Asesinato en la Torre

El conde de Essex se quedó asombrado, no porque su esposa deseara el divorcio, sino por la razón que dio para desearlo. ¡Le acusaba de impotencia! Se encolerizó. ¡Cómo se atrevía a hacer tal afirmación cuando no le había dado en ningún momento una sola oportunidad de demostrar si lo era o no!

Si existía justicia en el país, pronto se descubriría su embuste.

Arthur Wilson, convertido en su confidente, no se mostró disgustado al enterarse. Estaba convencido de que, gracias a su vigilancia, había impedido que el conde fuera envenenado por orden de su esposa. Si Essex se divorciaba, fuera cual fuese el medio, escaparía para siempre de la maligna influencia de aquella mujer, se casaría y llevaría una vida normal y eso, en opinión de Wilson, sería una situación muy deseable.

—Milord —le dijo—, considerad lo siguiente: veros libre de la condesa será lo mejor que os haya ocurrido.

—Tenéis razón.

—En tal caso, si os oponéis al divorcio, estaréis vinculado a ella durante el resto de vuestra vida, y mientras eso continúe así, estoy convencido de que corréis peligro.

—¿Os habéis enterado de la queja planteada contra mí? —preguntó Essex.

—Cuando os hayáis librado de ella —dijo Wilson con un encogimiento de hombros—, cuando volváis a casaros, vuestros hijos demostrarán que esa mujer es una embustera. Será demasiado tarde para actuar de acuerdo con ese descubrimiento, pero os habréis librado de ella.

—Será un gran alivio saber que he dejado de estar vinculado con ella.

—Lo será para los dos, milord. No tendré que vigilar constantemente para evitar que os suceda nada malo.

El conde puso la mano sobre el hombro de Wilson.

—Os debo mucho, amigo mío —le dijo.

—No hay que hablar de deudas, milord. Ofrezco mis servicios por lo que son, con todo mi corazón y fortaleza; y a cambio de ello, aunque no hay necesidad de ninguna transacción, cuento con vuestra amistad. De modo que si se hablara de pagos entre amigos, cada uno de los dos habría dado y tomado del otro.

—Que Dios os bendiga, Wilson.

—¿Quiere eso decir, milord, que no os opondréis al divorcio?

—Anhelo recuperar mi libertad tanto como vos anheláis que la tenga. Sin duda alguna, tendré que contestar preguntas y debo decir la verdad, pero haré saber a todos que me siento tan ansioso como ella de cortar el lazo que nos une.

—En ese caso, milord, y por primera vez, confiaré y rezaré para que la condesa tenga éxito en lo que se propone hacer.

* * *

El rey llamó al arzobispo de Canterbury, un hombre por quien sentía una gran admiración.

George Abbot se había encumbrado hasta el puesto más alto de la Iglesia gracias a su gran habilidad, un hecho que le granjeaba la simpatía de Jacobo. Surgido de unos orígenes humildes, era hijo de un trabajador de paños en Guildford, y había nacido en una pequeña casa de campo. Ya desde el principio destacó por su brillantez, aunque eso también era común en esta familia, pues George tenía dos hermanos, ambos extremadamente inteligentes y destinados a abrirse paso en el mundo; George, sin embargo, pudo brillar con luz propia, incluso en una familia de estas características.

Había estudiado en Oxford, tomado las sagradas órdenes y mostrado muy rápidamente sus extraordinarios dones; a pesar de su falta de abolengo familiar, ascendió continuamente a lo largo de los años en su profesión hasta que consiguió el obispado de Londres.

Educado según un estilo estrictamente puritano, siempre se aferró firmemente a sus principios; Jacobo apreciaba su integridad y su capacidad para discutir de teología, lo que atrajo el interés del rey.

Cuando quedó vacante el puesto de arzobispo de Canterbury, Abbot quedó más sorprendido que nadie cuando Jacobo se lo ofreció, aunque también encontró partidarios en Salisbury, que por entonces era el lord Tesorero principal, y en el lord Canciller Ellesmore, así como en un estadista en ascenso llamado sir Ralph Winwood. Era natural que tuviera también enemigos, entre los que se contaban quienes eran amigos secretos de España, dirigidos por el conde de Northampton.

En cuanto el arzobispo llegó a Whitehall, Jacobo le explicó por qué le había mandado llamar.

—Milord arzobispo —le dijo—, la condesa de Essex busca divorciarse de su esposo. —El rictus de la boca de Abbot se endureció; como puritano, no aprobaba el divorcio—. Se trata de un caso especial —siguió diciendo Jacobo—. Parece ser que el conde es impotente.

—Majestad, me siento en la obligación de expresaros lo mucho que aborrezco el divorcio.

—Todos compartimos ese aborrecimiento —asintió Jacobo rápidamente, con un gesto de la mano, como queriendo quitarle importancia—. Pero hay situaciones en las que es necesario realizar tareas desagradables. Quiero que juzguéis la cuestión y procuréis que la condesa se vea libre de una unión que no encuentra favor a los ojos de Dios, que nos ordena fructificarnos y poblar la Tierra.

—Majestad…

—Ya os he dicho que el conde es impotente. ¿Cómo puede obedecer la condesa el mandato divino si su esposo es incapaz de actuar?

—Su majestad me ordena…

—Que estudiéis el caso y concedáis el divorcio.

—Majestad, para juzgar la cuestión, os ruego que se convoque también a otros obispos para que me ayuden.

Jacobo consideró esta petición.

Significaría un poco de retraso antes de que Robbie lograra su deseo, pero sería interesante ver cómo se peleaban los obispos entre sí. Les haría entender cuál debería ser su veredicto, pues no había que decepcionar a Robbie, pero se trataba de una petición bastante justa, y tenía que procurar ser siempre justo.

—Está bien. ¿A quién sugerís?

Abbot pensó rápidamente.

—Creo que a los obispos de Londres, Ely y Lichfield, y quizá algún otro.

Jacobo asintió con un gesto. Sí, sería interesante escucharlos discutir juntos. Abbot sería un obstáculo, pues aunque el rey le hiciera saber sus deseos, no actuaría en contra de sus creencias. Era de esa clase de hombres. Enrique VIII, el antepasado de Jacobo, podría haberlo enviado a la Torre, pero no Jacobo, que sentía respeto por los principios de un hombre, sobre todo si tenía poder para expresarlos.

Emitió una ligera risa. Esperaría con expectación las discusiones pero, al mismo tiempo, estaba decidido a que no se le escatimara a Robbie el cumplimiento de su deseo.

—Adelante —le dijo—. Formad vuestra comisión. Y procurad que no se produzcan retrasos, pues ya estoy impaciente por ver solucionada esta desagradable cuestión.

* * *

Frances se veía perturbada por pesadillas, pero no sólo se trataba de sueños, sino que tenían sus raíces en hechos y, a veces, se despertaba sobresaltada recordando algún sueño, para darse cuenta de que el mal de su sueño podía apoderarse de ella, si tenía mala suerte.

Una mañana se despertó empapada de sudor y temerosa. Overbury estaba en la Torre, pero era un hombre que había vivido siempre de su pluma, y todavía podría utilizarla desde allí; acababa de soñar que lo había hecho así contra ella, con resultados horribles.

No se le debía permitir a Overbury conservar su vida, pero su muerte tendría que parecer natural. No debía morir repentinamente; todos deberían darse cuenta de que su salud se deterioraba gradualmente. Mientras tanto, se le debía impedir que escribiera cartas dirigidas a aquellos que pudieran utilizarlas contra ella. Ya sabía que el arzobispo de Canterbury había recibido el encargo de formar y presidir una comisión, y conocía muy bien sus puntos de vista puritanos.

No se podían permitir correr riesgos.

Acudió a ver inmediatamente a su tío abuelo, en cuya compañía pasaba cada vez más tiempo; en esta cuestión del divorcio, se habían convertido en conspiradores.

—Tío —le dijo—, tenemos que asegurarnos de que cualquier carta que Overbury pueda escribir no llegue a manos de aquellos a quienes va destinada, sin haber pasado antes por las nuestras.

Northampton comprendió de inmediato su punto de vista. No sabía hasta dónde había llegado su sobrina nieta en sus intentos por desembarazarse de Essex, y tampoco le importaba investigarlo, pues no quería ni saberlo. Al mismo tiempo, anhelaba tanto como ella que sus aventuras del pasado se mantuvieran en el secreto.

—¿Cómo podemos conseguir que esa correspondencia nos llegue directamente a nosotros? —preguntó Frances.

—Sólo a través del teniente alcaide de la Torre.

—¿Podéis hablar con él?

—Debo comprobar qué se puede hacer al respecto, pues es cierto que tenemos que examinar cualquier carta que Overbury pueda escribir. Dejad el asunto en mis manos.

* * *

El teniente alcaide recibió al conde de Northampton en los aposentos de los que disponía en la Torre.

Sir William Waad, un hombre de unos sesenta años, que había viajado mucho en cumplimiento de misiones diplomáticas, y que había sido miembro del Parlamento por Thetford, Preston y West Loose, no era hombre que se dejara intimidar; comprendió rápidamente qué había tras la petición del conde de Northampton.

—Milord —le dijo con una serena sonrisa—, me excedería en mis obligaciones si os pasara la correspondencia de uno de mis prisioneros.

—Pero este es un caso especial.

—En ese caso, quizá sea preferible que el propio rey me imparta sus órdenes. No puedo aceptarlas de nadie, excepto de su majestad.

Northampton estaba furioso. Este estúpido iba a plantearles problemas. ¿Cómo acudir a Jacobo y decirle que deseaba estudiar las cartas de Thomas Overbury antes de que se les permitiera llegar a su destino? Evidentemente, Jacobo también querría saber por qué. Overbury no estaba en la Torre como traidor. Simplemente, había mostrado desprecio por las órdenes del rey, y estaba allí para rebajar sus ínfulas durante un tiempo. A Jacobo le asombraría que su correspondencia fuera tan importante para su lord del Sello Privado y, siendo curioso por naturaleza, desearía saber por qué.

—¿Tengo que ver entonces al rey para hablarle de esta cuestión? —preguntó Northampton con una sonrisa acerada.

—Así es, milord.

«Muy bien, viejo estúpido —pensó Northampton—. Este será entonces vuestro final.»

* * *

A Jacobo siempre se le podía inducir a actuar explotando su temor a las conspiraciones, y Northampton decidió aprovecharse de ello para asegurarse la lectura de la correspondencia de Overbury.

Solicitó una audiencia privada con el rey, y una vez que estuvieron a solas, le dijo:

—Hoy he efectuado una visita a la Torre, majestad, y he descubierto algo que me ha desconcertado mucho.

—¿De qué se trata? —preguntó Jacobo.

—A lady Arabella se le ha entregado una llave para que pueda abandonar sus aposentos a voluntad. Debo deciros, majestad, que eso me parece algo muy peligroso.

—¿Se ha producido algún intento por rescatarla?

—No, hasta el momento, majestad, pero tendré que permanecer muy vigilante. Todavía no he descubierto nada, pero recelo mucho de un teniente alcaide que entrega una llave a la dama, sobre todo cuando, según recuerdo, fue el mismo hombre que permitió que escapara el esposo de lady Arabella.

—Eso no me gusta —murmuró Jacobo.

—No, majestad, y estoy tan de acuerdo con vos que, desde que he descubierto este hecho alarmante, no dejo de preguntarme si sería prudente permitir que siga siendo su carcelero un hombre que le ha entregado una llave.

—¿Sospecháis una traición por parte de Waad?

—Yo no llegaría tan lejos, majestad. Pero puesto que ella lo ha convencido para que le entregue una llave, no me sentiré tranquilo mientras ese hombre siga al mando de la Torre.

—No, yo tampoco.

—¿Le parecería a vuestra majestad prudente sustituir a Waad de su puesto? Si fuera así, conozco al hombre capaz de desempeñarlo admirablemente.

—¿Y quién es?

—Sir Gervase Helwys. Quizá vuestra majestad recuerde que le nombrasteis caballero hacia 1603. Es abogado y un buen hombre, unos años más joven que ese viejo estúpido de Waad, lo que quiere decir que se encuentra en sus mejores años. ¿Queréis que le mande llamar para que podáis juzgar por vos mismo? —Jacobo vaciló y Northampton añadió—: Es un hombre de ciertos medios y estaría dispuesto a pagar mil cuatrocientas libras por el puesto.

—¿De veras? —preguntó Jacobo—. Nos vendría muy bien ese dinero.

—Os enviaré a sir Gervase y, cuando me lo comuniquéis, tendré el mayor placer en enviar a ese chocho de Waad a que se ocupe de sus asuntos. Dormiré mucho más tranquilo en mi cama sabiendo que ya no puede confabularse con lady Arabella.

Y fue así como se destituyó a sir William Waad de su cargo en la Torre, y su lugar fue ocupado por sir Gervase Helwys, un hombre decidido a servir a quienes le promocionaban, los Howard, que le habían ayudado mucho a aumentar su fortuna.

* * *

El arzobispo de Canterbury se reunió con el conde de Northampton en una de las antesalas del palacio de Whitehall.

—No me gusta este asunto —dijo el arzobispo.

—¿Os referís a la cuestión del divorcio? —preguntó Northampton—. ¿Por qué no? Parecería una cuestión bastante fácil de resolver.

—La ruptura de un lazo entre aquellos a los que Dios ha unido, nunca es una cuestión fácil de resolver.

—Vamos, vamos, el rey ha expresado su deseo de que esta cuestión se resuelva con la mayor celeridad posible.

—No puedo aconsejar a mis obispos que lo hagan así. Hay muchas cosas a considerar. He tenido la oportunidad de hablar con milord Essex.

—¿Y ha negado acaso la acusación de impotencia? Oh, vamos, milord arzobispo, ¿qué joven mundano estaría dispuesto a admitir tal defecto?

—Ha dicho que aunque no tiene ningún deseo de ser un esposo para lady Essex, sería un buen esposo para cualquier otra dama.

—¿Qué quiere dar a entender con ello? ¿Qué alguna brujería le hace ser impotente con su esposa?

—No lo sé, milord conde. Pero os puedo decir que no me gusta nada este caso, y creo que tampoco es de los que se puedan solucionar de un modo precipitado.

Northampton se encolerizó. Cuando vio a su sobrina le dijo que el viejo arzobispo se mostraba en contra del divorcio, y podían estar seguros de que haría todo lo que estuviera en su mano para retrasar las cosas.

* * *

Frances se sentía cada vez más angustiada. Aterrorizada por el poder de Overbury, acudió a ver a Anne Turner para decirle que tenían que hacer algo rápidamente si no quería volverse loca.

—Quién sabe qué historias estará contando sobre mí —exclamó—. Vino a esta misma casa. Habrá efectuado investigaciones sobre nuestros amigos. ¿Qué es lo que sabe ese hombre sobre nosotros?

—Tenemos que ponernos a trabajar en él de inmediato.

—Con la mayor rapidez posible. ¿Qué ha estado haciendo Gresham?

—Ah, milady, está muy enfermo. Visité su casa en Thames Street, pero el otro día lo encontré en su lecho de muerte. Está convencido de que es el final, y él sabe bien de estas cosas.

—Entonces, ¿qué podemos hacer ahora?

—No os inquietéis, pues al descubrir la enfermedad de Gresham, me he puesto a trabajar de inmediato. El doctor Forman y el doctor Gresham no son los únicos hombres sabios que hay en Londres. He llamado a Richard Weston, que fue ayudante de mi fallecido esposo y una especie de boticario. Me mencionó al doctor Franklin, y recuerdo que tanto mi esposo como el doctor Forman hablaron de él. Es un hombre inteligente y yo diría que más inclinado a correr riesgos que el doctor Forman.

—En tal caso, eso es bueno. Hemos llegado a un momento en el que es necesario correr algún riesgo. No dormiré tranquilamente hasta que Overbury no haya muerto.

Anne Turner bajó la mirada. Aunque ambas pensaban en el asesinato, no lo mencionaban con frecuencia, y el hecho de que la condesa lo hiciera ahora constituyó una indicación acerca de cuál era su estado de ánimo.

—Mi querida amiga —dijo Anne Turner—, conozco vuestros sentimientos, y estoy con vos en todo lo que hagáis. Ya he hablado con el doctor Franklin y comprende la situación con toda exactitud. Nos proporcionará lo que necesitamos, pero dice que será necesario administrarle su medicina con regularidad y a lo largo de un cierto período de tiempo.

—Eso es cierto —asintió Frances—. Si Overbury muriera repentinamente, se produciría un gran alboroto que sólo Dios sabe adónde podría conducir.

—El doctor Franklin ha sugerido que nos ocupemos de que uno de nuestros sirvientes sea introducido en la Torre para atender a esa criatura y asegurarse de que lo que le enviemos le sea administrado a él y a nadie más.

—Es una excelente idea. ¿Quién…?

—¿Quién si no el propio Richard Weston? Está dispuesto, siempre y cuando le paguéis bien.

—Sabéis que pago bien —dijo Frances rápidamente—. Pagaré generosamente por conseguir aquello que deseo.

—En ese caso, mi querida amiga, no tenemos nada que temer. El camino está despejado ante nosotras. A partir del momento en que Richard Weston esté en la Torre, empezaremos a trabajar.

Frances abandonó Hammersmith sintiéndose ligeramente animada; siempre se sentía mejor cuando podía emprender una acción.

* * *

Al día siguiente, Frances visitó a sir Thomas Monson, en la Torre de Londres. Sir Thomas era al maestre de la armería y, desde su llegada a Londres, había sido un favorito menor del rey. Eso significó ascensos para él, que culminaron en la reciente concesión de una baronía y en el puesto que ahora tenía en la Torre.

Se mostró encantado de ver a la condesa de Essex, pues sabía que trataba de conseguir el divorcio de su esposo y que, cuando lo obtuviera, se casaría con el vizconde de Rochester.

Había en la Corte una persona con la que un hombre debía mantener buenas relaciones si esperaba ascensos, y esa persona no era otra que el vizconde de Rochester, que estaba constantemente al lado del rey y, por lo visto, cualquier solicitud de un puesto en la Corte tenía que obtener previamente su aprobación. Naturalmente, para complacer a Rochester había que complacer también a la condesa, y Monson no pudo evitar el sentirse agradablemente entusiasmado ante la visita de esta hermosa mujer que le sonreía tan afablemente.

—Me siento muy honrado de recibir vuestra visita, milady —murmuró, besándole la mano.

—Bien, sir Thomas, he oído hablar tanto de vos a mi tío Northampton y a milord Rochester, que deseaba hablaros. —La satisfacción de Monson se intensificó—. Tengo entendido que cumplís con vuestras obligaciones con gran habilidad y que sir Gervase Helwys está encantado con su maestre de la armería.

—¿De veras, lady Essex? Me siento encantado de saberlo.

—Deberíais sentiros. Pienso a menudo en los pobres prisioneros encerrados en este lugar, y me estremezco por ellos.

—No debierais angustiaros. La mayoría de ellos se merecen el castigo.

—Lo sé. Pero, a pesar de todo, tiene que ser duro para un prisionero. Tenéis aquí a un hombre que en otro tiempo sirvió a milord Rochester. ¡Qué clase de vida tan diferente debe de llevar ahora!

—¿Os referís a sir Thomas Overbury?

—Ese es el hombre, en efecto. Milord Rochester está trabajando para lograr su liberación.

—En tal caso, estoy seguro de que pronto quedará libre.

—Oh, no tan pronto —dijo ella, echándose a reír. Aquel hombre no debía pensar que Robert no pudiera lograr la libertad de Overbury mañana mismo si así lo deseara. Ni siquiera tenía que imaginar ni por un momento que perdía su influencia con el rey—. Veo que sois un hombre perspicaz, sir Thomas, y esa es precisamente la razón por la que he venido a veros. Tengo la impresión, junto con milord Rochester, de que estaréis presto a comprender. —El hombre pareció sentirse tan gratificado, que Frances casi estuvo a punto de echarse a reír—. Debéis daros cuenta, sir Thomas —siguió diciendo—, de que Overbury fue un poco fanfarrón. Me temo que se inclinaba a considerarse a sí mismo como más importante de lo que era en realidad.

Monson asintió con un gesto.

—Y milord Rochester temía por él, ya que se estaba ganando muchos enemigos.

Monson asintió de nuevo.

—En consecuencia, y por su propio bien, esto pareció una dolorosa necesidad. Pero os aseguro que se trata de una situación que preocupa mucho a milord Rochester, casi tanto como a su antiguo sirviente.

—Todo el mundo sabe que milord Rochester tiene una naturaleza bondadosa y generosa.

—Es cierto que posee la naturaleza más amable y generosa del mundo. Por eso se siente tan preocupado por su amigo. Desea asegurarse de que está bien cuidado y quiere enviarle a un sirviente que, estamos seguros de ello, pueda ocuparse de proporcionarle comodidades mientras se encuentre en esta triste prisión.

—Una idea excelente.

—Un hombre de vuestra sensibilidad comprenderá el hecho de que milord Rochester no desea que Overbury sepa que es él quien le envía al sirviente. Si lo supiera, comprendería que su encierro no… debería tomarlo muy en serio. ¿Me comprendéis?

—Sí, lady Essex.

—Os estaríamos muy agradecidos su pudierais escribirle a sir Gervase Helwys para comunicarle que un hombre llamado Richard Weston vendrá aquí y atenderá personalmente a sir Thomas Overbury. Podríais mencionar…, no en vuestra carta, sino dándolo a entender, que es el deseo de milord Rochester que a este Richard Weston se le permita atender a sir Thomas Overbury. ¿Haríais eso… por nosotros?

¿Lo haría? Estaba segura de que haría todo lo que estuviera en su mano por complacer al hombre más importante de la Corte.

—Lady Essex, podéis confiar en mí para serviros con todo mi corazón.

—Lo sabía —explicó ella, sonriéndole dulcemente—. Le dije a milord Rochester que con toda seguridad podíamos dejar esta cuestión en vuestras manos.

* * *

Ahora que Richard Weston se había establecido en la Torre como sirviente de sir Thomas Overbury, Frances estaba ansiosa por ponerse a trabajar y Anne Turner organizó una reunión con el doctor Franklin.

Ya no hubo subterfugio alguno, y Frances expresó sus deseos con toda claridad.

—Lo que necesitamos —dijo— es un veneno que no mate instantáneamente. Tiene que ser un proceso lento, de modo que parezca que el hombre muere de alguna enfermedad consuntiva. Luego, a nadie le sorprenderá que muera al cabo de más o menos un mes, pues creo que debería prolongarse durante ese tiempo.

—Creo que el aquafortis será efectiva —dijo Anne Turner.

Franklin negó con un gesto de la cabeza.

—Eso actuaría demasiado rápidamente —explicó—, y puesto que el plan es que parezca sufrir de una enfermedad consuntiva, sería inútil.

—He oído hablar del arsénico blanco… —empezó a decir Frances.

Pero, una vez más, Franklin negó con un gesto de cabeza.

—Eso tendría un efecto similar al aquafortis. Podría ser evidente que su enfermedad era el resultado de algo que hubiese comido. Y eso es algo que tenemos que evitar a toda costa. Está el polvo de diamantes…, que es muy costoso.

Frances sacudió la cabeza con impaciencia. ¿Por qué no hacían más que hablar del coste? ¿Acaso no les había dicho que el dinero tenía poca importancia, siempre y cuando ella consiguiera lo que deseaba?

—Entonces, conseguidlo.

—Milady, no soy exactamente un hombre pobre, pues mi consulta es buena, pero no dispongo del capital necesario para hacer experimentos con tales materiales.

Inmediatamente, Frances tomó una bolsa que había llevado consigo y se la entregó.

—Comprad el polvo de diamantes y comprobad si puede sernos de utilidad. Pero, por encima de todo, hacedlo rápidamente.

—Estoy a vuestro servicio, milady —declaró Franklin.

Y Frances se marchó de Hammersmith sintiéndose más animada.

* * *

Una vez que Franklin tuvo preparado su brebaje, el problema consistió en cómo hacérselo llegar a Weston, en la Torre, sin levantar sospechas. Fue Anne Turner quien recordó que Weston tenía un hijo, Willie, que podría serles útil en tales circunstancias. Willie era aprendiz de una mercería que contaba entre sus clientas con damas de la Corte, y en la que la propia Frances compraba plumas y abanicos. Willie podía transmitirle información a la condesa cuando ella visitara la mercería; también podía visitar a su padre en la Torre, sin llamar mucho la atención, pues ¿qué era más natural que un hijo visitara a su padre?

Así pues, Anne Turner se dirigió a la mercería llevando consigo una pequeña botella cuyo contenido debía colocarse en la comida de Overbury para que éste contrajera aquella misteriosa enfermedad que demostraría ser fatal en el término aproximado de un mes.

Willie cumplió eficazmente con su cometido e informó a Anne que la botella le había sido entregada a su padre cuando se encontraban a solas, y que su padre sabía lo que se esperaba de él.

Richard Weston se sintió muy honrado por haber sido elegido para este puesto. Era un hombre humilde que se había encontrado por fin con la buena fortuna. Desde que trabajaba en la Torre había empezado a soñar con poderes y riquezas. No veía por qué razón, una vez terminada su tarea, no podría tener su propio establecimiento. ¿Por qué no podía convertirse en otro doctor Franklin o en otro doctor Forman? Pensar en todo el dinero ganado por aquellos hombres le producía un cosquilleo de entusiasmo. También había poder en el hecho de guardar los secretos de un personaje de alcurnia. Y aquí se encontraba él, siendo de utilidad para la condesa de Essex, una gran dama y miembro de la familia Howard. Nunca había visto a nadie pagar tan generosamente los servicios de un hombre.

Ciertamente, se encontraba ahora en el ancho mundo, puesto que se hallaba implicado ahora en una conspiración que afectaba a personas que ocupaban altos puestos, personas dispuestas a pagar aquello que se hiciera por ellas. Lo que para él eran riquezas, para esas personas no era nada. Estaba convencido de poder ganar una fortuna cuando Overbury hubiera desaparecido porque, entonces, serían muchas las personas influyentes que estarían agradecidas a Richard Weston.

Tomó la pequeña botella y la miró. Su contenido parecía bastante inofensivo, y lo único que tenía que hacer era verterlo en la sopa cuando Overbury tomara la cena.

Había escuchado el rumor de que la condesa iba a divorciarse de su esposo para casarse después con el vizconde de Rochester. ¡Rochester! No había límites para los bienes que podría recibir Richard Weston. Incluso se le podría ofrecer un puesto en la Corte. ¿Por qué no? Rochester le estaría agradecido.

Resultaba todo bastante deslumbrante cuando se consideraba la gente importante que andaba metida en esta conspiración: Rochester, la condesa y el propio teniente alcaide de la Torre, sir Gervase Helwys.

Se dirigió a la cocina para buscar la cena de Overbury y tras salir dejó el cuenco y sacó la botella de su bolsillo.

La estaba estudiando, preguntándose si debía verter su contenido de inmediato, cuando escuchó unos pasos tras él y vio que sir Gervase Helwys se le acercaba. Por un momento, se sorprendió, pero luego se tranquilizó en seguida pues era el propio sir Gervase quien le había permitido entrar aquí, y a él mismo se le ofreció su puesto por expreso deseo de la condesa y de su tío abuelo. En consecuencia, eran compañeros de conspiración.

—Señor —dijo Weston—, me preguntaba si verterlo directamente en la sopa o esperar hasta el último minuto.

—¿Qué es esto? —preguntó sir Gervase, que tomó la botella de la mano de Weston.

—Bueno, señor, es la mezcla que se le tiene que poner en la sopa.

Sir Gervase palideció. Se sintió horrorizado ante lo que acababa de descubrir. Se le había otorgado el puesto para interceptar las cartas de Overbury, no para permitir que lo envenenaran.

—Yo me haré cargo de esta botella —dijo—. Servid la sopa a sir Thomas Overbury y luego acudid de inmediato a mis aposentos.

Weston temblaba con tal violencia que la sopa se le derramaba por los bordes del cuenco. Sir Gervase se dio media vuelta y se alejó, mientras Weston, abrumado por un creciente pánico, le llevaba la sopa al prisionero, maldiciéndose a sí mismo por haber desperdiciado la oportunidad más grande de su vida.

* * *

Sir Gervase observó al desdichado hombre y dijo:

—Será mejor que me digáis quién os entregó esta botella.

Los ojos furtivos de Weston aparecían llenos de pánico. No iba a involucrar a su propio hijo en aquello.

—Me lo enviaron… con instrucciones de ponerlo en la sopa, señor.

Sir Gervase miró a este medroso hombre, pero no pensaba en él. Recordaba la entrevista mantenida con el conde de Northampton, en la que éste le comunicó lo que se esperaba de él.

—Ese hombre, Overbury —le había dicho Northampton—, conocerá ciertos secretos de Estado gracias a la posición que tuvo con milord Rochester, secretos que, si cayeran en manos de nuestros enemigos, podrían hacer daño a nuestro país. Por esa razón, deseo que me paséis toda su correspondencia.

Sir Gervase estuvo de acuerdo en hacerlo así, puesto que se sentía agradecido con su benefactor, y los Howard no elegían a cualquiera para que trabajara para ellos. Sabía que, precisamente debido a este prisionero concreto de la Torre, había perdido Waad su puesto que ahora se le ofrecía a él. Se felicitó a sí mismo por haber sido elegido debido a la naturaleza delicada de la tarea. Estaba por lo tanto allí para impedir que se filtraran secretos de Estado, pero el asesinato ya era otra cuestión.

Fue una toma de conciencia terrible para un hombre ambicioso. Waad había sido destituido gracias a la influencia de los Howard; ¿cuál sería la reacción de éstos si supieran que se negaba a trabajar para ellos?

Deseaban librarse de Overbury. Querían que fuera asesinado en la Torre. Sir Gervase era un hombre dispuesto a hacer muchas cosas con tal de ascender en el mundo, pero el asesinato era algo que jamás había considerado.

Y luego estaba este hombre, Weston, el instrumento de los grandes, que permanecía de pie, tembloroso ante él, descubierto en el acto. Monson lo había recomendado, dando a entender que era deseo de Rochester que se le encomendara la tarea de atender a Overbury. Seguramente, Rochester deseaba asegurarse de que su amigo estaría cómodo.

Bueno, cómodo parecía más bien una palabra siniestra.

Y también estaba él mismo, sir Gervase, un hombre ambicioso, que veía el camino que conducía directamente a la gloria interrumpido por una puerta en la que aparecía escrita la palabra asesinato.

Tenía que disponer de tiempo para considerarlo. Pero no había tiempo. Lo que hiciera en los próximos minutos podía tener la máxima importancia para su carrera.

—¿Sabíais que había veneno en esa botella? —se oyó preguntar a sí mismo.

—Sí, claro, señor —balbuceó Weston.

—¡Y estabais dispuesto a administrarlo!

—Bueno, señor, eran las órdenes…

¡Órdenes! La pregunta acudió inmediatamente a los labios del teniente alcaide: órdenes, ¿de quién? Pero se contuvo a tiempo, antes de plantearla. Si el hombre se la contestaba, ¿qué podría hacer sir Gervase al respecto?

Tenía que ser sutil y actuar con la máxima precaución.

—Estabais a punto de cometer un gran pecado.

Bien dicho. Las palabras le surgieron con facilidad. No correspondía a los hombres ordinarios el tomarse la vida como se les antojara. Lo que Weston había intentado hacer era algo maligno…, etcétera. Habló durante cinco minutos, mientras Weston se arrojaba ante él, de rodillas, sin apenas escucharlo, imaginándose ya conducido a una mazmorra, una de aquellas mazmorras subterráneas y malolientes a las que se enviaba a las personas poco importantes. Esto significaba el final de la buena vida que había imaginado para sí mismo, y todo debido a un error estúpido.

Pero encerrar a Weston era algo que sir Gervase no podía hacer. ¿Acaso no lo había colocado en este puesto el propio Monson, a petición de milord Rochester? En tales circunstancias, un hombre prudente como él sólo podía hacer una cosa, y era mirar a otro lado en cuanto a lo que pudiera estar ocurriendo en la celda de sir Thomas Overbury.

No tomaría parte en el asesinato; ni ayudaría a cometerlo ni lo impediría.

Tomó la botella de veneno y, tras abrir la ventana, arrojó su contenido. Luego se volvió hacia Weston.

—Veo que sois un hombre sencillo —le dijo—, y confío en que mis palabras hayan tenido algún efecto sobre vos. ¿He podido haceros comprender algo de la maligna naturaleza de vuestra conducta?

—Oh, señor —exclamó Weston—. Desearía haber muerto antes de haber tocado esa botella.

—Os habéis arrepentido y eso está bien. Volved a vuestro trabajo y no diremos nada sobre este asunto. Pero os ruego que vigiléis vuestras acciones en el futuro.

«¡Vigilarlas en el futuro! ¿Para que no me dé cuenta de lo que está sucediendo?»

La expresión de Weston se iluminó, llena de alivio.

—Oh, señor, sois muy bueno conmigo. Os juro…

—Ya basta. Recordad lo que os he dicho.

—Lo recordaré, señor. Lo recordaré.

Sir Gervase lo despidió y Weston se marchó apresuradamente, desconcertado.

Una vez que el hombre se hubo marchado, sir Gervase se quedó pensativo, sintiéndose muy inquieto; era alarmante para un hombre ambicioso encontrarse atrapado en un complot de asesinato.

* * *

La comisión creada para resolver sobre la cuestión del divorcio no se ponía de acuerdo.

Aquel hombre elocuente, George Abbot, el arzobispo de Canterbury, constituía el principal obstáculo. Había entrevistado al conde de Essex, que se mostró reservado, pero decidido a no aceptar el estigma de la impotencia, aunque estuvo de acuerdo en admitir que, por lo que se refería a su esposa, no sentía el menor deseo hacia ella. El arzobispo había llegado a la conclusión de que el conde no era en modo alguno impotente, sino que más bien estaba tan ansioso como su esposa por romper aquel matrimonio.

Planteó su punto de vista ante la comisión, y explicó que aquel asunto era grave y que no debían dejarse dirigir por el hecho de que en él estuvieran implicadas personas nobles muy queridas por el rey, ansiosas por llegar a una determinada solución. Tenían que emitir el juicio correcto, sin que importara a quién pudieran ofender.

* * *

Weston no era un hombre tan sencillo como sir Gervase había creído; tras escapar del teniente alcaide y en cuanto dispuso de un poco de tiempo para reflexionar sobre lo ocurrido, se le ocurrió pensar que había escapado demasiado bien librado para haber sido descubierto en un intento de envenenar a un prisionero.

Eso podía tener una explicación: o bien sir Gervase estaba implicado también en un complot contra sir Thomas Overbury, o bien no deseaba ofender en modo alguno a quienes estuvieran implicados. En consecuencia, el teniente alcaide no interferiría.

Cuanto más pensaba sobre la cuestión, menos temeroso se sentía y unos días más tarde, cuando decidió presentarse en la casa de la señora Anne Turner, en Hammersmith, ya había llegado a la conclusión de que sir Gervase no se atrevería a contar lo sucedido, de modo que le dijo a la señora Turner que había administrado convenientemente el contenido de la botella.

—Y ahora —terminó diciendo—, me he ganado mi recompensa.

—Tonterías —dijo la señora Anne Turner—, no recibiréis recompensa alguna hasta que Overbury haya muerto. No habéis hecho más que cumplir con uno de vuestros deberes, pero a este siguen otros.

—No me entusiasma mucho esta tarea.

—Desde luego que no. ¿Creéis que se os pagaría tan generosamente por hacer algo de lo que disfrutarais? Será mejor que no recibamos más quejas de vos. Regresad a cumplir con vuestras obligaciones. Pronto se os encomendarán nuevas tareas, y si las realizáis con celo, no pasará mucho tiempo antes de que la cuestión haya concluido; entonces podréis reclamar vuestra recompensa.

Así pues, Weston regresó a la Torre y esperó nuevas instrucciones.

Frances estaba tensa y nerviosa. Cada día que Overbury viviera, ella estaría en peligro. Aquel viejo estúpido de Abbot retrasaba la cuestión del divorcio y buscaba razones para no concederlo. Si Overbury pudiera hacerle llegar una carta, si se descubriera que ella se había procurado polvos de gentes de mala reputación, eso proporcionaría al arzobispo la justificación que estaba buscando. Y eso no debía suceder.

Debía animar a Franklin, que planeaba una muerte lenta. Pero eso no serviría. Tenía que acelerarse.

Ordenó a Franklin que se presentara en casa de la señora Turner y acudió allí para reunirse con él. Anne Turner se les unió y la condesa habló con vehemencia acerca del retraso que le estaba causando tanta ansiedad.

—Lo que Weston puso en la sopa no produjo ningún resultado —se quejó—. Ese hombre sigue tan bien de salud como lo estaba cuando lo llevaron a la Torre. No tengo intención de pagaros si no vais a realizar el trabajo.

—Os dije, milady, que sería necesario hacer ciertos experimentos.

—En ese caso, aceleradlos. Sé que el prisionero se pasa mucho tiempo escribiendo. ¿Qué ocurriría si una de las cartas que escribe lograra llegar a su destino? Entonces, todo nuestro trabajo habría sido en vano. Tenemos que conseguir que se ponga tan enfermo que no pueda utilizar la pluma.

—Creo, milady, que deberíamos probar con el arsénico blanco.

—Se le podría poner en la sal —sugirió Anne Turner.

—Según dice Weston, no toma sal.

—Entonces, espolvorearlo en su comida, milady. Se lo podrá utilizar de alguna forma.

—Eso es lo que debería hacerse. ¿Qué otros venenos podríais emplear?

—Aquafortis, milady; y también mercurio. He experimentado con polvo de diamantes, y también deberíamos utilizarlo, así como lapis costitus y cantáridas.

—Empleadlos todos —exclamó Frances—, pero que yo me entere pronto que la salud de Overbury disminuye rápidamente y que el asunto termina con su muerte.

* * *

«Si una quiere algo, tiene que intentar conseguirlo por sí misma», se dijo Frances. No servía de nada confiar en los demás.

Así pues, visitó a sir Gervase Helwys en sus aposentos de la Torre de Londres, donde fue recibida con gran cortesía. Como mujer perteneciente a una casa noble y como extremadamente hermosa, se había acostumbrado a aceptar tales homenajes como si le correspondieran por derecho propio; pero últimamente se la recibía todavía más cortésmente que antes, lo que hacía que se sintiera exultante, pues sabía que ese respeto adicional se debía al hecho de que pronto iba a casarse con Robert Carr.

—He venido a veros debido a la ansiedad de milord Rochester acerca de alguien que fue su amigo —explicó.

Sir Gervase se puso un poco pálido, pero Frances no se dio cuenta.

—Milord Rochester tiene un corazón bondadoso que conozco bien —murmuró.

—Tan bondadoso que, aunque su sirviente se comportó mal, no quisiera verlo sufrir. Milord Rochester me ha pedido que le traiga pequeños regalos mientras esté aquí, en prisión. Sabe que al pobre hombre le gustan mucho los dulces y por eso deseo traerle algunas de las tartas que más le gustan.

Sir Gervase se estremeció imperceptiblemente.

—Podéis hacer lo que deseéis, lady Essex —consiguió decir.

—Gracias.

Su sonrisa fue tan encantadora que él la creyó inocente de cualquier plan que hubiera para acabar con la vida del prisionero. Rochester y Northampton, los dos hombres más importantes del país, eran los que planeaban librarse de Overbury, y era fácil suponer que aquel hombre guardaba algún secreto importante para ambos. ¡Y habían decidido utilizar a esta encantadora criatura como su agente inconsciente!

Pero qué podía hacer un hombre que confiaba en desarrollar su carrera en la Corte. Sólo una cosa: negarse a pensar en lo que todo aquello podía significar.

—Sir Gervase —siguió diciendo lady Essex—, las tartas que traiga serán sólo para sir Thomas Overbury. Os las enviaré a vos, para que os ocupéis de que se le entreguen sólo a él y a nadie más. Sería una verdadera pena privarle de aquello que más le puede consolar en su situación.

—Nadie más las tocará —le aseguró—. Yo mismo me ocuparé de que así sea.

Eso dejó satisfecha a Frances, y se marchó.

Al día siguiente llegaron las tartas para sir Gervase Helwys, y como él no estaba en ese momento, su sirviente las aceptó en su nombre. Así, permanecieron durante varias horas en su aposento, antes de que las encontrara. Para entonces ya habían empezado a ponerse negras e irradiaban una extraña fosforescencia.

Nadie se las comería. Sir Gervase no sólo le haría un favor a Overbury tirándolas, sino también a quienes las habían enviado, pues si alguien, aparte de él mismo, las hubiera visto en su estado actual, habría sospechado inmediatamente que en su preparación se había empleado alguna sustancia muy nociva.

* * *

El arzobispo de Canterbury estaba desesperado. Al plantear su punto de vista ante la comisión, obtuvo bastante apoyo. Estaba seguro de que lo correcto prevalecería y de que no habría concesiones debido a la nobleza y la posición en la Corte de las personas afectadas.

El rey empezaba a mostrarse impaciente con el arzobispo. A Jacobo no le gustaba la situación; deseaba que Robert hubiera elegido a una mujer soltera como esposa; no obstante, y puesto que Robert quería a esta mujer, debía tenerla. Pero, a pesar de que el rey le había dejado bien claro al arzobispo que deseaba que se concediera el divorcio, Abbot seguía argumentando en contra, y arrastraba consigo a la mayoría de los miembros de la comisión.

Pero Jacobo había hablado aparte con uno o dos miembros de la comisión para dejarles bien claro cuáles eran sus deseos y, en la siguiente reunión, dejaron de apoyar al arzobispo.

Frances fue convocada ante varias damas elegidas a las que se dieron instrucciones para que la interrogaran sobre los detalles íntimos de su vida matrimonial. Su madre estaba entre ellas y, al ser una mujer bastante imperiosa y tener decidido cómo quería que se desarrollara el interrogatorio, pronto se convirtió en la líder del grupo. Frances se sintió agradecida hacia su madre y ella misma ofreció una actuación conmovedora al explicar cómo su esposo había sido incapaz de consumar el matrimonio.

Essex, interrogado a su vez por la comisión, empezaba a mostrar signos de querer una conclusión de los procedimientos y de obtener la libertad de un matrimonio que le parecía más y más repugnante a medida que el caso progresaba; ahora parecía dispuesto a aceptar la calumnia de la impotencia con tal de conseguir esa libertad.

Les dijo que, en realidad, no era impotente pero que no sentía el menor deseo por su esposa. La amaba cuando partió de Francia y llegó a Inglaterra, pero ahora ya no era así, y nunca lo sería.

Se sugirió que se podría haber efectuado sobre él algún acto de brujería, lo que explicaría por qué era capaz de ser un buen esposo con alguna otra mujer, pero no con su esposa.

El caso, sin embargo, no estaba resuelto y Jacobo estaba molesto, pues ahora ya empezaba a hablarse en las calles y se decía que si una mujer deseaba librarse del marido, lo único que tenía que hacer era declarar que era impotente.

Convocó a los miembros de la comisión a Windsor, donde se hallaba en esos momentos, y con ellos acudió el padre de Frances, el conde de Suffolk que, durante el viaje, habló con varios miembros de la comisión y les dijo que tanto él como lord Northampton y lord Rochester empezaban a sentirse impacientes. Sólo pedían que se dictaminara sobre una cuestión muy sencilla, y ellos les hacían perder tiempo deliberadamente. Dio a entender que habría recompensas para todos aquellos que dieran su consentimiento, y castigos para los disidentes.

Cuando los miembros de la comisión se presentaron ante Jacobo, varios de ellos habían cambiado de opinión y se oponían al arzobispo de Canterbury. Pero el viejo George Abbot no actuaría en contra de sus principios fueran cuales fuesen las ventajas… o los inconvenientes.

A Jacobo no le disgustó que se produjera esta diferencia de opinión, ya que eso le daba la oportunidad de debatir, una tarea de la que disfrutaba mucho, sobre todo si el tema era de tipo teológico. Se enorgullecía de estar más versado en las escrituras que cualquier sacerdote, y siempre apoyaba sus argumentos con citas.

Llamó a George Abbot y entabló una discusión con él. El arzobispo estaba cansado, mientras que Jacobo permanecía alerta. Cada punto que el arzobispo planteaba, lo destrozaba Jacobo con una cita de la Biblia y con su propio y sutil argumento. Habría encontrado incluso argumentos y citas con los que oponerse a sí mismo si hubiera sido necesario; pero eso constituía para él uno de los placeres del debate. Jacobo habría podido defender el caso para ambas partes. No en vano se le conocía como el Salomón inglés.

Se decía en la Biblia que un hombre debía tomar esposa y no separarse de ella hasta que la muerte lo hiciera. Ah, pero bien pudo ser que cuando se escribió eso no hubiera aparecido todavía el horrible culto de la brujería que azotaba la tierra. Lo ocurrido era que Essex había sido embrujado. Se le hizo ser impotente por lo que se refería a su propia esposa. Una vez que se hubiera logrado exterminar toda la brujería, esta clase de casos no se plantearían.

Jacobo se había montado en uno de sus caballos favoritos. Desde que creyó haber demostrado que las brujas habían tratado de ahogar a la reina e impedirle que llegara a Escocia, se encendía en cuanto escuchaba pronunciar la palabra brujería. Gracias a ese odio florecían los cazadores de brujas por todo el reino, y alguna vieja mujer era arrastrada cada día ante los jueces y sometida a prueba.

A Jacobo le parecía que la brujería estaba detrás de todo plan maligno que surgiera a la luz y estaba convencido de que la brujería había hecho imposible una vida matrimonial normal, ahora y para siempre, entre el conde y la condesa de Essex, por lo que la mejor cosa que se podía hacer era disolver su matrimonio y dejar que los dos encontraran cónyuge en otra parte.

Le recordó al arzobispo los acontecimientos que tuvieron lugar cuando él no era más que un muchacho en Escocia. Uno de ellos se refería a una mujer que, obligada a casarse, huyó de su marido, ante quien su padre insistió en que regresara.

—¿Y cuál fue el resultado? Que la mujer lo envenenó y fue quemada en la hoguera por ello. No se puede obligar a una mujer a regresar junto a su esposo, y él junto a ella, cuando las malignas brujas han hecho juegos malabares con ellos. Recordadlo así y desconvocad la comisión. Volverá a reunirse cuando hayáis tenido tiempo de reflexionar sobre ello. Quizá sea necesario disponer de una comisión ampliada. Cuantas más personas reflexionen sobre el tema, tanto mejor.

Así pues, habría una pausa mientras se creaba la nueva comisión y, poco a poco, se supo que el rey estaba dispuesto a recompensar a quienes dieran el veredicto que él deseaba. Se ofrecieron honores a quienes aseguraron su apoyo; en las chanzas de la Corte, a las bendiciones concedidas se les denominaron honores de nulidad; el obispo de Winchester, que se había mostrado férreo partidario de la causa de Rochester y de la condesa de Essex, llevó a su hijo ante la Corte para ser nombrado caballero, y el joven fue llamado jocosamente «sir Nulidad».

Era reconfortante para Frances y Rochester saber que el rey estaba tan fervientemente de su parte.

Pero seguían esperando que se concediera el divorcio.

* * *

En su prisión, sir Thomas Overbury estaba enterado de los cambios. Una cierta laxitud se había apoderado de él; sufría de náuseas y fuertes dolores de estómago.

—Me voy a morir de tristeza si permanezco aquí durante mucho más tiempo —dijo—. Ya empiezo a sentirme afectado por la enfermedad de la prisión.

Su peso disminuía rápidamente y el rostro había perdido el brillo en otro tiempo saludable; la piel aparecía pálida y húmeda y había días en que se sentía demasiado enfermo como para levantarse de la cama.

Les escribió a sus padres para decirles que su salud se había deteriorado en las últimas semanas y que si no se hacía pronto algo para sacarlo de la prisión, temía que pudiera morir.

* * *

Sir Nicholas Overbury y su esposa se alarmaron extraordinariamente al leer esta carta.

—No lo comprendo —dijo lady Overbury—. ¿Por qué lo han enviado a la Torre? Parece que no ha hecho otra cosa que rechazar un nombramiento. ¿Es esto justicia?

Sir Nicholas sacudió la cabeza, pesaroso, y dijo que ellos sólo podían imaginar el extraño comportamiento de las personas que ocupaban altos puestos.

—Pero el vizconde de Rochester le quería mucho. Nuestro Thomas era uno de los hombres más importantes de la Corte.

—Precisamente los hombres más importantes de la Corte son los más vulnerables.

—No voy a permitir que las cosas sigan como están. Tenemos que ir a Londres y ver qué podemos hacer.

Sir Nicholas comprendió que su esposa estaba decidida y como él también se sentía muy inquieto por su hijo, estuvo de acuerdo en que debían viajar a Londres.

—Me gustaría ver al rey y solicitar su ayuda —dijo lady Overbury.

Era una sugerencia absurda y su esposo lo sabía, pues las gentes humildes como ellos nunca podían visitar al rey.

—Enviaremos una solicitud —sugirió.

—Explicando lo inquietos que nos sentimos —añadió su esposa.

Así lo hicieron, rogando al rey que permitiera que un médico atendiera a su hijo.

Jacobo leyó la petición y comprendió la preocupación que embargaba a los padres. Escribió personalmente una carta amable a los Overbury, comunicándoles que enviaba a uno de sus médicos para que viera a su hijo.

* * *

Sir Nicholas tuvo la sensación de que tanto él como su esposa ya habían hecho algún bien, y al enterarse de que su hijo sufría de una enfermedad no especificada, pero natural en aquellas circunstancias, se sintió angustiado por verle; le escribió al vizconde de Rochester para rogarle que procurara el necesario permiso para que los padres pudieran visitar a su hijo.

Rochester, conmovido por la carta, estaba a punto de contestarles que dispondría de inmediato que los padres pudieran ver a sir Thomas, pero antes de tomar una decisión de este tipo consultó con Northampton.

Northampton sabía muchas más cosas que Rochester acerca de lo que sucedía en realidad, y recelaba mucho de la enfermedad del prisionero. No transcurriría mucho tiempo antes de que Overbury empezara a sospechar que la repentina enfermedad que le aquejaba no se debía a causas naturales, y entonces podrían surgir problemas graves. ¿En qué andaría metida ahora Frances?, se preguntó. Estaba seguro de que en ningún momento permitiría que las cosas siguieran un curso natural, y probablemente tenía muchas más razones para temer a Overbury de las que le había dado a entender.

Eso le hizo llegar a la conclusión de que a los padres de Overbury no se les debía permitir ver a su hijo en ningún momento.

—Mi dulce milord —le dijo a Robert—, Overbury está enfermo. Lleva detenido desde hace unas semanas; podéis estar convencido de que se siente furioso con vos. ¿Cómo podemos saber qué mentiras sería capaz de contar en contra vuestra? He escuchado el rumor de que está en la Torre porque se halla en posesión de un oscuro secreto que os afecta y que se relaciona con la muerte del príncipe de Gales. Por Dios y todos sus ángeles, Robert, si esa historia se difundiera, por muy falsa que vos y yo sepamos que es, podría ser vuestra ruina. Ni siquiera Jacobo podría salvaros.

—No puedo creer que Overbury sea capaz de mentir sobre mí.

—No lo haría, desde luego, si fuera vuestro amigo. Pero ahora es vuestro enemigo y nunca hay peor enemigo que aquel que en otro tiempo fue un amigo íntimo y cariñoso. Overbury es un hombre peligroso. No, Robert, consigamos lo del divorcio y luego haremos las paces con él. Le procuraremos su libertad a cambio de su promesa de no expresar jamás una sola palabra contra vos.

—Pero, ¿qué me decís de sus padres? ¿Qué puedo decirles?

Northampton reflexionó un momento.

—Decidles que será liberado dentro de muy poco y que, para conseguirlo, sería mejor mantener la serenidad y no decir nada que pueda estropear vuestro plan. Por el momento, él está en prisión y se muestra resentido. No deseáis decirle lo cerca que estáis de conseguir su liberación, por si acaso tardarais un poco más en lograrla de lo que vos mismo esperáis. En consecuencia, os parece mejor dejar las cosas como están por el momento.

—Muy bien, así lo haré si os parece necesario.

—Es necesario, mi querido amigo. Es esencial para vuestro futuro…, el vuestro y el de Frances. Creedme, mi mayor deseo es veros felices a ambos.

—En ese caso, les escribiré a sir Nicholas y a lady Overbury.

—Hacedlo. Se sentirán encantados.

—Hay otros que también han pedido permiso para verle. Algunos de sus parientes.

—Decidles lo mismo. Es lo mejor que podéis hacer. Y, además, es cierto, puesto que en cuanto se conceda el divorcio, Overbury recuperará su libertad.

Así pues, Robert escribió lo que se le había indicado y esa fue la única satisfacción que recibieron los Overbury y sus angustiados parientes.

* * *

Thomas Overbury terminó por darse cuenta de algo terrible.

No lograría nunca escapar con vida de la Torre.

Había días en los que se sentía incluso demasiado enfermo como para pensar con claridad, pero a ellos seguían a veces períodos en los que, aunque notaba debilitado su cuerpo, su mente permanecía activa.

¿Por qué se le había encerrado? ¿Simplemente por haberse negado a aceptar un puesto en el extranjero? Era algo irrazonable, y todo había sucedido precisamente en el momento en que se había peleado con Robert acerca de aquella malvada mujer.

¿Cuál era la verdad que se escondía tras su detención e ingreso en prisión?

Su pluma siempre había sido un consuelo para él, y ahora la utilizó. Iba a escribir todo lo ocurrido desde el día en que conoció a Robert Carr en Edimburgo; enviaría copias a sus amigos y les pediría que leyeran el texto y vieran si podían descubrir cuál había sido la verdadera causa de que lo enviaran a la Torre.

Esa idea hizo que volviera a sentirse animado y que recuperara algo sus mermadas fuerzas.

Le escribió una carta a Robert, una larga y amargada carta de reproche y recriminación, en la que le acusaba de haber renunciado a su amistad a causa de una malvada mujer. Le decía que había escrito un relato de la relación entre ambos, sus temores y sospechas, y que estaba preparando ocho copias que enviaría a ocho amigos suyos. No creía que Robert pudiera negar una sola palabra de lo que había escrito, y quería que la gente supiera que sospechaba haber sido enviado a la Torre debido a lo que sabía sobre Rochester y aquella malvada mujer que había sido su amante y que él deseaba convertir ahora en su esposa.

* * *

Cuando Northampton vio la carta que el propio Robert le mostró, ordenó a Helwys que estuviera más vigilante que nunca. Tenía que entregarle ocho cartas que Overbury había escrito y que no debían llegar de ningún modo a las personas a las que iban dirigidas.

Northampton se sentía muy inquieto. El divorcio se retrasaba debido al arzobispo de Canterbury. Overbury empezaba a mostrarse receloso y truculento, aunque Helwys informaba que cada día se sentía más débil.

Hubo un gran momento de ansiedad cuando dos médicos recomendados por el rey examinaron a Overbury, seguido por un gran alivio cuando informaron que el prisionero sufría de tisis, agravada por la tristeza.

El sentido de la justicia de Jacobo se vio perturbado al recibir este informe. Overbury había sido enviado a la Torre por una razón muy endeble. Encolerizó al rey con su tajante negativa a aceptar un puesto en el extranjero, y Jacobo sabía que, en el caso de haberse tratado de otro hombre, su enojo le habría durado poco. Conocía algo sobre la amistad entre Robert y Overbury y sabía que este último era un hombre inteligente; lo cierto es que sentía un poco de celos por el afecto de Robert hacia este hombre y esa fue la razón por la que, instigado por Northampton, lo trató más duramente de lo que se merecía la ofensa.

Envió a buscar al eminente doctor Mayerne y le pidió que hiciera lo que pudiera por Overbury.

El doctor Mayerne visitó a Overbury una sola vez, no vio razón alguna para dudar de que sufría de tisis, intensificada por la tristeza, y puesto que no tenía la intención de dedicarle mucho tiempo a un paciente que, después de todo, había caído en desgracia, relegó en su boticario Paul de Lobel la tarea de atenderlo.

* * *

Cada mañana, Frances se despertaba después de haber tenido sueños perturbadores. Se hallaba muy cerca de conseguir lo que más anhelaba su corazón y, sin embargo, el cumplimiento de esos deseos se le podía arrebatar muy fácilmente.

No podía soportar la espera; era desesperante para ella.

Se produjo una reunión en la casa de Hammersmith en la que le abrió su corazón a la señora Turner.

—Empiezo a preguntarme si el doctor Franklin es tan habilidoso como creíamos —se quejó Frances—. Ha transcurrido ya mucho tiempo y ese hombre sigue con vida.

—Recela de administrar dosis más fuertes por temor a ser descubierto.

—¡Temor! Estos hombres siempre tienen miedo. Mi querida Turner, si no pueden ofrecernos lo que deseamos, tendremos que hacerlo sin ellos.

Anne Turner se quedó pensativa antes de decir:

—He sabido que Paul de Lobel lo atiende.

—¿Y bien?

—A veces visito su botica, en Lime Street, y he observado a un muchacho que trabaja allí y que está muy dispuesto a hacerme pequeños favores… por consideración.

Frances prestó inmediatamente más atención.

—¿Qué más, querida Turner?

—Overbury ha tomado varios enemas desde que está en prisión y De Lobel es quien se los administra. Se preparan en Lime Street antes de llevarlos a la Torre. Si pudiera hablar con ese muchacho…, ofrecerle una suma de dinero suficiente…

—Ofrecedle veinte libras. Seguramente, no las rechazará.

—Sería toda una fortuna para él.

—Decidle entonces que recibirá su dinero cuando sir Thomas Overbury haya muerto.

* * *

—Llevo tres meses y diecisiete días en esta celda —dijo Overbury—. ¿Durante cuánto tiempo más deberé permanecer aquí?

El doctor De Lobel miró a su paciente y pensó: «Por el aspecto que ofrecéis, no mucho más tiempo, pues si el rey no os libera, la muerte se encargará de hacerlo».

—Cualquier día de estos conseguiréis vuestra liberación, señor —le dijo—. Eso es lo que sucede con los prisioneros. A veces vengo para ver a un prisionero y me encuentro con que ya no está aquí. «Oh —me dicen—, fue puesto en libertad la semana pasada.»

—Un día vendréis a verme para encontraros con que ya me he ido.

—Así lo espero, señor, así lo espero.

—Oh, Dios, que sea pronto —exclamó Overbury fervientemente.

—¿Cómo os encontráis hoy?

—Mortalmente enfermo. ¡Ah, cuántos dolores he soportado! Pero estoy seguro de que en cuanto me saquen de este lugar, me recuperaré.

—Habéis estado escribiendo demasiadas cartas. De ese modo os agotáis.

—Todo es por una buena causa — dijo Overbury sonriendo.

Ahora, sus amigos ya estarían leyendo sus cartas. Sabrían así cuál era la naturaleza del hombre por el que había hecho tanto y que ahora le abandonaba miserablemente en la prisión. Sabrían algo sobre la malvada mujer que había transformado a uno de los mejores hombres en un desalmado.

—Este enema os hará mucho bien.

—¿Otro enema?

—Señor, es un verdadero placer y obligación para mí procurar que os pongáis bien. Vamos, preparaos.

* * *

Fue poco después de que se le administrara el enema cuando sir Thomas Overbury se sintió mucho más enfermo que nunca.

Ya no deseaba recuperar la libertad y cobrar la venganza; lo único que deseaba era la muerte.

Al día siguiente, la enfermedad continuó su curso, y yacía en la cama, jadeante, haciendo ímprobos esfuerzos por respirar.

«¿Qué me ocurre? —se preguntaba en sus momentos de lucidez—. ¿Qué me ha ocurrido para ponerme así?»

Nadie pudo responderle. Lo único que podían hacer era mover la cabeza con gestos de pesar, y decirse los unos a los otros que la enfermedad consuntiva de sir Thomas Overbury había dado un giro mucho más virulento.

Permaneció durante siete días gimiendo en su celda; al octavo, al acudir a verle los carceleros, no les respondió cuando le hablaron. Lo miraron más atentamente y vieron que había muerto.