Intriga en el castillo de Chartley

Cuando Robert Devereux, conde de Essex, que viajaba desde la Corte en compañía de su reacia esposa, se encontraba a unos cinco kilómetros del castillo de Chartley, se encontró con que las gentes de los alrededores acudían a darle la bienvenida. Reconoció los saludos con inclinaciones de cabeza y sonrisas, y se sintió muy incómodo al observar las asombradas miradas dirigidas hacia la joven hermosa pero malhumorada que le acompañaba.

Frances miraba fijamente hacia delante, como si no viera a aquellas gentes. No iba a fingir que era la esposa feliz.

Su belleza no podía dejar de llamar la atención pues aunque se veía un tanto estropeada por su expresión tenebrosa, no por ello era menos notable.

Cuando entraron en el viejo castillo y encontraron a los sirvientes alineados, a la espera de rendirles homenaje, caminó ante ellos sin dignarse mirar a ninguno, de modo que todos comprendieron de inmediato que algo muy insólito sucedía con el matrimonio de su amo.

—La condesa está cansada de tan largo viaje —dijo Essex—. Mostradle sus aposentos sin dilación, para que pueda descansar.

—No estoy cansada en lo más mínimo —replicó Frances—. Mientras estuve en la Corte cabalgaba durante horas sin experimentar el menor cansancio. Pero que me muestren dónde están mis aposentos.

Un criado de aspecto muy digno señaló a dos mujeres jóvenes, que se adelantaron rápidamente, hicieron una nueva reverencia ante la condesa y se volvieron para subir la escalera, indicándole el camino a seguir.

—Venid conmigo, Jennet —dijo Frances.

Y sin mirar a su esposo, siguió a las otras dos sirvientas.

—Cuántas corrientes de aire hay aquí —se quejó Frances en seguida—. Casi podría pensarse que nos hemos alojado en la Torre. Estos alojamientos no podrían ser más incómodos. ¿Adónde me lleváis? ¿A los aposentos de la reina de los escoceses cuando ella también estuvo prisionera aquí?

—No estoy segura de saber dónde tuvo sus aposentos la reina de los escoceses, señora —contestó la mayor de las sirvientas.

—Pobre dama —se estremeció Frances—. ¡Cómo tuvo que haber sufrido!

Llegaron a un pasillo y se encontraron ante una escalera de caracol. Una vez que la hubieron subido llegaron a los aposentos que habían sido ya preparados para recibir al conde y a su condesa.

Las habitaciones aparecían lujosamente amuebladas y desde las ventanas se contemplaba una magnífica vista del campo de Staffordshire.

Frances miró la gran cama de matrimonio y sus ojos se estrecharon. Se volvió de inmediato hacia las sirvientas.

—Será mejor que me digáis vuestros nombres.

—Yo soy Elizabeth Raye, milady —dijo la mayor, una mujer de unos veinte años. Luego, volviéndose hacia su compañera, que parecía tener unos dieciséis, añadió—: Y ella es Catharine Dardenell. Hemos sido elegidas para atenderos.

Frances las observó intensamente, tratando de valorar hasta qué punto le serían leales al conde. Bien podría ser que las necesitara para realizar algunos servicios especiales. Decidió procurar ganarse su confianza.

—Estoy segura de que haréis todo lo que podáis por ayudarme —les dijo, y su rostro se transformó con la sonrisa que les dirigió.

Las jóvenes le hicieron una nueva reverencia, un tanto azoradas.

—Haremos todo lo que podamos, milady —murmuró Elizabeth Raye.

—Id ahora a traerme algo de comida. Tengo hambre. Traed suficiente también para mi doncella.

—Sí, milady. Pero se va a servir la cena en el gran salón y los cocineros llevan días planeando lo que pensaban ofreceros a milord y a milady en este día.

—No cenaré en el gran salón, ¿entendido?

—Sí, milady.

—Cuando me traigáis la comida, llamad a la puerta. Se os abrirá si las dos venís solas.

—Sí, milady.

—Iros ahora, porque estoy hambrienta. —Una vez que se hubieron marchado, Frances se volvió a mirar a Jennet—. Sacad la llave del exterior y cerrad la puerta desde el interior.

—Milady…

—Haced lo que os digo. —Jennet obedeció—. De una cosa estoy segura: no entrará en esta habitación.

—¿Creéis que podéis prevalecer contra él aquí, en su propio castillo?

—Tengo que hacerlo. —Jennet sacudió la cabeza—. ¿Acaso creéis que me violará? Tengo una daga en esta vaina. Mirad, la llevo en mi cinto como algunos llevan bolas aromáticas. Lo mataré si trata de violarme.

—Llevad mucho cuidado, milady.

—Jennet, os aseguro que voy a llevar mucho cuidado.

* * *

El conde llamó a la puerta. Frances se acercó a ella y preguntó:

—¿Quién es?

—Soy yo, vuestro esposo.

—¿Qué queréis?

—Veros. Preguntaros si os han complacido vuestros aposentos.

—Me siento tan complacida como pueda estarlo una prisionera en una prisión, mientras no la compartáis conmigo.

—¿Comprendéis, Frances, que se producirá un gran escándalo si persistís en comportaros de este modo?

—¿Creéis acaso que me importa el escándalo?

—A mí me preocupa.

—Pues preocupaos todo lo que queráis.

—Frances, sed razonable. Mi padre vivió aquí antes que yo. Es el hogar de mi familia.

—¿Y qué?

—Os pido que no provoquéis ningún escándalo.

—Sería muy difícil para mí provocar un escándalo mayor que el que provocó vuestro padre.

—Frances, permitidme entrar. Sólo para hablar con vos.

—No tengo nada que deciros.

—Sois mi esposa.

—¡Vaya por Dios!

—¿Qué tenéis en mi contra?

—Todo.

—¿Qué he hecho para merecer vuestro desprecio?

—Casaros conmigo.

—Frances, sed razonable.

—Estoy dispuesta a serlo. Sois vos quien no lo estáis. Dejadme a solas. Dejadme regresar a la Corte. Si os gusta tanto vuestro castillo lleno de corrientes de aire, quedaos y disfrutadlo. No trataré de deciros dónde debéis estar…, siempre y cuando no sea conmigo.

—No estoy dispuesto a soportar esta situación. Sois mi esposa, y mi esposa seréis… en todos los sentidos. ¿Me comprendéis?

—Lo habéis dejado burdamente muy claro.

—Dejadme entrar y hablaremos.

—Os repito que no hay nada que decir.

Robert guardó silencio. Suspiró profundamente y luego dijo con voz triste:

—Quizá mañana habréis recuperado vuestra cordura.

Ella no dijo nada, pero se apoyó contra la puerta para escuchar mejor los pasos que se retiraban. Luego, regresó junto a Jennet.

—¿Y hablabais de que me iba a violar? Nunca se atreverá. Ese hombre no tiene agallas. Es tan suave como la leche. Oh, ¿por qué tuvieron que casarme con un hombre así? Si fuera libre…

Jennet sacudió la cabeza con pesar y se volvió. Frances la tomó por el brazo y se lo apretó tan fuerte que la doncella lanzó un grito de dolor.

—¿Qué estáis pensando, eh? Contestadme en seguida.

—Milady, me hacéis daño en el brazo.

—Hablad entonces.

—Pensaba que no sois libre, y que milord Rochester no pareció sentirse tan desolado como vos cuando partisteis de Londres.

Frances levantó la mano para abofetear a la mujer, pero luego se lo pensó mejor. La expresión de su rostro se derrumbó de repente al decir:

—Jennet, temo perderlo si permanezco aquí por mucho tiempo. —Jennet asintió con un gesto—. Vos también lo pensáis así, ¿verdad? —estalló Frances—. ¿Qué derecho tenéis a pensar? ¿Qué sabéis vos?

—He podido ver, ¿no os parece, milady? Pero ¿por qué os desesperáis? Visteis al doctor Forman y a la señora Turner antes de abandonar la Corte.

Unas arrugas aparecieron en la frente de Frances, en un gesto de preocupación.

—Desearía que estuvieran más cerca, Jennet. Desearía poder hablar con ellos.

—¿Habéis traído con vos los polvos que os entregaron?

—Sí, pero ¿cómo administrárselos?

—Habría sido todo mucho más fácil si le hubierais permitido convivir con vos.

—Eso nunca —contestó Frances con un estremecimiento—. Si lo hiciera, creo que sería el fin de todo. Lord Rochester habría terminado entonces conmigo.

—¿Lo dijo él así?

—Lo dio a entender. Jennet, tenemos que encontrar una forma. Tenemos que salir de aquí. Me siento encerrada, como… una prisionera. A mí me hicieron para ser libre. Y aquí no puedo respirar.

—Tendremos que esperar a ver —dijo Jennet.

* * *

Essex casi deseaba no haber regresado a Chartley. Aquí le resultaba mucho más difícil mantener en secreto el extraordinario estado en que se encontraban sus relaciones matrimoniales. Era embarazoso para todos los presentes saber que su esposa lo detestaba tanto que se negaba a convivir con él como mujer. Era muy joven, pues apenas tenía algo más de veinte años y poseía muy poca experiencia con las mujeres. Frances, dos años más joven, tenía comparativamente muchos más conocimientos y comprendía al hombre, al mismo tiempo que lo sacaba de quicio.

Si hubiera sido un hombre de voluntad más fuerte habría entrado a la fuerza en sus aposentos, para asegurarse de que allí era el amo, pero su naturaleza era demasiado bondadosa como para adoptar tal método, y confiaba en poder persuadirla para que actuara razonablemente.

Incluso ofreció excusas en su nombre; era una joven inocente, no estaba preparada para el matrimonio y lo veía con asco. Al fin y al cabo, era muy joven, pero crecería con el tiempo y entonces lamentaría todos los problemas que le había causado.

Todas las gentes de los alrededores se enteraron de la extraña situación reinante en el interior del castillo. A la condesa nunca se la veía fuera. Se negaba a abandonar sus habitaciones, su puerta permanecía siempre cerrada, aunque él estaba convencido de que, por la noche, acompañada por Jennet, Frances salía a dar un paseo por el castillo y sus alrededores.

Jennet siempre la acompañaba, y las dos doncellas de Chartley, Elizabeth Raye y Catharine Dardenell, la atendían. Eran consideradas con gran respeto por parte del resto de los sirvientes, a quienes dijeron que, en realidad, la condesa era una dama muy dulce y tan encantadora de contemplar, que debía de ser buena. Había demostrado una gran amabilidad, tanto hacia Elizabeth como hacia Catharine, y su propia doncella personal, Jennet, que había traído consigo, le era completamente fiel. Catharine y Elizabeth empezaban a creer que el defecto de la situación podía estar en el conde.

Essex dedicaba una gran cantidad de tiempo a reflexionar tristemente sobre la situación, y le gustaba escapar del castillo y dedicarse a caminar kilómetros, tratando de encontrar alguna solución.

Naturalmente, podía permitirle regresar a la Corte y dejarla allí a solas; eso era lo que ella deseaba, y estaba dispuesta a ser buena amiga suya si se lo permitía. Pero él era tenaz en esta cuestión; se trataba de su esposa. Desde que se casaron no había hecho sino soñar en el momento de llevarla consigo a su hogar, porque durante todo el tiempo que permaneció en el extranjero llevó consigo el dulce recuerdo de la encantadora joven con la que se había casado. Tras haberse formado un ideal de cómo sería su vida en común, no podía aceptar ahora esta situación. No abandonaría su sueño tan fácilmente.

Mientras caminaba a solas, profundamente sumido en sus pensamientos, escuchó un grito de auxilio que parecía proceder de un río de corriente rápida. Despertó repentinamente de su intenso sueño melancólico y corrió en la dirección de la que procedía el grito. Reconoció entonces a Wingfield, su mayordomo.

—¡Wingfield! —exclamó—. ¿Qué ocurre?

Lo vio por sí mismo, antes de que Wingfield pudiera contestar: un hombre vadeaba el río sosteniendo a una mujer joven a la que sin duda había rescatado de entre las aguas.

El conde corrió hasta la orilla y ayudó a los dos hombres a transportar hasta el castillo a la mujer, que era una de sus sirvientas.

Fue aproximadamente una hora más tarde cuando Essex mandó llamar a Wingfield, junto con el hombre que había rescatado a la muchacha, para que acudiera a sus habitaciones.

Wingfield presentó al otro hombre como Arthur Wilson, a quien había invitado al castillo para pasar en él una corta estancia. Arthur Wilson habló inmediatamente.

—Tras haber pasado por tiempos muy duros, milord, aproveché esta oportunidad para disfrutar de la hospitalidad del señor Wingfield, a cambio de ciertos servicios.

—Ha sido afortunado para esa pobre muchacha que estuvierais aquí —comentó el conde.

Al darse cuenta de que Wilson era un hombre de educación, lo invitó a tomar una copa de vino con él.

Una vez que les trajeron el vino, y ya a solas, Wilson le contó al conde algo de su historia.

—Desde que me enseñaron a leer y escribir, milord —dijo Wilson—, nunca he dejado de hacer ninguna de las dos cosas. Fui en un tiempo empleado de sir Henry Spiller, en el departamento del Tesoro, pero me despidieron.

—¿A causa de algún delito?

—Por el único delito de ser incapaz de mantener relaciones amistosas con personas que ocupaban una posición superior a la mía, milord.

Essex se echó a reír. Empezaba a gustarle este hombre y se sintió particularmente complacido por el hecho de distraerse de sus propios y desagradables pensamientos.

—Creí que podría vivir dedicándome a escribir poesía —siguió diciendo Wilson—. Pero eso demostró ser una ilusión.

—Tenéis que mostrarme algo de vuestro trabajo.

—Si su señoría está interesado…

—Decidme qué ocurrió cuando abandonasteis el departamento del Tesoro.

—Viví en Londres durante un tiempo, escribiendo poesía, hasta que casi se me acabó el dinero. Entonces, afortunadamente, Wingfield apareció y me sugirió pasar un corto respiro aquí, en Chartley.

—Podría ofreceros un puesto permanente aquí. Si lo hiciera, ¿lo aceptaríais?

El color del rostro de Wilson se hizo algo más intenso.

—Milord —murmuró—, sois tan generoso que colmáis todas mis esperanzas.

En ese momento nació entre ellos la amistad.

* * *

Arthur Wilson no tardó en ocupar su puesto y encajar en Chartley. Era el secretario de compañía del conde, lo que significaba que lo acompañaba en sus desplazamientos por la propiedad, a cazar o a cualquier otra expedición; así pues, se hallaba constantemente en compañía del conde. Al cabo de poco tiempo se había convertido en su sirviente más confidencial, y puesto que el tema preocupaba tanto a su amo, Wilson mostró un gran interés por su relación con la condesa.

Al ser tan partidario del conde, se mostró muy crítico con Frances. No compartía el punto de vista de su amo acerca de la supuesta inocencia de Frances, y estaba decidido a vigilar la situación muy cuidadosamente, sin que nadie lo supiera.

Cada noche, al retirarse a su habitación, escribía una narración de los acontecimientos del día, y la relación entre el conde y su esposa ocupaba inevitablemente una buena parte de ella. Se encontró escribiendo descripciones deslumbrantes de la extraordinaria paciencia y bondad del conde para con esta mujer que tan mal se comportaba con él. «El suave y cortés conde está siendo puesto a prueba duramente», escribió.

Empezó a preguntarse qué oscuros planes estaría tramando aquella mujer en sus aposentos, de los que raras veces salía. Era algo antinatural y poco saludable. Vivía allí, en compañía de aquella mujer que se había traído consigo, y sólo permitía la entrada de Elizabeth Raye y de Catharine Dardenell. ¿Qué tramaban? Si trataban de causarle algún daño al conde, Wilson iba a impedírselo.

Así que permaneció vigilante.

* * *

—Catharine, niña mía, qué cabello tan bonito lleváis hoy —dijo Frances.

—Conseguiréis que la criatura se haga vanidosa, milady —dijo Elizabeth Raye—. Ya se muestra lo bastante presumida desde que Will Carrick le ha puesto el ojo encima.

—De modo que Will Carrick os admira, Catharine. Lo comprendo muy bien.

Catharine sonrió afectadamente. No comprendía por qué algunos de los sirvientes recelaban tanto de la condesa, cuando en realidad siempre había sido tan amable con ella y con Elizabeth. Se mostraba tan interesada por ellas, y había más o menos prometido que cuando el joven novio de Elizabeth estuviera preparado para casarse con ella, la propia condesa se ocuparía de que tuvieran una buena boda. No cabía la menor duda de que era una dama generosa y una buena ama, y si algo andaba mal entre el conde y la condesa, ella al menos estaba dispuesta a echarle la culpa al conde, y sabía que Elizabeth pensaba lo mismo.

—Tengo una cinta azul que os sentará muy bien —dijo Frances—. Jennet, traedla y enseñadle a Catharine cómo atársela al pelo.

Jennet obedeció.

—Es encantadora, milady —exclamó Elizabeth, mientras Catharine se ruborizaba de placer.

Frances ladeó un poco la cabeza.

—Elizabeth también debería tener una. ¿Qué color os parece mejor para Elizabeth, Jennet?

—Creo que el rosa, milady.

—Traed entonces una cinta rosa.

La doncella pareció sentirse azorada mientras se le ataba la cinta.

—¡Qué bonito aspecto tienen las dos! —exclamó Frances con un suspiro, para luego ponerse triste.

—Oh, milady, somos muy afortunadas al poder serviros —balbuceó Elizabeth.

* * *

Frances les hizo numerosos y pequeños regalos a sus doncellas. Cualquier pequeño servicio que les pidiera era realizado con agrado, y les parecía que nunca hacían lo suficiente por su comodidad. Así, llegó un día en el que Frances consideró que la situación estaba madura.

—¿Y cómo está Carrick? —le preguntó un día a Catharine, cuando se encontraba a solas con la joven.

Catharine se ruborizó y murmuró que se encontraba como siempre.

—Y juraría que dispuesto a hacer cualquier cosa por complaceros. —Catharine no dijo nada—. Como paje del conde, tiene el deber de ocuparse de sus ropas, ¿verdad?

—Sí, milady, ese es uno de sus deberes.

—Es un buen puesto, y no transcurrirá mucho tiempo antes de que pida permiso para casarse.

—No lo sé, milady.

Frances dio unas palmaditas en la mejilla de la muchacha.

—Sois muy afortunada. ¿Sabéis?, hay momentos en que os envidio.

—¡Oh, no, milady!

—Por tener a alguien que os ame y de quien podéis estar segura.

—Pero, milady…

—Sé que se habla de mis cosas en el castillo. Pero hay cuestiones que sólo yo conozco… y el conde. Las cosas no siempre son lo que parecen. Soy una mujer desgraciada, Catharine, ¿estaríais dispuesta a ayudarme?

—Con todo mi corazón, milady.

—Puedo confiar en vos, Catharine, como sólo puedo hacerlo en muy pocos. ¿Me juraríais que no le contaréis a nadie lo que voy a deciros?

—Desde luego, milady.

—Me siento ansiosa por cambiar los sentimientos del conde hacia mí.

—Pero, milady, se dice que el conde no desea otra cosa que ser un buen esposo para vos.

Frances frunció el ceño.

—¡Se dice! ¡Se dice! —exclamó con voz aguda, para luego suavizarla al añadir—: Catharine, hay cosas que la gente no puede comprender. No pueden mirar profundamente en estas cuestiones.

—No, milady.

—Cuando veis a Carrick, ¿entráis en los aposentos del conde?

—Bueno, milady —contestó Catharine, ruborizándose—, sólo cuando…

—No temáis nada, querida. Siempre seré comprensiva con los amantes.

—Sí, milady.

—Y Carrick… ¿se encuentra con vos allí cuando, por ejemplo, el conde sale a cazar?

—Sí, milady.

—No tenéis nada de qué avergonzaros. No habéis causado ningún daño. Los otros sirvientes saben que vais allí y no se sorprenden cuando lo hacéis…, ¿verdad? —Catharine asintió con un gesto—. Escuchadme entonces. Tengo aquí unos polvos. Son unos polvos mágicos. Quiero que vayáis diez minutos antes a los aposentos…, antes de reuniros allí con Carrick, ¿comprendéis? Y quiero que espolvoreéis unos polvos en el interior de las prendas de vestir del conde. En sus pantalones…, su camisa…, todo aquello que se ponga más cerca de la piel. Plegad la ropa cuidadosamente una vez que lo hayáis hecho así, para que nadie sepa que ha sido revuelta.

—¿Unos polvos, milady?

—En efecto, eso es lo que he dicho. Esto es para bien. Me importa mucho el bienestar del conde. ¿Puedo confiar en que no se lo contaréis a nadie?

—Desde luego, milady.

—Tendréis que actuar con rapidez y llevar cuidado. Si estuvierais allí y os encontrarais con alguien más, no debéis hacerlo. Es esencial mantenerlo en secreto. Tenéis que aprovechar vuestra oportunidad, Catharine. Sé que sois una muchacha inteligente y que puedo confiar en vos. Por eso, cuando regrese a la Corte, tengo la intención de llevaros conmigo.

—Oh, milady…

—Recompenso a quienes me sirven bien.

—Haré todo lo que me decís, milady.

—Eso está bien. Esperad aquí un momento.

Catharine esperó, con las manos entrelazadas; se imaginó cabalgando hasta Londres en compañía de su generosa ama; quizá le diera uno de los vestidos que ya no se ponía. ¿Quién podía saberlo? Con un ama como ella podía suceder cualquier cosa.

Frances regresó y puso un paquete en sus manos.

—Guardadlo bien. ¿Recordaréis lo que tenéis que hacer?

—Sí, milady.

—Recordad que es un secreto y que tenéis que esperar a que se presente la oportunidad.

Catharine le aseguró a su ama que así lo haría.

* * *

Como secretario y hombre de compañía del conde, Arthur Wilson se tomó sus deberes muy seriamente. Essex incluso se confió con él hasta cierto punto, de modo que un hombre de la percepción de Wilson pronto pudo deducir cuál era el estado de la situación.

A pesar de la cruel conducta de la mujer, el conde seguía enamorado de ella, hasta el punto de sentirse obsesionado por la necesidad de convertirla en su amante esposa. Aquella mujer poseía una belleza casi antinatural, y Wilson se dio cuenta de que el conde no escucharía nada que se dijera en contra de ella, pues deseaba mantener su imagen intacta. Para el conde, la condena era una muchacha joven e inocente, que se había visto obligada a casarse antes de estar realmente preparada para ello. Ahora, en su extremada pureza, no podía afrontar las consecuencias. Pero eso, naturalmente, quedaría atrás a medida que madurara.

Bueno, estaba claro que no serviría de nada tratar de ilustrar el conde. Wilson estaba convencido de que gradualmente comprendería la verdad.

Mientras tanto, Wilson percibió siniestras corrientes subterráneas en la situación. ¿Cómo era posible aquella fiel devoción de las doncellas que servían a la condesa? ¿Era lógico que una mujer orgullosa y altiva como sin duda era la condesa, llevara tanto cuidado por congraciarse con unas muchachas de servicio?

No, desde luego, a menos que hubiera concebido algún plan para servirse de ellas de algún modo.

Como hombre de compañía tenía acceso al guardarropa del conde y un día en que se hallaba arreglando unas prendas de vestir en un cajón, descubrió que los dedos empezaban a hormiguearle y picarle del modo más extraordinario. Al examinarlos atentamente, detectó unos granos de un polvo fino sobre ellos; inmediatamente se le ocurrió pensar que procedían de las ropas del conde.

Tomó las prendas de ropa interior, perfectamente dobladas y, al sacudirlas, empezó a estornudar y a toser, y experimentó una ardiente sensación en la garganta.

Al estudiar cuidadosamente otras prendas vio que los finos granos de polvo se adherían a ellas. Examinó de nuevo la ropa interior y quedó claro que estas habían sido tratadas de alguna manera.

La alarma se apoderó de él. ¿Podía ser que se tratara de un veneno con la intención de que penetrara por los poros de la piel hasta llegar a la sangre? Había oído hablar de tales cosas.

Su primer impulso fue el de acudir al conde y hablarle de su descubrimiento, pero pronto se dio cuenta de que su amo se negaría a sospechar de la verdadera culpable. Al propio Wilson no le cabía la menor duda de quién era. Esto formaba parte de un complot concebido por diabólicas mujeres.

Se llevó las ropas y las lavó él mismo. Decidió vigilar a partir de entonces las ropas del conde. También vigilaría sus alimentos porque le parecía casi seguro que tarde o temprano se haría un intento por envenenar a su amigo y amo de una manera más normal.

* * *

Frances estaba desesperada. La situación no había cambiado un ápice desde que llegara a Chartley y todavía esperaba a que Essex decidiera cansarse de ella y la dejara marchar.

Los polvos espolvoreados sobre sus vestiduras no habían causado el menor efecto. También fracasaron uno o dos intentos por ponerle otros polvos en sus alimentos. Aquel hombre, Wilson, había asumido la responsabilidad de supervisar personalmente todo lo que comía el conde, y ahora también estaba a cargo de cuidar su guardarropa. Se enteró de que andaba siempre olisqueando aquí y allá y que metía las narices en todo, e incluso que aparecía de repente cuando alguno de los sirvientes se aproximaba a su señor.

Frances estaba convencida de que Wilson sospechaba la verdad.

Jennet tuvo razón al decir que si Frances hubiera convivido con su esposo, le habría resultado comparativamente mucho más fácil administrarle los polvos; pero tal como estaban las cosas, eso parecía una tarea casi imposible. Sin embargo, ni siquiera por esa razón estaría dispuesta a convivir con él.

Essex les había escrito a sus padres, quejándose de su conducta, y ella había recibido de ellos cartas de advertencia. Essex era su esposo y tenía que reconocer ese hecho. Le enviaron a uno de sus hermanos para que razonara con ella. Eso tuvo como consecuencia prolongadas discusiones que, según Frances, la volverían loca.

—Mi propia familia se ha revuelto contra mí —exclamó.

No recibió ninguna noticia de Robert Carr. Por lo que parecía importarle, era como si hubiese dejado de existir.

Desesperada, le escribió a la señora Turner.

* * *

Dulce Turner:

He perdido la esperanza de cualquier bien en este mundo. Mi hermano ha estado aquí y no me queda ningún consuelo. Mi esposo se encuentra tan bien como siempre, de modo que ya podéis ver en qué miserable situación me encuentro. Os ruego que le hagáis llegar estas noticias al doctor; me dijo que todo se arreglaría y que el lord al que amo me amaría a su vez. Puesto que os habéis tomado la molestia de ayudarme, os ruego que hagáis todo lo que podáis, pues en toda mi vida nunca me había sentido tan desgraciada como ahora. No puedo soportar esta miseria, pues no puedo ser feliz mientras viva este hombre. Por tanto, rezad por mí. Tengo necesidad de vuestras oraciones. Estaría mejor si contara con vuestra compañía para tranquilizar mis pensamientos. Contadle al doctor todas estas malas noticias. Si consigo hacer esto, tendréis tanto dinero como podáis pedir, pues lo considero como algo justo.

Vuestra hermana,

Frances Essex

* * *

Wilson se sentía realmente alarmado. Estaba seguro de que la condesa planeaba envenenar a su esposo; sabía que enviaba mensajes a Londres y creía que le escribía a su amante allí, o a quienes le enviaban los polvos. Él, que había vivido en Londres, sabía que existían muchos envenenadores profesionales, así como aficionados a la brujería; y estaba seguro de que Frances Essex se encontraba en manos de algunas de aquellas gentes.

Si fuera así, la vida del conde corría peligro pues el propio Wilson no podía confiar en tener siempre la buena suerte necesaria para salvarlo.

Como hombre de mundo, pensó que había una forma de salvar la vida del conde y consistía en permitir que la condesa disfrutara de su amante.

El conde se había confiado en cierta medida a Wilson que, además de sirviente, se había convertido para él en un buen amigo, y aunque Wilson siempre llevó cuidado de no demostrar ninguna animosidad hacia la condesa, finalmente logró convencer al conde de que lady Frances podría mostrarse más amistosa si se marchaban de Chartley, un lugar que ella profesaba odiar y que consideraba como una prisión.

El conde comprendió la lógica de este razonamiento y cuando propuso efectuar una visita a la casa campestre de los padres de Frances, en Awdley-end, en Essex, ella se apresuró a aceptar.

Se mostró ciertamente más amistosa cuando viajaron hacia el sur y, en una o dos ocasiones, hasta se dignó a hablar con su esposo sin que éste le hubiera dirigido antes la palabra.

El conde se animó, pero Wilson continuó tan vigilante como siempre. No confiaba en la condesa.

Una vez en Awdley-end, los miembros de la familia de Frances le reprocharon su actitud. Ella los escuchó dócilmente y luego les pidió noticias de la Corte.

Fingió sentirse compungida por la muerte del príncipe de Gales, aunque eso no le importó lo más mínimo. Escuchó ávidamente cada pequeña información que se le transmitió sobre Robert Carr y anheló hallarse en la Corte. En Londres podría visitar al doctor Forman y a la señora Turner, pues estaba convencida de encontrar su salvación en ellos. Vería de nuevo a su amado Robert y, estaba segura de ello, con la ayuda del inteligente doctor y de su dulce Turner, pronto volvería a estar con él.

Se sentía inquieta y desgraciada, pero algo menos que en Chartley.

Y, finalmente, Essex estuvo de acuerdo en que regresaran a la Corte.