El desquite
Pero ni el conde ni la condesa de Somerset fueron colgados por sus cuellos hasta morir. Eso era algo que el rey no podía tolerar de ninguna de las maneras.
Había querido a aquel hombre y comprendía que era la mala fortuna, las circunstancias, el destino o como se quisiera llamar lo que había llevado a Robert Carr tan cerca del cadalso, y no la propia naturaleza de Robert. Había sido un hombre de trato fácil en aquellos tiempos en que su vida no era nada complicada, y era propio de la naturaleza del muchacho comportarse de ese modo. Sin embargo, se encontró atrapado, como les sucede a los hombres jóvenes, por una mujer intrigante, y era ella quien le había hecho caer tan bajo.
«Robbie no será colgado —se dijo Jacobo a sí mismo—, porque en otro tiempo fue mi buen amigo, sirvió bien a su país y ha demostrado estar verdaderamente arrepentido.»
No, habían pecado y habían sufrido; se les debía castigar por ello, pero no con la muerte.
* * *
En las calles, las gentes murmuraban.
—Una cosa es que los humildes cometan un asesinato y otra muy diferente que lo cometan los lores y damas nobles.
—¿Quiénes fueron los verdaderos asesinos? ¡Decídmelo! Y a ellos se les va a perdonar, mientras que a la encantadora Anne Turner la colgaron con su collarín amarillo hasta que murió.
—Weston dijo que el pez grande escaparía de la red y que los pequeños quedarían atrapados. Weston tenía razón.
Era una situación lamentable. No habría ajusticiamiento público para la condesa y el conde. ¡Qué espectáculo habría sido! La señora Turner, con su collarín amarillo, no habría proporcionado ni la mitad del entusiasmo que produciría el ver ahorcado al conde y la condesa de Somerset.
* * *
Frances se sintió enormemente alegre al enterarse de la noticia.
Se dio cuenta de lo mucho que le asustaba la idea de la muerte. Era joven, vital y deseaba apasionadamente seguir con vida.
Ahora viviría y, con el transcurso del tiempo, ella y Robert regresarían a la Corte.
El rey estaba enamorado de aquel joven Villiers…, pero sólo había que esperar.
¿Podría decir con el tiempo que todo aquello había valido la pena? Apenas unas pocas semanas antes le pareció imposible, pero ahora sabía que iba a poder vivir de nuevo, rica y gloriosamente.
* * *
Pero al descubrir que, aun cuando no se les aplicaría la sentencia de muerte, seguirían siendo prisioneros y no podrían abandonar la Torre, la alegría de Frances disminuyó considerablemente y se vio acometida por ataques de tristeza. ¿Cómo podía planificar un futuro que tendría que pasar dentro del recinto de la Torre de Londres? ¿Qué esperanzas podía tener de ocupar su lugar en la Corte, de recuperar su vieja influencia, cuando no era más que una prisionera, de la que, además, se esperaba que se sintiera agradecida por no haber sido ahorcada?
El bebé quedó al cuidado de lady Knollys, que había sido buena amiga suya; a menudo, le traían a la pequeña Anne a la Torre, para que estuviera con su madre.
Tampoco se la mantuvo apartada de Robert, pero empezó a comprender gradualmente que ya no podía reanudar la antigua relación con su esposo.
Cada vez que él la miraba, veía las imágenes de cera que se mostraron ante el tribunal; cada vez que escuchaba su voz, recordaba las palabras que ella le había escrito a su «dulce padre», el doctor Forman.
En lugar de la mujer joven y hermosa a la que había amado, veía ahora a la mujer malvada, cuyas manos estaban manchadas con la sangre de un hombre que había sido su más íntimo amigo.
Ella ya no le atraía, hasta su belleza le parecía repulsiva.
Sus sentimientos hacia ella eran evidentes, y Frances lloró, se enfureció y amenazó con quitarse la vida; estaba furiosa con él y amargamente apenada por sí misma.
Pero no sirvió de nada.
A veces, se despertaba en plena noche y se imaginaba escuchar la risa de sir Thomas Overbury.
* * *
Robert dedicaba su tiempo a escribir cartas de súplica al rey.
Pedía perdón y conmiseración; solicitaba que se le permitiera abandonar la Torre con su esposa y recuperar sus propiedades.
Jacobo se alteraba siempre que recibía estas cartas. Anhelaba perdonar a Robert, aunque no sentía el menor deseo de volver a verle. Tenerlo en la Corte habría sido demasiado embarazoso; además, el joven Steenie no lo habría tolerado.
Y, sin embargo, Jacobo no olvidaba los viejos tiempos de su amistad y en ocasiones, cuando Steenie le resultaba un poco insoportable, pensaba con añoranza en los primeros tiempos de la amistad con Robbie, cuando aquel muchacho era tan modesto y se sentía feliz de servir a su rey.
Pero no podía permitirle regresar a la Corte. El pueblo no querría saber nada de ello. Ya se había enojado bastante cuando se concedió el perdón al conde y a su esposa. Dijeron que no había justicia en Inglaterra. Hubo una ocasión en la que una noble dama que viajaba en su carruaje fue erróneamente tomada por la condesa de Somerset, y la pobre mujer escapó por poco con su vida intacta.
No, Robbie y su esposa debían seguir siendo prisioneros, hasta que llegara el momento en que se los pudiera liberar tranquilamente; pero Jacobo estaba seguro de una cosa: a Robert jamás se le debería permitir regresar a la Corte mientras viviera Jacobo.
* * *
No fue hasta unos seis años más tarde de concederles su perdón cuando a Jacobo le pareció que los prisioneros podían ser puestos en libertad con seguridad, y para que no regresaran a la Corte, una de las condiciones que se les impuso a cambio de su libertad fue que sólo deberían residir en los lugares que el propio rey eligiera para ellos. Esas casas eran las de Grays y Cowsham, en Oxfordshire, y no debían desplazarse a más de cinco kilómetros de radio de ninguna de las dos.
Robert acudió a la celda de Frances para comunicarle con alegría la magnífica noticia.
—Abandonamos la Torre. Tengo aquí la carta del rey.
—¡Por fin, la libertad!
—No —dijo él fríamente, porque su voz era fría siempre que se dirigía a ella—, esto no es nuestra libertad. Se trata más bien de un cambio de prisión. Es una concesión porque en esas casas no seremos tratados como prisioneros y dispondremos de nuestros propios sirvientes.
Su rostro se iluminó de placer al añadir—: Podremos tener a nuestra hija con nosotros.
La alegría de Frances se transformó en indignación. Tenía depositadas todas sus esperanzas en regresar a la Corte.
Sin embargo, sería agradable abandonar la Torre y todos los malos recuerdos que anhelaba dejar tras ella.
—Siempre he detestado vivir en el campo —dijo.
—En tal caso, tendréis que aprender por fuerza a vivir en él —replicó Robert.
Él se sentía menos desgraciado que ella. Odiaba a su esposa, pero había alguien a quien sí podía amar, y durante los pasados años se había entregado por completo a su pequeña hija.
* * *
Frances pensó que un día se parecía tanto a otro, que estaba convencida de que podría morir de aburrimiento.
¡Qué cansada estaba de ver campos verdes a su alrededor! ¡Cómo anhelaba ver Whitehall! Soñaba que se sentaba a la mesa del rey, que los juglares actuaban y que el baile estaba a punto de empezar. Todo el mundo buscaba sus favores, no sólo porque era la esposa de Robert Carr, conde de Somerset, que ejercía sobre el rey más influencia que nunca, sino porque era la mujer más hermosa de la Corte.
Entonces, se despertaba al sonido del viento que aullaba sobre los prados, o al canto de las aves, y recordaba con amargura que Whitehall se hallaba muy lejos, y no sólo en kilómetros.
«Moriré si no puedo volver a ver Whitehall», se dijo.
Entonces, lloraba sobre las almohadas de su cama, o se enfurecía con los sirvientes, con la esperanza de encontrar algo de consuelo con cualquiera de esas dos acciones. Pero no hallaba consuelo alguno; sólo mayor tristeza.
Se veía obligada a vivir día a día con un hombre que no podía ocultar lo que sentía hacia ella. Jamás podía verla sin recordar algún acto maligno de su pasado; nunca olvidaría que ella era la causante de su caída en desgracia. Su única felicidad consistía en apartarla de sus pensamientos.
Vivieron durante meses sumidos en la desgracia, aterrorizados ante la idea de estar juntos, pero incapaces de evitarlo; el odio de Robert aumentaba y se hacía un poco más fuerte cada día que pasaba; al tiempo la cólera de ella contra él se hacía más amarga, más oscura, con el transcurrir del tiempo.
Pero Robert encontró una forma de salir de su abatimiento. A veces, desde su ventana, Frances observaba a dos figuras en el prado: una fuerte y pequeña niña y un hombre alto y todavía elegante. Él le enseñaba a montar. Las risas de la niña llegaban hasta sus oídos y, a veces, las del propio Robert se mezclaban con ellas.
Aquellos dos siempre estaban juntos.
Frances, en cambio, era incapaz de encontrar aquella alegría. Nunca había querido tener hijos, sino sólo poder, adulación y lo que ella llamaba amor, pero en eso no se incluía el amor hacia un niño.
Seguía sintiéndose angustiada, mientras que Robert aprendía a vivir para su hija.
* * *
Ocasionalmente, llegaban noticias del mundo que había más allá; Frances pensaba abatida que era como contemplar una mascarada a través de una ventana sucia; una mascarada en la que se le tenía prohibido representar papel alguno. Esto no era vida para ella; se encontraba suspendida entre la vida y la muerte.
La vida era la Corte, donde la gente se esforzaba por obtener poder y riqueza, pero ella ya no pertenecía a aquel mundo, ni podía llegar a él; se veía obligada a vivir aquellos años en una especie de limbo, situada entre la alegría de vivir y la muerte en vida.
Se hallaban todavía en el exilio cuando Raleigh regresó de su malhadado viaje y cuando, poco después, tuvo que colocar la cabeza en el tajo del viejo patio de palacio. Tampoco se sintió profundamente conmovida cuando se enteró de que su padre y su madre habían sido citados ante la Cámara de la Estrella, y sentenciados a pasar una temporada en la Torre, hallados culpables de malversación. Esa clase de vida parecía ahora muy lejana.
Cuando la reina Ana murió de hidropesía, nadie se sorprendió. Tenía cuarenta y seis años y estaba achacosa desde hacía algún tiempo. Un tal doctor Harvey descubrió la circulación de la sangre y así lo confirmó con sus experimentos; un cometa apareció en el cielo, causando una gran consternación y especulación, pero eso tampoco interesó a Frances.
A veces, Robert pensaba con añoranza en los viejos tiempos; se preguntaba si, después de todo, se produciría un matrimonio español para Charles, o si el astuto Gondomar habría trabajado en vano. Habría estado muy bien encontrarse allí, en medio de la intriga.
Se imaginó a sí mismo con el rey, presentándole orgullosamente a una joven que crecía para ser tan hermosa como su madre, aunque con una clase muy diferente de belleza.
—Os presento a mi hija, majestad.
Casi pudo ver la sonrisa emocionada de Jacobo, y casi pudo escuchar su tierna voz:
—De modo que ahora tenéis una descendiente, ¿eh, Robbie? Y muy guapa que es.
Habría solicitado favores para ella. Deseaba poder darle una gran riqueza y títulos. Pero ¿para qué los querría ella? Ya tenía sus caballos que montar y ya era una buena amazona; contaba con la compañía de su padre, y ella no pedía nada más. ¿Por qué habría de pedirlo?
No hablaban con frecuencia el uno con el otro; evitaban mirarse a los ojos. Ambos deseaban olvidar y el uno era para el otro un constante recordatorio de lo ocurrido.
Pero un día, ella no pudo contenerse.
—He oído decir que milord Buckingham viaja a España en compañía del príncipe.
—¿De veras?
—Milord Buckingham…, ese advenedizo de Villiers. ¡Nada menos que convertido en duque!
Robert se encogió de hombros. Pero se imaginó muy bien la escena en la Corte; ahora, Jacobo se iba haciendo cada vez más viejo, aunque no por ello menos afectuoso, de eso podía estar seguro; y a sus pies se encontraría aquel hombre atractivo, sentado sobre un taburete que en otro tiempo había ocupado él mismo.
—Dicen que ese hombre no hace más que acumular honores.
—Es posible.
—¿No os importa?
—Ha dejado de importarme.
—Pues a mí no. Nunca dejará de importarme.
—Es una tragedia para vos.
Se volvió hacia él, furiosa; aquella calma suya la enloquecía; saber que él era capaz de crearse una vida propia a partir de aquellas ruinas, allí donde ella fracasaba, era algo que no podía soportar.
—Podría no haber ocurrido nunca. Podríais haber convencido a Jacobo. Tendríais que haber sido más sutil…, un poco más como su nuevo amigo, ese milord Buckingham.
—Y vos, señora, no deberíais haberos manchado nunca las manos con la sangre de mi amigo —replicó él.
Ella se apartó y regresó corriendo a su aposento, donde se encerró y lloró hasta que ya no le quedaron lágrimas. Fueron lágrimas de rabia y frustración.
—Habría sido mejor que me hubieran llevado a Tyburn —exclamó—. Mejor que me hubieran colgado por el cuello, como hicieron con la pobre Anne Turner. Cualquier cosa habría sido más deseable que esta vida mía.
Después de aquella conversación, se siguieron evitando el uno al otro. Era mejor así.
* * *
El rey yacía en su lecho de muerte en uno de sus palacios favoritos, el de Theobald, en la parroquia de Cheshunt.
Jacobo no se hacía ilusiones; sabía que su fin estaba cerca. Tenía cincuenta y nueve años y había sido rey durante casi toda su vida: Jacobo VI de Escocia desde que era poco más que un bebé y los enemigos de su madre insistieron en que abdicara en su favor, y Jacobo I de Inglaterra durante los últimos veintitrés años.
—Una vida extensa —murmuró—, y cuando un hombre sufre de fiebres tercianas y de gota, ha llegado el momento de despedirse de los placeres terrenales. Quizá me haya gustado mucho el vino, pero no es malo que a uno le gusten las cosas que nos ofrece la vida.
Era característico de él que se preguntara qué pensaría la posteridad de él. ¡El Salomón británico! ¿Cuánto había aprovechado esa sabiduría a su país? ¿Lo recordarían como un gobernante sabio, o como el rey aterrorizado ante el cuchillo del asesino desde las conspiraciones de Gowrie y de la Pólvora? ¿Lo recordarían como el rey al que le gustaban demasiado sus favoritos?
Steenie no siempre había sido un consuelo para él. Se había vuelto arrogante, como el resto. Steenie sería perfectamente capaz de cuidar de sí mismo. Ya se había hecho buen amigo de Charles, y ambos viajaron juntos a España, donde Charles cortejó a la infanta. Pero Charles estaba prometido ahora con Henrietta Maria, hija de Enrique IV de Francia y hermana del rey Luis XIII. Habría un matrimonio católico para Charles, lo que podría causar problemas; evidentemente, no podría haber más persecución de refractarios con una reina católica en el trono. Pero eso ya sería asunto de Charles, no suyo.
Resultaba extraño pensar en el final. No habría más cacerías, ni más golf, ni más risas a expensas de Steenie y de los demás; ya nunca más le haría señas a un hombre joven y atractivo para que le ofreciera un brazo en el que apoyarse.
La vieja vida había quedado atrás.
Y al pensar en los años pasados, hubo alguien a quien no podía olvidar y no había olvidado nunca. A menudo, durante todos esos años, sintió el anhelo de llamarlo. Pero ¿cómo podía llamar a un hombre condenado por asesinato?
«Robbie no fue un asesino —se dijo a sí mismo, como se lo había dicho con frecuencia a altas horas de la noche, cuando despertaba de algún vago sueño del pasado, obsesionado por un hombre joven, atractivo y afectuoso—. Lo traeré de regreso. Se le devolverán sus propiedades.»
Pero, una vez que se hacía de día, se decía: «No puedo hacerlo. Eso no serviría para nada positivo. ¿Cómo podría ocupar Robert su antiguo puesto?».
Habían transcurrido casi diez años desde la última vez que viera a Robert, y eso era mucho tiempo hasta para el recuerdo de un rey. Y, durante todos aquellos años, Robert había permanecido virtualmente como un prisionero.
Pero antes de morir haría una cosa. Robert debía recibir el pleno perdón real. Se le debían devolver sus propiedades. En cuanto a la mujer, podría recuperar su libertad. No podía liberar a uno sin hacer lo mismo con el otro.
Su principal preocupación debería ser perdonar a Robert.
Se concedió el perdón y se redactó el documento que convertía nuevamente a Robert en un hombre rico.
Pero Jacobo no sabía el poco tiempo que le quedaba, y murió antes de que pudiera firmar aquellos documentos.
Pero para Robert y Frances hubo finalmente un cambio: en ese mes de marzo del año 1625, a la muerte de Jacobo en el palacio de Theobald, recuperaron la libertad para marcharse a donde quisieran. El último regalo que les hizo Jacobo fue liberarlos al uno del otro.