiento se acentuaba en el país no tanto contra Enrique, a quien todos consideraban poco más que un niño, como contra Hubert de Burgh. Hubert era demasiado rico y poderoso y a medida que suba el tiempo aumentaban sus caudales y su influencia; y era evidente que en este asunto de la posesión de la residencia en Cornwall. Por lo tanto estaba del lado del rey. Por lo tanto, se opondría a Ricardo. Tuvo mala suerte, porque cuando llegó al castillo, William Marshal no estaba. Pero vio a su hermana Leonor, que se mostró complacida de recibir la visita de Ricardo.

Se arrojó en brazos de su hermano y lo estrechó fuertemente, tenía trece años y ya estaba casada; aunque Ricardo supuso que no era virgen.

Era divertido verla en el papel de castellana, y Ricardo se unió un tanto conmovido porque ella era tan joven.

Leonor le explicó a su hermano que William Marshal volvería muy pronto al castillo. Quizás el mismo día. Su hermana Isabella y el marido, Gilbert de Clare, estaban allí, y aunque Gilbert acompañaba a William, Isabella había quedado en compañía de Leonor. Todos se sentían encantados de verlo.

Leonor ordenó que le preparasen un dormitorio, y entretanto Ricardo conversó con su hermana.

Ricardo había estado poco antes en la corte. ¿Qué sabía de Isabella? Y sin duda había hablado con Enrique.

Ricardo respondió que Isabella estaba bien, y que la anciana Margaret Biset era la misma de siempre.

—¿Ya encontraron marido para Isabella? —preguntó Leonor.

Ricardo respondió negativamente, y explicó que el rey estaba estudiando el punto.

—Abrigo la esperanza de que le encuentren un buen marido, y de que ella no necesite salir del país.

—Hermanita, no todos podemos tener la misma suerte que tú.

sí la tendrás. Los hombres siempre tienen suerte. No necesitan alejarse… y pueden elegir mejor.

—Pero, hermanita, ¿no crees que fuiste afortunada?

—Durante mucho tiempo no vi a mi marido. Como sabes, estaba en Irlanda. Ahora regresó a casa…

Se la veía un tanto desconcertada, pero Ricardo advirtió complacido que no estaba alarmada.

Deseaba que William regresara. Tenía mucho que decirle, y si William no volvía enseguida tendría que continuar viaje, y encontrar otra persona que le demostrase simpatía.

Pero en Marshal había un carácter firme, heredado de su propio padre, el primer conde de Pembroke, que había servido a Enrique II, a Ricardo y a Juan, y que antes de morir, ocho años atrás, había contribuido a asegurar el trono para Enrique. El reino entero veía en él a un hombre honrado, una persona en quien los defensores del derecho podían confiar absolutamente. Este William, el joven marido de Leonor, y segundo conde de Pembroke, aún no había probado su fibra; en todo caso, gozaba de la aureola de rectitud que se desprendía de la reputación de su padre.

Mientras conversaba con Leonor advirtió que alguien descendía la escalera. Se volvió y descubrió una mujer de notable belleza. No era joven, pero eso en nada disminuía su encanto. Los abundantes cabellos negros formaban una trenza, y vestía una túnica azul bordada con seda blanca.

—Isabella, llegó mi hermano —dijo Leonor.

Ricardo se puso de pie y avanzó unos pasos y se inclinó.

Isabella de Clare, extendió una mano que él tomó y besó.

—Feliz la circunstancia que nos reúne —dijo Ricardo.

Ella sonrió y dijo:

—Mi marido se sentirá complacido de veros cuando regrese.

—No más que yo —dijo Ricardo.

Isabella se acercó y se sentó frente a la mesa, con Leonor y Ricardo, y él habló de sus aventuras en Francia, y dijo que quizás un día regresara.

Mientras hablaba observaba a Isabella. Creía que era la mujer más hermosa que había visto nunca.

Entró un criado, y Leonor se puso de pie. Le agradaba representar el papel de castellana.

—Hermano, tu habitación está dispuesta —dijo—. ¿Te acompaño?

—Después —dijo Ricardo, y continuó conversando con Isabella.

Pocas horas después de la llegada de Ricardo al castillo, vino al castillo uno de sus criados. El hombre había exigido el máximo esfuerzo a su montura.

—Debo ver ahora mismo al conde de Cornwall —exclamó, y cuando lo llevaron a la presencia de Ricardo dijo:

—Mi señor, vine para advertiros. El Justicia Mayor os busca. Aconsejó al rey que os apresaran y mantuviesen detenido hasta que recuperéis la razón.

—¿Ese hombre se atreve a decir tal cosa? —exclamó Ricardo.

—Así es, mi señor. Lo sé de labios de dos personas que oyeron la conversación. Y dicen también que los hombres del Justicia Mayor os buscan.

—Habéis hecho bien en venir aquí.

—Oh, mi señor, sabía que vendríais ante todo al castillo del conde de Pembroke.

—Abriguemos la esperanza de que otros no sepan lo mismo.

—Es lo que temía, mi señor, y por eso vine a toda prisa para advertiros.

—Estoy advertido, y sabré qué hacer si alguien se atreve a apresarme. Tengo una buena espada y excelentes servidores. Permaneceréis aquí hasta que decida qué hacer.

Lo dominaba la cólera. ¡Apresarlo! Al hermano del rey. No lo soportaría.

William Marshal regresó al castillo temprano en la tarde. No lo sorprendió del todo ver allí a su cuñado.

Le había llegado el rumor de que el rey y su hermano estaban enemistados, y había dicho a su cuñado Gilbert de Clare que más tarde o más temprano era inevitable que hubiese discrepancias entre el rey y el conde de Cornwall.

Ricardo le explicó lo que había ocurrido y dijo que estaba dispuesto a comparecer ante el tribunal, y que eso era seguramente lo más acertado. Y por eso Hubert de Burgh quería encarcelarlo.

—Hubert de Burgh es un hombre que ha perdido el seso a causa del exceso de poder —declaró Marshal—. Es como el hombre que bebe demasiado licor. Ha llegado a tener una idea exagerada de su propia importancia, y es hora de que terminemos con sus desmanes.

Ricardo se sintió aliviado. Tenía de su lado a William Marshal. También a Gilbert de Clare, marido de la mujer más hermosa que él había visto jamás. Ricardo era un tanto susceptible a las mujeres bellas, y tenía debilidad por las que eran un poco maduras. Había sido una disputa de Ricardo con su hermano, pero por cierta razón se había convertido en un ataque a Hubert de Burgh. Después de todo, la idea de encarcelarlo había partido de Hubert de Burgh.

—Llega el momento —dijo William Marshal—, en que es necesario enfrentar y reprimir la injusticia. Tal vez ésta sea la oportunidad de destruir a Hubert de Burgh.

De Clare señaló que el rey apreciaba mucho a su hombre, le tenía afecto, y en realidad había desterrado a Peter des Roches, obispo de Winchester, precisamente a causa de Hubert.

—Todo lo cual —dijo William Marshal—, ha hinchado de tal modo el orgullo de nuestro Justicia Mayor que ha llegado a ser intolerable. Decide cuándo y cómo se encarcelará al conde de Cornwall, cuya sangre es la misma que corre por las venas del rey.

—¿Qué sugerís? —preguntó Ricardo.

—Que partamos inmediatamente en dirección a Chester. Allí veremos al conde, que es nuestro buen amigo. Enviaré mensajeros a los restantes condes, que ya están hartos de este Justicia Mayor. Warwick, Hereford, Ferrers, Warenne y Gloucester.

—¿Estáis seguro del apoyo de esos hombres? —preguntó incrédulo Ricardo.

William le aseguró que podía contar con ellos.

Ricardo pensó: “En efecto, es una conspiración contra Hubert de Burgh. Me pregunto hasta qué punto estos hombres son fieles al rey si odian tanto al individuo elevado y admirado por el monarca.”

Partieron en dirección a Chester, y al llegar comprobaron que los cinco nobles ya estaban esperándolos.

* * *

El rey estaba profundamente inquieto. Después de su primer arrebato de cólera contra Ricardo comenzó a pensar que su conducta quizás había sido un tanto imprudente, pues había permitido que Hubert amenazara con la cárcel a Ricardo. Después de todo, no había sido más que una disputa, y él y Ricardo habían tenido muchas diferencias cuando eran pequeños.

Mientras pensaba en esto, recibió un ultimátum de donde menos lo esperaba. Cuando leyó el texto, no pudo creerlo. Una importante fuerza estaba reuniéndose en Stamford, y la formaban los disgustados condes y sus partidarios. Cuando vio los nombres de los nobles se alarmó: Marshal, Gloucester, Ferrers, Hereford, Warenne, Clare, Worwick y Chester. Algunos de los apellidos más formidables del país. Ricardo había agregado su nombre a la lista de los rebeldes, todo esto a causa de una tonta disputa por una propiedad. No habría eso si Hubert no hubiese incurrido en el absurdo de amenazar con la cárcel a Ricardo.

Los condes recordaban al rey que él había anulado recientemente la Carta del Bosque, un acto sumamente impopular en Inglaterra. Debía recordar el conflicto de su padre con los barones, y la lucha librada por los nobles contra actos represivos del tipo de la anulación de la Carta del Bosque. Si el rey no deseaba verse agobiado por una situación análoga, debía reunirse con los condes —sin la presencia de Hubert de Burgh y quizás estas lamentables discrepancias podrían resolverse de un modo satisfactorio para todos. Creían que Hubert de Burgh era la causa de las dificultades, y no se verían con el rey en presencia del funcionario. La alternativa era la guerra civil.

Enrique estaba en un aprieto. Si bien se consolaba atribuyendo la culpa a Hubert, al mismo tiempo se preguntaba cómo podía afrontar el desafío sin la ayuda de su colaborador.

Adoptó una decisión. Se reuniría con los condes; consideraría sus demandas; les demostraría —y le demostraría a Hubert— que podía asumir el mando sin la ayuda de su Justicia Mayor.

Se encontraron en Northampton. Enrique mostró una actitud muy moderada en presencia de los rebeldes; pero le alegró ver que Ricardo estaba un tanto avergonzado porque se encontraba unido a los enemigos del rey.

Marshal fue el vocero. Señaló que sabía que Hubert de Burgh había llevado por mal camino al rey, y que la culpa debía atribuirse exclusivamente al Justicia Mayor. Enrique se negó obstinadamente a despedir a Hubert, y los condes no lo apremiaron, pues Marshal había observado que se necesitaría cierto tiempo para desalojarlo de un cargo en el cual estaba atrincherado tan firmemente. Hubert podía esperar. El propósito del encuentro era demostrar al rey el hecho de que los barones ahora tenían tanto poder como antes, durante el reinado de Juan; y el hecho de que, a causa de la actitud del Justicia Mayor, Ricardo y Enrique se habían distanciado, y el primero se había unido a los barones.

Debía vigilar atentamente al Justicia Mayor; restablecer la Carta del Bosque, y si deseaba quitar a Ricardo la residencia de Cornwall tenía que compensarlo con algo más valioso que lo que le arrebataba.

Enrique se sintió abrumado. Sin la ayuda de Hubert no podía negociar. Preveía graves divisiones en Inglaterra, precisamente cuando su principal deseo era reconquistar las posesiones perdidas en Francia.

Ofreció las seguridades perdidas, y se comprometió a entregar a Ricardo la dote de su madre, que incluía los territorios en Inglaterra que habían sido propiedad de los condes de Bretaña y Boulogne.

Ricardo había salido bien del asunto, y se alegraba de ello, pues no le agradaba la idea de disputar con su hermano.

Sentía afecto por Enrique, y su única diferencia verdadera con él era el hecho de que fuese el primogénito.

Se abrazaron.

—¿Todo vuelve al estado anterior? —preguntó Enrique.

Ricardo convino en que así era.

—Hubert de Burgh fue la causa de la dificultad —dijo Ricardo.

Enrique no dijo una palabra. Sabía que no podía prescindir de Hubert… por el momento.

* * *

Pasaron la Navidad en York. Juana, reina de Escocia, se sentía complacida, como era el caso siempre que se encontraba con su familia. Le gustaba mucho retornar a Inglaterra. Confió a Isabella y a la anciana Margaret Biset que Escocia jamás podría ser un hogar para ella.

—Parece que siempre hace frío —les dijo—, incluso en verano. Las corrientes de aire agravan mi tos.

—También hay corrientes de aire aquí en York —rezongó Margaret—, y a cada momento reprendo a mi señora porque no acepta abrigarse para combatir el viento frío.

—Oh, Margaret, me mimas —dijo Isabella.

—Y mire los resultados —exclamó orgullosa Margaret—. ¿No es la imagen viva de la salud?

Juana convino en que así era, y Margaret pensó: “Es más de lo que puedo decir de vos, mi señora de Escocia.”

Margaret se estremeció. No creía en esos matrimonios reales, hubiera preferido que sus niñas se casaran con nobles señores de la corte de modo que ella pudiese cuidar de los hijos cuando nacieran. La aterrorizaba la perspectiva de que antes de que pasara mucho tiempo encontrarían marido para la última de sus pupilas. Se decía que si intentaban casarla con un viejo el rey de un país lejano ella diría rey que no estaba dispuesta a tolerarlo. Por supuesto, eso era apenas la bravata. ¿Cómo podría impedir la unión?

Juana preguntó a Isabella si había visto últimamente a Leonor.

—Sí —dijo Isabella—. Vino a la corte con el conde de Pembroke.

—¿Es feliz?

—Pobrecita —dijo Margaret Biset—. Apenas más que una niña… y ya está casada.

—Es lo mismo que nos ocurre a todas, Meg —dijo Juana.

—Pero mi pequeña Leonor… no sabe de que se trata… y de pronto, casada con este hombre. En cambio vos, mi señora, visitasteis países extranjeros y habéis vivido en ese lugar extraño.

—Sí —dijo Juana.

—Podría decirse que habéis aprendido algo de la vida.

—Sí, Meg, tenéis razón.

—Y vuestra madre ocupó el lugar que os estaba destinado —Margaret apretó los labios. Pensó: Y que os vaya bien—. Y por lo que he oído decir, ahora tiene una familia numerosa.

—Sí, nuestra madre tiene muchos hijos —observó Isabella—. Me pregunto qué siente una cuando tiene dos familias.

Margaret sonrió apenas, en un gesto que indicaba menosprecio o indiferencia. Amaba a los que ella llamaba sus hijos, y tanto más porque habían tenido padres tan absurdos.

Prepararía un brebaje para Juana, y vería qué podía hacer para curar esa tos antes de que la niña regresara a ese terrible lugar que estaba más allá de la frontera.

Isabella y Juana eran como dos niñas que de nuevo se encuentran. Margaret se alegraba de que Juana hubiese podido volver para las fiestas. Hacía compañía a Isabella, y ofrecía a Margaret la posibilidad de cuidar de ella. Lástima que Leonor no podía acompañarlas, pero había estallado una disputa entre el marido de Leonor y el rey, y aunque el asunto se había aquietado, se mantenía esa diferencia que fermentaba bajo la superficie.

“Ojalá no afrontemos esa clase de problemas”, pensó Margaret. ¿Por qué la gente no podía vivir en paz, y por qué era necesario manipular a los jóvenes y llevarlos de aquí para allá, para concertar uniones y más uniones?

Sus niñas tenían el derecho de ser felices, tan felices como gracias a la propia Margaret lo habían sido en la nursery.

Ahora eran como dos niñas que comentan los vestidos que usarán en las fiestas navideñas; Isabella olvidaba la amenaza constante del matrimonio con un príncipe extranjero, y Juana rehusaba recordar que pronto tendría que regresar a los páramos sombríos de Escocia. Margaret escuchaba feliz la charla de las dos jóvenes.

Juana usaría una túnica dorada, e Isabella un vestido de seda bordada. Tal vez se dejaran sueltos los cabellos, o los sujetaran con una redecilla de oro. En su condición de reina, Juana exhibiría un atuendo más suntuoso que su hermana. Se pondría sobre la cabeza una diadema de oro. La mostró a Isabella. Se la probó, y al hacerlo dijo:

—¿Crees que yo también seré reina?

Margaret las miraba entristecida, pues le pareció muy probable que antes de que pasara mucho tiempo le arrebatarían a la última de sus pupilas.

Se organizaban las usuales celebraciones navideñas, con bailes, cantos y juegos, entre ellos Roy-Qui-ne-mant, en que un rey que no miente debe formular preguntas y comentar las respuestas, sean estas verdaderas o falsas. Era uno de los juegos favoritos, pues todos temían que los llamasen a contestar sinceramente una pregunta que podía ser muy embarazosa. Nadie sabía cuál era el castigo si mentía. Jamás se aludía al asunto; pero la mayoría de los que jugaban creían que era rápido y terrible. El placer del juego parecía estar en el terror de los jugadores, y en el alivio que uno experimentaba al terminar.

Después, vinieron los juglares y los danzarines, los participantes en las cuadrillas, los bufones, hubo saltos, cabriolas, e incluso escenas de lucha libre.

Al lado del rey estaban su hermano Ricardo de Cornwall y Hubert de Burgh. Había cierta frialdad entre el rey y Hubert; y entre Hubert y Ricardo después de la reunión con los nobles; pero pareció que todo eso comenzaba a mejorar: y que todos podían conversar amistosamente.

El rey miraba complacido a los actores y los músicos y era evidente que le agradaba el respeto con que todos los trataban.

Los placeres de la condición real eran una delicia en ocasiones como ésta, cuando sólo había que pensar en la diversión, y todos lo miraban esperando que autorizara el comienzo del baile, que despidiese a los danzarines, que eligiese al rey o a la reina que no miente.

Pensó que hubiera sido un monarca mucho más poderoso si su padre no hubiese provocado la guerra civil en el país, y si se hubieran conservado los territorios de Francia. Pero no sería imposible recobrarlos. Decían que el trono estaba ocupado por un niño, que se sometía a la guía de su madre; y que tenían dificultades con los barones, exactamente como en Inglaterra. Los espías que trabajaban en Francia decían que Hugh de Lusignan, Guy de Thouars y el conde de Champagne habían unido fuerzas contra el joven rey y su madre. Por supuesto, Hugh era un hombre capaz de actuar así. Vaya, Hugh era el padrastro de Enrique, y la madre del monarca inglés adoptaría una actitud absolutamente antinatural si se unía a los franceses contra su propio hijo.

Entonces, ¿a qué respondía la demora? Enrique había creído que a estas horas las posesiones francesas deberían haber vuelto a sus manos.

Se volvió hacia Hubert y dijo:

—Pienso que el año próximo —iré a Francia con un ejército.

Hubert lo miró desalentado.

—Mi señor —dijo—, es una empresa muy considerable.

—¿Qué quiere decir eso? ¿Acaso mis antepasados no llevaron ejércitos a Francia desde el momento mismo en que fuimos dueños de ciertos territorios?

—Es necesario prepararlo todo…

—Bien, nos prepararemos.

Ricardo escuchaba atentamente. Como había estado en Francia, creía que sabía más del asunto que el rey o que Hubert de Burgh.

—El momento es oportuno —dijo—. Luis es joven… Está totalmente atado a las faldas de su madre. Los franceses no simpatizan con ella. Es extranjera, y a los franceses no les agrada que los gobierne una extranjera. Y en efecto, gobierna. Luis hace todo lo que ella manda.

—Ya lo veis —dijo Enrique.

—Es posible que haya divisiones en el país —dijo Hubert—, pero ya veréis que si los ingleses invaden, se unirán contra nosotros.

—Hubert está decidido a destruir la empresa antes de que comience —dijo Ricardo.

—No, mi señor —protestó Hubert—, ansío tanto como vos recuperar lo que nos pertenece. Me limito a decir que el momento no ha llegado.

Enrique miró hoscamente al Justicia Mayor, y muchos lo advirtieron.

—El momento será cuando yo lo diga —afirmó el rey.

Hubert guardó silencio. No deseaba sostener una discusión en la mesa.

Después, trató de quedar a solas con el rey y abordó el tema de la guerra en Francia durante el año que comenzaría poco después.

—Mi señor, os ruego contempléis el mal estado del tesoro, que es la principal razón por la cual una expedición a Francia no sería sensata.

—Conseguiré el dinero —dijo Enrique.

—¡Más impuestos! Eso no agradará al pueblo.

—No buscaré el agrado del pueblo.

—Sería sensato hacerlo.

—Escuchadme, Hubert. Cuando digo que iré a la guerra, hablo en serio.

Hubert inclinó la cabeza.

De nada serviría una disputa. Tendría que encontrar otros medios de impedir que el rey intentara hacer la guerra cuando no estaba equipado para la empresa.

Pero fue imposible. Enrique había adoptado una decisión.

Decidió partir con la expedición en dirección a Francia el día de San Miguel, y por mucho que Hubert intentó disuadirlo, no quiso oír razones.

Hubert estaba desesperado. Se preguntaba constantemente cómo podrían equipar un ejército sin dinero: incluso cómo podían obtener las naves necesarias para transportar a los soldados. Enrique tenía una actitud infantil, y se mostraba totalmente incapaz, de entender los detalles prácticos. Cuando Hubert intentaba explicar algo y aunque mostraba signos de irritación, aquel recordaba cada vez más al padre del rey.

No podía hacer otra cosa que suspender sus observaciones acerca de la inconveniencia de continuar los preparativos; y así continuaron los trabajos.

Enrique tendría que aprender a su propia costa. Así vio las cosas Hubert; y no dudaba de que sería una experiencia muy cara.

A su debido tiempo, el ejército estuvo pronto para viajar a Francia, y a la cabeza de los hombres de armas. Enrique fue a Portsmouth. Hubert acompañó al rey y ese veterano guerrero que era el conde de Chester también formaba parte del grupo.

Enrique se sentía muy orgulloso. Así debía actuar un rey: tenía que marchar a la batalla a la cabeza de sus tropas. Se sentía amable y valeroso. Ansiaba impresionar a su hermano, que ya había participado en combates, y que creía haber heredado de su tío Corazón de León no sólo el nombre.

Pero cuando llegaron a Portsmouth vieron que no tenían naves suficientes para cruzar el Canal, y Enrique fue presa de una violenta cólera.

—¿Por qué ¿Por qué? —gritaba—. ¿Dónde están los barcos? ¿Por qué tenemos aquí sólo la mitad de lo que necesitamos?

—Mi señor —comenzó a decir Hubert—, os advertí que necesitaríamos muchos barcos. El costo de las naves era tan elevado que el tesoro no pudo afrontarlo.

Enrique palideció de cólera.

—De modo que vos habéis hecho esto. Quisisteis enseñarme una lección, ¿verdad? Permitisteis que trajese aquí mis tropas con el fin de que viese por mí mismo que no había transportes suficientes. Traidor… viejo y astuto traidor. Creo que trabajáis a sueldo de la reina de Francia, ¿no es así?

Los presentes guardaron un conmovido silencio. De pronto, Hubert temió. El conde de Chester pensó que se aproximaba el fin del Justicia Mayor.

—Bromeáis, mi señor —comenzó a decir Hubert—. Jamás tuvisteis un súbdito más fiel que yo. Y recordaréis que os dije que era necesario esperar hasta reunir los equipos indispensables…

Eso fue como agregar combustible al fuego de la cólera.

Con un gesto digno de su padre, Enrique desenfundó la espada, y habría atravesado el cuerpo de Hubert si el conde de Chester no se apodera del Justicia Mayor y lo retira de allí.

—Mi señor —dijo Chester—, interponiéndose de modo que Enrique no pudiera alcanzar a Hubert—. ¿No pensaréis matar al Justicia Mayor?

Enrique miró a todos los presentes y Chester pensó: ¿Llegará a parecerse a su padre?

Chester deseaba asistir a la caída de Hubert, pero no de este modo. Si no andaba con cuidado, este Enrique pronto estaría emulando al otro del mismo nombre que había hecho penitencia en Canterbury por el asesinato de Tomás Becket. Nadie deseaba que Hubert se convirtiese en mártir.

—Lo hizo intencionadamente —explotó Enrique.

—No, mi señor —dijo Chester—. Él os advirtió que la empresa era difícil y así será. Necesitamos más barcos, y el modo de conseguirlos no es atravesar con la espada el corazón de vuestro Justicia Mayor.

Enrique miró fijamente a Chester. No sabía muy bien qué hacer. Comenzaba a disiparse su cólera. Sabía que había actuado tontamente, porque en efecto Hubert le había advertido que se necesitaba mucho dinero para obtener los barcos indispensables; y estaba realmente enojado con Hubert porque había tenido razón.

Chester continuó diciendo:

—¿No nos conviene usar los barcos disponibles, y después de transportar todo lo que cabe en ellos regresar aquí a buscar el resto?

—Parece que nada más puede hacerse —dijo hoscamente Enrique.

No volvió los ojos hacia Hubert. Este se había retirado; se mantendría discretamente fuera de la vista del rey un tiempo, y cuando volvieran a verse habrían olvidado el incidente.

Pero nunca lo olvidarían. Muchos lo habían presenciado; y también eran muchos los que pensaban que estaban asistiendo al comienzo del fin de Hubert de Burgh.

Todo ocurrió como Hubert de Burgh había previsto. Volvieron a encontrarse en Francia, y el rey se comportó como si nada los separase.

Hubert pensó: “La idea de la guerra se le subió a la cabeza, tomó un vino demasiado fuerte. En verdad, es un niño. Pero en el futuro demostraré más prudencia.”

En el fondo del corazón Enrique sabía que se había comportado tontamente y que se había mostrado desagradecido. Si el conde de Chester no lo hubiese detenido a tiempo, habría asesinado a Hubert. Una actitud del todo insensata que le pesaba; pero ese incidente había creado un abismo entre él y Hubert. Nunca más volvería a sentir lo mismo hacia su Justicia Mayor, pues no podía perdonarle que lo hubiese llevado a comportarse de un modo tan insensato.

Los muchos enemigos de Hubert se alegraban ante esa demostración de cólera e ingratitud del rey. Pensaron que era el comienzo del fin para Hubert de Burgh. Metafóricamente comenzaron a afilar el cuchillo.

Tampoco favoreció a Hubert el hecho de que se confirmara la validez de su advertencia.

Muy pronto se vio que la expedición a Francia estaba condenada al fracaso; y fue un fracaso muy costoso.

Los ingleses regresaron, serenados por el conocimiento de que la conquista no sería fácil.

Hubert había tenido razón. Los ingleses se habían apresurado demasiado.

El rey sabía bien que había desoído los sabios consejos de Hubert; pero ello no lo inducía a apreciar más a su Justicia Mayor.