I
MARXISMO Y EXISTENCIALISMO
La Filosofía se les presenta a algunos como un medio homogéneo: los pensamientos nacen y mueren en ella, los sistemas se edifican para después hundirse. Para otros es cierta actitud que siempre tenemos la libertad de adoptar. Para otros, en fin, un sector determinado de la cultura. Para nosotros, la Filosofía no es; la consideremos de una manera o de otra, esta sombra de la ciencia, esta eminencia gris de la humanidad no es más que una abstracción hipostasiada. De hecho, hay filosofías. O más bien —porque nunca se encontrará más de una que esté viva—, en ciertas circunstancias muy definidas, una filosofía se constituye para dar su expresión al movimiento general de la sociedad; y mientras vive, ella es la que sirve de medio cultural a los contemporáneos. Este objeto desconcertante se presenta a la vez con unos aspectos profundamente distintos, cuya unificación está haciendo constantemente.
En primer lugar es cierta manera de tomar conciencia de sí[1] de la clase «ascendente»; y esta conciencia puede ser neta o confusa, indirecta o directa: en los tiempos de la nobleza de toga y del capitalismo mercantil, una burguesía de juristas, de comerciantes y de banqueros, algo captó de sí misma a través del cartesianismo; siglo y medio después, en la fase primitiva de la industrialización, una burguesía de fabricantes, de ingenieros y de sabios se descubrió oscuramente en la imagen ciel hombre universal que le proponía el kantismo.
Pero para ser verdaderamente filosófico este espejo se tiene que presentar como la totalización del Saber contemporáneo: el filósofo lleva a la unificación de todos los conocimientos regulándose gracias a ciertos esquemas directores que traducen las actitudes y las técnicas de la clase ascendente ante su época y ante el mundo. Más adelante, cuando los detalles de este Saber hayan sido discutidos y destruidos uno por uno, el progreso de las luces, el conjunto, permanecerá como un contenido indiferenciado: tras haber estado unidos por unos principios, estos conocimientos, aplastados, casi indescifrables, unirán a los principios a su vez. El objeto filosófico, reducido a su más simple expresión, quedará en el «espíritu objetivo» bajo la forma de Idea reguladora que indica una tarea infinita; así se habla hoy entre nosotros de la «Idea kantiana», o entre los alemanes de la Weltanschauung de Fichte. Es que una filosofía, cuando está en plena virulencia, nunca se presenta como una cosa inerte, como la unidad pasiva y ya terminada del Saber; ha nacido del movimiento social, es movimiento ella misma, y muerde en el porvenir: esta totalización concreta es al mismo tiempo el proyecto abstracto de continuar la unificación hasta sus últimos límites; así considerada, se caracteriza la filosofía como un método de investigación y de explicación; la confianza que pone en sí misma y en su desarrollo futuro no hace más que reproducir las certidumbres de la clase que la lleva; toda filosofía es práctica, aunque en un principio parezca de lo más contemplativa; el método es un arma social y política: el racionalismo analítico y crítico de grandes cartesianos los ha sobrevivido; nació de la lucha y se volvió sobre ella para iluminarla; en el momento en que la burguesía empezaba a minar las instituciones del Antiguo Régimen[2], atacaba a los significados periclitados que trataban de justificarlas; más adelante sirvió al liberalismo y dio una doctrina a las operaciones que trataban de realizar la «atomización» del proletariado.
Entonces la filosofía sigue siendo eficaz mientras se mantiene viva la praxis que la ha engendrado, que la lleva y que ella ilustra. Pero se transforma, pierde su singularidad, se despoja de su contenido original y con fecha, en la medida en que impregna poco a poco a las masas, para convertirse en ellas y por medio de ellas en un instrumento colectivo de emancipación. Así es como el cartesianismo aparece en el siglo XVIII bajo dos aspectos indisolubles y complementarios: por una parte, como Idea de la razón, como método analítico, inspira a Holbach, Helvetius, Diderot y hasta Rousseau, y es el cartesianismo lo que se encuentra en los orígenes de los panfletos antirreligiosos junto con el materialismo mecanicista; por otra parte, entra en el anonimato y condiciona las actitudes del Estado Llano; la Razón analítica y universal se sumerge en todos para salir bajo la forma de «espontaneidad»: esto significa que la respuesta inmediata que dé el oprimido a la opresión habrá de ser critica. Esta rebelión abstracta precede en algunos años a la Revolución Francesa y a la insurrección armada. Pero la violencia dirigida de las armas derrumbará unos privilegios que se habían disuelto ya en la Razón. Las cosas van tan lejos que el espíritu filosófico llega más allá de los límites de la clase burguesa y se infiltra en los medios populares. Es el momento en que la burguesía francesa pretende ser clase universal; las infiltraciones de su filosofía le permitirán ocultar las luchas que empiezan a desgarrar al Estado Llano y encontrar un lenguaje y unos gestos comunes a todas las clases revolucionarias.
Si la filosofía tiene que ser al mismo tiempo totalización del saber, método, Idea reguladora, arma ofensiva y comunidad de lenguaje; si esta «visión del mundo» es también un instrumento que está en actividad en las sociedades apolilladas, si esta concepción singular de un hombre o de un grupo de hombres se convierte en la cultura y a veces en la naturaleza de toda una clase, bien claro resulta que las épocas de creación filosófica son raras. Entre el siglo XVII y el XX, veo tres que señalaré con nombres célebres: están el «momento» de Descartes y de Locke, el de Kant y Hegel, y finalmente el de Marx. Estas tres filosofías se convierten a su vez en el humor de todo pensamiento particular y en el horizonte de toda cultura, son insuperables en tanto que no se supera el momento histórico del cual son expresión. He visto más de una vez que un argumento «antimarxista» no es más que el rejuvenecimiento aparente de una idea premarxista. Una pretendida «superación» del marxismo no pasará de ser en el peor de los casos más que una vuelta al premarxismo, y en el mejor, el redescubrimiento de un pensamiento ya contenido en la idea que se cree superar. En cuanto al «revisionismo», es una verdad de Perogrullo o un absurdo: no se puede readaptar una filosofía viva a la marcha del mundo; se adapta por sí misma gracias a mil iniciativas, mil investigaciones particulares, porque está identificada con el movimiento de la sociedad. Los que pretenden hablar en nombre de sus predecesores, a pesar de su buena voluntad no hacen simplemente más que transformar las palabras que quieren repetir; los métodos se modifican porque tienen que aplicarse a nuevos objetos. Si este movimiento de la filosofía ya no existe, ocurre una de las dos cosas siguientes: o ha muerto, o está «en crisis». En el primer caso ya no se trata de revisar, sino de derruir un edificio podrido; en el segundo caso, la «crisis filósofica» es la expresión particular de una crisis social y su atascamiento está condicionado por las contradicciones que desgarran a esa sociedad; una pretendida «revisión» llevada a cabo por unos «expertos», no sería, pues, más que un engaño idealista y sin alcances reales; el pensamiento cautivo será liberado por el mismo movimiento de la Historia, por la lucha de los hombres en todos los planos y en todos los niveles, y de esta manera podrá alcanzar también su pleno desarrollo.
No es conveniente llamar filósofos a los hombres de cultura que siguen a los grandes desarrollos y que tratan de arreglar los sistemas o de conquistar con los nuevos métodos territorios aún mal conocidos; estos hombres son los que dan funciones prácticas a la teoría y se sirven de ella como si fuera una herramienta para construir o destruir: explotan la propiedad, hacen el inventario, suprimen algunos edificios, y hasta llegan a hacer algunas modificaciones internas; pero siguen alimentándose con el pensamiento vivo de los grandes muertos. Este pensamiento, sostenido por las multitudes en marcha, es lo que constituye su medio cultural y su porvenir, lo que determina el campo de sus investigaciones, y hasta el de su «creación». Propongo que a estos hombres relativos les llamemos ideólogos. Y ya que tengo que hablar del existencialismo, habrá de comprenderse que para mí sea una ideología; es un sistema parásito que vive al margen del Saber, al que en un primer momento se opuso y con el que hoy trata de integrarse. Para comprender mejor sus ambiciones presentes y sus funciones, habrá que retroceder a los tiempos de Kierkegaard.
La más amplia totalización filosófica es el hegelianismo. El Saber está en él elevado a su más eminente dignidad: no se limita a observar el ser del exterior, sino que se lo incorpora y lo disuelve en sí mismo; el espíritu se objetiviza, se aliena y vuelve a sí sin cesar, se realiza a través de su propia historia. El hombre se exterioriza y se pierde en las cosas, pero toda alienación está superada por el saber absoluto del filósofo. Así pues, los desgarramientos y las contradicciones que causan nuestra desgracia, son unos momentos que aparecen para ser superados; no sólo somos sapientes, sino que en el triunfo de la conciencia, que es intelectual de por sí, aparece que somos sabidos; el saber nos atraviesa de una a otra parte y nos sitúa antes de disolvernos, quedamos integrados vivos en la totalización suprema; de tal manera, el puro vivido de una experiencia trágica, de un sufrimiento que conduce a la muerte, queda absorbido por el sistema como una determinación relativamente abstracta que debe ser mediatizada, como un pasaje que lleve hacia el absoluto, único concreto verdadero[3].
Enfrentado con Hegel, Kierkegaard apenas si parece contar; seguramente no es un filósofo; por lo demás, él mismo rehusó este título. De hecho es un cristiano que no se quiere dejar encerrar en un sistema y que afirma sin descanso contra «el intelectualismo» de Hegel la irreductibilidad y la especificidad de lo vivido. No hay duda, como lo ha hecho ver jean Wahl, de que un hegeliano no hubiera asimilado esta conciencia romántica y empecinada con la «conciencia infeliz», momento ya superado y conocido en sus rasgos esenciales; pero lo que Kierkegaard discute es precisamente este saber objetivo: para él la superación de la conciencia infeliz se mantiene en un plano puramente verbal. El hombre existente no puede ser asimilado por un sistema de ideas; por mucho que se pueda pensar y decir sobre él, el sufrimiento escapa al saber en la medida en que está sufrido en sí mismo, por sí mismo, y en que el saber es impotente para transformarlo. «El filósofo construye un palacio de ideas y vive en una choza». Claro que Kierkegaard quiere defender a la religión; Hegel no quería que el cristianismo fuese «superado», pero por eso mismo ha hecho de él el más alto momento de la existencia humana; Kierkegaard, por el contrario, insiste en la trascendencia de Dios; pone entre el hombre y Dios una distancia infinita, la existencia del Todopoderoso no puede ser el objeto de un saber objetivo, sino el fin de una fe subjetiva. Y a su vez, esta fe, con su fuerza y su afirmación espontánea, nunca se reducirá a un momento superable y clasificable, a un conocimiento. Tiene, pues, que reivindicar la pura subjetividad singular contra la universalidad objetiva de la esencia, la intransigencia estrecha y apasionada de la vida inmediata contra la tranquila mediación de toda realidad, la creencia, que a pesar del escándalo se afirma obstinadamente contra la evidencia científica. Busca armas en todas partes para escapar a la terrible «mediación»; descubre en sí mismo oposiciones, indecisiones, equívocos que no pueden ser superados: paradojas, ambigüedades, discontinuidades, dilemas, etc. En todos estos desgarramientos no vería Hegel sin duda más que contradicciones en formación o en desarrollo; pero esto es justamente lo que le reprocha Kierkegaard; aun antes de tomar conciencia de ello, el filósofo de Jena habría decidido considerarlas como ideas tronchadas. De hecho, la vida subjetiva, en la medida en que es vivida, nunca puede ser el objeto de un saber; escapa al conocimiento por principio y la relación del creyente con la trascendencia sólo puede ser concebida bajo la forma de la superación. A esta interioridad que pretende afirmarse contra toda filosofía en su estrechez y su profundidad infinita, a esta subjetividad encontrada más allá del lenguaje como la aventura personal de cada cual frente a los otros y frente a Dios, a eso es a lo que Kierkegaard llama la existencia.
Como se ve, Kierkegaard es inseparable de Hegel, y esta negación feroz de todo sistema sólo puede nacer en un campo cultural enteramente ordenado por el hegelianismo. Este danés acorralado por los conceptos, por la Historia, se defiende a sí mismo; es la reacción del romanticismo cristiano contra la humanización subjetivista de la fe. Resultaría muy fácil rechazar esta obra en nombre del subjetivismo; lo que hay que señalar más bien, situándose en la época, es que Kierkegaard tiene tanta razón frente a Hegel como Hegel tiene razón frente a Kierkegaard. Hegel tiene razón: en vez de empecinarse como el ideólogo danés con unas paradojas estancadas y pobres que finalmente llevan a una subjetividad vacía, lo que el filósofo de Jena quiere alcanzar con sus conceptos es lo concreto verdadero, presentándose siempre la mediación como un enriquecimiento. Kierkegaard tiene razón: el dolor, la necesidad, la pasión, la pena de los hombres son una serie de realidades brutas que no pueden ser ni superadas ni cambiadas por el saber; claro que su subjetivismo religioso puede parecer el colmo del idealismo, pero en cuanto a Hegel, indica cierto progreso hacia el realismo, ya que insiste sobre todo en la irreductibilidad de algo real en el pensamiento y en su primada. Hay entre nosotros psicólogos y psiquiatras[4] que consideran a ciertas evoluciones de nuestra vida íntima como el resultado de un trabajo que ejerce sobre sí misma; en este sentido, la existencia kierkegaardiana es el trabajo de nuestra vida interior —resistencias vencidas y renacientes sin cesar, esfuerzos renovados sin cesar, desesperaciones sobrellevadas, fracasos provisionales y victorias precarias—, siempre y cuando este trabajo se oponga directamente al conocimiento intelectual. Tal vez fuese Kierkegaard el primero en señalar, contra Hegel y gracias a él, la inconmensurabilidad del saber y de lo real. Y esta inconmensurabilidad puede estar en la base de un irracionalismo conservador; hasta es una de las maneras en que puede comprenderse la obra de este ideólogo. Pero también puede comprenderse como la muerte del idealismo absoluto; lo que cambia a los hombres no son las ideas, no basta conocer la causa de una pasión para suprimirla; hay que vivirla, hay que oponerle otras pasiones, hay que combatirla con tenacidad; en una palabra, hay que trabajarse.
Llama la atención que el reproche que el marxismo le hace a Hegel sea el mismo, aunque con otro punto de vista. Para Marx, en efecto, Hegel ha confundido la objetivación, simple exteriorización del hombre en el universo, con la alienación, que hace que la exteriorización se vuelva contra el hombre. Considerada en sí misma —Marx insiste varias veces sobre ello—, la objetivación sería una apertura, le permitiría al hombre, que produce y reproduce su vida sin cesar y que se transforma cambiando a la naturaleza, «contemplarse a sí mismo en un mundo que él ha creado». Ninguna prestidigitación dialéctica puede hacer que la alienación salga de ahí; es que no se trata de un juego de conceptos sino de la Historia real. «En la producción social de su existencia, los hombres forman unas relaciones determinadas, necesarias, independientes de su voluntad; estas relaciones de producción corresponden a un grado del desarrollo dado de sus fuerzas productivas materiales, y el conjunto de estas relaciones de producción constituye la base real sobre la cual se eleva una superestructura jurídida y política y a la cual corresponden unas formas de conciencia social determinadas». Ahora bien, en la fase actual de nuestra historia, las fuerzas productivas están en conflicto con las relaciones de producción, el trabajo creador está alienado, el hombre no se reconoce en su propio producto y su labor, agotadora para él, aparece como una fuerza enemiga. Como la alienación surge como resultado de este conflicto, es una realidad histórica y perfectamente irreductible a una idea; para que los hombres se liberen de ella y para que su trabajo se convierta en la pura objetivación de ellos mismos, no basta con que «la conciencia se piense a sí misma», sino que hace falta el trabajo material y la praxis revolucionaria. Cuando Marx escribe: «de la misma manera que no se puede juzgar a un individuo por la idea que nos formamos de él, no podemos juzgar a una… época de agitación revolucionaria por su conciencia de sí», indica la prioridad de la acción (trabajo y praxis social) sobre el saber, y también su heterogeneidad. También él afirma que el acto humano es irreductible al conocimiento, que tiene que vivirse y producirse; pero no lo confunde con la subjetividad vacía de una pequeña burguesía puritana y engañada; hace de ello el tema inmediato de la totalización filosófica y lo que pone en el centro de su investigación es el hombre concreto, ese hombre que se define a la vez por sus necesidades, por las condiciones materiales de su existencia y por la naturaleza de su trabajo, es decir, por su lucha contra las cosas y contra los hombres.
Marx tiene así razón a la vez contra Kierkegaard y contra Hegel, ya que es el primero en afirmar la especificidad de la existencia humana, y porque toma con el segundo al hombre concreto en su realidad objetiva. Con estas condiciones parecería natural que el existencialismo, esta protesta idealista contra el idealismo, haya perdido toda utilidad y no haya sobrevivido a la decadencia del hegelianismo.
De hecho, sufre un eclipse; en la lucha general que mantiene contra el marxismo, el pensamiento burgués se apoya en los poskantianos, en Kant mismo y en Descartes; no se le ocurre dirigirse a Kierkegaard. El danés reaparecerá a principios del siglo XX, cuando piensen en combatir a la dialéctica marxista oponiéndole pluralismos, ambigüedades, paradojas, es decir, a partir del momento en que el pensamiento burgués se ve por primera vez reducido a mantener la defensiva. La aparición de un existencialismo alemán en el período comprendido entre las dos guerras, corresponde seguramente —por lo menos en Jaspers[5]— a una solapada voluntad de resucitar lo trascendente. Ya —Jean Wahl lo ha indicado— podía uno preguntarse si Kierkegaard no arrastraba a sus lectores a las profundidades de la subjetividad con el único fin de hacerles descubrir la desgracia del hombre sin Dios. Esa trampa no nos extrañaría en «el gran solitario», que negaba la comunicación entre los hombres, y que para influir sobre su semejante no veía más medio que la «acción indirecta».
Jaspers pone las cartas encima de la mesa: no ha hecho más que comentar a su maestro, y su originalidad consiste sobre todo en poner ciertos temas de relieve y en ocultar otros. Lo trascendente, por ejemplo, parece primero ausente de este pensamiento, aunque de hecho lo frecuenta; se nos enseña a presentirlo a través de nuestros fracasos, y éste es su sentido profundo. Esta idea se encuentra ya en Kierkegaard, pero tiene menos relieve porque ese cristiano piensa y vive en los límites de una religión revelada. Jaspers, mudo sobre la Revelación, nos hace volver —por lo discontinuo, el pluralismo y la impotencia— a la subjetividad pura y formal que se descubre y descubre a la trascendencia a través de sus derrotas. En efecto, el éxito logrado como objetivación permitiría a la persona inscribirse en las cosas y al mismo tiempo la obligaría a superarse. La meditación del fracaso le conviene perfectamente a una burguesía parcialmente descristianizada pero que echa de menos la fe porque ha perdido confianza en su ideología racionalista y positivista. Ya Kierkegaard consideraba que toda victoria es sospechosa porque aparta al hombre de sí. Kafka volvió a tomar este tema cristiano en su Diario, donde se puede encontrar cierta verdad, dado que en un mundo de alienación el vencedor individual no se reconoce en su victoria ya que se convierte en su esclavo. Pero lo que le importa a Jaspers es deducir un pesimismo subjetivo y hacerlo desembocar en un optimismo teológico que no se atreva a decir su nombre; lo trascendente, en efecto, queda velado, sólo se prueba por su ausencia; no se superará el pesimismo, se presentirá la reconciliación quedando al nivel de una contradicción insuperable y de un desgarramiento total; esta condenación de la dialéctica ya no está apuntando a Hegel, sino a Marx. Ya no es la negación del Saber, sino de la praxis. Kierkegaard no quería figurar como concepto en el sistema hegeliano, Jaspers se niega a cooperar como individuo en la historia que hacen los marxistas. Kierkegaard realizaba un progreso sobre Hegel porque afirmaba la realidad de lo vivido, pero en Jaspers hay una regresión sobre el movimiento histórico, porque huye del movimiento real de la praxis por medio de una subjetividad abstracta cuyo único fin es alcanzar cierta cualidad íntima[6]. Esta ideología de repliegue expresaba bastante bien, aún ayer, la actitud de cierta Alemania con sus dos derrotas y la de cierta burguesía europea que quiere justificar los privilegios por medio de una aristocracia del alma, escapar de su objetividad por medio de una subjetividad exquisita y fascinarse con un presente inefable para no ver su porvenir. Filosóficamente, este pensamiento blando y disimulado no es más que una supervivencia, no ofrece mucho interés. Pero hay otro existencialismo que se ha desarrollado al margen del marxismo y no contra él. A él pertenecemos y de él voy a hablar ahora.
Por su presencia real, una filosofía transforma las estructuras del Saber, provoca ideas y, aun cuando define las perspectivas prácticas de una clase explotada, polariza la cultura de las clases dirigentes y la cambia. Marx escribe que las ideas de la clase dominante son las ideas dominantes. Formalmente tiene razón; cuando yo tenía veinte años, en 1925, no había cátedra de marxismo en la Universidad, y los estudiantes comunistas se cuidaban mucho de recurrir al marxismo y hasta de nombrarlo en sus disertaciones; no habrían aprobado ningún examen. Era tal el horror a la dialéctica que hasta Hegel nos era desconocido. Desde luego que nos permitían leer a Marx y hasta nos aconsejaban su lectura: había que conocerlo «para refutarlo». Pero nuestra generación, como las precedentes y como la siguiente, sin tradición hegeliana y sin maestros marxistas, sin programa, sin instrumentos de pensamiento, ignoraba todo del materialismo histórico[7]. Por el contrario, se nos enseñaba minuciosamente la lógica aristotélica y la logística. Hacia esta época leí El capital y La ideología alemana; comprendía todo luminosamente y en eso no comprendía absolutamente nada. Comprender es cambiarse, es ir más allá de sí mismo; pero esta lectura no me cambiaba. Pero lo que por el contrario empezaba a cambiarme era la realidad del marxismo, la pesada presencia, en mi horizonte, de las masas obreras, cuerpo enorme y sombrío que vivía el marxismo, que lo practicaba, y que ejercía a distancia una atracción irresistible sobre los intelectuales de la pequeña burguesía. Esta filosofía, cuando la leíamos en los libros, no gozaba para nosotros de ningún privilegio. Un sacerdote[8], que acaba de escribir sobre Marx una obra copiosa y además llena de interés, declara tranquilamente en las primeras páginas: «Es posible estudiar (su) pensamiento tan seguramente como se estudia el de otro filósofo o el de otro sociólogo». Eso era lo que pensábamos; mientras este pensamiento nos aparecía a través de las palabras escritas, nos manteníamos «objetivos»; nos decíamos: «Son las concepciones de un intelectual alemán que vivía en Londres a mediados del siglo pasado». Pero cuando se daba como una determinación real del proletariado, como el sentido profundo —para sí mismo y en sí— de sus actos, nos atraía irresistiblemente sin que lo supiésemos y deformaba toda nuestra cultura adquirida. Lo repito: lo que nos turbaba no era la idea; tampoco era la condición obrera, de la cual teníamos un conocimiento abstracto pero no la experiencia. No; era la una unida a la otra, era, como habríamos dicho entonces con nuestra jerga de idealistas en ruptura con el idealismo, el proletariado como encarnación y vehículo de una idea. Y creo que aquí hay que completar la fórmula de Marx: cuando la clase ascendente toma conciencia de ella misma, esta toma de conciencia actúa a distancia sobre los intelectuales y separa las ideas en sus cabezas. Negamos el idealismo oficial en nombre del «sentimiento trágico de la vida»[9].
Este proletariado lejano, invisible, inaccesible pero consciente y actuante nos daba la prueba —oscuramente para muchos de nosotros— que todos los conflictos no estaban resueltos. Nos habíamos educado en un humanismo burgués, y este humanismo optimista estallaba, porque adivinábamos, alrededor de nuestra ciudad, a la inmensa multitud de los «subhombres conscientes de su subhumanidad»; pero nuestra forma de sentir este estallido era todavía idealista e individualista: los autores que nos gustaban nos explicaban por esta época que la existencia es un escándalo. Sin embargo, lo que nos interesaba eran los hombres reales con sus trabajos y sus penas; reclamábamos una filosofía que diese cuenta de todo sin darnos cuenta de que ya existía y de que era precisamente ella la que provocaba esta exigencia en nosotros. Hubo un libro que tuvo mucho éxito entre nosotros en aquella época: Vers le concret, de Jean Wahl. Pero estábamos un poco decepcionados por ese «hacia» (vers); queríamos partir de lo concreto total, y queríamos llegar a lo concreto absoluto. Pero la obra nos gustaba porque embarazaba al idealismo descubriendo paradojas, ambigüedades, conflictos aún no resueltos en el universo. Aprendimos a presentar el pluralismo (ese concepto de derecha) contra el idealismo optimista y monista de nuestros profesores, en nombre de un pensamiento de izquierda que aún se ignoraba. Adoptamos con entusiasmo todas las doctrinas que dividían a los hombres en grupos estancos. Como éramos demócratas «pequeño-burgueses», nos negábamos a aceptar el racismo, pero nos gustaba pensar que el universo del niño o del loco seguían siendo para nosotros perfectamente impenetrables. Influidos por la guerra y por la revolución rusa, oponíamos —claro que sólo teóricamente— la violencia a los dulces sueños de nuestros profesores. Era una violencia mala (insultos, peleas, suicidios, asesinatos, catástrofes irreparables) con la que corríamos el peligro de desembocar en el fascismo; pero para nosotros tenía la ventaja de poner el acento en las contradicciones de la realidad. Así el marxismo, como «filosofía devenida mundo» nos arrancaba de la cultura difunta de una burguesía que malvivía de su pasado; nos metíamos a ciegas por la peligrosa senda de un realismo pluralista que intentaba alcanzar a las personas y a las cosas en su existencia «concreta». Sin embargo, seguíamos en el marco de las «ideas dominantes»; aún no teníamos la idea de considerar primero al hombre que queríamos conocer como un trabajador que produce las condiciones de su vida. Confundimos durante bastante tiempo lo total y lo individual; el pluralismo —que tan bien nos había servido contra el idealismo del señor Brunschvicg— nos impidió comprender la totalización dialéctica; nos complacía describir esencias y tipos aislados artificialmente, antes que reconstruir el movimientos sintético de una verdad «devenida». Los hechos políticos nos llevaron a utilizar el esquema de la «lucha de clases» como una especie de verja, más cómoda que verdadera; pero hizo falta toda la historia sangrienta de este medio siglo para que llegásemos a alcanzar su realidad y para situarnos en una sociedad desgarrada. Lo que hizo que saltase el envejecido marco de nuestro pensamiento fue la guerra. La guerra, la ocupación, la resistencia, los años que siguieron. Queríamos luchar al lado de la clase obrera, comprendíamos por fin que lo concreto es la historia y la acción dialéctica. Renegamos del pluralismo por haberlo encontrado entre los fascistas, y descubrimos el mundo.
¿Por qué, pues, ha mantenido su autonomía el «existencialismo»? ¿Por qué no se ha disuelto en el marxismo?
Lukacz creyó contestar a esta pregunta en un librito titulado Existencialismo y marxismo. Según él, los intelectuales burgueses tuvieron que «abandonar el método del idealismo conservando sus resultados y sus fundamentos: de donde nace la necesidad histórica de un “tercer camino” (entre el materialismo y el idealismo) en la existencia y en la conciencia burguesa durante el período imperialista». Más tarde mostraré los destrozos que ha causado en el seno del marxismo esta voluntad de conceptuación a priori. Observemos aquí simplemente que Lukacz no da cuenta en absoluto del hecho principal: estábamos convencidos a la vez de que el materialismo histórico nos daba la única interpretación válida de la historia y de que el existencialismo era ya la única aproximación concreta a la realidad. No pretendo negar las contradicciones de esta actitud; simplemente digo que Lukacz ni siquiera lo sospechaba. Ahora bien, muchos intelectuales y muchos estudiantes vivían y siguen viviendo con la tensión de esta doble realidad. ¿De dónde proviene? De una circunstancia que Lukacz conocía perfectamente pero de la que por entonces no podía decir nada; tras habernos visto atraídos por él como la luna atrae a las mareas, tras haber transformado todas nuestras ideas, tras haber liquidado en nosotros las categorías del pensamiento burgués, el marxismo, bruscamente, nos dejaba en el aire; no satisfacía nuestra necesidad de comprender; en el terreno particular en que nos encontrábamos, ya no tenía nada nuevo que enseñarnos, porque se había detenido.
El marxismo se ha detenido; precisamente porque esta filosofía quiere cambiar al mundo, porque trata de alcanzar «el devenir-mundo de la filosofía», porque es y quiere ser práctica, se ha hecho en ella una auténtica escisión, que ha dejado a la teoría por un lado y a la praxis por el otro. En el momento en que la U. R. S. S., rodeada, solitaria, empezaba su gigantesco esfuerzo de industrialización, el marxismo no podía dejar de sufrir el contragolpe de estas nuevas luchas, de las necesidades prácticas y de los errores que le son casi inseparables. En este período de replegamiento (para la U. R. S. S.) y de reflujo (para los proletariados revolucionarios), la ideología quedaba también subordinada a una doble exigencia: la seguridad —es decir, la unidad— y la construcción del socialismo en la U. R. S. S. El pensamiento concreto tiene que nacer de la praxis y tiene que volverse sobre ella misma para iluminarla, y no al azar y sin reglas, sino —como en todas las ciencias y todas las técnicas— conforme a unos principios. Ahora bien, los dirigentes del Partido, empeñados en llevar la integración del grupo hasta el límite, temieron que el devenir libre de la verdad, con todas las discusiones y los conflictos que supone, llegase a romper la unidad de combate; se reservaron el derecho de definir la línea y de interpretar los hechos; además, por miedo de que la experiencia llevase sus propias luces, cuestionase algunas de sus ideas directrices y contribuyese a «debilitar la lucha ideológica», colocaron a la doctrina fuera de su alcance. La separación de la doctrina y de la práctica tuvo por resultado que ésta se transformase en un empirismo sin principios, y aquélla en un Saber puro y estancado. Por otra parte, la planificación, impuesta por una burocracia que no quería reconocer sus errores, se convertía en una violencia que se hacía a la realidad, y ya que la producción futura de una nación se determinaba en las oficinas, y muchas veces fuera de su territorio, esta violencia tenía como contrapartida un idealismo absoluto: se sometía a priori los hombres y las cosas a las ideas; si la experiencia no confirmaba las previsiones, no tenía razón. El subterráneo de Budapest era real en la cabeza de Rakosi; si el subsuelo de Budapest no permitía que se construyese, es que este subsuelo era contrarrevolucionario. El marxismo como interpretación filosófica del hombre y de la historia, tenía que reflejar necesariamente las ideas preconcebidas de la planificación: esta imagen fija del idealismo y de la violencia ejerció sobre los hechos una violencia idealista. El intelectual marxista creyó durante años que servía a su partido violando la experiencia, desdeñando los detalles molestos, simplificando groseramente los datos y sobre todo conceptualizado los hechos antes de haberlos estudiado. Y no quiero hablar solamente de los comunistas, sino de todos los demás —simpatizantes, trosquistas o trosquizantes— porque han sido hechos por su simpatía por el Partido Comunista o por su oposición. El 4 de noviembre, en el momento de la segunda intervención soviética en Hungría, y sin disponer aún de ningún informe sobre la situación, cada grupo tenía ya formada su idea previa: se trataba de una agresión de la burocracia rusa contra la democracia de los Consejos obreros, de una rebelión de las masas contra el sistema burocrático o de un intento contrarrevolucionario que había sabido reprimir la moderación soviética. Después llegaron las noticias, muchas noticias; pero no he oído que cambiase de opinión ningún marxista. Entre las interpretaciones que acabo de citar, una muestra el método al desnudo, la que reduce los hechos húngaros a una «agresión soviética contra la democracia de los Consejos obreros»[10]. Desde luego que los Consejos obreros son una institución democrática, hasta se puede sostener que en ellos reside el porvenir de la sociedad socialista. Pero no impide que no existiesen en Hungría en el momento en que tuvo lugar la primera intervención soviética; y su aparición, durante la primera insurrección, fue demasiado breve y demasiado confusa como para que pueda hablarse de democracia organizada. No importa: hubo Consejos obreros y se produjo una intervención soviética. A partir de ese momento, el idealismo marxista procede a dos operaciones simultáneas: la conceptualizacíón y el pasaje al límite. Se lleva la noción empírica hasta la perfección del tipo, el germen hasta su desarrollo total; y al mismo tiempo se rechazan los datos equívocos de la experiencia: sólo pueden extraviar. Nos encontraremos, pues, ante una contradicción típica entre dos ideas platónicas: por un lado, la política vacilante de la U. R. S. S. ha sido sustituida por la acción rigurosa y previsible de la entidad «Burocracia soviética»; por otra, los Consejos obreros desaparecen ante esta otra entidad: «la Democracia directa». Voy a llamar a estos dos objetos, «singularidades generales»: se nos presentan como realidades singulares e históricas cuando no hay que ver en ellas más que la unidad puramente formal de relaciones abstractas y universales. Se acabará esta fetichización procurando poderes reales a uno y otro: la Democracia de los Consejos obreros contiene en sí la negación absoluta de la Burocracia que reacciona aplastando a su adversario. Marx, convencido de que los hechos no son nunca apariciones aisladas, de que si se producen juntos siempre lo son dentro de la unidad superior de un todo, de que están unidos entre sí por lazos internos, y de que la presencia de uno modifica al otro en su naturaleza profunda, abordó el estudio de la revolución de febrero de 1848 o del golpe de Estado de Luis Napoleón Bonaparte con un espíritu sintético; veía en ellos totalidades desgarradas y producidas, al mismo tiempo, por sus contradicciones internas. Sin duda que también la hipótesis del físico es un desciframiento de la experiencia cuando aún no ha sido confirmada por la experimentación; rechaza al empirismo por la sencilla razón de que es mudo. Pero el esquema constiutivo de esta hipótesis es universalizador; no es totalizador; determina una relación, una función, y no una totalidad concreta. El marxista aborda el proceso histórico con unos esquemas universalizadores y totalizadores. Y como es natural, la totalización no estaba hecha al azar; la teoría había determinado la perspectiva y el orden del acondicionamiento, estudiaba tal proceso general dentro del marco de un sistema general en evolución. Pero en los trabajos de Marx, esta perspectiva en ningún caso pretende impedir o volver inútil la apreciación del proceso como totalidad singular. Cuando Marx estudia, por ejemplo, la breve y trágica historia de la República de 1848, no se limita —como se haría hoy— a declarar que la pequeña burguesía republicana traicionó al proletariado, su aliado. Por el contrario, trata de mostrar esta tragedia en sus detalles y en su conjunto. Si subordina los hechos anecdóticos a la totalidad (de un movimiento, de una actitud), quiere descubrir ésta a través de aquéllos. Dicho de otra manera, a cada hecho, además de su significado particular le da una función reveladora; ya que el principio que dirige la investigación es buscar el conjunto sintético, cada hecho, una vez establecido, se interroga y se descifra como parte de un todo; y es sobre él, por medio del estudio de sus faltas o de sus «sobre-significados» como se determina, a título de hipótesis, la totalidad, en el seno de la cual encontrará su verdad. De tal manera, el marxismo vivo es heurístico: en relación con su búsqueda concreta, sus principios y su saber anteriores aparecerán como reguladores. Nunca se encuentran entidades en Marx: las totalidades (por ejemplo, «la pequeña burguesía» en El 18 Brumario) están vivas; se definen por sí mismas en el marco de la investigación[11]. Si no fuese así, no se comprendería la importancia que conceden los marxistas (aún hoy) al «análisis» de la situación. Claro que este análisis no puede bastar y que es el primer momento de un esfuerzo de reconstrucción sintética. Pero también aparece como indispensable para la reconstrucción posterior de los conjuntos.
Ahora bien, el voluntarismo marxista que se complace en hablar de análisis ha reducido esta operación a una simple ceremonia. Ya no se trata de estudiar los hechos con la perspectiva general del marxismo para enriquecer el conocimiento y para aclarar la acción; el análisis consiste únicamente en desembarazarse del detalle, en forzar el significado de algunos sucesos, en desnaturalizar hechos o hasta en inventarlos para volver a encontrar, por debajo, y como substancia suya, unas «nociones sintéticas» inmutables y fetichizadas. Los conceptos abiertos del marxismo se han cerrado; ya no son llaves, esquemas interpretativos; se plantean por sí mismos como saber ya totalizado. Del marxismo, de estos tipos singularizados y fetichizados, resultan como diría Kant, unos conceptos constitutivos de la experiencia. El contenido real de estos conceptos típicos es siempre Saber pasado; pero el marxismo actual lo convierte en un saber eterno. En el momento del análisis, su única preocupación será «colocar» esas entidades. Cuanto más convencido está de que representan a priori a la verdad, menos exigente será con la prueba: la enmienda de Kerstein, los llamamientos de «Radio Europa libre», han bastado unos rumores a los comunistas franceses para «colocar» la entidad «imperialismo mundial» en los orígenes de los sucesos de Hungría. En lugar de la búsqueda totalizadora tenemos una escolástica de la totalidad. El principio heurístico «buscar el todo a través de las partes» se ha convertido en la práctica terrorista[12] «liquidar la particularidad». Si Lukacz —Lukacz, que tantas veces ha violado a la historia— encuentra en 1956 la mejor definición del marxismo estancado, no es una casualidad. Los veinte años de práctica que tiene le confieren toda la autoridad que necesite para llamar a esta seudofilosofía un idealismo voluntarista.
Hoy la experiencia social e histórica del saber queda fuera del Saber. Los conceptos burgueses apenas se renuevan y se desgastan rápidamente; los que se mantienen, carecen de fundamento: las adquisiciones reales de la Sociología americana no pueden disimular su incertidumbre teórica; tras un comienzo fulminante, el psicoanálisis se ha estancado. Los conocimientos de detalles son numerosos, pero falta la base. En cuanto al marxismo, tiene fundamentos teóricos, abarca a toda la actividad humana, pero ya no sabe nada: sus conceptos son diktats; su fin no es ya adquirir conocimientos, sino constituirse a priori en Saber absoluto. Frente a esta doble ignorancia, el existencialismo ha podido renacer y mantenerse porque seguía afirmando la realidad de los hombres, como Kierkegaard afirmaba contra Hegel su propia realidad. Sólo que el danés negaba la concepción hegeliana del hombre y de lo real. Por el contrario, existencialismo y marxismo pretenden alcanzar el mismo objeto, pero el segundo ha reabsorbido al hombre en la idea y el primero lo busca dondequiera que esté, en su trabajo, en su casa, en la calle. No pretendemos desde luego —como hacía Kierkegaard— que este hombre real sea incognoscible. Lo único que decimos es que no es conocido. Si escapa al Saber provisionalmente, es que los únicos conceptos de que disponemos para comprenderle están tomados del idealismo de derecha o del idealismo de izquierda. No hay peligro de que confundamos estos dos idealismos: merece su nombre el primero por el contenido de sus conceptos, y el segundo por el uso que hace hoy de los suyos. También es verdad que la práctica marxista en las masas no refleja, o refleja poco, la esclerosis de la teoría; pero es precisamente el conflicto existente entre la acción revolucionaria y la escolástica de justificación lo que impide que el hombre comunista, en los países socialistas y en los países burgueses, pueda tomar una conciencia clara de sí: uno de los más sorprendentes caracteres de nuestra época es que se hace la historia sin conocerse. Podría decirse que siempre ha sido así; y es verdad hasta la segunda mitad del siglo pasado. Es decir, hasta Marx. Pero lo que constituye la fuerza y la riqueza del marxismo es que ha sido el intento más radical para aclarar el proceso histórico en su totalidad. Pero por el contrario, desde hace veinte años su sombra oscurece a la historia: es que ha dejado de vivir con ella y que, por conservadorismo burocrático, trata de reducir el cambio a la identidad[13].
Sin embargo, hay que comprendernos: esta esclerosis no corresponde a un envejecimiento normal. Ha sido producida por una coyuntura mundial de un tipo particular; el marxismo, lejos de estar agotado, es aún muy joven, casi está en la infancia, apenas si ha empezado a desarrollarse. Sigue siendo, pues, la filosofía de nuestro tiempo; es insuperable porque aún no han sido superadas las circunstancias que lo engendraron. Cualesquiera que sean, nuestros pensamientos no pueden formarse más que sobre este humus; tienen que mantenerse en el marco que les procura, o se pierden en el vacío o retroceden. Tanto el existencialismo como el marxismo abordan la experiencia para descubrir en ella síntesis concretas; el existencialismo no puede concebir estas síntesis más que en el interior de una totalización en movimiento y dialéctica que es la historia o —con el punto de vista estrictamente cultural en que aquí nos colocamos— el «devenir-mundo-de-la-filosofía». Para nosotros la verdad deviene, es y será devenida. Es una totalización que se totaliza sin parar; los hechos particulares no significan nada, no son ni verdaderos ni falsos en cuanto no están referidos por la mediación de diferentes totalidades parciales a la totalización en marcha. Vayamos más lejos: cuando Garaudy escribe (Humanité, del 17 de mayo de 1955): «el marxismo forma hoy el sólo sistema de coordenadas que permite situar y definir un pensamiento en cualquier dominio, desde la economía política hasta la física, desde la historia hasta la moral», estamos de acuerdo con él. Y también lo habríamos estado si hubiese extendido su afirmación —pero no era su tema— a las acciones de los individuos y de las masas, a las obras, a los modos de vivir, de trabajar, a los sentimientos, a la evolución particular de una institución o de un carácter. Para ir más lejos, también estamos plenamente de acuerdo con Engels cuando escribe en la carta que para Plekhanov supuso la ocasión de realizar su famoso ataque contra Bernstein: «No es, pues, como se quiere imaginar, aquí y allá, por simple comodidad, un efecto automático de la situación económica; por el contrario, los que hacen la historia son los hombres, pero en un medio dado que les condiciona, en base a unas condiciones reales anteriores entre las cuales las condiciones económicas, tan influidas como puedan estarlo por las otras condiciones políticas e ideológicas, en última instancia no dejan de ser las condiciones determinantes, que condicionan de una a otra punta el hilo rojo que sólo él nos permite comprender». Y ya se sabe que no concebimos las condiciones económicas como la simple estructura estática de una sociedad inmutable: son sus contradicciones las que forman el motor de la historia. Tiene gracia que Lukacz, en la obra citada, haya creído distinguirse de nosotros recordando esta definición marxista del materialismo: «La primacía de la existencia sobre la conciencia», cuando el existencialismo —su nombre lo indica bastante bien— hace de esta primacía el objeto de una afirmación de principio[14].
Para ser aún más precisos, nos adherimos sin reservas a esta fórmula de El capital, por medio de la cual Marx define su «materialismo»: «El modo de producción de la vida material domina en general el desarrollo de la vida social, política e intelectual»; y no podemos concebir este acondicionamiento bajo otra forma que la de un movimiento dialéctico (contradicciones, superación, totalizaciones). Rubel me reprocha que en mi artículo de 1946 Materialismo y revolución no haga alusión a ese «materialismo marxiano». Pero él mismo da la razón de esta omisión: «Verdad es que este autor considera más bien a Engels que a Marx». Sí. Y sobre todo a los marxistas franceses de hoy. Pero la proposición de Marx me parece una evidencia insuperable en tanto que las transformaciones de las relaciones sociales y los progresos de la técnica no hayan liberado al hombre del yugo de la rareza. Es conocido el pasaje de Marx que alude a esta época lejana: «Ese reino de la libertad de hecho sólo empieza donde termina el trabajo impuesto por la necesidad y la finalidad exterior; se encuentra, pues, más allá de la esfera de la producción material propiamente dicha». (Das Kapital, III, pág. 873). En cuanto exista para todos un margen de libertad real más allá de la producción de la vida, el marxismo habrá vivido; ocupará su lugar una filosofía de la libertad. Pero no tenemos ningún medio, ningún instrumento intelectual, ninguna experiencia concreta que nos permita concebir esta libertad ni esta filosofía.