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LOS COLECTIVOS

Los objetos sociales (llamo así a todos los objetos que tienen una estructura colectiva y que, como tales, tienen que ser estudiados por la sociología), en su estructura fundamental por lo menos, son seres del campo práctico-inerte; su ser reside, pues, en la materialidad inorgánica en tanto que ella misma, en ese campo, es práctico-inercia. No consideramos aquí a esos seres materiales (ya productos del trabajo humano) que se llaman signos de reunión o símbolos de unidad, sino que queremos tratar de realidades prácticas y provistas ya de exigencias, en tanto que realizan en ellas mismas y por ellas mismas la interpenetración en ellas de una multiplicidad de individuos inorganizados y que producen en ellas a cada uno de ellos en la indistinción de una totalidad. Tendremos que determinar la estructura de esta «totalidad»; pero no hay que entenderla en el sentido en que un grupo de máquinas, al decidir ciertas tareas, se vuelve la unidad de sus servidores; esta unidad, en efecto, como reverso de una unidad del trabajo bien definida, sólo es la inversión inorgánica de la unidad diferenciada de junciones, y, en la medida en que se vuelve sobre los hombres para producirlos, los produce por distintas exigencias y en tanto que cada uno es, como medio general, el medio de tal o tal función diferenciada (en tanto que Otro, como hemos visto). Si en un conjunto mecánico existe una estructura de colectivo, es decir, de interpenetración totalizadora o seudototalizadora, no podría ser (aunque la distinción en general sería difícil de hacer, y el examen de un caso particular llevaría demasiado tiempo), sino en la medida en que el conjunto mecánico existe como realidad práctico-inerte indiferenciada (por ejemplo, como fábrica que, si cierra las puertas, deja en la calle a dos mil obreros, o como conjunto peligroso para todos porque el patrón se niega a tomar las medidas de seguridad necesarias). Por otra parte, hay que dejarlo bien en claro, porque el grupo (como organización práctica directamente establecida por la praxis de los hombres y como empresa concreta y actual) sólo se puede producir sobre la base fundamental de un colectivo que no por eso suprime (o que en todo caso nunca suprime del todo), e, inversamente, en la medida en que necesariamente actúa —cualquiera que sea su fin— a través del campo práctico-inerte, tiene que producir él mismo, en tanto que libre organización de individuos por un mismo fin, su estructura de colectivo, es decir, tiene que utilizar su inercia para la práctica (lo que, como hemos visto, caracteriza a la acción en todos los niveles). En fin, los grupos (por razones que harán que hasta la inteligibilidad sea criticada cuando hablemos de ellos), bajo la acción de determinadas circunstancias y en determinadas condiciones, mueren antes de disgregar. Lo que quiere decir que se osifican, se estratifican y vuelven sin disolverse en socialidades más generales, manteniendo su propia socialidad, al estado de colectivo propiamente dicho. Cualquier campo social en buena parte está constituido por conjuntos estructurados de agolpamientos que son siempre a la vez praxis y práctico-inerte, aunque una u otra de estas características pueda tender constantemente a su anulación; sólo la experiencia permite determinar la relación interna de las estructuras en el interior de un grupo preciso y como un momento preciso de su dialéctica interior. El colectivo aparecerá, pues, con frecuencia en nuestros ejemplos a través de los grupos vivos o moribundos de los que es estructura fundamental. Pero en la medida en que el grupo se constituye como negación del colectivo que lo engendra y que lo sostiene, en la medida en que el colectivo reaparece cuando un conjunto de circunstancias históricas han negado al grupo como empresa sin liquidarlo como determinación, podemos distinguir, en último extremo, unos grupos en los que la pasividad tiende a desaparecer totalmente (por ejemplo, una muy pequeña «unidad de combate» cuyos miembros viven y luchan juntos, sin separarse nunca) y colectivos que han reabsorbido a su grupo casi totalmente: en Budapest, antes de la insurrección, el partido social-demócrata, que casi no tenía afiliados[149], conservaba oficialmente su sede social en cierto inmueble, sus emblemas y su nombre. Esos casos extremos, aunque frecuentes y normales, después de todo, permiten distinguir claramente las dos realidades sociales: el grupo se define por su empresa y por ese movimiento constante de integración que trata de hacer de él una praxis pura y trata de suprimir en él todas las formas de la inercia; el colectivo se define por su ser, es decir, en tanto que toda praxis se constituye como simple exis por él; es un objeto material e inorgánico del campo práctico-inerte en tanto que una multiplicidad discreta de individuos actuantes se produce en él con el signo del Otro como unidad real en el Ser, es decir, como síntesis pasiva y en tanto que el objeto constituido se presenta como esencial y que su inercia penetra en cada praxis individual como su determinación fundamental por la unidad pasiva, es decir, por la interpenetración previa y dada de todos en tanto que Otros. Encontramos aquí, en un nuevo momento de la espiral, los mismos términos enriquecidos por sus totalizaciones parciales y sus condicionamientos recíprocos: la reciprocidad como relación humana fundamental, la separación de los organismos individuales, el campo práctico con sus dimensiones de alteridad en profundidad, la materialidad inorgánica como ser-fuera-de-sí del hombre en el objeto inerte y como ser-fuera-de-sí de lo inerte en tanto que exigencia en el hombre, en la unidad de una relación falsamente recíproca de interioridad. Pero precisamente, fuera de la relación humana de reciprocidad y de la relación con el tercero, que en ellos mismos no son sociales (aunque condicionen a toda socialidad en un sentido y que estén condicionados por la socialidad en su contenido histórico), la relación estructural del individuo con los otros individuos se mantiene en sí misma perfectamente indeterminada en tanto que se ha definido el conjunto de las circunstancias materiales sobre la base de las cuales se establece esta relación, con la perspectiva del proceso histórico de totalización. En este sentido, la oposición «reciprocidad como relación de interioridad» y «soledad de los organismos como relación de exterioridad» que condiciona en lo abstracto a una tensión, no caracterizada en las multiplicidades, sino que, por el contrario, se encuentra superada y fundida en un nuevo tipo de relación «externa-interna» por la acción del campo práctico-inerte que transforma a la contradicción en el medio del Otro en serialidad. Para comprender el colectivo, hay que comprender que este objeto material realiza la unidad de interpenetración de los individuos en tanto que seres-en-el-mundo-fuera-de-sí en la medida en que estructura sus relaciones de organismos prácticos según la nueva regla de la serie.

Hay que hacer que estas nociones se descubran con un ejemplo, el más superficial y cotidiano. Hay un grupo en la plaza de Saint-Germain; esperan el autobús en la parada, delante de la iglesia. Tomo aquí la palabra grupo en su sentido neutro: se trata de un conjunto de personas que aún no sé si, como tal, es el resultado inerte de actividades separadas o una realidad común que ordena los actos de cada uno, o una organización convencional o contractual. Estas personas —de edad, de sexo, de clase, de medio muy diferentes— realizan en la banalidad cotidiana la relación de soledad, de reciprocidad y de unificación por el exterior (y de masificación por el exterior) que, por ejemplo, caracteriza a los ciudadanos de una gran ciudad en tanto que se encuentran reunidos, sin estar integrados por el trabajo, la lucha o cualquier otra actividad en un grupo organizado que les sea común. En primer lugar, en efecto, hay que ver que se trata de una pluralidad de soledades: esas personas no se preocupan las unas por las otras, no se dirigen la palabra, y en general ni se observan; existen unas junto a otras al lado de una parada de ómnibus. En este nivel puedo notar que su soledad no es un estatuto inerte (o la simple exterioridad recíproca de los organismos), sino que de hecho está vivida en el proyecto de cada uno como su estructura negativa. O, si se quiere, la soledad del organismo como imposibilidad de unirse con los Otros en una totalidad orgánica se descubre a través de la soledad vivida como negación provisional por cada uno de las relaciones recíprocas con los Otros. Este hombre no sólo está aislado por su cuerpo en tanto que tal, sino por el hecho de que le vuelve la espalda al vecino, quien, por lo demás, posiblemente ni siquiera lo ha notado (o que lo ha descubierto en su campo práctico como individuo general definido por la espera del autobús). Y esta actitud de semignorancia tiene como condiciones prácticas la pertenencia real a otros grupos (es por la mañana, acaba de levantarse, de dejar su casa, está aún unido a sus hijos, que están enfermos, etc.; además va a una oficina, tiene que presentar un informe a su superior, piensa en los términos del informe, habla para sí, etc.) y a su ser-en-la-inercia (es decir, a su interés). Esta pluralidad de separaciones puede, pues, expresarse de una determinada manera como lo negativo de la integración de los individuos en grupos separados (y que están separados en este momento y en este nivel) y, a través de eso, como lo negativo de los proyectos de cada uno en tanto que determinan el campo social sobre la base de condiciones dadas. Pero, inversamente, si se encara la cuestión a partir de los grupos, de los intereses, etc., esto es, de las estructuras sociales en tanto que expresan el régimen fundamental de la sociedad (modo de producción, relaciones de producción, etc.), cada soledad se puede definir, por el contrario, a partir de las fuerzas desintegradoras que ejerce el conjunto social sobre los individuos (y que naturalmente son correlativas de fuerzas integradoras de las que vamos a hablar en seguida). O, si se quiere, la intensidad de soledad, como relación de exterioridad entre los miembros de un grupo provisional y contingente, expresa el grado de masificación del conjunto social en tanto que se produce sobre la base de condiciones dadas[150]. En este nivel, las soledades recíprocas como negación de la reciprocidad significan la integración de los individuos en la misma sociedad, y en ese sentido pueden ser definidas como una determinada manera (condicionada por la totalización en curso) de vivir en interioridad y como reciprocidad en el seno de lo social la negación exteriorizada de toda interioridad: «Nadie ayuda a nadie, cada uno es para sí», o, por el contrario, en la simpatía, como escribió Proust: «Todas las personas están muy solas». Finalmente, en nuestro ejemplo la soledad se vuelve para cada uno y para él, para él y para los otros, el producto real y social de las grandes ciudades. En realidad, como ya he mostrado en la primera parte, la ciudad está presente para cada miembro del grupo que espera el autobús como conjunto práctico-inerte en el que hay un movimiento hacia la intercambiabilidad de los hombres y del conjunto-utensilio; está ahí desde la mañana como exigencia, instrumentalidad, medio, etc. Y a través de ella están dados los millones de personas que son ella y cuya presencia perfectamente invisible hace de cada persona una soledad polivalente (con millones de caras) y a la vez un miembro integrado de la ciudad (el «viejo parisino», el «parisino de París», etc.). Añadamos que el modo de vida suscita en cada individuo conductas de soledad (comprar el periódico al salir de su casa, leer en el autobús, etc.) que muchas veces son trabajos para pasar de uno a otro grupo (de la intimidad familiar a la vida pública de la oficina). La soledad es, pues, proyecto. En tanto que tal, además, es relativa a tales individuos en tal momento: aislarse para leer el periódico es utilizar a la colectividad nacional y finalmente a la totalidad de los hombres vivos en tanto que se vive entre ellos y que se depende de todos, para separarse de las cien personas que esperan y que utilizan el mismo medio de transporte en común. Soledad orgánica, soledad sufrida, soledad vivida, soledad-conducta, soledad como estatuto social del individuo, soledad como exterioridad de los grupos condicionando la exterioridad de los individuos, soledad como reciprocidad de aislamiento en una sociedad creadora de masas: todas esas figuras y todas esas oposiciones se encuentran a la vez en el pequeño grupo considerado, en tanto que el aislamiento es un comportamiento histórico y social del hombre en medio de una reunión de hombres.

Pero al mismo tiempo, la relación de reciprocidad se mantiene en la reunión misma y entre sus miembros, la negación por la praxis de soledad le conserva como negado: en efecto, es la pura y simple existencia práctica de los hombre entre los hombres. No sólo no lo encontramos como realidad vivida —ya que cada uno, aunque vuelva la espalda a los Otros, aunque ignore su cantidad y su aspecto, sabe que existen como pluralidad finita e indeterminada de la que jornia parte—, sino que, fuera de la relación real de cada uno con los Otros, el conjunto de las conductas solitarias en tamo que están condicionadas por la totalización histórica supone en todos los niveles una estructura de reciprocidad (la reciprocidad tiene que ser la posibilidad más constante y la realidad más inmediata para que los modelos sociales más usuales —ropa, corte de pelo, porte, etc.— sean adoptados por cada uno —claro que no sólo eso hace falta— y para que cada uno, al advertir algún desorden en su arreglo lo repare apresuradamente y, si puede, secretamente: lo que significa que la soledad no arranca en el campo visual y práctico del Otro y que se realiza objetivamente en ese campo). En este nivel, podemos encontrar de nuevo a la misma sociedad (que antes actuaba como masificadora) en tanto que su ser práctico-inerte sirve de medio conductor de las reciprocidades individuales, porque esos hombres separados forman un grupo en tanto que están todos soportados por una misma vereda que los protege contra los coches que cruzan la plaza, en tanto que están agrupados en la misma parada, etc. Y sobre todo, estos individuos forman un grupo porque tienen un interés común, es decir, en tanto que, separados como individuos orgánicos, les es común y les une desde el exterior una estructura de su ser práctico-inerte. Todos o casi todos son empleados, usuarios habituales de la línea, conocen el horario del autobús y su frecuencia, y en consecuencia esperan el mismo coche: el autobús de las siete y cuarenta y nueve. Este objeto es su interés actual en tanto que dependen de él (averías, detenciones, accidentes). Pero este interés actual —ya que viven todos en el barrio— conduce a estructuras más amplias y más profundas de su interés general: mejora de los transportes en común, mantenimiento de las tarifas, etc. El autobús esperado los reúne como siendo su interés de individuos que esta mañana tienen que hacer en la orilla derecha[151], pero ya, en tanto que autobús de las 7 y 49, es su interés de usuarios; todo se temporaliza: el individuo que está de paso se encuentra con que es habitante (es decir, reconocido en los cinco o diez años precedentes), y el coche, al mismo tiempo, se caracteriza por su retorno diario, eterno (en realidad, es, en efecto, el mismo, con el mismo conductor y el mismo guarda). El objeto toma una estructura que desborda de su pura existencia inerte, está provisto de tal porvenir y de un pasado pasivos que lo presentan a los viajeros como una parte (ínfima) de su destino.

Sin embargo, en la medida en que el autobús designa a los viajeros presentes, los constituye en su intercambiabilidad: en efecto, cada uno de ellos está producido por el conjunto social como unido a sus vecinos en tanto que es rigurosamente idéntico a ellos; con otras palabras, su ser-fuera (es decir, el interés que tienen como usuarios de la línea) es único en tanto que abstracción pura e individual, y no en tanto que rica síntesis diferenciada, es una simple identidad que designa al viajero como generalidad abstracta por una praxis definida (hacer seña, subir, ir a sentarse, dar los boletos) en el desarrollo de una praxis amplia y sintética (la empresa que une todas las mañanas al conductor y al guarda en esta temporalización que es un determinado trayecto a través de París a una hora determinada). En ese momento de la experiencia, el grupo tiene su ser-único fuera de sí en un objeto que tiene que llegar, y cada individuo en tanto que determinado por el interés común no se diferencia de cada uno de los otros sino por la simple materialidad del organismo. Y ya, si se caracteriza en su temporalización como la espera de su ser en tanto que es el ser de todos, la unidad abstracta del ser común que tiene que llegar se manifiesta como ser-otro en relación con el organismo que es personalmente (o si se prefiere, que existe). Este momento no puede ser el del conflicto, ya sólo es el de la reciprocidad, en él hay que ver, simplemente, el estadio abstracto de la identidad. En tanto que tienen la misma realidad objetiva en el porvenir (aún un minuto, el mismo para todos, y el coche aparecerá en la esquina del bulevar), la separación no justificable de esos organismos (en tanto que evidencia otras condiciones y otra región de ser) se determina como identidad. Hay identidad cuando el interés común (como determinación de la generalidad por la unidad de un objeto en el marco de prácticas definidas) es manifiesto y cuando la pluralidad se define precisamente en relación con este interés. En este momento, en efecto, poco importa que los viajeros se diferencien por caracteres biológicos o sociales: en tanto que están unidos por una generalidad abstracta, son idénticos como individuos separados. La identidad es la unidad práctico-inerte que tiene que llegar en tanto que se determina en el momento actual como separación desprovista de sentido. Y como todos los caracteres vividos que podrían servir en una diferenciación de interioridad quedan fuera de esta determinación, la identidad de cada uno con el Otro es allí su unidad como ser-otro, y aquí es ahora su alteridad común. Cada uno es el mismo que los Otros en tanto que es Otro distinto de sí mismo. Y la identidad como alteridad es la separación de exterioridad, o, si se prefiere, la imposibilidad de realizar por los cuerpos la unidad trascendente que tiene que llegar, en tanto que se siente como necesidad irracional[152].

Es precisamente en este nivel donde el objeto material va a determinar el orden serial como razón social de la separación de los individuos. La exigencia práctico-inerte llega aquí de la rareza: no hay bastante sitio para todos. Pero además de que la rareza como relación contingente pero fundamental del hombre con la Naturaleza se mantiene como marco de toda la experiencia, esta rareza particular es un aspecto de la inercia material: cualesquiera que sean las demandas, el objeto sigue siendo pasivamente lo que es; no hay, pues, que creer que la exigencia material sea necesariamente una rareza especial y directamente experimentada: ya veremos otras estructuras práctico-inertes del objeto como ser individuado de la generalidad condicionando a otras relaciones seriales. He elegido este ejemplo por su simplicidad, y nada más. Luego la rareza particular (cantidad de hombres en relación con la cantidad de sitios) designaría a cada uno como sobrante, sin práctica particular, es decir, que el Otro sería el rival del Otro por el mismo hecho de su identidad; la separación se volvería contradicción. Pero salvo en los casos de pánico, en los que, en efecto, cada uno lucha contra si mismo en el Otro, en la locura giratoria de una unidad abstracta y de una singularidad concreta pero impensable, la relación de reciprocidad, que nace y renace en la exterioridad de identidad, establece la intercambiabilidad como imposibilidad de decidir a priori cuál es el sobrante, y suscita una práctica cualquiera cuyo único fin es evitar con una orden los conflictos o lo arbitrario. Los viajeros, mientras esperan el autobús, han tomado sus números de orden. Lo que significa que aceptan la imposibilidad de decidir los sobrantes por las cualidades intrínsecas del individuo; dicho de otra manera, que se mantienen en el terreno del interés común y de la identidad de separación como negación desprovista de sentido; positivamente, esto quiere decir que tratan de diferenciar a cada Otro de los Otros sin añadir nada a su carácter de Otro como única determinación social de su existencia; luego la unidad serial como interés común se impone como exigencia y destruye toda oposición. Sin duda que el número de orden se refiere a una determinación del tiempo. Pero precisamente porque es cualquiera; el tiempo considerado no es una temporalizado práctica, sino el medio homogéneo de la repetición: cada uno —al tomar el número de orden cuando llega— hace lo que hace el Otro; realiza una exigencia práctico-inerte del conjunto; y como los individuos tienen distintas ocupaciones y van a cumplir objetivos separados, el hecho de haber llegado el primero no confiere ninguna característica particular, sino sólo el poder de subir el primero en el autobús. En efecto, las justificaciones materiales de este orden sólo tienen sentido después: llegar el primero no confiere un mérito; haber esperado más tiempo no confiere derecho alguno (en efecto, se podrían concebir unas clasificaciones más justas: para un muchacho, esperar no es nada, pero para una anciana es cansador. Por lo demás, los mutilados de guerra en todos los casos pasan primero, etc.). La transformación auténtica y capital es que la alteridad en tanto que tal, es decir, pura, ya no es ni la simple relación con la unidad común, ni la identidad giratoria de los organismos: se vuelve, como ordenación, principio negativo de unión y de determinación de la suerte de cada uno como Otro por cada Otro en tanto que Otro. En efecto, mucho me importa tener el número diez en el orden y no el veinte. Pero soy décimo por los Otros en tanto que son Otros distintos de sí mismos, es decir, en tanto que no poseen en sí mismos la Razón de su número de orden. Si estoy detrás de mi vecino, puede que sea porque él no ha comprado el diario esta mañana, o porque yo me he entretenido en mi casa. Y si tenemos los números 9 y 10, depende de nosotros y de todos los Otros, los de delante y los de detrás.

A partir de aquí, podemos asir nuestras relaciones con el objeto en su complejidad. Por una parte, en efecto, hemos seguido siendo individuos generales (claro que en tanto que formamos parte de esa reunión de gente). Luego la unidad de la reunión de viajeros se encuentra en el coche que espera, es este coche como simple posibilidad de transporte (no de todos, porque nada tenemos que hacer juntos, sino de cada uno). Existe, pues, en la reunión, en apariencia y como primera abstracción, una estructura de universalidad; en efecto, cada uno es idéntico al Otro en tanto que espera como él. Sin embargo, sus esperas no son un hecho común, en tanto que están vividas separadamente como ejemplares idénticos de una misma espera. Según este punto de vista, el grupo no está estructurado, es una reunión y el número de individuos se mantiene contingente; lo que significa que una cantidad diferente y cualquiera era posible (en la estricta medida en que se considera a las personas como partículas cualesquiera y en las que la conjunción no es el efecto de ningún proceso dialéctico común). La conceptualización tendrá lugar en este nivel, es decir, que el concepto se establece sobre la apariencia molecular de los organismos y sobre la unidad trascendente del grupo (el interés común).

Pero esta generalidad como homogeneidad flúida de la reunión (en tanto que su unidad está fuera de él) sólo es una apariencia abstracta, ya que en realidad está constituida en su multiplicidad por su unidad trascendente como multiplicidad estructurada. En efecto, en el concepto cada uno es el mismo que los Otros en tanto que es él mismo. En la serie, por el contrario, cada uno se vuelve él mismo (como Otro distinto de sí mismo) en tanto que, es otro distinto de los Otros, es decir, igualmente, en tanto que los Otros son otros distintos de él. De la serie no se puede formar ningún concepto, ya que cada miembro pertenece a ella por su lugar en el orden, luego por su alteridad en tanto que está presentada como irreductible. Es lo que se puede ver, en aritmética, por la simple consideración de la cantidad, como concepto y como entidad serial. Todos los números enteros pueden ser el objeto del mismo concepto, en tanto que todos ofrecen las mismas características; particularmente, todos los números enteros pueden ser representados por el símbolo n + 1 (admitiendo que n = 0 cuando se trata de la unidad). Pero precisamente por eso, la serie aritmética de los números enteros, en tanto que están todos constituidos por la adición de una unidad al número precedente, es una realidad práctica y material, constituida por una serie infinita de entidades incomparables, y la originalidad de cada una va de lo que es a la que la precede en la serie, de lo que ésta es a la que la ha precedido. En el caso de los números de orden, también la alteridad cambia de significación; se manifiesta en el concepto como común a todos y designa a cada uno como molécula idéntica a todas las otras; pero en la serie se vuelve regla de diferenciación. Y sea cual sea el procedimiento adoptado para ordenar, la serialidad proviene de la materia práctico-inerte, es decir, del porvenir como conjunto de posibilidades inertes y todas equivalentes (equivalentes, aquí, porque no están dados los medios de prever): la posibilidad de que haya un lugar, de que haya dos, de que haya tres, etc. Estas posibilidades rígidas son la materia inorgánica misma en tanto que es no-adaptabilidad. Mantienen su rigidez al pasar al orden serial de los organismos separados: en efecto, en tanto que hay número de orden, se vuelven para cada uno un conjunto de posibilidades que le son propias (encontrará un sitio si pueden subir en el autobús diez o más de diez personas; no encontrará sitio si sólo pueden subir nueve, pero será el primero en el autobús siguiente). Y son esas posibilidades, y sólo ésas, las que, en el seno del grupo, constituyen el contenido real de su alteridad. Sólo que aquí tenemos que señalar cómo esta alteridad constitutiva depende necesariamente de todos los Otros en tanto que es diferente de ellos[153]. Además, esta alteridad en tanto que principio de ordenación se produce naturalmente como una unión. Ahora bien, esta unión de los hombres entre ellos es de un tipo enteramente nuevo en relación con las que hemos visto: por una parte, no se la podría volver a la reciprocidad, ya que en el ejemplo considerado, el movimiento serial excluye la relación recíproca: cada uno es la Razón del Ser-Otro del Otro en tanto que su razón de ser es Otro; en cierto sentido, encontramos la exterioridad material, lo que no puede extrañar, ya que la materialidad inorganizada ha decidido por la serie. Pero por otra parte, en tanto que el orden ha sido producido por una práctica y que esta práctica incluía en ella a la reciprocidad, contiene una real interioridad: porque es en su ser real y como parte integrante de una totalidad que se ha totalizado fuera como cada uno es dependiente del Otro en su realidad. O, si se prefiere, la reciprocidad en el medio de la identidad se vuelve falsa reciprocidad de relaciones: lo que a es a b (la razón de ser otra distinta de su ser), b lo es a c, b y la serie entera lo son a a. Por esta oposición del Otro y del mismo en el medio del Otro, la alteridad se vuelve esta estructura paradójica: la identidad de cada uno con cada uno como acción de identidad serial de cada uno sobre el Otro. Como consecuencia, la identidad (como simple absurdo de la dispersión no significante) se vuelve sintética: cada uno es idéntico al Otro en tanto que está hecho, por los Otros. Otro actuando sobre los Otros; la estructura formal y universal de alteridad hará la Razón de la serie.

En el caso formal, estrictamente práctico y limitado que hemos considerado, la adopción del modo serial es una simple comodidad sin influencia particular sobre los individuos. Pero este ejemplo elemental ha tenido la ventaja de señalarnos la aparición de nuevos caracteres práctico-inertes: en suma, descubrimos con este ejemplo dos caracteres de la reunión humana no activa; aquí, la unidad visible, en ese tiempo de la reunión (esta realidad totalizada que hacen para aquellos que los miran desde alguna ventana o desde la acera de enfrente), no es sino una apariencia; su origen es, para cada testigo descubridor de esta totalidad, la praxis integradora en tanto que es organización perpetua de su campo dialéctico y, en la objetividad práctico-inerte, la unión general e inerte de todas las personas de un campo restringido por toda la utensiliaridad en tanto que social —es decir, en tanto que su materialidad inerte y de utensilio remite finalmente al régimen en el movimiento histórico—, unida a su verdadero ser-fuera-de-ellas en un determinado objeto práctico que de ninguna manera es un símbolo, sino, por el contrario, un ser material que produce en él su unidad y se la impone a través de las prácticas inertes del campo práctico-inerte. En una palabra, la unidad visible de una reunión es un resultado producido en parte por factores accidentales (accidentales en este nivel de la experiencia y que volverán a encontrar su unidad en un movimiento más amplio de totalización), en parte por la unidad real pero trascendente de un objeto práctico-inerte en tanto que esta unidad en el desarrollo de un proceso orientado se produce como la unidad real y material de los individuos de una determinada multiplicidad que ella misma limita y define. Ya he dicho que esta unidad no es simbólica; ahora se ve la razón de ello: es que no tiene que simbolizar nada, ya que es ella la unidad de todos; y si, a veces, se tuviera que encontrar (en circunstancias muy particulares) una relación simbólica entre la reunión como conjunto visible de partículas discretas (donde se da con forma visible) y su unidad objetiva, sería la pequeña multitud visible la que por su presencia reunida se volvería símbolo de la unidad práctica de su interés y de todo otro objeto que se produjera como su síntesis inerte. En cuanto a esta unidad misma, como práctico-inerte, se puede dar en los individuos a través de una praxis más vasta de la que son los medios inertes, los fines o los objetos o todo al mismo tiempo, que constituye el verdadero campo sintético de su reunión y que les crea en el objeto con sus nuevas leyes de multiplicidad unificada. Esta praxis los unifica produciendo el objeto en que ya están inscritos, en que las formas están determinadas negativamente y es ella —en tanto que ya es otra (afectada por toda la inercia de la materia)— la que los produce en común en la unidad otra.

La otra observación que se puede hacer es que la aparente ausencia de estructura de la reunión (o sus aparentes estructuras) no corresponde a la realidad objetiva; aun cuando todas se ignorasen y llevasen al límite su conducta social de soledad, la unidad pasiva de la reunión en el objeto exige y produce una estructura ordinal de la multiplicidad de los organismos. Dicho de otra manera, lo que se presenta a la percepción como una especie de totalidad organizada (hombres que están juntos, los unos con los otros y que esperan) o como dispersión, posee, en una reunión de los hombres por el objeto, una estructura fundamental completamente diferente que supera por el orden serial al conflicto de lo exterior y lo interior. En el marco de esta actividad-institución (ya veremos el sentido exacto de estos términos) que representa en París la R. A. T. P.[154], esa pequeña reunión que se forma poco a poco en la parada, y, según parece, por simple suma, había recibido ya su estructura social: la producía por adelantado como estructura de un grupo cualquiera el distribuidor de números de orden que hay en la parada; cada individuo la realiza para sí y la confirma para los Otros a través de su propia praxis individual y de sus propios fines: lo que significa, no que contribuya a crear un grupo activo determinando libremente el fin, los medios, la diferenciación de las tareas con otros individuos, sino que actualiza a su ser-fuera-de-sí como realidad común de varios y que está ya, que le espera, por una práctica inerte, denotada por la instrumentalidad, cuyo sentido es integrarle en una multiplicidad ordenada asignándole un lugar en una serialidad prefabricada. En este sentido, la indiferenciación de los seres-fuera-de-sí en la unidad pasiva de un objeto, se produce entre ellos como orden serial, a título de separación-unidad en el medio práctico-inerte del Otro. O, si se prefiere, hay una relación objetiva y fundamental entre la unidad colectiva como trascendente yendo a la reunión del porvenir (y del pasado) y la serialidad como actualización práctico-inerte por cada individuo de una relación con los Otros en tanto que esta relación le determina en su ser y ya lo espera. La cosa como ser común produce la clasificación en serie como su propio ser-fuera-de-sí práctico-inerte en la pluralidad de los organismos prácticos; cada individuo se realiza fuera de sí en la unidad objetiva de la interpenetración en tanto que se constituye en la reunión como elemento objetivo de una serie. O también, como veremos mejor, cualquiera que sea la serie, y en cualquier caso, se constituye a partir de la unidad-objeto, e, inversamente, el individuo realiza práctica y teóricamente su pertenencia al ser común en el medio serial y a través de los comportamientos seriales. Hay conductas seriales, hay sentimientos y pensamientos seriales; dicho de otra manera, la serie es un modo de ser de los individuos, los unos en relación con los otros y en relación con el ser común, y ese modo de ser les metamorfosea en todas sus estructuras. En este sentido, se puede distinguir a la praxis serial (como praxis del individuo en tanto que es miembro de la serie y como praxis de la serie total o totalizada a través de los individuos) de la praxis común (acción de grupo) y de la praxis constituyente individual. Y se descubrirá, inversamente, en toda praxis no serial a una praxis serial como estructura práctico-inerte de esta praxis en tanto que es social. Y como hay una lógica de la capa práctico-inerte, también hay estructuras propias del pensamiento que se produce en este nivel social de actividad, y, si se prefiere, hay una racionalidad de los comportamientos teóricos y prácticos del agente en tanto que miembros de una serie. En fin, en la medida en que la serie representa el empleo de la alteridad como lazo entre los hombres bajo la acción pasiva del objeto, y como esta acción pasiva define al tipo general de alteridad que sirve de lazo, la alteridad finalmente es el objeto práctico-inerte mismo en tanto que se produce en medio de la multiplicidad con sus exigencias particulares. En efecto, cada Otro es Otro distinto de sí mismo y de los Otros en tanto que sus relaciones lo constituyen y constituyen a los Otros según una regla objetiva, práctica e inerte de la alteridad (como particularización formal de esta alteridad). Así esta regla —o Razón de la serie— es común en todos en la medida en que se hacen diferentes. Digo común y no idéntica: en efecto, la identidad es separación, mientras que la Razón de la serie es esquema dinámico de determinación de cada uno para todos y de todos en cada uno. El Otro, como Razón de la serie y como factor en cada caso de alteridad particular, se vuelve, pues, más allá de su estructura de identidad y de su estructura de alteridad, un ser común a todos (como intercambiabilidad negada y conservada). En este nivel, por encima del concepto y de la regla, el Otro soy yo en cualquiera Otro, y cualquiera Otro en mí y cada uno como Otro en todos los Otros; para terminar, es la Unidad pasiva de la multiplicidad en tanto que existe en ella misma, es la reinteriorización por el conjunto humano de la exterioridad, es el ser-uno de los organismos en tanto que corresponde a la unidad de su ser en sí en el objeto; pero en la medida en que la unidad de cada uno con el Otro y todos los Otros nunca está dada en él y en el Otro en una relación auténtica basada en la reciprocidad, en la medida en que esta unidad interior de todos está siempre y en cada uno en todos los Otros en tanto que son otros, y nunca en él salvo para los Otros, en tanto que es otro distinto de ellos, esta unidad siempre presente pero que siempre está en otro lugar se vuelve interioridad vivida en el medio de la exterioridad: ya no tiene ninguna relación con la molecularidad, es una unidad, pero es la unidad de una fuga; podrá comprenderse si se piensa que en un grupo activo, contractual y diferenciado, se puede considerar a cada uno a la vez como subordinado al todo y como esencial, como presencia práctica del todo aquí, en su propia acción particular. Por el contrario, en el lazo de alteridad, el todo es totalización de fuga, el Ser como realidad material es la serie totalizada de no-ser, es lo que cada uno hace que se vuelva el otro, como su pareja, fuera de alcance, sin acción directa sobre él y por su simple transformación propia bajo la acción de Otro. La alteridad como una unidad de las identidades siempre está necesariamente en otra parte. En otra parte sólo está Otro, siempre otro distinto de sí, y que, cuando es pensado por el pensamiento idealista de los otros reales, parece que les engendra por fisiparidad [scissiparité] lógica, es decir, que produce a los Otros como momentos indefinidos de una alteridad (cuando lo que se produce es exactamente lo inverso). ¿Habremos de decir que esta razón serial hipostasiada sólo es el simple remitir al objeto práctico-inerte como unidad que está fuera de sí de los individuos? No, ya que por el contrario lo engendra como cierta interiorización práctica del ser-fuera por la multiplicidad. ¿Pero entonces hay que hacer una Idea de ello, es decir, una rúbrica ideal? Seguro que no: el judío (en tanto que unidad serial interior de las multiplicidades judías), el colono, el militar de carrera, etc., no son ideas, ni tampoco el militante, o como veremos, el pequeño-burgués, el trabajador manual. El error teórico (pero no práctico, ya que la praxis los ha constituido realmente en la alteridad) ha sido concebir a esos seres como conceptos, cuando ante todo son —como base fundamental de relaciones extremadamente complejas— unidades seriales. En realidad, el ser-judío de cada judío en una sociedad hostil que los persigue, los insulta, y a veces se abre a ellos para rechazarlos en seguida, no puede ser la única relación de cada israelita con la sociedad antisemita y racista, que lo rodea; esta relación en tanto que es vivida por cada israelita en su relación directa o indirecta con los otros judíos y en tanto que le constituye por ellos como Otro y le pone en peligro en y por los Otros. En la medida en que para el judío consciente y lúcido su ser-judío (que es su estatuto para los no-judíos) está interiorizado como su responsabilidad en relación con los otros judíos y su ser-en-pelígro, allá, por tal posible imprudencia provocada por Otros que no son nada para el, con los que nada puede hacer y que cada uno es él mismo como Otros (en tanto que los hace existir a pesar de él), el judío, lejos de ser el tipo común de cada ejemplar separado, representa por el contrario el perpetuo ser-fuera-de-si-en-el-otro de los miembros de ese grupo práctico-inerte (lo nombro en tanto que existe en el interior de las sociedades de mayoría no judía y en tanto que cada niño —aunque después lo reivindique en el orgullo y con una práctica concertada— primero tiene que sufrir su estatuto). Ocurre así, por ejemplo, que en una sociedad en crisis de antisemitismo y que empieza a reprochar a sus miembros judíos «que acaparen todos los puestos superiores», a cada médico, o profesor, o banquero judío, el otro banquero, el otro médico o el otro profesor le constituirá como sobrante (e inversamente). Por lo demás, se comprende la necesidad de que sea así: la alteridad como interiorización para cada uno de su ser-fuera-de-sí-común en el objeto unificador no puede ser aprehendida como unidad de todos sino con la forma de ser-fuera-de-sí-común-en-el-otro. Es que, en efecto, la totalización como forma organizada de las relaciones sociales supone (en lo abstracto y como límite, claro está) una praxis sintética original cuyo fin es la producción humana de la unidad como su objetivación en y por los hombres. Esta totalización —que describiremos más adelante— les llega a los hombres por ellos mismos. Pero la totalidad de la reunión sólo es la acción pasiva de un objeto práctico-inerte sobre una dispersión. La limitación de la reunión a esos individuos no es sino una negación accidental (ya que, por principio, en tanto que identidades su número no es definido) y la transformación en totalidad nunca es el fin de una praxis, se descubre en tanto que las relaciones de los hombres están regidas por relaciones de objeto, es decir, en tanto que les llegan como estructura práctico-inerte cuya exterioridad sellada queda develada como interioridad de relaciones reales. A partir de ahí y en el marco de la exigencia como objetividad que se tiene que realizar, la pluralidad se vuelve unidad, la alteridad se vuelve espontaneidad de mí mismo en el Otro y de todos en mí es la reciprocidad de las fugas (como seudoreciprocidad) la que sé vuelve relación humana de reciprocidad. Hemos evocado el ejemplo simple y sin alcance de los pasajeros del autobús sólo para mostrar la estructura serial como el ser de las reuniones más cotidianas y más banales; en efecto, esta estructura, como constitución fundamental de la sociedad, tiende a ser desdeñada por los sociólogos. Los marxistas la conocen, pero apenas si hablan de ella y en general prefieren atribuir las dificultades que encuentran en su praxis de emancipación y de agitación a ciertas fuerzas concertadas más bien que a la serialidad como resistencia material de las reuniones y de las masas a la acción de los grupos (e incluso a la acción de los factores práctico-inertes). Pero si queremos abrazar, aunque sólo sea con una ojeada, al mundo de la serialidad, si queremos señalar la importancia de sus estructuras y de sus prácticas —en tanto que finalmente constituyen el fundamento de toda socialidad, incluso de la que quiere recuperar al hombre sobre el Otro por la organización de la praxis— hay que dejar el ejemplo elegido y considerar los hechos en el terreno en que esta realidad elemental devela a la experiencia su verdadera naturaleza y su eficacia. Llamo colectivo a la relación con doble sentido de un objeto material, inorgánico y trabajado con una multiplicidad que encuentra en él su unidad de exterioridad. Esta relación define a un objeto social; tiene dos sentidos (falsa reciprocidad) porque puede asir al objeto inorgánico como materialidad roída por una fuga serial de igual modo que a la pluralidad totalizada como materialidad fuera de sí en tanto que exigencia común en el objeto; e, inversamente, puedo subir de la unidad material como exterioridad a la fuga serial como determinante de los comportamientos que señalarán el medio social y material del sello original de la serialidad o partir de la unidad serial y definir la reacciones de ésta (como unidad práctico-inerte de una multiplicidad) sobre el objeto común (es decir, las transformaciones que operan en el objeto). Según este punto de vista, se puede considerar, en efecto, la falsa reciprocidad entre el objeto común y la multiplicidad totalizada como una intercambiabilidad de dos estatutos materiales en el campo práctico-inerte; pero al mismo tiempo hay que considerarlo como una transformación en curso de cada una de las materialidades práctico-inertes por el Otro. Desde ahora, en todo caso, podemos aclarar el sentido de la estructura serial y de la posibilidad de aplicar este conocimiento al estudio de la inteligibilidad dialéctica de lo social.

Para concebir la racionalidad de la alteridad como regla del campo social práctico-inerte, hay que concebir que esta alteridad es más compleja y más concreta que en el ejemplo superficial y limitado en que la hemos visto producirse. Siguiendo la experiencia, podemos descubrir nuevos caracteres que se producen en tanto que la serialidad se constituye en un campo más amplio y como estructura de colectivos más complejos. En efecto, hay que señalar ante todo que los objetos práctico-inertes producen según su estructura propia y su acción pasiva la reunión como relación directa o indirecta entre los miembros de la multiplicidad. Llamaremos directa a la relación que se funda sobre la presencia. Y definiré como presencia, en una sociedad que disponga de herramientas y técnicos determinados, a la distancia máxima que permite la instauración inmediata de relaciones de reciprocidad entre dos individuos. (Resulta evidente que la distancia es variable. En particular, está la presencia real de dos personas que se telefonean, una en relación con la otra; y, de la misma manera, el avión se mantiene en permanente relación de presencia, polla radio, con el conjunto de los servicios técnicos que aseguran su seguridad). Naturalmente, hay tipos de presencia diferentes y esos tipos dependen de hecho de la praxis (determinadas empresas exigen la presencia de cada uno en el campo perceptivo del Otro, sin intermediario de los instrumentos), pero de todas formas definiremos la reunión por la copresencia de los miembros, no en tanto que existen necesariamente entre ellos unas relaciones de reciprocidad y una práctica común y organizada, sino en tanto que la posibilidad de esta praxis común y de las relaciones de reciprocidad que la fundan están inmediatamente dadas. Las amas de casa que forman cola delante de la panadería, en período de escasez, se caracterizan como reunión con estructura serial; y esta reunión es directa: la posibilidad de una brusca praxis unitaria (el alboroto) está dada de una manera inmediata. Por el contrario, existen objetos práctico-inertes de estructura perfectamente definida que constituyen, en la multiplicidad indefinida de los hombres (de una ciudad, de una nación, del globo), una determinada pluralidad como reunión indirecta. Y definiré a estas reuniones por la ausencia: entiendo con esto no tanto la distancia absoluta (en una sociedad dada, en un momento dado de su desarrollo), que no es, en realidad, sino una visión abstracta, sino la imposibilidad de que los individuos establezcan entre ellos relaciones de reciprocidad o una praxis común en tanto que están definidos por este objeto como miembros de la reunión. Poco importa, en efecto, que tal auditor de radio posea también una emisora y en tanto que individuo se pueda poner más tarde en relación con tal otro auditor de otra ciudad o de otro país; el mismo hecho de escuchar la radio, es decir, de captar a tal hora, tal emisión, establece una relación serial de ausencia entre los diferentes auditores. En ese caso, el objeto práctico-inerte (es válido para todo lo que se llama mass media) no sólo produce la unidad fuera de sí en la materia inorgánica de los individuos, sino que los determina en la separación y asegura, en tanto que están separados, su comunicación por la alteridad. Cuando «capto» una emisión, la relación que se establece entre el locutor y yo no es una relación humana: en efecto, soy pasivo en relación con el pensamiento expuesto, con el comentario político de las noticias, etc. Esta pasividad, en una actividad que se desarrolla en todos los planos y durante años, hasta cierto punto puede ser equilibrada: puedo escribir, protestar, aprobar, felicitar, amenazar, etc. Pero hay que señalar inmediatamente que el conjunto de estas gestiones sólo tiene peso si la mayoría (o una minoría importante de auditores) las hace por su parte, sin conocerme. La reciprocidad es de esta manera la reunión en una voz. Además, las radios representan el punto de vista del gobierno o determinados intereses de un grupo de capitalistas; se puede así concebir que la acción de los auditores (sobre los programas o las opiniones expuestas) no tendrá efecto. Es frecuente que los acontecimientos políticos y sociales que se producen en todos los planos y en el conjunto del país causen por sí solos las modificaciones de un programa de una emisión o de comentarios tendenciosos. Según este punto de vista, el auditor que esté en desacuerdo con la política del gobierno, incluso si en otros lugares, en el medio de grupos organizados, se opone eficazmente por su parte a esta política, captará su actividad pasiva —su «receptividad»— como impotencia. Y en la medida en que esta voz le dé exactamente los límites de sus poderes (si se trata de una emisión demasiado mala de teatro o musical, el público puede actuar; no del todo, sin embargo: ya hemos visto más de un ejemplo), en la medida en que su imaginación (o incluso su entusiasmo: tomo el caso negativo porque es más simple; pero existe la misma impotencia si, entusiasmado por un conferenciante de radio o por un cantante, reclamo que se le dé una emisión regular o que se le llame al micrófono con más frecuencia) no es sino el descubrimiento vivido de su impotencia de hombre frente a un hombre. Porque, en cierto sentido, esta voz, con estas inflexiones y estos acentos tan particulares, es la voz singular de una persona determinada. Y esta persona ha preparado su audición con una serie de acciones precisas e individuales. Y, por otra parte, no hay duda de que se dirige a mi. La voz nos dice a mí y a Otros: «Queridos auditores». Pero aunque el orador se dirija a todos en un mitin, cada uno le puede contradecir y hasta insultarle (a condición, claro está, de correr en algunos casos determinados riesgos, aunque con la perspectiva más o menos definida, según las circunstancias, de «cambiar a la opinión pública»). Así el orador se dirige realmente a nosotros en tanto que se puede concebir tanto una reciprocidad individual (yo grito mis aprobaciones y mi censura) como una reciprocidad colectiva (nosotros le aplaudimos o le abucheamos). Por el contrario, en su principio, en su realidad de voz humana, esta voz de locutor es engañadora: se funda en la reciprocidad del discurso, luego en la relación humana, y es realmente una relación reificante en la que la voz se da como praxis y constituye el auditor como objeto de la praxis, esto es, es una relación unívoca de interioridad como la del organismo actuante con lo circundante material pero en la que, a título de objeto inerte, estoy sometido como materialidad inorgánica al trabajo humano de la voz. Sin embargo, sí quiero, puedo hacer girar el botón, apagar el aparato o cambiar de estación. Pero es aquí donde aparecerá la reunión a distancia.

Porque esta actividad puramente individual no cambia absolutamente nada en el trabajo real de esta voz. Seguirá sonando en miles de habitaciones ante millones de auditores. Yo soy el que me precipito en la soledad ineficaz y abstracta de la vida privada sin cambiar nada en la objetividad. No he negado la voz: me he negado yo en tanto que individuo de la reunión. Y, sobre todo cuando se trata de emisiones ideológicas, en el fondo he deseado que se callase esa voz en tanto que Otro, es decir, en tanto que, por ejemplo, puede perjudicar a los Otros que le escuchan. Tal vez esté yo perfectamente seguro de mí, tal vez incluso forme parte de un grupo político activo con el que comparto todas las concepciones y cuyas posiciones adopto. Sin embargo, la voz me resulta insoportable en tanto que es escuchada por Otros. Otros que son precisamente los mismos en tanto que escuchan la radio y Otros en tanto que pertenecen a diferentes medios. Puede convencerlos, me digo yo. De hecho, los argumentos que enuncia, me parece que podría combatirlos ante esos Otros, incluso si no piensan como yo: pero lo que yo siento precisamente es la ausencia como mi modo de unión con los Otros. Mi impotencia, esta vez, no sólo está en la imposibilidad de detener esta voz, sino que reside en la de convencer a los auditores uno por uno que exhorta ella juntos en esta soledad en común que ha creado para todos como su lazo inerte. En efecto, en cuanto considero una acción práctica contra lo que dice el locutor, sólo la puedo concebir como serial: habría que tomar a los auditores unos tras otros… Evidentemente, esta serialidad mide mi impotencia y tal vez la de mi Partido. De todas formas, si éste pensase hacer una contra-propaganda, se vería obligado a adaptarse a la estructura serial que han impuesto los mass media (y si el auditor es periodista, si, al día siguiente, dice en un periódico cuál es su indignación, combate una acción serial con otra acción serial: se dirige a cuatrocientos mil auditores separados de la ciudad en tanto que puede llegar a ellos como lectores separados). Así el auditor impotente está constituido por la voz misma como miembro-otro de la reunión indirecta: entre él y los Otros, al mismo tiempo que las primeras palabras se establece una relación lateral de serialidad indefinida. Naturalmente, esta relación tuvo su origen en un saber producido por el lenguaje en tanto que es un medio para los mass media. Son los periódicos y la radio los que le enseñan a cada uno el nombre de las emisoras francesas. Pero este saber (que por su origen, su contenido y su objetivo práctico) es también de orden serial, se ha transformado en hecho desde hace tiempo. Todo auditor está objetivamente definido por este hecho real, es decir, por esta estructura de exterioridad que se ha interiorizado en saber. Ahora bien, en el momento en que, en una situación histórica dada y en el marco de los conflictos que engendra, escucha la voz con un escándalo impotente, ya no la escucha por su cuenta (hemos admitido que estaba seguro de resistir a los argumentos), sino según el punto de vista de los Otros. ¿Cuáles? La circunstancia y el individuo, con su experiencia y su pasado, son los que deciden sobre eso: tal vez se pone en el lugar de los X…, sus amigos, que son fácilmente influenciables, o que la víspera le han parecido más vacilantes que de costumbre. Tal vez trate de escuchar como un auditor abstractamente definido y conocido en su generalidad (el tibio, el blando, o más precisamente, el que tiene tal o cual interés y que adulan hábilmente, etc.). Pero de todas formas, el individuo abstracto que evoca en su alteridad hace ya tiempo que es también una noción-hecho (un esquema forjado a la vez por la experiencia y por las esquematizaciones de los mass media), e, inversamente, la familia vacilante que toma como referencia no puede inquietarle verdaderamente sino en la medida en que representa el primer término de una serie, es decir, en que está ella misma esquematizada como Otra. Resulta inútil describir aquí la curiosa actitud del auditor indignado (cada uno se puede referir a su propia experiencia) y esta dialéctica entre tres momentos: aquel —triunfal— en que refuta (o cree que refuta, da igual) el argumento (ya es para el Otro, pero en tanto que debería poder existir una relación de reciprocidad); aquel —indignación impotente— en que se realiza como miembro de una serie en que los miembros están unidos por el lazo de alteridad; aquel —de angustia y de tentación— en que, tomando el punto de vista del Otro, se deja convencer en tanto que Otro —hasta cierto punto— para probar la fuerza del argumento. Este tercer momento es el del malestar y de la fascinación; comporta una contradicción violenta: en efecto, soy a la vez el que sabe refutar esas tonterías y el que se deja convencer por ellas. Y con esto no quiero indicar que soy al mismo tiempo yo mismo y el Otro: tal vez la actitud triunfal del que sabe que no es sino otra forma de alteridad (tengo confianza en Otros que saben refutar y me identifico con ellos porque adopto su opinión). Lo que sobre todo cuenta es que mi impotencia para actuar en la serie de los Otros (que se pueden dejar convencer) vuelve a mí para hacer de esos Otros mi destino. Claro que no a propósito de esta única emisión, sino porque se produce en el marco de una determinada propaganda que los confunde y que los duerme. A partir de ahí, la voz se vuelve vertiginosa para cada uno: ya no es voz de persona (aunque se haya nombrado el locutor) porque la reciprocidad ha quedado destruida. Pero es un colectivo doblemente: por una parte, como acabamos de ver, me produce como miembro inerte de una serie y como Otro en el medio de los Otros; por otra parte, aparece al mismo tiempo como el resultado social de una praxis política (del gobierno, si se trata de una radio del Estado) y como sostenida en sí misma por otra corte serial de auditores: los que ya están convencidos, de los que la radio expresa las tendencias y los intereses. Así en ella y por ella, los Otros (los partidarios de esta política) influyen en los Otros (los vacilantes, los neutros); pero esta influencia es serial a su vez (lo que desde luego no es serial es la acción política del gobierno y sus actividades de propaganda), ya que cada uno escucha en lugar del Otro y en tanto que Otro y ya que su misma voz es Otra: Otra para los que rechazan la política que la inspira, en tanto que expresión de determinados Otros y que acción sobre Otros; Otra para los vacilantes que ya la reciben en tanto que opinión de los Otros (de esos Otros todopoderosos que tienen a los mass media) y que ya están influidos por el solo hecho de que esta política tiene el poder de hacer su apología públicamente; Otra, en fin, para los que sostienen la política del gobierno, en cuanto que la soledad está afianzada para cada uno por la aprobación de los Otros (los que tienen su misma opinión) y por la acción que ejerce sobre los vacilantes; para éstos expresa su propio pensamiento, pero es su pensamiento en tanto que Otro, es decir, en tanto que está enunciado por Otro, formulado con otros términos (mejor de lo que habrían hecho y de otra manera) y en tanto que existe en el mismo instante para todos los Otros como pensamiento-Otro. Todas las conductas reactivas que suscita el pensamiento-Otro como significación de la Voz-Otra en todos los auditores son siempre conductas de alteridad. Hay que entender con esto que estas conductas no tienen ni la estructura inmediata de la praxis individual ni las estructuras concertadas de la praxis común y organizada. Están suscitadas inmediatamente —como las reacciones libres del individuo—, pero no las puede producir por la acción del colectivo sino en tanto que ellas mismas son totalizaciones laterales de la serialidad (indignación, risas irónicas, furor impotente, fascinación, entusiasmo, necesidad de comunicación con Otros, escándalo, miedo colectivo[155], etc.). Dicho de otra manera, el individuo, como miembro de la serie, observa conductas alteradas, cada una de las cuales es en él la acción del Otro, lo que significa que por ellas mismas son una recurrencia llevada al límite (es decir, al infinito).

Al desarrollar este ejemplo hemos visto enriquecerse a la experiencia de la serialidad. En efecto, por el hecho de que determinados objetos pueden establecer entre individuos que se ignoran en tanto que tales unos lazos indirectos de alteridad, vemos nacer la posibilidad para una serie de ser finita, indefinida o infinita. Cuando la multiplicidad, aunque esté numéricamente determinada en sí, queda prácticamente indeterminada como factor de la reunión, es indefinida (es, por ejemplo, el caso de la radio: hay una cantidad definida de individuos que en este momento están escuchando tal emisión, pero la emisión constituye la serie de sus auditores como relación de cada uno con los Otros a título de cantidad indeterminada). Cuando la multiplicidad queda reunida por un movimiento de recurrencia circular, tenemos que ocuparnos de una serie prácticamente infinita (por lo menos mientras prosigue el movimiento circular). En efecto, cada término, en la medida en que produce la alteridad de los Otros, se vuelve a su vez Otro en tanto que los Otros lo producen Otro y a su vez contribuye a modificarles en su alteridad.

Pero hemos señalado también que la pura alteridad formal (tal y como nos la han mostrado nuestros primeros ejemplos) sólo es un momento abstracto del proceso serial. Es exacto que se la puede encontrar en todos los grupos que, por ejemplo, están ordenados de una u otra manera (por ejemplo, los grupos de compradores cuando hay rareza de los productos que se tienen que vender o rareza de personal). Pero la pureza formal está mantenida aquí por una acción deliberada: se niegan a distinguir a los individuos de una manera que no sea la alteridad, que está constituida a su vez como regla de sucesión. En todos los demás casos, es decir, cuando la alteridad no es un medio de selección, los individuos se producen en el medio serial con algunos caracteres que les son propios y que difieren de uno a otro o de un conjunto a otro. Claro que la estructura fundamental se mantiene sin cambiarse; los auditores de radio en ese momento constituyen una serie en tanto que están escuchando la voz común que a cada uno lo constituye en su identidad como Otro. Pero precisamente por eso aparece en ellos una alteridad de contenido. Esta alteridad se mantiene aún muy formal ya que los constituye a partir del objeto (la voz) y según sus reacciones posibles frente al objeto. Desde luego que para fundamentar estas reacciones habría que profundizar las diferencias, encontrar otros colectivos, otros intereses, grupos, y finalmente totalizar el momento histórico con su pasado. Pero en tanto que la reunión es operada por la radio, se mantiene en el plano de la alteridad práctica de las conductas de audición. A partir de ahí, la alteridad como Razón de la serie se vuelve fuerza constitutiva de cada uno y de todos, porque el Otro no es ya en cada uno la simple diferencia formal en la identidad; el Otro es en cada uno reacción diferente, otra conducta, y cada uno está condicionado en la unidad fugaz de alteridad por esas conductas diferentes del Otro en tanto que las puede modificar en el Otro. Cada uno es, pues, tan eficaz en su acción en el Otro como si estableciese relaciones humanas (directas o recíprocas, u organizadas) con él, pero su acción pasiva o indirecta llega de su impotencia, en tanto que el Otro la vive en él como su propia impotencia en tanto que Otro.

Esta determinación, que aún es abstracta pero material, del contenido variable de la alteridad (o, si se prefiere, de una alteridad sintética que crea por sí misma un mundo práctico-inerte de la alteridad), nos conduce lógicamente a la experiencia de la impotencia como lazo real entre los miembros de la serie. En efecto, la serie se le revela a cada uno en el momento en que cada uno aprehende en él o en los Otros su impotencia común para suprimir sus diferencias materiales. Veremos cómo sobre la base de condiciones definidas, el grupo se constituye como negación de esta impotencia, es decir, de la serialidad. No resulta menos claro que la impotencia sufrida es la masilla de la serialidad: siendo mi impotencia en el Otro porque es el Otro en tanto que Otro el que habrá de decidir si mi acto será una iniciativa individual y alocada, o si me rechazará a la soledad abstracta, o si se volverá el acto común de un grupo; así cada acto espera el acto del Otro y cada uno se vuelve la impotencia del Otro en tanto que el Otro es su impotencia. Pero esta impotencia no corresponde necesariamente —en tanto que presencia constituyente en cada uno de la serie— a la pura inmovilidad pasiva del conjunto. Por el contrario, se puede volver violencia inorganizada: en la exacta medida en que soy impotente por el Otro, es el Otro el que se vuelve en mí potencia activa; incapaz de cambiar la indignación del Otro (cuando asisto a un espectáculo escandaloso para algunos) esta indignación vivida en la impotencia se vuelve en mí indignación otra en la que Otro en mí se indigna y yo actúo por su influencia. Pero aparte de los provocadores, no hay diferencia entre el Escándalo y el Temor del Escándalo. O si se prefiere, el Escándalo es el Temor agresivo del Escándalo del Otro. Con otras palabras, el Escándalo es el Otro mismo como razón trascendente de la propagación en serie de las violencias provocadas por el temor del Escándalo.

Pero para simplificar la estructura de los colectivos, hasta aquí hemos admitido que las series estaban constituidas por términos aislados, cuya alteridad, como impotencia, era la única y fugitiva unidad. En realidad existen series de ese tipo y en general es el caso de los lectores del Figaro o el de los auditores de radio. Sólo que hay otros más complejos, porque las relaciones humanas de reciprocidad definen tanto la coexistencia de los hombres como el estatuto de dispersión masificada. Y como estas relaciones constituyen cadenas complejas y sistemas polivalentes, cada relación singular queda condicionada por los Otros, negativa o positivamente, a través de la materialidad circundante. Así la multiplicidad no ha hecho más que cambiar de sitio, y en la medida en que un objeto del campo práctico-inerte forma la unidad-fuera-de-sí de esas relaciones interindividuales, la serialidad determina las multiplicidades de individuos. Así la dispersión de las relaciones humanas (en tanto que cada una está ligada a la otra —o a varias—, éstas a otras, etc.), en tanto que como razón de la serie se vuelven alteridad, transforma, para todas las otras relaciones, a cada uno de ellos en relación otra. O, si se prefiere, el Otro se produce como unidad fugitiva de todos en tanto que se le descubre en cada uno como alteración necesaria de la reciprocidad directa. O aún en tanto que cada uno, en la medida en que quiere comunicar con Otro, constituye su relación en el ser práctico-inerte a partir de todas las otras relaciones totalizadas. La pluralidad es aquí de un tipo especial: más valdría llamarla casi-pluralidad; en la realidad, en efecto, es difícil separar verdaderamente las uniones (como se separan los términos) y cuantificarlas, y más aún porque una relación humana de reciprocidad se puede establecer entre varias personas a la vez. Sin embargo, el ser-serial como alteridad rígida en el interior de cada relación viva tiene su fuerza por el alejamiento práctico, es decir, por el hormigueo inaprehensible de las otras relaciones. En la medida en que cada reunión de relaciones (el descontento en tal taller a propósito de tal medida tomada por la dirección, en tanto que se manifiesta —antes de toda acción reivindicadora— en la casi-pluralidad de las relaciones humanas entre los trabajadores) remite a otras reuniones (los otros talleres en tanto que se han constituido individualmente como Otros, en su diferencia material a través de sus comportamientos anteriores en ocasión de los conflictos precedentes o en desarrollo de éste), éstos a otras (exteriores a la fábrica, interiores a la profesión) y a otras (por las preocupaciones familiares —unidas a la fecha, por ejemplo—, son remitidas a la familia, a los grupos de habitación como a una rama de serialidad lateral, secundaria pero en definitiva muy importante); de tal manera que en cierta forma las relaciones alejadas se producen para las relaciones próximas no como relaciones homogéneas y lejanas, sino, en su reunión inerte, como un medio conductor inerte, el medio de la alteración. Cada relación interindividual concreta se produce, pues, aquí, en este momento, en su unión con todas las otras, que es serial, como determinación de un medio más o menos definido, que se caracteriza por una cohesión real, por una solidez compacta, que ofrece conjuntamente la fuerza de la inercia y la estructura sintética de la relación, Pero la realidad práctica de este medio (simple totalidad práctico-inerte de todas estas relaciones como alteridad en cada relación) reside simplemente en su estructura serial. Dicho de otra manera, los medios humanos existen y son los hombres, en tanto que los objetos comunes los producen como el medio del hombre. Pero el medio como colectivo —es decir, como unidad-otra de una casi-pluralidad de relaciones humanas-no tiene que ser estudiado —por los sociólogos o los historiadores— con la forma que revela a sus individuos: en electo, como se manifiesta a cada uno a través de las relaciones de reciprocidad y como su cohesión sintética, los individuos no le aprehenden directamente como otro, como regla serial de alejamiento; lo que les resulta manifiesto cuando son ellos mismos los términos de la serie, queda fuera de alcance —en la práctica inmediata— cuando no son sino una estructura interior de los términos y cuando cada término es, en realidad, la relación que los une. El medio se manifiesta inmediatamente a sus miembros como continente homogéneo y como fuerza permanente (práctico-inerte) de ligazón que une a cada uno con cada uno sin distancia; según este punto de vista, cada relación humana que se establece concretamente entre dos o más individuos se produce en el medio como actualización inesencial de una estructura práctico-inerte ya inscrita en el Ser. En el nivel contingente de las historias individuales, tal encuentro aparece naturalmente como realización más o menos intencional y más o menos accidental de posibles individuales e interindividuales; pero en tanto que relación de medio, nada tiene en común la actualización de una determinación recíproca en la inercia con la realización de una posibilidad; era posible que este individuo encontrase a ése, lo que no impide —por ejemplo, en un mercado competitivo (tomaremos este ejemplo más adelante otra vez)— que este comerciante ya esté ligado como elemento práctico-inerte de relaciones múltiples (o casi plurales) con sus competidores y con la clientela (es decir a la vez con su clientela real y asidua, con la clientela total del mercado menos su propia clientela y fundamentalmente con toda la clientela del mercado en tanto que también comprende a su clientela ordinaria). Naturalmente, estas uniones múltiples se manifiestan y se transforman en el curso de los procesos práctico-inertes que atraviesan el medio.

Pero esta estructura aparente del medio (que hace que el sociólogo tenga la tendencia de tomarlo, como Lewin, por una Gestalt con una acción sintética sobre sus estructuras a título de totalidad real y determinando las conductas y procesos de cada parte en tanto que comunica directamente con todas las otras por la presencia real de todo en ellas y en todas) no es sino el momento superficial de una primera experiencia. El segundo momento descubre el colectivo como la relación de una totalidad de objetos trabajados, unidad de exterioridad (el distrito XVI, etc.) inerte, con la casi-pluralidad que significa y que produce en ella a la unidad como ausente. Mi relación con mi cliente se produce en el reino burgués del comercio minorista (y más precisamente, de tal comercio, de tal ciudad, etc.) y contribuye a determinarle aun actualizando una estructura predeterminada; pero el medio que nos une no se revela como fuerza actuante y sintética (en el curso de los tratos) sino en la medida en que relaciones precisas unen uno a otro término y la relación misma a otros términos y a otras relaciones (tratos en curso entre grandes sociedades que procuran bajar los precios y arruinar a los pequeños comerciantes, o simplemente ofrecimientos de mis competidores a mi cliente) sobre las cuales es inconcebible toda influencia práctica. Así las verdaderas estructuras del medio, las que producen su fuerza real en el campo práctico-inerte, en realidad son estructuras de alteridad. Verdad es que cada relación está unida a cada una y a todas, pero no de cualquier manera: cada elemento está unido a todos los elementos pero desde su sitio en la serie y a través de su unión fugitiva con todos los elementos intermediarios, de la misma manera que una cantidad está unida a todas las cantidades por relaciones precisas que suponen justamente que cada uno de ellos se refiera al otro a través de la serie de números que les separan (es decir, en tanto que uno es (n + 1) y el otro (n +1) +1, etc.). De la misma manera la unidad del medio existe y en algunos casos hasta es una terrible fuerza colectiva (que se mide objetivamente —por lo menos en determinados casos— en la cantidad de posibilidades para que un individuo cualquiera del medio pueda salir de él, e inversamente, en la cantidad de posibilidades que hay para que un individuo cualquiera, elegido en tal o tal categoría social y fuera de toda presión ejercida en su medio propio, pueda entrar en él). Pero precisamente existe en tanto que no reside en sus términos como el todo en la parte, en tanto que se realiza para cada relación como esas relaciones que en otra parte condicionan a su existencia concreta y a su contenido. Y claro que en cada conducta serial de los términos en presencia se produce la totalidad de los otros como medio y condicionamiento general de la conducta. Pero esta totalidad no se tiene que confundir con una totalidad positiva y concreta, con una presencia real: no es el resultado de la unificación de un campo práctico; por el contrario, es una extrapolación real de una serie infinita de relaciones idénticas y otras en tanto que cada uno condiciona al otro con su ausencia. La totalidad es aquí totalización práctico-inerte de la serie de las negaciones concretas de toda totalidad. La totalidad se manifiesta en cada reciprocidad como su ser-otro, en tanto que cada una está caracterizada por la imposibilidad de toda totalización. La inteligibilidad de la acción serial (es decir, de la unidad serial como totalidad negativa) toma su origen de la relación de reciprocidad concreta que une a dos organismos prácticos en tanto que se produce como condicionada por su incapacidad de actuar sobre todas las otras y en tanto que cada una de las otras tiene la misma incapacidad en el seno de un campo serial cuya estructura está determinada por una relación idéntica de cada uno con el objeto común y con sus exigencias. Y lo propio del medio en tanto que alteridad indefinida de las relaciones humanas es darse a la experiencia como forma sintética unitaria, totalizadora y no estructurada (en el sentido en que cada parte sería relación con cada una, con todas y con todo), para descubrirse en la praxis como estructura serial de la determinación por el otro.

Sin embargo, conviene considerar más atentamente estas estructuras para aprehender la acción real (aunque práctico-inerte) de la serialidad como fuerza sufrida en la impotencia por cada relación recíproca y por la serie (como totalizada en cada una por un paso al límite). Tomaré un ejemplo esquemático y muy simple de la economía de todos los días: el establecimiento del precio momentáneo en un mercado competitivo. Desde luego que este establecimiento supone una pluralidad de relaciones contractuales (entre vendedores y compradores) y de antagonismos competitivos, luego de reciprocidades negativas (entre vendedores por una parte y, por otra, entre compradores). Se comprenderá que no consideramos ni el origen ni las estructuras de este objeto común (el precio de esta mercancía) y que dábamos por aceptada la teoría marxista del valor y de los precios. Si el lector la pone en duda, no tiene ninguna importancia para la continuación de esta experiencia, ya que, simplemente, se trata de este último reajuste que se opera en igualdad de condiciones, por lo demás, en el momento del mercado. Por otra parte, no trataremos ni de los componentes del precio (costos de la producción, etc.) ni de la acción de la coyuntura; suponemos la atomicidad y la fluidez de los vendedores y de los compradores. Este mercado competitivo puro no es, como creían los economistas en el siglo XVIII, una especie de «estado de naturaleza» del mercado, ni, como hoy se dice con demasiada frecuencia, una simple abstracción cómoda: simplemente, representa una realidad constituida que depende del sistema entero y que aparece y desaparece según la evolución total de la economía, con tal o tal nivel de cambios. Hasta el 39, por ejemplo, la Bolsa (en París, en Londres, en Nueva York) presenta todas las características de un mercado competitivo, como, por lo demás, en el siglo XIX, los otros mercados comerciales de los grandes productos internacionales (trigo, algodón, etc.). Si tuviésemos que examinar todas las condiciones que actúan sobre un mercado en general, nuestra concepción de los «colectivos» como recurrencia quedaría confirmada, pero el problema superaría los límites de este estudio. El mercado tiene una realidad indiscutible; se impone a cada uno en la medida en que el precio y el volumen de los cambios están necesariamente determinados[156] por las cantidades ofrecidas, los precios propuestos, las cantidades pedidas y los precios deseados. Ahora bien, resulta cómodo ver que la necesidad que se impone a un comerciante en su relación con un consumidor nace de las relaciones concretas de los otros comerciantes y clientes entre ellos, de las relaciones de otros compradores con ese vendedor (que se vuelve Otro para ellos distintos del que era para el cliente considerado) y en fin, por el hecho de que el consumidor en tanto que tal aparece en el mercado como Otro distinto de sí mismo y actúa en tanto que Otro en la relación humana y directa que trata de tener con el vendedor. Es sabido que el precio se encuentra en la intersección de la curva de la oferta y la de la demanda; lo que significa que las cantidades ofrecidas y pedidas por el precio son iguales. Si el vendedor fijase un precio más bajo, la demanda sería superior a la oferta; si lo fijase más alto, la oferta excedería a la demanda. Sin embargo, no se trata de un acuerdo directo entre dos hombres y dos grupos que se entienden directamente. En realidad, ningún comerciante establece su precio él mismo. Y el rigor matemático del objeto demuestra precisamente que es la figuración objetiva de un línea de fuga.

Veamos un cuadro de las cantidades ofrecidas y dadas.

Precios

Cantidades pedidas

Cantidades ofrecidas

1

18 500

0

2

16 500

0

3

15 000

3000

4

13 500

6000

5

12 250

8500

6

11 000

11 000

7

10 000

13 500

8

9000

15 500

9

8250

17 250

10

7500

19 000

11

6750

20 500

12

6000

22 000

13

5250

23 250

14

4750

24 250

15

4250

25 250

16

3750

26 000

17

3250

26 750

18

2750

27 500

Según lo que acabamos de decir, se venderán 11 000 unidades al precio de 6 francos.

Desde luego que esta ley cuantitativa no encuentra su justificación ni en principios puramente matemáticos ni en las características esenciales de la cantidad. El nervio de la prueba (si el precio fuese más bajo, la demanda sería superior a la oferta, e inversamente) nos remite necesariamente al vendedor y a su acción real, al comprador y a su demanda real. Las demandas no pueden ser superiores a la oferta porque precisamente los compradores capaces de pagar a más precio harán nuevas propuestas que tendrán como efecto un alza de los precios. La oferta no puede ser superior a la demanda porque los vendedores más favorecidos (costo de producción más barato) bajarán sus precios en el acto. Encontramos, pues, a los hombres considerados como fuerzas de compra o de venta. Y, para la simplificación, consideramos que a cada unidad pedida le corresponde un comprador, y que a cada unidad ofrecida le corresponde un vendedor. Ahora bien, entre los 27 500 vendedores supuestos, advertimos que sólo 11 000 están decididos a bajar al precio de 6 francos por unidad. Y entre éstos, sólo 8500 al precio de 5 francos. Entonces, sobre 27 500 vendedores, sólo hay, pues, 2500 personas que pueden bajar a 6 francos y que no pueden bajar más; estas 2500 personas determinan el precio para todas las demás. Por una parte, en efecto, al bajar el precio rechazan fuera del mercado a 16 500 vendedores que, por una u otra razón, no pueden seguir esa baja. Por otra parte, al detener el precio en 6 francos, evitan que 8500 vendedores bajen a 4 francos por unidad, y que 3000 bajen a 3 francos. Así, para no considerar sino a ellos, estos 3000 últimos reciben una renta de vendedor, es decir, que realizan una ganancia de 3 francos por unidad sobre las previsiones mínimas. ¿De dónde proviene, pues, la suerte de esas 25 000 personas, de las cuales unas se irán sin haber vendido nada y las otras con una renta imprevista? Primero de que son activos, es decir, vendedores reales y que mantienen relaciones reales[157] con sus clientes eventuales. Luego, de que en la transacción han sido afectados por la acción de los Otros vendedores y que son tratados (incluso por el cliente) en tanto que Otros: la imposibilidad real que tienen 2500 vendedores de bajar el precio a menos de 6 francos se vuelve para 8500 de sus competidores una prohibición de bajar su precio. (Digo «prohibición» sin dar a la expresión el sentido ético y psicológico. Pero el hecho es que, por hipótesis, podrían bajar su precio y que la acción de los Otros crea para ellos una imposibilidad de un nuevo tipo que ya no tiene nada que ver con el precio de costo o de los gastos de transporte: ya no se trata de una condición material, de un factor real y directo de la composición del precio, sino de una ley dada desde fuera a sus actividades de vendedores). Desde luego que podríamos hacer la misma observación para los compradores: 11 000 de ellos privan a 7500 personas de la posibilidad, de comprar el producto pedido; entre esas 11 000, 1000 clientes constituyen rentas de consumidor para las otras 10 000. Así, sobre las 46 000 personas que constituyen el grupo de los compradores y de los vendedores, 42 000 se nos presentan en seguida como sufriendo la ley de los otros; para ellas, la ley del mercado es una heteronomia. Pero si hay que considerar a las 3500 que al parecer han hecho el trato, en seguida vemos que esta actividad pretendida no es sino una apariencia. En efecto, si unos compran lo más caro posible (para ellas), y si las otras venden lo más barato posible, es que han sido llevadas al límite de sus posibilidades. El interés tanto de las unas como de las otras habría sido beneficiarse con la «renta» del consumidor o del vendedor; pero son precisamente las que más pueden bajar o subir las que realmente les obligan a renunciar a sus ganancias suplementarias. Los vendedores, por ejemplo, se encuentran en la situación de alteridad total: 8500 de ellos tienen una prohibición vivida de bajar más el precio porque otros 2500 tienen la imposibilidad material. Y esos 2500 han bajado hasta el límite porque los otros 8500 podrían bajar más. Como consecuencia, es la acción del Otro  la que determina todas las operaciones. Pero es también la acción de cada uno en tanto que es Otro (para los vendedores y para los otros clientes). Supongamos, en efecto, que sólo 10 000 vendedores hayan tenido la posibilidad material de bajar el precio hasta 7 francos y 10 000 de pagar la unidad a ese precio. El punto de intersección de las dos curvas habría quedado situado de manera diferente, las cantidades cambiadas se cifrarían en 10 000 unidades y el precio habría sido de 7 francos. La posibilidad de bajar está así contra ellos. ¿Por qué? Es que encuentra la posibilidad-límite de elevar que caracteriza a un número determinado de compradores y que permite la igualdad de las ofertas y las demandas. Hay que señalar aún que entre el número de compradores que pueden llegar a desembolsar 6 francos y el número de vendedores que pueden bajar sus precios hasta esa cantidad, no hay ninguna correspondencia (11 000 y 2500), no se trata de verdadera relación, sino, por el contrario, de ausencia de relación (ya que, por hipótesis, compradores y vendedores corresponden cada uno a una unidad ofrecida y pedida). Lo que cuenta, desde luego, es esa cifra de 11 000, arbitrariamente fijada por nosotros, que define los precios y la igualdad de los cambios. Hay 11 000 personas para vender, 11 000 para comprar y 6 francos. Pero esta cifra es precisamente la de la alteridad, ya que cada individuo vende o compra en tanto que es una 11 milésima parte y no en tanto que es persona. Por otra parte, no se puede considerar a tal número como una suma pura y simple: si se dijese, por ejemplo, que es el número de los productos vendidos a 6 francos o de los vendedores que venden a ese precio, se omitiría el hecho capital de que vendedores, llegados con posibilidades y proyectos diversos, han bajado a ese precio por la sola y única razón de que son 11 000 frente a 11 000 compradores. Sin embargo, en esta colección no se podría encontrar ninguna unidad verdadera: 11 000 representa aquí a 11 000 individuos y no a la unidad concreta de las 11 000 personas. Las relaciones de los vendedores son competitivas, luego antagonistas. Pero ese antagonismo que les opone unos a otros se interpreta por el hecho de que cada uno recibe su ley del Otro (y no como en la lucha directa en que cada uno quiere imponer su ley al Otro). La unión de los vendedores entre ellos (en el interior del número definido) no es ni la simple yuxtaposición ni la síntesis unitaria. Están yuxtapuestos en la medida en que cada relación directa con el comprador es, en su movimiento real, independiente de la relación del Otro. Están unidos por el hecho de que la yuxtaposición de los hombres no es únicamente la de las sardinas en una lata de sardinas: esos vendedores que hacen la misma operación determinan un campo social simplemente porque la operación es humana y porque concierne necesariamente a los Otros, o, si se prefiere, porque cada una de ellas, al dirigirse a la masa indistinta de los compradores, proyecta un porvenir humano. Hemos elegido a propósito el mercado competitivo puro porque hace que aparezca lo que llamaba Hegel «la multitud atomizada»; pero precisamente las relaciones cuantitativas de las moléculas físicas son radicalmente distintas de las relaciones entre átomos sociales. Los primeros accionan y reaccionan en el medio de la exterioridad; los otros en el de la interioridad. Cada uno se determina y determina al Otro en tanto que es Otro distinto del Otro y Otro distinto de sí mismo. Y cada uno ve despojarse a su acto directo de su sentido real en tanto que el Otro le ordena y se fuga a su vez para influir en el Otro, allá, sin relación real con su intención. Tiene que haber falsa unidad. Y existe: es el mercado como reunión (poco importa que sea un lugar físico o un conjunto de telecomunicaciones que recojan las demandas, las ofertas y los precios de cada uno). Cada persona al principio va a la reunión y la determina ya (en alteridad) por sus previsiones, y ya se le escapa la reunión y la determina. En consecuencia, el mercado existe para ella (en sí y para ella) como objeto de previsión y determinación fugitiva de su acción; pero ella misma la ve como conjunto de personas yuxtapuestas. La totalidad «mercado» está destotalizada al mismo tiempo. Para dar ejemplos más simples (mercados de flores, de animales, etc.), la unidad del lugar nos muestra que todos los individuos están unidos en el hecho de entregarse cada uno a la misma operación directa, que se deja determinar en exterioridad y en alteridad por todas las otras operaciones semejantes, hasta el punto de que esta determinación en alteridad acaba por formar el objeto y la realidad: cada uno (en un mercado supuestamente competitivo) prevé en hipótesis que la atomización como tipo de unión social se mantendrá por lo menos durante el tiempo del cambio. La unidad no puede ser, pues, concebida aquí como una síntesis unificadora, sino como una forma de la dispersión en tanto que tal cuando esta dispersión es aprehendida como regla y como medio de acción. En efecto, hay que ver dos hechos esenciales: 1.º) La verdadera diferencia que hay entre la molécula física y la molécula social es que la primera es un elemento puro y simple de la dispersión numérica, mientras que la segunda no es factor de dispersión sino en la medida en que primero es factor de unidad. La molécula humana no se mantiene en la multiplicidad; organiza con su acción esta multiplicidad en unidad sintética (es el mercado como fin y condición de su actividad). La dispersión interviene en segundo grado: hay multiplicidad no de simples partículas aisladas sino de unificaciones ya realizadas prácticamente (y a veces hasta conscientemente) de la multiplicidad puramente física. Cada uno unifica, aprehende y maniobra a la feria como una realidad total (la aprehende a través de las tradiciones locales, la costumbre, la periodicidad, su propia existencia material, su proyecto de productor-vendedor, etc.). Pero cada una de esas unificaciones está separada de la otra por un vacío real, es decir, por el hecho de que cada uno, física y prácticamente, no es el otro, sino que realmente están separados por muros, por lo demás, tanto como los antagonismos prácticos o como la ignorancia real de su existencia recíproca. Y el mercado no es la unidad sintética de una multiplicidad, sino la multiplicación dispersiva y real de su propia unidad. Para cada uno la unidad del mercado es a la vez el fundamento de la operación que intenta y, al mismo tiempo, esta unidad huye de él, ya que la acción de esta atomicidad es alienante; y finalmente es el hecho de que el centro del mercado siempre está en otro lugar al mismo tiempo que siempre está presente (como lugar de reunión o como conjunto de informes sobre el movimiento del mercado); esta contradicción es la que crea el objeto social. Es ella precisamente la que permite a la unidad de reunión que no sea simplemente superada por la acción común (como ocurre en un acuerdo directo de productores o de consumidores) o hasta por la acción individual, sino por el contrario que se presente a la vez como el objeto común de una acción y como la ley rígida y externa de toda acción particular, es decir, que exista a la manera de un objeto instrumental, «a mano», «ante los ojos» y como una necesidad objetiva aunque extraña en cada uno de nosotros. Hay que insistir sobre este segundo punto. Entre sindicatos (o cooperativas) y monopolizadores, el precio que se convierte en acuerdo tiende a perder su realidad de constreñimiento. Desde luego que el costo de producción y la capacidad de compra real trazan los límites objetivos de sus variaciones; pero estas condiciones son materiales, visibles, y pueden ser abordadas de frente; por el contrario, en lo que concierne al margen de beneficio, puede ser reducido o aumentado por la relación directa de las fuerzas que están en presencia. En este nivel, el precio de venta se vuelve «objeto recíproco», es decir, que su opacidad para uno se fundamenta en la resistencia directa del otro, y deja entrever, como profundidad suya, la acción y las necesidades del trust o de la cooperativa. Bajo la presidencia de Roosevelt, los americanos se negaron a comprar carne para luchar contra las pretensiones del trust de los mataderos. En ese momento —y mientras duró el boycot— el precio se mantiene como signo ideal, ya que nadie compra ni vende, y su significación remite en seguida a la voluntad de lucha del trust, es una pura información sobre la energía de los miembros del trust, sobre su voluntad de «mantenerse», y sobre las condiciones materiales que permiten o necesitan su actitud. Pero es que la unificación de cada uno de los dos grupos permite la relación directa (ya he dicho que esta unificación no hace sino desplazar la competencia). Cuando no tiene lugar la unificación —como en el mercado[158] competidor—, el precio obtiene su realidad objetiva y práctica de la separación física y mental de los agentes; es real porque recoge en él todos los factores reales de separación, es decir, la insuficiencia contemporánea de los medios de comunicación tanto como los muros de piedra que separan a las tiendas o el tiempo real que se necesita para alcanzar y convencer a los vecinos de que superen el antagonismo hacia la cooperación; pero ante todo se funda en el tipo de relaciones humanas que se puede llamar indirecto o lateral. Obtiene su fuerza de la impotencia (provisional o definitiva) de cada comprador (o vendedor) en relación con la serie de los otros compradores (o vendedores), corresponde a la necesidad; si el vendedor quisiera ponerse a defenderse (o el comprador), tendría que empezar una acción serial, es decir, pasar de cada uno a cada uno. Esta acción serial sólo puede ser indeterminada (porque no está dado el número de personas que se tiene que alcanzar directamente) y circular (porque el individuo con el que acabo de entrar en relación directa para mí se vuelve el otro en cuanto me alejo para alcanzar a otro; habrá que volver a él). Luego es una recurrencia infinita. En efecto, ya conocemos el tipo de razonamiento aritmético que permite demostrar que todos los elementos de una serie poseen la misma propiedad. Se divide en tres operaciones; se empieza por establecer una proposición universal de tipo ordinario: si la propiedad existe para el número a (cualquiera), existe necesariamente para el número b (colocado en la serie inmediatamente después de a); se verifica después que tal número (cualquiera) de la serie posee, en efecto, la propiedad en cuestión; en fin, el matemático procede a hacer una especie de totalización ficticia o, si se prefiere, a pasar el límite, cosa que le dispensa de hacer una serie infinita de operaciones (es verdad para a, luego es verdad para b; si es verdad para b, es verdad para c, luego c posee la propiedad; pero si es verdad para c, es verdad para d, etc.). Así los objetos colectivos tienen como origen la recurrencia social: representan totalizaciones de operaciones inefectuables; pero no aparecen primero como objeto de conocimiento: son ante todo realidades sufridas y vividas, que conocemos, en su objetividad, por los actos que tenemos que hacer. El precio se me impone como comprador, porque se le impone a mi vecino, se le impone a mi vecino porque se impone a su vecino, y así sucesivamente. Pero inversamente, yo no ignoro que contribuyo a establecerlo y que se impone a mis vecinos porque se me impone a mí; de una manera general, no se impone a cada uno como realidad estable y colectiva sino en la medida en que es la totalización de una serie. El objeto colectivo es un índice de separación. Esta interpretación aparecería aún más claramente si se considerase un mercado más complejo (en unión con la coyuntura, con la intervención del Estado, con la existencia de semimonopolios, teniendo en cuenta la publicidad, el tiempo —y por lo tanto las variaciones de la producción y de las herramientas—, etc.), pero sería necesario hacer un desarrollo que en este estudio no encuentra su lugar. Señalemos, simplemente, un caso particular: el de un mercado en período de inflación aguda[159]. La moneda se deprecia cada vez más porque cada individuo trata de deshacerse de ella para adquirir valores reales; pero este comportamiento determina la depreciación antes que todo, porque la refleja; o, si se quiere, es la depreciación futura, en tanto que se impone al individuo, en tanto que él la prevé como la unidad de un proceso que lo condiciona, es esa futura depreciación la que determina la depreciación actual. Ahora bien, esa depreciación futura la sufre el individuo como la acción de los Otros sobre la moneda; se adapta a ello imitándola: es decir, que se hace Otro; en este instante actúa contra su propio salario en tanto que Otro, ya que es tanto él como otro cualquiera el que contribuye al hundimiento de la unidad monetaria; y la propia posición frente a la moneda (con sus caracteres psicológicos: pesimismo, etc.) no tiene otra base más que la actitud de los Otros. El fenómeno se produce en tanto que fuga; como no puedo impedir que un desconocido cambie rápidamente su dinero por mercancías que almacena, me apresuro a cambiar el mío por otras mercancías. Pero es mi gesto, en tanto que está ya inscrito en el conjunto de las conductas económicas, es mi gesto futuro el que ha determinado el gesto de este desconocido. Vuelvo a mí mismo en tanto que Otro y mi miedo subjetivo del Otro (que no puedo tocar) se me aparece como una fuerza extraña, como una caída acelerada de la moneda. Así la caída del asignado[160] en 1792 es un proceso colectivo que no se puede detener; su objetividad es entera, cada uno la sufre como un destino. Y, claro está, sus factores objetivos son numerosos y de poder: la circulación monetaria se había duplicado sin que hubiese aumentado la producción de los bienes; la persistencia del numerario frente a la moneda de papel suponía un régimen bimonetario (dos mil millones de numerario, dos mil millones de papel), y ya se sabe que en estos regímenes, la mala moneda echa a la buena, es decir, que es más ofrecida que pedida y que se desvaloriza rápidamente; y en fin, hay que contar con el agio, los billetes falsos impresos en el extranjero, etc.[161] Pero aparte de que muchos de ellos sólo tienen acción en tanto que vividos (por ejemplo, la ley de Gresham nos remite necesariamente a la confianza: la buena moneda desaparece porque ciertos hombres la conservan, y la conservan porque no tienen confianza en el otro), los historiadores reconocen la importancia de los factores políticos en la baja del asignado: la confianza era tanto más débil cuanto que estaban emitidos por un poder revolucionario que podía ser derribado. Su caída refleja, pues, a la vez la fuga de Luis XVI, las palinodias de la Constituyente, el abatimiento de los revolucionarios a fines del 91, y, tras las primeras derrotas del 92, el miedo a la restauración de la monarquía absoluta. Pero estos diferentes sucesos, en tanto que son históricos, fueron directamente sufridos por hombres que se unieron para luchar contra ellos; una respuesta organizada contra la traición del rey, le echó de las Tu Herías el 10 de agosto. Por el contrario, la baja del asignado expresa a estos sucesos en tanto que son para cada uno incidencias laterales, vividas como reacción dispersa de los Otros en la recurrencia y la impotencia. El mismo, individuo puede formar parte de un club jacobino, aprobar el 10 de agosto con entusiasmo y guardar su oro sin darse cuenta de que los mismos hechos se le presentan en dos planos distintos y que reacciona contradictoriamente, según los considere en uno u otro plano. Con el asignado, es la Revolución la que se le funde en las manos y él contribuye a que se funda; con la moción que hace que se vote en su club, es el impulso revolucionario lo que él cree que prosigue. Algunos, conscientes de la contradicción ¿aceptarán en adelante el asignado y pagarán con numerario? Aquí interviene la recurrencia; este acto no puede servir ni de propaganda ni de ejemplo; apenas si tendrá algunos testigos; el único resultado será la ruina del patriota, si es negociante; si es productor, sin duda se salvará, pero contribuirá (en una medida insignificante) a mantener el bimonetarismo que arruina a la Revolución. ¿Está, pues, inquieto, o desconfiado, este revolucionario? Sí, y profundamente: la desconfianza del Otro, la oscura conciencia de la recurrencia, acompañan generalmente a los primeros pasos de una revolución. Esta desconfianza exige la unidad contra la recurrencia (y no, como se cree, contra la simple multiplicidad), la totalización contra la fuga indefinida (y no, como dice Hegel, la universalidad contra la diferencia específica): es ella la que engendra y sostiene al Terror como intento de unificación subjetiva. Pero es ella también, gobernada por la desconfianza de los Otros, la que se vuelve contrarrevolucionaria y se aprehende a sí misma como objeto extraño en el asignado que se funde. En este nivel volvemos a la moneda como materialidad. Pero esta vez la consideramos en el marco de las relaciones prácticas de reciprocidad. Su sentido resume en él a la totalidad del proceso histórico en el momento considerado, pero lo resume mecanizándolo; y los agentes no lo aprehenden como carácter positivo del objeto material (lo que hacían los comerciantes genoveses cuando se llevaban el oro español), sino como ausencia infinita y regresiva. Hoy, la rápida sucesión de las inflaciones y de las devaluaciones le ha revelado a cada uno el doble carácter de toda moneda como presencia material y como fuga indefinida. El valor real de este billete no se puede determinar sino en una coyuntura histórica definida y fechada, se refiere necesariamente al régimen capitalista, a las relaciones de producción, a las relaciones de fuerza entre las clases, a las contradicciones del imperialismo y a la relación de Francia con las otras democracias burguesas; pero este conjunto es una fuga para mí, lo aprehendo en la moneda de cincuenta francos en tanto que está vivido por el Otro, el comprador que almacena en previsión de que haya una guerra, o el vendedor que eleva los precios, o el productor que frena su propia producción. Pero esta ausencia, este movimiento de perpetua regresión, sólo se puede manifestar en un objeto material del que constituye la realidad humana. La apariencia diabólica de la moneda (o del billete) consiste en que está aprehendida (en diferentes momentos sucesivos) en su identidad material, y que puedo tomarla, tenerla, esconderla; pero también que está alcanzada en su inmovilidad por un cambio ausente, que siempre se realiza en otro lugar y que me envía la imagen de mi impotencia por atomización. En una obra ulterior desarrollaré el ejemplo del dinero. Aquí quisiera señalar que la moneda tiene la doble infinidad de lo universal y de la recurrencia en cada una de las unidades concretas. Este billete de banco está constituido en mis manos como una abstracción universaliza-da por el hecho de tener curso en todas partes: es un billete de cien francos (¿de dónde proviene la locución familiar? «¿Cuánto vale? ¿El billete de cien francos?»). Y al mismo tiempo, su poder adquisitivo real es el resultado de una recurrencia infinita en el que yo mismo figuro como otro. Lo consideraremos, pues, como un «colectivo». En la medida en que su inercia los conserva, todos los objetos sociales son colectivos en su materialidad fundamental; desde el momento en que duran, todos tienen su realidad a causa de la perpetua destotalización de la totalidad de los hombres; en su base, todos suponen una hemorragia que corroe a una presencia material. Claro que tienen estructuras muy diversas. Llevado al límite, se puede concebir el mercado competitivo como la atomización (o la masificación) radical de los grupos humanos: la pesada realidad del precia, lijado por un desacuerdo común, es la manifestación colectiva (es decir, válida para todos) de la imposibilidad de una unidad real, de una organización de los compradores (o de los vendedores). No reúne; por el contrario, es la consecuencia de la separación, y se vuelve factor de nueva separación; en una palabra, es la separación realizada. Pero la separación, para los hombres, lo mismo que la unión, es una situación construida que resulta de determinadas acciones ejercidas, por determinadas fuerzas. La falsa unidad del precio se debe a que la separación es una realidad provocada, un tipo de relación que los hombres tienen entre ellos. Es esta separación la que quiso realizar Le Chapelier en el mercado del trabajo, tras las huelgas que preocupaban a la burguesía, y es ella la que se mostró para los obreros como una ausencia total de elasticidad con los salarios. La unidad del objeto colectivo es, pues, tanto más rigurosa y su rigidez tanto más inflexible cuanto más lejos se lleva la atomización de los grupos colectivos. Y como originalmente representa a la actividad de cada uno en tanto que está gobernada lateralmente y a distancia por la actividad del Otro, su carácter colectivo muestra la forma más simple de la alienación. Los máximos, las tasas y el dirigismo moderno no chocan en primer lugar con la mala voluntad de la gente; pero estos intentos de unificación positiva que suponen (y que al mismo tiempo tratan de constituir) una centralización y una organización de las relaciones interhumanas corren todo el tiempo el riesgo de disolverse en el medio en que se producen, es decir, en el medio de la recurrencia: antes de ser vividas como relación directa de un órgano centralizador con cada uno, serán vividas (a pesar de la expresa voluntad de los gobernantes) como otras y a través del otro. Así es cómo la Convención se le escapa al convencional y alcanza una impenetrable profundidad en la medida en que también existe para el no-convencional, para los «sans-culottes», para las ciudades de provincias, para el campo, para Europa misma (cuántas veces declararon los oradores revolucionarios: «(¡El mundo tiene los ojos puestos en nosotros!»). Originalmente, esta relación es de tipo directo; la Convención, con sus poderes, su autoridad, sus tareas, sus diputados, existe como objeto directo para el elector, para el jacobino, para el representante que cumple una misión; es al mismo tiempo el órgano gubernamental y la Asamblea elegida que tendrá que rendir cuentas a la nación; se la padece y se lucha contra ella, se la venera y se la odia. Pero lo que nos hace recaer en la recurrencia es que a pesar de los clubes el conjunto de los ciudadanos no está organizado en manera alguna, y que, en cierta forma, la Asamblea se encuentra como un monopolio ante compradores dispersos. Esta dispersión es simultáneamente el poder y la impotencia de los dirigentes: reduce al mínimo la posibilidad de resistencia organizada (huelgas contra el máximo de los salarios, etcétera), pero al mismo tiempo corroe y disuelve en ella sus decretos unificadores (crisis de subsistencias, caída del asignado, etc.). Las representaciones y las creencias, que llegaban siempre de otro lugar, llevan en sí mismas la marca de la recurrencia, son ideas «desbordantes»; sin duda expresan la situación real de cada persona, pero la expresan en la fuga, míticamente; su inconsistencia las hace impenetrables e invencibles. Cuando el convencional quiere comprender lo que es la Convención —como empresa en movimiento— para sus electores o para el país, éste acaba por escapársele totalmente; el objeto agrandado hasta las fronteras de Francia, es ahí real, apremiante, pero impensable, propiamente hablando.

Esta últimas indicaciones nos permiten señalar algunos caracteres de otro colectivo —uno de los más importantes para los gobernantes—, que se llama la opinión pública. No hay duda de que en el marco del proceso de temporalización y de totalización, existe algo que se llama la opinión, y que esta opinión se manifiesta con dichos y con actos que se refieren a determinadas significaciones. Los informes de la policía comunican diariamente al jefe del gobierno, a título indicativo, algunos de esos actos y de esos dichos. Y son los dirigentes quienes tienen que deducir las significaciones de esas conductas, como realidades objetivas y como materialidad ideológica y efectiva. Es ahí donde se hablará del descontento de tal categoría social, de la tensión que se establece entre individuos y grupos (en tanto que se expresa con dichos y hechos, como peleas, linchamientos, etc.); en este nivel se determinará si la opinión pública pone o no pone en relación directa dos hechos o dos significaciones objetivas (por ejemplo, la negativa burguesa de financiar la guerra del 92 con el impuesto y la baja del asignado), o si, por el contrario —con razón o sin ella—, forma una sola significación con dos significaciones distintas. Habría, pues, una tendencia a concebir la opinión pública como una conciencia colectiva que nace de la unión sintética de los ciudadanos que forman una nación, y que impone sus representaciones a cada uno como parte integral del todo, de la misma manera que la totalidad está presente en cada una de sus partes. El descontento de los comerciantes al por menor (tal y como lo descubren las acciones comunes y las acciones totalmente distintas), la desconfianza de los industriales o de los banqueros frente al gobierno (tal y como lo manifiesta el fracaso del préstamo), el recrudecimiento del antisemitismo (tras una derrota o una humillación nacional): todas esas realidades objetivas las concebimos como esquemas totalizadores. En realidad tenemos que saber que cada una de ellas es en sí misma y para cada uno el Otro, que su estructura significante es serialidad infinita, y que tiene la unidad práctico-inerte de un índice de separación. En la medida en que el comercio al por menor, por ejemplo, produce sus órganos de defensa y puede actuar en el gobierno, no se puede hablar de descontento: entra en lucha con la política ministerial y trata de modificarla. Todo es praxis: que tenga éxito y todo se resolverá amistosamente. Por el contrario, cuando el pequeño tendero aislado ve que aumentan los impuestos o que se elevan los precios al por mayor sin poder elevar él sus precios al por menor, siente en su misma persona el miedo de la ruina y del hambre. Sin embargo, esta reacción no sería el descontento, sino el simple terror, si en este mismo miedo no descubriese como totalidad serial de impotencia el mismo descontento en los otros comerciantes, es decir, si no se descubriese como disperso en la serialidad del Otro como afectado por la impotencia de los Otros y afectando a los Otros (es decir, a sí-mismo hasta el infinito como Otro) con su impotencia. Por esta razón, el objeto material común (por ejemplo, el impuesto, el índice de los precios al por mayor) realiza en su desarrollo práctico-inerte la unidad del descontento. Pero lo realiza fuera, en él. En la multiplicidad de las personas este descontento se realiza como protestas teóricas y prácticas de descontentos aislados (y que se ignoran en tanto que individuos) como su índice de separación. En ese sentido es una realidad social, es una fuerza (como impotencia vivida individualmente, puede llevar a una persona a vender su comercio, al suicidio, etc.; en circunstancias que definiremos más adelante, servirá de base para un reagrupamiento) y esta fuerza es el poder práctico-inerte de miles de hombres como energía potencial. Pero esta fuerza no reside en nadie, tampoco es el producto de todos; es la alteridad misma en tanto precisamente que está para todos en otro lugar. En los casos determinados en que el descontento (o cualquier otra conducta afectiva) se propaga a través del país, en lugar de sentirse y de manifestarse por cada uno en el lugar mismo, se asiste precisamente a propagaciones seriales que ponen en evidencia más claramente su carácter de alteridad. Baste con recordar el Gran Miedo del 89 que tan notablemente ha estudiado Lefebvre. Lefebvre en primer lugar ha demostrado que este miedo no estalló en todas partes al mismo tiempo, y que no cubrió a toda Francia, contrariamente a lo que los historiadores pretendían en nombre de un organicismo espontáneo. Ha probado que hay que contar cinco corrientes de miedo y que algunas regiones no fueron tocadas. Y en fin, que estas corrientes, cuyo origen puede ser fechado y localizado en cada caso, se propagaron en serie de pueblo en ciudad y de ciudad en pueblo, siguiendo itinerarios que han determinado algunas condiciones precisas. Pero lo que más llama la atención en su libro es la constante necesidad en que nos hallamos para encontrar la inteligibilidad de un movimiento de tener que recurrir a la racionalidad del Otro. Sólo recordaré algunas indicaciones: el miedo tiene condiciones muy precisas, pero lo que expresa en provincias y en el campo es sobre todo la estructura de alteridad en relación con París. Las noticias son escasas, llegan lentamente, se esperan con impaciencia; llegan a las ciudades, pero por el campo se difunden mal y oscuramente (los campesinos las reciben ya deformadas y envejecidas los días de mercado). Así el contraste existente entre la rapidez de los acontecimientos que tienen lugar en la capital (y en Versalles) y la rareza de las informaciones hace que cada uno mida su pasividad en relación con esos Otros (aristócratas, diputados del estado llano, pueblo de París), que hacen la Historia en París. Más adelante, las sociedades jacobinas tratarán de organizar la provincia y hasta el campo. De momento, estos hombres inquietos, ansiosos, impacientes, se sienten todos como los Otros (los que sufren la Historia) en tanto que están sin influencia sobre esos sujetos que la hacen en París. El conjunto de las condiciones que hacen que nazca el gran miedo lo es en el marco del descubrimiento que cada uno hace de sí mismo como Otro (objeto de una Historia hecha por los otros). Pero llama la atención que nazca esencialmente del «temor al bandido». En realidad, la mendicidad es la plaga crónica del campo; en todas partes hay mendigos y vagabundos. Éstos, en el fondo, sólo eran campesinos arruinados o vástagos de familias demasiado numerosas. A pesar de eso, los labradores no les veían con gusto. El pequeño propietario, y hasta el jornalero veían en ellos un «Lumpen proletariat» agrícola, y al mismo tiempo se reconocían en esos errantes en tanto que les amenazaba la posibilidad permanente de arruinarse, teniendo entonces que recurrir ellos también al vagabundeo, y ser Otros. Pero para el campesino, el verdadero Otro, la otra clase, era, claro está, la aristocracia terrateniente con sus derechos feudales. Sin embargo, llama la atención que al propagarse la noticia de que en las ciudades se temía un complot de aristócratas, se descubriese de golpe la unión sintética de los aristócratas y de los errantes. Naturalmente, se podía dar una explicación racional: los aristócratas habían tomado a los errantes a sueldo para aplastar al pueblo del campo. Pero esta interpretación racionaliza a posteriori un movimiento cuya inteligibilidad reside en el proceso de alteridad y que hace que se aprehenda al errante como Otro absoluto, es decir, como Otro doblemente (Otro  como miserable, Otro como mercenario de la clase de opresión), al unir en él en la dimensión de alteridad el crimen como actividad antihumana del Otro distinto del hombre y el dominio opresivo como praxis que pretende reducir al campesino al estado de subhombre. La prueba de que ante todo se trataba de una unión sintética de todas las alteridades en el Otro absoluto (hombre cruel que reduce a sus semejantes a la subhumanidad, animal cruel que se parece al hombre en todo, salvo en que su único fin es suprimirlo) está en que en determinadas regiones en que se conservaba el recuerdo de los destrozos hechos por la guerra de los Cien Años, a los bandidos se les llamaba «los ingleses», y que en casi todas las partes, sin ninguna preocupación por la coherencia, se llamaba a los errantes-mercenarios con el nombre de extranjeros. En realidad, el «complot de los aristócratas», apoyado por un ejército profesional, al principio tenía sentido sólo en Paris y en Versalles; se podía concebir que la aristocracia (y en efecto, era la política que pretendían imponer determinados aristócratas) utilizase a las tropas reunidas alrededor de París para romper la resistencia del estado llano y del pueblo. Pero con la nueva forma que esta política toma para los campesinos, se vuelve perfectamente absurda. Sin embargo, es la misma, pero vista en el medio del Otro por individuos a quienes su impotencia hace que se deslicen en el mundo de los objetos, de los Otros. El bandido, es el complot aristocrático como Otro, visto en el medio original del Otro y como carácter de alteridad absoluto; es la Historia como fuerza enemiga, que le llega a cada uno como algo extraño.

Lo que se añade a la complejidad del gran miedo —como ha probado Lefebvre— es que no provocó sublevaciones y saqueos de castillos, sino que, por el contrario (aunque naturalmente hubiese más saqueos durante el gran miedo que después), fue precedido por una serie de insurrecciones locales: campesinos sitian castillos, los ocupan, a veces los dañan y molestan a los señores. Ahora bien, estas acciones locales contribuyen, a su vez, a producir el miedo. No sólo el miedo de la reacción del Otro (o temor a las represalias), sino que se presentaban a los que no habían participado en nada (y tal vez, tras algún tiempo, también a los participantes) como acciones espantosas y nefastas, algo así como una violación de las prohibiciones sagradas o como el desencadenamiento asustador de la violencia. Sin embargo, estos campesinos no-participantes eran los mismos que los que participaban en la rebelión: al aprehender el acto (dirigido contra el mismo opresor, que odiaban) como dirigido contra ellos, aprehendían su propia violencia como la de Otro, y a sus semejantes como extraños. El incendio de un castillo tomaba así hasta en la memoria común (en tanto que alteridad como estructura del recuerdo) un carácter tan ambivalente como lo sacro mismo: blanco y negro. Era rebelión legítima del pueblo y al mismo tiempo era violencia del Otro, la violencia como Otro, lo que también llevaba a atribuírselo a los bandidos. Ante esta violencia extraña, cada uno se sentía otro objeto, como ante la Historia. Y de la misma manera, la toma de la Bastilla, en tanto que noticia difundida por todas partes, tomó un aspecto más o menos vago, pero verdadero y positivo, el pueblo ha tomado la Bastilla, y a la vez un aspecto negativo polimorfo, según se racionalizase o no: la toma de la Bastilla va a desencadenar la venganza de la aristocracia contra el pueblo; la toma de la Bastilla ha tenido como consecuencia que se haya escapado de París una multitud de bandidos que van hacia el campo (a pesar de todo, en esta versión, París se vuelve en causa negativa y fuente del mal), y en fin, más o menos oscuramente (seguramente ayudaron algunos elementos hostiles a la Revolución), la Bastilla ha sido tomada por bandidos. Dicho esto, ni las causas económicas, políticas y sociales que se conocen, ni el temor a los bandidos o la constitución del medio del Otro como medio refringente de la Historia bastan para explicar el gran miedo. El gran miedo como proceso real es amplio pero localizado. En cada caso es necesario que el movimiento sea causado por un incidente local, que queda aprehendido por los testigos en tanto que Otro, y que la serialidad se propague actualizándose. Ante todo, en efecto, lo que aparece siempre se toma por otra cosa. Lo que no significa en absoluto que se confunda al objeto con otro como en un caso de error de los sentidos; en realidad, el objeto aprehendido correctamente se vuelve como otro significado en el movimiento de la propagación. Un grupo de jornaleros protesta en el valle del Oise porque el arrendador se niega a darles el salario que ellos piden. «La noticia —dice un periódico local— se extendió aumentándose. En todas las parroquias tocaron a rebato». En la misma región, otro periódico da otra interpretación: a unos agrimensores se les habría tomado «de lejos» por bandidos. En otros lugares, es a las milicias de las ciudades o a los soldados a los que «de lejos» se toma por bandas de asesinos. De lejos quiere decir: cuando la indeterminación es lo bastante grande como para que no se pueda saber de quién se trata. En este caso, es decir, cada vez que los testigos pueden elegir entre una interpretación positiva y una interpretación negativa, entre la reciprocidad y la alteridad, entre el hombre y el contra-hombre, eligen al Otro, al no, al antihumano. Todo hombre que se ve de lejos es otro distinto del hombre en tanto que su testigo se siente otro en esta Historia en marcha. Hay que precisar además que la alteridad crea sus propias leyes: la verdad se hace evidente para cada uno en tanto que es negativa y recae sobre el Otro, pero también en tanto que está transmitida por Otro en tanto que es Otro. Son las reglas de la creencia: lo que cada uno cree del Otro es lo que el Otro aporta en tanto que Otro (o en tanto que la noticia ya le llega de Otro); dicho de otra manera, es la información negativa en tanto que no han podido ni pueden verificarla ni el que la recibe ni el que la transmite. Esta impotencia de uno y otro no es más que la serialidad como totalidad negativa, y no habría que creer que cada uno crea a su informador a pesar de ella; por el contrario, es ella la que fundamenta y sostiene en cada uno, en tanto que Otro, a la creencia en el Otro como medio de propagación de la verdad como Otro. Si creo, no es por no poder verificar o porque confíe en el informador (lo que restablecería la relación directa de reciprocidad), o reservándome y no verificando porque es más prudente prepararse para lo peor. Creo que, en tanto que Otro, la verdad de una información está en su serialidad, es decir, en la infinita serie de impotencias que se van a actualizar, que se actualizan, se han actualizado, y que me constituye por los Otros como transmisor práctico-inerte de la verdad. La creo porque es Otra (es decir, según el principio de que la Historia en realidad es Historia del Otro-distinto-del hombre y que lo peor es siempre seguro), porque muestra al hombre que concierne como una especie extraña, porque su modo de transmisión es otro y sin reciprocidad. El informador propaga una onda material, no informa verdaderamente; su relato es un pánico; en una palabra, en tanto que Otro, la verdad se transmite como un estado por contagio, es, sencillamente, el estado-Otro del Otro frente a los Otros, y es este contagio el que la funda para cada uno, en la medida en que finalmente es el Ser-Otro de la serie que se realiza por ella en él. Ese loco que corre gritando y que veo venir cuando ya conozco mi impotencia; creerlo es volverme el mismo para otro y correr como un loco hacia mi vecino. La creencia, en un proceso como el gran miedo, es la alteridad en tanto que se temporaliza en la actualización de una serie ya constituida. El hecho del contagio no puede, pues, tener ninguna inteligibilidad fuera de lo colectivo y de la recurrencia. Cualesquiera que sean las condiciones fundamentales e históricas que lo engendren, nunca se produciría como desintegración en cadena si no tuviera lugar en la temporalidad estructurada del campo práctico-inerte y si el complejo infinito de las serialidades no estuviese ya producido como el grano y la trama de ese campo. Por lo demás, los contemporáneos, cuando quieren tratar de detenerlo, lo explican por medio de las series y de la alteridad; simplemente, se cambia de piso: los periódicos y las autoridades locales explican que unos extranjeros hacen correr el rumor de que hay bandidos (o de que se hacen pasar por bandidos), para sembrar el pánico. Lo que quiere decir: hundiéndonos en el medio del Otro, le hacéis el juego al Otro absoluto.

He dado este ejemplo para mostrar este nuevo objeto temporal: una serie en vías de actualización. No se trata de un acontecimiento histórico en el sentido ordinario de la palabra, es decir, en tanto que totalización en curso de acciones antagónicas y concertadas, sino más bien de un proceso. Sin embargo, en tanto que el campo práctico-inerte es el campo de las exigencias materiales, de las contra-finalidades y de las significaciones inertes, su unidad se mantiene por fuerza teleológica y significante. Dicho de otra manera, el gran miedo se les presentó a los contemporáneos ya sea como el resultado práctico de una agitación revolucionaria que trataba de levantar a los campesinos contra los señores feudales (y como consecuencia se multiplicaron los pillajes y las sublevaciones como primera reacción de grupo contra la impotencia del colectivo; más adelante, el proyecto de federación aparece también como reacción contra la impotencia de las masas), ya como consecuencia de un intento de los emisarios de la aristocracia (y de una parte del bajo clero) para desmoralizar a las masas campesinas y alzarlas contra la burguesía del estado llano. La realidad es que comportaba esta doble contra-finalidad por el simple hecho de que la serie vivía la Historia como Otro y a partir de la impotencia humana. Las opiniones de la opinión pública se forman de la misma manera que el gran miedo, es decir, tomándola del Otro, porque el Otro la piensa en tanto que Otro haciéndose informador de los Otros. En este nivel, la Idea es proceso; tiene su fuerza invencible porque no la piensa nadie, es decir, que no se define como el momento consciente de la praxis —o sea, como develamiento unificador de los objetos en la temporalización dialéctica de la acción—, sino como un objeto práctico-inerte cuya evidencia se identifica para mí como mi doble incapacidad de verificarla y de transformarla en los Otros[162].

Con esta perspectiva, la experiencia dialéctica responde a la pregunta que hacíamos más arriba: nos descubre la clase en el nivel del campo práctico-inerte como un colectivo, y el ser de clase como un estatuto de serialidad impuesto a la multiplicidad que la compone. Aún hay que precisar varios puntos. Volveremos rápidamente, a título de ejemplo, sobre el proletariado francés tal y como lo produce la industrialización en la primera mitad del siglo XIX.

Como los colectivos son al mismo tiempo el resultado de empresas particulares y la inversión radical de la finalidad, tiene poderes singulares que han podido hacer que se crea en su existencia subjetiva, pero que hay que estudiar en la objetividad. Como el régimen económico de una sociedad es un colectivo, se puede aprehender como sistema que funciona por sí mismo y que tiende a perseverar en su ser. Lo que llama Marx, en particular, el proceso del capital, tiene que comprenderse necesariamente por la dialéctica materialista y según la interpretación rigurosa que dio de ella. Pero si es verdad que ese proceso es parcialmente responsable de «la atomización de las multitudes», y, por lo tanto de la recurrencia[163], también es verdad que no puede existir como «relación determinada de producción» salvo en y por este medio de recurrencia que contribuye a mantener. «El capital es un producto colectivo, sólo puede ser puesto en movimiento por los esfuerzos combinados de muchos individuos y, en última instancia, por los esfuerzos combinados de todos los individuos de toda la sociedad. El capital no es, pues, una fuerza personal, sino una fuerza social», se lee en el Manifiesto del partido comunista. Pero esta fuerza social se impondrá como «una cosa que existe fuera de los individuos» por lo que llama Marx una «intervención y una mistificación prosaicamente real y nada imaginaria». Y de esta inversión explica el origen un pasaje de El Capital (omitido en la traducción francesa y afortunadamente restablecido por Maximilien Rubel)[164]. «El comportamiento puramente atomístico de los hombres en el proceso social de su producción y como consecuencia la forma reificada que toman sus propias relaciones de producción al escapar a su control y a su acción individual consciente, se manifiestan en seguida porque los productos de su trabajo adoptan generalmente la forma de mercancías. Por eso el enigma del fetiche-dinero no es otra cosa que el enigma del fetiche-mercancía». Así pues, no es tanto, como un poco torpemente dice Marx en el Manifiesto, «los esfuerzos combinados de los individuos», sino sobre todo su separación y su atomización lo que da a sus relaciones de producción reales un carácter inhumano de cosa. Sin embargo, esta «combinación de los esfuerzos humanos» existe; la prueba está en que los economistas burgueses hablan con gusto de la solidaridad de intereses de obreros y patrones. En efecto, el producto terminado se presenta como si fuese el resultado de una empresa concertada, es decir, de un grupo de acción y de trabajo que comprende una dirección, técnicos, empleados y obreros. Sólo que el economista burgués no quiere ver que esta solidaridad se manifiesta en la materia inerte como inversión de las relaciones reales; esta falsa unidad, como sello inerte que pretende significar a los hombres, en realidad, no puede remitir sino a relaciones de antagonismo y de serialidad. Es el objeto, y nada más que el objeto, el que combina los esfuerzos humanos en su unidad inhumana; y si puede hacer que se crea en un compromiso previo donde en realidad, no existe sino una fuerza antisocial (es decir, práctico-inerte), es porque su unidad pasiva —en su heterogeneidad radical— no puede remitir a ninguna especie de unificación humana; dicho de otra manera, esta unidad deja totalmente indeterminado el origen social de una máquina en tanto que tal (nada permite decir, por ejemplo, en el mismo momento de la Historia, si tal máquina ha sido producida en un país de régimen capitalista o en un país en el que los medios de producción han sido socializados[165]). ¿Cómo no ver que la «reificación» le viene al hombre por la recurrencia, es decir, precisamente como lo que le hace actuar como Otro distinto de él mismo y que determina sus relaciones reales a partir de las relaciones de los Otros entre ellos? Hemos visto estabilizarse el precio por la acción de la recurrencia, y la hemos visto imponerse en seguida a todos sin que ninguno lo haya querido; también hemos visto que la relación concreta del comprador con el vendedor queda reducida a la apariencia inesencial; entrar, saludar, enterarse del precio, regatear, dudar, comprar; todos esos pretendidos momentos del acto no son más que gestos; el intercambio está arreglado por adelantado, el precio se impone; es la cosa la que decide la relación entre los hombres. Si, como ha dicho Marx con frecuencia, todo es precisamente otro en la sociedad capitalista, es ante todo porque la atomización —origen y consecuencia del proceso— hace del hombre social Otro distinto de él mismo, condicionado por los Otros en tanto que son Otros distintos de sí.

En la medida en que el obrero es el producto del capitalismo, es decir, en la medida en que trabaja como asalariado para producir bienes que se le sustraen utilizando un equipo industrial que es propiedad de individuos o de grupos privados, hemos visto que la clase obrera, en la primera mitad del siglo XIX, encuentra su objeto común negativo en el conjunto de la producción nacional, es decir, en el conjunto de las máquinas en tanto que son del capital y que exigen del trabajador que produzca a través de ella un aumento del capital. Hemos visto también que el interés común de la clase sólo puede ser la negación de esta negación, es decir, la negación práctica de un destino sufrido como inercia común. Hay que concebir, pues (como veremos mejor en el próximo capítulo), que la organización práctica como exigencia humana es en ella misma y hasta en el campo práctico-inerte una estructura constitutiva de la relación entre los trabajadores entre sí. Y esta organización es medio y fin al mismo tiempo, ya que se presenta a la vez como el medio de luchar contra el destino (es decir, contra los hombres que en un determinado régimen hacen ese destino de la máquina) y como la reinteriorización futura del campo práctico-inerte y su disolución proyectada en el seno de una organización social perpetuamente activa que gobernará como totalidad concreta a los medios de producción y a la producción entera. El obrero no se liberará de su destino salvo si toda la multiplicidad humana se cambia para siempre en praxis de grupo. Su único porvenir está, pues, en el segundo grado de la socialidad, es decir, en las relaciones humanas en tanto que se hacen en la unidad de un grupo (y no en la desunión de la reunión-medio). Eso es lo que quiere decir Marx cuando habla de la socialidad del obrero. Sin embargo, hay que señalar que esta socialidad aparece como negación conexa de dos aspectos recíprocos del campo práctico: negación del objeto común en tanto que destino, negación corolaria de la multiplicidad como serialidad. Dicho de otra manera, la socialidad como proyecto aún individual de superación (en el grupo organizado) de la multiplicidad de individuos devela la serialidad como ligazón de impotencia; esta serialidad es el ser-que-se-tiene-que-superar hacia una acción tendiente a socializar el objeto común. Por otra parte, esta socialidad, en tanto que está determinada en cada uno por la estructura del colectivo donde se produce, y en tanto que primero se mantiene sin resultado (es decir, durante el primer cuarto del siglo XIX y —en el fondo— hasta la rebelión de los tejedores de seda[166]), o se limita a suscitar relaciones recíprocas, aparece en cada uno como estructura propia de su proyecto y se descompone así en multiplicidad de proyectos idénticos, antes de producir por ella misma organizaciones activas. Se descubre así como aislamiento en la medida en que es fundamentalmente superación de la pluralidad hacia la unidad. Lo que significa, sencillamente, que el proyecto organizador en cada uno empieza por ser negado por lo que supera y niega, es decir, por la serialidad como ligazón de impotencia. Si se mira desde más cerca, comprendemos que la necesidad de una acción cualquiera en común nunca puede surgir sino de una unión previa de los hombres entre ellos y no se puede dar nunca sino como superación e inversión de esta ligazón fundamental. Si se pudiera concebir en estado puro, no digo los átomos sociales del liberalismo, sino los individuos reales (aunque abstractos) en tanto que están unidos por lazos de reciprocidad, y si se pudiera hacer abstracción de la transformación por el objeto de la reciprocidad en unión de alteridad, ni siquiera se podría concebir como la infinita dispersión de las relaciones humanas podría producir por sí misma los medios para reducirse. Esta concepción, perfectamente absurda en la historia humana, mantiene un sentido a título de posibilidad lógica si se considera a título de conjetura no contradictoria el caso precedentemente citado de organismos vivos y tributarios del universo, aunque sin la reducción previa efectuada por la rareza como carácter fundamental y contingente de nuestra Historia. Por el contrario, en el mundo práctico-inerte construido sobre la rareza, el objeto acerca a los hombres imponiendo a su multiplicidad la unidad violenta y pasiva de un sello. Y en el momento en que este objeto es una amenaza (para los colonizados, para los explotados), en el momento en que este objeto como interés positivo está amenzado (en los colonos y los explotadores) la unidad de impotencia se transforma en contradicción violenta: en ella la unidad se opone a la impotencia que la niega. Más lejos veremos la inteligibilidad de ese momento. Por ahora, lo único que quiero señalar es que la impotencia, en tanto que fuerza de alteridad, primero es la unidad en su forma negativa, primero es la acción en su forma de pasividad, primero es la finalidad en su forma de contra-finalidad[167]. Como hemos visto, hay una especie de conducta común de la minoría blanca en una ciudad en que son mayoría los negros; simplemente (fuera de toda creación de organismos), esta conducta es común porque está imitada por todos y no está mantenida por nadie. No importa, la unidad práctica de los hombres o nunca tiene que hacerse o tiene que empezar en el reino de la materia trabajada sobre el hombre, por esa unidad. En este sentido, el ser-de-clase-común de los obreros de 1830 es, en presencia de la Máquina-Destino y de los órganos de opresión y de constreñimiento, la serialidad de sus relaciones de reciprocidad, en tanto que esta profunda impotencia es al mismo tiempo unidad. En realidad la existencia de un mercado de trabajo crea entre los trabajadores un lazo de reciprocidad antagónica en el que la separación está vivida como oposición y alteridad; hemos visto que en este conjunto negativo de individuos que venden su fuerza de trabajo, cada individuo figura al mismo tiempo como sí mismo y como Otro; sabemos al mismo tiempo que el trabajo mismo, siguiendo el modo de producción, engendra relaciones de reciprocidad positiva o de dispersión. Si la concentración capitalista tiende a acercar a los obreros en el curso del siglo XIX, la dispersión sigue siendo un factor capital (dispersión de las industrias a través de Francia, dispersión de los grupos de habitación, etc.). Sin embargo, el obrero tiende a tomar conciencia de los caracteres objetivos que hacen de él un obrero y que le definen por su trabajo y por el tipo de explotación a que está sometido. Aprehende poco a poco su realidad objetiva y al mismo tiempo la de sus compañeros. Pero su carácter común de ser el producto de su producto y de la sociedad que se ha organizado alrededor de ese producto, por muy claramente que se les aparezca a algunos, no puede establecer entre ellos sino una identidad abstracta y conceptual, a menos de que sea vivido en la acción. Con lo dicho tenemos que entender que se manifiesta cada día en la doble unión recíproca y contradictoria de antagonismos en el mercado y de solidaridad en el trabajo, y sobre todo en ocasión de acciones reivindicadoras locales, a través de los primeros fracasos y abandonos; en estos primeros tiempos del movimiento obrero, cuando la resistencia es espontánea, impotente, y la reprimen rápidamente, el vencedor se realiza en esta impotencia y la vive como dispersión serial de los hombres de su condición; pero esta condición objetiva se realiza a través de sus relaciones cotidianas con sus compañeros y es ella la que frena todos sus esfuerzos para volver a emprender una acción común. Esta pluralidad indefinida de relaciones contradictorias es al mismo tiempo lo que define su condición obrera (en particular, el hecho de que compite con sus propios compañeros) y lo que forma la clase como serie indefinida que encuentra en todas partes su unidad serial en la impotencia de los individuos que la componen, en tanto que esta impotencia les viene precisamente de su separación. La explotación se descubre como unidad pasiva de todos (y no ya simplemente como unidad de condición) en tanto que cada uno vive el aislamiento de los Otros como su propio aislamiento y su impotencia a través de la de ellos. La clase como colectivo se vuelve cosa material hecha con hombres en tanto que se constituye como negación del hombre y como imposibilidad serial de negar esta negación. Esta impasibilidad hace de la clase una necesidad de hecho: es el destino que no se puede cambiar. No es una solidaridad práctica, sino, por el contrario, la unidad absoluta de los destinos por falta de solidaridad. Cada obrero se siente confirmado en su inercia por la inercia de todos los Otros; cada pequeño grupo organizado siente a su propia clase como la fuga universal que neutraliza sus esfuerzos. El Otro, para este proletario en formación, es ante todo la totalización serial de los Otros (en la cual figura como Otro), es decir, de todos los que —él comprendido— representan para cada uno una posibilidad de no trabajar o de trabajar con un salario más bajo; es decir, es él mismo en tanto que Otro, en tanto que sus antagonismos serializados y totalizados se manifiestan por el hecho de que está en el mercado de trabajo su propia contra-finalidad, que viene como el Otro que hace bajar las demandas. Este antagonismo señalizado, o negativa serialidad (por falta de tiempo no hemos llevado muy lejos el estudio, excepto a propósito del mercado) constituye una primera estructura de alteridad, fundada en la reciprocidad de antagonismo, y constituye a todo obrero para cualquier Otro como él mismo en tanto que es su propio enemigo. Pero en el mismo momento la unidad serial de estas oposiciones se presenta como contradicción del mismo y del Otro que reclama la praxis unificadora. Ahora bien, paradójicamente, aunque de manera muy lógica, no son estos antagonismos en tanto que tales los que hacen tan difícil la unidad-praxis, sino que, por el contrario, como veremos, encuentran su verdad en la superación que les integra en la unidad común de la reivindicación. Lo que causó la impotencia del obrero en la primera mitad del siglo pasado fue la alteridad como escalonamiento espacial y temporal. En el nivel de la reciprocidad positiva en el trabajo (estructura de alteridad que contradice a la primera y crea la verdadera tensión práctico-inerte de la clase), la que causa la impotencia, en efecto, es la dispersión. En este nivel, la aprehensión objetiva por cada uno de su ser-de-clase en tanto que realidad práctico-inerte de su propia praxis (la hemos estudiado más arriba) implica la aprehensión recíproca de su compañero en su ser-de-clase-particular; esta aprehensión se hace prácticamente (y no teóricamente, por lo menos en la época) por la amistad, la interayuda, las relaciones de trabajo, etc. Y en la medida en que esta reciprocidad se prosigue a través de toda Francia en constelación y en cadenas de constelaciones (y a través de las relaciones con otros grupos, tanto de pueblos de los que han salido directamente determinados proletarios como grupos políticos de la pequeña burguesía republicana), la clase se pone —en tanto que serialidad indefinida de los seres-de-clase como medio. Pero este medio no es una representación objetiva del obrero: él lo realiza en cada instante como impotencia práctica; en efecto, si se entera de que se ha fundado un periódico de obreros, como determinación práctica de la acción de clase, se produce a la vez como directamente alcanzado por ese grupo que, desde el interior de lo práctico-inerte, le toca en su ser como orden imperativa[168] de negar en ese ser la estructura de impotencia y de separación. Pero al mismo tiempo, como esta empresa limitada se ha constituido en el horizonte (no trabaja en la ciudad donde ésta se ha constituido, un compañero que viene de allí le habla de ello, le enseña un ejemplar del periódico), se produce como determinación negativa de ella misma y de cada uno; se hace prueba en ella misma, en efecto, que la totalización del medio en clase-acción siempre es posible; que es la verdad profunda de la totalidad pasiva; pero se define al mismo tiempo como no siendo esta totalización, como no siendo nada, en relación con la clase-totalización y en cierta forma como negándola por el simple hecho, inevitable por lo demás, de ponerse para sí: remite, pues, por ella misma a la clase-reunión como unidad inerte de la multiplicidad; en cuanto al obrero de Lyon que en un momento de reflujo se entera de la iniciativa de sus compañeros de París, se constituye él mismo como inercia, como enraizado en la impotencia por la simple distancia (de hecho unida a todo), que le impide unirse a ellos, y por las circunstancias que en Lyon hacen que el momento de imitar su empresa no ha llegado aún. Al mismo tiempo, en esta época de incertidumbre, se mantiene vacilante en relación con el contenido de la iniciativa: no se ha desembarazado del todo de la ideología cristiana, sabe que tampoco se han librado de ella sus compañeros de París, de tal manera que su relación con el objeto producido (el periódico, las ideas que sostiene, su propaganda, etc.) se mantiene indeterminada. También aquí el-ser-de-clase común se realiza en esta relación contradictoria; en efecto, en este colectivo, si se constituye un grupo —por mínimo que sea—, y si este grupo es conocido, la unidad de grupo está vivida negativamente por todos y por cada uno como intermediario entre la inercia serial y el organismo activo: cada uno está unido a los Otros pasiva aunque directamente en tanto que está determinado como momento de una totalización total por el movimiento de totalización parcial que niega allí, y por algunos, la clase-reunión como inerte ser-ahí de todos; pero al mismo tiempo que se establece entre él y el grupúsculo a través del espesor inerte del medio una ligazón sintética de interioridad unívoca (va del grupo al individuo) su indeterminación y la indeterminación básica de la acción del grupo hacen que esa relación sea indeterminada (ni negativa ni positiva), de manera que el lazo de interioridad sintético se deja absorber por el lazo en serie de pertenencia común al medio.

Por otra parte, a través de los fracasos de los intentos locales (que no han sido ni apoyados, ni seguidos, ni sostenidos o continuados), cada grupo capta la solidaridad activa de la clase como una exigencia inerte de la clase-objeto, a partir del redescubrimiento, en la derrota de la solidaridad negativa del destino como fuga serial. Y no se trata aquí de un conflicto de intereses entre obreros: de lo que se trata es de su separación; frente a este medio indefinido que hay que agitar con métodos seriales, el grupo capta su pequeñez, su impotencia y su fragilidad; dicho de otra manera, se capta como un modo frágil de la sustancia común y, al mismo tiempo, se produce en su actividad vacilante como relación de un «micro-organismo» (no tomo el término con su sentido organicista o gestaltista) con la sustancia que determina, que hace su profundidad y su fragilidad. Naturalmente, el ser-de-clase se manifiesta como separación temporalizada, no sólo porque todo trabajo de educación política y de agitación supone una hysteresis cuyo origen está en la «pasividad de las masas», es decir, en la serialidad de la clase-reunión; sino también porque los obreros, según su historia individual, se encuentran en distintos grados de politización y de emancipación y porque la dispersión espacial está duplicada por una dispersión temporal.

De todas formas, en tanto que la realidad histórica y la estructura específica de la clase han sido definidas en determinados hombres producidos por el modo de producción a través de las relaciones de producción, su estructura general y su inteligibilidad le llegan por constituirla su objeto común como medio serialmente estructurado y porque las otras clases, por las contradicciones que la oponen a ella a través del mismo conjunto práctico-inerte, hacen de la unidad negativa de alteridad la levadura de su praxis organizadora. En el ejemplo del proletariado arcaico, el obrero está en la clase en tanto que está condicionado por los Otros, es decir, en tanto que es él mismo y para sí mismo siempre Otro, y que su fuerza de trabajo como mercancía es Otra distinta de él, es decir, alienada. Está en la clase en tanto que su propia inercia se funda sobre la inercia de los Otros y se vuelve en cada uno la clase misma como inercia del Otro en tanto que Otro. Y este ser-de-clase se muestra corrientemente en prácticas seriales y negativas de abstencionismo, de derrotismo, de desánimo o de abandono. Estas prácticas son en cada uno la serialidad entera. En este sentido, el ser-común-de-clase se manifiesta en toda su rigidez durante los períodos en que la acción obrera está «en reflujo»; se vuelve en cada uno —a partir de las contradicciones del individuo y de las condiciones materiales de su vida— el destino produciéndose como el Ser-Otro del obrero en relación consigo y con todos los Otros. En este sentido, el ser-común-de-clase, como objeto común interiorizado, no es ni una totalidad que se impone a sus partes y que es diferente de ellas, ni una palabra para connotar la indefinida repetición del ser-de-clase particular como reproducción universal de lo idéntico, ni una manera de designar al conjunto de condiciones comunes a todos y que a veces se llama la condición obrera. Todo el mundo está en la clase, en el nivel más superficial de la experiencia, en tanto que la serie indefinida de las relaciones está realizada como medio por los términos humanos que unen. Pero en primer lugar, este medio, en tanto que tal, no es Otro que los hombres y sus objetos haciéndose el medio del hombre, o, si se quiere, es la reciprocidad como relación de los obreros entre ellos a través de las cosas que se hacen a la vez humanidad, y continente homogéneo e inerte de todos. Además, el medio se disuelve en el estadio posterior de la experiencia para revelar multiplicidades de multiplicidades estructuradas en serie. En ese momento el ser-común-de-clase no es ya, para cada uno, el ser-en-el-medio-de-clase; en realidad, es el ser-en-otro-lugar de cada uno en tanto que está constituido como el Otro por la serie progresiva de los Otros y el Ser-Otro de cada uno en su lugar en su serie en tanto que constituye a los Otros. La clase existe como serie totalizada de series. Por eso importa poco, verdaderamente, que se haya encontrado o creído encontrar transiciones continuas de una clase a otra, intermediarios, grupos inciertos; en efecto, si se tuviese que considerar la clase como forma total y sintética cerrándose sobre sus miembros, quedaríamos muy embarazados con los pasajes insensibles que los economistas burgueses establecen con gusto de una a otra clase, con las aporías que ese nuevo escepticismo pretende haber encontrado (y que se parecen por su estructura lógica a los viejos argumentos del calvo, del velado y del cornudo). Pero si la clase es totalidad serial de series y si el conjunto de estas series corresponde de una manera general al ser-de-clase como Ser-Otro del obrero, ¿qué importa si acaban por descomponerse o por cambiarse en Otro?; por el contrario, está en la esencia de la serie (en tanto que determinación de lo práctico-inerte) el ser infinita o indefinida; así ocurre en la esencia del ser-de-clase, como otro lugar absoluto de la impotencia, que se pierde en el horizonte y se deja determinar en su Ser-Otro-en-el-infinito por el Ser-Otro de otros individuos que pertenecen a otras clases. Estas mediaciones no cambian nada a la pesadez propia de la clase, y son prácticamente ineficientes; en caso de tensión (es decir, en el fondo, en permanencia), la alteridad se bloquea en el nivel de la mediación y ya no pasa nada, o el intermediario estalla y las dos series liberadas se definen por su lucha. Inversamente, cuando pudiera definirse exactamente la realidad histórica de una clase y cuando esta definición se aplicara a todos sus miembros y sólo a ellos, las series seguirían siendo infinitas, porque se volverían circulares.

Pero la serialidad de clase hace del individuo (cualquiera que él sea y cualquiera que sea la clase) un ser que se define como una cosa humanizada y que, en el universo práctico-inerte, es rigurosamente intercambiable, en condiciones dadas, con un producto material dado. Y lo que caracteriza a la clase obrera, finalmente (ya que es el ejemplo elegido), es que la praxis organizada del grupo de combate tiene su fuente en el corazón mismo de lo práctico-inerte, en la opaca materialidad de la impotencia y de la inercia como superación de esta materialidad. Así la otra forma de la clase, es decir, el grupo totalizador en una praxis, nace en el corazón de la forma pasiva y como su negación. Una clase totalmente activa —es decir, cuyos miembros estén todos integrados en una sola praxis y cuyos aparatos en lugar de oponerse se organicen en en la unidad— sólo se ha realizado en algunos momentos muy raros (y todos revolucionarios) de la historia obrera. Sin hablar aquí aún de la cuestión de los progresos de la experiencia obrera y de su organización objetiva (lo que es una sola y misma cosa), colocándonos en el solo punto de vista de la inteligibilidad de lo práctico-inerte, queda claro que el proletariado, en tanto que es a la vez Destino y Negación del Destino, constituye en su forma misma una realidad movediza y contradictoria o, si se prefiere, es todo el tiempo y en proporciones definidas por la situación histórica, una praxis de grupo (o, la mayor parte del tiempo, una multiplicidad de actividades de grupos) que corroe la unidad inerte de un ser-común-de-clase. Se trata, pues, de una clase que se produce como doble unidad contradictoria, ya que el ser-inerte-de-la-serialidad, como fundamento y materia de toda otra combinación, es realmente la unidad de los trabajadores en su ser y por el Ser en tanto que la rigidez de su destino se debe a su dispersión[169], que aumenta; en lugar de que se constituya la organización activa contra el Ser y que su unidad sea puramente práctica, o, con otras palabras, que la praxis, como superación organizadora del ser inerte hacia la reorganización del campo social, es la unidad de lo múltiple como trabajo perpetuamente en curso. Sin embargo, hay que señalar: 1.º) Que la praxis colectiva no se puede producir sino sobre la base de un ser-común fundamental; 2.º) que se mantiene estructurada por este ser que supera y que la define hasta en sus límites y su eficacia (como hemos visto a la práctica sindical hacia 1900 estructurada en su temporalización por las características práctico-inertes del proletariado tal y como se habían producido por la presión de las máquinas universales); 3.º) que está en relación de alteridad y, a través de los antagonismos, de serialidad con otras organizaciones independientes de ella y que el medio conductor de esta nueva serialidad resulta ser la clase como colectivo; 4.º) en fin, que toda organización —como habremos de ver-corre en todo momento el riesgo de disolverse en serialidad (burocracia de determinados sindicatos en determinados países) o de recaer en la inercia del ser-común, mientras que, en el mismo momento, la clase-colectivo, como materia trabajada, soporta con toda su inercia, como un sello, las unidades prácticas convertidas en unidades-de-ser y significaciones inertes. Así —haya o no haya progreso de la organización sobre la serie—, la clase obrera representa en su contradicción el esfuerzo más tenaz y más visible de los hombres para reconquistarse los unos por los otros, es decir, para arrancarse al Ser en tanto que éste les da el estatuto de cosa humana en el medio de otras cosas humanas que son sus productos inanimados; y el campo del ser práctico inerte se cierra sin cesar o amenaza sin cesar con cerrarse. El Ser llega a petrificar sus acciones con plena libertad. Este nuevo momento de la experiencia nos muestra que el campo práctico-inerte no es por su parte más que una estructura, abstracta todavía, de la Historia; no se puede constituir, en efecto, sin que el mundo de la alteridad no produzca como unidad serial la condición y el principio de su propia superación. Este paso del Ser a la organización es lo que consideraremos ahora: hemos aprehendido la inteligibilidad dialéctica de la praxis individual y de la actividad pasiva de lo colectivo; tenemos que aprehender y fijar la de la praxis colectiva.

Hemos cruzado el campo práctico-inerte de uno a otro lado y era nuestra intención descubrir si ese lugar de violencias, de tinieblas y de brujería poseía de hecho su inteligibilidad dialéctica o, con otras palabras, si las extrañas apariencias de este universo cubrían una rigurosa racionalidad. Ahora estamos convencidos: no sólo todos los objetos que la ocupan y todos los procesos que se producen obedecen a reglas de desarrollo dialéctico que hacen que la comprensión sea siempre posible, sino que además la estructuración de la experiencia en campo práctico-inerte se realiza por la aparición de la necesidad en el seno de la evidencia, y por esta razón, la necesidad se da en el corazón de la libre, praxis individual como necesidad de que exista ese campo de actividad-inerte. O, si se prefiere, en la experiencia práctica de una acción con éxito, el momento de la objetivación se da como fin necesario de la dialéctica práctica individual —que se sepulta en él como en su objeto, y como aparición de un nuevo momento. Y este nuevo momento (el de lo práctico-inerte o de la socialidad fundamental[170]) vuelve sobre la dialéctica total y translúcida de la praxis individual para constituirla como primer momento de una dialéctica más compleja. Lo que significa que el campo práctico-inerte se hace su negación en cada praxis objetivada, en beneficio de la actividad pasiva como estructura común de los colectivos y de la materia trabajada. Así el momento de la objetividad define su necesidad dialéctica como la actividad orgánica superada y conservada por la inercia en la medida en que se da para el agente individual y en la apodicticidad de la experiencia como superación de la individualidad, en este agente y en todos, por un estatuto sufrido y original de socialidad reificante. Y hemos llevado lo bastante lejos el estudio de esta socialidad como para descubrir en ella los principios de una inversión en una experiencia de nueva especie, que remite de la necesidad a otra libertad (la de unirse) como tercer momento.

Pero este movimiento dialéctico tal y como lo describimos —y tal y como se presenta superficialmente— no tiene ninguna inteligibilidad; aún mejor, si no tuviésemos que recordar sus condiciones reales, caeríamos en la dialéctica de lo exterior. Si tenemos que creer verdaderamente que la inteligibilidad del campo práctico-inerte y de su negación por el grupo reside en la acción de una fuerza dialéctica que se manifiesta a través de la libre praxis y se desarrolla a través de los cambios de campo y las especies diferentes de la acción, solamente la Magia o la Fatalidad podrían explicar que la praxis individual, absorbida en el objeto, esté en el origen de una nueva negación que la transforma en primer momento de una dialéctica de la colectividad. La inteligibilidad de la praxis individual como translucidez no puede ser de ninguna manera la del campo práctico-inerte, y sería igualmente absurdo, o idealista, imaginar que la praxis del individuo, la actividad inerte y la acción común son los tres momentos del desarrollo de una misma fuerza concebida, por ejemplo, como la praxis humana. En realidad, hay dos dialécticas muy distintas: la del individuo práctico, la del grupo como praxis, y el momento del campo práctico-inerte de hecho es el de la antidialéctica. En efecto, está contenido entre dos negaciones radicales: la de la acción individual, que le encuentra en ella misma, en tanto que aún se adhiere a su producto, como su negación; la de la unión en grupos que se constituye en los colectivos como negativa práctica de la serialidad. Sin embargo, si se puede dar el nombre de dialéctico a este campo material de la antidialéctica, es precisamente a causa de esta doble negación. En él se pierde la acción de cada uno en beneficio de esas fuerzas monstruosas que en la inercia de lo inorgánico y de la exterioridad mantienen un poder de acción y de unificación unido a una falsa interioridad. E, inversamente, el simple movimiento de unión en tanto que, en el curso del siglo pasado, se desarrolla en la clase obrera, basta para constituir a ésta, mucho más allá de las primeras uniones, tan precarias y tan restringidas, como una impotencia poblada por un poder humano invencible, como la señalización de una totalidad fundamental. La inteligibilidad de los procesos práctico-inertes descansa, pues, en algunos principios simples y claros que son a su vez la contracción sintética de las características evidentes de la relación unívoca de interioridad como fundamento de la praxis individual y de la pluralidad de los agentes en el interior del campo práctico. Directamente, en efecto, toda objetivación comporta una alteración. Cuando declaran los marxistas que en la sociedad socialista el hombre, en lugar de ser «el producto de su producto», será su propio producto, qué quieren decir: si el hombre es su producto, será su sola objetivación (en él mismo y en los Otros); así el ser objetivo será homogéneo con la práctica de objetivación. Pero si el individuo encuentra su realidad en el objeto material, empieza la antidialéctica: lo inorgánico sellado se da como ser del hombre. Ahora bien, esta situación tan particular depende evidentemente de la multiplicidad de los individuos coexistentes en el campo de la rareza. Con otros términos, sobre la base de las circunstancias materiales, sólo la libre praxis del Otro puede limitar, a través de una materia trabajada, la eficacia y la libertad de mi praxis. En este sentido —aunque apenas tenga valor histórico—, es buena la explicación de las clases en el Anti-Dühring. Pero, paradójicamente, es buena como esquema dialéctico de la inteligibilidad y no como reconstrucción de un proceso social definido. Engels declara, en efecto, que las clases (es decir, el colectivo como tipo práctico-inerte de socialidad) empiezan a constituirse en una comunidad agrícola cuando los productos del trabajo se transforman en mercancías. Ya he demostrado que los ejemplos que él da están todos fuera de la cuestión, ya que nos muestran a determinadas comunidades que se desintegran por la influencia de las sociedades burguesas que las rodean o que entran con ella en una relación de comercio. Pero para la inteligibilidad este ejemplo basta, porque el carácter de mercancía le llega al producto del trabajo campesino desde fuera. Engels supone —y nosotros lo suponemos con él— que la tierra es propiedad común y que cada campesino produce lo suficiente como para alimentarse él y su familia. En ese momento del trabajo rural, el producto no es ni fin ni límite objetivo: es fin del trabajo en la medida en que es medio de alimentarse. A partir del intercambio —y particularmente del intercambio tal y como se practica entre sociedades burguesas y sociedades subdesarrolladas—, la demanda objetiva como momento de una libre praxis del Otro constituye el producto como Otro, es decir, el extracto del ciclo interior «producción-consumo» para ponerlo en sí como objeto independiente que haya absorbido trabajo y que pueda ser intercambiado. Claro está que no se trata de una estructura ideal conferida al producto por el simple deseo del futuro adquisidor, sino que esos cambios se producen en el curso de una acción común (colonización, semicolonización, movimiento de conjunto para rodear a la comunidad, para formar un enclave) dirigida por ciertos grupos burgueses y por un conjunto de procesos seriales que realizan la desintegración del pueblo a partir de la sociedad que empieza con él. El producto se vuelve realmente mercancía. Pero lo que aquí importa es que esta transformación se impone a la libre praxis individual: la objetivación se vuelve la producción del objeto en tanto que se presenta para sí; esta vez el producto se vuelve el hombre y como tal el producto. Pero esta transformación tiene su inteligibilidad entera. Separemos un instante el conjunto de los procesos seriales y todas las transformaciones del campo práctico-inerte; no puede caber duda sobre dos cosas: 1.º) Una praxis (la de un comprador o de un grupo de compradores) ha robado la libertad del productor: se descubrirá como produciendo mercancías y no objetos de consumo inmediato en tanto que es el objeto de esta libre empresa. La objetivación se vuelve otra porque produce su objeto en el libre campo de la acción de otro. Es la libertad la que limita a la libertad. 2.º) Pero dos libertades prácticas sólo se enfrentan en el campo práctico y por intermedio de toda la materialidad. Cuando circunstancias definidas permiten a una praxis que robe el sentido de la otra, eso sólo significa que el objeto en que ésta se objetiva toma un sentido diferente y una contra-finalidad (para su productor) en el campo práctico de aquélla y a través de una reorganización de ese campo. La situación original se presenta, pues, así: es la relación unívoca de interioridad la que permite que el comprador falsifique el campo práctico del campesino; en efecto, la relación del campesino con lo circunstante —es decir, el trabajo— es interiorización en la medida en que el organismo tiene su ser-fuera-de-él en la Naturaleza. Pero por sí sola la materialidad producida no podría transformar nada, ya que está en relación unívoca con el productor. A partir del momento en que, por el contrario, le está dado un sentido otro para el productor por otro cuya relación con ella es también —aunque de otra manera— una relación de interioridad, se instaura entre el producto y el productor una falsa relación de interioridad recíproca, ya que aquel significa éste y que éste se comporta como el significado de su producto. Ahora bien, esto es perfectamente claro, ya que a través de este producto y en tanto que es este producto, una praxis humana pretende alcanzar al trabajador y tiende a hacerle que trabaje para otros en el momento en que aún trabaja para él. Pero por otra parte, no es menos claro que el producto, al volverse mercancía, se deja constituir según las leyes de su pasividad: es su inercia la que sostiene a su nueva unidad; es ella también la que transforma en exigencia a la praxis de los compradores en tanto que se vuelve su propia significación independiente contra el trabador. Y por esta independencia (tanto como ausencia de relaciones humanas vivida en interioridad como relación sintética de inhumanidad) se vuelve exigencia en tanto que producto que se presenta para sí como mercancía, lo que el trabajador ha hecho, luego lo que es, en el mundo del objeto y como objeto. El poder de destruir sólo es una estructura de la praxis como dialéctica individual; pero el enfrentamiento de las libertades, por la doble constitución del objeto intermediario, no puede hacerse contradicción objetiva y material sino en la medida en que la inercia del objeto hace de las dos unidades que se le dan negaciones reales e inertes, es decir, fuerzas pasivas. En este simple ejemplo se encuentran finalmente todas las condiciones de la inteligibilidad del campo práctico-inerte: la única realidad práctica y dialéctica, el motor de todo, es la acción individual. Cuando un campo de rareza determina el enfrentamiento de los agentes reales, se da un nuevo estatuto a la Cosa trabajada por las actividades que se enfrentan. Toma en el campo práctico-inerte de cada uno (en tanto que es el de todos) significaciones secretas y múltiples que indican las direcciones de sus fugas hacia los Otros; y como medio y fin de una empresa definida (transformar la libertad del Otro en medio dócil de mi propia libertad, no por obligación, sino como falsificación del campo práctico), prolonga a la praxis ganadora en empresa inerte y fascinante sobre la libertad práctica del perdedor. Rexterioriza en el medio unívoco de la interioridad a la praxis del vencedor como síntesis interioriza-dora del campo práctico. Y como significación-exigencia refleja al productor su ser como su exterioridad inerte de dominado en el medio de la interioridad. Pero hipotecando la libertad del trabajador con su inercia imperativa, transforma a la libre praxis que le amenaza a través de ella como pura y simple inercia de exigencia. Y en cierto modo cada libertad en el medio del Otro y en su propio medio de interioridad hace la experiencia de su límite de inercia, es decir, de su necesidad. En cuanto la multiplicidad se vuelve indefinida (en el sentido práctico y serial), la multiplicación de las acciones y de las respuestas encuentra su unificación en el objeto que se presenta para sí como negación de cada uno por cada uno (o, más tarde, como objeto común). Y cuando decimos que el objeto como inercia inorgánica y sellada se presenta para sí, tomamos las palabras a la letra y sin embargo, aprehendemos el proceso en su plena inteligibilidad: la unidad fugitiva del objeto que se afirma contra todos, en realidad es la negación de todos y de cada uno para todos en el campo práctico de cada uno en tanto que se vuelve en el objeto unidad negativa e inerte (impotencia de cada uno, por ejemplo, descubierta en el objeto a través de todo intento para cambiar las estructuras).

Lo que hay que recomponer en cada caso según la regla del proceso particular para tener los esquemas de inteligibilidad buscados es, pues, el conjunto de las estructuras siguientes: 1.º) La relación unívoca de interioridad en el seno de la libre praxis como unificación del campo; 2.º) La relación unívoca de una multiplicidad de actividades prácticas, cada una de las cuales quiere robar la libertad de los Otros por las transformaciones que hace sufrir al objeto (las prácticas son al mismo tiempo relaciones recíprocas negativas, luego relaciones de interioridad, y, por la mediación del objeto inerte, relaciones indirectas de exterioridad); 3.º) La transformación de toda libre praxis (en tanto que está absorbida y devuelta por el objeto) en exis; 4.º) La transformación inevitable de cada exis de la Cosa trabajada en actividad pasiva por la libre praxis de Otro, cualquiera que sea, cuyos proyectos y perspectiva son Otros; 5.º) La transformación de cada uno en pasividad activa por la actividad pasiva del objeto, no por alguna metamorfosis de su realidad orgánica y humana, sino por la despiadada transformación de él mismo en Otro que se realiza por sus dedos y bajo sus dedos cuando produce el objeto (en tanto que los sentidos múltiples del objeto, sus exigencias y las significaciones que asigna a su productor son prefabricados por otras actividades o por otros objetos producidos por esas actividades).

Según este punto de vista, hay que decir a la vez que el campo práctico-inerte es, que es real, y que las libres actividades humanas no quedan suprimidas por eso, ni siquiera alteradas en su translucidez de proyecto en curso de realización. El campo existe; digamos inclusive que es lo que nos rodea y condiciona; no tengo más que echar un vistazo por la ventana: veré autos que son hombres y cuyos conductores son autos, un agente que dirige el tránsito en una esquina, y, más lejos, señales automáticas de la circulación, con las luces rojas y verdes, cien exigencias que suben del suelo hacia mí, pasos para peatones, carteles imperativos, prohibiciones; colectivos (sucursal del Crédit Lyonnais, café, iglesia, casas de departamentos y también una serialidad visible: gente que hace cola delante de un almacén), instrumentos (que proclaman con su voz fija la manera de servirse de ellos, aceras, calzada, estación de taxis, parada de autobús, etc.). Todos esos seres —ni cosas ni hombre, unidades prácticas del hombre y de la cosa inerte— todas esas llamadas, todas esas exigencias que aún no me conciernen directamente. Luego bajaré a la calle y seré su cosa[171], compraré ese colectivo que es el periódico, y el conjunto práctico-inerte que me sitia y me designa se descubrirá de pronto a partir del campo social, es decir, de la Tierra, como el Otro-Lugar de todos los Otros-Lugares (o la serie de todas las series de series). Verdad es que esta realidad, aunque aplastante o pegajosa, según los casos —y que me enseña a partir de Otros-Lugares mi destino de francés pequeño-burgués—, es aún una abstracción. Pero esta vez tenemos que entendernos: es una abstracción en la medida en que grupos se constituyen en ella y contra ella, para por fin intentar disolverla; es una abstracción en tanto que una experiencia total tiene que implicar el esfuerzo consciente de unidad que, la mayor parte del tiempo, no es directamente sensible o que queda oculta por la serialidad. Pero si, para la totalización, y tomando al campo práctico-inerte en su totalidad, hay una inteligibilidad del grupo como superación de la necesidad hacia una libertad común, si incluso el origen dialéctico del grupo está en la unidad pasiva de alteridad en tanto que se niega como pasividad, no hay ninguna manera de decidir, fuera de una apreciación de su situación concreta y de su historia en el seno de la Historia totalizadora, si tales individuos o tales reuniones particulares saldrán de su abstracta condición de seres práctico-inertes. Dicho de otra manera, para algunos hombres y algunas multiplicidades, en tanto que los unos y los otros son realidades concretas, la posibilidad de mantenerse, en los límites de una vida, o de un grupo de vidas, bajo el estatuto del Ser y de la actividad pasiva, es una posibilidad real y concreta. Nada prueba que tal burócrata o tal empleado dejará de ser un día —por integración en un grupo— de ser Otro para sí mismo y para los Otros. En este momento, manejado por las cosas (su oficina, como colectivo, su jefe en tanto que Otro), es para los otros hombres un factor de alteridad, de pasividad y de contrafinalidad como si fuese una cosa (un ducado español) circulando entre las manos de los hombres. Nada prueba que esta situación comporte en sí misma y para él el germen de una contradicción.

Esta contradicción sería inevitable, sin embargo, si la libertad de la práctica entrase en conflicto en cada uno con constreñimientos, prohibiciones exteriores e interiorizadas. Se encuentran estos casos, pero no están entre nuestras preocupaciones actuales. La mistificación, en realidad —como proceso real y no como empresa concertada— es desgraciadamente tan profunda que el individuo reificado queda en posesión de su libre praxis. Aún mejor: para ser alienado o simplemente alterado, hay que ser un organismo susceptible de acción dialéctica; y es a través de la libre praxis como descubre la necesidad como transformación de su producto y de él mismo por su producto en Otro. Los constreñimientos de la necesidad, las exigencias de la Cosa Trabajada, los imperativos del Otro, su propia impotencia, es su praxis quien los descubre y quien los interioriza. Es su libre actividad quien toma por propia cuenta en su libertad todo lo que le aplasta: el trabajo agotador, la explotación, la opresión, el alza de los precios. Esto quiere decir que su libertad es el medio elegido por la Cosa y por el Otro para aplastarlo y transformarlo en Cosa trabajada. De este modo, el momento del libre contrato por el cual, en el siglo XIX, el trabajador aislado, acorralado por el hambre, por la miseria, vende su fuerza de trabajo a un patrón poderoso que impone sus precios, es a la vez la mistificación más desvergonzada y una realidad. Claro que no tiene otra salida, la opción es imposible, no hay ni el menor atisbo de posibilidad de encontrar otro trabajo mejor retribuido, y además ni siquiera se plantea la cuestión; ¿para qué? Se va a vender a la fábrica todas las mañanas (en la buena época se hacían contratos de un día para mantener a los obreros), por una especie de exis sombría y resignada que apenas se parece a una praxis. Y sin embargo, a pesar de todo se trata de una praxis: la costumbre está dirigida, organizada, el fin propuesto, los medios elegidos (si se entera de que se presentarán muchos obreros para ser contratados, se despertará una hora antes para llegar antes que los otros); dicho de otra manera, el ineluctable destino que le revienta pasa por él. En cuanto a esas obreras que rumian un sueño vago y al mismo tiempo están atravesadas por un ritmo exterior a ellas, que es el trabajo de todos en tanto que otro, razón se tiene al decirse —y yo lo he hecho— que es la máquina semiautomática la que sueña a través de ellas. Pero estos sueños son al mismo tiempo una conducta muda y personal, que realiza la sentencia de la máquina persiguiendo sus propios fines (valorización de la persona física contra la desvalorización por la universalidad extraña de la exigencia, etc.). Y en cuanto a ese ritmo, que los primeros días le parecía imposible de sostener, de tan extraño como es a sus ritmos vitales personales, la obrera ha querido adaptarse a ellos, ha hecho sus esfuerzos, ha seguido los consejos de sus compañeros, ha inventado una relación personal de interioridad válida para ella sola (dada su estatura, su fuerza, otras características físicas, etc.) que, si se quiere, es el mejor medio de la adaptación individual. Para eso, claro está, se ha dado a la máquina, y ésta, en tanto que el trabajo de los Otros, en la unidad negativa de un destino, se apodera de su trabajo y lo hace otro; finalmente, la adaptación total o semiautomatismo es la destrucción de los ritmos orgánicos de la obrera y la interiorización de un ritmo absolutamente otro. Pero el momento en que la obrera se descubre como objeto de la máquina —es decir, en el momento en que la mistificación se descubre en la alienación objetiva— es también el momento en que ha logrado su adaptación (en los estrechos límites que se le habían concedido). No podía evitar nada —justo, tal vez, faltar a la adaptación y hacerse eliminar, primero del mercado de trabajo, luego como sobrante, de la sociedad, por la enfermedad— las obligaciones de marcha (la imposibilidad para su familia de vivir si tres personas por lo menos no trabajan en la fábrica), las obligaciones que la encuentran en el taller, ante la cadena, etc., son ineluctables, cada una refuerza a la otra. Pero estas obligaciones no vienen de las cosas sino en la medida en que las cosas relevan a las acciones humanas; detrás de ellas está la multiplicidad de los trabajadores y su falsa unidad por la fábrica, es decir, por un destino que hay que negar y sufrir conjuntamente; además, son exigencias y no obligaciones puramente materiales en la medida en que se define una libre praxis según esas voces de piedra. Con otros términos, libertad, aquí, no quiere decir posibilidad de opción sino necesidad de vivir la obligación bajo su forma de exigencia a cumplir por medio de una praxis. La situación familiar (enfermedad o desocupación de algunos) se puede constituir, en el campo práctico-inerte, como la imposibilidad de asegurar la supervivencia de todos sus miembros si tal mujer o tal viejo no vuelve a tomar trabajo. Podremos considerarla, en tanto que tal y por un simple estudio cuantitativo, como una relación funcional entre la estructura de una familia, el número total de sus miembros, sus posibilidades de supervivencia, por una parte, y, por otra, la cantidad y el carácter de sus miembros activos (en tal sociedad, en tal momento, para tal rama de la producción y tal sector). Lo que no impide que para el viejo que vuelve a trabajar, esta situación se manifieste ante todo como un peligro particular y muy particularmente calificado (las amenazas son más precisas contra los niños, los enfermos, y en consecuencia, se le aparecen a través de sus relaciones humanas y sus preferencias) que sólo puede evitar el viejo (ya que los otros son desocupados, enfermos o ya empleados). Y en la medida en que es evitable, su negación se constituye, a través de las relaciones particulares del viejo con los miembros de la familia (y en cuanto en el estrecho campo del habitat, se manifiestan las enfermedades por conductas o como exis de determinados miembros) como exigencia. En realidad, ese carácter de exigencia, en el marco de la práctica individual, es perfectamente inútil: la praxis colectiva del grupo familiar (corroída al mismo tiempo por una serialidad interna) comprende, si se quiere, en su desarrollo mismo, la posibilidad de un momento en que se desarrollará por el trabajo y la acción de ese viejo; lo sabe, todo el mundo lo sabe, y, en cierta forma, la iniciativa de presentarse a trabajar no ha dado lugar a ninguna decisión individual (en el sentido clásico del término, titubeo, duda de los términos, etc.). Por lo demás, es precisamente eso lo que califica a la libre praxis individual: cuando se desarrolla como empresa que se temporaliza en el curso de una vida, las motivaciones no son nunca «psíquicas» o «subjetivas»: son las cosas y las estructuras reales en tanto que el proyecto las descubre a través de sus fines concretos y a partir de ellos; así, pues, la mayor parte del tiempo no hay toma de conciencia: se conoce la situación a través del acto que motiva y que la niega ya. Pero precisamente porque están en juego los Otros a través de las cosas y que su libertad se dirige a mi libertad como Otra, es decir, como libertad-cosa o como libertad de tal cosa, la estructura de la situación no deja de ser la exigencia; aunque es desdeñable en el caso que nos ocupa, esta estructura autoritaria de la pasividad tiene una importancia variable y, en determinados casos, capital, en la medida en que la libre praxis del individuo la reactualiza constituyéndose, y se agota dando su propia soberanía a ese trozo de materia que, como hemos visto, la vuelve contra ella y la convierte en inercia por su insuperabilidad. Pero esta inercia llega a la praxis en tanto que es praxis, da su estatuto de cosa a una actividad libre y no a otra cosa. De la misma manera, la exigencia de una cosa no se dirige a otra cosa (la tuberculosis frena la producción = la producción exige la desaparición de la tuberculosis) sino a través del medio de la libre praxis. Entre estas cosas, hemos visto a la praxis de los Otros constituir la actividad del individuo como una mediación, es decir, como un medio (esencial como medio, inesencial como praxis). Pero la constituye en tanto que praxis, es decir, en tanto que actividad que organiza un campo en función de determinados objetivos. Es realmente medio en tanto que los objetivos del agente práctico están de tal manera falsificados en la exterioridad que desaparecen en beneficio de otros objetivos materiales, y que, posiblemente, nunca se alcanzan: el trabajador manual se roba así a sí mismo y produce la riqueza de los Otros a expensas de su propia vida en el trabajo mismo que cumple para ganar esta vida. Pero todas esas falsificaciones, que convierten a la libertad en condenación, suponen que la relación del hombre con la materia y con los otros hombres reside ante todo en hacerlo como trabajo sintético y creador. Y el ser del hombre como pasividad inorgánica le llega en su acción de que cada empresa individual está constreñida por su libertad dialéctica a interiorizar una doble materialidad inerte: la cantidad, como estatuto material de exterioridad inerte que califica a la multiplicidad humana (cantidad abstracta que no se descubre sino a través del conjunto de las relaciones que conocemos) y la materia trabajada como significación inerte del trabajador. La cantidad puede ser considerada como la abstracción absoluta del hombre o como su materialidad absoluta en lo abstracto; y es en esta abstracción donde la Cosa trabajada le designa individualmente (como individuo general en el interior de una población). Pero si puede reinteriorizar esta reciprocidad de materialidad como el ser insuperable de su actividad, es que ya la han interiorizado y reexteriorizado otras actividades en tanto que otra; dicho de otra manera, esta materialidad de lo múltiple queda indeterminada en tanto que no está descubierta en el interior de un sistema práctico (y la demografía, por ejemplo, es necesariamente el estudio de una exis y de una praxis: la cantidad aparece como el producto de un modo determinado de producción y de las instituciones que engendra, al mismo tiempo que el movimiento de la producción y sus exigencias engendran diferenciaciones demográficas entre los diferentes sectores de la población. Y estas condiciones se interiorizan para cada uno a través de sus prácticas individuales, birth control o negativa cristiana de controlar).

Según este punto de vista, para un individuo aislado —es decir, para cada uno de nosotros en tanto que recibe el estatuto de soledad y que lo interioriza— la conciencia de su praxis como libre eficacia se mantiene, a través de todos los constreñimientos y de todas las exigencias, como la realidad constante de sí mismo en tanto que es perpetua superación de sus fines. Y no la aprehende como directamente contradictoria con su Ser-Otro porque este Ser-Otro insuperable se descubre en la praxis misma, ya (en la exigencia o en los sistemas de valores) como una motivación de esta praxis, ya como objeto de una superación posible. En verdad, es sabido que el Ser-Otro del individuo en tanto que estructura común del colectivo obtiene su ser para cada uno de su insuperabilidad. Pero en la misma medida en que es la libertad la que descubre a la insuperabilidad como estructura necesaria de la objetivación alienada, la descubre en el medio de la libertad como insuperabilidad superable. En efecto, para un explotado que antes de los grandes movimientos de organización del proletariado, capta su cansancio, sus enfermedades profesionales, el alza de los precios, la descalificación progresiva de su oficio por las máquinas, etc., a través de su propia praxis como su realidad, como el estatuto que lo define en su subhumanidad, la realidad captada es simplemente el conjunto de sus imposibilidades (imposibilidad de vivir humanamente, o, en determinados casos, más radicalmente, imposibilidad de vivir). Y sabemos que esta realidad de su Ser es exactamente la de su impotencia, es decir, que se define, en y por la serie de los explotados, como alteridad o índice de separación en la unidad negativa. Pero en la medida en que cada uno capta su propia imposibilidad (es decir, su impotencia para cambiar algo, para reorganizar algo) a través de su praxis (que se pone en su estructura dialéctica como permanente posibilidad de superar todas las circunstancias del hecho), esta imposibilidad en la libertad le parece que es una imposibilidad provisional y relativa. Sin duda que la praxis misma no se produce como superación concreta y material de la imposibilidad hacia una reorganización particular; es eso mismo lo que encuentra la insuperabilidad del estatuto. Pero la simple imposibilidad descubierta la vuelve presente a ella misma como la pura negación abstracta e ideal de todo dato por una superación hacia un fin. Frente a la imposibilidad real de vivir humanamente, se afirma en su generalidad de praxis humana. Esta afirmación no es más ni otra cosa que la acción misma en tanto que supera al medio para reproducir la vida: y su fuerza afirmativa no es más que la fuerza material del organismo que trabaja para cambiar al mundo; simplemente, a falta de objetivo real y de medios reales para alcanzar el fin, la praxis se descubre por sí misma como pura negación de negación (o afirmación) en lo universal; y para ser más preciso, ni siquiera es su estructura formal lo que aprehende directamente, sino que es en la realidad que la aplasta la imposibilidad de que el hombre sea imposible. En realidad, la imposibilidad del hombre está dada como determinación individual de la vida; pero la praxis que la descubre no puede aprehenderla como su propia imposibilidad: la aprehende en el acto, que es, por sí mismo, afirmación del hombre como imposibilidad que, de una manera cualquiera, es imposible. La praxis, en efecto, en tanto que praxis de un organismo que reproduce su vida reorganizando la circundante, es el hombre. El hombre que se hace rehaciéndose. Y lo mismo es hacerse que producirse a partir de su propia posibilidad; ahora bien, es en el nivel de lo práctico-inerte, en esa producción real del hombre, donde la imposibilidad del hombre se descubre como su ser. Esta imposibilidad remite a la pura superación formal como afirmación sin objeto. «No es posible que eso dure; no es posible que no se pueda cambiar nada, no es posible que no haya salida, que siga viviendo así». Se conocen esas fórmulas (que insisten sobre la estructura objetiva de las posibilidades). También se conocen las que se refieren al momento subjetivo: «Encontraré, acabaré por salir adelante», etc. A pesar de todo, la contradicción podría ser explosiva si opusiese dos movimientos homogéneos. Pero el individuo cambiará su realidad, la superará; a veces tiene la suerte de mejorar su vida. Lo insuperable queda así superado. Pero sólo es una apariencia: sencillamente, ha realizado su ser —el mismo que no puede cambiar— en unas circunstancias ligeramente diferentes; y esas diferencias superficiales no han cambiado nada en el Ser actualizado. Tal obrero deja una fábrica en que las condiciones de trabajo son particularmente malas para ir a trabajar a otra en que son un poco mejores. No hace más que definir los límites entre los cuales su estatuto comporta algunas variaciones (debidas a las condiciones generales de la producción: necesidad de mano de obra, alza de los salarios en tal sector, etc.), pero al mismo tiempo confirma su destino general de explotado: el alza de los salarios en tal o tal rama de la producción no puede producirse sino en el marco general de la búsqueda del beneficio, y encuentra sus explicaciones en la totalización histórica y en la coyuntura actual. Puede, pues, variar la actualización de la sentencia, pero no puede superarla. En realidad, en lo concreto, las cosas no son tan simples: en una sociedad siempre indefinida, siempre indeterminada a pesar de las estructuras seriales (y a causa de ellas) puede encontrar una eficacia de imponderable, es decir, de individuo desintegrado, a condición de romper los lazos de impotencia y de negarse a reemplazarlos por la unión. En determinadas circunstancias, en determinados momentos históricos y en determinadas sociedades, tiene posibilidades reales de pasar de una a otra clase. Y esas posibilidades varían de uno a otro sector, de uno a otro país. En la Venecia patricia del siglo XVI, los burgueses no tienen de ninguna manera un acceso posible al patriciado; en otro lugar —en Francia, por ejemplo, pueden «traicionar» a su clase de origen, entrar en la nobleza de toga, a veces hasta introducirse en la nobleza de espada. En ese nivel, el individuo, al negarse a ser individuo de clase, puede superar en determinados casos a su ser de clase y producir así para todos los miembros de la clase renegada la posibilidad de escapar a su destino en tanto que individuos. Sólo que, de hecho, aunque haya necesitado mucha inteligencia, trabajo y paciencia para superar el destino común, en su persona no ha hecho sino realizar uno de los posibles del campo estructurado de sus posibles de clase. Dicho de otra manera, si pasa o hace que pase su hijo a la pequeña burguesía, realiza prácticamente —en el mismo momento que una determinada cantidad de otros individuos— una posibilidad (estadísticamente determinable y condicionada por el conjunto del proceso histórico) de su clase de origen: en el campo social y estructurado ele sus posibles y de sus imposibles (como destino), esta clase, en un momento definido y en condiciones y sectores definidos, se determina también por la posibilidad de que una progresión definida de sus miembros pueda pasar a otra clase (volver a la clase campesina, pasar a la burguesía, etc.). Es lo que se llama la viscosidad de clase. Así el obrero que se vuelve burgués atestigua a su clase con su viscosidad; así, al escapar a lo insuperable en su calidad de átomo, contribuye a constituir en su realidad la imposibilidad estructurada que se produce como el ser-común-de clase de sus compañeros y de él mismo. Así, la insuperabilidad como destino remite a la libre soledad de una praxis molecular cuando el individuo la vive como imposibilidad de mantenerse solidario con su clase; veremos más adelante que esta misma libertad práctica, poniendo a la vez la imposibilidad y la imposibilidad de esta imposibilidad como ser-común-de-clase que se tiene que superar por la clase, propondrá un nuevo tipo de superación, que es el grupo. Pero lo que aquí importaba era mostrar que la imposibilidad no se puede descubrir sino en actividades prácticas y orientadas, y, al mismo tiempo, que descubre a su praxis en lo abstracto como soberana afirmación de la posibilidad del hombre.

Sobre todo, que no se nos haga decir que el hombre es libre en todas las situaciones, como lo pretendían los estoicos. Queremos decir exactamente lo contrario; esto es, que los hombres son todos esclavos en tanto que su experiencia vital se desarrolla en el campo práctico-inerte y en la exacta medida en que ese campo está originalmente condicionado por la rareza. En nuestra sociedad moderna, en efecto, la alienación de los explotados y la de los explotadores son inseparables; en otras sociedades, la relación del amo y esclavo, aunque muy diferente de la descripta por Hegel, supone también un condicionamiento recíproco de alienación. Y el amo antiguo estaba alienado a sus esclavos no porque eran su verdad (aunque también lo fuesen) ni tampoco a causa de su trabajo (como libre praxis que se descubre en la operación sobre la materia circundante), sino, ante todo, porque el costo de un esclavo tiende a aumentar sin cesar mientras que su producción tiende a decrecer. El campo práctico-inerte es el campo de nuestra servidumbre, y esto significa no una servidumbre ideal, sino la sumisión real a las fuerzas «naturales» a las fuerzas «maqui-neas» y a los aparatos «antisociales»; lo que quiere decir que todo hombre lucha contra un orden que lo aplasta real y materialmente en su cuerpo y que contribuye a sostener y a reforzar con la lucha que hace individualmente contra él. Todo nace en esta línea que separa y al mismo tiempo une a las grandes fuerzas físicas en el mundo de la inercia y de la exterioridad (en tanto que la naturaleza y la orientación de las transformaciones energéticas que las caracterizan dan un determinado estatuto de improbabilidad a la vida en general y singularmente a la vida humana) y los organismos prácticos (en tanto que su praxis trata de resumirlos en su estructura de inercia, es decir, en su papel de transformadores de energía). Es ahí donde el intercambio se hace por la unificación como proceso con la unidad como estatuto inerte, es ahí donde la inercia como momento superado y conservado por la vida y la práctica se vuelve sobre ellas para superarlas y conservarlas en nombre de su unidad dialéctica, en la medida en que se identifica en el trabajo y por la instrumentalidad con la inercia práctica de la herramienta. Estas transformaciones son totalmente materiales; o mejor aún, todo tiene lugar de veras en el universo fisicoquímico y el organismo no encuentra su poder de asimilación y de selección propiamente biológico sino en el nivel del consumo. Pero no se comprenderá nada de la historia humana si no nos damos cuenta de que esas transformaciones tienen lugar en un campo práctico y habitado por una multiplicidad, de agentes, en tanto que están producidas por libres acciones individuales. La pluralidad serial como unidad inorgánica de inercia no llega a esta multiplicidad sino por la mediación de la materia trabajada en tanto que transforma los trabajos individuales en la unidad negativa de una contra-finalidad. Así la praxis sola, en tanto que aparece entre la multiplicidad inerte (y abstracta) de la cantidad y la exterioridad pasiva (igualmente abstracta) de lo fisicoquímico es en su libertad dialéctica el fundamento real y permanente (en la historia humana y hasta este día) de todas las sentencias inhumanas que dictan los hombres a los hombres a través de la materia trabajada. En ella, la multiplicidad, la rareza, la exterioridad, la improbabilidad de una continuación de la vida están interiorizadas y humanizadas como la inhumanidad interior del género humano; por ella, estas mismas características de lo inorgánico toman un aspecto práctico y dirigido de Fatum y su simple no-humanidad se vuelve contra-finalidad o antihumanidad. Claro que los términos se pueden invertir enteramente, y, como lo hemos hecho en un momento más abstracto de la experiencia dialéctica, podemos mostrar a la materia trabajada en su primacía y a la materialidad inorgánica como gobernando a los hombres a través de ella; esta visión es tan exacta, más si se quiere, en tanto que remite directamente de lo inorganizado físico-químico a la cantidad de individuos como materialidad inorgánica de lo social; pero se mantiene abstracta en tanto que un desarrollo de la experiencia no muestra claramente que toda relación de las cosas entre ellas, en tanto que se hacen mediación entre los hombres, está rigurosamente condicionada por las relaciones múltiples de las acciones humanas en tanto se hacen mediación entre las cosas.

Según este punto de vista, el problema de la negación, tal y como lo planteábamos al principio de este capítulo, y según el simple punto de vista práctico-inerte, también se aclara enteramente. Al hacer funcionar el «complejo hierro-carbón» nos preguntábamos, en efecto, cómo el descubrimiento de nuevos medios técnicos que ponen en condiciones de explotar riquezas fabulosas, aparecía como negación para la mayor parte de los individuos de una nación (lenta supresión por expropiación y proletarización de los campesinos ingleses). La explicación histórica ya la conocemos; parecía evidente con una condición, y es que pudiésemos fundarla sobre una estructura inteligible del campo práctico-inerte, es decir, a condición de que viésemos en ella como esqueleto dialéctico a la materia constituyéndose como negación práctico-inerte de la praxis que la trabaja y la utiliza en el marco de la multiplicidad. Sabemos esto poco más o menos: la libre praxis es la negación de todo dato particular, en el curso de una acción particular, y se hace negación de la materia en tanto que la reorganiza en su ser pasivo a partir de un objeto futuro cuyo origen es la saciedad de la necesidad. En realidad, lo que niega el proyecto no es ni la presencia, ni la instrumentalidad posible de la materia: pero su simple «coeficiente de adversidad» en tanto que la inercia, lo presenta como imposibilidad de hecho. Y la negación, en su primer momento, es decir, en su estructura elemental, es una relación práctica y unívoca de interioridad que le llega al hombre por la materia a través de la necesidad que lo ilumina, y a la materia por el hombre en tanto que el estado material presente (y no la materialidad) es siempre lo superado. Así en el campo práctico del hombre, como trabajador individual, aparecen herramientas que él mismo ha forjado —o que ha adquirido contra su trabajo—, y esas herramientas materiales son una negación práctica y fija llevada por la materia y que apunta a determinados estados de la materialidad en su pasividad (es decir, las adversidades o contrafinalidades). Así se establece un significado negativo como pasividad fija entre la herramienta como producto fijo de un trabajo pasado y como inscripción fija del trabajo futuro, y la Cosa (que puede ser ella misma herramienta, por ejemplo, herramienta que se tiene que reparar). El porvenir les llega a los objetos por la herramienta, como necesidad de realizarse para determinadas combinaciones materiales, y para otras de desaparecer. En realidad llega al campo práctico por la libertad en tanto que está ya unificado por la necesidad. Pero la estructura negativa como relación del objeto trabajado con la naturaleza y de las herramientas entre ellas, aparece también en el campo de la rareza como una determinada tensión intra-material. La destrucción, la destructibiliclad como negación de la materialidad del hombre y de sus bienes le llega a la materia por el hombre, está designada y negada (entera o parcialmente) polla presencia de la herramienta humana. Desde luego que la herramienta —cualquiera que sea— tiene una función positiva y creadora y que esta función la caracteriza en primer lugar. Pero el aspecto positivo de la praxis lo veremos en el próximo capítulo; lo que aquí nos interesa es que, inclusive en el trabajo productor, la herramienta es lo inerte como negación de lo inerte (en unión con la permanente posibilidad, para el organismo, de actuar en exterioridad volviéndose la herramienta de su herramienta); es en este nivel donde la materia que se tiene que trabajar, como resistencia pasiva, se hace negación del hombre en la medida en que el hombre se hace negación del estado dado: la fatiga es el ser en tanto que es distinto del conocimiento y de la praxis, en tanto que su opacidad inerte no puede ser reducida sino por un gasto de energía. Es la inercia de la exterioridad interiorizada en el organismo en tanto que la praxis orgánica se exterioriza como sello aplicado al producto. La negación está ahí en esas relaciones fundamentales de la necesidad y del trabajo y en tanto que constituyen en el campo práctico la materialidad como negación de su propia pasividad tanto como de la actividad humana. Le llega a la materia en la praxis y, a través del desarrollo de esta praxis, se vuelve contra el individuo en tanto que se vuelve negación doble y fija por la inercia (ambivalencia de la herramienta). Por el contrario, es evidente que la relación de dos actividades humanas es por sí misma indeterminada, en tanto que no se nos han definido las condiciones materiales sobre las cuales se establece. No es verdad que cada conciencia persiga la muerte de la otra. Ni tampoco su vida. El que decide es el conjunto de las circunstancias materiales (es decir, el conjunto de las herramientas y de los bienes en el marco de la rareza). En una palabra, si alguna libre praxis se hace la negación de alguna otra, esta negación, que les viene como reciprocidad de antagonismo, se produce en cada uno como inercia primera, ya que es la interiorización de una negación exterior. En este sentido el antagonismo competitivo en el mercado del trabajo existe entre los obreros, a principios de siglo, aun antes de haberlo hecho un momento de la práctica o de haberlo negado en nombre de la unidad de acción. La praxis como relación fundamental del hombre con lo circundante estructura, pues, el campo práctico como conjunto de relaciones intramateriales de negación inertes. La negación como fuerza de inercia es una inscripción humana en lo inorgánico. Y la multiplicidad de las actividades está constituida en su ser como multiplicidad de relaciones negativas (antagonismos) porque cada praxis reactualiza para el Otro y con toda su potencia significante la negación inerte de tal parte del campo por el Otro en tanto que esta negación remite al estatuto que hace de un hombre la inerte negación de Otro (en condiciones definidas y con una forma determinada). Podría decirse, en suma, que la negación le llega a la materia inerte del trabajo individual, y que las negaciones les llegan a los hombres por la materia trabajada como matriz y receptáculo de toda negatividad pasiva, a través del inerte estatuto numérico de su multiplicidad. En las contra-finalidades, la praxis se inscribe en la inercia, y la inercia vuelve como praxis invertida para dominar al grupo mismo que se ha objetivado en esta materia trabajada. Así, los individuos o los grupos no sólo reciben uno a uno su estatuto en la inercia por la materia-negación en esa inversión de la acción y su pasivización, sino que además, esta materia, en el desarrollo de las acciones dispersas, se vuelve su unidad, en tanto que es pura negación en cada uno como Otro de sí mismo y ele todos los Otros, en nombre de una alteridad que, a título puramente metafórico, se podría llamar el punto de vista de lo inorgánico sobre el hombre.

Estas pocas observaciones permiten precisar un último punto. Hemos declarado, en efecto, que la experiencia práctico-inerte era la que hacía cada uno tanto en su trabajo como en su vida pública (y, en una menor medida, privada) y que, en suma, caracterizaba a nuestra vida cotidiana. Hemos añadido que se mantenía abstracta porque este lazo inerte de socialidad no da cuenta del grupo como pluralidad organizada, sino que el universo de la actividad-pasiva se mantenía para algunos individuos definidos (a partir de su función, de su clase, etc.) como un campo que no podían abandonar. Al mismo tiempo, hemos mostrado, sin embargo, a la libre praxis de cada uno manteniendo su experiencia translúcida de sí mismo, no en tanto que es Otro, sino en tanto que lo produce la praxis dialéctica —en el cambio regulado que ella engendra— como el mismo en tanto que él mismo (o como «cambiando para mantenerse el mismo»). Parece, pues, que hay ahí dos experiencias contradictorias para cada uno de nosotros. O, si se prefiere, aunque la crítica de la Razón dialéctica pueda y deba constituir a la segunda como negación de la primera pero como fundando en la primera su inteligibilidad, en la realidad cotidiana nuestras indicaciones nos hacen ver que el campo práctico-inerte no es ni un desarrollo sintético ni una reunificación de la abstracción fundamental y de su contradicción. En la desgracia se niega cualquier cosa, es decir, que la negación misma se desvía y que todas las actividades se pierden en lo práctico-inerte en beneficio de falsas unidades antihumanas. ¿Cómo concebir —podrá preguntarse— esta dualidad de experiencias siempre posible para cada uno? ¿Podemos pasar, según las circunstancias, de la conciencia translúcida de nuestra actividad a la apercepción grotesca o monstruosa de lo práctico-inerte? Contesto que no sólo podemos, sino que lo hacemos constantemente. No hay duda de que en el momento del trabajo —y en la medida en que queda, incluso en el caso de una tarea parcelaria— la simple necesidad de un control o, en el sojuzgamiento total del individuo por la máquina especializada, la necesidad de un ojo, de una mano esperando la automatización, la acción aún aparece —por lo menos— como adaptación del cuerpo a una situación de urgencia. De la misma manera, si algún obrero aceptase trabajar con primas, contribuyendo así a elevar la norma, esta elevación de que necesariamente tiene que ser víctima se le presenta ante todo como un ritmo de trabajo casi insostenible y que sin embargo él sostiene por una decisión que ha influido en la exigencia de las máquinas, es decir, por una opción que ha podido ser desaprobada por sus compañeros. En este sentido, el momento de la libertad como práctica unificadora y translúcida es el momento de la trampa. Al proponerse como libre praxis individual, contribuye por su parte, en ella y para todos, a realizar el mundo del Otro. Y es precisamente el momento práctico en que se aprehende ella misma y sólo ve su realidad. Los terribles constreñimientos que hace pesar la materia sobre el obrero industrial y sobre el obrero agrícola nunca le permiten que se mantenga mucho tiempo en ese nivel de abstracción; pero nada impide, en determinadas circunstancias favorables, que un miembro de las clases medias se instale en la conciencia de su praxis individual, utilizando, para hacer las soldaduras, un discurso interior sobre la libertad. Por el contrario, es a partir de la experiencia de la alienación como necesidad (es decir, como ser social y real de su ser) como se descubre el campo práctico-inerte. Por esta razón los simplistas del marxismo han suprimido tranquilamente el momento de la praxis individual, como experiencia original de la dialéctica, o, con otras palabras, como dialéctica que se realiza en la experiencia práctica. No han visto que hay que conservar la realidad fundamental de ese momento o suprimir la realidad de la alienación. Una sola y muy débil excusa es que el primer momento de la necesidad hace que caiga la experiencia en el universo de la alteridad. A partir del momento en que la impotencia se vuelve sentido de la potencia práctica, y la contra-finalidad el sentido profundo del fin perseguido, cuando la praxis descubre su libertad como medio elegido en otro lugar para reducir a la esclavitud, el individuo se encuentra bruscamente en un mundo en que la acción libre es la mistificación fundamental; ya no la conoce como realidad negada en ese estadio de la experiencia, ausente y siempre fugitiva, y como propaganda de los dominadores contra los dominados. Pero hay que comprender que esta experiencia ya no es la del acto, sino la del resultado materializado; ya no es el momento positivo en que se hace, sino el momento negativo en que se es producto en la pasividad por lo que el conjunto práctico-inerte ha hecho de lo que se acaba de hacer. Es el momento, por ejemplo, en que el obrero que ha querido elevar su norma de trabajo encuentra esta norma como exigencia general y, por ella, se ve significado como Otro, es decir, en este caso, como su propio enemigo, como el agente del patronato y de la explotación. En este sentido, el descubrimiento de la socialidad como ser pasivo conteniendo en ella la materia trabajada no es una experiencia plena como la que hace el individuo en la acción de su actividad como desarrollo dialéctico; precisamente porque, a través de la alienación como resultado pasivo inscrito en la materia social (es decir, trabajada), es el descubrimiento de la socialidad como serie, precisamente porque esta serie es fuga (en la mayoría de los casos, indefinida o infinita), se hace como descubrimiento que se fuga; de la misma manera, cada uno descubriendo a su Ser-Otro en tanto que está constituido por la ausencia serial de los Otros, no puede realizarlo sino como significación negativa y abstracta de la cual puede expresar el contenido en el discurso, pero no fijarlo en una intuición plena. El Ser de ese ser es ser en otro lugar. No entendamos con lo dicho que la alienación y el Ser-Otro que aquí se manifiesta sean, por esencia, seres probables (en tanto que se entregan a la experiencia). Desde luego que puede ocurrir que el otro carácter de mi acto me sea oscuro y probable: eso depende de las circunstancias de la experiencia y del tipo del acto considerado; y la alienación no deja de ser el objeto de un descubrimiento necesario, en el sentido de que la vuelta pasivizadora de la praxis objetivada siempre está dada cómo necesidad, aunque la significación particular de la alienación se mantenga confusa y mezclada; lo que quiere decir que la experiencia de la alienación no es una intuición instantánea —lo que no querría decir nada—, sino un proceso que se temporaliza y que el «curso del mundo» puede interrumpir en cualquier momento provisional o definitivamente, desde fuera o desde dentro, por la transformación intercurrente de las condiciones de la experiencia. Pero el Ser-Otro puede manifestarse también —en el marco de una experiencia más breve y que nada interrumpe— en su contenido mismo como ser-necesario. Esto es, también se puede tener de ello un conocimiento preciso como de la necesidad de que tal acción actualice a tal Ser-Otro. Sencillamente, este conocimiento no es realizador. El Ser-Otro que yo soy por principio no puede vivirse en el desarrollo dialéctico de la praxis; es el objeto fugitivo de la conciencia y no conciencia de sí, limite abstracto y preciso de un conocimiento y no presencia concreta en la intuición. En este sentido, mi experiencia cotidiana del Ser-Otro de los Otros no se realiza como experiencia concreta sino en los momentos en que la necesidad de la alienación descubierta y la fuga de la alteridad me incitan, por ejemplo, a perseguir a este Otro en su fuga hacia los Otros, a realizar mi alteridad por la impotencia serial de los miembros de la serie. Entonces, esta experiencia giratoria e indefinida del campo práctico-inerte me descubre el En-otro-lugar como estructura espacial de la alteridad y me muestra en este En-otro-lugar, huyendo del uno al otro a mi Ser-Otro como el Otro entre los Otros, es decir, con el hombre reificado como Otro distinto del hombre tanto como en la Cosa trabajada como Otra distinta de la Cosa (como ser antihumano del hombre). Esta experiencia fugitiva no entrega su unidad sino bajo la forma de impotencia común como cemento negativo de todos los seres de la misma serie o como pasaje al límite (es decir, afirmación práctica y abstracta de una totalización en el infinito de la serie por una superación recurrente e infinita). En esta experiencia que se escapa sin cesar a ella misma, es verdad que las cosas trabajadas nos llegan como hombres en el momento más cotidiano de la vida (y el teatro ha empleado abundantemente, en los melodramas, el efecto terrorífico que produce una puerta que se abre sola en una casa desierta, o, por el contrario —lo que es equivalente—, una puerta que se abre lentamente, sabiendo nosotros que el criminal está detrás de ella, que se vuelve el ser-puerta del criminal, etc.), pero es en la medida en que el hombre no es ya para nosotros más que una fuga, en nosotros y en los objetos, en la medida en que la relación inanimada de un billete de mil francos con un artículo de primera necesidad está alterado a distancia por el conjunto serial de las serialidades (como alteración de mi ser-fuera-de-mí), por la misma razón que mi relación humana con un compañero o con un miembro de mi familia está alienada en todas partes, en el conjunto de las series que constituyen mi clase, de manera que, para terminar, hay unidad y fusión de todos los sentidos de los objetos práctico-inertes (hombre, cosas, relaciones de cosas, relaciones de hombre) en el infinito de todos los En-otro-lugar.

Con esta primera forma, como límite que separa a la praxis de la actividad pasiva y alienada (es decir, el individuo de la socialidad), la necesidad nos entrega su inteligibilidad, es decir, la Razón de su ser. Hemos visto que ni siquiera podría aparecer en la praxis individual o en las relaciones humanas de reciprocidad (con o sin «tercero»). Pero, de la misma manera, a menos que considere las leyes naturales en el marco de un conceptualismo platónico, nadie puede imaginar que éstas sean reglas a priori que se imponen a la materia y rigen inflexiblemente las transformaciones de la energía. En la misma medida en que las leyes científicas se apoyan en la experiencia, que vuelve sin cesar sobre ellas para modificarlas, son a la vez estadísticas y contingentes (por lo menos para nosotros y hasta aquí). En realidad, vemos ahora que la necesidad es un determinado significado que junta la acción humana con la cosa material, donde se objetiva, sobre la base de una unión unívoca de interioridad del organismo con lo circundante. Es el momento en que para la libertad misma que la produce, la Cosa, transformada por otras libertades en acción, presenta a través de sus características propias la objetivación del agente como alteración rigurosamente previsible y perfectamente imprevista de los fines perseguidos. En este caso, las características del objeto se vuelven fundamento necesario para una explicación de esta alteración, ya que la acción de las otras libertades las pone de relieve y las manifiesta: «Hubieras debido pensar que si hacías tal cosa, con tal instrumento, el resultado sería tal, etc.». Pero precisamente las características fijas (exigencias, utensiliaridad) del instrumento son materia trabajada. La necesidad es así, según se quiera, la libertad como exis de la materia trabajada o la materialidad trabajada como libertad-exis de los Otros en tanto que se descubre en el seno de una operación libre. Y, según este punto de vista, podemos concluir que la necesidad no se manifiesta ni en la acción del organismo aislado ni en la sucesión de los hechos físico-químicos: el reino de la necesidad es el terreno —real, pero aún abstracto, de la Historia— en que la materialidad inorgánica se cierra sobre la multiplicidad humana y transforma a los productores en su producto. La necesidad, como límite en el seno de la libertad, como evidencia enceguecedora y momento de inversión de la praxis en actividad práctico-inerte, se vuelve, tras haber caído el hombre en la sociedad serial, la estructura de todos los procesos de la serialidad, es decir, la modalidad de su ausencia en la presencia y de su evidencia vacía. Es el conjunto giratorio de la materialidad desgraciada que está afirmada y hurtada a la vez, para todos y en todos los actos libres, para todos los actos libres como Otros, es decir, como forjando nuestras cadenas. Es la única relación posible de organismos prácticos con el medio y, a través del medio, entre ellos, en tanto que no han realizado una nueva unidad práctica. Sería fácil mostrar cómo la necesidad llamada «científica» —es decir, la modalidad de determinados encadenamientos de proposiciones exactas— llega a la ciencia a través de la práctica y por ella como negación-límite de la dialéctica por la exterioridad, y cómo aparece por la libre búsqueda dialéctica como su objetivación real y siempre Otra. Pero no es éste nuestro tema.

De todo lo dicho, sólo hay que recordar que el campo práctico-inerte no es un nuevo momento de una dialéctica universal, sino la pura y simple negación de las dialécticas por la exterioridad y la pluralidad. Sencillamente, esta negación se opera no por destrucción o disolución, sino por desviación e inversión. Así este segundo momento de la experiencia (y no de la dialéctica) aparece en sí mismo como la antidialéctica o, si se quiere, como el simulacro inorgánico, en el hombre y fuera de él, de la dialéctica como libre actividad humana. De la misma manera, pues, que la dialéctica supera a las condiciones materiales conservándolas en su misma negación, la materialidad como inflexible necesidad práctico-inerte supera a la libre praxis de cada uno, es decir, a las múltiples dialécticas en curso, para conservarlas en ella como medios indispensables para hacer girar a su pesada maquinaria.

Hemos visto que el campo práctico-inerte, considerado en general a priori, no puede suscitar por ninguna de sus contradicciones la forma de socialidad práctica que vamos a estudiar ahora, es decir, el grupo. En cada caso, el grupo se constituye sobre la base de determinadas contradicciones particulares que definen a un sector particular del campo de actividad-pasiva sin que a priori se pueda asegurar que ocurre lo mismo en todas partes. Cuando se producen esas contradicciones, vamos a ver ponerse en tela de juicio a la praxis dialéctica del individuo en el seno de la antidialéctica que le roba sus resultados e inventarse en otro espacio social como totalización de las acciones múltiples en, por y para un resultado objetivo totalizador. Esta nueva gestión es a la vez reflexiva y constituyente: cada praxis como libre dialéctica totalizadora pero individual se pone al servicio de una dialéctica común cuyo tipo está producido sobre el modelo original de la acción sintética del trabajador aislado. Así las dialécticas originales se superan hacía otra dialéctica que constituyen a partir de la antidialéctica como insuperable imposibilidad. En este sentido, podría decirse que pasamos aquí de la dialéctica-naturaleza (como relación original de interioridad entre el organismo y su medio) a la dialéctica-cultura como aparato construido contra el reino de lo práctico-inerte. O, si se prefiere, que las dialécticas individuales, tras haber creado al mismo tiempo la antifisis como reino del hombre sobre la naturaleza y la antihumanidad como reino de la materialidad inorgánica sobre el hombre, crean gracias a la unión su propia antifisis para construir el reino humano (es decir, las libres relaciones de los hombres entre ellos). Es en este nivel, y sobre la base de condicionamientos anteriores, donde los hombres totalizan y se totalizan para reorganizarse en la unidad de una praxis; dicho de otra manera, abordamos el tercero y último momento de esta experiencia, el que totaliza al mundo humano (es decir, al mundo de los hombres y de sus objetos) en la empresa histórica. Esta nueva estructura de la experiencia se da como una inversión del campo práctico-inerte, es decir, que el nervio de la unidad práctica es la libertad que aparece como necesidad de la necesidad o, si se prefiere, como una inversión inflexible. En la medida, en efecto, en que los individuos de un medio están directamente puestos en tela de juicio, en la necesidad práctico-inerte, por la imposibilidad de vivir su unidad radical (reapropiándose de esta imposibilidad misma como posibilidad de morir humanamente, o dicho de otra manera, de la afirmación del hombre por su muerte), es negación inflexible de esta imposibilidad («vivir trabajando o morir combatiendo»); así el grupo se constituye como la imposibilidad radical de la imposibilidad de vivir que amenaza a la multiplicidad serial. Pero esta nueva dialéctica, en la cual la libertad y la necesidad no son más que una, no es un nuevo avatar de la dialéctica trascendental: es una construcción humana cuyos únicos agentes son los hombres individuales en tanto que libres actividades. Por esta razón la designaremos —para distinguirla de las dialécticas constituyentes— con el nombre de dialéctica constituida.