UN CAMBIO DE PROMETIDAS

Era el primer año del nuevo siglo; el rey Juan llevaba un año en el trono de Inglaterra y Felipe Augusto reinaba en Francia. Los asuntos de estos reyes preocupaban poco a las tres niñas que charlaban en la corte de su padre en Castilla, donde el sol brillaba durante los largos días de verano, y la noticia más interesante era la llegada de un trovador que las seducía con sus nuevas canciones, las mismas que poco después todas cantaban.

El padre, que era el rey Alfonso VIII, y la madre, Leonor, hija de Enrique II de Inglaterra, formaban buena pareja. Amaban el sol y la música, y los complacían las actividades de su corte, que bajo la influencia de ambos estaba convirtiéndose en una de las más cultas de Europa. Gozaban de la compañía de sus hijas —Berengaria, Urraca y Blanca —y se interesaban mucho en su educación. Las tres niñas eran hermosas e inteligentes; eran graciosas y elegantes, y como la música tenía suma importancia en la corte de Castilla, todas estaban bien versadas en ese arte.

Al contrario de lo que entonces se acostumbraba, Alfonso y Leonor dedicaban todo el tiempo posible a sus hijas; y les agradaba pasar los días divirtiéndose y cantando y bailando y contando historias.

Leonor tenía mucho que decir, y había decidido que sus hijas no serían educadas como ella misma. La vida en la nursery de Westminster, Winchester y Windsor había estado cargada de tensiones, y la situación no había sido diferente en Normandía o Poitiers. Dondequiera había estado, su vida había soportado la atmósfera sombría provocada por el conflicto entre sus padres, y ella había sabido muy pronto que todo eso era consecuencia de las infidelidades de su padre y del carácter enérgico de su madre, que no le permitía aceptar la situación con ecuanimidad. Cuando su padre había llevado al bastardo a la nursery, se había destruido definitivamente la armonía entre él y la madre de Leonor.

Leonor recordaba cómo solían gritarse, y la culminación de sus disputas, cuando la madre puso a sus hijos contra el rey, y como consecuencia ella misma soportó un encarcelamiento de muchos años.

Leonor había decidido que sus hijas tendrían un hogar feliz y la corte de Castilla debía estar lejos —y no sólo desde el punto de vista de la distancia geográfica—, de todas aquellas cortes en que ella había pasado su niñez.

Las niñas siempre deseaban oír relatos de la infancia de su madre, y ella había pensado que les convenía apreciar la felicidad que reinaba en Castilla, y lo que representaban sus bondadosos padres.

Alfonso estaba orgulloso de sus hijas, y pocas cosas le agradaban más que la compañía de las niñas. Sus ojos afectuosos las seguían, admirativos, y él solía sonreír cariñosamente a su esposa, y decía que Dios había sido bueno con ellos.

Hubiera sido inconcebible que en un paraíso como ese no existiese una serpiente. Cuando era muy pequeña, Blanca, creía que estaba representada por los sarracenos, porque se hablaba mucho de ellos, y siempre con temor y aprensión. El padre se alejaba a menudo para combatir a los sarracenos y por desgracia no siempre con éxito. En esos casos una atmósfera sombría reinaba en el palacio, y sus hermanas hablaban de los perversos sarracenos, y se preguntaban si un día invadirían el palacio y se las llevarían para venderlas como esclavas.

No ocurrió nada de eso, y cuando tuvo nueve años, Blanca comprendió que existía un peligro tan grave como los sarracenos que amenazaba la prolongación de esa vida pacífica.

Tenía nueve años y de pronto cierto día, mientras las niñas estudiaban sus lecciones, Berengaria, que era la mayor, recibió la orden de presentarse ante sus padres, que debían comunicarle algo importante.

Urraca y Blanca se sintieron un tanto desconcertadas, pues generalmente las jóvenes compartían todo. Sabían que habían llegado visitantes al castillo, y que sus padres les habían ofrecido una cálida bienvenida; y Blanca afirmó inmediatamente que el llamado a Berengaria debía estar relacionado con la presencia de los visitantes.

No atinaban a imaginar qué podía ser, pero no quedaron mucho tiempo en la duda.

Berengaria volvió al aula, el rostro pálido, como si le hubiese ocurrido algo muy desconcertante, y ella no entendiese qué era.

Sus hermanas quisieron saber inmediatamente de qué se trataba, y qué había visto, y por qué no las habían invitado.

Berengaria se sentó y dijo:

—He visto a los emisarios.

—¿Qué emisarios?

—Del rey de León.

—Pero, ¿por qué sólo tú y nosotras no?

—Porque soy la mayor.

—Pero, ¿por qué… por qué? —preguntó Blanca, que aunque era más joven que Urraca generalmente tomaba la iniciativa.

—Ocurrió algo terrible. Yo… voy a casarme con Alfonso de León.

—¡Casarte! —exclamó Blanca—. Tú. ¿Cómo es posible? No tienes edad suficiente.

—Ellos creen que sí. —Berengaria abrazó a sus hermanas—. Oh, tengo que marcharme… inmediatamente. Jamás volveré a veros.

—León no está muy lejos —dijo Blanca.

—Todas iremos a verte, y tú debes visitarnos —la consoló Urraca.

—Vosotras no estaréis aquí. Será lo mismo que conmigo. También tendréis que casaros.

Urraca y Blanca se miraron, desalentadas. Por supuesto, siempre era así. Los días felices y despreocupados habían terminado, y su maravillosa niñez llegaba al fin.

—Por lo menos tu marido tiene el mismo nombre que nuestro padre —dijo Blanca, tratando de calmar a su hermana—, y por lo tanto no puede ser tan malo.

—Quisiera saber cómo serán nuestros maridos —dijo Urraca.

Aquí Berengaria exclamo:

—Vosotras sois tan pequeñas… demasiado pequeñas para entender. ¿Qué importan los nombres? Me marcho… inmediatamente… nunca volverá a ser lo mismo.

* * *

Y así fue, porque ahora entendían. Como Adán y Eva, habían comido la manzana del árbol del conocimiento, y ahora tenían conciencia de que la vida podía cambiar.

A su debido tiempo Berengaria se alejó, y se casó con el rey de León. Sus padres trataron de calmarla, y le dijeron que todo estaría bien. Sería reina, y eso era muy agradable. Ayudaría a gobernar a su Alfonso. De veras, sería muy interesante. Y en ciertos casos el rey y la reina de León visitarían al rey y la reina de Castilla.

Pero no fue fácil calmar a Berengaria. Se dirigía a un país extraño, y abandonaba el hogar feliz de su niñez.

Sus palabras de despedida fueron ominosas.

—Ya os llegará el turno.

Extrañaban a Berengaria, pero después de un tiempo se acostumbraron a su ausencia, y durante tres años nada se dijo de matrimonio; pero era inevitable que más tarde o más temprano se trajese a colación el asunto.

Esta vez, las dos niñas fueron convocadas por su padre. Leonor parecía triste, y cuando las atrajo hacia ella y las abrazó fuertemente, un sentimiento de aprensión las dominó, porque lo que le había ocurrido a Berengaria había sido un aviso.

Las dos niñas temían: Urraca porque adivinó que habían encontrado marido para ella, y Blanca porque creyó que quedaría sola. Habían echado de menos a la hermana mayor, pero por lo menos quedaban dos; ahora, tendría que afrontar la soledad.

—Es una noticia realmente buena —dijo Leonor—. No podríamos imaginar un matrimonio mejor para ti.

Miraba a Urraca, que comenzó a temblar.

—No temas, niña —continuó diciendo Leonor—. Tu padre y yo te aseguramos que si esto no fuese lo mejor para ti jamás lo consideraríamos. En verdad, seríamos muy tontos si rechazáramos este honor. Pocas princesas obtendrían nada mejor. Urraca, querida, el rey de Francia envió mensajeros a tu padre. Quiere que seas la esposa de su hijo Luis. Le diremos que tenemos conciencia del gran honor que se nos dispensa, y que una vez arreglados los detalles no habrá necesidad de demorar la unión de nuestras familias.

Pareció que Urraca quería echarse a llorar, y su madre le tomó las manos y exclamó:

—Vaya, niña, deberías regocijarte. ¿Sabes lo que esto significa? Berengaria es la reina de León, y eso está muy bien, pero tú serás reina de Francia. Nada mejor podría desear para ti.

—Pero debo marcharme, separarme de mis padres…

—Querida Urraca, es el destino de todas las princesas. Puedes considerarte afortunada. Has aprendido a formar un hogar feliz para la familia que tendrás. Mi querida hija, sé que serás feliz.

—No es así, no es así —sollozó Urraca—. Quiero quedarme con vosotros, con nuestro padre y Blanca.

—No deseo que ella se marche —exclamó Blanca—. Si se va, me quedaré sola.

—No por mucho tiempo, mi querida. Muy pronto te encontraremos marido, y si es apropiado, como en el caso de tus hermanas, tu padre y yo nos sentiremos orgullosos y felices. Ahora, escúchame. Tu abuela está tan complacida con esta unión que viene a visitarnos. Urraca, irás con ella a la corte de Francia, y te acompañará hasta que se celebre el matrimonio. Tanto ansía esa unión, y tanta importancia le atribuye.

—¡Mi abuela! —exclamó Urraca, aun más desalentada.

Ya era bastante ingrato tener que enfrentar un marido, pero hacerlo en compañía de esa formidable dama sería aun peor.

Pese a sus ochenta años, la temible Leonor de Aquitania realizó el largo viaje desde Fontevrault, donde había esperado pasar sus últimos días en paz, y, según se murmuraba, en actitud de arrepentimiento por una vida bastante pecaminosa.

Se realizaron grandes preparativos en el castillo, pues Leonor de Castilla temía a su madre, como siempre había sido el caso; y Urraca y Blanca deseaban enterarse de todo lo que su madre podía relatarles acerca de la abuela.

Ya sabían que ella había ido a Tierra Santa con su primer marido —otro Luis, que había sido rey de Francia—, y cómo ella había estado cerca de la muerte en medio de las batallas entre cristianos y sarracenos. Se había divorciado de Luis y casado con Enrique, rey de Inglaterra, y después había llevado esa vida desordenada y aventurera que había culminado cuando él la encarceló.

La madre advirtió a sus hijas. Debéis cuidar mucho del modo de tratarla. Si la ofendéis ella os lo hará saber. Su humor fue siempre un tanto inestable, y ahora afronta una gran tragedia. Vuestro tío Ricardo murió hace poco, e imagino que eso la apenó mucho. —Los ojos de la madre de las niñas se enturbiaron al recordar el pasado—. Ricardo fue siempre su favorito. Lo mimaba muchísimo. Era un hombre muy gallardo. Le enseñó a odiar a nuestro padre, y él aprendió bien la lección.

—Eso no estuvo bien, ¿verdad, mi señora? —preguntó Blanca—. ¿Está bien enseñar a un hijo que odie a su padre?

—Mi madre hizo lo que consideraba justo y propio. Jamás se atuvo a las reglas. No, hija mía, hubiera sido mejor para todos que ella le enseñara tolerancia. Pero es una mujer orgullosa, la más orgullosa que jamás conocí. Ahora es muy vieja. Sin embargo, viene a nuestro castillo. Tiemblo por temor de que no sobreviva al viaje. Pero cuando la familia la necesita, ella está allí.

—¿Por qué la necesitamos? —preguntó Urraca—. ¿No es posible concertar sin ella el matrimonio?

—Es un matrimonio muy importante. —La reina habló en voz más baja—. Mucho más importante que el de tu hermana. La abuela desea que no haya inconvenientes, y por eso te acompañará a la corte de Francia, y verá que se celebre el matrimonio.

—¿Piensa que el rey no permitirá que me case con su hijo si ella no insiste?

—En estas cosas, algunos detalles a veces se desarreglan, y eso puede echar a perder el acuerdo. Tu abuela desea que nada salga mal. Ansía mucho esta unión. Por lo tanto, te llevará a la corte de Francia y asistirá a la ceremonia… o por lo menos cuidará de que se celebre la ceremonia.

—De modo que viajaré con ella —murmuró Urraca.

—Alégrate, hija mía —dijo su madre—. La vida llegará a ser maravillosa para ti. Irás a un gran país. Te espera un destino maravilloso.

Blanca preguntó:

—Mi señora, ¿también yo tendré un destino maravilloso?

—No lo dudo, amor mío —contestó Leonor—. Pero el esposo de Urraca será el rey de Francia, y pocos destinos son más grandes que ése.

Día tras día vigilaban desde las torres del castillo la llegada de la abuela.

* * *

Cuando llegó, en efecto era tan formidable como la habían imaginado.

Llegó cabalgando, a la cabeza de su séquito, y apenas entró en el patio gritó:

—¿Dónde está mi hija?

La menor de las Leonor estaba allí. La anciana reina había desmontado y abrazó a su hija. La apretó estrechamente contra su cuerpo y durante unos instantes no la soltó. Después retrocedió un paso para mirarla y afirmó que parecía gozar de buena salud. Se volvió hacia Alfonso y dijo en voz alta y resonante:

—Os habría exigido una explicación, mi señor, si mi hija no estuviese bien atendida.

—Mi señora madre no ha cambiado —dijo Leonor—, y retuvo entre las suyas las manos de la anciana reina mientras entraban en el castillo.

¡Qué festines y celebraciones! Todos los días los cazadores habían traído hermosos gamos, y los habían preparado en las cocinas, esperando la llegada de la anciana reina. Su hija deseaba que entretanto su madre descansara, pero ésta no quiso oír hablar del asunto; se sentaba a la mesa, mientras los trovadores tocaban y cantaban sus canciones, y también ella se apoderó de un laúd y con los bardos entonó las canciones que conocía desde su infancia; y pareció que se sentía muy feliz de estar con su hija.

Las niñas se sorprendieron de verla tan afectuosa; habían creído que una anciana tan formidable jamás demostraría tanto afecto como el que prodigaba a su propia hija.

Miró con cierta aspereza a las niñas, y después que ambas le besaron la mano se sintieron un tanto embarazadas ante el minucioso examen de la abuela. Había preguntado a la madre de las dos niñas:

—¿Las educaste bien, verdad? Deben tener modales elegantes. Ya conoces a los franceses.

La madre de las niñas dijo que no creía que ni siquiera los franceses tuviesen de qué quejarse.

Aquí, la abuela apartó la atención de sus nietas, y fijó los ojos en su propia hija.

Esa noche las dos niñas descansaban en sus lechos, y hablaban del futuro. Ambas estaban tristes, pero excitadas al mismo tiempo. Era difícil imaginar la vida sin la mutua compañía; sin embargo, Berengaria se había marchado y ahora apenas la echaban de menos.

—Ojalá —dijo Blanca— no tuviésemos que crecer.

—Tenemos por delante muchos años —suspiró Urraca— si llegamos a ser tan viejas como nuestra abuela.

Después, hablaron de lo que sería la corte de Francia, y Blanca estaba triste porque afirmaba que todas las cosas interesantes serían para Urraca, y era más fácil aceptar el cambio cuando incluía novedades que entusiasmaban.

—Pero llegará tu turno, Blanca. ¿Cómo será tu marido?

—De una cosa estamos seguras: no puede ser una unión tan importante como la tuya.

Durante los días siguientes vieron a menudo a la abuela, que se esforzaba por conocer a las niñas y conversar con ellas. Blanca siempre había sido más rápida que sus hermanas para comprender una idea; su madre había dicho al padre de las niñas que era a causa de su condición de hermana menor, lo que le hacía sentir la necesidad de estar a la altura de sus hermanas. Sin embargo, a menudo las superaba, y la vivacidad de su ingenio pronto fue evidente para Leonor de Aquitania.

Cuando paseaba por los jardines llamaba a Blanca para apoyarse en su brazo.

—Ven y háblame —solía decirle—, necesito un brazo en el cual apoyarme.

Después, le preguntaba acerca de la vida en Castilla y de lo que les enseñaban sus tutores; y le disparaba preguntas, y se divertía bastante con las respuestas. Después de la cena, cuando las velas con sus mechas de algodón parpadeaban en los candelabros, pedía a Blanca que cantase, y a veces se unía a la canción. Tenía una voz firme que no demostraba su edad.

—Tu madre ha concebido mucha simpatía por Blanca —dijo Alfonso a su esposa.

Poco a poco fue evidente que la anciana reina estaba muy preocupada. Se sentaba y observaba a las niñas, el ceño fruncido, una expresión extraña en el rostro, como si intentase resolver un problema.

Una noche, tarde, después de que todos se habían retirado, fue a la habitación que compartían su hija y el marido y dijo a uno de los guardias del corredor que deseaba hablar al rey y a la reina de Castilla. Pensaba acercarse al dormitorio; lo único que necesitaba era que se preparasen para recibirla.

Su hija no se mostró tan sorprendida como podría haber sido el caso.

—Mi madre nunca se comportó como el resto de la gente —explicó a Alfonso—. Muchos han creído que sus actitudes eran extrañas. Pero su visita significa que tiene que decirnos algo importante; de lo contrario no vendría así, a esta hora de la noche.

Después, ordenó a los criados que encendiesen más velas, y ella y Alfonso, ataviados con batas de noche, esperaron la llegada de la reina.

Entró en la habitación, como si no hubiese nada desusado en ese encuentro nocturno.

—Tengo la solución —dijo mientras se sentaba en un taburete—. El asunto me ha inquietado desde el día de mi llegada, porque para mí estaba muy claro que la futura reina de Francia debería ser Blanca.

—Pero cómo puede ser… —empezó a decir Alfonso.

La anciana reina levantó una mano y dijo:

—Bien puede ser. En lugar de ir a Francia con Urraca, me llevaré a Blanca.

—Pero Urraca es quien…

—El rey francés aceptará que mi nieta vaya a Francia para casarse con su hijo. El acuerdo no indica cuál de las nietas. El nombre de la niña carece de importancia… sin embargo, en cierto modo tiene suma importancia. Mi idea es ésta. Los franceses jamás aceptarán a Urraca. ¿Qué nombre pueden aplicarle? Con un nombre como ése está condenada a ser extranjera la vida entera. Blanca. Eso es diferente. La llamarán Blanche y la asimilarán; con su ingenio y su energía será una digna reina de Francia. Eso es lo que vine a deciros, hijos míos. Blanca debe ir a Francia. Debemos hallar otro pretendiente para Urraca.

Alfonso dijo:

—Mi señora, entendemos bien vuestros pensamientos e intenciones, pero necesitamos tiempo para pensarlo.

—No hay mucho tiempo —replicó bruscamente la anciana dama—. Disponéis de dos días para decidir, y por ahora haré mis preparativos para partir con Blanca.

* * *

Las semanas que siguieron fueron muy desconcertantes para Blanca.

La habían llamado a la presencia de sus padres y la abuela, y le habían informado brevemente del cambio de planes. Ella y no Urraca iría a Francia, al cuidado de su abuela, para casarse con el hijo del rey de Francia.

La pobre Urraca se había sentido muy chocada; y aunque había llorado ante la idea de abandonar su hogar, ahora lloró porque tendría que permanecer allí un poco más. Blanca comprendía sus sentimientos, y trató de consolarla.

—Mi abuela hizo esto —dijo Urraca—. Desde el principio no le agradé. Tú fuiste su favorita.

Blanca meneó la cabeza.

—¿Cómo podía saber nadie a quién preferiría una persona como ella? Oh, Urraca, no deseo ir. No quiero saber nada con esto. Es tan… indigno… Tenemos tan escasa importancia… ¿comprendes? Como si fuésemos fichas de un juego. Puedes tener una… ésta o aquella… no importa cuál.

—Si tú puedes cambiar de nombre, ¿por qué yo no podría hacer lo mismo?

—El mío en realidad no es un cambio. Es la traducción. No puedes traducir el nombre Urraca.

—Ojalá nuestra abuela nunca hubiese venido. No me sorprende que su marido la encarcelara.

—Pobre Urraca —dijo Blanca—. No te enojes así. Tal vez llegue el momento en que comprendas que esto ha sido un golpe de buena suerte para ti.

Urraca miró solemnemente a su hermana y después se arrojó en sus trazos.

—Hermana, no deseo que te ocurra nada malo.

—Quizás todo salga bien. En todo caso, haré cuanto esté a mi alcance para evitar una desgracia.

Urraca miró atentamente a su hermana.

—Creo que lo harás —dijo—. Creo que ahora comprendo por qué nuestra abuela te eligió para ir a Francia.

* * *

La anciana reina viajaba la mayor parte del tiempo en la litera, pues el camino era largo y arduo, e incluso su voluntad indomable no podía ordenar a sus huesos que no dolieran, o que se disipara el agotamiento. Blanca viajaba cerca de la litera en su carruaje blanco; y la caravana se detenía a menudo para descansar. Se alojaban en las posadas y los castillos, y la reina se acostaba en su cama, y ordenaba a su nieta que se sentara cerca, de modo que pudieran conversar.

Para Blanca esas conversaciones fueron una forma de educación, y en realidad aprendió más acerca del mundo durante esas semanas de viaje que durante toda su niñez. La reina Leonor le abrió un mundo nuevo, un mundo excitante, aventurero y peligroso; muy alejado de la luminosa corte de Castilla, donde los padres cariñosos de Blanca la habían preservado, como a sus hermanas, de las realidades del mundo.

Leonor hablaba de su propia niñez, cuando ella y su hermana Petronilla adornaban la corte del padre. ¡Y qué corte había sido ésa! La pasión principal había sido la música, y los poetas más grandes de la época y los mejores compositores y cantores se reunían allí para complacer a los nobles. Leonor recordaba las noches estivales en los jardines perfumados, mientras los acordes de la música saturaban el aire y todos escuchaban absortos los relatos del amor insatisfecho o realizado, lo que atrajese más la fantasía del poeta. Y en esa corte, Leonor había reinado suprema. Allí había sido la mujer más bella, lo cual era verosímil, pues a pesar de los efectos de la edad, conservaba esa exquisita estructura ósea que ni siquiera el tiempo podría cambiar; y mientras hablaba resplandecía con cierto fuego interior, de modo que no era difícil imaginar que la imagen que ofrecía de sí misma tenía cierto fundamento.

—En el mundo hay mujeres —decía— destinadas a gobernar. Tú eres una, Blanca. Lo vi desde el primer día. ¡Urraca! Una agradable criatura, sí; tiene belleza, gracia, encanto… Pero no el poder de gobernar. Cómo me irritaba, qué frustrada me sentía de haber nacido mujer. Cuando era pequeña temía que mi padre volviese a casarse. Si hubiese tenido un hijo, ese minúsculo infante me habría desplazado. ¡A mí! Yo, que gobernaba la corte. Y te aseguro, Blanca, que lo hacía. Gobernaba esa corte, y como yo era mujer, si mi padre hubiese tenido un hijo… varios años menor que yo… me habría desplazado. No fue así. Pero no por eso dejé de experimentar resentimiento. ¿Por qué una mujer debe verse excluida del gobierno cuando posee todas las cualidades necesarias?

Blanca convino en que no había razón lógica que justificara tal cosa.

—Decidí que convenía saber algo acerca de tu futuro marido. Me parece que no es distinto de su abuelo, y si las cosas son así, puedo decirte mucho de ese joven, pues su abuelo fue antaño mi marido. Sí, yo fui reina de Francia y mi marido era Luis VII. El tuyo será Luis VIII. Mi Luis… oh, al comienzo yo lo amaba. Era un hombre bueno, pero, nieta mía, los hombres buenos pueden ser exasperantes.

Debió ser eclesiástico. Su carácter lo llevaba a eso: estudió para servir a la Iglesia, y así habría continuado si un cerdo no mata al hermano. Sí, un cerdo, que asustó al caballo, de modo que éste se desbocó y desmontó a su jinete, que murió… y así mi Luis tuvo que ser rey. Qué extraño que ciertas cosas muy pequeñas influyan sobre el destino de las naciones. No lo olvides nunca, mi niña. ¡Un cerdo cambió el destino de Francia! Pobre Luis, Dios fue injusto con él… porque tuvo que aceptar a Francia, y a mí.

—Pero mi señora, al principio lo amasteis.

—Oh, sí. Lo amé porque podía hacer con él lo que deseaba. Después, tomamos la cruz y fuimos a Tierra Santa. Pues como dije Luis era un hombre muy religioso.

—Y vos también mi señora. Pues fuisteis con él… a pesar de vuestra condición de mujer.

—Ya te he dicho, niña, que una mujer puede hacer la mayoría de las cosas que hace un hombre, y yo no fui por la religión sino por la aventura. Y tuve aventuras. Oh, podría contarte algunas… pero no lo haré… por lo menos ahora. Tenemos que hablar de cosas más importantes. Y ahora estoy cansada, y deseo dormir.

Blanca se sintió decepcionada. Le habría agradado oír de labios de su abuela el relato de las fantásticas aventuras en Tierra Santa.

Otra vez, Leonor le habló de su matrimonio con el rey de Inglaterra.

—Era más joven que yo… y nunca me permitió que lo olvidásemos… sobre todo cuando chocábamos. De todos modos, al principio todo fue satisfactorio. Era tan joven… distinto de su padre. Godofredo de Anjou fue uno de los hombres más apuestos que yo conocí jamás. Enrique no se parecía a su padre… en nada. Lo único que recibió de él fue el nombre, Plantagenet. Tenía mucho de su bisabuelo, quizás un toque de su madre. Matilda, porque a veces se enfurecía exactamente como ella. Pero era rey… uno lo comprendía apenas lo conocía. Pareció entonces que era el esposo adecuado para mí… y así fue… en cierto modo. Si no hubiese sido tan sensual… Ahora bien, niña, tienes que crecer de prisa. El mundo cree que es apropiado que un hombre corra aventuras y tome todas las amantes que desea, pero si una mujer hace lo mismo su actitud es criminal. Jamás acepté estas diferencias. Ojalá tengas un marido fiel. Es muy posible que así sea. Mi primer esposo, Luis, fue un marido fiel. El segundo, Enrique, el sensual más temible de su tiempo. Qué extraño que Enrique me importase más. Verás que Luis es un niño, porque no tiene más años que tú… quizás un mes o dos, pero eso no importa… y si puedes conseguir que te sea fiel habrás obtenido mucho, pues en la cama, de noche, se formulan promesas, y a veces se las cumple. Trata de lograr que te formulen esas promesas. Quizás hablo más de lo que entiendes, pero a su debido tiempo aprenderás.

—Mi señora, estáis enseñándome mucho.

—La experiencia es el mejor maestro —replicó la reina—, pero puede ser también un maestro muy duro. De todos modos, es mucho más fácil aprender de la experiencia propia que de la ajena.

Continuaron atravesando Castilla, en dirección a la barrera montañosa de los Pirineos. Allí, los pasos eran angostos y el frío intenso. Blanca comenzó a sentir ansiedad por su abuela, pues era evidente que la anciana dama sentía el cansancio del viaje.

Blanca ya le había cobrado afecto, y esperaba con inmenso placer el momento de reanudar la conversación. La niña creció de prisa; en realidad, ya no era una niña; y al fin comprendió que lo que su abuela hacía era prepararla para su nueva vida.

Cierta vez, se habían detenido en un pequeño refugio de las montañas. Nevaba, y era necesario que permanecieran allí varios días. De pronto, Blanca vio que el frío agotaba a su abuela y le dificultaba la respiración.

Pero Leonor no se inquietaba, por lo menos mientras Blanca estuviese a su lado.

—Niña, no debes temer por mí —le dijo—. Mi fin no está muy lejos. Lo sé bien. Vaya, bendita seas, lo dicen los últimos diez años, y a medida que vivo el fin parece alejarse, y no me permite que lo atrape. Concluiré este viaje y regresaré a Fontevrault. Allí tendré que rezar y mostrarme piadosa, para expiar muchos pecados. Nada, excepto las necesidades de mi familia, me habría obligado a abandonar mi refugio. Blanca, temo por mi familia: oh, sí, temo mucho. Pero desde que perdí a mi hijo… mi hijo bienamado… no tengo mucho por lo cual vivir.

—Os ruego, abuela, que no habléis así.

—Ah, cierto sentimiento nos une, ¿verdad? Lástima que soy tan vieja, y tú tan joven. La distancia es demasiado grande, de modo que no llegaremos a comprendernos muy profundamente. De todos modos, eres una plantita resistente, y me agrada contemplarla. Sí, por tus venas corre mi sangre. Pero Ricardo se fue para siempre. Sí. Mi hijo… el hijo al que más amé en el mundo. Ojalá hubieras conocido a Ricardo. Era tan hermoso. Lo llamaban Corazón de León. A nadie temía… ni siquiera a su padre. Enrique lo sabía. Pero siempre lo odió. No sólo porque yo lo amaba más que a nadie en el mundo. Enrique tampoco podía perdonar eso. Nadie debía estar antes que él. Pero tomó a la princesa Alicia… la hija de mi primer marido, Luis… ordenó que la trajesen a la corte cuando era poco más que una niña, porque debíamos educarla… era la prometida de Ricardo. Pero ese depravado… mi marido, el rey, Enrique Plantagenet, llevó a su cama a la niña, la deshonró y no quería soltarla. La retenía… era su amante secreta pese a que estaba comprometida con Ricardo, y Enrique odió a Ricardo y lo ofendió de todos los modos concebibles… porque deseaba conservar a Alicia. Bien, te he impresionado. Pero con el tiempo te enterarás de todo esto. Fue mi marido. El hombre a quien odié… y amé… y que sentía lo mismo por mí. El hombre que me capturó antes de que yo lanzara a mis hijos contra él, y me encarceló… durante años y años.

—Mi pobre abuela.

—¡Pobre! Niña, no uses esa palabra conmigo, porque si lo haces diré que nada aprendiste. ¡Di más bien pobre Enrique! ¡Pobre Luis! Pero no pobre Leonor. Siempre me impuse a ellos… como hace una mujer… pues mira, estoy viva para contarlo todo… y ellos han muerto… están yertos y fríos en sus tumbas. Enrique descansa en Fontevrault… y también Ricardo… a sus pies. Un día iré a acompañarlos. Y cuando regrese a la abadía, lo que haré apenas me despida de ti, me acercaré a esas tumbas y contemplaré las efigies, y en voz baja les hablaré, y parecerá que me contestan.

Blanca tomó la mano de su abuela y la besó.

—Quizás —continuó diciendo Leonor—, aún disponga de tiempo en este mundo para verte coronada reina de Francia. Eso me agradaría. Aunque a Felipe Augusto se lo ve sano y bueno, y quizás viva muchos años. Pero deja correr el tiempo. Esa ocasión llegará, te lo prometo. Y como por tus venas corre mi sangre, cuando llegue el momento serás una gran reina.

Mejoró el tiempo, y pudieron abandonar las montañas y tomar el camino que se dirigía al norte, en dirección al Loira.

Sostuvieron muchas conversaciones, y cuando Leonor hablaba, la niña sabía que el propósito de su abuela era prepararla para el importante papel que ella debía representar; y el hecho de que se la hubiera elegido, en lugar de Urraca, la llevó a decidir firmemente que no decepcionaría a la anciana reina.

A veces, Leonor estaba muy triste.

—Temo —dijo—, temo mucho por mi familia. Los conflictos son graves. Mi nieto Arturo… mi hijo Juan… ambos reclaman el trono de Inglaterra.

—Señora, ¿quién tiene más derecho? —preguntó Blanca.

—Juan ocupa el trono, y debe conservarlo. ¿Acaso el joven Arturo podría ser rey de Inglaterra? No es más que un niño… no habla inglés, y los ingleses no lo conocen. Jamás lo aceptarán. Sin embargo… algunos dirán que tiene más derecho.

—Pero mi señora, vos habláis de Juan.

—Juan es mi hijo. Se crió en Inglaterra. Tiemblo cuando pienso en los conflictos que estallarían si Arturo ocupara el trono. La mitad del pueblo no lo aceptaría. Un niño que además es extranjero. Nunca pude soportar a su madre… y nos veríamos obligados a aceptarla como reina. No, tendrá que ser Juan.

—Y así es, mi señora.

—Sí, así es. Pero el pueblo de Bretaña no aceptará esta situación. Habrá guerra… ¿cuándo no hubo guerra…? y me temo que el rey de Francia apoyará a Arturo. En ese caso, querida, tú y yo estaremos en bandos diferentes.

—Mi señora, jamás me opondré a vos.

—No, niña, apoyarás el partido de tu esposo, y como él no es más que un niño tendrá que apoyar a su padre, y el padre siempre codició a Normandía, como hicieron todos los reyes de Francia desde que uno de ellos debió ceder esa provincia a Rollo, el nórdico invasor. Niña, puedes estar segura de que mientras Normandía pertenezca al rey de Inglaterra, ningún rey de Francia se sentirá satisfecho. Es algo que debemos aceptar. Abriguemos la esperanza de que Juan pueda conservar sus territorios continentales, como hicieron sus predecesores. Si Ricardo hubiese vivido, habría conservado la totalidad de sus dominios.

—Me habéis dicho que casi nunca estaba en su país.

—Así fue. Quería conquistar Jerusalén para los cristianos. Jamás lo consiguió, pero estuvo a un paso de la meta. Incluso así, conquistó gran reputación, porque se lo consideraba el mejor soldado del mundo… el guerrero más grande que existió jamás. El Conquistador se habría sentido muy orgulloso de él, pero lo habría reprendido porque no permanecía en su país, cuidando de los asuntos de su propio reino. Y después, lo encarcelaron en Austria, y no supimos dónde estaba hasta que Blondel de la Neslé lo descubrió gracias a una canción que ambos solían cantar… y pagamos rescate por él, y volvió al país. Oh, esos tiempos han pasado, y ahora está Juan y temo mucho lo que vendrá a Inglaterra… y yo no viviré para verlo. De modo que regresaré a Fontevrault, y allí conversaré con mi esposo muerto, a quien llegué a detestar, y con mi hijo muerto, a quien siempre amaré más que a nadie, y esperaré allí el fin…

—A menos que… —comenzó a decir Blanca.

Y Leonor se echó a reír.

—A menos que ocurra algo que me obligue a abandonar mi refugio. A menos que la familia me necesite.

—Entonces, queridísima abuela —dijo Blanca—, vendrás al rescate.

—Si estas pobres piernas me llevan —contestó la anciana.

Continuaron avanzando hacia el norte, y la primavera comenzaba a manifestarse. Había botones en los setos, y algunos olmos ya florecían; los pequeños pétalos rosados y las flores amarillas junto a los arroyos mostraban que se acercaba la primavera, y que el duro invierno quedaba atrás. Pero la luz más intensa destacaba las arrugas del ceño de la anciana reina, y a la luz del sol la piel parecía amarillenta. Era evidente que el viaje tan duro la sobrepasaba, y si bien el cambio de estación fortaleció a Blanca, acabó fatigando a Leonor.

Y así llegaron al Loira, y allí el camino se dividía: un ramal se dirigía a Fontevrault, el otro a París.

Descansaron en un castillo, cerca del río, y el castellano de buena gana recibió a tan dignos huéspedes, pues sabía que la hermosa niña era la futura reina de Francia, y la anciana era la temible Leonor, reina de Inglaterra.

Allí Leonor adoptó una decisión. Había oído decir que el arzobispo de Burdeos estaba en la vecindad, de modo que le pidió que acudiese al castillo, pues deseaba mucho verlo. Mientras esperaba su llegada, ordenó llamar a Blanca.

La niña, después de arrodillarse a los pies de la anciana le tomó las manos y las besó. El afecto entre ambas se había acentuado con el correr de los días, y ahora Blanca pensaba que conocía a su abuela mejor de lo que había conocido a nadie, incluso a sus padres y sus hermanas. En la corte de Castilla la vida había sido fácil y cómoda, y sólo los inquietaba de tanto en tanto el audaz sarraceno, que era como un espectro en los corredores, algo de lo cual se hablaba aunque nunca lo veían, por lo tanto, un ente irreal. Había sido una niñez feliz; Blanca apreciaba el amor y los cuidados de sus padres, y la camaradería de sus hermanas. Pero había sido como contemplar una imagen en la cual todo lo que era ingrato había sido borrado, y el resto teñido de tal modo que las cosas fuesen más bonitas de lo que era realmente el caso. Con la abuela había llegado a conocer la vida real… la vida según sería vivida por las personas como ella misma. Habría ocasiones en las cuales tendría que afrontar la verdad, y eso podía llegar a ser desagradable.

Su abuela la había preparado para una eventualidad semejante. Era como si le hubiese entregado una armadura semejante a la que usaban los caballeros, de manera que cuando saliese a encontrar al mundo su mejor defensa estuviese representada por los conocimientos que había adquirido, gracias a una dama cuya vida había sido más aventurera que la de la mayoría de las personas.

—Mi querida niña —dijo Leonor—, tengo mucho que decirte, pues pronto nos separaremos.

—Mi señora, todavía no hemos llegado a eso.

—No, pero yo me desviaré aquí.

El desaliento que se manifestó en el rostro de la niña lastimó y al mismo tiempo complació a la anciana reina. Sabía cuánto dependía Blanca de ella. Pensó que esta situación era mala para la niña, aunque agradable para ella; de todos modos, se dijo la anciana reina, me alegro, porque esta niña ha iluminado mis últimos días.

—Ya lo ves —dijo Leonor—. Soy demasiado anciana para realizar estos viajes. He visto casi ochenta inviernos. ¿Imaginas lo que esto significa? Estoy fatigada. Mis viejos huesos piden descanso. No puedo viajar contigo a París, porque si lo hiciera moriría en el camino de regreso. Ahora debo ir a Fontevrault, un lugar que no está muy lejos de aquí, y cuando llegue a ese sitio me acostaré, y descansaré hasta que me sienta reanimada, o hasta que abandone del todo este mundo.

—Mi señora, os ruego que no habléis así.

—Niña, siempre debemos afrontar la verdad. Fui a Castilla porque deseaba ver a la prometida que sería reina de Francia. Me alegro de haber procedido así. Porque en caso contrario ahora tu hermana estaría viajando a París… y apenas te vi comprendí que eras la elegida. Por ahora, todo está bien. Ya falta poco para llegar. Ordené llamar al obispo de Burdeos, y te pondré en sus manos. Te llevará a París, y cuidará de tus intereses. Y yo, mi querida nieta, me despediré para ir a Fontevrault.

Blanca inclinó la cabeza y lloró; y había lágrimas también en los ojos de la reina.

—No sufras —dijo—, lo que hubo entre nosotras ha sido bueno. Pensaré en ti mientras viva, y cuando muera, si voy al Cielo, lo cual no es muy seguro, te vigilaré y guiaré si es posible, pues sé muy bien que la reina Blanche de Francia dejará su huella en la historia del país, y será recordada como una soberana grande y buena.

—Si así es, todo se deberá a las sabias enseñanzas de su abuela.

—No, aún tienes mucho que aprender. Adquirirás sabiduría, eso te lo prometo. Lo único que yo hice es indicarte el buen camino, el que tú debes recorrer. Recuérdame por eso. Ahora, oigo los ruidos de un grupo que llega. Es posible que haya venido el buen arzobispo de Burdeos.

* * *

AI día siguiente, Blanca se despidió de la abuela, y la anciana reina y su grupo se dirigieron a Fontevrault, mientras Blanca, a cargo del arzobispo de Burdeos, viajó hacia el norte, en dirección a París.