Los pequeños peces son atrapados

Desde el matrimonio del conde y la condesa de Somerset, la vida había sido buena para Anne Turner. Al despertar en su lujosa cama, en algún palacio o mansión campestre, daba gracias al día en que Jennet trajo a lady Essex a su casa. Anne era una mujer hermosa, un hecho que no era tan evidente cuando vivía oscuramente en Hammersmith, como lo era ahora que se encontraba en la Corte.

Se había convertido incluso en alguien capaz de dictar la moda y muchas mujeres adoptaron los collarines amarillos que ella llevaba, y que le parecían tan atractivos como creía que lo serían para las demás.

Era una buena vida y todo gracias a haber realizado un servicio inestimable para una dama rica y noble. Frances nunca olvidaría; de hecho, Anne estaba decidida a que nunca lo olvidara, y aunque nunca le recordaba que habían cometido juntas un asesinato, se aseguraba de que Frances lo recordara.

Frances era su amiga y patrocinadora, y ella se había convertido en una más de las muchas damas del séquito de los Somerset. Veía cómo la buena vida se extendía ante ella y estaba decidida a no regresar nunca a Hammersmith.

Sus sirvientas acudieron a vestirla y mientras estaba ante el espejo y le arreglaban el hermoso cabello, le hablaban de los chismorreos de la Corte, porque ella siempre las animaba a que lo hicieran así. Siempre era importante llevarle a la condesa pequeñas informaciones, y ahora que sir George Villiers empezaba a destacar, a Frances siempre le gustaba estar enterada de las últimas noticias respecto a él.

Hoy tuvieron otro rumor que comunicarle.

Una de las doncellas tenía un amante que era sirviente de sir Ralph Winwood, y sir Ralph acababa de regresar de hacerle una visita al rey. Al parecer, se había marchado muy apresuradamente y, tras su regreso, pareció estar muy ocupado. Mantuvo prolongadas conversaciones secretas con varias personas, pero los sirvientes eran los mejores detectives y nunca podían guardar los secretos por mucho tiempo.

—¡Qué lío, señora! —exclamó una de las sirvientas—, y parece que afecta a un caballero que murió hace tiempo. Murió en la Torre y fue envenenado.

Anne observó el rostro de la doncella en el espejo, pero esta no se dio cuenta de lo fijamente que la miraba su señora.

—Van a descubrir quién lo envenenó. Seguirán el rastro porque fue en otro tiempo un caballero importante de la Corte, y nada menos que amigo de milord Somerset.

Anne se levantó, temerosa de que la doncella se diera cuenta de lo pálida que estaba.

—¿Habéis oído mencionar el nombre de ese caballero? —preguntó, procurando que su tono de voz fuera lo más natural posible.

—Oh, sí, señora. Se trataba de sir Thomas Overbury.

* * *

Desde que Frances sabía que estaba embarazada se sentía más en paz consigo misma. Era cierto que sir George Villiers había arrojado una sombra sobre su seguridad, y se le tendría que vigilar, pero se sentía con ánimos para enfrentarse con aquel joven advenedizo. Cada semana que transcurría, se recordaba a sí misma, la alejaba más y más del divorcio y de la muerte de Overbury.

En consecuencia, no estaba preparada para las noticias que le trajo Anne Turner. En cuanto vio el rostro de Anne supo que algo importante andaba mal y el corazón empezó a latirle con fuerza, estimulado por el terror.

Anne miró por encima del hombro, para asegurarse de que nadie la escuchaba.

—Nadie puede oírnos —le aseguró Frances.

—Ha llegado a mis oídos un rumor de lo más angustioso. Winwood está investigando la muerte de Overbury. —Frances miró fijamente a Anne por un momento, incapaz de hablar, de tan horrorizada como se sentía—. Mi doncella estuvo hablando de eso.

—Chismorreos de sirvientas.

—Su amante sirve a Winwood. No creo que podamos permitirnos ignorar esto, aunque sólo se trate de un rumor.

—Pero… ¿por qué, en el nombre de Dios, después de tanto tiempo?

—Creo que tenemos que actuar rápidamente —dijo Anne.

—¿Cómo?

—Podemos estar seguras de que interrogarán a Weston. Era su carcelero en aquel entonces.

—Tenéis que verle, Anne —asintió Frances—. Tenéis que aseguraros de que sabrá exactamente lo que debe decir. Si no fuera así, temo que pueda traicionarnos a todos.

—Gracias a Dios que contáis con buenos amigos.

¡Buenos amigos!, pensó Frances. Northampton estaba muerto. Robert ignoraba el complot en el que se hallaba implicado, y sir George Villiers andaba cerca, preparado para hacerse con su poder.

—Marchaos, Anne —le dijo con tono perentorio—. Id a ver inmediatamente a Weston. Advertidle. Siempre es mejor está advertido.

* * *

En una taberna situada a varios kilómetros de Londres, una dama envuelta en una capa, cuya capucha le ocultaba parcialmente el rostro, esperaba con impaciencia en la estancia que el posadero le había reservado para que recibiera a su invitado.

Una dama de la Corte, se dijo para sí el posadero. Eso siempre se sabía. Y este era sin duda un encuentro secreto con un amante, algo que a él, como posadero, no le disgustaba. Eso podría ser el principio de una sucesión de visitas por parte de las damas y caballeros de la Corte. Sería conveniente hacerles saber que él podía ser un hombre muy discreto.

Cuando llegó el invitado de la dama, demostró ser una decepción, puesto que se trataba de un hombre un tanto andrajoso. ¿Mantenía la dama una relación amorosa con su paje? Quizá fuera esa la razón por la que debían encontrarse lejos de la Corte.

La recepción que Anne le ofreció a Richard Weston no fue ciertamente la propia de una mujer que recibe a su amante.

—Weston —exclamó—, ¡por fin habéis venido! Creía que nunca acudiríais.

—Parecéis angustiada, señora.

—También lo estaréis vos cuando escuchéis lo que tengo que deciros. Y todos nos sentiremos más que angustiados si no llevamos el mayor de los cuidados.

A continuación, le habló del rumor. Weston se puso pálido y empezó a temblar.

—Sólo actué en esto cumpliendo órdenes —estalló—. A mí no me importaba nada que sir Thomas Overbury muriera o viviera.

—Estabais lo bastante ávido por ayudar cuando supisteis lo bien pagado que seríais por ello.

—Recordad que sólo actuaba como un sirviente a sueldo.

—No es momento para hablar así. Tenemos que decidir lo que diremos si somos interrogados, pues es imperativo que todos contemos la misma historia. Si alguien os pregunta cómo conseguisteis vuestro puesto en la Torre, debéis decir que fue sir Thomas Monson quien os recomendó. —Weston asintió con un gesto—. Debéis descubrir también cuánto sabe sir Gervase Helwys sobre la cuestión y, una vez que lo sepáis, enviadme un mensaje a través de vuestro hijo. Acudiré a la mercería a comprar unas telas y él tiene que comunicármelo entonces. Tenemos que ser muy cuidadosos. Puede que no se trate más que de un rumor sin importancia pero, si fuera algo más que eso, tenemos que estar preparados. No debéis mencionar en ningún momento mi nombre o el de la condesa, ¿comprendéis?

Weston aseguró que lo comprendía. Se sentía perplejo. ¿Cómo iba a sondear a sir Gervase que, estaba seguro de ello, sabía ya que existió un intento para envenenar a sir Thomas Overbury? ¿Acaso no había interceptado al propio Weston cuando este llevaba el veneno? ¿Acaso no se lo había arrebatado?

Pero, naturalmente, Weston nunca le comentó eso a Anne.

Era todo muy inquietante.

* * *

Sir Ralph Winwood reflexionaba sobre el tema de Overbury. Cierto que siempre había rumores de envenenamiento, que acompañaban casi a cada muerte, y Overbury no podía ser una excepción, sobre todo porque había ocupado cierta posición en la Corte, se le había enviado a la Torre con la más liviana de las acusaciones y había muerto allí.

Podía interrogar a Weston, que indudablemente había sido el carcelero de Overbury; si habían envenenado a Overbury, ¿podría haber sucedido eso sin el conocimiento de sir Gervase Helwys que, como teniente alcaide de la Torre, debería saber lo que les sucedía a los prisioneros?

Si quería buscar razones para la muerte de Overbury, probablemente las encontraría más fácilmente en personas de alta posición, antes que entre sus subordinados.

Sir Gervase se había convertido en el principal sospechoso a los ojos de sir Ralph Winwood, y mientras reflexionaba en todo esto, el conde de Shrewsbury le invitó a su casa, en Whitehall.

Por una extraña coincidencia, Shrewsbury le dijo que deseaba que conociera, entre otros, a sir Gervase Helwys, el teniente alcaide de la Torre, un hombre de muchas cualidades, le aseguró Shrewsbury, aunque se detuvo en seco al ver la expresión que apareció en el rostro de Winwood.

—¿No estáis de acuerdo? —preguntó Shrewsbury.

—No tengo ninguna prisa por conocer a ese hombre… en la mesa de un amigo.

—Pero ¿qué sucede? No lo comprendo.

—Antes que nada —replicó Winwood—, quisiera estar seguro de que no se halla implicado en un desagradable escándalo.

—¿Qué escándalo?

—Pienso en la muerte de sir Thomas Overbury. Se ha difundido el rumor de que murió a causa de comidas envenenadas, y puesto que Helwys era el teniente alcaide de la Torre en aquellos momentos, parecía probable que estuviera implicado.

—Pero esto es horrible —exclamó Shrewsbury.

Y en cuanto Winwood se marchó visitó en seguida a Helwys y le contó la conversación mantenida con Winwood.

* * *

Helwys se sintió horrorizado. Su única idea fue librarse a sí mismo de toda culpa. Sabía que hubo algo muy sospechoso en la muerte de Overbury, y se había preparado para guardar silencio con tal de agradar a personajes importantes. Ahora, en cambio, sintió la necesidad de romper ese silencio para agradar a sir Ralph Winwood.

Acudió, pues, a verle y le pidió entrevistarse con él de inmediato.

Winwood le observó fríamente y Helwys dijo:

—Sir Ralph, milord Shrewsbury me ha hablado de vuestras sospechas. Es algo terrible y me apresuro a deciros que yo no tengo en modo alguno la culpa del asesinato de Overbury.

«¡Ah! —pensó Winwood—. Luego admite que fue asesinato.»

—Creo que la mejor forma de ayudaros y de que me ayudéis —dijo Winwood— es que me contéis todo lo que sabéis.

—Weston es el hombre que puede ayudaros —dijo Helwys—. Fue enviado a trabajar en la Torre con ese propósito.

—¿Lo contratasteis vos?

—Sí, porque personas importantes me pidieron que así lo hiciera.

—¿Qué personas?

—Sir Thomas Monson, maestre de la armería, me pidió que permitiera que ese hombre atendiera a Overbury.

—De modo que creéis que la persona importante era sir Thomas Monson.

—No, no. Me refiero a alguien de más importancia. Fue la condesa de Somerset, que por entonces lo era de Essex, quien pidió a Monson que lo dispusiera todo. Creo que aunque la petición llegó a través de ella, procedía en realidad del conde de Northampton y de milord Somerset.

Winwood se quedó atónito. No había esperado oír pronunciar tales nombres en esta fase de su investigación.

Se sintió encantado con esta revelación y su satisfacción se puso de manifiesto. Al observarla y tomarla por lo que no era, Helwys se sintió aliviado. Todo saldría bien. El tema seguro que no le afectaría en lo más mínimo. Después de todo, sólo había obedecido órdenes de alguien más grande que él. ¿Qué otra cosa podía hacer un hombre en su situación?

—Gracias —le dijo Winwood—. Me habéis sido de una gran ayuda.

—Si puedo hacer alguna otra cosa…

—Podréis hacerla, no me cabe la menor duda. Os estoy muy agradecido.

Helwys se marchó convencido de que lo que había temido como una entrevista peligrosa, había resultado finalmente en algo muy bueno para él.

* * *

Winwood tomó una barcaza hasta Whitehall. Se sentía exultante. ¡Somerset y su condesa! Y todo encajaba tan bien. Overbury y Somerset trabajaron juntos. Overbury, por tanto, estaría en posesión de secretos que Somerset no quisiera ver aireados. Luego se habían peleado. Oh, no había ausencia de móvil.

¿Qué podía significar esto? ¿El fin de Somerset? ¿El fin de la política española? ¿Que no habría ninguna infanta española para el príncipe de Gales? Tenía en sus manos la llave del futuro.

Acudió inmediatamente a ver al rey.

Pero debía llevar cuidado. Jacobo estaba enamorado del joven Villiers, pero era un hombre fiel y Somerset seguía siendo su querido amigo, pues Jacobo no abandonaba a los viejos amigos en cuanto aparecían los nuevos.

El rey no debía saber todavía hasta dónde había llegado en sus investigaciones; no debía saber aún que se había mencionado el nombre de Somerset. Eso no debía salir a la luz hasta que ya fuera demasiado tarde para retirarse.

Jacobo lo recibió en seguida y Winwood le dijo que se sentía muy perturbado por la confesión de sir Gervase Helwys.

—Creo, majestad, que no puede caber la menor duda de que sir Thomas Overbury fue asesinado.

Jacobo lo miró seriamente. Sintió un aguijonazo de su conciencia, pues él mismo había enviado a Overbury a la Torre por una pequeña ofensa. Lo menos que podía hacer ahora era vengar su muerte de una forma adecuada.

—Pedidle a Helwys que escriba todo lo que sabe sobre el asunto —le dijo— y cuando lo haya hecho así traedme lo que haya escrito. Entonces decidiremos cómo actuar.

Sir Gervase, ávido ahora por trabajar del lado de la justicia y, al mismo tiempo, de salvarse, escribió una narración de lo que recordaba; contaba la ocasión en que interceptó a Weston con el veneno, dijo que Weston había admitido ante él que la muerte de Overbury vino producida por el enema, y que al muchacho que envenenó el enema se le pagaron veinte libras. Mencionó que, unas pocas semanas antes, una tal señora Anne Turner le había pedido a Weston encontrarse con ella en una posada, donde le advirtió que las investigaciones estaban a punto de comenzar.

Cuando Jacobo leyó todo esto se quedó perplejo. Sabía que la señora Turner estaba al servicio de la condesa de Somerset, pero no creyó ni por un instante que el propio Robert pudiera estar implicado en un asesinato, y tampoco vio razones para que la condesa pudiera estarlo.

Winwood le observaba intensamente.

«Tiene que hacerse justicia en el reino —pensó Jacobo—. No podemos permitirnos un escándalo así en estos momentos, y el escándalo se producirá si se cree que Overbury ha sido asesinado y no se hace nada al respecto.»

—Tenemos que desentrañar este misterio —dijo Jacobo—. Convocaré inmediatamente al lord Justicia mayor y pondré todo el asunto en sus manos.

«¡Nada podría ser mejor!», pensó Winwood. El estricto y viejo sir Edward Coke jamás permitiría que ninguna consideración se interpusiera en el camino de la justicia.

«¡Es el fin de Somerset! —profetizó Winwood en secreto—. ¡El fin de la amenaza española!»

* * *

Sir Edward Coke se puso a trabajar con entusiasmo. Su primera decisión consistió en detener a Weston y someterlo a un interrogatorio intensivo. Al no saber todo lo que se había descubierto, Weston intentó mentir al principio, pero pronto se vio atrapado y, al constatarlo así, traicionó a todo el mundo.

Los nombres fueron surgiendo a la luz poco a poco: el doctor Forman, Franklin, Gresham, la señora Anne Turner, sir Gervase Helwys y, por detrás de todos ellos, el ya fallecido conde de Northampton y la condesa de Somerset.

Frances, consciente de la terrible revelación que se iba a producir, no salió de sus aposentos. Se justificó diciendo que su embarazo era el responsable de su estado de salud, pero al enterarse de que la señora Anne Turner también había sido detenida, se desmoronó y Robert la encontró tumbada en la cama, tan inquieta que pronto se dio cuenta de que guardaba algún terrible secreto.

Ella sabía que ya no podía confiar en que su marido no se enterara de toda la historia. Sir Gervase Helwys estaba siendo interrogado; Franklin había sido detenido y sabía muy bien que el lord Justicia mayor pronto la señalaría a ella.

—Robert —le dijo—, me siento terriblemente temerosa.

Él la miró firmemente.

—¿Tiene eso algo que ver con Overbury? —Ella asintió con un gesto—. Dicen que fue envenenado —continuó Robert.

—Lo sé.

—¿Queréis decir que sabéis que fue envenenado?

—Eso también lo sé —contestó ella.

Una horrible comprensión surgió en la mente de Robert.

—¿Vos? —susurró apenas. Ella sólo tuvo que mirarle para que él supiera la verdad—. La señora Turner…, Weston…, Monson…, Helwys…

Robert los fue enumerando a todos.

—Los utilicé a todos.

—¿Y el muchacho que confesó haber envenenado el enema?

—Le pagué veinte libras para que lo hiciera —contestó Frances débilmente.

—Oh, Dios mío —exclamó Robert.

—Bien podéis rezarle para que nos ayude, porque nadie más lo hará.

—De modo que sois…, ¡una asesina!

—No me miréis así, Robert. Lo hice por vos.

—¡Frances…!

—Sí —gritó ella apasionadamente—, ¡por vos! Por esta vida que llevamos… —Se golpeó el cuerpo con manos frenéticas—. Para poder dar a luz a vuestros hijos. Para poder aumentar nuestro poder. Para que pudiéramos estar juntos durante el resto de nuestras vidas.

—¿Y Overbury?

—Él se interponía en el camino. Trataba de detenernos. Sabía que yo había obtenido hechizos del doctor Forman.

—¿Hechizos?

—Para librarme de Essex.

Robert se cubrió el rostro con las manos. Qué estúpido había sido al no querer ver. Estúpidos pagados por su estupidez. Empezó a pensar entonces en todos aquellos meses que Overbury pasó en la Torre. Él mismo le había enviado tartas y pasteles. ¿Habían sido envenenados aquellos alimentos? ¿Acaso no había dispuesto él mismo que Overbury fuera enviado a la Torre? ¿No lo había deseado debido a que estaba furioso con él por su actitud hacia Frances? ¡Frances! Todo señalaba hacia ella. Pero ¿hasta dónde estaba él implicado?

Trataba de recordar aquellos meses de prisión de Overbury. ¿Supo entonces que no todo era lo que parecía? ¿Acaso no impidió que la familia de Overbury lo viera? ¿Se mostró demasiado dispuesto a escuchar el consejo de Northampton?

Jamás habría condenado a una muerte horrible a un hombre que en otro tiempo había sido su amigo. Pero ¿había desechado de su mente el pensamiento del asesinato porque era conveniente hacerlo así?

¿Hasta qué punto era culpable?

Miró a Frances, que mostraba unos ojos enormes en su rostro pálido. Ella hablaba sin cesar, sin omitir ningún detalle. Las cartas que le había escrito a Forman, las imágenes que éste hizo, aquellas imágenes obscenas y lascivas, los esfuerzos por embrujar a Essex, todas aquellas horribles prácticas que culminaron con el asesinato de Overbury.

Y ahora la historia había salido a la luz y el lord Justicia mayor presentaría sus descubrimientos y conclusiones ante el rey.

¡El rey!, pensó Robert, con quien sus relaciones se habían puesto tensas a lo largo del último año; el rey, cuya mirada se posaba tiernamente sobre los atractivos rasgos de sir George Villiers.

Pero Jacobo era un amigo leal. Tenía que ver a Jacobo de inmediato; debía protestar de su inocencia.

Frances se aferraba a su casaca con dedos temblorosos. Hubiera querido arrojarla de su lado. No podía soportar el mirarla a la cara.

«¡Asesina! —pensó—. Ha asesinado al pobre Tom Overbury. Y es mi esposa.»

—Robert —exclamó Frances—, recordad siempre que lo hice por vos.

Se dio media vuelta.

—Quisiera Dios que no os hubiera conocido nunca —dijo amargamente.

* * *

Jacobo miró apenado el rostro de su viejo amigo.

—¿Me creéis, majestad? —preguntó Robert, con el rostro contorsionado por la emoción.

—Mi querido Robert, ¿cómo iba a creer ni por un instante que hubierais tomado parte en un complot tan vil?

—Gracias. Con la confianza de vuestra majestad, puedo enfrentarme a todos los que me acusan.

—¿Os acusan, Robbie?

—En la Corte no se habla más que de este horrible asunto.

Jacobo puso una mano en el brazo de Robert.

—No os aflijáis, muchacho —le dijo—. El inocente no tiene nada que temer.

* * *

Sir Edward había ordenado llamar a muchas personas para interrogarlas. Weston, Franklin, Helwys y Anne Turner se verían obligados a demostrar su inocencia, aunque sir Edward no creía que pudieran hacerlo. Los sirvientes de todos ellos fueron interrogados tan meticulosamente que terminaron por confesar lo que se deseaba saber.

Northampton estaba muerto y no se le podía llevar ante la justicia, aunque Coke estaba convencido de que estuvo involucrado en el asesinato. Pero había otros dos personajes vivos que estaba convencido de que se hallaban en el centro del complot: los condes.

Coke, que no se inclinaba ante nadie en su determinación de encontrar a los verdaderos instigadores de todo, convocó a Robert Carr, conde de Somerset, para que declarara en relación con el envenenamiento de sir Thomas Overbury.

Cuando Robert recibió la citación, se quedó horrorizado. Durante mucho tiempo, se le había tratado como al hombre más importante del país. ¿Pensaba Coke que podía citarlo como si se tratara de una persona cualquiera?

Robert acudió al rey y, enojado, le contó lo que sucedía, mostrándole la citación.

Jacobo la tomó y sacudió la cabeza con tristeza.

—Vamos, Robert —le dijo—, esto es una orden del lord Justicia mayor de Inglaterra, y tiene que ser obedecida.

—Pero seguramente…

—No, muchacho. Si el lord Justicia mayor me citara a mí a declarar yo tendría que contestar a sus preguntas.

Robert se sintió angustiado, pues contaba con la ayuda de Jacobo para librarse de una situación tan desagradable y, al verlo, un gran temor se apoderó de Jacobo. No podía dejar de decirse que si Robert era totalmente inocente, no debería sentirse tan angustiado.

Lo tomó en sus brazos y lo besó tiernamente.

—Regresad pronto, Robert —le dijo—. Os esperaré con impaciencia para daros la bienvenida. Os echaré mucho de menos y bien sabéis que mi corazón está con vos.

Robert se dio cuenta de que era inútil rogarle al rey. Había sido convocado por el lord Justicia mayor y tenía que acudir.

Jacobo lo miró fijamente mientras se alejaba, y las lágrimas aparecieron en sus ojos.

—Adiós, Robert —susurró—. Adiós, querido mío. Algo me dice que ya nunca volveré a ver vuestro querido rostro.

* * *

Frances esperó a que la desolación cayera sobre ella.

Aquellos a quienes había pagado para que la ayudaran estaban en manos de la justicia y quizá, en estos mismos momentos, se estaban obteniendo sus confesiones. Seguramente, se desvelaría toda la historia de la muerte de sir Thomas Overbury. También podría quedar al descubierto el intento de asesinato de Essex, pues ese había sido el preludio del otro.

¿Quién habría podido imaginar tal golpe de mala suerte después de tanto tiempo?

Había creído que sir Thomas Overbury estaba ya muerto y enterrado en todos los sentidos. Se había tranquilizado a sí misma, diciéndose que, con el transcurso del tiempo, dejaría de soñar con él.

Y ahora, todos hablaban de él, y la pregunta más insistente del momento era: ¿cómo había muerto Thomas Overbury?

¿Qué había sucedido con la vida que iba a ser tan buena? Sentía el feto moviéndose dentro de sus entrañas, de ella y de Robert, el heredero de toda su grandeza, como se había acostumbrado a pensar. ¿Sería aquel niño el heredero de todas sus penas? ¿Pasaría por la vida con el estigma de que su madre había sido una asesina?

La vida era intolerable. Sus sirvientes guardaban silencio en su presencia. ¿Cómo podía saber lo que decían de ella cuando no les escuchaba? ¿Cómo saber lo que otros les decían de ella?

Robert ya no estaba a su lado. Había sido convocado para ayudar al lord Justicia mayor en sus investigaciones.

Uno de los sirvientes se le acercó y le dijo que acababa de llegar un mensajero que solicitaba entregarle algo en mano.

Se estremeció. Últimamente, cada mensajero que llegaba la llenaba de temor.

—Traedlo a mi presencia sin dilación —ordenó.

El hombre se presentó y, tras entregarle un documento, se retiró.

Imaginó de qué se trataba en cuanto vio las firmas. Eran las de todos los miembros de una comisión creada para investigar la muerte de sir Thomas Overbury, y entre ellas aparecía la de sir Edward Coke.

Se le exigía que se alojara en su casa de Blackfriars si es que la tenía preparada, o que acudiera a casa de lord Knollys, cerca del Tiltyard. Podía elegir entre ambas residencias pero, una vez tomada su decisión, se le exigía que se mantuviera encerrada en sus aposentos, sin que se permitiera el acceso de ninguna otra persona a excepción de los necesarios sirvientes, hasta que obtuviera el permiso de su majestad.

Esto era lo que había temido.

Se había convertido en una prisionera.

* * *

Mientras recorría su cámara de un lado a otro, Frances escuchó sonar las campanas.

Tenía el vientre abultado, pues ya estaba en su séptimo mes de embarazo, y había momentos en que deseaba estar muerta. Se le permitiría algún respiro hasta que naciera el niño; eso, al menos, se le había prometido, pero una vez que se recuperara del parto, le llegaría su turno.

Jennet estaba con ella; a veces tenía la sensación de no poder soportar los ojos de aquella mujer fijos en ella. Ahora ya no eran agresivos. Jennet estaba tan asustada como ella misma. Evidentemente, Jennet deseaba ahora no haberla llevado nunca a ver a Anne Turner.

—Quisiera que esas campanas dejaran de sonar —dijo Frances.

—Tocan por Richard Weston —le dijo Jennet.

—Parecen alegres.

—Tienen la intención de serlo… porque se ha descubierto a un envenenador y se le ha enviado al cadalso.

Silencio.

—¿Esperabais que Londres llorara la pérdida de Weston, milady?

Frances no dijo nada. Se sentó, con la cabeza inclinada, mientras los dedos, nerviosos, tironeaban de su vestido.

—Me pregunto qué dijo cuando le interrogaron.

—Nunca fue un hombre cobarde, milady.

Frances experimentó nuevos estremecimientos y Jennet le trajo un chal.

—Jennet —le pidió Frances—, acudid a ver su final y regresad para contarme todo lo sucedido.

Jennet se levantó, obediente. Al abrirse paso por entre la multitud que llenaba el Tyburn, se convenció a sí misma de que ella no tenía culpa de nada. Ella no había hecho nada. Ninguna ley prohibía presentar una persona a otra, y si luego resultaba que esas personas conspiraban para cometer un asesinato, eso no era asunto suyo.

Fue desconcertante ver a un hombre al que había conocido, conducido hacia el cadalso en el carro de los que iban a ser ajusticiados, y Jennet deseó no haber acudido. La gente no hacía más que hablar de sir Thomas Overbury.

—He oído decir que este no hizo más que administrarle el veneno y que fue bien pagado por ello.

—Por quienes podían permitirse el pagarle.

—¿Habéis oído lo que ha dicho? Dijo que estaba convencido de que al pez gordo se le permitiría escapar de la red, mientras que los pequeños eran llevados ante la justicia.

—Oh, en todo esto hay mucho más de lo que se dice. Milord y milady Somerset…

—¡Somerset!

—El rey no permitirá que se le haga ningún daño a Somerset.

Jennet se vio casi levantada en volandas, de tan apretada como estaba la multitud.

Miró hacia el cadalso de donde colgaba la cuerda. Weston hablaba con el sacerdote que le había acompañado en el carro; casi había llegado el momento y estaban a punto de colocarle el nudo alrededor del cuello, cuando llegó a la escena un grupo de hombres a caballo.

Hubo exclamaciones de sorpresa entre los espectadores cuando vieron que iban dirigidos por sir John Lidcott, que era cuñado de sir Thomas Overbury.

El verdugo se detuvo un instante, y se oyó decir a sir John:

—¿Envenenasteis a sir Thomas Overbury?

—Me juzgáis mal —contestó Weston.

Sir John se volvió hacia la multitud.

—Este hombre protege a algunos grandes personajes.

Pero el verdugo continuó con su tarea, diciendo que tenía que cumplir sus órdenes, y que Weston ya había sido condenado.

—Las cosas no quedarán así —gritó sir John—. Esto sólo es el principio.

La multitud guardó silencio mientras Richard Weston era ahorcado.

Jennet regresó después junto a su señora. Tenía muy poco consuelo que ofrecerle.

* * *

En efecto, no era más que el principio.

Un mes más tarde, Anne Turner fue sacada de la prisión, después de haber sido hallada culpable, y condenada a la horca. Ofrecía un aspecto muy hermoso, con su collarín amarillo, la moda y el color que ella siempre favoreció y que otras damas copiaron. La multitud, silenciosa, la vio dirigirse hacia su muerte y apenas se elevó ninguna voz para envilecerla.

Pero todas aquellas mujeres que poseían un collarín amarillo se hicieron el propósito de no volver a ponérselo nunca más, de modo que la moda Anne Turner murió con ella.

Durante las primeras fases de su interrogatorio hizo todo lo que pudo por proteger a Frances, pero al darse cuenta de que se conocía toda la verdad, cuando se presentaron las cartas que Frances le había escrito a Forman, cuando se le mostraron las imágenes de cera, comprendió que no servía de nada tratar de ocultar lo que ya se había descubierto.

Entonces, exclamó amargamente:

—Maldigo el día en que conocí a lady Somerset. Mi afecto por ella y el respeto por su grandeza me han conducido a esta muerte de perros.

Murió con valentía, haciendo una última confesión en el cadalso; y su hermano, que tenía un buen puesto al servicio del príncipe de Gales, esperó en una carroza y luego llevó su cuerpo a St. Martins-in-the-Fields, para que fuera enterrada decentemente.

El siguiente en morir fue sir Gervase Helwys. Su delito era que conoció los esfuerzos que se hicieron por envenenar a sir Thomas Overbury, a pesar de lo cual no hizo nada por impedir el crimen; de hecho, se convirtió en cómplice al permitir que el asesinato tuviera lugar delante de sus propios ojos.

A él le siguió Franklin.

* * *

Frances sabía que aún le quedaba un poco de tiempo, debido a su avanzado estado de gestación.

No llevarían a una mujer embarazada ante los tribunales.

—Sólo puedo hacer una cosa —le dijo a Jennet— y es morir. Nunca sobreviviré al nacimiento de mi hijo.

Jennet no pudo consolarla, de tan temerosa como se sentía por su propia seguridad. Weston tuvo razón al decir que se tenía poca misericordia con el pez pequeño.

Pero todo el mundo esperaba a que el pez grande quedara atrapado en la red, y por todo el país se extendía una gran indignación porque ya se había ahorcado a cuatro personas por el asesinato de sir Thomas Overbury, mientras que los principales instigadores del crimen todavía no habían comparecido ante la justicia.

—¿Qué puedo hacer? —gimió Frances—. ¿Qué puedo hacer?

Su hijo nació en un oscuro día de diciembre.

Las mujeres le llevaron al recién nacido y lo depositaron entre sus brazos.

—Es una niña —le dijeron.

Miró a la niña y la piedad que sintió por su situación fue tan grande que las lágrimas rodaron sobre el rostro de la pequeña.

—La niña ha nacido y todavía estoy con vida —dijo—. Oh, ¿qué será de mí?

Se sentía completamente desesperada porque sabía que pronto tendría que comparecer ante la justicia.

Se le ocurrió pensar que si imponía a su hija el nombre de Anne, por la reina, ésta podría sentirse complacida con su gesto y seguramente haría algo para ayudar a alguien que llevaba su mismo nombre. ¿Y cuál sería la mejor forma de ayudar a esta pequeña si no era demostrando un poco de consuelo por su madre?

Así pues, se bautizó a la pequeña lady Anne Carr, pero tanto la reina Ana como toda la Corte lo pasaron por alto.

Frances comprendió entonces que no habría ningún tratamiento especial para ella. Tendría que presentarse ante los jueces.