Lo que acabamos de estudiar, en efecto, son las condiciones de la acción común, no es la acción común misma. Esta acción, en efecto, puede ser designada por ciertas determinaciones del discurso: el pueblo de París tomó la Bastilla; los insurgentes han tomado por asalto el edificio de la radio, el equipo del Rácing ha logrado una victoria, hemos empezado la construcción de una nueva locomotora, etc. En todas estas frases el sujeto es plural (o unificado pero múltiple) y la acción es una, ya se la considere como temporalización («tomaron, toman»), ya se considere en su resultado común: la toma de la Bastilla, el pueblo tomó…, etc. Ahora bien, hemos dado cuenta de la interiorización de la pluralidad, pero eso no nos da ninguna indicación sobre la praxis como temporalización común y como objetivación común del grupo. Hemos visto, en efecto, que a través de la organización se realiza por la mediación de los individuos orgánicos y de la dialéctica individual. Pero, en contradicción con esto, tiene una unidad concreta, lo que implica una organización de los medios con vistas al fin, y una realización del fin sintético por el trabajo. Todo sería simple si a la praxis como temporalización concreta y viva del grupo le correspondiese un grupo vivo y concreto —es decir, una Gestalt, o un organismo, o una hiperconciencia— que se temporalizase y se objetivase. De hecho, sabemos que el grupo «reunido» alrededor de una, instrumentalidad o «contenido» por locales apropiados, no existe en ninguna parte salvo en todas partes, es decir, que pertenece a cada praxis individual como unidad interiorizada de la multiplicidad. Y la ubicuidad de los aquí corresponde a la práctica real de negación de la pluralidad. Esta totalidad no circula, no está en otro lugar, está siempre aquí, entera, y siempre es la misma. Pero si abandonamos toda interpretación mágica o mística, sabemos muy bien que esta ubicuidad no significa en absoluto que una nueva ubicuidad se haya encarnado en cada individuo común a la manera del eidos platónico en los objetos individualizados, sino por el contrario, se trata de una determinación práctica de cada uno por cada uno, por todos y por sí mismo con la perspectiva de una praxis común. La prueba es que esta multiplicidad unificada resurge como inerte exterioridad en el seno del grupo mismo, es decir, como osamenta. Sin embargo, la acción es una como la acción individual, el objetivo es uno, la temporalización y la regla que se da son unas, todo ocurre, pues, como si un hiperorganismo se hubiese temporalizado y objetivado en un fin práctico, por un trabajo unificador y unificado del cual cada individuo común con su mediación constituyente no sería más que un momento perfectamente inesencial. La cosa parece aún más paradójica en el nivel común de la acción, es decir, cuando está desgarrada, en el seno del grupo mismo, por oposiciones profundas de intereses, por renacimientos locales (o generalizados) de la serialidad, por accidentes. A través de todos los incidentes, desórdenes, accidentes y malentendidos que ya se saben, la multitud de París tomó la Bastilla. Pero aunque no nos encontremos aún sino en el nivel de la pureza abstracta, este significado sintético de la praxis parece primero una paradoja; en efecto, la praxis no es la temporalización de una unidad orgánica, sino la multiplicidad negada e instrumentalizada que se temporaliza y se unifica en la praxis común a través de la mediación de las temporalizaciones individuales. O, sí se prefiere, no hay más unidad que la unificación práctica, es decir, que la unidad de cada trabajo particular con todos los Otros. ¿Pero qué es, pues, esta unidad de temporalizaciones locales y heterogéneas? ¿Qué tipo tiene de realidad? ¿Qué tipo de inteligibilidad? Todo está ya organizado, claro, pero la praxis común, como temporalización sintética de esta organización, ¿es organizada u orgánica? Y ya que su significación (su temporalización como significación diacrónica, su último objetivo como significación sincrónica) es uno y no puede ser más que uno[221], ¿hay que considerar su unidad como homogénea con las significaciones de la praxis individual y orgánica o hay que concebir que una síntesis significante llevada a cabo por el grupo organizado es de otro orden, absolutamente, que una síntesis individual? Si es del mismo orden, ¿cómo se explica que el grupo produzca una praxis del tipo individual y orgánico (aunque sea distinta de las acciones singulares por su amplitud y su potencia)? Y si es de otro orden, ¿hay que admitir una hiperdialéctica, lo que es lo mismo que considerar, ya sea al grupo como hiperorganismo, ya sea hacer de la dialéctica una ley transcendente que se impone al objeto? ¿Cómo ocurre, en efecto, que yo comprenda el sentido de una acción de grupo? Sin duda que puedo equivocarme o engañarme, pero la experiencia de la ciencia histórica está ahí para convencerme de que, a la larga y cuando se dispone de la suficiente información, se puede comprender una significación común en el curso de una investigación individual. El historiador, como trabajador solitario, puede aprehender el fin preciso de una acción política, es decir, el fin perseguido por un determinado grupo organizado, aunque este fin no haya sido realizado. Algunos sabios se oponen y discuten a propósito de la declaración de guerra de 1792 y de la conducta de los girondinos. Algunos sociólogos como Lévy-Strauss aprehenden la significación funcional de la prohibición del incesto en determinadas sociedades, aunque esta significación ordinariamente esté encubierta. ¿Hay, pues, homogeneidad en el conocimiento en su momento de praxis individual y del proyecto común como temporalización que unifique a la multiplicidad organizada? ¿Y si hubiese estructuras y subreacciones prácticas cuya significación teleológica se me escapa a priori porque el pensamiento práctico del investigador individual es de otro orden y de una complejidad menor a priori que la acción significante del grupo? Todos estos problemas secundarios no son más que maneras particulares de plantear la cuestión fundamental de la dialéctica constituida y de su racionalidad.
Ahora bien, hay una falsa aporía de la que me puedo desembarazar en seguida: si tengo una comprensión real de la actividad común de un grupo del que formo parte, es sin duda alguna que no supera a mis posibilidades de individuo práctico; pero, inversamente, es también porque lo abordo con los poderes y en la función de un individuo común. Quiero decir con esto que el historiador es el producto de un grupo, que sus instrumentos, sus técnicas y sus poderes, lo mismo que su saber, le definen como miembro de una comunidad de investigación y que comprenderá la empresa común de un grupo histórico en tanto que él mismo está en el grupo histórico que se define por una determinada empresa común. Y aun cuando fuese un investigador solitario —lo que a decir verdad no tiene sentido, a menos que se quiera decir que no es universitario o que no tiene diplomas—, no dejaría de estar integrado en otros grupos (económicos, culturales, políticos, religiosos, etc.) y como consecuencia sería un individuo común, susceptible de comprender la praxis común, cualquiera que sea.
Pero esta reciprocidad del objeto y del conocimiento histórico no hace más que recular el problema; no lo suprime. Si la praxis orgánica y constituyente es mediación indispensable entre el individuo común (como limitación de los posibles con vistas a un objetivo común y como unificación de la multiplicidad por reciprocidad mediada) y el ejercicio práctico de la función común, ¿cómo puede comportar en sí mismo el ejercicio práctico de la función común una comprensión del alcance común de lo que se realiza por el organismo singular? Esto se puede expresar también con el punto de vista de la investigación histórica; el historiador, desde luego, es función, poder y capacidad; pero todo eso tiene que ser reactualizado por un invento sintético, es decir, por y en un desciframiento sintético y singular del campo práctico. Ahora bien, este campo práctico está constituido, en este caso, por documentos y monumentos a través de los cuales hay que encontrar una significación común. Así queda claro que el historiador, si no fuese el producto social de un grupo organizado, no tendría la capacidad necesaria para comprender una acción histórica común; pero esto implica que su invento experimental como mediación singular entre su función y el objeto (el grupo que pasa a restituir) tiene que comportar una doble comprensión: la de la función común del sabio y la de la praxis común del grupo pasado. Estas observaciones nos permiten concluir lo siguiente: en cualquier caso, aunque se tenga que producir en el marco de funciones y de poderes organizados, hay para el organismo práctico una posibilidad permanente de comprender la praxis de una organización.
Pero ya hemos mostrado en cuestiones de método que la comprensión no era una facultad ni no sé qué intuición contemplativa: se reduce a la praxis misma en tanto que es homogénea a toda otra praxis individual, y que está situada —luego en relación práctica inmediata— en relación con toda acción que se ejerza en el campo práctico. Lo que implica, pues, que la acción común y la praxis individual presenten una homogeneidad real. El individuo no puede comprender su propia acción común a partir de la praxis totalizadora del grupo ni la de un grupo exterior a él si las estructuras de la praxis común son de otro orden que las de la praxis individual. Si los objetivos del grupo tenían que tener un carácter hiperindividual, el individuo fracasaría al intentar aprehenderlos; lo que significa no que la acción común sea síntesis orgánica de los miembros del grupo, sino, por el contrario, que el grupo, lejos de encontrar en su acción una hiperindividualidad, se fija objetivos de estructura individualizada y no puede alcanzarlos sino por operaciones comunes de tipo individual.
Sin embargo, se correría el riesgo de caer en las más graves confusiones si no se precisasen en seguida estas conclusiones. En efecto, el fin común se mantiene doblemente común, porque es el fin de cada uno en tanto que miembro del grupo; porque su contenido significante es necesariamente común: se trata en todo caso de un interés que define al grupo mismo, que no es válido sino para el grupo y que sólo es accesible por él, y esto sigue siendo verdad ya se trate de insurgentes que se organizan para resistir a las fuerzas gubernamentales, o, de patronos, para entenderse con los sindicatos obreros, etc. Por lo demás, muchas veces el grupo se establece como último recurso y por una verificación de impotencia hecha por los individuos: la historia de la industrialización en Francia muestra la lucha encarnizada del capitalismo familiar contra todas las formas de la asociación capitalista. En particular, las primeras sociedades formadas para la explotación de las minas aparecieron cuando se hizo absolutamente imposible para los propietarios la explotación individual del subsuelo. De la misma manera, los medios comunes, es decir, la distribución de las tareas y de los poderes, la división del trabajo, la organización de las funciones, se constituyen por superación de la serialidad, de la masificación, de los antagonismos individuales y de las soledades. Y, como hemos visto, es la circunstancia, la presión desde el exterior lo que disuelve a la serialidad en los terceros para hacer que nazcan al grupo, es decir, en un medio de libertad y de terror que ni siquiera eran capaces de concebir. En este sentido, el estatuto del grupo es una metamorfosis del individuo. Y el momento práctico de la actualización de los poderes lo constituye, en él mismo, como fundamentalmente diferente de lo que era solo: inercia asumida, función, poder, derechos y deberes, estructura, violencia y fraternidad, actualiza todas estas relaciones recíprocas como su nuevo ser, como su socialidad; su existencia no es o ya no es la simple temporalización en proyecto de la necesidad orgánica: se produce a través de un campo de tensiones violentas pero no antagónicas, es decir, a través de una trama de relaciones sintéticas que la constituyen profunda y fundamentalmente como relación mediada, es decir, como terror y fraternidad para todos y para ella misma. Así la socialidad le viene al individuo por la totalización común y le determina ante todo por la curvatura aquí del espacio social interno.
Pero estas reservas esenciales no hacen más que volver más sorprendente el hecho de que la estructura formal del objetivo y de las operaciones se mantenga típicamente individual, en el sentido original de la palabra, es decir, en el sentido en que el individuo orgánico se caracteriza como praxis constitutiva y corrección del campo práctico por una totalización singular. Si el objetivo del grupo es, por definición, imposible de realizar por el individuo aislado, puede ser propuesto por este individuo (a partir de la necesidad, del peligro o de formas más complejas); aunque, la mayor parte del tiempo, los grupos así fundados no tengan gran importancia histórica, ocurre con frecuencia que un individuo conciba un fin común, descubra así una comunidad que se pueda hacer y trate de constituir un grupo porque aprehende al mismo tiempo su propia incapacidad de realizar su propia empresa por sí solo. Estos casos aislados se producen naturalmente en sociedades complejas que presentan al mismo tiempo serialidades inertes, colectivos, grupos diversos, etc.; y este proyecto mismo de fundar un grupo está condicionado por la existencia real de grupos análogos. No es menos cierto que la conducta práctica es aquí la determinación por el individuo de un grupo que se tiene que constituir en función de un objetivo común que ha descubierto solo[222]. Y se puede añadir que, de cualquier manera que sea, pertenecen ya a otros grupos organizados, lo que sin duda no es falso. Pero aunque fuese en éstos un individuo común, descubre el fin como solitario. O como [individuo] serial. Del individuo que siente la exigencia de fundar una organización sanitaria internacional, se puede decir, en efecto, que ha sido alcanzado por el imperativo exterior en su socialidad, es decir, en su relación con la sociedad en que vive. Pero desborda a esta socialidad llevándola hacia una integración más vasta, ya que su pertenencia a tal o cual comunidad nacional no puede revelar por sí sola un objetivo internacional. Por el contrario, el movimiento de develamiento práctico sólo se puede hacer en unión con un intento de dessituación (arrancarse a una situación demasiado estrecha para ponerse en el plano de una situación más amplia). Lo que no significa que cualquier individuo aprehende cualquier objetivo común; sería absurdo. Por el contrario, los problemas se formulan a partir de las contradicciones objetivas. Y, como hemos visto, se pueden descubrir a todos los Otros de una serie, en la disolución de esta alteridad. Pero lo que ahí también importa es que, a través de las reciprocidades mediadas, el juego del tercero regulador y de la inmanencia-transcendencia, el movimiento de comprensión aparezca en cada uno como superación individual de la serialidad hacia la comunidad. No hay fin común que no pueda proponer un individuo, a condición de que, en la unidad del proyecto, este individuo trate de constituir un grupo para realizarlo.
Y precisamente porque la decisión de agrupar o de reagrupar está suscitada por el objetivo común como exigencia de ser perseguido y realizado en común, ocurre también que la constitución de un grupo es un medio accesible para la praxis individual. Sabemos, en efecto, que el individuo abstracto que liemos encontrado en el primer momento de nuestra experiencia aprehende a los Otros como multiplicidad en su campo práctico. Y también hemos visto que su praxis soberana, como reorganización perpetua del campo en función de las necesidades, realiza la unidad práctica de esta multiplicidad objetiva. Esta unidad se puede descubrir como simple alteridad serial; pero si el grupo exterior existe, hemos visto que se descubre como grupo en la medida en que la unificación por el individuo, aunque llevada a cabo desde fuera, descubre una unificación interna que se realiza en la autonomía práctica. Pero, sobre todo, el agente mantiene conductas totalizadoras en relación con los individuos orgánicos y también en relación con los objetos inanimados: huir de una multitud en marcha, es totalizarla, es hacerla grupo cuando tal vez sólo sea serie. Así la acción de formar un grupo real está dada ya en la praxis orgánica y en la medida misma en que está originalmente dada la posibilidad de reunir una multiplicidad discreta, cualquiera que sea (inerte o constituida por organismos). En esta posibilidad, subsiste una indeterminación por cuanto no está decidido si el grupo quedará constituido desde fuera (puede ser el caso tanto en la construcción de una trampa como totalización de un grupo ya constituido como en la práctica que defina a una serie —niños, enfermos, etc.— como grupo unificado y receptivo que sea el objeto de mi generosidad) o como un envolvimiento que produce el agente para envolverse en él al mismo tiempo que los otros. Sin embargo, es visible que esta indeterminación es más lógica que real. La prioridad práctica está dada primero en el grupo-objeto totalizado del exterior, ya que el movimiento primero es la reorganización soberana de las estructuras objetivas del campo práctico. Y el que trata de constituir un grupo para realizar un objetivo común, útil para todos, lo aprehende ante todo, en el momento abstracto en que comienza la empresa, como su medio de alcanzar su objetivo. Es sólo la constitución progresiva de la comunidad lo que le revela poco a poco que se ha integrado necesariamente. Pero esto hace su comprensión de la actividad múltiple más clara y evidente para nosotros: en el momento en que se mantiene aún fuera del grupo (no constituido o en vías de constitución), aprehende ya según el punto de vista de una praxis individual la unidad de una multiplicidad interiorizada como medio específico. De hecho, organiza también los objetos materiales: en la unidad dialéctica de su praxis crea casi-totalidades materiales cuyos elementos se condicionan de tal manera que, por ejemplo, pueden transmitir a los objetos considerados, ampliándolo, un empuje que ejerza en un punto del sistema. El movimiento organizador transcendente no es distinto de su principio cuando se trata de agrupar a hombres; la diferencia se revela en la empresa misma (y, a decir verdad, ni siquiera es necesario que esté realmente empezada, bastando el esquema abstracto del movimiento sintético) en que la unidad proyectada se revela en seguida como perpetuándose por la actividad de cada uno. Este primer descubrimiento saca a luz dos características contradictorias: la pasividad del objeto inerte sostiene a la unidad forjada, pero, al mismo tiempo, cubre a una dispersión infinita; por el contrario, la actividad del grupo en formación realiza la verdadera unidad como praxis, pero por eso mismo acusa la multiplicidad real de los juramentados en tanto que multiplicidad perpetuamente superada por una inercia producida. Por otra parte, la diferencia original entre el grupo reunido desde fuera con el sistema mecánico dispuesto no es esencialmente la del complejo con lo simple, pero el sistema humano es una disposición práctica que produce sus efectos por sí mismo. Así, cuando el individuo soberano se pone a corregir en grupo las multiplicidades humanas de su campo práctico, trata de producir un dispositivo instrumental cuyos elementos se unen y se ordenan según una regla práctica y cuya organización difiere de la sistematización inerte por este carácter esencial: la autonomía como productora de pasividad y de especificaciones. Por lo demás, la complejidad de los grupos organizados está generalmente unida a la complejidad de los dispositivos mecánicos que los agentes son capaces de producir en el mismo momento histórico.
Desde luego que estas indicaciones no pretenden poner el acento en el individuo productor de grupo (este caso accidental es de un interés limitado). Sólo se trataba de mostrar que el individuo orgánico, con su simple movimiento para organizar el campo práctico, desarrolla una comprensión del grupo-objeto como construcción instrumental. El que se puede refugiar tras unas rocas, también lo puede hacer tras las masas que son hombres. A partir de aquí se puede comprender (si estos hombres, por alguna razón, asumen la tarea de protegerle) que estas rocas de un nuevo tipo se vuelven rocas por juramento recíproco, y que arreglan su reunión de rocas por una reciprocidad de funciones; lo que significa que disponen de ellos mismos como si les animase su voluntad, y, al mismo tiempo, que esta voluntad suya en ellos se ramifica, se crea mil divergencias para, converger mejor, y siendo total en todas partes, se opone a ella misma en todas partes para reconocerse como la misma. Pero estas oposiciones que se resuelven sin cesar no desconciertan al hombre del exterior. No le pueden desconcertar ni el conjunto (el grupo-objeto integrado como medio específico en su empresa personal, y por consiguiente iluminado por el objetivo mismo) ni los arreglos de detalle (la transformación de una simple anotación musical en acorde, la ampliación del esquema y su realización plural). En caso de peligro, la guardia pretoriana se dispone alrededor del soberano; pero el peligro es para él, el grupo-objeto, puro medio de evitarlo. Se descifra a partir de los temores del alto personaje, y tranquiliza en la medida en que suprime la posibilidad de cada uno de ellos: el soberano «teme» las puertas, las ventanas, cuanto se puede abrir desde fuera; sus temores, diversificados por la diversidad del campo práctico, se encarnan durante un instante como precauciones en la diversidad de los guardas que se van a colocar ante las vías de acceso posibles; en ese momento se vuelven activos y funcionales (la inercia como pasividad activa, el poder en tanto que está definido por la constitución objetiva de la salida que hay que vigilar, etc.) y el individuo protegido les comprende, por ejemplo, como realización simultánea de las conductas exigidas por el objeto y que hubiera debido hacer sucesivamente en la soledad.
En efecto, ahí reside para el individuo la novedad del grupo-objeto. Ahí y no en la praxis en tanto que tal (de todos y de cada uno), porque, precisamente, la praxis está siempre comprendida por la praxis, por lo menos en su realidad formal (ya que, precisamente, lo que aquí está en causa es la comprensibilidad de determinados contenidos materiales). Originalmente, la transformación reside en la posibilidad de realizar en la simultaneidad y sobre la base de relaciones recíprocas lo que cree realizar sucesivamente el individuo. Pero, aparte de que el fundamento para comprender esta simultaneidad está dado en la praxis del organismo mismo (la operación más simple para el individuo es organización de simultaneidades: tiro del mango de esta palanca y la empujo con la mano derecha; con la mano izquierda tiro de tal otra, al mismo tiempo me agacho y me enderezo, etc.), aparte de que el esbozo de una redistribución práctica del grupo, en su interioridad objetiva, está esquemáticamente provista por la postura orgánica, y que ésta implica una comprensión de toda metamorfosis práctica y espontánea de un objeto en función de una situación, hay que insistir sobre todo en el hecho de que arreglo que hace uno solo a un conjunto instrumental (e inerte) comporta como finalidad esencial la compresión de una determinada temporalización práctica en simultaneidad, para que el agente pueda superar esta duración aplanada por una nueva temporalización. Esto se llama ganar tiempo, y es una exigencia del tiempo mismo, ya que, en el mundo de la rareza, el tiempo de cada uno es raro (aunque sólo sea la temporalización práctica). Así es cómo se pone la herramienta secundaria «al alcance de la mano», tal otra herramienta de que nos serviremos más tarde, un poco más lejos, cerca del objeto que tendrá que trabajar; así es —ya lo he dicho— cómo se construyen interdependencias inertes tales que unos movimientos prácticos individuales puedan ser absorbidos, divididos, repartidos en varias direcciones al mismo tiempo. En resumen, no hay —por lo menos en las formas elementales de la socialidad— contradicción visible entre el grupo-utensilio y el instrumento inerte. El grupo-objeto (de los esclavos, por ejemplo) se le aparece al que asigna sus tareas como teniendo por característica principal el absorber la praxis del individuo haciendo de ella su unidad temporal y práctica. En el instrumento inerte queda —para las sociedades y las técnicas primitivas— un remanente mágico y doble de la praxis individual: en la herramienta coinciden el trabajo pasado del que lo ha fabricado y el trabajo pasado del que lo ha utilizado; ya se sabe que en esas sociedades el creador de la herramienta y el que lo usa en general son la misma persona. Para el primitivo, el carácter mágico está, pues, porque su propia praxis futura se le presenta como poder inscrito en la inercia y como superación ya dada de esta pasividad hacia el porvenir (como es comprensible, ambos momentos —creación y utilización— se interpenetran en la indiferenciación de la pasividad). Ahora bien, el instrumento mismo no es fuerza indeterminada: es realidad organizada (por ejemplo, tiene una hoja y un mango). Hay así homogeneidad, en este nivel elemental, entre el grupo-objeto como reinteriorizando el proyecto y la praxis de tal individuo volviéndose, como medio, la relación de éste con el objetivo y el instrumento, inerte como embebiéndose en una praxis que le crea y le constituye como mediación entre su propietario y su fin. Es lo que queda un tanto marcado en la tendencia mágica del indígena de atribuir maná a su arma o a su herramienta (es decir, un poder como praxis potencial e hipotética sobre el porvenir) y en la tendencia inversa del individuo exterior de tratar al grupo organizado como objeto material dotado de poderes. Llevado al límite, se encontrará —aunque en el campo práctico-inerte— la equivalencia del instrumento consagrado y del grupo totalizado.
Inversamente, el individuo que se encuentra acosado en el campo práctico por un grupo que se organiza para la caza del hombre —y precisamente de este hombre—, siente esta praxis organizada como libre proyecto de una individualidad más amplia, más elástica, más poderosa pero homogénea con su individualidad concreta. El campo práctico se le aparece como minado por esta libertad, se vuelve el otro sentido de cada objeto del campo. Y este otro sentido se vuelve la verdad práctica: la verdad de esta salida (puerta o camino) ya no es la de ser una salida, sino la de ser la trampa tendida por el grupo. El individuo no puede tratar de evadirse del círculo salvo si logra reinteriorizar su objetividad para el grupo, es decir, si logra descifrar sus propias conductas a partir de la libertad común del adversario: este acto que voy a cumplir es precisamente el que esperan del objeto que soy para ellos, etc. Así la comprensión del fin común le está dada inmediatamente, ya que este fin es él. Y a partir del objetivo que es, puede reconstruir práctica y prospectivamente las operaciones del grupo (del que es unidad negativa y totalizadora[223]) y a través de ellas juzgar sus propias conductas objetivamente con la perspectiva práctica de la evasión o de la fuga. Puede haber diálogo (tomo el término en el sentido de antagonismo racional) entre el individuo y el grupo que le rodea. Y tanto el uno como el otro (éste en su soledad, el otro por cada uno y por todos o por órganos diferenciados) pueden prever —con un margen variable de error— las conductas del otro tratando en su lugar sus propias conductas como objetos.
Hay que ir más lejos y ver que el individuo acosado realiza prácticamente la verdad del grupo: salvo en los casos precisos en que conoce los nombres de todos los cazadores de hombres y sus comportamientos (lo que sólo puede ocurrir en el caso de una multiplicidad muy restringida), realiza el grupo no como hiperorganismo, sino como ubicuidad en cada estructura y en la praxis de cada uno. Él también, perseguido, viendo o adivinando presencias humanas detrás de una puerta, detrás de los árboles, considera a estas presencias como siendo todas las mismas, aprehende su despiadada ferocidad como transformando todo en-otro-lugar en aquí; la diferenciación se hará únicamente, para él, según la situación práctica: el grupo está allá arriba, en aquella eminencia que le permite controlar toda una región; y el grupo está allá, detrás de aquellos árboles que tienen por función esconderle, pero que, como contra-finalidad, también pueden ocultarle algunas presencias. Así, a través de la interiorización práctica de su objetividad para el grupo como libertad práctica, descubre la verdad de la función eligiendo pasar tras la cortina de árboles más bien que al llano, al descubierto, diferencia a los mismos por la situación real, es decir, por la función: el grupo en esos individuos comunes, detrás de los árboles, está más cerca de él, aunque peor colocado para verle; en la persona de los vigías, en la colina, está más alejado, pero el poder de su visión está aumentado por el instrumento (la colina utilizada). Y esta diferenciación de las funciones no impide —sino todo lo contrario— el cerco del fugitivo; luego la función, la reciprocidad y la estructura quedan descubiertas al mismo tiempo por la fuga del hombre acosado como la fisonomía de una libertad organizada para la exterminación. Si se prefiere, en la tensión del cerco, el hombre acosado aprehende a éstos como los mismos que aquéllos en tanto que éstos y aquéllos, por su posición recíproca, le privan de las posibilidades de salvación, y la praxis común se le presenta arriba y abajo como aquí en la medida en que el peligro de arriba y el peligro de abajo están en función uno de otro. Pero esta reciprocidad, en la acción deliberada de la caza del hombre, se aprehende en todas partes como estructura intencional de la praxis común en cada miembro de cada subgrupo; se conduce, en efecto, con la perspectiva de la ubicuidad del acuerdo enemigo: los de arriba están en unión directa con los de abajo; si le ven, le harán bajar hacia los grupos que están escondidos en la llanura, etc. No hace falta que hagamos un mayor desarrollo: estos ejemplos, como momentos de la experiencia dialéctica, aun no muestran, desde luego, que la praxis común tenga como estructura formal la unidad sintética de la praxis individual, y además no sería exacto con esta forma. Pero en todo caso prueban que la comprensión individual de la praxis puede seguir siendo de la misma especie, ya se aplique a la praxis de un grupo-objeto, de un grupo-sujeto o de un organismo práctico. De todas formas, el fin común queda aprehendido prácticamente como la dirección en que el grupo supera lo dado; y esta aprehensión práctica es a su vez superación individual. De todas formas, el desciframiento de los actos se hace volviendo del porvenir al presente, y cada uno de ellos se revela en esta unidad regresiva como medio unificado (polla objetivación común) para alcanzar el fin.
Nada de esto nos tiene que extrañar: verdad es que el objetivo del grupo es común en tanto que sólo aparece a través de cada individuo común, es decir, juramentado y estructurado; pero también es verdad que el momento práctico se realiza por la praxis orgánica y que ésta se constituye como comprensión de su tarea individual en tanto que en ésta la tarea común se objetiva. Basta esto para mostrar que el objetivo último y común sólo se puede manifestar a través de la acción individual como su más-allá común y que la estructura, como relación con la totalidad, está vivida como significado profundo de la tarea en vías de cumplimiento. En efecto, algunas determinaciones de la acción le vienen al individuo por el grupo, como un nuevo estatuto que, en la soledad individual, no habría podido ni producir ni siquiera comprender; en particular, ésta que es fundamental: el juramento como libre límite de la libertad. Hemos visto, en efecto, que una praxis reducida a su translucidez individual de ninguna de las maneras puede comprometer a un porvenir indeterminado (es decir, un porvenir en el que todas las condiciones de la praxis habrían cambiado); mi propia libertad se vuelve contra mí como Otra en tanto que es otra para los Otros. Así la modalidad de la acción, su aspecto normativo escapa muchas veces a los no-agrupados, aunque la vivan ellos mismos en tanto que, en diferentes circunstancias, son miembros de otro grupo. Lo que se llama fanatismo, ceguera, etc., es la fraternidad-terror en tanto que está vivida en otro grupo y en tanto que, como individuos, hacemos de ella un rasgo pasional en los individuos. Pero, por una parte, el juramento no es el producto de una hiperdialéctica, sino que representa un avatar de la relación interindividual de reciprocidad; por otra parte, si es verdad que la modalidad puede escapársele desde el exterior al individuo no-agrupado, en el grupo, por el contrario, está vivida a través de la mediación de la praxis individual; lo que quiere decir que el poder y el imperativo, lejos de producir esta praxis y de calificarla, quedan asumidos e interiorizados por ella en tanto que la suscitan. Es la libre praxis la que, al desarrollarse concretamente y al adaptarse a las circunstancias, produce su propia inercia, sus propias limitaciones, y sostiene en el Ser estas determinaciones; por lo demás, la praxis individual es inmediatamente recíproca, como hemos visto en el comienzo de esta experiencia. Y esta reciprocidad está en la base de ese producto trabajado —de la libertad interiorizando a la multiplicidad— que hemos llamado el juramento. El juramento es comprensión práctica de la reciprocidad como medio de constituir una inercia de grupo, de la misma manera que la praxis juramentada implica la comprensión común del objetivo de grupo y del juramento. Según este punto de vista, con la diferencia de la modalidad (y habría que establecer dialécticamente las condiciones formales en las cuales el no-agrupado puede apreciarla en el miembro del grupo), siempre hay una reciprocidad posible entre el hombre del grupo y el individuo no-agrupado: al primero le puede resultar difícil explicarle al segundo las condiciones de la vida común (aunque esta dificultad aparezca a posteriori; según el tipo de guerra que haga, el combatiente tendrá o no tendrá fácilmente los medios de hacer comprender el medio interior de su unidad al no-combatiente), pero siempre le es posible descubrirle su finalidad. O, si se prefiere, la comunicación es posible entre los hombres en la medida en que hay homogeneidad formal de estas tres comprensiones: la del grupo-objeto por el no-agrupado sujeto (con el sentido de sujeto de la acción individual que agrupa), la del grupo-sujeto por el no-agrupado en tanto que objeto (es decir, por el proceso mismo que interioriza su objetividad), la del grupo-praxis por cada uno de sus miembros, en tanto que mediación de la función y de la objetivación.
Pero esta homogeneidad de la praxis individual y de la praxis común, lejos de facilitar nuestra tarea, al principio nos agobia, hay en ello como una especie de aporía, como una impotencia de la dialéctica. Entonces, si el grupo como multiplicidad interiorizada es tan profundamente diferente del individuo orgánico, si, con otras palabras, nos negamos a tratarlo como organismo, salvo a título metafórico, ¿cómo puede, pues, ocurrir que produzca en común acciones cuya estructura fundamental no difiere de la de las acciones individuales? Diríase que hay un límite dado a priori. No un límite asumido como inercia juramentada, ni tampoco un límite experimentado y sufrido como la insuperable resistencia de tal o cual materialidad inerte con tal o cual empresa, sino más bien algo así como un ahogo de la dialéctica que reproduce su movimiento original, cualquiera que sea la constitución interna del agente que la realiza. Hay aquí una insuperabilidad de una nueva clase de la que hay que dar cuenta. Para hacerlo, hay que examinar desde más cerca el proceso de organización, no en tanto que constitución real de un ser-en-el-grupo fundado sobre el juramento, sino en tanto que reparto de las tareas.
Se tiene la costumbre de oponer —por ejemplo, en los períodos revolucionarios— una tendencia centralizadora y autoritaria que viene de arriba, es decir, de los elementos que ejercen provisionalmente el poder, y una tendencia democrática y espontánea que nace en la base. La primera realizaría desde fuera o, en todo caso, a partir de una inmanencia-trascendencia fija, la organización de masas en grupos de acción jerarquizados; la segunda realizaría los grupos por una libre acción común de la multiplicidad sobre sí misma y, como tal, representaría la auténtica autodeterminación democrática en interioridad. La diferencia entre una y otra organización sería cualitativa y radical; se trataría de dos realidades opuestas por naturaleza, de las cuales sólo la segunda constituiría verdaderamente el grupo como autocreación común: de esta oposición fundamental resultaría que los objetivos, las operaciones, los pensamientos de tipo verdaderamente común se producirían en el proceso autónomo de la desmasificación de la masa por sí misma y de su organización espontánea.
Esta concepción tiene fundamentos políticos e ideológicos que no podemos discutir aquí. Y admitiremos que políticamente tiene una importancia capital que la organización esté impuesta desde arriba o sea producida por la base. De la misma manera, reconoceremos que las consecuencias sociales, ideológicas, éticas (y, ante todo, materiales) de un movimiento son totalmente diferentes si este movimiento popular produce a sus jefes como expresión provisional de su praxis y los reabsorbe superándolos por el desarrollo mismo de esta praxis, o si, por el contrario, un grupo se separa de las masas, se especializa en el ejercicio del poder y modifica autoritariamente las tareas en función de su propia concepción de los objetivos populares. Desde luego que el régimen mismo es diferente según los casos, como, por lo demás, las relaciones de reciprocidad entre los individuos. Pero lo que aquí nos importa, fuera de toda política, es indicar que el modo de reagrupación y de organización no es fundamentalmente diferente según se trate de una centralización desde arriba o de una liquidación espontánea de la serialidad en el seno de la serie misma y de la organización común que le sigue. Esto es, ni se trata ni se puede tratar aquí de Blanqui, ni de Jaurès, ni de Lenin, ni de Rosa Luxemburgo, ni de Stalin, ni de Trotzki.
Y de la misma manera que a pesar de las diferencias prácticas y jurídicas que los separen, un crimen premeditado o un acto de legítima defensa pueden hacer que entren en juego los mismos músculos y realizarse por las mismas conductas inmediatas (al descubrirse las diferencias en un nivel más elevado y con el punto de vista de una praxis diferente —la de la investigación policíaca y del juicio, por ejemplo—), de la misma manera, el tipo de inteligibilidad formal y de racionalidad puede ser el mismo para la organización por arriba y para la organización por la base.
En efecto, hay que concebir que la manera en que se habla de las transformaciones dialécticas de las masas siempre es metafórica. Cuando Trotzki insiste, por ejemplo, en la transformación cualitativa (particularmente según el punto de vista del potencial revolucionario) que provocan las primeras reuniones de los obreros y de los soldados, tiene totalmente razón.
Y cuando otros, hoy, para mostrar el carácter revolucionario de los insurgentes húngaros, vuelven a tomar estas declaraciones y las completan, mostrando que la situación propiamente revolucionaria se define a la vez con circunstancias precisas y por la constitución de grupos de insurrectos que comprenden obreros, estudiantes y soldados, es posible que tengan razón históricamente, es decir, en un nivel en el que las determinaciones concretas ya no guardan relación con nuestra investigación. Pero nos negamos a seguir a determinados historiadores o a determinados marxistas (sean o no trotzkistas) cuando dan de estos encuentros «típicamente revolucionarios» una descripción propiamente «gestaltista», adelantada o retrasada, como si se operase espontáneamente una síntesis orgánica sobre la base de estos encuentros, fundada, claro está, sobre las relaciones cuantitativas de los tres grupos sociales que están en presencia, pero superando la relación de cantidad hacia una nueva diferenciación cualitativa (ya que, como hemos visto, Engels, en nombre de la dialéctica del exterior, da permiso a todo marxista consecuente para que nos descubra el devenir-cualidad de la cantidad). De hecho, si los soldados y los obreros constituyen los primeros comités organizadores de la insurrección (tanto como en 1789, en París, en el encuentro de los habitantes del barrio de Saint-Antoine y de los guardias franceses, como en Alemania en 1918, o en Rusia en 1917), estas relaciones excesivamente universales tienen que ser especificadas en cada caso: no es fácil encontrar y definir la universalidad en el proceso dialéctico. Es la realidad concreta —como relación indiferente a sus términos— para la Razón analítica, pero aparece —como veremos— como apariencia inmediata y abstracta, como primera hipocresía que hay que disolver en la experiencia dialéctica, o es el término concreto y escondido de toda la experiencia y como el fundamento totalizador aunque último de la progresión racional. Y si se considera a estos grupos —sin ningún prejuicio sobre la naturaleza de una organización «típicamente revolucionaria»— en tal situación histórica concreta, en 1917, en San Petersburgo, o en 1918, en Berlín, pero no en ambas ciudades a la vez, veremos restablecerse la relación de reciprocidad concreta. Los soldados o los marinos (y cada caso se tiene que examinar aparte, Cronstad no es San Petersburgo, etc.) representan prácticamente para los obreros, sobre la base de la situación del país y de la ciudad, en esas jornadas, y de las características particulares de la flota y del ejército, un testimonio irrefutable contra el gobierno y una defensa contra sus intentos de romper la rebelión, una relación directa o indirecta con otras clases (particularmente con la clase campesina en la medida en que los campesinos movilizados eran la mayor cantidad, en la medida también en que estos movilizados aguerridos y descontentos formaban una mediación entre los obreros, antiguos campesinos, y las provincias, de las cuales estos combatientes formaban, en suma, la fracción más avanzada), una prueba de la descomposición del régimen, un comienzo de universalización: estos otros explotados venían a ellos como representantes de todos los explotados. Pero sobre todo, «los soldados están con nosotros» toma para cada uno en cada uno una significación particular del hecho de que desde 1905 (por no irnos más lejos) los soldados se habían convertido, a su pesar, en los instrumentos de la represión. Inversamente, para el soldado que ha rechazado la disciplina impuesta desde el exterior, los obreros representan la única posibilidad de integración y de disciplina de combate; éstos, en efecto, a la inversa de los militares, saben que las insurrecciones, más aún que las huelgas, necesitan una organización práctica. Estas relaciones de reciprocidad son exactamente lo inverso de las síntesis «gestaltistas» que se nos proponen; se establecen por un reconocimiento práctico en la acción, sobre la base tácita del juramento. Y la heterogeneidad dada que preside el encuentro se vuelve homogeneidad jurada que sirve de garantía a una heterogeneidad creada. Por otra parte, sería absurdo negar el fin práctico de estos grupos organizados: en todos los casos hay un peligro, hay que asegurar la defensa, mantener la vigilancia, etc. Y sobre todo, a gusto o a disgusto, hay que volver a las verdades establecidas por los historiadores: la organización se elige organizadores. Ocurre que los rechace o que los vuelva a tomar en ella, pero no podría negarse que, la mayor parte del tiempo, los conserva en su función en virtud del juramento mismo que sostiene a la función por la pasividad asumida. Los historiadores de la Revolución francesa han establecido en particular que existe una categoría de agitadores populares, algunos de los cuales han podido enumerar y seguir, y que se encuentran entre 1789 y 1794 en todas las circunstancias importantes, a los que los «individuos comunes» de las secciones tienen por sus organizadores, y cuya función, conservada por la inercia recíproca entre las «jornadas» populares, mantiene, en la dispersión cotidiana, una especie de osamenta pasiva de la organización: se volverá alrededor de ellos en los momentos de tensión. Estos agitadores populares no son jefes: es en esto sobre todo donde difiere su poder del de los dirigentes. No dan órdenes; el grupo se reconstruye alrededor de ellos, los exalta y les comunica su poder, se da mediante ellos sus contraseñas. En suma, sólo se trata de un tercero regulador cuya actividad reguladora se ha vuelto función sobre la base tácita del juramento. Por eso sería absurdo apoyarse en su presencia para argumentar contra la democracia de la organización popular. Pero sólo hay que señalar dos características esenciales. Por una parte, en efecto, esta democracia es fraternidad-terror, es decir, que su base es la violencia. Por esta razón, Guérin no tiene razón cuando la opone a la violencia del autoritarismo de arriba. En efecto, aunque las circunstancias puedan provocar contradicciones violentas entre la base y la cumbre, la violencia de la cumbre sólo se puede fundar en la de la base. Simplemente —como veremos—, la violencia tiende a volverse pura, a medida que se aleja de sus fuentes, y lo que desaparece es la fraternidad. Pero por otra parte —y es esto sobre todo lo que nos importa—, por la fuerza de inercia juramentada de la función, el organizador-agitador se mantiene durante un lapso más o menos largo, como la persona a través de la cual el grupo define su praxis, a través de quien se hace su propia organización. No entendamos con esto que el organizador, aquí, puede imponer tal o cual acción o prohibir tal otra: si tratase de dar órdenes, perdería en seguida su poder. Es medio y lo sabe; si actúa (algunos están comprados), es al margen y en silencio. Pero por el solo hecho de que las contraseñas populares pasen por su boca, de que la reorganización se tenga que hacer a través de su praxis individual, de que sus exhortaciones o sus gestos designen el objetivo común, nos vemos obligados a concluir que la praxis popular es por esencia susceptible de ser inventada, comprendida y organizada por un individuo; lo que significa, con otras palabras, que el grupo no puede definir su acción común sino por la mediación de una designación individual. En la tensión de la inmanencia-transcendencia, el «conductor» procede a la reorganización del grupo como casi-objeto y reparte las funciones casi objetivas en función del objetivo que al mismo tiempo define. Construye así en la casi-objetividad un dispositivo práctico que se conservará como es por inercia asumida, de la misma manera que un sistema instrumental recibe una organización en el mundo inorgánico por la praxis individual y la sostiene con su pasividad. Claro está que las cosas no son tan simples: se lo interrumpe, se lo previene, se inventa antes que él, algunos se organizan espontáneamente en unión con todos, otros le sugieren un arreglo, etc. Ya lo he dicho: en cierto sentido es mediación. Pero lo que es capital es que esta mediación sea necesaria en tanto que el grupo mismo —y por esta mediación— no quede definitivamente constituido con sus órganos de control, de distribución, etc. Y aun entonces, como ya sabemos, y cualquiera que sea el sistema de autoadministración (soviets, comités de insurrección, etc.), no se habrá hecho más que institucionalizar la mediación del individuo. Si se vota, por ejemplo, se votará por una moción contra otra, por una enmienda contra otra, en una palabra, por una determinación individual y práctica del discurso.
La diferencia entre el tercero regulador y el dirigente consiste en que uno no es jefe y el otro sí. Más adelante volveremos sobre el mando. Pero —salvo cuando se exasperan las contradicciones— no habría que creer que la tensión «transcendencia-inmanencia» quede rota. De hecho, lo que distingue al jefe del agitador —fuera de la naturaleza coercitiva de su poder— es muchas veces la cantidad de mediaciones que lo separan del grupo. Pero tanto en un caso como en el otro encontramos este extraño límite de la dialéctica: el grupo organizado obtiene resultados que ningún individuo podría alcanzar solo, aunque se decuplicase su fuerza y su habilidad; por lo demás, la organización como ser práctico se constituye, como regla general, de una manera más compleja y mejor adaptada que cualquier organismo: para parecerse a la guardia formada en cuadro habría que tener ojos alrededor de la cabeza y brazos en la espalda; para parecerse a una unidad de combatientes que durante la noche queda guardada por los centinelas, habría que poder dormir y estar en vela simultáneamente; así la organización no reproduce el organismo, sino que quiere ser su mejora por la invención humana; toma como modelo a su unidad práctica (sin alcanzarle, como veremos), pero disuelve en ella la facticidad del ser vivo. Pero estas transformaciones no lo arrancan de la inflexible necesidad de estar situada, es decir —cualesquiera que sean los instrumentos—, de ser designada como un punto de vista práctico y como un anclaje definido por el mundo que quiere modificar. Y para alcanzar por fin estos resultados superindividuales es necesario que se haga determinar por la unidad unificadora de una praxis individual. El individuo no puede, pues, alcanzar solo el objetivo común, pero lo puede concebir, significarlo, y significar por él a la reorganización del grupo, como haría una corrección de su campo práctico individual. El individuo se integra en el grupo y el grupo encuentra su límite práctico en el individuo.
Se objetará sin duda —y es la verdad— que la mayor parte de los grupos organizados entregan la planificación, la distribución de las tareas, el control y la administración, no a individuos, sino a subgrupos definidos. En estas comunidades todo se vuelve tarea común, y el individuo en tanto que tal parece disolverse en un subgrupo restringido; las reciprocidades ya no existen sino de subgrupos con subgrupos. Pero aun cuando los individuos del subgrupo organizador se hundiesen en el anonimato, no sería menos cierto que este subgrupo, en su praxis común, no supera al marco de una concepción individual. O, si se prefiere, ocurre que no se puede determinar a priori, es decir, a simple vista, si el plan adoptado es la obra de uno solo o de varios, porque, para construirlo, varios se han vuelto uno solo.
Claro está que las discusiones en el grupo organizador son indispensables y a veces violentas. Y el plan se organiza a través de estas discusiones. En los grupos más complejos, desgarrados por luchas de clases, por oposiciones de intereses o de puntos de vista, tomados de nuevo a medias por la serialidad, se pretenderá sin duda que la pluralidad de los organizadores, si están bien elegidos, representan la diversidad de las tendencias, cosa que un individuo no habría podido hacer. Pero además de que la mayor parte del tiempo no está realizada la síntesis, y que mociones «a dos barajas» reflejan en una u otra forma la impotencia de fondo que produce la división, estos grupos medio deshechos o mal unidos no se presentan aún en el nivel actual de nuestra experiencia. En una oficina técnica, en un servicio de organización administrativa, etc., es normal que los individuos pertenezcan a la misma clase, al mismo medio, que tengan los mismos intereses, y que se les haya dado la misma instrucción técnica: sus oposiciones, por violentas que puedan ser, no resultan directamente de los conflictos sociales, y sería caer en un más absurdo escepticismo psicologista atribuirlas a diferencias de caracteres o de rivalidades disimuladas, aunque, naturalmente, estas diferencias y estas rivalidades encuentren la posibilidad de manifestarse en las contradicciones que las oponen. Estas contradicciones no son de hecho más que estructuras objetivas del problema práctico que se tiene que resolver. En efecto, cuando los expertos buscan la solución de un problema como el de la circulación automotriz en una gran ciudad, se encuentran frente a incompatibilidades ciadas y materiales cuyos orígenes son diversos: constante crecimiento de la cantidad de automóviles, insuficiente cantidad de garages, estrechez relativa de la mayor parte de las arterias, necesidad de los propietarios de autos de utilizar sus máquinas para sus desplazamientos y de encontrar un lugar donde dejarlas, lo que en sí mismo es contradictorio, ya que los coches estacionados a lo largo de las calles restringen necesariamente la velocidad y el volumen de la circulación. La solución, de existir, evidentemente tiene que superar y resolver todos estos conflictos materiales, tiene que producirse en el marco de la rareza, ya que el presupuesto de la ciudad (o del Estado) no permite que se efectúen grandes gastos. Si tiene que haber conflicto entre los miembros de un grupo, lo será, de hecho, porque cada uno trata de superar las contradicciones objetivas y, aun sin saberlo, sólo logra favorecer, en una falsa síntesis, a uno de los términos de la proposición contradictoria. Tal solución no tiene en cuenta los intereses de la circulación; otra, al quitarle la posibilidad de estacionar el coche, hace que sea inútil y puede frenar la expansión de la industria del automóvil; otra, al volver a tomar el viejo proyecto de construir arterias más anchas, olvida simplemente la modicidad de los recursos con que se cuenta. Cada una de estas soluciones es individual: entiendo con esto no sólo que lo ha propuesto un individuo, sino también que lo determina y lo define en el grupo; si ha elegido ésta y no aquélla, desde luego no es imposible que sea debido a determinadas presiones, o, si es ella la descubierta entre todas, es tal vez en la medida en que su proyecto fundamental destaca determinadas posibilidades y rechaza las demás. Pero estas «predisposiciones» prácticas se limitan aquí a definir una iluminación: la contradicción está en el objeto; se manifiesta por sí misma y estalla con tanta más virulencia en la síntesis hecha cuanto ésta no tenía en cuenta a un término en beneficio del otro. Estalla, claro está, ante los otros expertos y particularmente ante tal persona que a su vez propone una síntesis parcial, es decir, expresa a su pesar una contradicción creyendo superar las otras. La solución de cada uno es una realidad individual —un fracaso objetivo e individual— en la medida en que el error se tiene que atribuir a los límites del individuo: toma la parte por el todo. Pero estos límites son individuales a su vez; con lo que quiero decir que está aquí limitado en relación con otros individuos mejor armados y no en relación con el grupo o con la humanidad. Sin embargo, esta realidad individual (con el viejo sentido según el cual el individuo se caracteriza por la parte de nada que ha interiorizado) pone a la luz del día a través de un falso discurso una contradicción objetiva y material que ha producido la falsa síntesis en beneficio de un término determinado y desdeñando a otro; con otras palabras, representa la posibilidad objetiva de servir a determinados intereses aun desconociendo a otros (tal vez en las mismas personas); y esta posibilidad es una estructura del problema en tanto que está ya esbozada realmente en la práctica de determinados grupos de conductores, o de garajistas, o de agentes del tráfico. A través de ellos, un término trata de liquidar al otro y de imponerse; con el apoyo de su fuerza común, la autoridad municipal permitiría durante algún tiempo intentar la pretendida solución de «mantenerle». Pero como la contradicción se mantendría, con un término aventajado, reaparecería de manera más violenta con otra forma, encontrándose el problema otra vez entero. Así, lo que tal o cual individuo toma a su cargo es la contradicción tal y como existe en el campo práctico-inerte: es en ese campo, en efecto, donde el crecimiento de la cantidad de automóviles (fenómeno estrictamente serial) choca con la no-elasticidad de las estructuras urbanas (inercias inorgánicas y seriales); y esta contradicción, al convertirse en estructura de un problema técnico, se sale del medio de la serialidad: está en el centro del campo práctico. Pero hay que añadir que el experto es útil, como individuo, porque su solución se vuelve su interés ideológico, su-ser-fuera-de-sí que defiende como se defendería a sí mismo y porque es él mismo. Así los conflictos de las soluciones entre ellas reactualizan las contradicciones como conflicto permanente fuera de las fuerzas materiales. En efecto, cada solución no es más que el intento velado de que un término domine a otro. En realidad, la violencia interindividual del conflicto es inconcebible fuera del grupo organizado. En el medio del juramento es necesario que los Otros se vuelvan los mismos; o si no la alteridad calculada de las funciones se cambia en alteridad sufrida. Así, sobre todo con la perspectiva práctica de un remedio que se tiene que encontrar; el conflicto de dos individuos (antagonismo recíproco) se produce como teniendo que terminarse necesariamente con la liquidación de uno en beneficio del otro o de los dos en beneficio de un tercero o de su reabsorción por el grupo. No se trata, en esos tranquilos expertos, de liquidación física o de lavaje de cerebro; sin embargo, si no está en peligro su vida individual, su ser social puede quedar perfectamente aniquilado (ya sea como solución particular, ya, de manera menos determinada, como su crédito ante los otros: una y otra definen para ellos al ser-fuera-de-sí-en-el-grupo. Y este ser-fuera-de-sí no se tiene que confundir con la relación constitutiva del individuo común; en efecto, el crédito es la especificación del poder en tanto que esta especificación se produce como resultado común en la interioridad del grupo y en unión funcional con el ejercicio concreto de este poder). La mediación del individuo era necesaria para transportar la contradicción objetiva al interior del grupo; pero el ser-común-en-el-grupo era necesario para restituir su virulencia a la contradicción a través del conflicto de las personas. Desde luego que cada uno conoce desde hace tiempo todos los datos del problema, y que, en la presente sesión, las primeras relaciones han enumerado una vez más las dificultades, aporías, conflictos objetivos, etc. Pero estas oposiciones no se pueden manifestar en su verdad en tanto que son el objeto de una simple enumeración o de una descripción estrictamente verbal (pongo en esta rúbrica a diagramas, estadísticas, etc.). Es que el subgrupo organizador está en relación de inmanencia-transcendencia con el grupo que le rodea: una casi-separación (casi-negación) condiciona en la inercia las relaciones de aquél con éste (en seguida hablaremos de ello) en tanto que las contradicciones vividas del segundo (en las relaciones de sus miembros en tanto que tienen que seguir siendo los mismos y pueden ser desunidos por el objeto) no pueden ser reinteriorizadas por el primero y vividas en un nivel de abstracción y de especialización que es precisamente el del subgrupo. Así cada experto, si tiene un auto, puede sentir por sí mismo las contradicciones de que sufre cada miembro de este grupo-seriado (ya veremos el sentido de esta palabra cuando hablemos de lo concreto) que es la población de París (en tanto que algunos de sus miembros poseen autos). Pero en este nivel sufre y sale adelante de una manera particular y que no puede ser generalizada. Esto es, sus propias desventuras determinan su reacción de parisiense, pero siguen siendo prácticamente ineficaces en cuanto a su actitud de experto (de individuo definido por su poder), o pueden servir de ejemplo y de ilustración a sus discursos. Pero su punto de vista práctico se forma en la comunidad de expertos (o en la soledad, pero en tanto que esta soledad sólo es una manera entre tantas de ser-en-el-subgrupo; por ejemplo, trabaja en su informe, en su despacho). Así, los accidentes de autos, las calles intransitables, los embotellamientos, etc., se reproducen con toda su violencia en el seno del subgrupo especializado cuando los individuos toman de nuevo los conflictos de intereses materiales con la forma de conflictos de intereses ideológicos. El subgrupo, como mediación de una reciprocidad antagónica, regula la tensión y define la urgencia de la superación. Gracias a los individuos que están en peligro en su ser-en-el-grupo, gracias al subgrupo que hace que su conflicto sea posible e inevitable, el problema objetivo desarrolla (o puede desarrollar) todas sus contradicciones en el nivel mismo en que la solución tendría que poder inventarse (en efecto, nada prueba que haya una en las presentes condiciones). Además, estos conflictos interindividuales pueden convertirse en conflictos comunes, en la medida en que los individuos que presentan una solución se vuelven para otros los terceros reguladores de una acción organizadora que éstos presentían sin verla de una manera totalmente clara.
Sin embargo, ¿para qué sirve esta virulencia? Para plantear la cuestión en todas sus formas y con toda su complejidad, o, si se prefiere, para realizar el devenir-cuestión del subgrupo. La tensión máxima se realizará cuando él se transforme en su nivel y según sus funciones en la circulación parisiense. Ahora bien, esta frondosa complejidad de contradicciones no se puede mantener en tanto que tal: es un medio de interiorizar el problema, pero, en tanto que se mantienen divididos, los individuos comunes se paralizan; el momento de la contradicción interiorizada, en tanto que transforma a los mismos en otros, tiene que ser superado hacia la unidad sintética. Cuanto más integrado está el subgrupo, más siente esta contradicción profunda del mismo y del otro a través de todos sus miembros, y más tentación tendrá de dar una solución por el terror, es decir, exigiendo la unión con una de las tesis que están en presencia. En este caso nos importa poco que haya o que no haya habido votación; lo que cuenta es la liquidación de la minoría en tanto que tal. Y, sobre todo, interesa saber a qué tesis se une; si, como ocurre con frecuencia, se trata de una tesis sostenida ya, de una de las que se acaban de exponer, nos limitaremos por negativa, a sufrir la ley de la alteridad, a aventajar violentamente uno o varios términos de las contradicciones objetivas en perjuicio de los demás. No ha habido pensamiento, en el sentido de «práctica organizadora» que defina a una solución mejor (sino definitivamente buena) por superación sintética de las contradicciones. Se definirá, pues, el comportamiento común (poder de definir a uno reorganización) como continuación en común de una proposición individual (hecha por un individuo común). Si hay pensamiento, por el contrario, es decir, si se propone una solución, provisional o no, pero mejor, se manifestará evidentemente como praxis reguladora y por el tercero regulador (poco importa aquí que haya uno o varios terceros, que la solución sea «encontrada» por varios a la vez; lo esencial es que cada uno, en tanto que es individuo común mediado por la práctica orgánica, la produce como libre movimiento dialéctico de su pensamiento). En efecto, se trata de una superación dialéctica por un proyecto práctico: lo que supone, pues, una aprehensión sintética de todas las contradicciones, esto es, la reunificación viva del grupo por el tercero, tomando a las disensiones como herramienta de la reunificación. En este momento, el subgrupo no es sino la unidad sintética de sus propias divisiones; es decir, que realiza con sus disensiones las contradicciones objetivas que van de la situación al grupo entero. Y, con el invento de una solución, el individuo se propone como tercero regulador, es decir, que manifiesta su solución como apertura de un posible porvenir y de un campo de acción condicionado por un nuevo objetivo (a breve plazo, el objetivo fundamental se mantiene sin cambio). Y esta solución se presenta al mismo tiempo como superación objetiva de las contradicciones objetivas y como reorganización posible del subgrupo mismo en interioridad; con la adopción de la solución, en efecto, las oposiciones de fracciones (empleo el término en el sentido más general) se organizan en estructuras de reciprocidad positiva; en el seno de la nueva unidad, los términos contradictorios se conservan como elementos indisolubles del nuevo arreglo y su contradicción mediada se transforma en heterogeneidad asumida. Es totalmente indiferente que la solución se produzca en el curso de las reuniones del subgrupo o por un trabajo solitario, ya que la soledad, como acabamos de verlo, es una determinada relación funcional del individuo con el subgrupo del que es miembro. Lo que por el contrario es importante, es que el desarrollo práctico de las contradicciones puede tener lugar a través del tercero regulador, en tanto que estas contradicciones se realizan en la unidad del subgrupo desgarrado, las aprehende en él y fuera de él en el campo común y en tanto que es individuo común (exactamente como el jugador de fútbol aprehende a la organización movediza del campo práctico en tanto que lo condiciona, lo transforma y se realiza también por él); y como estas mismas contradicciones interiores son la interiorización de contradicciones objetivas, las aprehende en la indisoluble unidad de la praxis como problema de organización objetiva del grupo entero en tanto que la solución de este problema debe operar la reorganización del subgrupo organizador. Dicho de otra manera, aprehende a la vez la solución como teniendo que ser alcanzada por la reorganización del subgrupo y la reorganización del subgrupo como teniendo que ser efectuada sobre la base de una solución positiva. En cuanto a la concepción práctica, está pensada; lo que significa exactamente que es superación práctica de las relaciones del grupo con el mundo y con él mismo y de las relaciones del subgrupo con él mismo y con el grupo, en tanto que estas relaciones son la osamenta inerte y juramentada de la comunidad, o, si se prefiere, en tanto que son susceptibles de ser aprehendidas como inerte exterioridad de la interioridad. Su pensamiento encuentra su fundamento en estas relaciones, aunque tenga que modificar algunas en nombre del conjunto; está estructurada por ellas, y las conserva sintetizándolas con un proyecto que las supera y las utiliza. Al mismo tiempo, las encuentra ante ella en la casi-objetividad como materia inerte de una matemática ordinal. Así, son comunes la estructura y los instrumentos del pensamiento, pero el pensamiento como praxis es mediación del organismo práctico y de la libre dialéctica constituyente entre estas relaciones inertes y la objetivación final. El invento es la relación sintética e individual entre las estructuras recogidas en síntesis vivas y las relaciones estructurales arregladas en función de esta síntesis, en un campo práctico desgarrado por exigencias contradictorias. Como el invento se produce como praxis reguladora del tercero y como la comprensión es este invento mismo en tanto que se produce en el otro tercero como praxis regulada, el acto, como unidad de la reorganización del subgrupo y de la nueva organización del grupo, se produce en todas partes como el mismo, aquí, ahora. Es el punto capital: tocamos aquí a la estructura esencial de las comunidades que el idealismo epistemológico ha llamado acuerdo de los espíritus entre sí. No hay espíritus. Como tampoco hay almas. Eso es cosa sabida. Pero también es aberrante la palabra «acuerdo». En efecto, un acuerdo supone que individuos o grupos diferentes, provenientes de diferentes horizontes y caracterizados por rasgos y costumbres de orden diferente, realicen en la reciprocidad un acuerdo contractual sobre un mínimo. Poco importa que el optimismo idealista muestre después que este mínimo se verá aumentado con otro mínimo, éste con otro, y que finalmente el acuerdo se extenderá al conjunto de los conocimientos o de las actividades humanas: eso es filosofía de la Historia. Lo que en cada caso se mantiene es que —inclusive si es sobre la base de acuerdos anteriores— el nuevo acuerdo sigue siendo el mínimo para la situación dada. La ciencia (volveremos sobre ello) realiza, en tal momento de la historia, el acuerdo de individuos que no tienen ni la misma edad, ni el mismo sexo, ni la misma condición social, ni los mismos intereses, ni la misma lengua, ni la misma nación, etc. Y estos individuos se entienden, por ejemplo, en cuanto a la teoría de Fresnel, o en cuanto a la teoría de la termodinámica y sus demostraciones. Al mismo tiempo, el objeto del acuerdo se vuelve exterior a cada uno: un físico comunista y un físico anticomunista llegan a un acuerdo en cuanto a los resultados de una experiencia física y su interpretación, sin que su socialidad o su individualidad orgánica queden cambiadas en alguna forma. Y en cierta manera eso es lo que parece que ocurre; pero es que se trata de una estructura más compleja que las que ahora estudiamos; en realidad se trata de la resurrección de la unidad a través de la serialidad y de la creación de grupos en el medio serial sin disolución de la alteridad. De hecho, esta unidad inducida es el producto degradado de grupos restringidos y activos cuya actividad, como veremos, se refracta en la serialidad. La contradicción de la concepción idealista consiste en que da a la verdad el poder de ser la misma en Otro en tanto que Otro. Y no podría decirse que el acuerdo científico de otros dos sea de hecho la reciprocidad humana fundamental (y que, en consecuencia, la alteridad con su forma social, política, etc., no es sino una modalidad secundaria que acabará por disolverse) sin decidir a priori sobre toda la Historia y, por ejemplo, sin rechazar inmediatamente la lucha de clases y la explotación. Porque el acuerdo intelectual de un patrono y de uno de sus obreros sobre una verdad científica es constantemente posible (basta con que uno y otro quieran y puedan instruirse, cosa que depende sobre todo de las circunstancias). Pero si el soldador eléctrico y el patrono de los astilleros están convencidos de la verdad del principio de Arquímedes, esta convicción del uno y del otro es en cada uno otra convicción, porque se produce en una sociedad desgarrada y, si lo puedo decir, en los dos extremos de un sistema de explotación. Aquí, el acuerdo sobre la ciencia no tiene ninguna importancia (no tiene más que el acuerdo igualmente auténtico sobre el tiempo que hace o sobre la temperatura); digamos inclusive que no tiene realidad concreta, precisamente porque los dos individuos son tales que la confrontación de sus conocimientos es una eventualidad poco probable, y además inútil. De hecho, hay dos individuos cuyas relaciones concretas están regidas por el modo y las relaciones de producción, y que, cada uno por cuenta propia en medio de un grupo homogéneo, reproduce el movimiento de pensamiento de tal o cual demostración rigurosa. En una palabra, cuando los individuos y los grupos son fundamentalmente otros (y, con más razón, opuestos) «el acuerdo de los espíritus» como virtualidad permanente de reciprocidad se mantiene como una posibilidad abstracta y perfectamente inesencial; después de todo, los artilleros de dos ejércitos enemigos están de acuerdo en todos los aspectos de la balística.
Por el contrario, en los grupos organizadores y heurísticos (y entre estos últimos hay que contar a los grupos activos de sabios que trabajan juntos concretamente), la aparición de la solución compromete a cada uno más totalmente y más concretamente que un «acuerdo». El acuerdo, en efecto, realiza sobre este punto la unidad exterior de los Otros en tanto que Otros, y a causa de eso mismo explota en pulverulencia de identidades: todos los Otros son idénticos sobre este punto particular. La solución, cuando se produce como comportamiento práctico del tercero regulador (porque ante todo es eso: determinación del discurso, demostraciones gráficas, reproducción de experiencia, etc.) y que se reproduce al mismo tiempo por la praxis de cada tercero, es por el contrario la temporalización de cada uno como el mismo en la ubicuidad de un aquí. Hay que entender con lo dicho que la comprensión es creación (y en esos sabios, en esos expertos, ocurre que a las primeras palabras se ilumina el campo de los posibles, que el porvenir se descubre ya mucho más claramente de lo que la acción reguladora ha tratado de determinar); pero también, que esta libre creación no se hace en Otro en tanto que tal, sino en un individuo común que, alterado un instante (por desgarramientos contradictorios), se reconstituye el mismo por su operación práctica en tanto que esta operación es una sola y la misma para toda esta multiplicidad interiorizada. Con otras palabras, hay dos descripciones inadecuadas del hecho considerado (exposición de una solución por un tercero a sus iguales): la primera es implícitamente organicista; se supone que hay un acto sintético (la conducta demostrativa del inventor) y que este solo acto se realiza como unidad de integración a través de los que escuchan; esta interpretación equivale a hundir a los individuos —salvo a uno— en la indistinta inesencialidad y a constituir al inventor como hiperconciencia totalizadora; se funda sobre las síntesis superficiales de la percepción que nos revelan el conjunto de los auditores como el fondo sobre el cual se destaca el orador. La segunda interpretación se refiere por el contrario a la racionalidad analítica: suprime al grupo, lo reemplaza por su multiplicidad de exterioridad y resuelve el hecho de comprensión en una cantidad definida de procesos idénticos que se producen en diferentes organismos. En ese momento, la demostración del inventor es un proceso cada uno de cuyos términos está ordenado por el precedente y sirve de inductor a las relaciones idénticas de las unidades exteriores (auditores, espectadores). La verdad concreta es mucho más simple que esas dos interpretaciones erróneas entre las cuales oscilamos sin cesar: el proceso de la invención propiamente dicha —aunque preceda en un solo instante al de la exposición— pertenece aún al proceso de desgarramiento común: en efecto, por la fuerza de las cosas es ante todo la aparición de una solución entre otras soluciones; y, en realidad, cada una de las falsas soluciones contradictorias ha sido vivida como reorganización totalizadora y se ha realizado como nueva contradicción interna, dividiendo al grupo y significando a su autor en su individualidad. Es la prueba de que la solución verdaderamente sintética se realiza como reestructuración del grupo. Y esta prueba puede ser la experiencia o el cálculo —como trabajos efectuados en la soledad—, pero también puede ser, en otras circunstancias, la exposición misma. En todo caso, la contra-prueba solitaria resulta insuficiente a pesar de su rigor: la verdad es a la vez el desciframiento práctico y controlado de la objetividad y una determinación en interioridad de la socialidad[224]. A partir de aquí, la operación ya no le pertenece al tercero regulador, de la misma manera que la toma de la Bastilla no es la obra del primero que gritó: «¡Vamos, a la Bastilla!». Se hace por cada uno con un triple aspecto: encadenamiento práctico de evidencias abstractas (es decir, de relaciones inertes y necesarias cuya necesidad se le aparece en toda su evidencia, en tanto que la comprende a través de las mismas relaciones unidas en la estructura viva); liquidación por la modificación totalitaria de su separatismo ideológico; realización del campo práctico común por él, alrededor de él y por todos en una operación nueva y rigurosa. Esta liquidación constructiva se hace a través de los tres ek-stasis temporales: pasado y futuro se determinan recíprocamente y el presente práctico, ya iluminado por una comprensión global (es decir, por el porvenir ya prefigurado como significación), se produce como determinación regresiva de las mediaciones que unen a este porvenir con el pasado. A partir de ahí, se puede decir que la operación tiene lugar en todas, partes, que la exposición tiene sobre la comprensión el único y abstracto privilegio de la acción reguladora sobre las acciones reguladas, que esta operación —exposición y comprensión— es una praxis individual de liquidación de las contradicciones prácticas sobre la base de estructuras comunes; que esta praxis individual no puede producirse en ningún caso con la forma de procesos idénticos en cada uno de los terceros que supone, de hecho, dos reciprocidades mediadas: la de cada comprensión con la exposición por intermedio de la totalización en curso (es decir, de la modificación como ubicuidad) y la de cada uno con cada uno y con todos por el medio de la regulación del tercero (invención expuesta). Pero estos lazos sintéticos de reciprocidad se encuentran reducidos aquí a su más simple expresión: la reciprocidad designa a la comprensión del otro como la misma que la mía en tanto que la mía es la misma que la suya. Este lazo abstracto equivale simplemente a la reinteriorización de la multiplicidad y a su subordinación rigurosa a las diferentes formas de unidad sintética. De hecho —ya hemos desarrollado esta estructura más arriba—, no hay ni una comprensión, ni diez, ni treinta: esta comprensión, que es la misma en todas partes, no tiene ninguna determinación numérica. No es ni la exposición del tercero como realizando al grupo con la forma de totalidad-unidad, ni la pluralidad numérica de los actos. No es ni la acción sintética de un hiperorganismo ni la acción singular y localizada de tal organismo práctico: es la acción del organismo práctico sin determinación de singularidad en tanto que lleva a cabo la mediación entre la función y la objetivación, y que se produce como ubicuidad en el medio organizado. Mi comprensión sólo es mía en la medida en que es la de mi vecino: y la multiplicidad de identidades desaparece en tanto que cada comprensión implica todas las otras y las realiza; la ubicuidad es la reciprocidad de unidad excluyendo con un mismo movimiento lo múltiple y lo idéntico. El discurso nos da perfectamente esta doble negación con la primera persona del plural que manifiesta la interiorización de lo múltiple: en el nosotros, en efecto, lo múltiple no está suprimido, sino descalificado, se mantiene a título de ubicuidad. Y desde luego que se puede decir: «Nosotros somos dos», como se dice: «Ellos son dos»; pero en el segundo caso la enumeración es real, expresa la conmutatividad (cada uno puede ser la segunda unidad), mientras que, en el primero, esta conmutatividad es el contenido no explícito de la reciprocidad.
Antes de ser organización objetiva, el invento de la solución es, pues, un momento individual que encuentra en todas partes su aquí determinándose recíprocamente por su presencia recíproca en todos los aquí. Naturalmente, se trata en este caso de una interpretación abstracta; en cuanto la serialidad se introduce en el grupo, por poco que sea, la multiplicidad tiende a aparecer de nuevo. Pero hay intermediarios entre el no-múltiple o ubicuidad y la multiplicidad numérica, y ésta no existe verdaderamente en tanto que tal salvo cuando el grupo está muerto del todo; en este caso no habrá ni siquiera más invento comprensivo, o, si tiene lugar, no tendrá el poder de romper la inercia serial. Pero lo que nos importa sobre todo es que el momento de la síntesis es el de la operación individual. Lejos está un objetivo universal de realizar el acuerdo de los espíritus conservando su diversidad; la operación individual no realiza nada, pero cada uno se realiza el mismo al realizarla. En ese sentido la verdad, en tanto que socialidad y en un grupo integrado, es en su sentido original la liquidación de toda alteridad; realiza la integración por la mediación del tercero regulador. Pero resulta de ello una indistinción absoluta entre la verdad como operación individual y la verdad como operación común. Esta indiferenciación por ubicuidad de uno y de todos se manifiesta por el hecho de que la ciencia puede dar a una ley, a un principio, el nombre de su inventor, Ohm, Joule, Carnot, etc., o puede dejar que la operación constructiva se desarrolle en el anonimato. La operación común no sólo puede superar en su estructura práctica a la operación individual, sino que además, como veremos, esta operación individual se presenta en el grupo como un ideal práctico que no puede alcanzar nunca del todo.
Pero tenemos que volver otra vez más al subgrupo de organización: supongamos que su problema ha recibido la solución esquemática. Se ha expuesto un invento a grandes rasgos, hay que pasar a los perfeccionamientos de detalle, a las modalidades concretas de su aplicación, etc. Se encuentra en este nivel una heterogeneidad de libertad: ésta se funda, en efecto, en la adopción común del esquema regulador del invento. Éste ha tomado un nuevo carácter: es estructura común. Por una parte, en efecto, es una inercia comprendida y jurada; nos atenemos a él, no tenemos que preocuparnos por ponerlo en tela de juicio. Está en cada uno entero y el mismo, como base común, y no reside en nadie, ni siquiera en su inventor, como sede privilegiada. Por otra parte, como esquema organizador (es decir, como esquema que dirige a la nueva organización del grupo por el subgrupo), define los límites y los poderes de la praxis organizadora: precisamente porque están integrados, porque cada uno es el mismo y fundamenta sus operaciones en el mismo esquema director, resulta posible que cualquier individuo cree su heterogeneidad propia por una proposición de detalle que suponga y contenga en ella como su osamenta a las relaciones inertes del esquema director. Llevado al límite, cada uno se hace heterogéneo por su libre invento enriquecedor y, al mismo tiempo, constituye a éste en el objeto como momento que se tiene que superar de la objetivación totalizadora. La operación progresiva que consiste en adaptar el esquema a lo concreto, se desarrolla, pues, con el control del esquema y a través de los momentos heterogéneos cuyo precedente conserva y supera cada uno. En este nivel (por lo menos en teoría, es decir, en el grado de pureza abstracta en que estamos situados), las contradicciones no ponen en juego al grupo mismo, se temporalizan y se sobreponen con el fundamento de una unidad prospectiva del porvenir, de la praxis común y del grupo mismo. Pero, con el punto de vista de la inteligibilidad, hay que reconocer que este desarrollo armonioso de la heterogeneidad con fondo de unidad nos remite una vez más a la unidad práctica del organismo. Cada proposición inventada, contradicha, superada con su contradicción y conservada —aunque el proceso entero sea el producto de diferentes operaciones, efectuadas por diferentes individuos— podría ser, a priori, una posición superada y conservada en la libre praxis dialéctica del organismo. La única diferencia consiste en que la dialéctica constituida descansa sobre un momento no dialéctico: el de la inercia asumida. Ésta, en efecto, permite la praxis común en tanto que prescribe a la dialéctica constituyente límites insuperables. Y claro está, existe en el organismo práctico una estructura de inercia —es lo que le permite ser el instrumento de toda instrumentalidad—, pero nada tiene en común con la inercia de la libertad. En realidad, la libre superación orgánica siempre es superación de condiciones materiales; pero los límites de la acción están prescritos por el conjunto de las circunstancias históricas, no por una inercia juramentada que produciría la praxis misma.
Esta negación inerte representa sin embargo la condición sine qua non de la acción común: por ella existe el individuo común como poder, función, estructura; y la praxis dialéctica como mediación entre el individuo común y el objeto que se tiene que trabajar es a su vez diferente de la libre praxis solitaria de un organismo, en la medida en que supera, conserva, actualiza a la inercia, al poder, a la función, esto es, al individuo común. Hay una relación sintética y constitutiva que, en el grupo mismo, es la definición de cada individuo (en relación con uno y con todos); y el individuo común, al actualizarse por la praxis individual, se produce en un campo de fuerzas de una violencia inaudita, que lo forman y lo deforman y lo ponen en juego en todas partes. En este sentido, el individuo concreto, en el grupo, es radicalmente otro distinto del individuo orgánico y del individuo común. A primera vista, no deja de ser paradójico que el grupo en acción «caiga» en su praxis común al nivel de la praxis individual, si no en cuanto a la potencia y a la eficacia de su acción, por lo menos en cuanto a su estructura formal. Pero si se reflexiona y se ve que el grupo es una «antifisis», es decir, una empresa, un trabajo sistemático sobre las relaciones fundamentales que unen a los hombres, y que el esquema director de ese trabajo sólo podía ser el movimiento dialéctico que lo producía, entonces esta paradoja tiene que desaparecer. Con otras palabras, el fin práctico no es el grupo, sino el objetivo común; el grupo se organiza para alcanzar en común el objetivo, pero la organización lo constituye dialécticamente como ampliador de la praxis dialéctica. A decir verdad, no sólo como organismo muy poderoso, sino como organismo que suprime las contingencias de su constitución por una atenta división del trabajo y una diferenciación sistemática de las funciones. Ahora bien, estas nuevas características no impiden que esté situado, y por consiguiente que las transformaciones exteriores hagan aparecer a la contingencia en su organización (es decir, los límites contingentes de su previsión). Ni que el esquema de la acción tenga que mantenerse el mismo para el grupo como producto del trabajo humano y para el trabajo que lo ha producido, considerando que el grupo como objeto de trabajo tiene que sostener sus determinaciones, como la cosa trabajada, por una determinada inercia. Ni que la única unidad que se pueda dar en el grupo —ya que el hiperorganismo es un sueño del idealismo— oscile entre la falsa unidad de la materia trabajada (moneda acuñada) y la unidad sintética y viva del organismo. Podemos afirmar así desde ahora que la racionalidad dialéctica de la praxis común no transciende a la racionalidad de la praxis individual. Por el contrario, se mantiene más allá de ésta. Y sus complejidades particulares, sus nudos de relación y de encadenamiento formal de sus estructuras provienen precisamente del hecho de que esta racionalidad segunda está constituida, es decir, de que el grupo es un producto.
Con otras palabras, el grupo se ha constituido y organizado por la presión de la necesidad para producir una acción dialéctica. Y, si hubiese logrado hacerse organismo, la unidad orgánica de su acción (suponiendo una unidad hiperconsciente, etc.) habría sido de otra especie y de otra inteligibilidad: tal vez hubiese poseído cada organismo una determinada comprensión de hiperorganismo en tanto que estructura unida al todo, pero esta comprensión habría sido muy diferente de la nuestra, que trata de alcanzar la totalización en el grupo. Por lo demás, esta conjetura es demasiado indeterminada para que se pueda establecer si la comprensión habría alcanzado al todo hiperorgánico o a su hiperacción (que a su vez es arreglo), o a una a través del otro, o si no habría habido comprensión en absoluto. Pero precisamente porque no ha logrado hacerse totalidad, es decir, porque no ha logrado superar a su praxis individual con una hiperdialéctica práctica, ha caído más acá de esta praxis que es la única que le puede procurar un modelo de unidad activa, como el organismo mismo procura a su totalización un modelo y un esquema de unidad ontológica (volveremos sobre ello). Y la tensión paradójica que constituye la praxis del grupo, es que es en él mismo una metamorfosis aprehendida como ubicuidad del individuo por todos los otros, luego, en cierta forma, un estatuto nuevo de existencia (poder y «violencia-fraternidad»), y que su acción —que es la razón misma y la ley de su constitución— no difiere de lo que puede proyectar un individuo orgánico que disponga de un grupo-objeto para asegurar la ejecución del proyecto. Pero esta insuperabilidad de hecho (no hay necesidad, sino evidencia permanente de la experiencia) remite necesariamente a esta imposibilidad de ser hiperorganismo que es el fracaso del grupo; y esta imposibilidad misma no es ante todo sino la imposibilidad de darse una unidad orgánica. La unión insuperable del grupo con el organismo práctico como Idea (tomo Idea no en el sentido de determinación del discurso, sino de tarea irrealizable que se hace reguladora poniéndose siempre como pudiendo ser realizada mañana) es el significado móvil de una totalización perpetuamente modificada y perpetuamente fracasada. El grupo es frecuentado por las significaciones organicistas porque está sometido a esta ley rigurosa: si lograse —aunque es imposible— darse la unidad orgánica, sería así hiperorganismo (porque sería un organismo que se produce a sí mismo según una ley práctica que excluye la contingencia); pero si este estatuto le queda rigurosamente prohibido, queda como totalización y como ser más acá del organismo práctico y como uno de sus productos. En una palabra, ya que el estadio orgánico no se puede superar, tampoco puede ser alcanzado; y el organismo, como umbral que se tiene que franquear para llegar a la unidad hiperorgáníca, sigue siendo el estatuto ontológico y práctico que le sirve al grupo como regulador. De la misma manera, el grupo se constituye por el trabajo como un instrumento que tiene que producir una praxis dialéctica, pero esta dialéctica forjada a través de la organización está constituida por las libres acciones dialécticas del individuo orgánico y sobre su modelo. El resultado no es únicamente que la acción común puede ser reinventada por uno solo (jefe, organisation-man, etc.), sino también que la inteligibilidad de la dialéctica constituida se recarga y se degrada en relación con la plena inteligibilidad de la dialéctica constituyente.
En electo, hay que establecer por qué razones la praxis común, aunque —como veremos— sea aún inteligible, ha perdido la translucidez de la praxis individual. Ahora bien, queda claro, ante todo, que la razón fundamental es la inercia asumida: aunque sea asumida cuantas veces se quiera, de todas formas le llega a cada uno como su libertad otra y en consecuencia le llega del tercero en tanto que Otro, aunque la alteridad esté producida aquí en su pureza formal. Cuando tropiezo con mis límites, con determinadas insuperabilidades (el hecho de que tenga tal función en el grupo y no tal otra), desde luego que puedo dar interpretaciones prácticas (encuentro la razón de mi función en las circunstancias y en mi capacidad) y —haya sido implícito o explícito— encontrar mi juramento original, reproducirlo en la urgencia del pasado resucitado, recorrer a partir de ahí el encadenamiento dialéctico que conduce a este presente, a esta tarea. Pero la negación y la limitación en tanto que tales no se pueden disolver aunque las comprenda, como es debido, por su función instrumental. Y de todas las determinaciones que se fundan sobre ellas —derechos y deberes, poderes, estructuras— puedo encontrar en cada instante el movimiento dialéctico que las produce en el interior del grupo, pero no poseen la translucidez de mi pura praxis orgánica. Mi derecho y mi deber se me presentan con una dimensión de alteridad. Sin duda que son relaciones con otro, pero existen relaciones humanas translúcidas y ya he hablado de ellas en el comienzo de esta obra: son reciprocidades inmediatas. Se trata aquí de reciprocidades trabajadas. El derecho y el deber, en su evidencia sin transparencia, se presentan a la experiencia dialéctica —y a la conciencia práctica— como mi libre alienación a la libertad. Pero, de hecho, conocemos los fines que han presidido al juramento: se trataba de luchar contra nuestra multiplicidad interiorizándola, es decir, sometiéndola para siempre a la unidad. Así el problema de la racionalidad dialéctica como Razón constituida se coloca en el nivel fundamental de la integración, es decir, de la acción común contra la multiplicidad.
Ahora bien, prosiguiendo nuestra experiencia en un nivel inferior de abstracción y de pureza (aunque aún enteramente abstracto), podemos ver inmediatamente que la interiorización de la multiplicidad se tiene que rehacer perpetuamente, porque la están acosando perpetuamente; esto está originado ante todo por las circunstancias mismas de la lucha y de la acción, es decir, a la vez por el proceso histórico totalizador, por el objetivo y por los instrumentos. Si en primer lugar sólo consideramos a estos últimos, llama la atención que en el momento en que el grupo no es toda la sociedad (es decir, prácticamente siempre), el otro intervenga en tanto que el instrumento del grupo es el producto de su trabajo. Y, por esta razón, la materia trabajada, desde el seno del grupo que se ha constituido en ella, impregna a todas las organizaciones interiores de una determinada alteridad. Cualquiera que sea el grupo hoy considerado, basta con que una huelga alcance a los empleados de correos (o al sector de las telecomunicaciones) para que la unidad práctica quede provisionalmente rota. Ahora bien, esta unidad sólo tiene sentido en el movimiento de la acción y en la urgencia de la situación: su ruptura no va a romper no sé qué fidelidad juramentada de los individuos comunes; simplemente, obliga a cada uno a cumplir con su tarea en circunstancias que conoce muy mal, ya que no dispone ni de información ni de directivas ni de órdenes que le dé el grupo. El individuo común subsiste: es el juramento y las costumbres en cada uno; pero en la nueva circunstancia, tiende a reducirse a una determinación puramente negativa, a un handicap de inercia: el individuo orgánico ya no es mediación entre un ser-común vivo (es decir, sostenido y alimentado por el medio común, por los poderes dados y mantenidos), aunque limitado por la inercia, y, por otra parte, la objetivación de la praxis común. Aislado, se identifica como organismo práctico del grupo, es decir, que da al grupo el estatuto de espontaneidad dialéctica que caracteriza a su organismo. (Ya veremos que este brusco aislamiento como ruptura no está vivido a la manera de determinadas funciones continuas que caracterizan al ser-en-el-grupo del individuo como soledad, y que, en consecuencia, producen como miembros útiles y precisos a solitarios que viven la soledad como su estatuto práctico de comunidad). Desde luego que esta identificación del grupo consigo mismo tiene dos posibilidades límites y contrarias: el sacrificio al grupo a pesar de lo incierto de las órdenes y de las informaciones; la utilización del grupo por el individuo. El riesgo de disolución de los comunes no llega aquí del más acá del juramento (el miedo, «el interés particular», etc., en tanto que pueden desmigajar al grupo), sino de su más allá: el grupo se disuelve en el individuo cuando éste, al conservar los poderes del grupo, falto de uniones, encarna al grupo por sí-solo. El problema de las uniones está, pues, indisolublemente unido al de la organización. O mejor dicho, es un determinado aspecto particular suyo: el problema de las uniones de la organización tiene que tratarse en una unidad indisoluble con el de la organización de las uniones. Y si la organización en curso, por la forma general que se da, decide el tipo general de las uniones, éstas, inversamente, según las dificultades que presenten (costo, lentitud relativa, rareza de los hombres, peligros, etc.), actúan sobre las organizaciones y las llevan a corregir sus planes. El lazo de las formas de gobierno y de administración con las posibilidades de comunicación (es decir, con las técnicas y con los medios reales de comunicar) se nos descubre en su inflexible rigor por el conjunto de la reconstrucción histórica. Pero, para nosotros, el problema tiene dos caras: en efecto, esta dependencia le da al grupo, cualquiera que sea, la profundidad del mundo; lo que significa que está unido a las serialidades de la sociedad donde se ha engendrado por la mediación de la materia trabajada. Se dirá que el individuo depende a su vez totalmente del conjunto social, es decir, de las circunstancias sociales de su materialidad. Es verdad. Y, finalmente, la situación de clase y, por ejemplo, el estado de las técnicas médicas, en tanto que reflejan la producción entera y que a través de ella apuntan al índice de refracción de su clase, deciden de sus posibilidades prácticas en tanto que condicionan a su organismo desde el interior. Pero ahí sólo hay una analogía superficial, precisamente porque la realidad biológica es una. Claro que hay órganos de unión (los nervios, la sangre, las secreciones endocrinales, etc.), y las enfermedades —profesionales u otras— pueden destruir algunas de estas uniones, como, también, las pueden restablecer determinados medicamentos, y en algunos casos, hasta las pueden ajustar. La diferencia no es ésa, aunque se imagine que el proceso de las técnicas médicas permitirá que se transforme progresivamente al organismo. Consiste en que la unión biológica se establece por funciones biológicas, entre funciones biológicas y en el medio biológico. El organismo mismo produce sus caminos y estos caminos son a su vez funciones; lo inorgánico aparece en él como substancia integrada en el todo, o como producto de desasimilación, pero no como distancia inerte y como inerte vehículo cuya rapidez sea función de un trabajo exterior. En el organismo, la distancia misma es orgánica; no se deja descubrir en su realidad inorgánica sino a través de la degradación del ser vivo (lentitud de los reflejos en algunos enfermos, en los viejos, etc.). Por el contrario, en lo que concierne al grupo, lo inorgánico (en tanto que materialidad trabajada) se vuelve mediación inerte entre las funciones de la comunidad. Gomo consecuencia tenemos la presencia de una alteridad interna que no ha producido el grupo y que según los casos (aunque independientemente del objetivo, o, en todo caso, sin unión práctica, establecida por los agentes) se revela como prácticamente desdeñable o puede hacer que estalle la comunidad. («Nuestros adherentes no vienen o vienen menos porque el lugar de reunión está demasiado lejos de sus casas, porque los transportes son demasiado caros», etc. Tal movimiento revolucionario que tenía que producirse en varios puntos del país a la vez, fracasa porque los enlaces no se han podido establecer[225]. Aniquilan a tal grupo combatiente porque ha perdido sus enlaces con el ejército de que forma parte). Este condicionamiento interno hace que reaparezca la multiplicidad interiorizada o, si se quiere, la reexterioriza en la interioridad. El grupo ha eliminado la facticidad en tanto que se propone un fin transcendente y al eliminar los azares orgánicos de su praxis; pero la vuelve a encontrar en el interior de él, con la forma de límite dispersivo de su unificación. Hay que señalar sin embargo que esta facticidad no se da, como hace la facticidad fundamental, como cierta determinación biológica de la materialidad no trabajada, sino como una determinación contingente del campo práctico-inerte. Se llama contingente a esta determinación, no porque le falte el rigor o la inteligibilidad (estando dado el campo práctico-inerte sobre cuyo fundamento se produce el grupo, es inevitable que el problema de los enlaces se proponga de tal o cual manera a la práctica común) sino porque es exterior a la práctica en tanto que ésta organiza al grupo en función de un determinado objetivo. El segundo aspecto de esta dependencia interesa a nuestra investigación más aún que el primero: en tanto que el grupo quiere luchar, con las técnicas y las herramientas contemporáneas, contra la fuerza dispersiva del campo práctico-inerte, tiene que producir en él aparatos de mediación, de control, de inspección cuya función esencial sea poner en relación a los subgrupos entre sí (por ejemplo, en el caso de una estructuración federativa) o con el aparato central (en el caso de una estructuración centralizada). Estos mediadores —ya se trate de los missi dominici, de los cronometradores de una fábrica, o de los inspectores generales de enseñanza secundaria— tienen como función activa el unir dos inercias como tales. Y estas inercias no han sido producidas por la libertad juramentada, sino que vienen al grupo por la dispersión de exterioridad y el aparato mediador las constituye en inercias superadas y mediadas por su mediación: en efecto, sin esta mediación la administración central no tendría poder sobre el ejecutivo local, y viceversa: sin duda que el aparato mediador está producido por la administración; pero apenas producido, es la administración la que está en su dependencia, como el ejecutivo local. En este caso no es raro que se cree un órgano de control para vigilar al órgano mediador. Estas indicaciones serían desde luego más justas y aún más completas si se aplicasen a un grupo jerarquizado y sometido a autoridades. Pero aún no hemos considerado esta estructura. Lo que ocurre, en todo caso, es que la unión revele y desarrolle la inercia de exterioridad luchando contra ella por una modificación de inercias juramentadas. Lo que hace la especificidad de la praxis organizada es la pirámide de inercias que la constituye, exteriores e interiores (por exteriorización de la inercia de interioridad y por interiorización de la inercia de exterioridad) y el hecho de que para todo aparato su objeto (esos subgrupos que se tiene que enlazar) aparezca como inercia externa-interna y como tal tenga que ser maniobrada, mientras que el mismo aparato en su relación con otros órganos coordinados se hace manipular como inercia por aparatos superordenados.
Pero los medios de comunicación sólo son un ejemplo de la separación de interioridad. Según su tarea y las circunstancias, se puede manifestar en la temporalización: cada tarea particular puede cumplirse enteramente en su particularidad y encontrarse separada de la tarea particular que durante algún tiempo ella hace posible en el desarrollo de la acción común. En un complejo industrial (poco importa aquí que se trate de un Kombinat socialista o de una organización capitalista: la explotación no está directamente puesta en tela de juicio, se trata de necesidades técnicas, semejantes en todas partes, tanto en el Este como en el Oeste), la extracción de la materia bruta o la fabricación de un producto semiterminado (altos hornos, forjas; hierro, acero, etc.) se objetiva en un objeto determinado (petróleo no refinado, bloque de acero) que absorbe el trabajo como hace «la mercancía» y lo deja que cristalice en él. Se volverá a tomar la operación, el petróleo refinado, el acero transformado en biela, en eje, etc., en otro local (a veces vecino) y en el curso de una tercera operación, se le pondrá en condiciones de cumplir directamente con su función (se monta la máquina con las piezas sueltas, etc.). Pero queda claro que la praxis de cada subgrupo se absorbe como sello inerte de la materialidad trabajada y que es superada por una nueva operación. Es importante para la economía de la empresa que los trabajadores, los locales, los organizadores y los dirigentes estén integrados en un mismo complejo. Pero poco importa en el subgrupo de los altos hornos que el mineral tratado sea extraído por un subgrupo que pertenece al complejo o que lo hayan transportado en tren de una región alejada. Ahora bien, en el segundo caso, el carácter ya trabajado del producto pretendidamente «bruto» (el hecho de que hombres hayan trabajado juntos duramente para extraer el mineral) prácticamente no tiene importancia. Aunque el obrero de las forjas tenga una solidaridad de clase con los mineros, esta solidaridad no es una estructura del grupo en tanto que tal, o por lo menos no lo es directamente, y además se dirige a los miembros de la clase (sean o no del grupo) y no a los miembros del grupo. En realidad, para el trabajador, la exigencia inerte del objeto puede remitir a los que lo han producido, pero también puede ser aprehendida, como hemos visto, como una especie de función inhumana de la materialidad. En ese momento, separa más que une, o más bien, une en la serialidad. Aún no hemos caído en la serialidad: el grupo ha perdido su pureza abstracta, pero conserva su eficacia y su estructura de interioridad. Pero lo que aquí importa es que en el complejo técnico considerado, la tarea del agente precedente sea aprehendida —a causa del intervalo temporal (transporte del producto de un taller a otro o de la mina a la forja, etc.)— como invertida y convertida en pasividad por su sostén de exterioridad inerte. Se vuelve hipotética en cuanto al porvenir del nuevo trabajador, limitación sufrida de sus posibilidades, ya haya sido cumplida fuera del grupo por otros en tanto que Otros o ya sea el resultado de una empresa común de determinados miembros invisibles en tanto que son los mismos. La corrección reorganizadora se puede hacer aquí de muchas maneras: el subgrupo mediador puede aumentar la integración multiplicando los contactos entre los trabajadores de los diferentes sectores, puede asegurar en cada uno la comprensión de la praxis común con una instrucción teórica que permita que cada trabajador aprehenda la significación y la importancia de su función aprendiendo al mismo tiempo a reconocer la significación de las otras tareas; por la conmutatividad sistemática puede afectar a cada individuo a los diferentes empleos del conjunto en el curso de los tres o cinco años siguientes, etc. No cito esas prácticas por su eficacia social, sino para indicar su carácter común; toman a la organización en el punto muerto en que la ha dejado la separación temporal; aprehenden el aislamiento de cada subgrupo o de cada individuo en relación con otros individuos y con otros subgrupos como negación inerte que se tiene que disolver y a cada trabajador como unidad masificada que se tiene que reconquistar de la serialidad naciente[226]. Por una modificación real (conmutación de los empleos) o por una acción verbal (enseñanza, explicación) cumplen un trabajo material sobre una materialidad inorgánica. Este trabajo tiene desde luego como fin el romper la pulverulencia de soledades (como separaciones temporales) en beneficio de una unidad funcional; pero si se considera a partir de la praxis común de organización, indica que la organización concreta, es perpetua negación de negación, es decir, negación práctica y eficaz de la desorganización en curso. Según este punto de vista, la heterogeneidad de las funciones en un grupo de una pureza total y abstracta, como hemos visto es invención de la libertad. Pero si hay que considerarla en un grupo completo (en el que los alejamientos espaciales y las separaciones temporales son fuentes perpetuas de dispersión masificadora) y según el punto de vista de la totalización, queda claro que la diferenciación, cuando está determinada a la vez por el aparato organizador y por la separación espacio-temporal, puede caer en cualquier instante en el estatuto de heterogeneidad accidental (de exterioridad). En un grupo eficaz y práctico pero real, la corriente corre el riesgo de no pasar más en cualquier instante. Y lo que vale para los elementos mediados por el aparato, como hemos visto también vale para el aparato mediador. El grupo consume una parte de sus fuerzas (energía de sus miembros, poder de la cantidad, crédito, dinero, etc.) conservándose en estado de relativa fluidez. Así, por una fisiparidad de la reflexión (muy inteligible, ya que se trata de subgrupos mediadores y de mediadores entre esos subgrupos, etc.), el grupo como interioridad, es decir, como totalización en curso, puede resolverse (y de hecho se resuelve) en jerarquía y circularidad (juntas las dos, ya veremos por qué) de acciones unificadoras que tomen por casi-objetos inertes a las acciones y a los agentes de grado inferior[227], o, inversamente, en una jerarquía de casi-objetos que reciben su estatuto de Otro (subgrupo, individuo considerado como casi-sujeto) como determinación casi transcendente de su inercia sufrida y asumida. En este nivel, el grupo tiende a parecerse más al complejo constituido por una máquina y por los obreros que la utilizan para un trabajo definido que a un organismo práctico que supera dialécticamente a cada momento inerte del objeto trabajado, cada organización inerte del campo práctico. Sin que el momento de la negación pasiva y de la detención esté producido directamente por la praxis, sino en tanto que, por el contrario, vuelve del objeto trabajado al trabajo como limitación de la objetivación en curso en seguida superada por el estatuto inorgánico de la materialidad. De hecho, si es verdad que el grupo no cae en ningún caso al nivel de la máquina (aunque fuese al nivel de una máquina con feed back, como se ha tratado de mostrar), y si es verdad también que no se puede elevar en ningún caso hasta el estatuto orgánico, es que de hecho es un producto humano, es decir, un instrumento agenciado por hombres según las leyes que permiten crear dispositivos automáticos a partir de lo inorgánico y porque está simultáneamente constituido por la praxis libre y dialéctica de individuos humanos, en tanto que se ejerce en interioridad sobre cada miembro, en exterioridad sobre el objeto común. La máquina social no existirá nunca, porque se resuelve en pluralidad masifi-cada de organismos en el momento en que cada organización práctica recibe un estatuto sufrido de inercia en relación con el grupo; por el contrario, la eficacia es tanto más maquinal cuanto la integración está más avanzada, es decir, que el grupo, por la organización de sus estructuras, se produce aún más en función del organismo práctico (como esquema regulador de las relaciones construidas de interioridad). Lo que no significa en absoluto que esta organización, como mediación imposible entre lo orgánico y lo inorgánico, sea por sí misma ininteligibilidad. Pero significa que es dialéctica constituida. Hay que entender con lo dicho que no hay aquí una praxis dialéctica que realiza la unidad de los individuos, sino, por el contrario, que hay dialécticas constituyentes e individuales que con su trabajo inventan y producen un aparato dialéctico donde se encierran con sus instrumentos y que se determinan en función de su fin. En el interior del aparato, cada uno se transforma con y por todos los Otros, y el individuo común como estructura de la totalización aparece como el más alto grado de integración que puede realizar el grupo tratando de producirse como organismo; pero el grupo no se puede comprender sino como una determinada disolución del campo práctico-inerte en un determinado nivel de profundidad; como tal, conserva el campo disuelto por lo menos como riesgo perpetuo de resurrección serial, y su complicación misma lo arrastra hacia un estatuto pasivo de cosa inerte, de producto trabajado. Ya he dicho que eso mismo era provisional; más adelante veremos los avatares del grupo y lo que ocurre cuando lo vuelve a tomar la serialidad. Lo que aquí cuenta es que la praxis común es a la vez una acción y un proceso[228].
Si cada momento de la acción, en tanto que es la misma en todas partes, está producido como acción completa por un organismo práctico como mediación entre la función (individuo común, estructura) y la objetivación (inscripción en el objeto del trabajo común), hay un fin común, objetivación, trabajó, superación, adaptación recíproca, etc., como en la praxis individual; y cada resultado parcial tiene que ser aprehendido en su inteligibilidad constituyente como libre realización práctica de un detalle del fin común. El fin común mismo, ya se le considere como presente en la estructura de los individuos o como la regla reflexiva que dirige la reorganización del todo por un aparato diferenciado, aparece como determinación del porvenir por un proyecto sobre la base de circunstancias concretas. En ese nivel, la dialéctica individual se supera hacia una forma de inteligibilidad, ya que puede reproducir y comprender estas modalidades específicas del grupo —que serían desconocidas para un solitario, si un solitario pudiese existir—, es decir, la estructura, el ser-en-el-grupo, la función, el poder, y, fundamentalmente, el juramento. En efecto, es totalmente imposible que una libertad solitaria produzca, luego comprenda, al juramento como determinación de la reciprocidad mediada. Y si cada uno comprende así al grupo, en tanto que parece superarse hacia una nueva forma de integración, es que en la experiencia concreta la pertenencia al grupo está dada al mismo tiempo que la existencia práctica individual; de manera que no se trata de dos momentos separados de la comprensión, sino más bien de dos tipos de actos (prácticos y teóricos) siempre posibles, separadamente o a la vez.
2.º — Pero en el momento en que el grupo se supera hacia el organismo a través de sus individuos, hemos visto que queda accidentado. Nunca podrá ir más lejos: el ser-en-común puede producir en cada uno nuevas relaciones con otro (luego consigo), pero no un organismo integrante e integral, la totalización no se puede hacer totalidad. Y, para mantener al grupo como potencia eficaz de producir tal o cual resultado, se ve la necesidad que hay de multiplicar en él las regulaciones y las mediaciones, es decir, que en el interior de él mismo se vuelve una multiplicidad de puntos de vista prácticos que le aprehenden en todas sus formas como inercias que se tienen que superar. Este segundo paso no es más que el resultado del fracaso de la primera: como la integración llega hasta transformar la multiplicidad en ubicuidad en el mejor de los casos, pero no llega a suprimirla en beneficio de una nueva unidad, no se puede evitar que esta multiplicidad sin partes no se reproduzca como multiplicidad cuantitativa y discreta, en el interior del grupo mismo, con otras relaciones y por la mediación de lo práctico-inerte. A partir de ahí se establece no la recurrencia circular, sino, en todo caso, la circularidad de la pasividad, ya que el órgano mediador tiene que estar mediado él mismo, y ya que se encuentra desgarrado por las separaciones que media. Ahora bien, en este conjunto circular —e inclusive, como muy pronto haremos, introduciendo las funciones de autoridad— todo se produce también como resultado autónomo que se propone para sí en la inercia de la soledad y que encuentra su Razón práctica en la mediación de un subgrupo de reorganización. En ese nivel, la pasividad se da primero —como proceso eficaz pero aislado (como trabajo de una máquina en un grupo de máquinas)— y la actividad teleológica nunca es lo que llega, desde arriba, a romper la soledad y a reestructurar las funciones; la totalización perpetuamente accidentada se restablece siempre por otros (que ya no son del todo los mismos); su realidad libre y práctica le llega a cada uno como recuperación pasiva de su individualidad común. Según este punto de vista, que es también el de la práctica interior del grupo (y que tiende a dominar a medida que aumentan las dificultades), la acción común se vuelve un proceso orientado. ¿Qué diferencia hay, pues, entre proceso y praxis? Tanto el uno como la otra son dialécticos: están definidos por un movimiento y su dirección; superan los obstáculos del campo común y los transforman en relevos, en etapas, en grados que jalonan y facilitan su desarrollo. Tanto el uno como la otra se definen a partir de una determinación del campo de los posibles que permite iluminar la significación de sus diferentes momentos. El uno y la otra son violencia, fatiga, desgaste y perpetua transmutación de energía. Pero la praxis se descubre inmediatamente por su fin: la determinación futura del campo de los posibles se propone desde el principio por una superación proyectiva de las circunstancias materiales, es decir, por un proyecto; en cada momento de la acción, es el agente el que se produce él mismo en tal o cual postura, acompañado por tal o cual esfuerzo en función de los datos presentes iluminados por el objetivo futuro. He llamado libre a esta praxis por la sencilla razón de que, en una circunstancia dada, a partir de una necesidad o de un peligro dado, ella misma inventa su ley, en la absoluta unidad del proyecto (como mediación entre la objetividad dada, pasada, y la objetivación que se tiene que producir). El proceso no es ni comparable a un alud o a una inundación, ni comparable a una acción individual; de hecho conserva todas las características de la acción individual, ya que está constituido por la acción orientada de una multiplicidad de individuos; pero al mismo tiempo estas características reciben en él la modificación de la pasividad, porque, por la resurrección de lo múltiple, cada aquí se presenta como una pasividad (e implica la pasividad como ubicuidad en todos los aquí) y la actividad aparece como el en-otro-lugar evanescente, es decir, como la disolución aquí de la inercia sufrida en tanto que esta actividad del Otro tiene que ser en otro en-otro-lugar y para Otros una inercia que se tiene que disolver por la actividad. En el grupo en tanto que praxis común, las inercias juramentadas son la mediación siempre recubierta y velada entre las actividades orgánicas. En el grupo-proceso, la actividad práctica, como acontecimiento inasible y fugaz, sirve de mediación organizadora entre las inercias sufridas (en tanto que las disuelve provisionalmente). Ni en uno u otro caso puede tratarse de determinismo, porque el desarrollo es concreto, orientado, porque se enriquece en cada superación y porque se define a partir de un determinado término futuro. En el primer caso, es decir, cuando el grupo se manifiesta en su pureza abstracta de organización viva, la comprensión es simplemente la producción del miembro o del espectador transcendente por sí mismo en su ser-en-el-grupo: este acto siempre es posible, porque el individuo orgánico siempre es un individuo común. Esta comprensión es más rica que la comprensión interindividual, ya que reproduce implícita o explícitamente estructuras dialécticas nuevas como el juramento. Y este juramento mismo se mantiene como inteligibilidad, aunque sea en cada uno libertad-otra, ya que es en él un trabajo libre llevado a cabo sobre la relación fundamental de reciprocidad. Sin embargo, la translucidez desaparece en función de la complejidad: las estructuras, el derecho, el terror, no tienen nada de misterioso, estas nuevas determinaciones no contienen en sí ninguna opacidad y es posible y necesario engendrarlas dialécticamente dentro de la evidencia. Sin embargo, en la medida en que se producen sobre la base de una relación con el tercero que no soy —que desde luego aparece como el mismo, aquí— y en la medida en que la reciprocidad los funda sobre la inercia jurada por el otro, es decir, sobre la alteridad abstracta como juramento inerte de no ser otro distinto de mí, la evidencia de las estructuras se funda sobre una relación vacía, cuyo otro término es activo en mí en tanto que no es yo y en tanto que se niega la posibilidad de ser total y solitariamente sí. El acto es inteligible, porque es el mismo que mi acto; pero pretendo alcanzarlo en el vacío porque, en la ubicuidad del juramento, el mismo, en todas partes, no es yo. Se trata, pues, de un límite negativo de la transparencia y no de una limitación positiva (como por una exuberancia irracional de manifestaciones comunes). Con estas dos diferencias (la comprensión es más rica según un determinado punto de vista, más pobre según otro), la acción común me es inteligible como acción orgánica, es decir, por un fin aprehensible y que nos totaliza (o que totaliza al grupo si estoy situado en el exterior) negativamente. La totalización de una multiplicidad, ya sea esta multiplicidad inerte, viva o práctica, es en efecto una operación fundamental de la praxis como dialéctica. Y la praxis común en su pureza se comprende con el modelo de la praxis orgánica, es decir, como la acción individual de una comunidad con vistas a un fin común. En cuanto a la comprensión, la praxis común aparece exactamente como mediación por lo singular entre la comunidad práctica y el fin común, exactamente de la misma manera en que la acción del organismo singular es la mediación constante entre el individuo común y la objetivación común. Esta comparación no puede extrañar. La praxis común se revela, en efecto, a través de una multiplicidad organizada de libres empresas individuales (dentro de los límites de las funciones y los poderes), y cada una de ella se da como ejemplar, es decir, como la misma que todas. Así, el esquema de inteligibilidad no está provisto por no sé qué empresa superindividual, sino, por el contrario, por la relación dialéctica (y perfectamente comprensible) de la pura y simple acción individual (modificada por las relaciones citadas más arriba) con un fin común. La praxis individual es el molde sintético donde tiene que verterse la acción común.
En el segundo caso, el proceso se manifiesta como un objeto. Esto no significa —sino todo lo contrario— que lo aprehendamos como totalidad. Pero —ya esté yo en la comunidad o fuera de ella —el movimiento que lo anima no es de los que yo puedo producir como organismo práctico; pertenece a la categoría de los que yo sufro en tanto que tengo mi ser-fuera-de-mí-en-el-mundo. Dicho de otra manera, se descubre como una realidad en relación con la cual siempre quedaré fuera, aunque me envuelva y me arrastre, y que siempre estará fuera de mí, aunque yo contribuya a producirla con todos. Esta realidad está estructurada en interioridad (ya que, a pesar de todo, inertes o aisladas, las funciones subsisten y funcionan juntas) y sin embargo no tiene interioridad. No produce sus propias determinaciones en la inmanencia: las recibe, por el contrario, como una perpetua transformación de su inercia. Pero como estas determinaciones recibidas son a su vez sintéticas e «interiores», porque siempre están orientadas hacia un término futuro, y porque representan un constante enriquecimiento y una irreversibilidad del tiempo, no proceden de la Razón analítica ni de las leyes de exterioridad, sino, considerándolas sin prejuicios, de una ley exterior de interioridad. A esta ley desde luego que se la puede llamar destino, ya que un movimiento irresistible atrae o empuja al conjunto hacia un porvenir prefigurado que se hace realizar por él. Pero es más interesante reconocer en él a la famosa dialéctica del exterior que hemos criticado y rechazado al principio de este ensayo. Es ella, en efecto, la que se presenta como una ley transcendente de interioridad, es ella la que se da como un movimiento de la razón constituyente y como destino o fatalidad. Es por ella, en fin, si nos dejamos engañar, por donde los «procesos» aparecen no como temporalizaciones, sino como realidades temporalizadas. Gracias a ella, en fin, se reabsorbe en la necesidad a todas las estructuras proyectivas y teleológicas. El proceso se desarrolla conforme a una ley del exterior que lo rige en función de las condiciones anteriores; pero esta necesidad queda orientada, el porvenir se mantiene prefigurado, el proceso conserva su finalidad pero invertida, hecha pasividad y disimulada por la necesidad. Esta aprehensión de la actividad humana como proceso por lo demás se vuelve a encontrar con formas un poco diferentes —y sobre todo no dialécticas o aberrantes— en muchos sociólogos americanos: la Gestall de Lewin se apoya en una visión de la praxis como proceso; tiene un destino, totalidad (como ley exterior de interioridad), organización sintética y pasiva de resultados. Los trabajos de Kardiner, las medidas de Moreno, los estudios de los culturalistas remiten siempre a esta pasividad orientada, irreversible e inflada por una inerte finalidad que acabamos de descubrir. Es que, según un determinado punto de vista, el grupo-proceso es una realidad constante de nuestra experiencia. No han inventado sus características: no han elegido no ver más que a él y estudiarlo en el nivel de su plena ininteligibilidad.
Esta ininteligibilidad sólo es un momento de la inteligibilidad: es la primera apariencia que ofrecen determinados grupos. Por lo demás, se vuelve inteligibilidad en un nivel de complejidad más grande, que abordaremos muy pronto, en el nivel en que el grupo interfiere con la serie. De momento, conviene más bien presentar el proceso como reverso permanente de la praxis común. Su inteligibilidad —si lo tomamos solo— proviene de que se puede disolver e invertirse: en realidad, representa simplemente el momento en que la acción interior del grupo sobre él mismo se intensifica para luchar contra la multiplicidad que empieza a corroerle. Reabsorbida en todas partes por lo inerte, en todos los grados, trata de disolverlo en todas partes, y si escapa y huye es por su carácter negativo. Parece parásita cuando en realidad es la realidad práctica misma. Y mientras el grupo se mantiene eficaz y activo gracias a sus controles, la verdad fundamental sigue siendo la praxis. Sin embargo debemos conservar este primer aspecto del proceso cuando sólo tendríamos que señalar los límites concretos de la praxis. En tanto que se le aísla del mundo para estudiarlo en su pureza abstracta, entrega su inteligibilidad sin transparencia de práctica individual y común. En cuanto se la considera en el mundo sin más relación que con los lugares y los tiempos, descubre nuevos aspectos; separaciones, esclerosis, supervivencias inútiles, desgastes locales, estratificaciones, fuerza de inercia de los aparatos, fraccionamiento del grupo, tendencias, antagonismos de funciones (las competencias cuidadosamente delimitadas dejan de serlo en el curso de la praxis a consecuencia de las nuevas circunstancias a que hay que adaptarse), etc. Y la praxis negativa de los aparatos mediadores que tratan de disolver esas durezas, esos nudos, por esencia puede no ser más que una liquidación siempre previa, una preparación para la acción común, una puesta en condiciones de las funciones instrumentales sin otra unión positiva con la praxis del grupo en el campo común. Así, el grupo, sin cesar su desarrollo real, se descubre también como un objeto en perpetua reparación y el aspecto teleológico de las conductas reparadoras se pierde por su misma negatividad: parecen subordinadas a las estructuras inertes que hay que mantener en condiciones. La posibilidad que tiene el grupo de que le vean al revés como un enorme objeto pasivo, arrastrado hacia su destino, gastando su energía en relaciones internas, absorbiendo las conductas humanas de sus miembros y subsistiendo por una especie de perseverancia inerte, no es aún más que un límite abstracto de la inteligibilidad dialéctica. Manifiesta simplemente que el grupo está construido sobre el modelo de la libre acción individual y que produce una acción orgánica sin ser organismo a su vez; que es una máquina de producir reacciones no maquinales y que la inercia —como para todo producto humano-constituye su ser y su razón de ser. Y cuando decimos que con su carácter de proceso representa el límite de la inteligibilidad, no entendemos que sea ininteligible en su profundidad inerte, sino, por el contrario, que hay que hacer que esta inercia fundamental entre en su inteligibilidad misma. O, si se prefiere, que la praxis-sujeto de la comunidad juramentada se mantiene en cuanto al ser como proceso-objeto, que ahí está su materialidad misma. Y esta materialidad del grupo está sufrida en tanto que forjada, forjada en tanto que sufrida: el juramento es función del alejamiento (tanto más delgado o tanto más inflexible); el alejamiento (como camino recíproco que no se puede franquear sin esfuerzo, uso de fuerzas y desgaste) está creado por el juramento; con la forma de este doble condicionamiento de inercias, permite señalar el estado del grupo. Y por ese estado no entendemos ni si su ser (del que nos vamos a ocupar muy pronto) ni su constitución (en tanto que conjunto estructurado: sistema exogámico, aparato administrativo), sino precisamente la relación de la inercia constituida (sufrida y jurada) con la praxis en tal momento particular. En ese nivel se puede explicar, por ejemplo, el envejecimiento de un partido (es decir, a la vez la detención del reclutamiento y la estratificación de los órganos directores), la acción de la rareza sobre las posibilidades de un grupo (la rareza de hombres —clases vacías, etcétera— sea una circunstancia nacional sobre la cual se determina el grupo y que decide de su densidad, sea un acontecimiento propio del grupo mismo y de las modalidades de reclutamiento, renovación, etc., sea una relación objetiva —a la vez interna y externa— entre el objetivo del grupo y los objetivos de otros grupos o de individuos seriales en la sociedad considerada)[229]. En este nivel también se puede hablar de blandura, o, por el contrario, de endurecimiento, de rutina o de locura de innovación; en este nivel se puede explicar el embarazo de tal grupo en circunstancias nuevas, mostrando, por ejemplo, que todas sus estructuras estaban organizadas con vistas a una praxis defensiva, y que las condiciones de la lucha le obligan a tomar la ofensiva, etc. La cantidad de ejemplos podría ser infinita: basta con señalar que el estado no es la inercia como fundamento inerte, esclerosis de las estructuras, etc., sino la inercia, condición de la praxis, es decir, en tanto que se la encuentra como insuperable límite (en el que lo sufrido y lo jurado se mezclan y se afectan en una reciprocidad indisoluble) de toda acción que pretende negarla. Es en el nivel del estado —pero ya volveremos sobre ello— donde el grupo está totalmente condicionado, con una forma que no esperaba, por el campo práctico-inerte que pretende modificar: tal acción reivindicadora, en tal localidad, pretende intimidar, reajustar los salarios; pero es inoportuna, no se hará caso de la contraseña porque las amenazas que hay que conjurar aún no se han precisado bastante, y sobre todo porque los asalariados de las empresas mayores están a dos días de sus vacaciones. Estamos al borde de volver a encontrar la serialidad.
Y además la vamos a encontrar. Pero, de momento, basta con comprender al grupo como praxis constituida. En él, por la determinación de sus miembros, vemos producirse como conflicto dialéctico a la tensión contradictoria que opone a la praxis totalizadora con la multiplicidad de los agentes. De todas formas, hay que ver que las estructuras dialécticas y el movimiento sintético que produce la oposición llegan de la praxis orgánica, y que la multiplicidad no es factor de inteligibilidad dialéctica sino en la medida en que se manifiesta como inercia insuperable, es decir, como exterioridad explosiva de la interiorización de la cantidad. El grupo trabajando es la praxis individual, primero desbordada y reificada por la serialidad de los actos, volviéndose en todas partes sobre la multiplicidad amorfa que la condiciona para retirarle el estatuto serial y numérico, para negarla como cantidad discreta y, en el mismo movimiento, y para hacer en la unidad práctica un medio de alcanzar el objetivo totalizador. La praxis es fundamentalmente individual, ya que se constituye como la misma, es decir, como explotación orientada de la multiplicidad sin partes. En este primer momento, la praxis no trata de manera diferente a esta multiplicidad de las reuniones inorgánicas del campo práctico (cuando las combina para hacer un dispositivo), pero la diferencia capital consiste en que, tras el acuerdo juramentado, cada acción de detalle (en tanto que es a la vez la misma y diferenciada) utiliza su propia multiplicidad que se vuelve una característica interior (poder, estructura) de la unidad individual. Cuando esta multiplicidad interiorizada se encuentra en exterioridad en el segundo tiempo, no significa que se haya escapado al control común, que se haya arrancado a la unidad múltiple en cada uno, para reconquistar su cantidad; sí se quisiese creer en ello, habría que dotarle de una potencia dialéctica propia. Pero, sencillamente, la supresión de la inercia múltiple y de las relaciones de exterioridad tiene lugar prácticamente, es decir, en y por una objetivación práctica, y el estatuto mitológico de multiplicidad (pluralidad de los organismos) no por eso está tocado. En el fuego del combate, esta unidad reemplaza a la dispersión con la organización práctica, encierra en ella a su multiplicidad. Pero se ha contado primero; luego contará a sus heridos, a sus muertos; y el enemigo, si tiene puestos de observación, puede contar en todo instante los soldados válidos de que aún dispone. Y esta inercia como límite ontológico de la integración (veremos que hay otros límites) no es un dato teórico de no sé qué conocimiento pasivo, sino que en realidad es el campo objetivo de lo imprevisto; por ella, en efecto, la acción pasiva de lo práctico-inerte se vuelve a introducir en el grupo libre que se ha organizado para combatirla; y esta acción pasiva reaparece no como la acción de una fuerza interior, sino como un peligro interior de dispersión; o, si se quiere, esta exterioridad pura está vivida en interioridad como permanente amenaza y como permanente posibilidad de traición. Así, la multiplicidad está reactualizada en su insuperable objetividad por lo práctico-inerte, y lo práctico-inerte no es más que la actividad de los otros en tanto que está sostenida y desviada por la inercia inorgánica. Lo que reactualiza a la multiplicidad discreta es, pues, una forma pasivizada de la actividad, y el grupo como praxis dialéctica la aprehende en su dispersión como peligro interno, es decir, como dispersión producida por la unidad de un acto (este acto es la actividad pasiva aprehendida a través de la unidad de la praxis que contraría como negación activa de esta praxis por una contra-praxis orientada. En este nivel aparecerán las explicaciones maniqueas por el oro inglés, el complot de los aristócratas, la actividad contrarevolucionaria, etc.). Y es contra este acto —que reactualiza en ella a la multiplicidad discreta como ubicuidad de la posibilidad de traición—, es decir, contra ella misma, contra quien la organización se reorganiza rompiendo los viejos marcos, y, por los órganos mediadores, etc., tratando de reducir el acto pasivo de multiplicación en simple inercia múltiple y discreta, imborrable pero desdeñable según el punto de vista de la acción. Encontramos, pues, por todas partes a la praxis orgánica en tanto que actúa sobre su multiplicidad inerte; y ésta se manifiesta ante todo, en todos los niveles de reflexión, como sostenida por una actividad pasiva, en tanto que es el punto de aplicación de las fuerzas práctico-inertes. Pero hemos visto que el campo práctico-inerte es en sí mismo la caricatura de la dialéctica y su objetivación alienante. La praxis común se organiza, pues, en todos los niveles contra la antidialéctica, primero decidiendo en común el objetivo y los medios de alcanzarla (disolución de la serialidad), y luego por perpetua corrección de sus estructuras. Y la vida interna del grupo se manifiesta a través de las consecuencias positivas y negativas de estas modificaciones, es decir, a través de las nuevas determinaciones de lo práctico-inerte en la interioridad de la organización y a través de la reacción práctica (y dialéctica) de la praxis organizadora en cuanto a las consecuencias comunes de estas determinaciones; pero al mismo tiempo, cada reinteriorización parcial de lo múltiple es una manera de volver a introducirlo en otro nivel como cantidad inerte y como fuerza separadora. En este sentido, el grupo adverso, si lo hay, determina simultáneamente al enemigo como praxis y como proceso. No puede ignorar, en efecto, a la praxis enemiga en tanto que tal; tiene que comprenderla y preverla a partir de su fin; pero al mismo tiempo, si lo quiere impedir, tiene que golpear al enemigo en el nivel en que la praxis es al mismo tiempo el desarrollo de un proceso (destruyendo sus bases de aprovisionamiento, cortando las vías de comunicación, etc.). Y el grupo atacado, en tanto que prevé al enemigo, se tiene que descubrir a sí mismo, en la acción, en forma de proceso: es el fundamento de la reflexión. La compleja inteligibilidad de la dialéctica constituida proviene, pues, de que la praxis orgánica, en cada uno, trabaje con todos la multiplicidad como determinación práctico-inerte para hacer un dispositivo que permita que la acción se vuelva común aun manteniéndose individual. Y, como el trabajo es el tipo mismo de la actividad dialéctica, el grupo en acción se tiene que comprender por dos especies de actividades simultáneas y de las cuales cada una es función de la otra: la actividad dialéctica en inmanencia (reorganización de la organización) y la actividad dialéctica como superación práctica del estatuto común hacia la objetivación del grupo (producción, lucha, etc.). El objeto realizado (si no consideramos provisionalmente los peligros de alienación) es la expresión en la transcendencia de la organización como estructura de inmanencia y recíprocamente. No hay, pues, praxis ontológicamente común: hay individuos prácticos que construyen su multiplicidad como un objeto a partir del cual cada uno cumplirá con su tarea en la libre heterogeneidad consentida (y jurada) de la función común, es decir, objetivándose en el producto común como detalle necesario de la totalización en curso. Pero eso no significa que la inteligibilidad constituida exija la disolución de toda praxis común en acciones individuales: esta disolución implicaría, en efecto, que no hay inteligibilidad fuera de la inteligibilidad constituyente; además, nos volvería ciegos ante la metamorfosis real de cada uno por el juramento y ante la relación «fraternidad-terror» como fundamento de todas las diferenciaciones ulteriores. Por el contrario, hay una comprensión de la praxis común en tanto que tal, es decir, en tanto se la refiere al grupo como sujeto práctico (en el sentido en que se dice: sujeto de la Historia) y no a los individuos que se integran en ella. Sencillamente, conviene considerar al grupo como un producto del trabajo humano —es decir, como un sistema articulado— y aprehender la acción común como determinación pasiva (a través del dispositivo construido) de la praxis individual. Estas precauciones permitirán comprender a la praxis de grupo a partir de esta reciprocidad de inercia: el dispositivo como esbozo positivo y negativo de la actividad, el producto que se tiene que terminar como definición-exigencia de esta misma actividad. A partir de aquí, podemos aprehender la unión sintética de dos acciones permanentes —reorganización y producción— en tanto que cada una es la condición de la otra; pero el límite y la especificación de la dialéctica constituida y de su inteligibilidad es que la acción está definida en ella y llevada por la pasividad y que las modificaciones de la acción común se producen en cada individuo. Originalmente, pues, podemos comprender cualquier praxis común, ya que somos siempre una individualidad orgánica realizando un individuo común: existir, actuar y comprender sólo forman uno. Y ponemos así a la luz del día un esquema de universalidad que podemos llamar Razón dialéctica constituida, por cuanto preside la comprensión práctica de una determinada realidad que llamaré praxis-proceso, en la medida en que sólo es la regla de su construcción y la de mi comprensión (es decir, de mi producción de mí mismo a partir del común como praxis-proceso en curso). El grupo como objeto y como sujeto de la dialéctica constituida se produce en una inteligibilidad plena, ya que se puede aprehender cómo cada determinación en inercia se transforma en él y por él en contra-finalidad o en contra-estructura (y, también, en los mejores casos, en estructura y en finalidad); esta inteligibilidad es dialéctica porque nos muestra el desarrollo libre y creador de una práctica. Pero su especifidad de dialéctica constituida quiere que la libertad no sea libre actividad de un organismo autónomo, sino, desde el origen, conquista sobre la alienación; además, la especificidad del objeto exige que la libertad sea sostenida, canalizada y limitada en interioridad y en exterioridad por una inercia sufrida y jurada que no es más que la libre determinación —directa o indirecta— del campo de pasividad. Todo este desarrollo práctico produce resultados innegables; con otras palabras, constituye la primera determinación abstracta de la Historia en tanto que tal —ya se trate de la toma de la Bastilla o de la rebelión ele los tejedores de Lyon—; y estos resultados —aunque sean inmediatamente susceptibles de alienación, como vamos a ver— representan realmente la objetivación de una comunidad en tanto que tal. Dicho de otra manera, la dialéctica constituida, como ubicuidad de la misma praxis penetrada de inercia, se supera —en caso de éxito práctico— en su resultado: la objetivación es realmente común en la medida en que el objetivo era común. Pero en tanto que praxis organizadora y eficaz, el límite insuperable que encuentra es el de la individualidad orgánica y práctica, precisamente porque ésta la constituye y porque, como dialéctica constituyente, es esquema regulador y mojón insuperable de la dialéctica constituida. Es en ese nivel, creo yo, donde se puede aprehender este extraño conflicto circular y sin síntesis posible, que representa la insuperable contradicción de la Historia: la oposición y la identidad de lo individual y de lo común. Es este conflicto y esta indistinción lo que yo querría ilustrar con un ejemplo. El que he elegido, no es desde luego ni puro ni abstracto, y concierne apenas al grupo (por lo menos en tanto que homogeneidad), ya que está condicionado por el modo de producción capitalista y la lucha de clases y ya que se produce hacia fines del siglo XIX, en vísperas de la segunda revolución industrial. Pero esto importa poco para la búsqueda formal que nos ocupa. Lo que quiero mostrar, en efecto, es la identidad de la acción individual y de la acción de grupo, de la acción de grupo y de la acción mecánica, esto es, la praxis orgánica como praxis reguladora del grupo y del maqumismo y al mismo tiempo la irreductible oposición de la máquina y el individuo.
Taylor es sin duda alguna el primero de los que hoy se llaman los organisation-men. Su finalidad es aumentar el rendimiento suprimiendo el tiempo perdido. Si un acto del trabajador comprende cinco operaciones sucesivas, cinco operadores que hacen cada uno cinco veces una de esas operaciones consumirán un tiempo menor que cinco obreros produciendo cada uno una acción completa. La invención del organizador consiste aquí en reemplazar la temporalización por la temporalidad pasiva. Un acto es una praxis temporalizadora. Y en cierta forma cada operación elemental se temporaliza también (de hecho es un acto, completo en su realización, incompleto en la significación común de su resultado). Pero lo que hace que la totalidad viva del acto desaparezca es que las cinco operaciones están separadas por el lugar y (por lo menos) por un tiempo muerto que es el tiempo de la espera (para que empiece la operación 2, hace falta y basta con que la operación 1 tenga lugar una vez). Así cada una es pasiva en relación con la siguiente, porque no forma parte de un mismo desarrollo temporal, sino que cada una está separada de la otra por una determinación del tiempo (y, accesoriamente, del espacio) por la exterioridad negativa de inercia. Por lo demás, cada operación, en ella misma, en tanto que ha estado cronometrada y que se ha establecido su duración «normal» por una determinación del tiempo de exterioridad (es decir, del tiempo no dialéctico de la materialidad inorgánica, en tanto que está definido por prácticas de medida determinadas), reintegra una pasividad en su libre cumplimiento práctico: en lugar de estar condicionada por este resultado que se tiene que alcanzar y el libre organismo en acción, se temporaliza dialécticamente conservando como osamenta interna a la temporalidad pasiva definida por el reloj del taller. La acción está, pues, constituida ahora por cinco prácticas determinadas por interiorización de una pasividad y separadas por el transcurso pasivo del tiempo (es decir, por la osamenta abstracta del tiempo de los Otros: de los patronos, de los otros obreros, de los clientes, etc.). Desaparece como acción orgánica; igualmente, en el trabajo aislado —y diferenciado— cada individuo está descalificado como agente práctico individual: su operación ya no es una acción; al mismo tiempo se vuelve, sin embargo, individuo común (pero en la alienación, cosa que va más allá de los casos considerados más arriba) en tanto que su operación depende de las dos primeras, por ejemplo, y condiciona a distancia a las dos últimas. En la medida en que vive su solidaridad de trabajo y de miembro de una clase explotada con sus camaradas, esta interdependencia puede ser poder y función (pero aquí poco importa). De todas formas, disminuida, mutilada, arrancada de sus músculos y sus manos por un ritmo exterior, la operación se mantiene como su operación práctica y, a pesar de su determinación en inercia, se realiza dialécticamente por él, aunque sea en el nivel más elemental. Pero lo que cuenta es que el acto calificado, destruido por Taylor, robado a los obreros profesionales y repartido pollos cuatro rincones de la fábrica, se vuelve a encontrar objetivado en su totalidad como producto manufacturado de los cinco obreros separados. La única diferencia es cuantitativa, luego hay que tomarla como simple determinación de exterioridad: cinco obreros especializados que hacen sendas operaciones, la misma siempre cada uno, producen en un lapso definido n objetos, mientras que cinco profesionales que asumen la acción entera y de uno a otro extremo, producirán n — x. La reificación del trabajo es innegable; no es más que una consecuencia de la explotación; paro lo que llama la atención es que este trabajo reificado en tanto que es praxis de cada uno encuentra en la materia inorgánica su carácter sintético de libre determinación del campo práctico. Si sabemos que tal producto puede estar constituido a priori (y en un mismo estado de las técnicas) por un solo profesional, formado durante años de aprendizaje, o por cinco obreros sin calificación, formados durante aprendizajes de unos meses, nada permite que digamos, sin más fuente de información, si tal o cual ejemplar de este producto lo ha constituido una multiplicidad de acciones exteriores unas a otras y determinadas en pasividad o un solo proceso totalizador. Este primer momento del ejemplo muestra la homogeneidad absoluta de la acción dialéctica que se compone y de la operación alienada y descompuesta, de la libre temporalización y de la temporalidad robada. Esta homogeneidad no se manifiesta en el momento concreto del trabajo —que según los casos es muy diferente—, sino en la síntesis de objetivación que tiene lugar en la inercia del producto. El producto inorgánico, en efecto, tiene esta característica doble: por su pasividad, sostiene pero invierte y dota de una exterioridad escondida a la acción sintética que se inscribe en ella; por su falsa unidad, retiene y simultáneamente integra en un solo sello a diferentes operaciones que provienen de diferentes puntos del tiempo y del espacio; la unidad de una praxis se hace falsa unidad y esta falsa unidad se vuelve la falsa integración fuera de ellas de una diversidad objetiva de operaciones. Esta indicación nos lleva a otra: ninguna acción es a priori imposible de disociarse en operaciones; estas operaciones están pasivizadas y pueden ser tratadas por la Razón analítica: entonces ocurre con ellas como con ciertas estructuras osificadas del grupo que pueden ser el objeto de una matemática ordinal. No se concibe ningún tratamiento analítico de estas operaciones si la perspectiva sintética de la totalidad objetiva no se ha conservado, es decir, si están integradas por adelantado en el objeto producido como su totalización; de la misma manera, la Razón analítica puede concebir una combinatoria universal de las funciones en un grupo definido; no tendrá la posibilidad concreta de construirla sino en la medida en que es un caso particular de la razón dialéctica, es decir, una función producida, dirigida y controlada por ella. No hay acción tan compleja que no pueda ser disociada, desmembrada, transformada, variada infinitamente por un «cerebro electrónico»; no hay «cerebro electrónico» que se pueda construir y utilizar si no es con la perspectiva de una praxis dialéctica cuyas operaciones tratadas sólo serán un momento.
Pero hay que considerar que a esta transformación descalificadora por el taylorismo la seguirá muy pronto un segundo momento: el de las máquinas especializadas. Porque en la medida en que cada operación se vuelve mecánica, cada máquina puede hacer una operación. Y sin duda que si es un hombre el que efectúa la operación, será praxis; pero es porque el organismo práctico no tiene más realidad que la praxis orgánica, y que realiza en praxis todo lo que hace. La operación no tiene ya carácter específico por sí misma. Amontonar ladrillos en un camión es ya una conducta humana si lo realiza un hombre, es un trabajo mecánico si lo hace una máquina. La especialización pasa del hombre a la máquina, y el obrero que se pega a su máquina tras un aprendizaje de unas semanas, a veces de unos días, conoce su intercambiabilidad. Por la automatización, finalmente, la operación singular unida a todas las otras se vuelve la tarea de la máquina o del complejo de máquinas; finalmente, la acción humana queda totalmente absorbida y reexteriorizada por el instrumento pasivo. Sin embargo, el producto no cambia o apenas si cambia: se presenta en la unidad sintética de un utensilio construido por hombres y apropiado por ellos en cuanto a los fines y a las necesidades de otros hombres. Su inerte unidad le refleja al consumidor el poder creador del trabajo humano. Con razón, ya que la automatización supone una Razón analítica sostenida y guiada en el inventor y en los realizadores por una Razón dialéctica; y también porque las nuevas máquinas, lejos de suprimir las tareas humanas, se limitan a repartirlas de otra manera. Queda esta intercambiabilidad objetiva, tal y como se puede ver en el producto de la praxis individual, de la adición pasiva de operaciones comunes, de la producción con máquinas especializadas y de la máquina-autómata como substituto de la autonomía práctica. Según nuestro punto de vista, esto significa, de todos modos, que la praxis original del organismo sirve indiferentemente de modelo a las máquinas y a los grupos. Aunque siempre se pueda descomponer y sea descalificable, se mantiene insuperable y no existe otro esquema constituyente, sea cual sea el tipo de eficiencia considerado. Pero, en la automatización, la praxis se cambia en puro proceso, y, en la taylorización, en semipasividad. Estas transformaciones son capitales, pero se producen siempre más acá de la objetivación terminal, hay que considerarlas como infra-transformaciones que dejan sin cambiar la finalidad y los fines lejanos como determinación del campo de posibilidades. El esquema individual contiene en él cuanto le llega al hombre por el hombre (salvo la serialidad); es la categoría práctica por excelencia. Y es en él, por su mediación, donde se puede afirmar la equivalencia del grupo especializado y de la máquina-autómata. Pero este ejemplo tiene la ventaja de mostrarnos además que esta categoría práctica guía al análisis de las tareas y la construcción de los instrumentos, pero que está necesariamente negada por este análisis o por esta construcción —como también por el trabajo sobre sí del grupo juramentado— en tanto que ni grupo ni adición de tareas ni automatización pueden realizar por sí mismos la integración inmediata de una acción que se da sus propias reglas descubriéndolas como exigencias en el objeto. Así, en el caso que aquí nos ocupa —el único que tiene relación con la dialéctica— el grupo busca y niega en su ser la única unidad translúcida de integración activa, es decir, la unidad cuyo organismo es el único ejemplo. La busca y la niega por el procedimiento que trata de establecerla al mismo tiempo que la realiza por este procedimiento en su objetivación (construcción, descubrimiento, victoria). Ahora bien, esta unidad práctica y dialéctica que frecuenta al grupo y que lo determina a negarla con su esfuerzo mismo de integración, es sencillamente lo que llamamos existencia. El último problema de inteligibilidad se plantea a partir de ahí: ¿qué tiene que ser un grupo en su ser para que niegue de sí mismo y en si mismo a la existencia y para que realice en el objeto sus propios fines comunes como ampliación de los fines libremente propuestos por los organismos prácticos en tanto que libres existencias dialécticas?