El doctor Forman

Mientras cabalgaba desde Dover a Londres, los pensamientos de Robert Devereux fueron agradables. Era bueno estar en casa después de una ausencia tan prolongada y esperaba con ilusión el momento de ver a su esposa, que estaba ahora en la Corte; sin embargo, se prometió a sí mismo que no se quedarían allí por mucho tiempo. Él y Frances no tardarían en emprender el viaje hacia el norte. Estaba seguro de que a ella le encantaría el castillo de Chartley tanto como siempre le había pasado a él.

Nunca le había gustado mucho la vida en la Corte. Ello se debía, sin duda, a que no había logrado escapar realmente del fantasma de su padre. El primer conde de Essex, llamado también Robert Devereux, había sido un hombre demasiado famoso, amado de la reina y un favorito tan grande para ella, como ahora lo era aquel Robert Carr para su sucesor. Entonces, a pesar de ser tan joven, había perdido la cabeza. Fue una vida demasiado pintoresca como para olvidarla fácilmente, y ser un hijo de aquel hombre significaba que, fuera adonde fuese, la gente siempre recordaría a su padre.

No, él viviría en Chartley, junto con su joven esposa. Le enseñaría a amar aquel lugar tanto como él mismo lo amaba. Ella disfrutaría siendo la primera dama del distrito. ¡Y cómo sería querida por la gente!

Había pensado en ella permanentemente durante su ausencia; recordaba cómo le había sonreído el día de su boda, cómo habían bailado juntos, cómo le habían chispeado los ojos. ¡La querida y pequeña Frances! No era su orgulloso prejuicio lo que le aseguraba que se trataba de la joven más encantadora de la Corte.

Ambos eran muy diferentes, y lo sabía. Quizá fuera esa la razón por la que se sentía tan atraído por ella. Era demasiado serio para su edad. El hecho de haber tenido unos diez años cuando su padre subió al cadalso dejó en él una huella indeleble. Todavía recordaba los años que siguieron a la muerte de su padre, cuando la pobreza se cernió sobre él y su familia. Sus dos hermanos murieron cuando aún eran muy jóvenes, pero él y sus pequeñas hermanas, Frances y Dorothy, se habían preguntado en más de una ocasión qué sería de ellos.

Entonces cambió su fortuna. El rey se ocupó de devolverles sus propiedades y, aún más, se tomó un interés especial por alguien cuyo padre había sido tan maltratado por la reina Isabel. No sólo se le habían devuelto sus propiedades, sino que se le había dado una esposa, una joven de rango y de extraordinario encanto.

Estaba impaciente por verla de nuevo y, a medida que se acercaba a Londres, se entregó por completo a la agradable tarea de imaginar su reunión.

* * *

Robert Devereux esperaba en una antesala del palacio de Whitehall.

Había visto al padre de Frances, el conde de Suffolk, que había enviado a buscar a su hija.

—Juraría que preferiríais quedaros a solas con ella —dijo el conde.

Robert admitió que así era, y ella aparecería en cualquier momento.

Entonces llegó, enmarcada en la puerta. Era ciertamente la mujer más hermosa que hubiera visto jamás, vestida con un encantador vestido azul, con los rizos dorados sueltos sobre los hombros.

—¡Frances! —exclamó y se acercó a ella tan rápidamente que no tuvo tiempo de observar el rictus malhumorado de sus labios.

La tomó de las manos y luego las soltó para poder tomar el rostro entre sus manos; la besó en los labios. Los de Frances no le respondieron.

«Mi pobre y pura niña», pensó, momentáneamente exultante, pero casi enseguida se preguntó si ella se alegraba de verle tanto como él a ella.

—He regresado finalmente.

—Así parece, milord.

—Oh, Frances, ¡cómo habéis crecido! Si cuando me marché apenas erais una niña. ¿Os sentís complacida de verme? Llevo mucho tiempo esperando este momento. No creáis que por el hecho de haber estado alejado, no he pensado en vos constantemente. ¿Habéis pensado en mí?

—He pensado en vos —contestó Frances.

Y era cierto, había pensado en él con creciente frustración y repugnancia, y su presencia ahora no disminuía sus emociones en lo más mínimo.

—Comprendo que os sintáis tímida ante mí —siguió diciendo Robert—. Mi querida y pequeña esposa, no tenéis nada que temer.

Ella le dio la espalda y, con una angustiosa decepción, él trató de halagarla.

—Ah, Frances, sois joven todavía y…

Ella se liberó del brazo que la rodeaba.

—Os ruego que me dejéis sola —le dijo serenamente, pero con determinación—. No quiero que me toquéis.

—¿Acaso vuestros padres no han hablado con vos…?

—No deseo escuchar lo que me digan mis padres. Sólo quiero estar a solas.

Él la miró sin comprender, y ella le sonrió tiernamente.

—Desde luego, esto debe de haberos conmocionado. Sois tan joven. Olvidaba lo joven que sois. No queríais abandonar a vuestros padres, a vuestra familia…, pero os acostumbraréis a la idea. Después de todo, estamos casados, Frances.

Aquellas palabras fueron como mazazos de condena en sus oídos. Sí, estaba casada. Y no había forma de escapar de ese hecho. Pero la esperanza brotó con las palabras siguientes de Robert.

—Lo último que deseo es haceros desgraciada, Frances. Necesitáis tiempo para acostumbraros a mí…, y a la idea del matrimonio. No temáis. No deseo apuraros. Tenemos toda una vida por delante.

—Gracias —le dijo con un tono de voz sereno y agradecido.

Tiempo. Si dispusiera de tiempo, podría pensar en algo que le permitiera escapar a su cruel destino.

* * *

Se sentía realmente asustada, tanto que dio rienda suelta a las lágrimas.

Jennet trató de calmarla, alarmada por las lágrimas de su ama.

—Quiere que me vaya con él al campo, Jennet. ¡Al campo! Me moriré de tristeza. Ya sabéis lo mucho que detesto el campo. Es mejor estar muerta que vivir allí. No iré al campo. ¿Qué puedo hacer? Oh, ¿qué puedo hacer?

Jennet permaneció pensativa un momento y luego dijo en voz baja:

—Hay medios.

—¿Qué medios? ¿A qué os referís?

—¿Recordáis cómo os procuré unos polvos para que fuerais irresistible para lord Rochester?

—Sí, Jennet.

—Pues bien, quizá pueda proporcionaros unos polvos que hagan que lord Essex os deteste tanto que llegue a desear desembarazarse de vos.

—Hacedlo, Jennet. Hacedlo sin dilación.

—Las cosas no se hacen tan fácilmente.

—Queréis decir que costará dinero. Sabéis que puedo encontrar el dinero. Tengo mis joyas. Daría cualquier cosa con tal de escapar de Essex.

—Estáis casada con él y escapar será difícil. Es posible que aunque os deteste, os obligue a vivir como su esposa. Si os lleva a Chartley, a pesar de detestaros, apenas seréis menos desgraciada que si os amara.

Frances recorrió la estancia de un lado a otro. Entonces, de repente, exclamó:

—Veré a mi Robert. Le explicaré cuál es mi delicada situación. Es el hombre más poderoso de la Corte. Él sabrá qué hacer.

* * *

Robert Carr la abrazó con ternura. Sus emociones eran mucho más intensas de lo que le había parecido posible en un principio. La vitalidad de Frances era incomparable; era una amante apasionada y lamentaría verdaderamente perderla.

Este día, ella parecía sentirse claramente perturbada.

—Oh, Robert —exclamó—, tenéis que saber lo que me ha ocurrido. Pero sé que me salvaréis. Sois tan poderoso que nadie se atreverá a desobedeceros.

—Calmaos —le imploró él— y contádmelo todo.

—Mi esposo ha regresado y desea llevarme lejos de la Corte…, al campo.

—Pero es natural que lo haga.

—¡Natural! —exclamó enfurecida—. ¿Por qué no se queda en la Corte? ¿Por qué ha de querer enterrarme viva en el campo…, porque él lo haga?

—Es habitual que las esposas vivan con sus maridos.

—Robert, ¿cómo podéis permanecer tan tranquilo…?

—Mi querida Frances, la nuestra ha sido una amistad encantadora.

—¡Una amistad encantadora! ¿Es eso todo lo que soy para vos?

—Cómo desearía que pudiera ser más. Pero no sois una mujer libre.

Frances se lanzó contra él, lo sujetó por los brazos y lo miró fijamente a la cara.

—Robert, si fuera libre, ¿os casaríais conmigo?

—Mi querida Frances, lo cierto es que no sois libre.

Ella dio una patada sobre el suelo.

—He dicho si lo fuera. Si fuera libre.

—Ah, si no os hubieran casado con Essex, todo sería muy diferente.

—¿Os casaríais conmigo entonces?

¿Casarse con una hija de la familia Howard, con una de las principales del país, rica e influyente? Desde luego que lo haría. Había vacilado con Anne Clifford, pero no lo haría con Frances Howard.

—Desde luego que me casaría con vos —dijo honestamente.

—¡Ah, querido! ¡Amor mío!

—Pero os olvidáis de algo, querida. No sois libre para casaros, puesto que ya tenéis un esposo.

—Nunca olvidaré lo que me acabáis de decir, Robert. Nunca.

—Siempre os recordaré.

—Habláis como si estuviéramos despidiéndonos.

Una expresión de dolorida sorpresa cruzó por el atractivo rostro de Robert.

—Pero si es eso lo que estamos haciendo —dijo.

—Robert, yo nunca me despediré de vos. Nunca abandonaré la esperanza. Podéis evitar que me lleven al campo. Podéis pedirle al rey que ordene que nos quedemos aquí.

—Eso sería de lo más imprudente —dijo él enarcando una ceja.

—¡Imprudente! ¿Qué tiene que ver la prudencia con un amor como el nuestro?

—Ah —suspiró él—. Tenéis razón. Ya hemos sido imprudentes. Y temo las consecuencias en el caso de permanezcáis en la Corte. ¿Qué sucedería si vuestro esposo descubriera que somos amantes?

—Que lo descubra.

Robert se apartó de ella. Frances se comportaba de un modo bastante ridículo. Aunque Jacobo no ponía objeciones a una relación amorosa, no le complacería nada encontrarse con un escándalo. Jacobo detestaba la clase de escándalos que podrían surgir fácilmente si Essex descubriera que le habían puesto los cuernos. Eso podría causar un gran daño. No, la relación había terminado. Lo lamentaba, pero sabía que lo lamentaría cada vez menos a medida que pasaran los días. Ella había sido una amante encantadora y él, desde luego, no fue indiferente a sus encantos. De hecho, podía decir con toda sinceridad que nunca le había importado una mujer tanto como ella, pero eso no quería decir que fuera víctima de una gran pasión.

Frances lo miraba, horrorizada. Había percibido la superficialidad de los sentimientos de Robert, en comparación con los suyos, y se sentía desolada.

Él estaba dispuesto a despedirse. Quizá, incluso, lo deseaba. No quería tener problemas con Essex.

* * *

Fue a primeras horas de la mañana siguiente cuando dos mujeres sobriamente vestidas, con capuchas sobre los rostros, cabalgaron a lo largo de la orilla del río para dirigirse hacia el pueblo de Hammersmith.

—Haremos bien en evitar las calles atestadas, que pueden ser muy ruidosas —había dicho Jennet.

—No quisiera ser reconocida —asintió su ama.

—Milady, ¿estáis segura…?

—¿Que quiero ir? Desde luego que quiero ir, estúpida. ¿Acaso no decidimos que era la única forma?

—Muy bien, milady, pero si nos pillaran…

—¡Oh, vamos! Yo asumiría la responsabilidad. Diría que os obligué a llevarme. De hecho, ¿cómo podría ser de otro modo? Vos no podríais obligarme a acompañaros, ¿verdad?

Jennet pareció sentirse satisfecha con eso.

Su ama sabría cómo cuidar de las dos. Quizá no debiera haberse preocupado por ningún mal que pudiera ocurrirles en las calles de Londres. Y, sin embargo, se estremeció sólo de pensar en lady Frances cabalgando por las calles de la City, por las que deambulaban carteristas y prostitutas, y hombres lascivos en busca de aventura. Observó que un rizo se le había escapado por debajo de la capucha de su ama aunque, en cualquier caso, una mirada rápida sería suficiente para hacerse una idea de la belleza que se intentaba ocultar.

Pero Frances estaba decidida a acompañarla, ¿y quién podía detener a Frances cuando esta se había decidido?

Jennet se sintió aliviada cuando llegaron a las afueras de Hammersmith y, al cabo de poco tiempo, se detuvieron ante una casa.

Allí les franqueó la entrada una doncella que llevaba el cabello pelirrojo sencillamente atado en una trenza a la espalda; llevaba un chal sobre los hombros, y su apretado corpiño aparecía rematado por un cuello de lino. La falda era bastante amplia aunque, naturalmente, no llevaba miriñaque.

—La señora os espera —dijo con un murmullo de respeto.

—Entonces llevadnos en seguida ante ella —ordenó Jennet—. A milady no le gusta esperar.

Se abrió una puerta y Frances y Jennet entraron en una estancia agradable. Era pequeña para lo que Frances estaba acostumbrada, pero se dio cuenta de que había sido cómodamente amueblada. El techo aparecía ornamentado y había buenos cuadros en las paredes. Una mujer que estaba sentada ante la ventana se levantó en cuanto entraron y se apresuró a acudir a su encuentro. Efectuó una reverencia ante Frances, luego se incorporó, le tomó la mano y dijo:

—Bienvenida, milady.

Saludó a Jennet con un gesto y les rogó que se sentaran mientras ella ordenaba traer unos refrescos.

Trajeron vino, acompañados por pequeñas pastas que a Frances, que tenía buen apetito, le parecieron deliciosas; pero se sentía demasiado emocionada como para preocuparse demasiado por la comida y la bebida, y lo único que deseaba era abordar el asunto que la había llevado hasta allí.

—Jennet me ha hablado con frecuencia de vos, señora Turner —dijo Frances.

—Me siento muy honrada —dijo la mujer.

Era elegante, iba ricamente vestida y mostraba un cierto aire distinguido, y aunque ya no era joven, pues debía de tener unos quince años más que Frances, seguía siendo muy atractiva. A Frances se le ocurrió pensar que no habría estado fuera de lugar en algunos círculos de la Corte.

—¿Os ha dicho Jennet la razón por la que hemos venido?

—En la medida de lo posible, milady —contestó Jennet.

—Vos misma debéis decirme lo que deseáis exactamente —dijo la señora Turner—. Estoy segura de que os lo podremos procurar.

Frances no perdió el tiempo.

—Me casaron cuando era una niña, sin que se me pidiera mi opinión. No viví con mi esposo, que se marchó al extranjero. Ahora he conocido a un hombre con quien deseo casarme, pero mi esposo insiste en que me vaya con él al campo. No puedo hacerlo. No lo haré. Quiero librarme de mi esposo, y asegurarme de mantener el amor del otro.

—¿Corréis el peligro de perder el amor que deseáis mantener, milady?

—Sí —contestó Frances con firmeza.

La señora Turner tomó un abanico y se abanicó. Permaneció pensativa y, al cabo de un rato, dijo:

—Milady, se os entregó una poción hace algún tiempo.

—Sí, así fue.

—Y fue… efectiva.

—Precisamente por eso estoy aquí ahora.

La señora Turner emitió una ligera risa.

—Veo que nos llevaremos bien. Decís lo que pensáis. Yo también soy directa. Debo deciros que sólo soy una aficionada en estas artes. Yo misma utilicé una poción amorosa en una ocasión.

—¿Y tuvo éxito?

—El mayor de los éxitos. He estado en la Corte. Mi esposo fue el doctor George Turner. La fallecida reina fue muy buena con él y procuró su avance social. Tenía una consulta a la que acudían numerosos cortesanos.

—Imaginaba que no sería de otro modo —dijo Frances, que encontraba un espíritu afín en aquella mujer, que le gustaba cada vez más.

Había esperado encontrarse con alguna criatura más parecida a una bruja, algún espantajo que le habría entregado lo que pedía y le habría cobrado un alto precio por ello. Encontrar en su lugar a una mujer cultivada, que conocía algo de la vida de la Corte, fue una sorpresa agradable, lo que hacía que esta reunión, que ella había imaginado como un suplicio, fuera de hecho muy agradable.

—Oh, sí, he tenido una vida muy cómoda. El doctor Turner era muy listo. Y también fue un esposo amable para mí. Naturalmente, yo era mucho más joven que él y lo comprendió. —Su expresión se hizo un tanto maliciosa—. Fue entonces cuando necesité la poción. Me había enamorado de un caballero muy galante. Quizá hayáis oído hablar de él…, sir Arthur Manwaring. La poción que tomé actuó tal y como deseaba. Ahora tengo tres hijos de él…, son unos encantos, y todos se me parecen.

Frances la miró un tanto asombrada y la señora Turner continuó:

—Os cuento todo esto, querida, para daros a conocer mis secretos. Como comprenderéis, yo también tendré que conocer los vuestros. Y siempre me ha parecido justo compartir los secretos. Esa es la razón por la que os digo que… todo aquello que queráis decirme estará a salvo, bien encerrado aquí —y se indicó el corpiño sedoso, por debajo de la gorguera amarilla, para indicarse el corazón.

—Tenéis razón —dijo Frances—. Me sentiría un poco recelosa en el momento de contaros lo que siento.

—En tal caso, dejad de lado vuestros temores. Algunos enarcan las cejas y adoptan actitudes aparentemente piadosas porque una mujer atractiva busque a un amante fuera del lazo matrimonial. Pero yo no, porque yo misma lo he hecho antes que vos.

—¿Podéis ayudar a milady, señora Turner? —preguntó Jennet.

—Estoy segura de que sí.

—¿Podéis darme dos pociones? ¿Una para conseguir que mi esposo me deteste y la otra para que mi amante me siga amando y no pueda descansar hasta haberme convertido en su esposa?

La señora Turner pensó durante un momento.

—No resulta tan fácil ayudar a una mujer casada a contraer otro matrimonio —dijo.

—Pero ¿por qué no?

—Porque las cosas siempre son algo más peligrosas cuando hay por medio un marido indeseado.

—No os comprendo.

—Milady no desea causar daño a su esposo —se apresuró a decir Jennet.

—Desde luego que no. Pero las dificultades existen. Creo que, en una situación tan delicada, debo solicitar la ayuda del hombre más sabio de Londres.

—¿Y quién es? —preguntó Frances.

—Mi padre, el doctor Forman.

—Nunca he oído hablar de él.

—Oiréis pronto. Él me transmitió los pocos conocimientos que poseo, pero es muy conocido por su genio. Cuando os hayáis refrescado, os propongo que nos dirijamos a su casa. Ya le he comunicado que podría tener que esperarnos.

Jennet miró ansiosa a Frances, pero Anne Turner se había ganado tanto la confianza de Frances que ella estaba dispuesta a acudir adonde le sugiriera.

* * *

En su residencia de Lambeth, el doctor Simon Forman esperaba a sus visitantes.

La habitación en la que las recibiría ya había sido preparada; la condesa de Essex no sería en modo alguno la primera clienta de buena cuna a la que recibiría allí. Sucedía a menudo que las damas de la Corte, tras haber oído hablar de su fama, acudían a solicitarle favores; y se los vendía muy caros.

Se frotó las manos alegremente; era muy agradable pensar que un miembro de la noble familia de los Howard iba a venir a consultarle.

Sobre las paredes colgaban pieles de animales; había un caimán disecado sobre un banco y botellas de líquido coloreado. Pintados sobre las paredes se veían los signos del zodíaco, y por encima de un banco se veía una carta celeste. Las cortinas estaban echadas sobre la única ventana, pequeña, y en diversos lugares de la estancia se habían instalado candelabros con velas.

El doctor Forman se sentía complacido con esta estancia, y consideraba que ejercía el efecto deseado sobre la solicitante, antes de que se iniciara la conversación.

Tenía un rostro de expresión intensa e inteligente; había vivido casi sesenta años durante los que había pasado por muchas experiencias. Siempre experimentó la sed del conocimiento, y para él estuvo claro, ya desde muy pequeño, que era un hombre extraordinario. De niño se sintió atormentado por los sueños más extraños y descubrió rápidamente que, cuando los demás le contaban esos sueños y él efectuaba una construcción plausible con ellos, podía suponer lo que muy probablemente iba a ocurrirles a algunos de sus conocidos, así que pronto cobró fama como alguien que poseía conocimientos sobrenaturales. Y decidió explotarlos.

Simon Forman había nacido en Quidhampton, en Wiltshire. Su padre había sido gobernador de Wilton Abbey pero, con la eliminación de los monasterios, se vio privado de ese puesto, y se le ofreció un empleo inferior en el Park.

Una de las primeras ocupaciones a las que Simon se dedicó consistió en compilar un árbol genealógico que, según insistía, revelaba que los Forman eran una familia de cierta alcurnia y que varios de sus antepasados habían sido caballeros.

Su orgullo se sintió profundamente herido durante su infancia, pues la pobreza resultó humillante para alguien que estaba seguro de poseer poderes insólitos. Pero jamás perdió de vista la necesidad de obtener una educación y cuando William Riddout, un antiguo zapatero remendón convertido en clérigo, huido de Salisbury a causa de la peste, se instaló a vivir cerca de la familia Forman, a Simon se le permitió tomar lecciones con él.

El padre de Simon tuvo el mismo respeto por aprender que su hijo y, de hecho, inculcó en Simon el deseo de mejorar su suerte, de modo que cuando le pareció que Riddout ya no podía enseñarle nada más, Simon fue enviado a la escuela gratuita de Salisbury.

Allí sufrió bajo un director llamado Bowle, que le golpeó severamente en más de una ocasión, de modo que, bajo su tutela, Simon perdió algo de su deseo por aprender; pero era un muchacho listo y se las arregló mucho mejor que sus compañeros de estudio para eludir los azotes.

Simon se alegró mucho cuando su padre decidió sacarlo de esta escuela y lo dejó al cuidado de un canónigo de la catedral de Salisbury. Este hombre, llamado Minterne, vivía muy austeramente y la vida en su hogar se caracterizaba por la más pura de las miserias. Nunca había suficiente para comer y, en invierno, el frío era casi insoportable.

El canónigo Minterne no creía en el despilfarro y no quería tener carbón en su casa, aunque permitía que se utilizara un poco de madera…, pero no para quemar.

—El ejercicio —le decía a Simon— produce más consuelo al cuerpo que sentarse ante el fuego. Si tenéis frío, muchacho, haced como yo. Tomad estos haces de leña y subidlos hasta lo alto de la casa a gran velocidad. Una vez que lleguéis a lo alto, bajad de nuevo y repetidlo hasta que entréis en calor. Esa es la forma de consolarse cuando hace frío.

El muchacho sintió mucha pena de sí mismo durante su estancia en casa del canónigo, pero aún tuvo que sufrir mayores miserias que la de llevar una vida austera cuando su padre murió y su madre, agobiada por la pobreza, declaró que no podía tener paciencia con un muchacho que desperdiciaba el tiempo en aprender, y dijo que a partir de entonces Simon tenía que ganarse su subsistencia.

¡Qué humillación! Él, Simon Forman, poseedor de poderes especiales, enviado a trabajar como aprendiz con un tendero de Salisbury que, además, estaba casado con una mujer que creía tener el derecho de azotar a los aprendices de su esposo con una vara cada vez que le viniera en gana. Él, sin embargo, no tenía la menor intención de abandonar su sueño de ser un erudito, y encontró los medios para seguir aprendiendo. Alojado en la casa de su amo había un escolar al que Simon engatusó para que le enseñara por la noche lo que el otro aprendía durante el día.

Cuando consideró que poseía conocimientos suficientes para enseñar a los demás, se marchó de la casa del tendero y se convirtió en maestro de escuela; y fue entonces cuando tuvo un golpe de suerte. Conoció a dos jóvenes casquivanos que estudiaban en Oxford, o fingían hacerlo. Necesitaban un sirviente. Simon encontró su oportunidad. Mientras atendía a estos dos jóvenes, ayudándoles a cortejar a una cierta dama (ambos la pretendían, lo que simplificaba las cosas), Simon pudo estudiar en la universidad, lo que sería para él un gran valor de cara al futuro, aunque las circunstancias le impidieran obtener un título.

Después de eso ocupó varios puestos menores en escuelas y, convencido de que había mucho más dinero y prestigio por ganar utilizando lo que él llamaba sus poderes milagrosos que dedicándose a la enseñanza, decidió labrarse un porvenir. Estudió astrología y medicina y tuvo cierto éxito. Fue inevitable, sin embargo, que algunos lo consideraran un charlatán, y fue llevado ante los tribunales para responder de una acusación de curanderismo.

Cuando salió del asunto con una simple advertencia para que cesara en sus prácticas, se marchó al extranjero durante un tiempo y, a su vuelta, se estableció como médico y astrólogo en Lambeth. Eso sucedió en 1583. Hubo ocasiones en que se presentaron quejas contra él y fue encarcelado durante un tiempo, pero su reputación no hacía sino crecer y ya eran muchos los ricos que acudían a verlo y lo recomendaban a sus amigos.

Aunque ahora contaba casi con sesenta años de edad, era un hombre tan vital como lo fuera en su juventud; vivía cómodamente, con varios sirvientes que le atendían. Las mujeres que le servían compartían su cama cada vez que a él se le antojaba invitarlas, lo que sucedía con frecuencia, un hecho que a su esposa le había parecido necesario aceptar resignadamente. Era un hombre que siempre había gustado a las mujeres, y su clientela estaba en buena parte compuesta por miembros de ese sexo, por lo que le encantaba oírles contar sus asuntos amorosos, su necesidad de atraer a su amante o desembarazarse del que tenían. Disfrutaba de un placer vicioso, del que ellas no eran conscientes, mientras se sentaban en la habitación en penumbras y le permitían atisbar en los lugares más secretos de sus mentes.

En algunos de los barrios más pobres de Londres se recordaba que, en épocas de peste, él se había atrevido a entrar donde ningún otro médico se hubiera aventurado, y que sus remedios habían salvado muchas vidas. Así que contaba con seguidores, tanto entre los pobres como entre los ricos.

Las autoridades podían despreciarlo, y de vez en cuando lo llevaban ante los tribunales. Podían llamarlo charlatán y curandero con pocos conocimientos de medicina. Simon se reía.

—Yo miro a las estrellas —replicaba—. Ellas me dicen lo que deseo saber sobre la enfermedad.

Era vanidoso y sólo anhelaba hallar la aprobación de los demás y, como la mayoría de los hombres de su oficio, efectuaba largos y frecuentes experimentos en busca de la piedra filosofal; como quiera que sus profecías se cumplían de vez en cuando, como les sucede a muchos de los de su clase y a quienes les siguen, recordaba tales ocasiones y olvidaba convenientemente aquellas otras en las que fracasaba.

—He llegado a mi posición actual siguiendo el camino más duro —le decía a menudo a una de sus sirvientas, cuyos jóvenes cuerpos le calentaban por la noche—, y esa es la mejor forma de hacerlo, querida, porque cuando un hombre ha experimentado la dureza y la oposición en su larga ascensión, está preparado para arrostrar cualquier contingencia que se le presente.

Y ahora estaba a punto de presentársele una contingencia bastante intrigante.

Frances Howard, condesa de Essex, venía a verle.

* * *

Frances se sintió impresionada por el carácter de la estancia a la que se le hizo pasar. Aún quedó más impresionada por el hombre vestido con una larga túnica negra, decorada con signos cabalísticos de vivo colorido, que le ofreció un atisbo de ropajes rojos como la sangre al acercarse a ella.

—No temáis, hija mía —le dijo.

—No temo nada —contestó Frances.

—Llamadle padre —le susurró Anne Turner.

Y, por extraño que pudiera parecer, Frances estaba tan impresionada que así lo hizo.

Jennet, mientras tanto, permaneció de pie junto a la puerta, con los ojos muy abiertos y maravillados.

—Sentaos —dijo Simon Forman.

Frances se sentó en la silla que se le ofrecía, y Simon colocó una bola de cristal en sus delicadas manos. Luego, con unos dedos largos y huesudos le apartó la capucha que ella llevaba todavía puesta.

Su belleza era asombrosa, incluso en la estancia en penumbras. El propio Simon quedó atónito. Se pasó la lengua por los labios. ¿Qué clase de hombre es el que necesita que lo empujen hacia tal belleza?, se preguntó.

Su mirada experta observó que había algo más que belleza en esta joven. Fuego, pasión, deseo…, y todo ello dirigido hacia alguien que no anhelaba recibirlo.

Podría bendecir a su hija Anne por habérsela traído.

Se frotó las manos. Ahora iba a descubrir sin duda un fragmento picante de escándalo de la Corte. Tendría el placer de reflexionar sobre eso, y de contar el dinero que le proporcionaría. A esta joven podría sacarle mucho, de eso no abrigaba la menor duda, pues era joven, inexperta y ávida por ver cumplidos sus deseos.

—Hija mía —le dijo—, contádmelo todo con la mayor claridad que podáis.

Así pues, Frances contó una vez más las injusticias de su matrimonio, lo mucho que le desagradaba su esposo, el amor que sentía por otro y cómo era imperativo para su felicidad que fuera rescatada de una posición que le resultaba intolerable.

—¿Podéis ayudarme…, padre? —le preguntó.

Simon se echó a reír ligeramente.

—No me parece que eso sea una tarea imposible, hija. En primer lugar, está el hombre joven cuyos afectos se enfrían. Podemos daros una poción para fortalecer su ardor. Sus afectos, como bien decís, se enfriaron cuando regresó vuestro esposo. ¿Podría decirse que se trata de un hombre que siente horror a verse involucrado en un escándalo?

—Podría decirse así.

—Bien, entonces nuestra primera tarea debería ser la de trabajar con vuestro esposo. Tenemos que encontrar un medio de enfriar su ardor. Luego, si se muestra menos ansioso por estar en vuestra compañía, vuestro amante tendrá menos miedo. Eso nos facilitará el trabajar sobre sus sentimientos.

Frances entrelazó las manos.

—Oh, estoy segura de que tenéis razón.

—En ese caso, trabajaremos primero con vuestro esposo. ¿Podéis ocuparos de que se le introduzcan unos polvos en sus alimentos sin que se de cuenta?

Frances vaciló.

—Se halla rodeado por sus sirvientes. Pero me las arreglaré.

—Hmm —asintió Simon—. Reflexionaremos sobre esta cuestión. Es posible que podamos utilizar alguna influencia para haceros la vida menos difícil. Pero nuestro primer paso debe ser el daros los polvos. Son muy costosos de preparar.

—Lo sé…, lo sé. Estoy dispuesta a pagar.

—¿Os ha explicado la señora Turner?

—Sí.

—Y ella ya no es una mujer rica. Ha dedicado mucho tiempo y pensamiento…

—Estoy dispuesta a pagaros a los dos lo que me pidáis.

—Debéis disculpar mi insistencia, hija. Tenemos que vivir mientras conservemos nuestro aspecto terrenal. Conocéis a la señora Turner, mi querida hija; ella será de vuestra confianza. Y cuando sea necesario os traerá a verme. No sería prudente que me hicierais muchas visitas, pero ¿por qué no disfrutar de una amistad con la señora Turner? Es una dama, como vos misma, aunque no de tan alto rango. Tendréis muchas cosas en común.

—Gracias —dijo Frances, verdaderamente agradecida.

Se le entregaron dos pequeñas redomas.

—Verted su contenido en los alimentos de vuestro esposo, y veremos cuál es el resultado. Debéis recordar, sin embargo, que nos enfrentamos con un problema difícil. Quizá no se produzcan resultados al principio, sobre todo si tenéis dificultades para administrar los polvos. Pero no desesperaremos. Os prometo, hija mía, que a su debido tiempo podréis cumplir con vuestro deseo. Os lo repito…, a su debido tiempo.

Frances se marchó satisfecha. Había quedado muy impresionada tanto por la señora Turner como por el doctor Forman.

Una vez que se hubo marchado, Simon anotó en su diario: «La condesa de Essex vino hoy. Está deseosa de desembarazarse de su esposo para poder casarse con cierto caballero que ocupa un puesto muy alto en la Corte».

* * *

Robert Devereux se reunió con sus suegros. Estaba pálido y había un rictus de decisión en su mandíbula.

—Creo que he sido paciente —dijo—, pero no puedo seguir siéndolo por más tiempo. Vuestra hija se niega simplemente a vivir conmigo como esposa. Debo pediros que habléis con ella y le digáis que, aunque he esperado durante tanto tiempo, no estoy dispuesto a esperar más.

El conde y la condesa intercambiaron miradas significativas.

Esto es lo que sucede por permitir que la muchacha viva en la Corte, pensó el conde. Debería haberse quedado en el campo hasta que regresara su esposo para reclamarla. Entonces habría estado muy dispuesta a marcharse con él. La vida en la Corte la había obcecado.

La condesa se encogió de hombros. Comprendía bien a su hija porque ambas se parecían mucho. Frances no había nacido para llevar una vida tranquila en el campo, del mismo modo que ella tampoco; y se habría rebelado tarde o temprano. La pena era que eso hubiese sucedido tan pronto.

Ella misma estaba demasiado interesada en su propia y animada vida como para preocuparse demasiado por su hija. Frances, naturalmente, debía vivir con el hombre con quien se había casado, hasta que pudiera tomar alguna otra disposición. Era deber de sus padres hacérselo comprender así.

—Hablaré con Frances —dijo el conde—. Es joven y me temo que un tanto caprichosa.

—Comunicadle que tengo la intención de partir hacia Chartley dentro de las próximas semanas y llevármela conmigo —dijo Devereux.

—Insistiré en que os acompañe —asintió su suegro—. Dejadlo de mi cuenta.

En cuanto Devereux se hubo marchado, el conde envió a buscar a su hija. Frances se presentó ante él, malhumorada y desafiante.

—Debéis de estar loca para comportaros de ese modo —estalló su madre.

—Sé que estáis pensando en mi trágico matrimonio…

—¡Trágico matrimonio! ¡Con Essex! Mi querida niña, él es un hombre joven, de trato fácil. Si así lo decidierais podríais obtener de él todo lo que quisierais.

—Sólo hay una cosa que deseo de él…, mi libertad.

El conde habló con suavidad:

—Mirad, hija mía, no le habéis dado ninguna oportunidad a este matrimonio. Habéis estado demasiado consentida en la Corte. Desearía no haberos permitido venir aquí.

—No abandonaré la Corte para marcharme con Essex.

El conde se dio cuenta de la mirada de su esposa, un poco desdeñosa; se acercó a Frances y la tomó con firmeza por un brazo.

—Hemos sido muy amables con vos —le dijo—. Eso fue un error por nuestra parte. A partir de ahora no habrá más errores. Os vais a comportar como una buena esposa con vuestro marido. No os equivoquéis al respecto.

—Nadie puede obligarme —exclamó Frances, enfurecida.

—Os equivocáis. Soy vuestro padre y puedo obligaros. Os haré azotar si hubiera necesidad. Os mantendré prisionera en vuestros aposentos. Si hubiera necesidad de ello, os ataré con cuerdas y os entregaré a vuestro esposo.

El rictus de su boca era cruel. Frances sabía muy bien que, como la mayoría de los hombres amables, podía verse arrastrado a la acción, y en esas raras ocasiones llegaba a ser tenazmente decidido.

Se sentía desesperada.

* * *

Después de dejar al conde y a la condesa de Suffolk, Robert Devereux se sintió enojado y profundamente deprimido, con el único deseo de escapar de las restricciones impuestas en palacio. Salió a tomar el aire fresco y paseó sin rumbo, sin fijarse en el río y en la gente, sin pensar más que en Frances y en la expresión de desagrado que había observado en varias ocasiones en su rostro; contrastó la realidad de lo encontrado al regresar a casa con todo aquello que esperaba, y su tristeza aumentó.

Entonces tomó una decisión. No era hombre que actuara impulsivamente pero, una vez decidido un camino a seguir, estaba decidido a recorrerlo.

Cuando dijo que tenía la intención de abandonar la corte en el término de pocas semanas, habló en serio, y al añadir que quería llevarse a Frances consigo, también lo dijo en serio.

Se encontró cerca de St. Paul y, sin importarle hacia dónde se dirigía, deambuló por el paseo central, donde se habían instalado toda clase de tenderetes. El ruido era ensordecedor, pero él no lo escuchaba; varias miradas intensas le siguieron, pues se trataba evidentemente de un caballero de la Corte; sus ropas le traicionaban. Dos carteristas habían puesto ya su mirada en él, y eran observados estrechamente por un tercero.

Un casamentero le llamó al pasar:

—¿Me buscabais, señor?

Una alcahueta, acompañada por dos muchachas descaradas, una de cada brazo, le gritó:

—¿Os gustaría llevaros a casa una bonita furcia?

Junto a una de las columnas del ala, un escribiente de cartas trabajaba para un cliente; junto a otra columna hablaba animadamente un tratante de caballos; las prostitutas estaban por todas partes.

Se dio cuenta de que la multitud se cerraba a su alrededor; el olor de sus ropas y cuerpos era nauseabundo. Un mendigo se le acercó y le puso una mano sobre la suya; la mano estaba caliente y en su rostro se observaban manchas de color escarlata.

—Tened piedad de un mendigo ciego, bondadoso caballero.

Se metió la mano en el bolsillo en busca de una moneda y se la entregó al hombre. Inmediatamente, se vio asediado por todas partes.

Se despreciaba a sí mismo. No lograba dar un simple paseo por las calles sin encontrarse con problemas. ¿Cómo podía confiar entonces en domesticar a una esposa rebelde?

Entregó más limosnas, al tiempo que exclamaba:

—¡Ya basta! ¡Ya basta!

Hizo esfuerzos por librarse de la multitud, pero no fue hasta que se encontró a cierta distancia del paseo de St. Paul cuando se dio cuenta de que le habían robado la bolsa y los ornamentos de oro de su jubón.

Aquel paseo le había hecho poco bien. En todo caso, sólo le sirvió para tomar conciencia de su propia incompetencia. Además, experimentaba una sensación de rigidez en la garganta, la piel le picaba y tenía las manos tan calientes como las de aquel mendigo ciego.

* * *

Frances y Jennet estaban a solas. Los ojos de Frances aparecían brillantes.

—Ha ocurrido, Jennet. Esto es obra del doctor Forman.

—¿El qué, milady?

—El conde de Essex está gravemente enfermo de fiebre.

—¿De veras?

Frances entrelazó las manos y levantó los ojos hacia el techo, extasiada.

—Está peligrosamente enfermo. Tiene una fiebre muy alta que le acometió de repente. Oh, ¿es que no lo veis, Jennet? Esto es el resultado del trabajo del doctor Forman. No tenía modo de darle los polvos a Essex y el doctor Forman lo sabía, de modo que ha echado mano de sus hechizos para ayudarme.

—Sabía que os ayudaría, milady.

—No sé cómo darle las gracias a él y a la querida señora Turner, y también a vos, Jennet. Porque pronto seré libre y, cuando lo sea, mi Robert no vacilará. Me ama, pero no podía arriesgarse a ser causa de un escándalo. Eso es comprensible. El rey se pondría furioso, y no podemos atrevernos a ofender al rey. Oh, Jennet, esto es lo que deseaba. Hasta ahora había pensado que si Essex desapareciera y dejara de importunarme, si me dejara en la Corte junto con mi amado, yo sería feliz.

—Y ahora, milady, queréis más, ¿verdad?

—Sí, Jennet, quiero más. Ya no quiero estar casada con Essex. Y si él muriera, no lo estaría. Y se está muriendo, Jennet. Pronto me veré libre.

* * *

Frances efectuó una reverencia ante el rey.

Jacobo le sonrió amable, aunque vagamente. Era normal que así fuera pues ella no podía llamarle demasiado la atención porque, a su lado, se encontraba su favorito, el vizconde de Rochester.

—Bien, querida mía —le dijo el rey—, nos alegramos con vos. Se ha podido evitar una terrible tragedia. Según me dicen, lo peor de la fiebre ya ha pasado. Debéis de sentiros una mujer muy feliz.

—Sí, majestad —murmuró Frances, al tiempo que pensaba: «¿Feliz? Debo de ser la mujer más desgraciada de la Corte».

La benigna sonrisa de Robert Carr, una réplica de la del rey, no hizo sino aumentar su infelicidad. Parecía como si él también se sintiera complacido por el hecho de que Essex se estuviera recuperando de su fiebre, y no se le hubiera ocurrido pensar en lo bien que les podría haber venido a ambos la muerte de Essex. Frances se sentía desesperada.

Habría sido mucho mejor que Essex no hubiera contraído la fiebre. Entonces ni siquiera habría pensado en aquella gloriosa posibilidad, pero haber estado tan cerca sólo para escapársele de entre las manos, era algo casi intolerable.

—Y ahora os vamos a perder a vos, lady Essex —siguió diciendo el rey—. He hablado con vuestro esposo y me dice que en cuanto se recupere os llevará lejos de nosotros.

¡Hablad, Robert!, quiso gritar. Decidle que no debo marcharme.

—Echaremos de menos a lady Essex, ¿verdad, Robbie?

—La echaremos de menos, majestad.

—Bien, querida mía, vuestra agradable sonrisa alegrará el viejo castillo de Chartley en lugar de Whitehall. Chartley necesita de vuestra alegre presencia. Esa fue una de las prisiones en las que retuvieron a mi madre. Creo que ella no la detestó tanto como algunos. Pero sin duda volveréis algún día a la Corte.

Frances tuvo que asentir. Sabía lo que se escondía tras las palabras de Jacobo. Aquello era una orden para que dejara de comportarse como una esposa recalcitrante y obedeciera a su esposo. Supuso que su padre le había contado al rey que ella se negaba a abandonar la Corte en compañía de su marido.

Jacobo había hablado y no había forma de desobedecer los deseos del rey.

* * *

Nunca olvidaría aquel horrible viaje a Chartley. Viajaron uno al lado del otro, sin hablarse. Dos personas jóvenes, con expresiones de determinación en sus rostros, él para someterla, ella para no dejarse someter.

Antes de emprender este viaje ella había cabalgado hasta Lambeth. Su único consuelo ahora era recordar lo que allí había tenido lugar.

—Los espíritus no fueron lo bastante fuertes —le había dicho el doctor Forman—. Había otras fuerzas que actuaban en vuestra contra. Se necesita tiempo para llegar a la conclusión que deseamos. Un poco más de tiempo y la fiebre habría terminado por resultar fatal.

Ella había cambiado durante el transcurso de las últimas semanas. Previamente, había sido una joven malcriada, ansiosa por tener todo aquello que deseaba; no pensó en la muerte cuando planeó librarse de Essex. Sólo deseaba que se alejara de su lado y la dejara en paz.

Pero él era tenaz, y ella había cambiado, para convertirse ahora en una mujer que no vacilaría en matar si se le presentaba la oportunidad.

Llevaba consigo, secretamente, ciertos polvos que le entregó el doctor Forman. Algunos eran para echarlos en los alimentos de su esposo; otros eran para espolvorear sus ropas.

Si obedecía las instrucciones no pasaría mucho tiempo antes de que lograra el deseo que más anhelaba.

Creía en el doctor Forman, pero su ánimo vaciló a medida que avanzaban en su viaje hacia el norte.

Cada kilómetro recorrido ampliaba la distancia que le separaba de la Corte, la distancia que había entre ella y Robert Carr. ¿Pensaría en ella mientras estuviera ausente? Robert nunca le había amado con la misma violencia que ella le amaba. Y ahora que estaba lejos de él, ¿qué sucedería si otras trataban de atraérselo con pociones y filtros? Podrían conseguirlo fácilmente, mientras ella no estuviera presente para rechazarlas.

Así pues, se sentía muy triste y aún lo habría estado más de no ser por el pensamiento de que el doctor Forman y la señora Turner, en Londres, le aseguraron que seguirían trabajando para ella, a pesar de que se encontrara lejos.

Vio su nuevo hogar, un castillo situado sobre un montículo en medio de una fértil llanura. Observó con desagrado la torre circular del homenaje y las torres redondeadas.

El castillo de Chartley…, su prisión.