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DE LAS RELACIONES HUMANAS COMO MEDIACIÓN ENTRE LOS DISTINTOS SECTORES DE LA MATERIALIDAD

La experiencia inmediata da el ser más concreto, pero le toma en su nivel más superficial y queda ella misma en lo abstracto. Hemos descrito al hombre de la necesidad y hemos mostrado su trabajo como desarrollo dialéctico. Y no digamos que no existe el trabajador aislado. Por el contrario, existe en todas partes cuando las condiciones sociales y técnicas de su trabajo exigen que trabaje solo. Pero su soledad es una designación histórica y social: en una sociedad determinada, con un grado determinado de desarrollo técnico, etc., un campesino, trabaja en determinados momentos del año en la más completa soledad, que se vuelve un modo social de la división del trabajo. Y su operación —es decir, su manera de producirse— condiciona no sólo la saciedad de la necesidad, sino también la necesidad misma. En el sur de Italia, los jornaleros agrícolas —esos mediohuelguistas sin trabajo llamados «bracchiante»— no comen más de una vez por día y —en algunos casos— hasta una vez cada dos días. En ese momento desaparece el hambre como necesidad (o más bien sólo aparece si bruscamente se encuentra en la posibilidad de hacer cada día o cada dos días esta única comida). No es que ya no exista, sino que se ha interiorizado, estructurada como una enfermedad crónica. La necesidad no es ya esta negación violenta que acaba en praxis: ha pasado a la generalidad del cuerpo como exis, como laguna inerte y generalizada a la que trata de adaptarse todo el cuerpo, degradándose, disminuyendo él mismo sus exigencias. No importa, porque está solo, porque, en el momento actual, en la sociedad actual, con los objetivos especiales que pretende alcanzar, y con las herramientas de que dispone, decide sobre este trabajo o sobre este otro, y sobre el orden de los medios; puede ser el objeto de una experiencia regresiva; yo tengo el derecho de aprehender y de fijar su praxis como temporalizándose a través de todos los acondicionamientos. Sólo hay que señalar que ese momento de la regresión —verdadero como primera aproximación al seno de una experiencia dialéctica— sería falso e idealista si pretendiésemos detenernos en él. Inversamente, cuando hayamos cumplido con la totalidad de nuestra experiencia, veremos que la praxis individual, que siempre es inseparable del medio que constituye, que la condiciona o que la aliena, es al mismo tiempo la Razón constituyente misma en el seno de la Historia aprehendida como Razón constituida. Pero precisamente por eso, el segundo momento de la regresión no puede ser directamente la relación del individuo con los cuerpos sociales (inertes o activos) y con las instituciones. Marx indicó muy bien que distinguía las relaciones humanas de su reificación, o, de una manera general, de su alienación en el seno de un régimen social dado. Hace notar, en efecto, que en la sociedad feudal, fundamentada sobre otras instituciones, otras herramientas, y que planteaba a sus hombres otros problemas, sus propios problemas, existía la explotación del hombre por el hombre, junto con la más feroz opresión, pero que todo ocurría de otra manera y que la relación humana no estaba particularmente ni reificada ni destruida. Se entiende que no pretende apreciar ni comparar dos regímenes construidos sobre la explotación y la violencia institucionalizada. Sólo dice que la unión del siervo o del esclavo negro con el propietario, con frecuencia es personal (lo que en cierto sentido la hace aún más intolerable y humillante), y que la relación de los obreros con el patrón (o de los obreros entre sí en la medida en que son el objeto de fuerzas de masificación) es una simple relación de exterioridad. Pero esta relación de exterioridad sólo es concebible como reificación de una relación objetiva de interioridad. La Historia determina el contenido de las relaciones humanas en su totalidad, y estas relaciones —cualesquiera que sean, por íntimas o breves que puedan ser— remiten a todo. Pero no es ella la que hace que haya relaciones humanas en general.

No son los problemas de organización y de división del trabajo los que han hecho que se establezcan relaciones entre estos objetos primero separados que son los hombres. Pero, por el contrario, si la constitución de un grupo o de una sociedad —alrededor de un conjunto de problemas técnicos y de determinada masa de instrumentos— tiene que ser posible, es que la relación humana (cualquiera que sea su contenido) es una realidad de hecho permanente en cualquier momento de la Historia que nos coloquemos, aun entre individuos separados, que pertenezcan a sociedades de regímenes diferentes y que se ignoren una a otra. Lo que significa que de saltar la etapa abstracta de la relación humana y de establecernos en seguida en el mundo, caro al marxista, de las fuerzas productoras, del modo y de las relaciones de producción, correríamos el riesgo, sin quererlo, de dar razón al atomismo del liberalismo y de la racionalidad analítica. Es la tentación de algunos marxistas: los individuos —contestan— no son a priori, ni partículas aisladas, ni actividades en relación directa, ya que es la sociedad la que decide en cada caso, a través de la totalidad del movimiento y de la particularidad de la coyuntura. Pero esta respuesta que precisamente pretende rechazar nuestro «formalismo», contiene la entera y formal aceptación de la reclamación liberal; la burguesía individualista pide que se le conceda una cosa, y nada más que una: la relación de los individuos entre sí está mantenida pasivamente por cada uno de ellos y condicionada en exterioridad por otras fuerzas (todas las que se quieran); lo que significa que se la deja en libertad de aplicar el principio de inercia y las leyes positivistas de exterioridad en las relaciones humanas. En ese momento, poco importa que el individuo viva realmente aislado, como un campesino en determinadas épocas o en el interior de grupos muy integrados: la separación absoluta consiste precisamente en que cada individuo sufre en la exterioridad radical el estatuto histórico de sus relaciones con los otros o —lo que es lo mismo, aunque engaña a los marxistas poco exigentes— que los individuos en tanto que productos de su propio producto (luego, en tanto que pasivos y alienados) instituyen relaciones entre ellos (a partir de las que han establecido las generaciones anteriores, de su constitución propia y de las fuerzas y urgencias de la época). Volvemos a encontrar el problema de la primera parte: ¿qué quiere decir hacer la Historia sobre la base de las circunstancias anteriores? Decíamos entonces que si no distinguimos el proyecto —como superación— de las circunstancias como condiciones, sólo hay objetos inertes y la Historia se desvanece. De la misma manera, si la relación humana sólo es un producto, está reificado por esencia y ya ni siquiera se puede comprender lo que podría ser su reificación. Nuestra formalismo, que se inspira en el de Marx, consiste simplemente en recordar que el hombre hace la Historia en la exacta medida en que ella lo hace. Lo que quiere decir que las relaciones entre los hombres son en todo instante la consecuencia dialéctica de su actividad en la misma medida en que se establecen como superación de relaciones humanas sufridas e institucionalizadas. El hombre sólo existe para el hombre en circunstancias y en condiciones sociales dadas, luego toda relación humana es histórica. Pero las relaciones históricas son humanas en la medida en que se dan en todo momento como la consecuencia dialéctica de la praxis, es decir, de la pluralidad de las actividades en el interior de un mismo campo práctico. Es lo que muestra muy bien el ejemplo del lenguaje.

La palabra es materia. En apariencia (una apariencia que tiene su verdad en tanto que tal) me golpea materialmente, como un sacudimiento de aire que produce determinadas conmociones en mi organismo, particularmente determinados reflejos condicionados que la reproducen en mí en su materialidad (lo oigo al hablarlo en el fondo de la garganta). Esto permite decir, más brevemente —es igual de falso e igual de justo—, que entra en cada uno de los interlocutores como vehículo de su sentido. Transporta hacia los proyectos del Otro y hacia el Otro mis propios proyectos. No cabe duda de que se podría estudiar el lenguaje de la misma manera que la moneda: como materialidad circulante, inerte, que unifica dispersiones; cabe advertirse, por lo demás, que en buena parte eso es lo que hace la filología. Las palabras viven de la muerte de los hombres, se unen a través de ellos; en toda frase que yo forme, se me escapa el sentido, me lo roban; cada día y cada «hablador» altera los significados para todos, los otros vienen a cambiarlos hasta en mi boca. No cabe duda de que en cierto sentido el lenguaje es una totalidad inerte. Pero esta materialidad es al mismo tiempo una totalización orgánica y perpetuamente en curso. Sin duda que la palabra separa tanto como une, sin duda que se reflejan en él las roturas, los estratos, las inercias del grupo, sin duda que los diálogos en parte son diálogos de sordos: el pesimismo del burgués hace tiempo que decidió mantenerse en esta verificación; la relación original de los hombres entre sí quedaría reducida a la pura y simple coincidencia exterior de sustancias inalterables; en estas condiciones, desde luego que la palabra de cada uno dependerá, en su significado actual, de sus referencias con el sistema total de la interioridad y que será el objeto de una comprensión incomunicable. Sólo que esta incomunicabilidad —en la medida en que existe— no puede tener sentido salvo si está fundamentada sobre una comunicación fundamental, es decir, en un reconocimiento recíproco y en un proyectó permanente de comunicar; aún mejor, en una comunicación permanente, colectiva, institucional de todos los franceses, por ejemplo, por el intermediario constante, aun en el silencio de la materialidad verbal, y con el proyecto actual de tal o tal persona de particularizar esta comunicación general. En verdad, cada palabra es única, exterior a cada uno y a todos; la palabra sólo es una especificación que se manifiesta en el fondo del lenguaje[92]; la frase es una totalización en acto en la que cada palabra se define en relación con las otras, con la situación y con la lengua entera como una parte integrante del todo. Hablar es cambiar cada vocablo por todos los demás sobre el fondo común del verbo; el lenguaje contiene todas las palabras y cada palabra se comprende por todo el lenguaje, cada una resume en sí al lenguaje y lo reafirma. Pero esta totalidad fundamental no puede ser nada si no es la praxis misma en tanto que se manifiesta directamente a otro; el lenguaje es praxis como relación práctica de un hombre con otro y la praxis siempre es lenguaje (tanto si miente como si dice la verdad), porque no puede hacerse sin significarse. Las lenguas son el producto de la Historia; en tanto que tales, se encuentran en cada una la exterioridad y la unidad de separación. Pero el lenguaje no puede haber venido al hombre, ya que se supone a sí mismo; para que un individuo pueda descubrir su aislamiento, su alienación, para que pueda sufrir a causa del silencio, y también para que se integre en cualquier empresa colectiva, es necesario que su relación con otro, tal y como se expresa por y en la materialidad del lenguaje, le constituya en su realidad misma. Lo que significa que si la praxis del individuo es dialéctica, también su relación con el otro es dialéctica, y es contemporánea de su relación original, en él y fuera de él, con la materialidad. Y no se entienda esta relación como una virtualidad incluida en cada uno, como una «abertura al otro» que se actualizaría en algunos casos particulares. Sería encerrar estas relaciones en las «naturalezas» como en unos cofres, reduciéndolas a simples disposiciones subjetivas. Volveríamos a caer en seguida en la razón analítica y en el solipsismo molecular. De hecho, las «relaciones humanas» son estructuras interindividuales cuyo lazo común es el lenguaje y que existen en acto en todo momento de la Historia. La soledad sólo es un aspecto particular de estas relaciones. La inversión de nuestra experiencia nos muestra a los mismos hombres, sólo que anteriormente los enfrentábamos en tanto que cada uno ignoraba a la mayor parte de los otros (a decir verdad, a casi todos), y ahora los consideramos en tanto que cada uno está unido por el trabajo, el interés, los lazos familiares, etc., a otros, cada uno de éstos a otros, etc. No encontramos aquí totalizaciones, ni siquiera totalidades; más bien se trata de una dispersión de reciprocidades movible e indefinida. Y nuestra experiencia aún no está armada como para comprender las estructuras de este grupo, sino que busca el lazo elemental que condicione todas las estructuraciones; se trata de saber en el nivel más simple —el de la dualidad y la trinidad— si la relación de los hombres entre sí es específica y en qué puede serlo. Esto, como lo demás, es algo que se tiene que descubrir en la simple praxis cotidiana.

Ya que hemos partido de la dispersión de los organismos humanos, vamos a considerar a individuos totalmente separados (por las instituciones, por su condición social, por los azares de la vida) y vamos a tratar de descubrir en esta separación —es decir, en una relación que tiende hacia la exterioridad absoluta— su lugar histórico y concreto de interioridad.

Veo desde la ventana a un peón caminero en la carretera y a un jardinero que trabaja en un jardín. Hay entre ellos un muro con unos cascos de botella puestos encima que defienden a la propiedad burguesa donde trabaja el jardinero. Cada uno de ellos ignora, pues, totalmente la presencia del otro; cada uno de ellos, absorto en su propio trabajo, ni siquiera piensa en preguntarse si hay hombres del otro lado del muro. En cuanto a mí, que les veo sin ser visto, mi posición y este sobrevuelo pasivo de su labor me sitúan en relación a ellos: «estoy de vacaciones» en un hotel, me realizo en mi inercia de testigo como intelectual pequeño burgués; mi percepción sólo es un momento de una empresa (trato de descansar tras un «surmenage», o busco la «soledad» para hacer un libro, etc.) que remite a posibilidades y a necesidades propias de mi oficio y de mi medio. Según este punto de vista, mi presencia en la ventana es una actividad pasiva (quiero «respirar el aire puro» o encuentro que el paisaje es «sedante», etc.) y mi percepción actual figura a título de medio en un proceso complejo que es la expresión de mi vida entera. En este sentido, mi primera relación con los trabajadores es negativa: no soy de su clase, no ejerzo ninguna de sus dos profesiones, no sabría hacer lo que ellos hacen, no comparto sus preocupaciones. Pero estas negaciones tienen un doble carácter. En primer lugar, sólo se pueden develar sobre un fondo indiferenciado de relaciones sintéticas que me mantienen con ellos en una inmanencia actual: no puedo oponer sus fines a los míos sin reconocerlos como fines. El fundamento de la comprensión es la complicidad de principio con toda empresa —aunque después haya que combatirla o condenarla—; cada nuevo fin, en cuanto está significado, se separa de la unidad orgánica de todos los fines humanos. En algunas actitudes patológicas (por ejemplo, la despersonalización), el hombre aparece como el representante de una especie extraña porque ya no se le puede aprehender en su realidad teleológica, es decir, porque el lazo existente entre el enfermo y sus propios fines queda provisionalmente roto. A todos los que se toman por ángeles, les parecen absurdas las actividades de su prójimo, porque pretenden trascender la empresa humana al negarse a participar en ella. Sin embargo, no habría que creer que mi percepción me descubre a mí mismo como un hombre frente a otros dos hombres; el concepto de hombre es una abstracción que no se da nunca en la intuición concreta: en realidad, yo me aprehendo como un «veraneante» que está frente a un jardinero y a un peón caminero; y al hacerme lo que soy, les descubro tales y como se hacen, es decir, tales y como les produce su trabajo; pero en la misma medida en que no puedo verlos como hormigas (como hace el esteta) o como robots (como hace el neurótico), en la medida en que, para diferenciarlos de los míos, me tengo que proyectar a través de ellos al encuentro de sus fines, me realizo como miembro de una sociedad definida que decide los fines y las posibilidades de cada uno; más allá de su actividad presente, descubro su vida misma, la relación entre las necesidades y el salario, y aún más allá, los desgarramientos sociales y las luchas de clase. A partir de ahí, la cualidad efectiva de mi percepción depende a la vez de mi actitud social y política y de los acontecimientos contemporáneos (huelgas, amenaza de guerra civil o extranjera, ocupación del país por las tropas enemigas, o «tregua social» más o menos ilusoria).

Por otra parte, toda negación es una relación de interioridad. Entiendo con estas palabras que la realidad del Otro me afecta en lo más profundo de mi existencia en tanto que no es mi realidad. Mi percepción primero me da una multiplicidad de utensilios y de aparatos, producidos por el trabajo de los Otros (el muro, la carretera, el jardín, los campos, etc.), y que unifica de una vez según su sentido objetivo y según mi propio proyecto. Cada cosa soporta con toda su inercia la unidad particular que le impuso una acción hoy desaparecida; su conjunto tolera con indiferencia la unificación viva pero ideal que yo cumplo en el acto perceptivo. Pero las dos personas me son dadas simultáneamente como objetos situados entre los otros objetos, en el interior del campo visible y como perspectivas de fuga, como centros de paso de la realidad. En la medida en que les comprendo, a partir de su trabajo, percibo sus gestos a partir de los fines que se proponen, luego a partir del porvenir que proyectan; el movimiento de la comprensión intraperceptiva se hace, pues, invirtiendo la simple aprehensión de lo inanimado: el presente se comprende a partir del futuro, el movimiento singular a partir de la operación entera, es decir, el detalle a partir de la totalidad. Al mismo tiempo lo circundante material se me escapa en la medida en que se convierte en el objeto o el medio de su actividad. Su relación práctica con las cosas que veo implica un develamiento concreto de las cosas en el seno mismo de la praxis; y este develamiento está implicado en mi percepción de su actividad. Pero en la medida en que esta actividad les define como otros distintos que yo, en la medida en que me constituye como intelectual frente a trabajadores manuales, el develamiento que es un momento necesario suyo se me aparece como descubriendo en el corazón de la objetividad una objetividad-para-el-otro que se me escapa[93]. Cada uno de los dos está aprehendido de nuevo y fijado en el campo perceptivo por mi acto de comprensión; pero cada uno de ellos, a través de las manos que escardan, que escamondan o que cavan, a través de los ojos que miden o que acechan, a través del cuerpo entero como instrumento vivido, me roban un aspecto de lo real. Su trabajo se lo descubre[94] y yo lo aprehendo como una carencia de ser al descubrir su trabajo. Así su relación negativa con mi propia existencia me constituye en lo más profundo de mí como ignorancia definida, como insuficiencia. Me resiento como intelectual por los límites que prescriben a mi percepción.

Cada uno de estos hombres representa, pues, un centro hemorrágico del objeto y me califica de objeto vivo hasta en su subjetividad; en un principio así están unidos en mi percepción, es decir, como dos deslizamientos centrífugos y divergentes en el seno del mundo. Pero precisamente porque es el mismo mundo, se encuentran unidos, a través de mi percepción singular, por el universo entero en tanto que cada uno se lo quita al Otro. Para cada uno de ellos, el solo hecho de ver lo que el Otro no ve, de develar el objeto por un trabajo particular, establece en mi campo perceptivo una relación de reciprocidad que trasciende a mi misma percepción; cada uno de ellos constituye la ignorancia del Otro. Y como es natural, estas ignorancias recíprocas sin mí no tendrían lugar como existencia objetiva; la misma noción de ignorancia supone que haya un tercero que interrogue o que ya sepa; de no ser así, no puede ser ni vivida, ni nombrada siquiera, la única relación real es de contigüidad, es decir, de coexistencia en la exterioridad. Pero a causa de mi percepción, me hago mediación real y objetiva entre estas dos moléculas: en efecto, si puedo constituirlas en reciprocidad de ignorancia es que sus actividades me determinan conjuntamente y mi percepción me da mis límites al descubrir la dualidad de mis negaciones internas. Objetivamente designado por ellos como Otro (otra clase, otra profesión, etc.) hasta en mi subjetividad, al interiorizar esta designación me convierto en el medio objetivo en que estas dos personas realizan su mutua dependencia fuera de mí. Guardémonos de reducir esta mediación a una impresión subjetiva: no hay que decir que para mi estos dos jornaleros se ignoran. Se ignoran por mi en la exacta medida en que yo me vuelvo para ellos lo que soy. De golpe cada uno entra en lo circundante del Otro como realidad implícita; cada uno ve y toca lo que el Otro vería y tocaría si estuviese en su lugar, pero cada uno devela el mundo a través de una praxis definida que sirve de regla a este develamiento. Al limitarme, cada uno constituye, pues, el límite del Otro, le roba, como a mí, un aspecto objetivo del mundo. Pero este robo recíproco nada tiene en común con la hemorragia que practican en mi propia percepción: uno y otro son trabajadores manuales, uno y otro son rurales; difieren menos entre sí de lo que difieren de mí, y, finalmente, descubro en su negación recíproca algo así como una complicidad fundamental. Una complicidad contra mí.

En realidad, en el momento en que descubro a uno o a otro, cada uno de ellos hace aparecer al mundo en su proyecto, como envolvimiento objetivo de su trabajo y de sus fines; este develamiento esférico vuelve sobre sí para situarlo tanto en relación con lo que está detrás de él como con lo que está delante, tanto en relación con lo que ve como con lo que no ve; lo objetivo y lo subjetivo son indiscernibles: el trabajador se produce por su trabajo como un determinado develamiento del mundo que le caracteriza objetivamente como producto de su propio producto. Así cada uno de ellos como objetivación de si en el mundo afirma la unidad de este mundo al inscribirse en él por su trabajo y por las unificaciones singulares que realiza este trabajo; cada uno tiene, pues, en su situación, la posibilidad de descubrir al Otro como objeto actualmente presente en el universo. Y como estas posibilidades son objetivamente aprehensibles desde mi ventana, como mi única mediación descubre los caminos reales que podrían unirlos, la separación, la ignorancia, la pura yuxtaposición en la ignorancia están dadas como simples accidentes que ocultan la posibilidad fundamental inmediata y permanente de un descubrimiento recíproco; luego, de hecho, la existencia de una relación humana. En este nivel fundamental me he designado a mí mismo y me pongo en tela de juicio; a mi percepción le son dadas tres posibilidades: la primera consiste en establecer yo mismo una relación humana con uno u otro; la segunda, ser la mediación práctica que les permita comunicarse entre sí, dicho de otra manera, ser descubierto por ellos como ese medio objetivo que ya soy; la tercera consiste en asistir pasivamente a su encuentro y verles constituir una totalidad cerrada de la que yo quedaría excluido. En el tercer caso, estoy directamente tocado por esta exclusión y exige de mí una elección práctica: o la sufro, o la asumo y la refuerzo (por ejemplo, cierro la ventana y me pongo a trabajar), o entro a mi vez en relación con ellos. Pero al cambiarlas yo también me cambio[95]. De una manera o de otra, tome el partido que tome, y aunque no tenga lugar el encuentro de los dos hombres, en su ignorancia del Otro —ignorancia que para mí se hace real[96]— cada uno interioriza en conducta lo que era exterioridad de indiferencia. La existencia escondida de una relación humana rechaza los obstáculos físicos y sociales, esto es, el mundo de la inercia, a la categoría de realidad inesencial: esta inesencialidad permanente está ahí como posibilidad pasiva; o el simple reconocimiento tiene por resultado el hundimiento de la distancia, o el trabajo dibuja en la materia el movimiento inanimado de la aproximación. En una palabra, la organización del campo práctico en mundo determina para cada uno una relación real, pero sólo ella definirá la experiencia con todos los individuos que figuran en este campo. Sólo se trata de la unificación por la praxis; y cada uno, siendo unificador en tanto que con sus actos determina un campo dialéctico, es unificado en el interior de ese campo por la unificación del Otro, es decir, tantas veces como hay pluralidad de unificaciones. La reciprocidad de las relaciones —que examinaremos más lejos detalladamente— es un nuevo momento de la contradicción que opone a la unidad edificante de la praxis y a la pluralidad exteriorizadora de los organismos humanos. Esta relación está invertida en el sentido de que la exterioridad de multiplicidad es condición de la unilicación sintética del campo. Pero la multiplicidad se mantiene también como factor de exterioridad, ya que, en esta multiplicidad de centralizaciones totalizadoras en que cada uno escapa al Otro, el verdadero enlace es negación (al menos en el momento que hemos alcanzado). Cada centro se afirma en relación con el Otro como un centro de fuga, como otra unificación. Esta negación es de interioridad pero no totalizadora. Cada uno no es el Otro de una manera activa y sintética, ya que no ser alguno es aquí hacerle que figure a título más o menos diferenciado, como objeto —instrumento o contra-fin— en la actividad que aprehende la unidad del campo práctico, ya que al mismo tiempo es constituir esta unidad contra él (en tanto que él mismo es constituyente) y robarle un aspecto de las cosas. La pluralidad de los centros, doblemente negada en el nivel de la unidad práctica, deviene en pluralidad de los movimientos dialécticos, pero esta pluralidad de exterioridad está interiorizada en el sentido de que califica en interioridad a cada proceso dialéctico, y por la única razón de que el proceso dialéctico sólo puede ser marcado desde el interior por calificaciones dialécticas (es decir, organizadas sintéticamente con el conjunto).

Este nuevo estadio de la experiencia me descubre, pues, la relación humana en el seno de la exterioridad pura en la medida en que descubro la exterioridad objetiva como vivida y superada en la interioridad de mi praxis y como indicando un en-otra-parte que se me escapa y que escapa a toda totalización porque es una totalización en curso. Puede decirse, inversamente, que descubro ese rudimento negativo de la relación humana como interioridad objetiva y constituyente para cada uno, en la medida en que me descubro en el momento subjetivo de la praxis como objetivamente calificado por esta interioridad. En este sentido elemental, el individuo vuelve a pasar de lo subjetivo a lo objetivo, no ya, como antes, al conocer a su ser según el punto de vista de la materia, sino al realizar su objetividad humana como unidad de todas las negaciones que le unen por el interior al interior de los otros y de su proyecto como unificación positiva de esas mismas negaciones. Es imposible existir en medio de los hombres sin que se vuelvan objetos para mí y para ellos por mí sin que yo sea objeto para ellos, sin que por ellos tome mi subjetividad su realidad objetiva como interiorización de mi objetividad humana.

El fundamento de la relación humana como determinación inmediata y perpetua de cada uno por el Otro y por todos no es ni una puesta-en-comunicación a priori hecha por algún Gran Standardista, ni la indefinida repetición de compartimientos separados por esencia. Esta ligazón sintética, que siempre surge para determinados individuos en un momento determinado de la Historia y sobre la base de relaciones de producción ya definidas y que se devela al mismo tiempo como un a priori, no es otra cosa que la praxis misma —es decir, la dialéctica como desarrollo de la acción viva en cada individuo—, en tanto que está pluralizada por la multiplicidad de los hombres en el interior de una misma residencia material. Cada existente integra al otro en la totalización en curso, y de esta manera —aunque no lo vea nunca— se define —a pesar de las pantallas, los obstáculos y las distancias— en relación con la totalización actual que el Otro está haciendo.

Hay que señalar, sin embargo, que la relación se ha descubierto por la mediación de un tercero. Por mí se ha vuelto reciproca la ignorancia. Y al mismo tiempo, la reciprocidad apenas develada me rechazaba; hemos visto que se encerraba sobre ella misma: si la tríada es necesaria en el caso-límite de una relación enarenada en el universo y uniendo de hecho a dos individuos que se ignoran, se rompe por exclusión del tercero cuando se ayudan o se combaten unas personas o unos grupos con conocimiento de causa. El mediador humano sólo puede transformar en otra cosa (más lejos veremos el sentido de esta metamorfosis) a esta relación elemental cuyo rasgo esencial sigue siendo que sea vivida sin más mediación que la de la materia. Pero hay más: aun cuando los hombres estén cara a cara, la reciprocidad de su relación se actualiza por la mediación de este tercero, contra el cual se vuelve a cerrar en seguida. Lévy-Strauss ha mostrado, después de Mauss, que el potlatch tiene un carácter «supraeconómico»: «La mejor prueba… es que resulta un mayor prestigio de la aniquilación de la riqueza que de su distribución, aunque sea liberal, pero que siempre supone una vuelta»[97]. Y nadie discutirá que el don tenga aquí un carácter primitivo de reciprocidad. Sin embargo, hay que notar que con su forma destructora constituye no tanto una forma elemental de cambio sino una hipoteca de uno sobre el otro: la duración que separa a las dos ceremonias, aun cuando quedase reducida al mínimo, oculta su reversibilidad; en realidad, hay un primer donatario que lanza un desafío al segundo. Mauss ha señalado con insistencia el carácter ambiguo del potlatch, que es simultáneamente un acto de amistad y una agresión. De hecho, con su forma más simple, el acto del don es un sacrificio material cuyo objeto es transformar al Otro absoluto en obligado; cuando unos miembros de un grupo tribal encuentran, en el curso de un desplazamiento, a una tribu extraña, descubren de repente al hombre como especie extraña, es decir, como un animal carnicero y feroz que sabe tender trampas y forjar herramientas[98]. Este develamiento aterrorizado de la alteridad implica necesariamente el reconocimiento: la praxis humana viene a ellos como una fuerza enemiga. Pero este reconocimiento queda aplastado por el carácter de extrañeza que produce y soporta. Y el don, como sacrificio propiciatorio, se dirige a la vez a un Dios cuya cólera se apacigua y a un animal que se calma alimentándole. Es el objeto material el que, por su mediación, desprende la reciprocidad. Pero aún no está vivida como tal; el que recibe, si acepta recibir, aprehende el don como testimonio de no-hostilidad y a la vez como obligación para él mismo de tratar a los recién venidos como huéspedes; se ha franqueado un umbral, y nada más. Mucho habría que insistir sobre la importancia de la temporalidad: el don es y no es intercambio; o, si se quiere, es intercambio vivido como irre-versibilidad. Para que se disuelva su carácter temporal en la reciprocidad absoluta, es necesario que sea institucionalizado, es decir, aprehendido y fijado por una totalización objetiva del tiempo vivido. La duración aparece entonces como objeto material, como mediación entre dos actos que se determinan uno a otro en su interioridad; puede ser definida por la tradición, por la ley, y como consecuencia, la homogeneidad de los instantes cubre a la heterogeneidad de la sucesión. Pero la institución (por ejemplo, el matrimonio entre primos cruzados) se manifiesta sobre el fondo de esta «organización dualista» que Lévy-Strauss ha descrito admirablemente y cuyo origen es una reacción contra la pluralización de los grupos primitivos. Los movimientos migratorios «han introducido elementos alógenos», la ausencia de poder central «ha favorecido las fisiones», etc. Se tiene, pues, una organización dualista que se «superpone» a una pluralidad de clanes y de «secciones» y que funciona como «principio regulador»: los mekeo (Nueva Guinea) declaran que «la confusión aparente de sus grupos» en realidad disimula un orden dualista fundado en las prestaciones recíprocas. Es que la reciprocidad como relación en el interior de la totalidad sólo puede ser aprehendida según el punto de vista de la totalidad, es decir, por cada grupo en tanto que reclame su integración con todos los otros. En este caso el todo precede a las partes, no como sustancia en reposo, sino como totalización que gira. Volveremos sobre ello. Pero lo que aquí se ve claramente es que la dualidad queda desprendida como regla general y en cada caso particular por una especie de trinidad comutativa que supone la pluralidad; en efecto, es el tercero, y sólo él, el que puede hacer que aparezca por su mediación la equivalencia de los bienes intercambiados y por consiguiente de los actos sucesivos. Para él, que es exterior, el valor de uso de los bienes intercambiados se transforma evidentemente en valor de cambio. Así, en la medida en que no figura como agente en la operación, determina negativamente el potlatch, saca a luz, para los que lo viven, el reconocimiento recíproco. Y el tercero, aquí, sea cual sea la sociedad considerada, es cada uno y todo el mundo; cada uno vive así la reciprocidad como posibilidad objetiva y difusa. Pero en cuanto se actualiza, es decir, en cuanto deja de ocultarse, se encierra en sí misma. La organización dualista se establece por la totalización que gira y que niega a esta totalización desde su establecimiento[99]. La reciprocidad se aísla igualmente como relación humana entre individuos, se presenta como lazo fundamental, concreto y vivido. Cuando quiero situarme en el mundo social, descubro en mi derredor formaciones ternarias o binarias, las primeras de las cuales están en perpetua desagregación, apareciendo las segundas sobre un fondo de totalización que gira, y pudiendo integrarse en cada instante en una trinidad. No es, pues, posible concebir un proceso temporal que parte de la pareja para llegar a la tríada. La formación binaria, como relación inmediata de hombre a hombre, es el fundamento necesario de toda relación ternaria; pero inversamente, ésta, como mediación del hombre entre los hombres, es el fondo sobre el cual se reconoce la reciprocidad como ligazón recíproca. Si la dialéctica idealista ha hecho un uso abusivo de la tríada, en primer lugar se debe a que la relación real de los hombres entre ellos es necesariamente ternaria. Pero esta trinidad no es una significación o un carácter ideal de la relación humana: está inscrita en el ser, es decir, en la materialidad de los individuos. En este sentido, la reciprocidad no es ni la tesis ni la trinidad la síntesis (o inversamente): se trata de relaciones vividas cuyo contenido se ha determinado en una sociedad ya existente, que están condicionadas por la materialidad y que sólo se pueden modificar con la acción.

Volvamos, sin embargo, a la formación binaría que estudiamos antes por la única razón de que es la más simple, y sin perder de vista el conjunto sintético en relación con el cual se define. Como hemos visto, no es algo que pueda llegarles a los hombres desde afuera o que puedan establecer entre ellos de común acuerdo. Cualquiera que sea la acción de los terceros o por muy espontáneo que parezca el reconocimiento recíproco de dos extraños que se acaban de encontrar, sólo es la actualización de una relación que se da como habiendo existido siempre, como realidad concreta e histórica de la pareja que se acaba de formar. En efecto, hay que ver en ella la manera de existir de cada uno de los dos —o dicho de otra manera, de hacerse ser— en presencia del Otro y en el mundo humano; con este sentido, la reciprocidad es una estructura permanente de cada objeto; definidos por adelantado como cosas por la praxis colectiva, superamos nuestro ser y nos hacemos conocer como hombres entre los hombres, dejándonos integrar por cada uno en la medida en que cada uno tiene que estar integrado en nuestro provecto. Como el contenido histórico de mi provecto está condicionado por el hecho de estar ya entre los hombres, reconocido por adelantado por ellos como un hombre de una especie determinada, de un medio determinado, con un lugar ya fijo en la sociedad por las significaciones grabadas en la materia, la reciprocidad es siempre concreta; no se puede tratar ni de un lazo universal y abstracto —como la «caridad» de los cristianos— ni de una voluntad a priori de tratar a la persona humana en mí mismo y en el Otro como fin absoluto, ni de una intuición puramente contemplativa que entregaría «la Humanidad» a cada uno como si fuera la esencia de su prójimo. Lo que determina los lazos de reciprocidad de cada uno es la praxis de cada uno en tanto que realización del proyecto. Y el carácter del hombre no existe como tal; pero ese cultivador reconoce en ese peón caminero un proyecto concreto que se manifiesta por sus conductas y que otros ya han reconocido por la tarea que les han prescrito. Así cada uno reconoce al otro sobre la base de un reconocimiento social, y sus trajes, herramientas, etc., lo testimonian pasivamente. Según este punto de vista, el simple uso de la palabra, el más sencillo gesto, la estructura elemental de la percepción (que descubre los comportamientos del Otro al ir del porvenir al presente, de la totalidad a los momentos particulares), implican el mutuo reconocimiento. Se haría mal si se me opusiese la explotación capitalista y la opresión. En efecto, hay que señalar que la verdadera estafa que constituye a la primera tiene lugar sobre la base de un contrato. Y si es verdad que este contrato transforma necesariamente el trabajo —es decir, la praxis— en mercancía inerte, también es verdad que en su forma misma es relación recíproca: se trata de un libre intercambio entre dos hombres que se reconocen en su libertad, pero ocurre, simplemente, que uno de ellos finge ignorar que el Otro se ve empujado por la fuerza de la necesidad a venderse como un objeto material. Sin embargo, toda la buena conciencia del patrón descansa sobre ese momento del intercambio en que el asalariado se supone que ofrece con plena libertad su fuerza de trabajo. De hecho, si no está libre frente a su miseria, está jurídicamente libre frente al patrón, ya que éste no ejerce —al menos en teoría— ninguna presión sobre los trabajadores en el momento del enganche, y ya que se limita a fijar un precio máximo y a rechazar a los que piden más. También en este caso es la competencia y el antagonismo de los obreros lo que hace que disminuyan sus exigencias; el patrón, por su parte, se lava las manos. Este ejemplo muestra cómo el hombre no deviene cosa para el otro y para sí mismo sino en la medida en que primero está presentado por la praxis como una libertad humana. El respeto absoluto de la libertad del miserable, en el momento de hacerse el contrato, es la mejor manera de abandonarle a las sujeciones materiales.

En cuanto a la opresión, más bien consiste en tratar al Otro como un animal. Los sudistas, en nombre de su respeto de la animalidad, condenaban a los fabricantes del Norte que trataban a los trabajadores como material; en efecto, es al animal y no al «material» al que se fuerza a trabajar adiestrándolo, golpeándolo, amenazándolo. Sin embargo, el amo le adjudicó la animalidad al esclavo después de haber reconocido su humanidad. Ya se sabe que los plantadores americanos del siglo XVII se negaban a enseñar la religión cristiana a los niños negros para poder seguir tratándolos como subhombres. Era reconocer implícitamente que ya eran hombres: la prueba es que no diferían de sus amos sino por una fe religiosa que se confesaba que podían adquirir precisamente por el cuidado que se ponía en negársela. En verdad, la orden más insultante tiene que serle dada al hombre por otro hombre, el amo tiene que dar confianza al hombre en la persona de sus esclavos; ya se conoce la contradicción del racismo, del colonialismo y de todas las formas de la tiranía: para tratar a un hombre como a un perro, primero tiene que habérsele reconocido como hombre. El malestar secreto del amo es que está perpetuamente obligado a tomar en consideración la realidad humana de sus esclavos (ya sea que cuente con su habilidad, o con su comprensión sintética de las situaciones, o que tome precauciones por la permanente posibilidad que estalle una rebelión o de que se produzca una evasión), negándoles al mismo tiempo el estatuto económico y político que define en estos tiempos a los seres humanos.

Así la reciprocidad no protege a los hombres contra la reificación y la alienación, aunque les sea fundamentalmente opuesta; más adelante veremos el proceso dialéctico que engendra estas relaciones inhumanas a partir de su contradictorio. Las relaciones recíprocas y ternarias son el fundamento de todas las relaciones entre los hombres, cualquiera que sea la forma que después puedan tomar. La reciprocidad está cubierta muchas veces por las relaciones que fundamenta y sostiene (y que, por ejemplo, pueden ser opresivas, reificadas, etc.), y cada vez que se manifiesta se hace evidente que cada uno de los dos términos está modificado en su existencia por la existencia del Otro; dicho de otra manera, los hombres están unidos entre ellos por relaciones de interioridad. Se podrá objetar que esta relación recíproca no tiene inteligibilidad: en efecto, hemos pretendido mostrar que la inteligibilidad del lazo sintético se manifiesta a lo largo de una praxis totalizadora o se mantiene fijado sobre una totalidad inerte. Pero aquí no existen ni la totalidad ni la totalización, y estas relaciones se manifiestan como pluralidad en el seno de la exterioridad. A esto primero hay que contestar que no estamos ante una dialéctica, en tanto que nos mantenemos en este estadio de la experiencia, sino ante una relación externa de dialécticas entre sí, relación que tiene que ser a la vez dialéctica y externa. Dicho de otra manera, ni la relación de reciprocidad ni la relación ternaria son totalizadoras: son adherencias múltiples entre los hombres y que mantienen una «sociedad» en estado coloidal. Pero además, ahora y en cada caso, para que haya algo así como una reciprocidad es necesario que se utilice, para que se comprenda, a la totalidad de los momentos de la experiencia que hemos fijado ya; verdad es que no basta con la materialidad dialéctica de cada uno; hace falta por lo menos una casi-totalidad, pero ocurre que esta casi-totalidad existe, la conocemos, es la materia trabajada en tanto que se hace mediación entre los hombres, y la reciprocidad aparece sobre la base de esta unidad negativa e inerte; lo que significa que siempre aparece sobre una base inerte de instituciones y de instrumentos por los cuales está ya definido y alienado cada hombre.

No vayamos a creer, en efecto, que hemos entrado en la ciudad de los fines y que cada uno reconoce y trata al Otro, en la reciprocidad, como un fin absoluto. Esto sólo sería formalmente posible en la medida en que cada uno se trate o trate en él a la persona humana como fin incondicionado. Esta hipótesis nos conduciría al idealismo absoluto: sólo se puede presentar como su propio fin una idea en medio de otras ideas. Pero el hombre es un ser material en medio de un mundo material; quiere cambiar al mundo que le aplasta, es decir, actuar con la materia en el orden de la materialidad: luego cambiarse a sí mismo. Es otro arreglo del Universo con otro estatuto del hombre que busca en cada instante; y a partir de este nuevo orden se define a sí mismo como el Otro que será. Así en cada instante se hace el instrumento, el medio de ese futuro estatuto que le realizará como otro; le es imposible tomar como fin a su propio presente. O, si se prefiere, el hombre como porvenir del hombre es el esquema regulador de toda empresa, pero el fin siempre es un arreglo del orden material que por si mismo hará posible al hombre. O, si se quiere tomar la cuestión desde otro ángulo, el error de Hegel fue creer que hay en cada uno algo que se tiene que objetivar y que la obra refleja la particularidad de su autor. En realidad, la objetivación, en tanto que tal, no es el fin, sino la consecuencia que se añade al fin. El fin es la producción de una mercancía, de un objeto de consumo, de una herramienta, o la creación de un objeto de arte. Y por esta producción, por esta creación, el hombre se crea a sí mismo, es decir, se separa lentamente de la cosa a medida que inscribe en ella su trabajo. En consecuencia, en la medida en que mi proyecto es superación del presente hacia el porvenir y de mí mismo hacia el mundo, yo me trato siempre como medio y no puedo tratar al Otro como fin. La reciprocidad implica: 1.º) que el Otro sea medio en la exacta medida en que yo mismo soy medio, es decir, que sea medio de un fin trascendente y no mi medio; 2.º) que reconozca al Otro como praxis, es decir, como totalización en curso al mismo tiempo que lo integro como objeto a mi proyecto totalizador; 3.º) que reconozca su movimiento hacia sus propios fines en el movimiento mismo por el cual me proyecto hacia los míos; 4.º) que me descubra como objeto y como instrumento de sus fines en el acto mismo que le constituye para mis fines como instrumento objetivo. A partir de ahí, la reciprocidad puede ser positiva o negativa. En el primer caso, cada uno puede hacerse medio en el proyecto del Otro para que el Otro se haga medio en su propio proyecto; los dos fines trascendentes quedan separados. Es el caso del intercambio o de la prestación de servicios. O bien, el fin es común (empresa, trabajo en común, etc.) y cada uno se hace medio del Otro para que sus esfuerzos conjugados realicen su fin único y trascendente. En el caso de la reciprocidad negativa, se cumplen las cuatro condiciones exigidas, pero sobre la base de una denegación recíproca: cada una se niega a servir de fin a la Otra, y, aun reconociendo su ser objetivo de medio en el proyecto del adversario, aprovecha su propia instrumentalidad en otro para hacer de éste, aun a pesar de él mismo, un instrumento de sus propios fines: es la lucha; cada uno se resume en ella en su materialidad para actuar sobre la del Otro; cada uno, por sus fintas, sus argucias, sus fraudes, sus maniobras, se deja constituir por el Otro como falso objeto, como medio engañador. Pero también en eso nos engañaríamos mucho si creyésemos que el fin es la aniquilación del adversario o, para emplear el lenguaje idealista de Hegel, que cada conciencia persigue la muerte del Otro. En verdad, el origen de la lucha es en cada caso un antagonismo concreto que tiene la rareza[100], con una forma definida, como condición material, y el fin real es una conquista objetiva o hasta una creación en la cual la desaparición del adversario sólo es el medio. Incluso si el odio —que es un reconocimiento— se afirma por sí, sólo será una movilización de todas las fuerzas y de todas las pasiones al servicio de un fin que reclama este compromiso total. Con otras palabras, Hegel suprimió la materia como mediación entre los individuos. Pero si se adopta su terminología, habrá que decir que cada conciencia es la recíproca de la Otra, aunque esta reciprocidad pueda tomar una infinidad de formas diferentes —positivas o negativas— y que es la mediación de la materia la que en cada caso concreto decide sobre estas formas.

Pero esta relación, que va de cada hombre a todos los hombres en tanto que se hace hombre en medio de ellos, contiene su contradicción: es una totalización que exige ser totalizada por el mismo que totaliza; plantea la equivalencia absoluta de dos sistemas de referencia y de dos acciones; en una palabra, no plantea su propia unidad. El límite de la unificación se encuentra en el mutuo reconocimiento que se opera a lo largo de dos totalizaciones sintéticas; por muy lejos que se lleven esas integraciones, se respetan, y siempre serán dos las que integren cada una a todo el universo.

Dos hombres hacen juntos un trabajo determinado; cada uno adapta su esfuerzo al del Otro, cada uno se acerca o se aleja según lo exija el momento, cada uno hace de su propio cuerpo el instrumento del Otro en la medida misma en que hace del Otro su instrumento, cada uno prevé en su cuerpo el movimiento del Otro, lo integra en su propio movimiento como medio superado, y entonces cada uno se mueve para ser integrado como medio en el movimiento del Otro. Sin embargo, esta relación íntima es en su realidad misma la negación de la unidad. Desde luego que la posibilidad objetiva de la unificación existe de una manera permanente; está prevista, incluso requerida por lo circundante material, es decir, por la naturaleza de las herramientas, por la estructura del taller, por la tarea que se tiene que cumplir, por el material que habrá que utilizarse, etc.

Pero aquellos que los designan por intermedio de los objetos son precisamente los terceros; o, si se prefiere, la unidad de su equipo está inscrita en la materia como un imperativo inanimado. Cada uno está designado realmente como individuo de clases para los objetos que utiliza o que transforma en la medida en que les utiliza, es decir, en que despierta y sostiene por medio de su praxis a las significaciones materializadas[101]; se hace el trabajador manual, el proletario que exige esta máquina. Pero la unidad de los dos se mantiene en la materia, o más bien pasa de la herramienta al material; su doble praxis se objetiva como praxis común en el producto terminado; pero pierde de golpe su carácter de unidad de una dualidad, simplemente se vuelve la unidad del objeto, es decir, la cristalización de un trabajo anónimo y del cual nada permite decir a priori cuantos obreros lo han ejecutado.

Sin duda que durante el trabajo mismo cada uno ve cómo nace esta unidad objetiva y cómo su propio movimiento se refleja en el objeto, siendo a la vez suyo y otro; sin duda que al acercarse al Otro, que se acerca a él al mismo tiempo, cada uno ve que ese acercamiento le llega desde fuera; sin duda que los momentos de este continuum son ambivalentes, ya que la praxis de cada uno habita en la del Otro como su exterioridad secreta y como su profunda interioridad. Pero esta reciprocidad está vivida en la separación; no podría ser de otra manera, ya que la mutua integración implica el ser-objeto de cada uno para el Otro. Cada uno refleja al Otro su propio proyecto llegando a él en lo objetivo, pero estas experiencias ordenadas y unidas en la interioridad no están integradas en una unidad sintética.

Es que, en el reconocimiento, cada uno devela y respeta el proyecto del Otro como existiendo también fuera de su propio proyecto: en suma, le designa como superación que no se resume en su simple objetividad de superación superada, sino que ella misma se produce hacia sus propios fines, por sus propias motivaciones; pero precisamente porque está vivido allá, fuera, cada superación en su realidad objetiva se le escapa al Otro y no puede pretender alcanzarse, a través de la objetividad de las conductas, sino como significación sin contenido aprehensible. Es, pues, imposible unificar el equipo en su movimiento totalizador, ya que, precisamente, esta totalización en curso encierra un elemento de desintegración: el Otro como objeto totalizado que remite fuera del proyecto hacia otra totalización vivida y trascendente o la primera figura como objeto recíproco e igualmente corrosivo. Que también es imposible, porque cada totalización se plantea aquí y ahora como esencial en la medida en que afirma la coesencialidad del Otro.

Cada uno vive así en la interioridad absoluta de una relación sin unidad; su certeza concreta es la adaptación mutua en la separación, es la existencia de una relación con doble foco que nunca puede aprehender en su totalidad; esta desunión en la solidaridad (positiva o negativa) proviene de un exceso más bien que de una falta: en efecto, está producida por la existencia de dos unificaciones sintéticas y rigurosamente equivalentes. Encontramos aquí un objeto real y material pero ambiguo: los términos de la relación ni se pueden contar ellos mismos como cantidades discretas, ni pueden realizar eficazmente su unidad. La unidad de estos epicentros, en efecto, sólo puede ser un hipercentro trascendente. O, si se prefiere, la unidad de la diada sólo se puede realizar en una totalización hecha desde fuera por un tercero. Cada miembro del equipo descubre esta unidad como una negación, como una falta, en una especie de inquietud; es a la vez una oscura deficiencia que aparece en la exigencia de cada totalización, un envío indefinido hecho a un testigo ausente, y la certeza vivida pero no formulada de que la realidad total cíe la empresa común sólo puede existir si es en otra parte, por la mediación de Otro y como objeto no recíproco. De esta manera, la relación recíproca está frecuentada por su unidad como por una insuficiencia de ser que le transforma en su estructura original. Y esta inquietud de la reciprocidad es a su vez inteligible como el momento en que la dialéctica hace en cada uno la experiencia de la dialéctica del Otro como detención impuesta en y por el esfuerzo sintético al proyecto de totalización. Por esta razón es siempre posible que la reciprocidad vuelva a caer sobre sus términos como una falsa totalidad que les aplaste. Y esto se puede producir tanto en lo positivo como en lo negativo; una empresa común puede convertirse en una especie de impulso infernal cuando cada uno se empeña en seguirla en consideración del Otro: dos aprendices de boxeadores están dominados con frecuencia por su combate, se diría que se ahogan en esta unidad que está en perpetua desagregación; golpean en el vacío, se unen bruscamente uno y otro con un mismo cansancio que sugiere la sombra de una reciprocidad positiva, o se buscan por los cuatro rincones del ring, se poseen, se convierten en lo inesencial y el combate pasa a ser lo esencial.

Claro que en la realidad concreta, cada miembro de la pareja posee un conjunto de designaciones abstractas para manifestar al Otro y para apuntar en el vacío a esta fugitiva unidad. Pero ante todo hay que observar si esas designaciones, e incluso la posibilidad de usarlas, es decir, de concebir la doble totalización como totalidad objeto, no le llega a cada uno de la presencia del tercero. Porque, como hemos visto, el tercero descubre la reciprocidad para ella misma, encerrándose sobre ella, negándolo para pretender alcanzarlo de nuevo con su propia insuficiencia; en este sentido, la relación de los terceros entre sí —en tanto que cada uno se absorbe para mediar en una relación recíproca— es una separación que postula la reciprocidad como lazo fundamental entre los hombres, pero la reciprocidad vivida siempre remite al tercero y descubre a su vez la relación ternaria como su fundamento y su terminación. Es la nueva relación que tenemos que examinar ahora: ¿qué significa para la relación binaria el hecho de integrarse en una relación ternaria?

Volvamos a nuestro ejemplo: dos obreros ejecutan un trabajo en común. Supongamos que se trate de establecer una norma. La presencia de un cronometrista y su tarea bastan para reanimar los sentidos inertes. Trata de controlar un suceso determinado; aprehende cada movimiento en su objetividad a partir de un determinado fin objetivo que es el aumento de la productividad; la heterogeneidad irreductible de la diada queda oculta, ya que, a la luz de la tarea prescrita, el conjunto de los trabajadores y de las herramientas se descubre como un conjunto homogéneo; las dos acciones recíprocas forman el objeto de su vigilancia; y ya que es el ritmo lo que se tiene que fijar, con una precisión que sea lo más rigurosa posible, ese ritmo común, a la luz del fin objetivo, se muestra como la unidad viva que posee a los dos trabajadores. De esta manera se invierte el movimiento de la objetividad: lo primero que el cronometrista aprehende como sentido y unidad de su proyecto es el fin que persigue. Tiene que medir velocidades; a través de la relación que define a su praxis, aprehende el fin que se impone a los trabajadores en su plena unidad objetiva; porque no es su propio fin, aunque esté íntimamente unido a él: en tanto que fin de los Otros, es el medio esencial que le permite cumplir con su oficio. La ligazón objetiva y subjetiva de su propio fin y del fin de los otros le descubre el ritmo como su objeto, y a los obreros como el medio de mantener o de aumentar su velocidad. La reciprocidad como lazo real de una doble heterogeneidad pasa al segundo plano; esta interioridad desprovista de centro, esta intimidad vivida por separado, se aparta bruscamente y se arranca a sí misma para convertirse en una sola praxis que va a buscar su fin fuera. Este fin de los Otros que se descubre como su fin y como su medio, le está dado al testigo en su totalidad objetiva. Al mismo tiempo que descubre su contenido —que remite a la actividad de toda la fábrica y al sistema social entero—, se revela como estructura de constreñimiento establecida desde fuera por los servicios técnicos en función de las exigencias de la producción. Lo que define la relación del cronometrista con los dos obreros y con sus jefes es el develamiento; dicho de otra manera, es el que apunta hasta en su subjetividad su ser objetivo: es aquel por el cual se pone el fin como estructura de trascendencia en relación con los trabajadores. La descubre así como un objeto autónomo. Pero esta estructura de constreñimiento en su objetividad misma remite a la subjetividad de los que constriñe: ese fin se tiene que alcanzar, se impone a ellos como un imperativo común; el fin, aunque totalmente presente en el campo objetivo, escapa al testigo por medio de este carácter imperioso, se esconde en las dos subjetividades que iguala revelándoles su faz interna, la que el cronometrista tiene que aprehender como pura significación, como dimensión de fuga en el seno de la plenitud. Objetivamente, la totalidad abraza a las dos acciones simultáneas, las define y Jas limita al mismo tiempo que al envolverlas las sustrae a la aprehensión directa. Es una estructura del mundo, existe por sí; está manifiesta y sostenida por una doble praxis, pero sólo en la medida en que ésta se somete al imperativo preestablecido que la condiciona. Objetivamente y por el tercero, la independencia del fin transforma a la reciprocidad en conjugación de movimiento, la adaptación mutua en autodeterminación interna de la praxis; metamorfosea una acción doble en un suceso que se subordina a los dos trabajadores como estructuras secundarias cuyas relaciones particulares dependen de las relaciones globales y que se comunican entre sí por las mediación del todo. Esta totalidad viviente, que comprende los hombres, sus objetos y el material que trabajan, es a la vez el suceso como temporalización de lo imperativo objetivo y, lo que es lo mismo, el descubrimiento regresivo del fin (del porvenir al presente) como unidad concreta del suceso. Las subjetividades están envueltas en esta totalidad movediza como significaciones necesarias e inasibles; pero se definen como una relación común con el fin trascendente y no como aprehendiendo cada una sus propios fines en una reciprocidad de separaciones; de esta manera, en su significación objetiva, estas significaciones, vueltas homogéneas, se juntan y se fundamentan en la aprehensión del imperativo trascendente. Sencillamente, es que este imperativo se manifiesta por la mediación del Otro como esencial y que la subjetividad se vuelve su medio inesencial de hacerse aprehender como imperativo: a partir de aquí, la subjetividad sólo es el medio interno que mediatiza al imperativo como interiorización del constreñimiento; el individuo, en este medio, aparece como una determinación a posteriori, y además cualquiera, de la sustancia subjetiva; el principio de individualidad —como en la mecánica ondulatoria— sólo se aplica en apariencia; cualesquiera que sean las diferencias exteriores, las personas quedan definidas a partir del fin como interiorización total de todo lo imperativo, luego por la presencia en ellas de toda la subjetividad. El grupo social aparece aquí reducido a su más simple expresión. Es la totalidad objetiva en tanto que define su subjetividad por la sola interiorización de los valores y de los fines objetivos y que subordina a ellos, en el seno de una empresa, a los individuos reales como simples modos intercambiables de la praxis subjetiva. La subjetividad del grupo, descubierta como indivisa por intermedio de los terceros, circula libremente en el interior del objeto como medio, sustancia y pneuma; se manifiesta a través de la objetividad que se temporaliza como realidad intersubjetiva. La intersubjetividad se manifiesta en las reuniones más fortuitas y más efímeras: a esos mirones que se inclinan sobre el agua les une la misma curiosidad para el chofer de taxi que les mira desde su coche. Y esta curiosidad activa (se empujan, se inclinan, se alzan sobre la punta de los pies) revela la existencia de un fin trascendente pero invisible: hay algo que se tiene que mirar. A causa de su meditación, el tercero reanima las significaciones objetivas que están ya inscritas en las cosas y que constituyen el grupo como totalidad. Estas significaciones cristalizadas representan ya la praxis anónima del Otro y a través de la materia manifiestan un descubrimiento fijado. Al despertarlos, el tercero se hace mediador entre el pensamiento objetivo como Otro y los individuos concretos; a través de él los constituye una universalidad fija, por su operación misma.

La unidad le viene, pues, de fuera a la dualidad por la praxis del tercero; luego veremos cómo lo interiorizarán los miembros de los grupos. De momento es una metamorfosis que le queda trascendente. Claro que la relación del tercero con la diada es de interioridad, ya que se modifica al modificarla. Pero esta relación no es recíproca: al superar a la diada hacia sus propios fines, el tercero la descubre como unidad-objeto, es decir, como unidad material. Sin duda que la relación de los términos integrados no es ni exterior ni molecular sino en la medida en que cada uno excluye al Otro por su reconocimiento efectivo; dicho de otra manera, en la medida en que esta relación sólo puede unir sin unificar, la unidad está impresa desde fuera y, en el primer momento, está recibida pasivamente: la pareja forma equipo no al producir su totalidad, sino al sufrirla ante todo como determinación del ser.

Se habrá notado sin duda que esta Trinidad aparece como jerarquía embrionaria: el tercero como mediador es poder sintético y el lazo que mantiene con la pareja carece de reciprocidad. Nos preguntaremos, pues, en qué se funda esta jerarquía espontánea, ya que la consideramos de una manera abstracta, es decir, como un lazo sintético, sin examinar las circunstancias históricas en que se manifiesta. Hay que responder a esto con dos observaciones que nos permitirán adelantar en nuestra experiencia regresiva. Ante todo, si no hay reciprocidad entre la díada y el tercero, la causa está en la estructura de la relación de tercero; pero esto no prejuzga sobre ninguna jerarquía a priori, ya que los tres miembros de la Trinidad pueden convertirse en tercero en relación con los Otros dos. Sólo la coyuntura (y a través de ella la Historia entera) decide si esa relación que gira se mantendrá conmutativa (ya que cada uno se vuelve tercero cuando le toca el turno, como en esos juegos de niños en que a cada uno le toca el turno de ser jefe del ejército o de la banda de bandidos) o si quedará fija bajo la forma de jerarquía primitiva. En realidad, adivinamos ya que el problema se va a complicar hasta el infinito, ya que, en la realidad social, tenemos que considerar a una multiplicidad indefinida de terceros (indefinida aunque el número de los individuos sea numéricamente definido, y simplemente porque gira) y una multiplicidad indefinida de reciprocidades, y ya que los individuos se pueden constituir como terceros en tanto que grupos y que puede haber reciprocidades de reciprocidades y reciprocidades de grupos; en fin, el mismo individuo o el mismo grupo puede estar comprometido en una acción recíproca y al mismo tiempo se puede definir como tercero. Pero de momento no tenemos ningún medio para pensar esas relaciones móviles e indefinidas en su inteligibilidad; aún no hemos conquistado todos nuestros instrumentos. Lo que conviene recordar como conclusión es que la relación humana existe realmente entre todos los hombres y que no es otra cosa que la relación de la praxis consigo misma. La complicación que hace nacer estas nuevas relaciones no tiene otro origen que la pluralidad, es decir, la multiplicidad de los organismos actuantes. Así —fuera de toda cuestión de antagonismo— cada praxis afirma a la otra y al mismo tiempo la niega, en la medida en que la supera como su objeto y se hace superar por ella. Y cada praxis, en tanto que unificación radical del campo práctico, dibuja ya en su relación con todas las demás el proyecto de la unificación de todas por supresión de la negación de pluralidad. Ahora bien, esta pluralidad no es en sí misma otra cosa que la dispersión inorgánica de los organismos. En verdad, como siempre aparece en la base de una sociedad preexistente, nunca es enteramente natural, y hemos visto que se expresa siempre a través de las técnicas y de las instituciones sociales; éstas la transforman en la misma medida en que ella se produce en ella. Pero aunque la dispersión natural no pueda ser sino el sentido abstracto de la dispersión real, es decir, social, es este elemento negativo de exterioridad mecánica el que siempre condiciona, en el marco de una sociedad dada, la extraña relación de reciprocidad que niega a la vez a la pluralidad por la adherencia de las actividades y a la unidad por la pluralidad de los reconocimientos, y el del tercero a la diada, que se determina como exterioridad en la pura interioridad. Hemos observado, además, que la designación del tercero, como actualización en un determinado individuo de esta relación universal tiene lugar prácticamente en una situación dada y por la presión de las circunstancias materiales. Nuestra experiencia se invierte, pues: partiendo del trabajador aislado, hemos descubierto la praxis individual como inteligibilidad plena del movimiento dialéctico; pero al dejar ese momento abstracto, hemos descubierto la primera relación de los hombres entre sí como adherencia indefinida de cada uno con cada uno; estas condiciones formales de toda la Historia se nos aparecen de repente como condicionadas por la materialidad inorgánica, como situación de base determinando el contenido de las relaciones humanas y a la vez como pluralidad externa en el interior de la reciprocidad conmutativa y de la Trinidad. Descubrimos al mismo tiempo que esta conmutatividad, aunque una poco a poco cada uno a todos, es incapaz por sí misma de realizar la totalización como movimiento de la Historia, precisamente porque esta sustancia gelatinosa que constituye las relaciones humanas representa la interiorización indefinida de los lazos de exterioridad dispersiva pero no su supresión o su superación totalizadora. Les supera sin duda pero en la simple medida en que la multiplicidad discreta de los organismos se encuentra comprometida en una especie de ronda con multiplicidad indefinida y giratoria de los epicentros. Y esta ambigüedad da bastante cuenta de nuestras relaciones privadas con amigos, conocidos, clientes de paso, «encuentros» y hasta con nuestros colaboradores (en la oficina, en la fábrica) en tanto que son precisamente el medio vivo que nos une a todos y esta diferencia mecánica que los separa de nosotros al final del trabajo. Pero no puede explicar las relaciones estructuradas que hacen en todos los planos los grupos activos, las clases, las naciones, ni las instituciones o esos conjuntos complejos que se llaman sociedades. La inversión de la experiencia tiene lugar justamente bajo la forma de materialismo histórico: si hay totalización como proceso histórico, les llega a los hombres por la materia. Dicho de otra manera, la praxis como libre desarrollo del organismo totalizaba a lo circundante material bajo la forma de campo práctico; ahora vamos a ver el medio material como primera totalización de las relaciones humanas.