La boda

¡Overbury muerto!

Frances estaba aturdida de júbilo. Pero ¿qué sucedía con el divorcio? Oh, si fuera posible ponerle un enema al arzobispo de Canterbury.

Sabía por Robert y por su tío abuelo que, si no fuera por el arzobispo de Canterbury, ya habrían conseguido el divorcio. Por lo visto, aquel viejo chocho tenía una conciencia y ni siquiera el temor a desagradar al rey era suficiente para inducirle a actuar en contra de su conciencia.

«Pero, santo cielo, si dos personas desean divorciarse la una de la otra, ¿no pueden hacerlo?», preguntaba Frances. ¿Qué tenía eso que ver con vejestorios que ya habían terminado con la vida y no podían comprender las pasiones de los jóvenes?

El rey, ávido por acabar de una vez con el tema, porque era causa de muchas habladurías tanto dentro como fuera de la Corte, envió a buscar al arzobispo y le preguntó cómo progresaba la causa.

George Abbot ofrecía un aspecto muy serio.

—Es una causa que no me gusta nada, majestad —dijo.

Jacobo lo miró con impaciencia.

—Vamos, hombre, todos nos encontramos a veces ante problemas que no nos gustan. Lo mejor que se puede hacer en tales casos es realizar el trabajo con la mayor celeridad posible y acabar de una vez con la cuestión.

—Majestad, esta no es una cuestión que se pueda dilucidar con un no o un sí, y me entristece que me reprochéis por escuchar lo que me dicta mi conciencia.

—¿Qué tristeza puede suponer para vuestra conciencia el que lady Essex deje de ser la esposa del conde de Essex?

—No es asunto mío que lady Frances sea la esposa del conde de Essex o de otro hombre, majestad. Pero no puedo dictaminar un veredicto si no lo creo justo. Ese es mi problema, majestad. Tengo cincuenta y un años y nunca he hecho caso omiso de mi conciencia cuando se ha tratado de cumplir con mi deber. Me entristece desagradar a su majestad, y me siento desolado al ver que este veredicto tiene importancia para vos. Pero si os digo que sí cuando mi conciencia me dice no, podríais decir que un hombre que no hace caso a su conciencia, tampoco merece que se confíe en él para servir a su rey.

Jacobo se dio cuenta de que el arzobispo se sentía profundamente conmovido, y su sentido de la justicia le obligó a admitir que el sacerdote tenía razón.

Pero ¿por qué armar tanto lío? Robert no se sentiría feliz hasta que no tuviera a su esposa; los Howard también estaban impacientes porque se celebrara la boda.

A pesar de todo, puso una mano suavemente sobre el brazo del arzobispo.

—Sois un hombre honesto, lo sé muy bien. Pero es mi deseo que lady Frances se divorcie del conde de Essex.

* * *

El arzobispo estaba arrodillado. Era una prueba de fortaleza. Si perdía el favor real debido a esta cuestión, pues lo perdería. Un hombre de Dios tenía que obedecer a su conciencia.

Se sintió fortalecido al incorporarse; ahora sabía exactamente lo que le diría a la comisión cuando se reuniera. Les iba a demostrar a todos que no existía una verdadera razón por la que tuviera que romperse este matrimonio, excepto la de que había dos personas que deseaban casarse, una mujer perteneciente a una familia de influencia, y otra que era el favorito del rey. Si se concedía este divorcio, ello supondría un duro golpe a la institución del matrimonio en todo el país. Sería algo que jamás se olvidaría; las mujeres acusarían a sus esposos de impotencia cuando quisieran casarse con otro. Todo aquello en lo que él creía como hombre de la Iglesia, gritaba en contra de un veredicto afirmativo.

Pudo percibir el poder de su elocuencia. Estaba convencido de que podía inducir a aquellos hombres a seguir el camino correcto, incluso a aquellos que hubieran recibido favores del rey, mientras que aquellos a quienes se les habían prometido, tendrían que rechazarlos en beneficio de sus almas inmortales.

Sabía que podía contar con cinco hombres honestos, encabezados por el obispo de Londres. Esos hombres votarían lo que consideraran correcto, al margen de cuáles fueran las consecuencias. Pero ¿y los restantes siete? No estaba seguro de ellos, aunque sabía que algunos ya habían cobrado sus sobornos.

Esperó con una gran seguridad en sí mismo la llegada de los comisionados a Lambeth. Se sentía bien preparado e inspirado. Les hablaría con el celo y el fuego de la verdad; les haría comprender el pecado que cometían al vender su derecho a decidir a cambio de riquezas y honores.

Una vez que estuvieron reunidos, se levantó para hablar, pero antes de que pudiera hacerlo llegó un mensajero del rey y dijo ser portador de una orden de su majestad.

—Os ruego que nos la comuniquéis —dijo el arzobispo.

—Ordena, milord, que no paséis más tiempo hablando los unos con los otros. Su majestad ordena que pronunciéis el veredicto, y nada más.

El arzobispo se desinfló. Nunca llegaría a pronunciar el brillante discurso que había preparado. Observó que los hombres de quienes sospechaba que iban a votar a favor se mostraban encantados, impacientes por acabar con el asunto y retirarse, habiendo ganado sus favores.

No se podía desobedecer una orden del rey. Así pues, se produjo la votación.

Cinco votos en contra del divorcio; siete a favor.

—¡Por mayoría! —exclamó Northampton al enterarse de la noticia— ¡Por fin hemos triunfado!

Frances recibió la noticia con entusiasmo.

¡Overbury había muerto! Ella misma ya no era la esposa de Essex y estaba libre para casarse con el hombre al que amaba.

Todo aquello que había anhelado, y por lo que tanto había intrigado era finalmente suyo.

—Soy la mujer más feliz del mundo —le dijo a Jennet.

* * *

Jacobo se sintió complacido por haber solucionado por fin aquella desagradable cuestión. Ahora, podía olvidarse del asunto. Que Robert se casara tan pronto como quisiera y que todos olvidaran que Frances Howard había sido alguna vez Frances Essex.

Había otros problemas. Era una verdadera pena ver a los comerciantes que visitaban el palacio y amenazaban a los sirvientes con no suministrar nada más mientras no se pagaran sus facturas. No era nada extraño que la gente comparara a este Estuardo con los Tudor. ¿Podía imaginarse a alguien exigiéndole a Enrique VIII o a Isabel que cancelara sus facturas?

Jacobo tenía poca dignidad real; estaba demasiado dispuesto a reírse de sí mismo y a comprender el punto de vista de los demás. Pero, en cualquier caso, no podía tolerar que los comerciantes exigieran el pago de las facturas y habló con Robert del asunto.

—Es una situación lamentable, Robbie. Y aquí me tenéis, con el deseo de ofreceros la boda más grandiosa que se haya visto jamás en la Corte.

—Su majestad no debe pensar en mí. Ya habéis sido muy generoso.

—No tenéis nada más de lo que os merecéis, muchacho. Parecéis triste. ¡Y vos sois el novio!

—Me entristece la difícil situación en que se encuentra vuestra majestad.

—Ah, que Dios os bendiga, muchacho, pero el viejo papá ya se ha encontrado antes con dificultades. Encontraremos una forma de salir de esta.

Robert pensó, efectivamente, en una forma. Entregó veinticinco mil libras para el tesoro.

Cuando Jacobo se enteró de su gesto, lloró de emoción.

—Mi querido y encantador muchacho —decía—. Que Dios bendiga su atractivo rostro.

Y conocía una forma de recompensar a su muchacho.

—Robbie —le dijo un día—, parece que vizconde de Rochester es un título que no os hace justicia.

—Me siento agradecido por haberlo recibido de manos de vuestra majestad.

—Lo sé, muchacho. Pero quisiera veros al mismo nivel que los mejores. Lo estáis, desde luego, pero quiero que todo el mundo lo reconozca. Vais a ser conde.

—¡Majestad!

—Ese es mi regalo de bodas para vos y milady.

—Majestad, ¿cómo podría…? ¿Qué puedo…?

—Os lo merecéis, muchacho.

La mirada de Robert estaba encendida por el entusiasmo. ¡Qué complacida se sentiría Frances!

Pocos días más tarde, Jacobo lo nombró conde de Somerset.

* * *

Frances estaba siendo vestida por sus doncellas. Había elegido el blanco para el vestido de novia y llevaba diamantes; con el cabello dorado cayéndole sobre los hombros, nunca había parecido tan hermosa como en este día.

Se negó a pensar en el cuerpo muerto de sir Thomas Overbury, pero fue significativo que tuviera que hacerse tal propósito. ¿Por qué pensar en un hombre que ya había muerto? ¿Qué era él ahora para ella?

—Oh, milady —exclamó una de las doncellas—, nunca hubo una novia más hermosa.

Jennet le colocaba el collar blanco alrededor del cuello, con la mirada baja.

—Tal como debe ser una novia —dijo la dicharachera doncella—. Dicen que el blanco es por la inocencia.

Frances se volvió para mirar intensamente a la doncella; ¿había captado una mirada subrepticia entre ella y una de las otras? ¿Murmuraban sobre ella por los rincones?

Tuvo que contener el impulso por abofetearla.

Tenía que permanecer vigilante.

Se volvió a Jennet, que todavía mantenía la mirada baja. ¿Era una tenue sonrisa la que vio curvándose en sus labios?

No se atreverían, se dijo a sí misma. Se sentía agotada. Pero ¿acaso sería siempre así en el futuro? ¿Tendría que permanecer siempre vigilante, furtiva, preguntándose cuánto sabían los demás?

* * *

Frances fue conducida a la capilla de Whitehall por su tío abuelo Northampton y por el duque de Sajonia, que se hallaba de visita en Inglaterra.

Esta boda atrajo tanta atención y a casi tanta nobleza como la de la princesa Elizabeth. El rey había expresado su deseo de que no se reparara en gastos; Whitehall sería el escenario, y el salón de banquetes se preparó y decoró con una generosidad que rivalizó con la demostrada para la boda de la hija del rey.

El deseo de Robert Carr de tener una esposa no había disminuido en modo alguno el afecto que le profesaba el rey; y ahora que el favorito tenía su condado, parecía que ya no podría ascender más. Su tarea en el futuro consistiría en mantener su puesto en los pináculos del poder.

Principal asesor y favorito del rey, unido en matrimonio con la familia más poderosa del país… Parecía que por fin podría sentirse seguro.

Cuando el obispo de Bath y Wells la casó con Robert, Frances no pudo evitar el pensar en aquella otra ocasión en que aquel mismo hombre la había casado, en aquel mismo lugar, con otro Robert. Apartó de su mente ese recuerdo con toda la premura que pudo; ahora ya no necesitaba pensar nunca más en Robert Devereux. Todo debería ser como si jamás se hubiesen conocido. Ahora, él podía seguir su camino y ella el suyo.

Tenía que ser feliz. Aquí estaba Robert, sonriente, a su lado; y no cabía la menor duda acerca de su satisfacción. Estaba por fin respetablemente casado; ya no habría más encuentros secretos, más mensajes furtivos.

Ya no habría más temor…, sólo éxtasis.

El salón de banquetes ofrecía una escena de gran magnificencia. El rey, la reina y el príncipe de Gales ocupaban sus puestos. Junto al rey se sentaba la novia, y junto al novio se sentaba la reina.

Se retiró un cortinaje para dejar al descubierto una escena de tal fantasía que todos los que la contemplaron se quedaron mudos de asombro. Por encima se observaba una impresión de nubes inteligentemente pintadas, y por debajo se extendía un mar en el que botes parecían moverse como si se vieran impulsados por el viento. A ambos lados del paisaje marino se levantaban promontorios, rocas y bosques. Aparecieron entonces los danzarines, cada uno de ellos significativamente ataviado para indicar una cierta cualidad. Primero aparecieron los villanos: Error, Rumor, Curiosidad, seguidos por Armonía y Destino, este último representado por tres hermosas muchachas. Luego estaban el Agua y el Fuego, la Tierra y la Eternidad, seguidas por los Continentes, África, Asia y América. Los ropajes eran de colores brillantes y se habían diseñado para dar a los espectadores una clave acerca de lo que sus portadores representaban antes de que entonaran canciones explicativas.

La reina Ana, que disfrutaba con tales espectáculos más que ningún otro miembro de la familia real, lo observaba todo atentamente, a la espera del momento de que la convocaran para representar su pequeño papel, pues no podía soportar que la dejaran al margen en tales ocasiones, y cuando los tres Destinos se adelantaron hacia ella con un árbol dorado, arrancó una de sus ramas y se la presentó a uno de los caballeros, que se adelantó y se arrodilló para recibirla. Fue este el momento en que apareció un coro que rompió a cantar, ensalzando las virtudes de la pareja de recién casados.

Entonces, desde las columnas doradas que se levantaban a cada lado del enorme escenario, aparecieron seis personajes enmascarados, cuyas vestiduras relumbraron al adelantarse hacia el real grupo, la novia y el novio.

Empezaron a bailar, a girar, retorcerse y saltar y, mientras lo hacían, cantaron:

* * *

Cantemos ahora las delicias del amor,

pues sólo él es esta noche el señor.

Algunos prefieren la amistad entre hombre y hombre,

pero yo prefiero el afecto entre hombre y esposa.

¿Qué bien puede haber en la vida,

si de él no se derivan frutos?

Marcado está el árbol que en la mala hora

no produce fruto ni flor.

¿Cómo puede perpetuarse el hombre,

si no es en su propia posteridad?

* * *

Todos aplaudieron, incluso el rey, a quien podría haberle parecido una estupidez por derecho propio de no haber sido porque entre él y la reina se sentaba su propio hijo, un príncipe tan alto, atractivo y encantador como lo fuera el hermano que había muerto.

Los cortinajes cayeron y, al levantarse de nuevo, apareció una escena de Londres y el Támesis, con barcas desde las que desembarcaron unos alegres marineros para ejecutar sus danzas y cantar sus canciones.

Frances, que observaba todo el espectáculo que se había organizado para su satisfacción, decidió hacer a un lado aquellas pequeñas e incordiantes preocupaciones que la dominaban. El futuro iba a ser glorioso. Nadie le pediría que viviera en el campo con su nuevo esposo. Sería la permanente alegría de la Corte, y no habría mujer más respetada que la condesa de Somerset pues su esposo era el verdadero gobernante de Inglaterra en todo, excepto en el nombre.

«¡Qué feliz soy!», pensó. Pero le parecía necesario seguir recordando que lo era.

Robert no abrigaba tales escrúpulos; se sentía verdaderamente feliz. El complicado divorcio era cosa del pasado. Ahora estaba verdaderamente casado con la mujer a la que amaba, y Jacobo se comportaba como un padre bondadoso a quien todo le parecía poco para honrar a su querido hijo.

Cierto que tenía enemigos, pero eso era inevitable. Muchas de las personas que se hallaban reunidas aquí esta noche, y que le habían traído costosos regalos, estarían dispuestas e incluso ávidas por revolverse contra él mañana si perdiera el favor del rey. Esa era la naturaleza humana y algo para lo que todo hombre debía estar preparado.

Northampton era amigo suyo. Estaba seguro de eso. Ahora existía entre ambos un vínculo familiar y era bueno tener por amigo a alguien tan fuerte. Los regalos que le había hecho demostraban al mundo lo mucho que aquella boda contaba con su aprobación. Sólo la bandeja de oro debió de costarle unas mil quinientas libras, y la espada que le regaló a Robert tenía una empuñadura y una vaina de oro puro. Los regalos de Jacobo superaron, naturalmente, a todos los demás; el condado no era reconocido universalmente como un regalo de bodas, de modo que recibió del rey joyas por valor de diez mil libras.

Eran ricos, eran poderosos y estaban enamorados. ¿Qué más les podía faltar?

Había algunos hombres, sin embargo, que inquietaban a Robert. Uno de ellos era sir Thomas Lake, un hombre ambicioso que ya había estado en la Corte en tiempos de la reina Isabel, donde actuó como secretario de sir Francis Walsingham. Lake había cortejado asiduamente al nuevo conde de Somerset y, como regalo de bodas, le entregó seis hermosos candelabros; pero esperaba ávidamente nuevos ascensos, y Robert no confiaba del todo en su amistad.

Estaba sir Ralph Winwood, que le había demostrado una gran deferencia, pero allí estaba, con sus sencillas vestiduras, negándose a ponerse sedas, brocados o exquisitas joyas. Era un rígido puritano y deseaba que todos lo supieran; y cuando hablaba lo hacía de un modo tan sencillo como sus ropajes. A pesar de todo, se trataba de un hombre ambicioso y, tras regresar a Inglaterra después de haber servido en el extranjero, se dio cuenta rápidamente de que para progresar en su país tenía que hacerse amigo del favorito del rey.

Había otro que inquietaba a Robert. Se trataba del conde de Gondomar, el nuevo embajador español, un caballero muy elegante, de modales atractivos, siempre escrupulosamente ataviado, galante en extremo, pero con un par de ojos negros continuamente alerta, a los que pocas cosas se escapaban.

Robert sospechaba que Gondomar había puesto sus entrenados ojos en él, y entre los regalos que llegaron había un joyero lleno de joyas que sospechaba debían de valer por lo menos trescientas libras. El conde de Gondomar deseaba fervientemente, según decía la nota que lo acompañaba, que este pequeño presente constituyera un placer para el novio.

La vista de aquellas joyas asombró a Robert, porque, según había oído decir, se comentaba que algunos ministros recibían sobornos de España. Eso era algo que él jamás haría, y cuanto más miraba aquellas joyas, tanto más inquieto se sentía, pues le parecía que en aquel pequeño joyero había más que un simple regalo de bodas.

Le escribió de inmediato al conde para decirle que había sido muy amable por su parte al enviarle un regalo tan distinguido, pero que él nunca aceptaba nada sin haber obtenido antes el permiso del rey.

Tal comentario debió de parecer muy insólito para el embajador español, que contaba con muy buenos amigos en la Corte inglesa. Eso significaba que este conde de Somerset era un hombre de lo más extraordinario porque no se le podría ganar con sobornos.

Cuando Robert le contó el incidente a Jacobo, el rey le sonrió tiernamente.

—Aceptad las joyas, Robbie —le dijo—. Sé que estáis más allá de cualquier intento de soborno. De modo que le habéis escrito al español, ¿eh? Bien, bien, le sentará bien saber que hay un hombre honesto en Whitehall.

Así pues, Robert aceptó las joyas pero ahora, al ver al conde en el banquete de bodas, recordó el incidente.

Tendría que llevar mucho cuidado ahora que no contaba con Overbury para ayudarle.

Frances observó su mirada perpleja y le susurró:

—¿Os preocupa algo, cariño?

Robert se apresuró a sonreírle.

—No, pensaba sólo en el pobre Tom Overbury, y me entristeció recordar cómo nos separamos y el hecho de que ya nunca volveré a verle.

Un estremecimiento recorrió el cuerpo de Frances.

«¡Y esto el día de nuestra boda! —hubiera querido gritar—. Hemos ganado. Estamos juntos. ¿Es que no vamos a olvidar nunca?»

* * *

Así que por fin estaban juntos. Robert se sentía feliz.

—Ahora ya no necesitamos temer ser espiados —dijo—. Estamos legalmente casados. Así es como siempre quise que fuera.

—Y yo también, amor mío —le aseguró ella.

Si él supiera cuánto había trabajado para que llegara este momento, cuánto había intrigado y planeado, primero en contra de Essex, y luego contra Overbury.

Anhelaba contárselo, para que comprendiera la medida de su amor por él. Hubiera querido gritarle: «¡Esto es lo que he hecho por ti!».

Pero no se atrevió. Se sentiría conmocionado más allá de lo imaginable. Si lo supiera, hasta era posible que cambiara sus sentimientos hacia ella.

No, debía disfrutar de esta noche perfecta, pues perfecta había de ser.

Y, sin embargo, cuando Robert le hizo el amor, Frances no pudo apartar de su mente aquellas figuras de cera, a la mujer desnuda con el pelo que parecía real, tumbada en el diminuto diván, con el modelo de cera. Casi pudo oler el abrumador incienso que desprendía el humo en la estancia del doctor Forman.

Y fue como si un fantasma burlón se encontrara en aquel aposento. El fantasma de sir Thomas Overbury que, apenas poco antes, había sido asesinado en la Torre de Londres.

* * *

Pero al día siguiente volvió a ser la joven novia alegre. Las fiestas de Navidad y los espectáculos organizados con motivo de la boda tuvieron lugar casi al mismo tiempo, pues la pareja se casó el 26 de diciembre. A ello siguió una semana de festividades por el Año Nuevo que se avecinaba, y que Jacobo quiso celebrar con un espectáculo de máscaras y con festines tan grandes como el de Navidad.

El Día de Año Nuevo, Frances estaba orgullosamente sentada en el estrado levantado en el palenque, como miembro del real grupo, al que ahora pertenecería, pues Robert siempre estaba cerca del rey y, en el futuro, ella siempre estaría cerca de Robert.

«Nunca, nunca nos separaremos», le dijo ella.

Ese día participaban en la justa los señores más nobles, y les parecía un honor ostentar los colores amarillo y verde del conde de Somerset, o el blanco y mora de la casa de Howard.

«Así es como será todo en el futuro —pensó Frances—. Se nos dedicarán toda clase de honores vayamos adonde vayamos.»

El Lord Mayor de Londres, en cumplimiento de las órdenes del rey, alojó a la real pareja y la gente observó los desfiles que pasaban por la calle.

Entre las gentes se extendían algunos murmullos y los hombres y mujeres se intercambiaban bromas: si os cansáis de vuestros maridos, queridas damas, podéis alegar que son impotentes. Estaréis en noble compañía.

—¿Quién es este escocés? —preguntaban otros—. ¿Por qué se nos aplican impuestos para comprar sus joyas? Ya va siendo hora de que el rey se libre de sus perros falderos.

Pero disfrutaron de los desfiles, y la joven condesa de Somerset era realmente una novia muy hermosa, que sonreía y saludaba a la gente con una actitud amistosa, de modo que todos se olvidaban de su enfado cuando la miraban.

Uno de los regalos recibidos por Frances había sido una elegante carroza, pero ni ella ni Robert tenían caballos lo bastante buenos como para tirarla, y tampoco se los pudieron procurar antes del desfile. Como quiera que sir Ralph Winwood era un buen conocedor de los caballos y poseía algunos de los mejores de Inglaterra en sus establos, Robert le pidió prestadas dos parejas para la ocasión.

Por toda contestación, sir Ralph le regaló los caballos de inmediato. «Para que una gran dama como la condesa de Somerset no utilice caballos prestados», escribió en la nota, en la que le rogaba que los aceptara como regalo.

Frances, encantada, le mostró la nota a Robert, que frunció el ceño.

—Amor mío —le dijo—, debemos ser muy cuidadosos al aceptar regalos.

—Pero él tiene muchos caballos, y desea regalarnos estos.

—Lo que él desea es un puesto en la Corte. Creo que aspira a ocupar la secretaría. No puedo inducirle a pensar que al regalaros cuatro exquisitos caballos, puede comprar de ese modo mi apoyo para sus aspiraciones.

Escribió inmediatamente una nota de agradecimiento a Winwood, diciéndole que su esposa no podía aceptar un regalo tan costoso; pero Frances se mostró tan decepcionada y Winwood tan anhelante por hacerle el regalo, que Robert cedió al fin, de modo que Frances recorrió las calles de la ciudad en una exquisita carroza tirada por los caballos más magníficos que se hubieran visto.

Y sir Ralph Winwood, que la observaba, se felicitó a sí mismo por haber hecho lo que más le convenía.

* * *

Debería haberse sentido muy feliz, pues Robert era un esposo tierno; a ella le encantaba su simplicidad y le parecía maravilloso que alguien que había vivido durante tanto tiempo en la Corte hubiera conservado su candor.

Robert era muy diferente a ella. ¿Era esa la razón por la que le amaba tan apasionadamente? Quizá. Pues su amor no disminuyó con el matrimonio sino que, en todo caso, se incrementó.

No obstante, a veces se despertaba por la noche, sudorosa por el terror. ¡Qué extraño, cuando antes nunca le había martirizado la conciencia! Durante todo el tiempo en el que trabajó para conseguir su objetivo no pensó más que en una cosa: el éxito. Y ahora que lo había logrado, era incapaz de olvidar el camino que tuvo que seguir para conseguirlo.

¿Qué había iniciado todo esto? ¿Acaso la mirada en los ojos de Jennet cuando le habló con palabras cortantes? ¿Le recordaba Jennet con aquella mirada que ella sabía muchas cosas?

Jennet siempre había sido una mujer descarada; le demostraba respeto, cierto, pero a menudo detectaba un matiz burlón por debajo del respeto.

—Jennet —le dijo una vez—, ¿os gusta este vestido? Apenas me lo he puesto y creo que os sentaría muy bien.

Jennet lo aceptó con algo menos de la gratitud que debería haber demostrado una doncella por su señora.

—Juraría que nunca os pusisteis aquel vestido —dijo Frances otro día.

—No, milady.

—Y, sin embargo, parecisteis sorprendida al poseerlo.

—Sé que milady se siente agradecida conmigo. Hemos pasado juntas por tantas cosas… para llegar a esta… felicidad.

Frances recordó entonces la estancia en penumbras, el incienso, la voz baja y casi acariciante del doctor Forman, y a Jennet observándolo todo entre las sombras.

Le hubiera gustado poderse librar de Jennet, pero aquella mujer sabía demasiado. No se atrevía.

¡Ella, Frances Howard, no se atrevía a desembarazarse de una sirvienta!

No era nada extraño que, a veces, se despertara asustada.

* * *

—Milady, hay una mujer que quiere veros.

—¿Una mujer? Preguntadle qué desea. No…, no… Un momento. ¿Qué clase de mujer es?

Volvía a sentirse afectada por el temor. Debía actuar con cuidado. Tenía muchas cosas que ocultar.

—Es una mujer de aspecto respetable, milady.

—La veré. Hacedla pasar.

La acompañaron hasta la estancia y cerraron la puerta, dejándolas a solas.

—Soy la señora Forman, milady. Fuisteis amiga de mi esposo, el fallecido doctor Forman.

—Creo que estáis equivocada.

—Oh, no, milady. Le escribisteis a menudo, ¿recordáis? Él os llamaba su hija, y vos a él su «dulce padre».

—¿Quién os ha dicho eso?

—Él solía mostrarme sus cartas. Todavía las conservo. Como comprenderéis, yo fui su esposa y trabajé para él. Esa es la razón por la que, ahora que no está, y que me veo atribulada por malos tiempos, he pensado que una buena amiga del doctor como lo fuisteis vos…

La mujer no tenía que darse cuenta del miedo que experimentaba. Así pues, le sonrió y dijo:

—No os preocupéis, si los tiempos son malos para vos, debéis permitidme que os ayude.

Darles dinero. Eso era fácil. Había mucho dinero.

* * *

—Milady —dijo el doctor Franklin—, las pociones que os procuré fueron muy costosas. Mis experimentos me exigieron un uso muy generoso de ingredientes. Descuidé a otros clientes mientras os servía y he calculado que este año he perdido doscientas libras a consecuencia de ello.

—¿Doscientas libras, sólo en este año?

—Doscientas libras en un año, milady, serían suficientes para satisfacerme, quizá con algún extra para alimentos y el alquiler del bote.

Franklin le sonrió, con la perezosa sonrisa que otorga el poder. Estas gentes ya no eran tan humildes como lo habían sido. Habían trabajado para ella y, como consecuencia de ello, había muerto un hombre. Y eso era algo que no podían olvidar tan fácilmente.

* * *

¿Cuántos más habría como ellos?, se preguntó. Estaba Margaret, la doncella de la señora Turner, que se había ocupado de realizar numerosos recados para encontrar lo que la dama necesitaba; y también estaba Stephen, el criado de la señora Turner. Todos ellos deseaban recibir sus pequeñas recompensas, el dinero con el que vendían su silencio.

Estaba la propia señora Turner; no es que ella hiciera algo tan vulgar como pedir dinero. Pero, después de todo, habían sido muy buenas amigas, ¿verdad? Esa amistad no debía interrumpirse porque ambas habían alcanzado el éxito juntas.

—Mi dulce milady —dijo Anne Turner—. Os confieso que nunca me siento feliz hallándome lejos de vos. Trabajamos muy bien juntas, ¿verdad? Quizá sea una tontería por mi parte, pero casi lamento que hayamos completado con éxito nuestra tarea y ya no pueda serviros como antes.

En consecuencia, la señora Turner fue invitada a menudo a la casa del conde y la condesa de Somerset, y para ella constituyó un gran placer volver a estar en la Corte.

Así pues, por mucho que Frances intentara olvidar a sir Thomas Overbury, la gente no se lo permitía. Parecía como si cada día hubiera alguien o algo que se ocupara de recordárselo.

Enfermó y Robert se sintió inquieto.

—¿Qué achaque os aflige, amor mío? —le preguntó—. Parecéis nerviosa. ¿Estáis preocupada?

—No, Robert —le contestó—. Estoy bien.

—Pero si no lo estáis —insistió él con ternura—. Habéis cambiado. Los demás se han dado cuenta.

—Creo que ese prolongado retraso por lo del divorcio me alteró más de lo que quise admitir. Anhelaba tanto que todo terminara.

—Pues ahora que ha terminado, podemos olvidarnos de eso.

«Quizá podáis vos —pensó ella—. Pero ¿cómo puedo olvidarlo yo?»

Le había parecido muy sencillo asesinar a un hombre que se interpuso en su camino. Pero, por lo visto, no lo era tanto.

Overbury la obsesionaba. Su fantasma no le permitiría que lo olvidara. Cierto que ella no veía a ningún fantasma, pero se decía que los fantasmas adoptaban formas muy diversas, y no siempre tenían que materializarse para dejarse sentir.

Robert, alarmado por su estado de salud, alquiló una casa en Kensington para ella, pero al ver que no mejoraba se marcharon a Chesterfield Park. Robert decidió entonces que debía ver al médico del rey, y el propio Jacobo insistió en que así lo hiciera. No soportaba ver preocupado a su Robbie después de todos los problemas por los que pasó para conseguir que se casara.

Así pues, Robert compró una casa en Isleworth, y Burgess, el médico del rey, atendió a la condesa.

No comprendía qué estaba socavando la salud de la condesa, pero se mostró convencido de que mejoraría con la llegada de la primavera.

Fue un invierno frío; hasta el Támesis se congeló y no hubo forma de escapar de los crudos y helados vientos.