Los enemigos

El matrimonio de la princesa Elizabeth y el elector palatino se había tenido que retrasar como consecuencia del duelo por el príncipe de Gales. Henry había muerto en noviembre, y la boda no se celebró hasta febrero, lo que significó que el elector y su séquito tuvieron que ser alojados y atendidos durante ese período, con un gran coste para la tesorería real. Jacobo admitió que la boda de su hija le había costado casi cien mil libras.

Sus cortesanos compitieron entre sí por ser los más espléndidamente ataviados en la Corte, y Jacobo insistió en que su querido Robbie reluciera con mayor brillantez que ninguno de ellos, porque eso sólo se debía a su belleza. En consecuencia, derramó costosas joyas sobre su favorito, y aunque su afecto era más fuerte por Robert Carr, tampoco se olvidó de sus otros muchachos, lo bastante agraciados como para pavonearse con exquisitas joyas y ropas.

Luego, también se tuvo que vestir con ropajes muy caros a la reina, a pesar de que se hallaba postrada de dolor y, en cualquier caso, no estaba complacida con el matrimonio de su hija; y el coste del guardarropa apenas fue algo menor que las seis mil libras que se gastaron en el vestido de novia y el ajuar de Elizabeth.

En cuanto al propio Jacobo, debía recordar que era el rey y que, en presencia de extranjeros, tenía que ofrecer un buen espectáculo; estaba dispuesto a hacerlo así siempre y cuando sus vestiduras estuvieran bien acolchadas y enjoyadas y no se le exigiera lavarse.

Así pues, Elizabeth se casó en la capilla de Whitehall. Estaba muy hermosa con su vestido de novia blanco, el cabello rubio cayéndole sobre los hombros, con una corona de perlas y diamantes sobre la cabeza. Fue conducida a la capilla por Charles, que crecía y se convertía en un joven atractivo, dotado de una nueva dignidad ahora que se había convertido en el heredero del trono, y por Henry Howard, conde de Northampton. La reina lloró en silencio mientras el arzobispo de Canterbury celebraba la ceremonia, y Jacobo sabía que su esposa pensaba que perdía a su hija, que se marcharía con un extranjero, del mismo modo que había perdido a su hijo, llevado por la Parca.

Las fiestas que siguieron a la boda tuvieron que ser necesariamente moderadas, pues aunque ya habían transcurrido tres meses desde la muerte de Henry, no se le podía olvidar fácilmente.

Fue Robert Carr quien sugirió que el banquete de despedida se celebrara en su propio castillo, en Rochester, a lo que el rey consintió, encantado de ver a su querido Robbie actuar como anfitrión de la Corte.

* * *

Se intercambiaron las despedidas y Elizabeth zarpó para alejarse de Inglaterra, hacia su nuevo hogar, mientras que los miembros de la Corte regresaban al castillo de Rochester, para ser festejados durante unos días más por el vizconde de Rochester antes de que regresaran a Whitehall.

El castillo, situado a orillas del Medway, era un espléndido ejemplo de arquitectura normanda; había sido claramente construido como una fortaleza, situada sobre una colina, con una torre principal desde la que se dominaban vistas sobre el campo y el río. Robert Carr se sentía orgulloso de poseerlo, pues había sido escenario de numerosos actos históricos desde su construcción en 1088 por el monje normando Gundulfo, que fuera obispo de Rochester y un notable arquitecto. Era un lugar ideal para alojar a la Corte, y el hecho de que pudiera hacerlo así ya era un indicativo de lo rápidamente que se había encumbrado desde la muerte de Salisbury.

Robert estaba siendo vestido por sus sirvientes en sus propios aposentos, cuando solicitó permiso para entrar el hombre al que ya consideraba como uno de sus principales amigos y partidarios.

Se trataba de Henry Howard, conde de Northampton, que había cortejado asiduamente al favorito desde que se diera cuenta de que conservaba firmemente el afecto del rey.

—Ah —exclamó el astuto y viejo estadista—. Os molesto.

—No —contestó Robert—. Ya estoy casi listo.

«Dios santo —pensó Northampton—, qué elegante es. Y parece tan fresco y joven como el mismo día que cabalgó en el palenque y se cayó tan inteligentemente del caballo.»

—Sentaos, os lo ruego —le invitó Robert—. Estaré preparado para acudir al salón de banquetes dentro de unos cinco minutos.

—En ese caso iremos juntos —dijo Northampton.

Era conveniente que lo vieran en compañía del favorito; eso recordaba a sus enemigos que tenía amigos en los lugares adecuados. Robert, bondadoso y de trato fácil, en ningún momento se molestó en preguntarse por qué un hombre tan altivo como Howard podría desear tanto su amistad, y cuando Overbury le dijo: «¡Henry Howard no os hablaría mañana si perdierais el favor del rey!», el bueno de Robert replicó: «¿Por qué haría una cosa así?», y dejó el tema en ese punto, lo que significaba que mientras Northampton le ofreciera su amistad, Robert Carr estaba dispuesto a aceptarla.

Robert despidió a los sirvientes, lo que no era más que una actitud cortés, pues suponía que Northampton no deseaba que escucharan su conversación, y puesto que ambos eran personajes destacados, estaba seguro de que tarde o temprano se hablaría de alguna cuestión de Estado. Desde que fuera nombrado consejero privado, Robert había sido consciente de la necesidad de vigilar lo que decía delante de la servidumbre.

Una vez que estuvieron a solas, Northampton le preguntó si sabía que un cierto caballero había sido llamado para firmar el juramento de supremacía.

Como quiera que Robert pudo asegurarle que a ese caballero no se le había pedido tal cosa, Northampton pareció sentirse aliviado. Era agradable poder plantear una pregunta así en privado. Northampton se sentía un poco preocupado porque, al ser católico en secreto, no deseaba que se le pidiera que firmara el juramento, y temía que si al caballero en cuestión se le planteaba dicha demanda, esa invitación para firmarlo pudiera extenderse también al propio Northampton.

La firma de este juramento era un plan que Jacobo había imaginado cuando se encontró escaso de fondos. Tenía la intención de obligar a los católicos a firmarlo y, si se negaban, someterlos a fuertes multas o a prisión. Como el papa había ordenado a los católicos que no firmaran el juramento, porque contenía frases despectivas para la fe católica, firmarlo supondría una negación de la fe. Muchos católicos se habían negado y, posteriormente, perdieron por ello sus posesiones, que era exactamente lo que Jacobo esperaba conseguir, ya que sólo había diseñado tal plan para obtener dinero.

A Robert no le había preocupado ese plan porque consideraba un error penalizar a la gente por motivos de religión, y habría preferido ver a los católicos vivir en paz junto con los protestantes.

Sin embargo, tenía a veces el deber de escribir a católicos para ordenarles que prestaran el juramento, y así lo hacía, porque siempre obedecía las órdenes del rey, pero nunca llamaba la atención del rey sobre un católico y no hacía nada por imponer esta desagradable ley, excepto cuando el propio Jacobo se lo ordenaba expresamente.

Al mismo tiempo, en ningún momento le daba a entender a Jacobo que lo desaprobaba. Plantear críticas era algo ajeno a su naturaleza; era muy consciente de que, si lo hiciera, Jacobo lo destrozaría en un momento con alguna delicada discusión, y sabía que Jacobo continuaba amando a su Robbie porque él no era lo que el rey llamaba una persona irritable.

Northampton conocía muy bien esta cualidad de Carr y también sabía que podía pedirle información acerca de la penalización de los que se negaban a firmar el juramento. Si al propio Northampton se lo hubieran pedido, suponía que la firmaría; su carrera política siempre significaría para él mucho más que cualquier fe religiosa, pero prefería no tener que tomar esa decisión, por lo que le resultaba muy reconfortante tener un amigo como Robert Carr.

Northampton decidió que no corría ningún peligro y continuó:

—Me he tomado una libertad con vuestra hospitalidad, y espero que no penséis que presumo de vuestra amistad.

Robert le dirigió una encantadora sonrisa al responder.

—Mi querido Northampton, para mí es un gran placer que presumáis de mi amistad. Eso me demuestra que estáis seguro de ella.

—Gracias, mi querido amigo. El caso es que miembros de mi familia han regresado inesperadamente a la Corte. Les dije que podían venir al castillo y creo que ya habrán llegado.

—Cualquier miembro de vuestra familia es bien recibido en Rochester.

—Gracias, Robert, así lo imaginaba.

—¿Quienes son esos parientes? ¿Les conozco?

—Creo que conocéis a mi sobrina nieta. Ha vivido en el campo, con su esposo, durante un tiempo. Pero no creía que el campo le sentara bien a madame Frances durante mucho tiempo.

—Creo entender que habláis de la condesa de Essex.

—En efecto. Es una mujer joven, a quien le gusta salirse con la suya. Me imploró que le permitiera venir aquí. No podía esperar hasta que la Corte regresara a Whitehall. Dijo haber estado alejada durante demasiado tiempo.

—Desde luego, ha debido de pasar algún tiempo desde que se marchó de la Corte —replicó Robert apaciblemente.

* * *

En el gran salón, ella se le acercó durante el baile.

Robert había olvidado ya lo hermosa que era. Desde luego, ninguna otra mujer de la Corte podía compararse con ella y Robert se sintió excitado sólo con mirarla. Sus manos se tocaron momentáneamente en el transcurso de la danza y, por un segundo, ella enlazó los dedos con los suyos.

—Bienvenida de regreso a la Corte, lady Essex.

—Me reconforta veros, vizconde de Rochester.

—¿Ha regresado también el conde de Essex?

—Ah, me temo que sí.

Robert se volvió para situarse ante otra pareja, tal como exigían los pasos de la danza. Ella seguía siendo tan perturbadora como siempre.

Frances estaba preparada para él cuando volvieron a encontrarse en el corro.

—Tengo que veros… a solas.

—¿Cuándo?

—Esta noche.

—¿Y el conde?

—No lo sé. No es un esposo para mí, y nunca lo ha sido.

—¿Y cómo ha sido eso?

—Porque amo a otro.

—¿Quién es ese otro?

—Esta noche me dirá si me ama.

—¿Dónde?

—En los aposentos inferiores de la Torre de Gundulfo. En esos almacenes oscuros y sombríos donde entra poca gente.

Él guardó silencio, mientras Frances le miraba suplicante.

La había echado de menos y ahora deseaba reanudar la relación con ella. Durante el tiempo que permaneció alejada, había descubierto que nunca podría olvidarla. Poseía una vitalidad que le resultaba irresistible. Si ella y el conde llevaban vidas separadas por mutuo acuerdo, ¿qué daño podría derivarse de su relación?

Esa noche, cuando todo en el castillo estaba silencioso, se encontraron en los apartamentos inferiores de la Torre de Gundulfo, y allí volvieron a ser amantes.

* * *

En la casa de Hammersmith, Frances se sentaba frente a Anne Turner y le comunicaba sus angustias.

—¿Y todavía no estáis segura de él? —le preguntó la señora Turner.

Frances asintió.

—Y, sin embargo, creo que me necesita más que antes. Se ha producido un cambio.

—El bueno del doctor ha estado trabajando en eso.

—Lo sé. Pero milord siempre es consciente de la presencia del otro. —Su rostro se ensombreció—. Y ese otro nunca está muy lejos, siempre amenazador. Preferiría morir antes de que me volviera a llevar al campo.

—Mi dulce señora, no tenéis que hablar de morir. ¿Os fue tan difícil ponerle los polvos que os sugirió el doctor?

—Totalmente imposible. Me encerré en mis aposentos porque no podía soportar verlo cerca de mí. Había dos sirvientas que estuvieron dispuestas a ayudarme. Las soborné e hicieron todo lo que pudieron. Pero él se hallaba rodeado de sirvientes y luego estaba un hombre, un tal Wilson, demasiado inteligente para nosotras.

La señora Turner asintió con un gesto.

—Es una situación lamentable, en la que son muchos los que trabajan en contra nuestra.

—Lo que más temo es que, si hay demasiadas dificultades, milord esté dispuesto a prescindir de nuestro amor.

—Tenemos que vincularlo con tal fuerza, que no pueda escapar.

—¿Es posible hacerlo así?

—Con el doctor todo es posible. Creo que debierais verle de nuevo… y pronto.

—Así lo haré.

—Permitidme hablarle de vuestra visita y él nos comunicará el día en que podrá veros. Me las arreglaré para haceros llegar un mensaje.

—Ah, querida señora Turner, ¡qué haría yo sin vos!

—Mi dulce amiga, para mí es un verdadero placer ayudaros. He aprendido un poco del doctor y me doy cuenta de que la persona que se interpone entre vos y ese encantador milord, tiene que ser eliminada, porque mientras no suceda eso, nuestros esfuerzos se verán en buena parte frustrados.

Frances apretó los puños.

—Sólo le ruego a Dios que no tenga que volver a verlo jamás.

—El doctor os ayudará. —Anne Turner se inclinó hacia delante y tocó la mano de Frances—. No olvidéis nunca que todas las cosas son posibles con el doctor de vuestro lado —le repitió con suavidad.

* * *

Thomas Overbury se hallaba sentado, escribiendo, ante una mesa situada en los aposentos privados de milord Rochester; había una sonrisa de satisfacción en su rostro, y en la estancia no se escuchaba sonido alguno, excepto el rasgueo de su pluma. Thomas leyó lo que acababa de escribir y su sonrisa se hizo más amplia y satisfecha. Siempre se sentía encantado con su trabajo.

Sentado ante la ventana, contemplando los terrenos del palacio, estaba Robert, con su atractivo rostro surcado de arrugas provocadas por la reflexión.

—Escuchad esto, Robert —dijo Thomas y le leyó lo que había escrito.

—Excelente…, como siempre —dijo Robert una vez que hubo terminado.

—Ah, mi querido amigo, ¿qué haríais vos sin mí?

—Que Dios os bendiga, Tom. ¿Dónde estaríamos los dos el uno sin el otro?

Thomas permaneció un momento pensativo.

—Eso también es cierto —asintió finalmente.

Pero una duda penetró en su mente. En el Mermaid Club cenaba con escritores, entre los que se encontraba el propio Ben Jonson, y todos le trataban como uno de ellos; allí podía comportarse como un verdadero hombre de letras, considerado como alguien por derecho propio y no como un simple fantasma, como una sombra de otro. Se imaginaba a Robert Carr en aquella compañía. Ni siquiera sabría de qué estaban hablando. Y, sin embargo, si no fuera por Robert, ¿dónde estaría él? ¿Qué le habría aportado lo que escribía? ¿Apenas lo suficiente para no morirse de hambre en un desván?

—Eso también es cierto —repitió tras un suspiro.

Robert no observó el ligero descontento de la expresión de su amigo porque estaba ocupado con un problema propio.

—Tom, aquí tenéis otra cosa que hacer. —Thomas esperó, expectante, pero Robert vaciló antes de continuar—. Quiero que le escribáis a una dama en mi nombre. Decidle que no podré verla, tal como habíamos acordado. El rey me ha ordenado que lo espere.

Thomas tomó de nuevo la pluma.

—¿Debe parecer que lo lamentáis mucho? ¿Se está convirtiendo esa dama en un estorbo para vos?

—¡Oh, no, no! Mostraos muy pesaroso. Desearía poder estar con ella. Decidle que lo lamento mucho.

Overbury asintió con un gesto.

—Decidme qué aspecto tiene y le escribiré una oda a su belleza.

Robert le describió a Frances con tal exactitud, que Thomas preguntó:

—¿Por ventura no podría ser ese parangón de belleza la condesa de Essex?

—¿Cómo lo habéis adivinado, Tom?

—Me lo habéis comunicado muy claramente. Eso está bien. Ahora que sé a quién le escribo, produciré la epístola más exquisita que me permitan mis talentos.

«Bella entre las bellas —escribió—, me siento abrumado por la desolación…»

Robert le observó mientras su pluma se movía sobre el papel sin la menor vacilación. ¡Qué gratificante poder tener tal don con las palabras! Si él fuera tan inteligente como Overbury, escribiría sus propias cartas, elaboraría sus propias ideas y, de hecho, sería tan listo como el fallecido Salisbury. Con cerebro y belleza podría mantenerse completamente solo, depender exclusivamente de sí mismo.

Se preguntó por qué se le había ocurrido pensarlo en el preciso momento en que vio a su inteligente amigo sonreír mientras trabajaba.

Esa idea desapareció de su mente con la misma rapidez con que surgió; Robert nunca había sido un hombre con tendencia a analizar sus sentimientos.

Tom dejó la pluma y empezó a leer.

En la carta se expresaban los anhelos de un amante de un modo delicado y, al mismo tiempo, ferviente. Allí podía verse la vena poética. Frances se quedaría asombrada, pero también complacida.

* * *

El doctor Forman se sentaba a un lado de la mesa y Frances al otro. Él se inclinó hacia delante, apoyándose sobre los codos y movió las expresivas manos mientras hablaba; y su mirada, brillante por una lasciva especulación, no se apartó en ningún momento del rostro hermoso y expectante que le miraba.

En la habitación en semipenumbra parpadeaban las velas encendidas.

Él era un brujo, desde luego; Frances ya lo había adivinado. Estaba convencida de que había establecido un pacto con el diablo, y si los cazadores de brujas entraran de repente en aquella estancia y lo examinaran, encontrarían sin duda las marcas del diablo en su cuerpo.

Pero no le importaba. Sólo sabía que sentía un deseo inquebrantable.

Deseaba que Robert Carr siguiera siendo su fiel amante, deseaba inspirarle una pasión fanática que estuviera a la altura de la suya y deseaba que Essex se apartara de su camino.

Por esa razón hacía estos peligrosos viajes a Lambeth. Por conseguir lo que deseaba tan urgentemente, estaba dispuesta a mezclarse con la brujería, aun sabiendo que constituía un delito; el rey creía en el poder de las brujas para causar el mal y estaba empeñado en expulsarlas de su reino. El castigo por brujería era la muerte por estrangulación o en la hoguera. Pero no importaba, se dijo Frances. Estaba dispuesta a correr cualquier riesgo con tal de unir a Carr irrevocablemente a ella y desembarazarse de su esposo.

La voz de Forman sonó llena de una sedosa insinuación.

—Querida milady, debéis contarme todo lo sucedido…, sin omitir ningún detalle. Contadme hasta qué punto es ferviente milord en sus relaciones amorosas.

Frances vaciló, pero sabía que tenía que obedecer a este hombre, pues sólo si se lo contaba todo podría ayudarla.

Así pues, habló y contestó a las preguntas que le hizo; observó cómo su interrogador se pasaba la lengua por los labios con placer, como si participara él mismo en el ejercicio. Al principio, se sintió violenta, pero luego se le pasó y habló con impaciencia, y le pareció que los poderes especiales de este hombre le permitían experimentar de nuevo el éxtasis del que había disfrutado.

Cuando hubo terminado, el doctor le rogó que se levantara, le puso las manos sobre los hombros y ella imaginó que una parte de su fortaleza fluía hacia su interior. Hizo oscilar las manos delante de sus ojos y Frances soñó una vez más que se encontraba con Robert en una cámara a oscuras.

El doctor Forman descorrió las cortinas de un rincón oscuro de la estancia y dejó al descubierto, entre las sombras, lo que pareció ser la cabeza de un carnero; repitió los encantamientos y aunque Frances no pudo comprender las palabras que utilizó, estaba convencida del poder que poseían.

Finalmente, el doctor se volvió hacia ella.

—Lo que pedís será vuestro… con el tiempo —le prometió.

Según le explicó Forman, tenía que visitarle con mayor frecuencia y en secreto. Deseaba obtener imágenes mentales de los tres personajes envueltos en el drama.

—Aquel del que deseamos librarnos, aquel otro cuyos afectos tienen que intensificarse, y la mujer. Esto será algo muy costoso.

—Se os entregará todo lo que me pidáis si hacéis esto por mí.

El doctor inclinó la cabeza.

—Pondré a algunos de mis sirvientes a procuraros lo que necesitáis. A ellos también se les ha de pagar por sus servicios.

—Comprendo.

—Llamadme padre…, vuestro dulce padre, porque eso es lo que soy para vos, querida hija.

—Sí, dulce padre —contestó Frances, sumisa.

* * *

Ahora recibía frecuentes cartas de Robert. La pasión que desprendían la asombró; era una pasión expresada de un modo tan poético que las leyó hasta aprendérselas de memoria.

—Sólo un amante podría escribir así —le aseguró a Jennet—. ¿Sabéis? Él está cambiando. Empieza a sentir tan profundamente como yo. Oh, sí, últimamente ha cambiado.

—¿Parece más apremiante en su pasión? —preguntó Jennet.

—Cuando estamos juntos no es más cariñoso de lo que solía ser, pero es en sus cartas donde revela sus verdaderos sentimientos. ¡Qué hermosas son! Eso se debe al doctor y a la querida Turner. Le están haciendo soñar conmigo y mi imagen está grabada para siempre en sus pensamientos.

Pensó en las imágenes de cera que el doctor había hecho de los tres. La figura de Essex aparecía atravesada con alfileres calentados a la llama de las velas. Y mientras efectuaba esta operación, el doctor, con su túnica negra decorada con signos cabalísticos, había murmurado extraños encantamientos. La figura de Robert se había preparado vestida con exquisitos ropajes de satén y brocado, y la de Frances aparecía desnuda. El doctor le había pedido que sirviera como modelo para ella, pues dijo que era esencial que fuese lo más perfecta posible en todos sus detalles. Ahora, ella confiaba plenamente en él, y lo consideraba como a su querido padre, de modo que, después de una primera situación embarazosa, posó mientras se hacía la imagen.

Recordó el ritual: el humo del incienso llenaba la estancia con olores y vapores aromáticos. Recordó cómo se había desnudado a la figura de cera masculina hasta que quedó tan desnuda como la de la mujer. Luego, las dos figuras se colocaron juntas sobre un diminuto diván y se les hizo efectuar los movimientos del amor carnal, al tiempo que nuevos alfileres calentados se introducían en la figura de cera de Essex.

Al principio, a Frances le repelió todo aquello, pero gradualmente se fue alegrando con estos espectáculos que se veía obligada a presenciar.

Creía en la magia negra pues ¿acaso no había observado un cambio en su amante desde que ella empezó a participar en aquellas prácticas? Ahora había un nuevo poder en la pluma de Robert, pues sólo un amante sería capaz de escribir las cartas que ahora le escribía; tampoco esperaba a que hubiera necesidad de escribirle; las cartas le llegaban con frecuencia, acompañadas por poemas en los que se alababa su belleza y la alegría que le proporcionaban sus relaciones amorosas.

* * *

Desde una ventana alta de la casa de Lambeth, una mujer observó a lady Essex que se alejaba, acompañada por su doncella.

—Esta vez es verdadera calidad —se dijo la mujer en voz baja con una mueca—. Debo admitir que Simon sabe cómo engatusar a las personas adecuadas.

Se apartó de la ventana, se acercó al rellano de la escalera y miró hacia abajo. Todo estaba en silencio. ¿Dónde estaba él ahora? ¿En aquella habitación donde recibía a sus clientes? Seguramente manejando las imágenes obscenas. No podía ser de otro modo.

¡Qué hombre!

Jane Forman se echó a reír y se preguntó cómo había podido casarse con él. Le alegraba haberlo hecho. Había algo en Simon que lo convertía en un hombre muy diferente a todos los que había conocido. Era un brujo.

En cierta ocasión, ella le dijo:

—¿Qué ocurriría si os delatara, Simon?

Y él la miró de una forma que hizo que la sangre se le helara en las venas. Sabía que si era lo bastante estúpida como para hacer una cosa así, él se aseguraría de que sufriera por ello. ¡Como si ella tuviera la intención de hacerlo! ¿Cómo iba a dar ese paso cuando él ganaba una vida tan cómoda para ambos?

Admitía que había sido una buena esposa para él; nunca protestó cuando él sedujo a las doncellas. Le dijo que necesitaba disponer de una variedad de mujeres, que era el mandato de su amo que no tuviera vírgenes bajo su techo, porque entonces se habrían interpuesto entre él y su trabajo, introduciendo la pureza en la casa, y eso no era nada bueno cuando se trabajaba con el diablo.

Ella podría haber argumentado que Simon pronto se había ocupado de eliminar la virginidad de aquella casa, por lo que no tenía necesidad de trabajar tan duro en ese sentido a causa de su amo. Pero con Simon no se discutía, sino que se estaba agradecida por la buena vida que le proporcionaba y se le aceptaba como era, incluidas sus amantes y sus hijos ilegítimos, de entre los que aquella altiva Anne Turner era indudablemente una.

Ellos dos se encerraban juntos, a veces durante horas. Haciendo planes, le decía él más tarde, para el tratamiento de esta nueva clienta que era la más rica que hubiera caído jamás en sus manos.

Bajó lentamente la escalera y se dirigió hacia la puerta de la estancia de recepción.

—Simon, ¿habéis llamado? —preguntó.

No hubo respuesta, de modo que abrió la puerta con sigilo y miró dentro de la estancia. El olor del incienso lo llenaba todo, pero ahora se habían abierto las cortinas para dejar entrar un poco de la luz diurna, y las velas estaban apagadas.

Cerró la puerta sin hacer ruido y se acercó a la mesa. Se quedó allí, contemplando la estancia. Vio la gran caja situada sobre el banco, la abrió y dejó al descubierto las figuras de cera.

Emitió una risita contenida.

—¡Qué caballero tan exquisito! —susurró.

Y luego estaba la dama, con lo que parecía ser pelo real. ¡Y qué figura tenía!

Podía imaginar los trucos que Simon emplearía con ellos. Sin embargo, en aquello había dinero… y vivían de eso.

—Nadie debe verme aquí —susurró.

Abrió la puerta de nuevo, miró al exterior, se aseguró de que nadie la había visto, salió y subió rápidamente la escalera.

* * *

Robert acudió presuroso a la estancia donde Overbury se hallaba sentado, trabajando.

—Tom —exclamó—, escribidme una carta rápidamente…, una carta de pesar.

—¿Para la encantadora condesa?

—Sí. Le había prometido estar con ella esta noche, y el rey me ha ordenado que lo atienda.

—¡Qué inconveniente resulta a veces ser tan popular! —murmuró Overbury.

—Y cuando esté terminada, la llevaréis a Hammersmith.

—¿A Hammersmith?

—Sí, tenía que reunirme con ella allí…, en casa de una tal señora Turner. No puedo aguardar ahora, pero ya sabéis cómo son esta clase de cosas. Vuestras cartas le encantan. Decidle que me siento desolado…, sabéis expresarlo muy bien.

Robert se marchó y Overbury regresó a su mesa, un poco malhumorado. Una cosa era escribir epístolas amorosas y otra muy diferente que se le pidiera que las entregara personalmente, como si fuera cualquier paje. Era un poco humillante. ¡Y en Hammersmith! ¡En casa de Anne Turner! Había oído hablar de ella. Creía que estaba conectada con el doctor Forman, aquel notable estafador, que bien podría ser un brujo. El hombre había tenido problemas en una o dos ocasiones, y se le había llamado a responder de sus actos. ¡La condesa de Essex no podía estar involucrada con aquella clase de gente! Resultaba absolutamente increíble.

Sin embargo, no podía hacer otra cosa sino escribir la carta y llevársela a la mujer.

Una hora más tarde emprendió el camino hacia Hammersmith, aunque su estado de ánimo no había mejorado. ¿No era absurdo que un hombre de su talento tuviera que emplearse de este modo? En algunos cenáculos se decía que Rochester gobernaba al rey, y que Overbury gobernaba a Rochester. En tal caso, ¿no gobernaba Overbury sobre Inglaterra?

Le gustaba escuchar aquellas cosas. Pero, al mismo tiempo, hacía que se sintiera doblemente incómodo al tener que intervenir como un simple mensajero para dos amantes ilícitos.

Una dama le franqueó la entrada en la casa y, al pedirle ver inmediatamente a la condesa de Essex, se le introdujo en una estancia elegante. Apenas llevaba allí unos pocos segundos cuando se abrió la puerta y una voz exclamó:

—Mi querido Robert… —y se detuvo de pronto.

La condesa llevaba un vestido de escote pronunciado, según la nueva moda, que dejaba al descubierto buena parte de sus senos; el cabello suelto le caía sobre los hombros y llevaba una gorguera de plata alrededor del cuello.

La expresión de Frances quedó petrificada al verle.

—Milady, os traigo una carta del vizconde de Rochester.

Ella tomó rápidamente la misiva.

—De modo que no va a venir —dijo tras leerla.

—El rey ha ordenado su presencia.

La boca de la condesa mostraba un rictus de malhumor y parecía una niña que, decepcionada ante un regalo largamente esperado, muestra su cólera ante quien le comunica que no podrá tenerlo durante un tiempo.

—Regresad junto a milord y dadle las gracias por haberos enviado. Pero seguramente necesitaréis tomar un refresco. Os lo servirán en la cocina.

—No necesito ningún refresco, milady, y no suelen servirme en las cocinas. Quizá deba presentarme. Sir Thomas Overbury, a vuestro servicio.

—Sí, ya sé que sois un sirviente de milord Rochester.

Frances le dio la espalda, con una actitud insolente.

Overbury experimentó una oleada de odio. ¡Aquella caprichosa furcia! ¿Cómo se atrevía? ¡Así que había oído hablar de él! ¿Sabía que era él quien trabajaba en la sombra y que gracias a sus servicios podía conservar Robert Carr su puesto entre los ministros del rey? ¡Cómo se atrevía a tratarle con tal insolencia!

La condesa salió de la habitación y él se quedó allí, a solas.

No permaneció por mucho tiempo. Salió hacia su caballo y cabalgó de regreso a la Corte a galope tendido.

«No olvidaré vuestro insulto, lady Essex», pensó.

* * *

El día de septiembre había sido cálido y se habían abierto las ventanas que daban al jardín, donde se encontraban Jane Forman y su esposo, mientras las doncellas les servían la cena.

El doctor se hallaba en un estado de ánimo dulce. La condesa le había visitado ese día, y eso siempre le complacía.

Jane se preguntó cuánto dinero le estaría sacando, y durante cuánto tiempo lograría mantener la situación. Las visitas a hurtadillas que hacía ella a su sala de recepción le permitían echar un vistazo a su diario, pues sabía leer un poco, de modo que sabía que la condesa estaba enamorada del vizconde de Rochester, de quien todos sabían que era uno de los hombres más famosos de la Corte. También sabía que la condesa deseaba librarse de su esposo, el conde de Essex. Y Jane sólo conocía una forma de librarse de los esposos; además, a Simon tampoco le importaba vender venenos cuando se le presentaba la ocasión. Había tenido problemas en numerosas ocasiones por querer más, y vender venenos podía causarle verdaderos problemas.

«Ah —pensó—, cualquiera de estos días terminará en la horca.»

Y eso no sería bueno para ella, pues la vida aquí, en Lambeth, era cómoda, e incluso lujosa, y a Jane le gustaban las comodidades de las que disfrutaba.

Le miró fijamente y, mientras la luz le daba sobre la cara, pensó que últimamente había envejecido, que su palidez parecía más pronunciada y que tenía aspecto cansado.

Había comido bien y ahora medio dormitaba ante la mesa; Jane no tenía ni la menor idea de que él se daba cuenta del escrutinio al que lo sometía.

—Y bien, esposa —dijo de repente—. ¿En qué estáis pensando?

A veces estaba convencida de que él era capaz de leer sus pensamientos, así que no le mintió.

—En la muerte —se limitó a contestar.

—¿Qué ocurre con la muerte? —preguntó Simon con serenidad.

—Me preguntaba quién moriría primero de los dos. ¿Lo sabéis? Desde luego que lo sabéis. Poseéis un preconocimiento de esas cosas.

—Yo moriré primero —contestó él en voz baja.

—¿Cuándo? —preguntó ella rápidamente, inclinándose hacia él.

—El próximo jueves —contestó él.

Jane se puso en pie de un salto.

—¡El jueves! —exclamó—. ¿El jueves que viene?

Él pareció tan asombrado como ella.

—¿Qué? —exclamó—. ¿Qué he dicho?

—Habéis dicho que moriríais el jueves.

Simon parecía horrorizado y conmocionado. Había hablado sin pensar, y las palabras surgieron de sus labios casi involuntariamente. Se sintió alarmado porque, en las raras ocasiones en que pudo prever el futuro, todo había sucedido de la misma forma.

—Olvidadlo —le dijo a Jane.

Pero ninguno de los dos pudo olvidarlo.

Él ya parecía mayor, pensó Jane. Un poco más cansado, como si estuviera un poco más cerca de la muerte. Un poco más cerca del jueves.

* * *

El miércoles, Jane le dijo en broma:

—Bueno, sólo os queda un día más de vida, Simon. Confío en que hayáis puesto vuestros asuntos en orden.

Simon se echó a reír y Jane se sintió aliviada. Naturalmente, él sólo bromeaba.

El jueves, Simon dijo que tenía asuntos que resolver en Puddle Dock y tomó un bote hasta allí. Remaba con firmeza cuando los remos se le escaparon de las manos y cayó hacia delante.

Cuando trajeron su cuerpo a casa Jane no pudo creérselo; a pesar de que en ocasiones había visto cumplidas sus profecías, también observó que otras muchas no se cumplían, de modo que nunca podía estar seguro; esta no la había creído, así que se quedó atónita y desconcertada.

Pero en cuanto se recuperó un poco de la conmoción entró en aquella estancia donde Simon solía recibir a sus clientes. Evidentemente, él tampoco creyó en su propia profecía, pues no había realizado el menor esfuerzo por poner sus asuntos en orden.

«Tengo que destruir todas estas cosas», se dijo Jane al sacar las figuras de cera, los polvos y los frascos de líquido.

Las colocó sobre el banco de trabajo y revisó los cajones del armario privado de Simon. Allí encontró su diario y fue pasando las páginas, leyendo aquí y allá.

Era fascinante, pues allí se encontraba una narración de más de una intriga y relación amorosa, y Simon no había vacilado en mencionar los nombres de las damas y caballeros involucrados.

¡Cuántas historias podía contar este diario!

Jane miró las anotaciones más recientes y leyó la narración de la relación amorosa entre lady Essex y el conde de Rochester, acompañadas de anotaciones sobre lo que lady Essex había dicho y hecho en esta habitación.

Cerró el diario y entonces descubrió las cartas. Él las había guardado todas.

La condesa le llamaba «dulce padre», y firmaba ella misma como su amante hija.

Jane encendió una gran hoguera en la chimenea de la habitación y clasificó las cartas y documentos. Entre ellos había hechizos, encantamientos y recetas para fabricar ciertas pociones.

Quizá fuera un error destruir todo aquello; podía serle útil.

Finalmente, se alejó de la chimenea y encontró una caja grande en la que colocó las imágenes, las recetas, las cartas y el diario donde se exponían fantásticas historias de las intrigas de la Corte y, especialmente, la más reciente de todas, la que afectaba a lady Essex y el favorito del rey.

«¡Son unas noticias tan tristes! —escribió la señora Turner—. Ruego a mi buena y dulce milady que venga a verme sin tardanza. Nos consolaremos mutuamente.»

A la primera oportunidad que se le presentó, Frances acudió a Hammersmith y las dos lloraron juntas.

—Todo empezaba a funcionar tan bien —gimió Frances—. Milord estaba cada vez más enamorado de mí. Sus cartas eran maravillosas y sé que le resulta más fácil expresarse con la pluma que en sus acciones. Sé que todo eso se lo debo a mi querido padre. ¿Qué haremos ahora sin él?

—No desesperéis, mi querida amiga. Hay otros…, aunque quizá les falte la habilidad de nuestro padre. Pero existen, y los encontraré.

—Mi querida Anne, ¿qué haría yo sin vos?

—No hay necesidad de hacer nada sin mí. Conocedora de vuestra necesidad, ya he reflexionado sobre esta cuestión. Mi padre era médico, ¿recordáis? Eso me permitió entrar en contacto con personas capaces de manejar y comprender la acción de ciertas sustancias.

Frances permaneció pensativa un momento antes de decir lentamente:

—Aunque milord se muestra más cariñoso, ese otro hombre sigue siendo una gran fuente de problemas para mí. Quisiera desembarazarme de él. Creo que, si estuviera libre, milord me amaría aún más, pues sé muy bien que siempre tiene en cuenta la existencia del otro. Durante el transcurso de su trabajo a cargo de los asuntos de Estado, tiene que escribir o conversar con frecuencia a ese otro, y así lo hace con la mayor de las cortesías. El carácter de milord hace que se sienta incómodo en tales ocasiones y con frecuencia se muestra después algo más frío hacia mí.

—Esa es una cuestión con la que no siempre sintonicé con mi dulce y fallecido padre. Él deseaba trabajar sobre todo con el milord que os ama, y así lo hizo con éxito. Pero yo siempre tuve la sensación de que deberíamos librarnos del otro para poder alcanzar un éxito completo.

—¡Oh, librarnos de él! —exclamó Frances con un suspiro.

—Tengo muchos amigos en la ciudad —siguió diciendo la señora Turner—. Está un tal doctor Savories, que me parece tan inteligente como lo fue nuestro querido padre. Podría consultar con él. Es caro…, incluso mucho más que nuestro padre, pero no podemos confiar en seguir del mismo modo.

—Tenéis que ver a ese doctor Savories.

—Así lo haré. Y hay también un hombre llamado Gresham, que predijo la conspiración de la pólvora en su almanaque y el pobre sufrió a consecuencia de ello, pues muchos lo acusaron de ser uno de los conspiradores. Sin embargo, no se pudo demostrar nada contra él y lo que dijo fue una verdadera profecía.

—Sé que haréis todo lo que esté en vuestra mano para ayudarme, Anne.

—Podéis confiar en mí —le aseguró la señora Turner—, y juntas lograremos lo que nos hemos propuesto…, incluso sin la ayuda de nuestro querido padre.

* * *

Robert observó el cambio producido en la actitud de Overbury, que ahora se mostraba frío y distante. Le preguntó que podía andar mal.

—¿Mal? —exclamó Overbury—. ¿Qué podría andar mal? Todo anda bien, ¿no es así? El rey está encantado con mi trabajo.

—Me parece, Tom, que sois vos el que no está tan encantado.

—Oh, ya me he acostumbrado a hacer el trabajo y ver cómo sois vos quien cosecháis las alabanzas.

—Si hay algo que deseéis por…

—Sois generoso —admitió Overbury—. Nunca escatimáis conmigo.

—Me consideraría despreciable si lo hiciera. No olvido todo lo que habéis hecho por mí, Tom.

Overbury se apaciguó. Cayó un tanto bajo el hechizo del encanto de Robert. Aquel aspecto tan elegante y aquella serenidad bondadosa eran atractivas. No era Robert quien le había irritado, se recordó Overbury a sí mismo. Había sido aquella mujer suya.

—Lo sé, lo sé —admitió, para añadir—: Robert, ¿puedo hablaros con franqueza?

—Sabéis que siempre cuento con vuestra franqueza.

—Creo que estáis cometiendo un grave error al veros tanto con esa mujer. —Robert pareció asombrado y un ligero rubor brotó en sus mejillas, pero Overbury se apresuró a añadir—: Hay algo en ella que es… maligno. Llevad cuidado, Robert. ¿Qué hay de Essex? Le habéis convertido en un cornudo. Eso sería de lo más desagradable si se supiera en la Corte.

Por primera vez desde que entablaron su amistad, Overbury se dio cuenta de que Robert estaba enojado.

—Me habéis ayudado considerablemente en muchos aspectos —le dijo con tono seco—, pero debo pediros que no os entrometáis en mis asuntos privados.

Los dos hombres se miraron fijamente, ambos insólitamente pálidos ahora, pues el color se desvaneció del rostro de Robert tan rápidamente como surgió. Luego, sin añadir nada más, Robert se dio la vuelta y abandonó precipitadamente la estancia.

«¡Estúpido! —pensó Overbury después de que se cerrara la puerta—. ¿Es que no se da cuenta de adónde le conduce todo esto? Esa mujer será su destrucción.»

A ello siguió rápidamente otro pensamiento, esta vez más desagradable: «Y también la mía». Pues la fortuna de un hombre nunca dependió tanto de otro como la de Tom Overbury dependía de Robert Carr.

Paseó por la estancia, pensativo. ¿Era realmente así? Muchos imaginaban que las repentinas capacidades del favorito sólo podían significar que había un fantasma que trabajaba para él en la sombra. Algunos sabían incluso que era la mano de Overbury la que escribía las cartas, el cerebro que producía las ideas brillantes. Y si Robert Carr perdiera el favor del rey por verse implicado en un desgraciado escándalo con la esposa de Essex, nadie le echaría la culpa por ello a Thomas Overbury. La gente quizá recordara entonces que él había sido el cerebro que estaba por detrás de aquel pobre hombre. Y eso fue un pensamiento reconfortante para él.

«¿Necesito yo tanto a Robert Carr, como me necesita él a mí?»

Una idea muy interesante, que empezó a dar vueltas y más vueltas en su cabeza.

Se dirigió al Mermaid Club, donde siempre se le recibía bien, como el poeta que era el amigo más íntimo del hombre más influyente de la Corte. Era natural que se sintiera halagado allí, pues era más rico que la mayoría de los clientes que frecuentaban el club, y podía entretenerlos con su ingenio y los animados chismes que comentaba acerca de lo que ocurría en la Corte. Siempre se mostraba prudente, y en ningún momento dejaba entrever la mucha influencia que ejercía sobre Robert Carr.

Pero ese día se sentía inquieto y, tras haber bebido en abundancia, habló con la lengua más desatada. Enojado todavía con los insultos de Frances, con las cortantes palabras que le dirigiera su amigo, no dejaba de preguntarse quién tenía más que perder, si él o Robert Carr.

Y allí, en el Mermaid Club, habló libremente de su asociación con Robert Carr, y cuando alguien dijo: «¡De modo que el verdadero gobernante es Overbury!», no se molestó en desmentirlo.

Pero a la mañana siguiente, tras considerar la situación más sobriamente, se sintió inseguro.