Clase 49
El fin de la posmodernidad (IV)
No creo que los posmodernos hayan ofrecido algo que no estuviera ya en filósofos más profundos que ellos; algunos, incluso, de genio, como Foucault. Pero si pensamos que la crítica de Heidegger a la modernidad empieza por negar el «punto de vista» único que establece el cogito cartesiano, que la segunda intempestiva de Nietzsche destruye el sentido unitario de la historia, que Benjamin —en sus Tesis— aniquila la idea de progreso, la idea de dialéctica, de teleologismo y de decurso lineal y unitario de la historia, que Adorno y Horkheimer critican a la racionalidad de la Ilustración, afirman que esa razón endiosada establece, no solo un punto de vista único, sino un despotismo instrumental sobre la realidad que lleva a su sometimiento y al de los hombres, que Foucault niega cualquier posible sujeto, sobre todo el sujeto centralizado de la fenomenología, que recupera a Nietzsche, que plantea una historia de miríadas de acontecimientos, que establece —sea discutible o no— eso que Mássimo Cacciari llama metafísica de lo múltiple en contra de la metafísica de lo uno, que Derrida deconstruye la hegemonía del logocentrismo, del fonocentrismo, que establece una filosofía de la diferencia, que Deleuze desarrolla el concepto de acontecimiento, que viene de Heidegger, que viene de Foucault, y que embiste contra la dialéctica desde los textos de Nietzsche, no pareciera ser mucho lo que los posmodernos traen de nuevo. La crítica a los grandes relatos de Lyotard no pasa de ser un desarrollo de la crítica a las filosofías de la historia que ya está en Benjamin. Añade el tema del saber, de la acumulación de saber en las sociedades del Primer Mundo como el verdadero poder que distanciará a estas de las del «Tercero». Vattimo también centra su discursividad en los medios de comunicación: la sociedad transparente y sus dialectos. Su «ontología débil» (lo veremos) y su «pensamiento débil» (pensiero debole) deben demasiado a la concepción de la historia que tiene Foucault como sucesos que no participan de una ontología, del desarrollo de una sustancia interna que los constituya, y a su propuesta de descentramiento del sujeto y de descentramiento de la historia, de la despresencia en la presencia y del acontecimiento sin en-sí. Todo esto es retomado, no solo por Vattimo, sino por los posmodernos en general, y sin mayores enriquecimientos. La desrrealización de la realidad, la virtualidad y el simulacro baudrillardiano tienen el mismo origen con solo el añadido de buscar la fundamentación de esos «hallazgos filosóficos» en los mass-media. Se trata de filósofos de lectura fácil (Lyotard ofrece aristas más complejas) y tienen el atractivo de haber expresado un momento histórico altamente sobredeterminado: la caída del comunismo y la exaltación del capitalismo de mercado como única propuesta de la historia. Lo que terminó por jugarles en contra.
Puig, posmoderno
El capitalismo de mercado —al proponerse como «pensamiento único», ¿recuerdan esta expresión?— se transformó en una metafísica de lo uno e instauró la «globalización», con lo cual enviaba al demonio los sueños «plurales» de los posmos. Y la caída de las Torres Gemelas fue el golpe final. Cayeron pesadamente sobre el posmodernismo.
No digo que haya muerto. No morirá porque ha traído elementos nuevos, no todo es reciclaje de filósofos anteriores. Uno ya lo dijimos: la importancia dada a los medios de comunicación. Y el otro tiene que ver con cierto uso que le dieron al concepto de «diferencia» y que dio origen al Multiculturalismo, a los Estudios Culturales. La valoración de las minorías étnicas y sexuales les debe mucho. Tienen todavía presencia en la academia anglosajona y en el arte. Sobre todo (creo) en ciertas formas presuntamente «jóvenes» del teatro (algo que, entre nosotros, pareciera elaborarse en Alemania y desembarcar por medio del Instituto Goethe) y el cine, principalmente en expresiones que eliminan el punto de vista narrativo, o el mismo relato (cuyo fin Lyotard decretó). Pero asombra (en los jóvenes cineastas que se construyen en serie en ciertas «universidades», sobre todo en la de Manuel Antín, manejada ideológicamente por el eterno joven y «godardiano» y vanguardista Rafael Filipelli) que insistan en la teoría del «autor», una idea devaluada por Roland Barthes, siguiendo al Foucault de la «muerte del hombre», a través de sus propuestas de la «muerte del autor» y la «muerte del estilo», algo que algunos críticos literarios locales aplicaron a Puig, posmodernizándolo, al proponer que este escritor, ajeno a toda cultura teórica, y que decía, con razón, que la única estética es la del talento (algo que escasamente se observa en toda esta gente, sí en Puig), había eliminado en sus textos la voz narrativa al diseminarla en cartas o fragmentos de periódicos o al escribir novelas solo con diálogos, sin textos narrativos, algo que ocurre, por ejemplo, en El beso de la mujer araña, cuya trama es tan formidable que explica casi por completo su excelencia. Acaso Puig no escribiera textos narrativos porque en ellos se juega el estilo y no se sintiera en una etapa adecuada para enfrentar tamaño riesgo. Su estilo no era gran cosa. El valor de sus novelas está en sus climas, en sus personajes y en la originalidad de ciertos procedimientos. En suma, si usted quiere hacer (en serio, eh) una novela, una obra de teatro o una película posmoderna haga lo siguiente: elimine la temporalidad lineal, establezca temporalidades no homogéneas, discontinuas, fragmentadas, trizadas, elimine todo punto de vista único y centralizado, establezca múltiples puntos de vista, elimine el relato y desarrolle una miríada de relatos que colisionen entre sí como espadas (Foucault) o que dialoguen armónicamente (Vattimo), evite la «realidad», transmita que todo es virtual (Baudrillard), que ocurre pero no ocurre, dado que un hecho ocurre pero un acontecimiento acontece y aconteciendo se despresencia. Hay muchos que confunden la ausencia de relato con una estética post. Falso. La estética post propone la eliminación del relato único, sustancial, ideológico y centralizado, pero propone la multiplicidad de los relatos. La fragmentación del relato único y centralizado lleva a una calidoscopización de los relatos, a su vértigo multiplicador, a su pluralización inagotable, a la esquizofrenia deleuziana. Nada debiera ser más entretenido que un relato posmoderno. Tomen nota quienes deben hacerlo. De todas formas, Puig tiene razón. Postula la única estética que vale. Sea que un artista se valga de un relato único y de un sujeto centrado, sea que maneje relatos plurales y un sujeto diseminado, el valor final lo da el talento. Que si no se tiene, nada lo reemplaza. Es aconsejable, de todos modos, no ignorar —ninguna ontología del arte debiera hacerlo— que nadie cree que no tiene talento y que, por tanto, cualquiera nos puede arrojar encima su correspondiente «obra maestra de autor genial». Quizás en esta liviandad con que se afronta la creación, en esta levedad que se le ha dado a las palabras «autor», «obra», «genio», «estilo», se refugien los restos tardíos de la irrealidad posmoderna.
Vattimo, el pensamiento débil
Retornemos a Vattimo. No lo vamos a despachar tan velozmente. Todo viene a ser objeto de comunicación. «Tal situación hace imposible concebir la historia desde puntos de vista unitarios»[1108]. Los medios de comunicación del nuevo siglo, afirma entregándonos en bandeja una herramienta para nuestra interpretación de la historia de hoy, tornan posible una comunicación en tiempo real de todo lo que acontece en el mundo, podrían parecer en realidad como una especie de realización práctica del Espíritu Absoluto de Hegel, es decir, una autoconciencia perfecta de toda la humanidad. Recordemos al grave Heidegger de Introducción a la metafísica: «Cuando un suceso cualquiera sea rápidamente accesible en un lugar cualquiera y en un tiempo cualquiera (…) entonces, justamente entonces, volverán a atravesar todo este aquelarre, como fantasmas, las preguntas: ¿para qué?, ¿hacia dónde?, ¿y después qué?»[1109]. El aquelarre mediático es para Vattimo, que no sigue a Heidegger en esto, la posibilidad de la diferencia, de las multiplicidades, de la pluralidad democrática. «Se lleva a cabo quizás (dice) en el mundo de los medios de comunicación una “profecía” de Nietzsche: el mundo real se convierte en fábula»[1110]. Postula que en la sociedad posmoderna la emancipación nada tiene que ver con ese mundo grave, denso, pesado, sustancial de Hegel y Marx, sino con la oscilación, la pluralidad y, en definitiva, la erosión del mismo «principio de realidad»[1111]. El mundo de la comunicación permite el desarraigo de la dictadura de lo Uno y la liberación de las diferencias. A esto le debemos llamar, dice Vattimo, el dialecto. El dialecto expresa la multiplicidad de racionalidades locales. ¿Está claro, no? Ya no hay una razón. Hay racionalidades locales, dialectos. «Minorías étnicas, sexuales, religiosas, culturales o estéticas, como los punk, por ejemplo»[1112]. Dejan de ser acallados. Gritan: ¡no existe una sola forma de humanidad! Somos la diferencia y queremos ser reconocidos y valorados como tal. Las manifestaciones por el orgullo gay en las calles de Buenos Aires encuentran su fundamento nutricio en estas teorías. Somos diferentes, ¿y qué? ¿O acaso hay una sola forma de humanidad? ¡Vive la difference! Esto no es una manifestación irracional de la espontaneidad. Las diferencias se manifiestan, se emancipan de la dictadura de lo Uno. Se entregan a los dialectos. ¿Qué es un «dialecto»? Es el idioma en que habla cada pueblo. Son miles de idiomas distintos que expresan identidades distintas. Cada dialecto, una identidad. Los dialectos «toman la palabra». No están más sometidos a una lengua universal. El lenguaje, todos los lenguajes, logran su libertad y se expresan. Se trata de un desarraigo de la razón omnímoda, dictatorial, antidemocrática. El «dialecto» es democrático. Expresa la pluralidad y todos los dialectos hablan entre sí conservando su diferencia. Cada «dialecto» sabe que es solo un «dialecto» entre otros y no pretende establecer hegemonía alguna. Hay una oscilación constante entre «pertenencia» y «desasimiento». Pertenezco al mundo de los «dialectos» pero soy también único, libre, desasido, diferenciado. Porque lo soy, desde ahí, desde mi individualidad, desde mi libertad plural, desde mi condición de ser uno más, un dialecto más, pero ser, a la vez, «yo», es que puedo «pertenecer» a la comunidad de «dialectos». «Filósofos nihilistas como Nietzsche y Heidegger (…) mostrándonos que el ser no coincide con lo más estable, fijo, permanente, que tiene algo que ver más bien con el acontecimiento (…) se esfuerzan por hacernos capaces de captar esta experiencia del mundo moderno»[1113]. Se me ocurre (y sobre todo a partir de un diálogo inmediato y de verdadero afecto por parte de los dos que tuvimos en un programa en que Miguel Rep iba a entrevistarnos), que Fernando Peña personaliza entre nosotros una postura gay, sin duda agresiva, pero, tal vez por eso, bien diferenciada, «dialectal» a lo Vattimo, aunque expresando más «desasimiento» que «pertenencia».
Vattimo esgrime una formidable frase de Nietzsche: No hay hechos, hay interpretaciones. También la utiliza para disolver la sustancia en un vértigo de interpretaciones. Esta es su postura hermenéutica. Todo es interpretación, e interpretación de interpretaciones. Este criterio —al hacer de la hermenéutica un vértigo indetenible— erosiona también todo principio de realidad. Cada «dialecto» es una interpretación. Vattimo exhibe un pensamiento. No es original pero maneja bien sus fuentes. Estamos ante la crisis del humanismo. ¿Cómo colocar al hombre en la centralidad si no hay centralidad? El hombre se disemina en la visión interminable de los «dialectos», cada uno de los cuales propone una versión diferenciada de la realidad. No hay «el hombre», hay hombres plurales que hablan dialectos plurales. Por tanto no hay utopía. Hay heterotopía: multiplicidad, pluralidad de mundos diferenciados, contingencia de la historia y no decurso necesario, diversidad, multiplicidad de relatos. Los relatos son tantos que erosionan también el principio de realidad. ¿Qué es la realidad? La realidad no es. Si fuera, sería algo. Si fuera algo, establecería un punto de vista único. La realidad es diversidad de relatos que se relacionan desde la diferencia de cada uno de ellos. ¿Adonde nos lleva Vattimo? Heidegger y Nietzsche lo constituyen. En El fin de la posmodernidad plantea que Heidegger —en Identidad y diferencia, texto decisivo para los filósofos post— plantea el encuentro del hombre y del ser por medio de la noción de ereignis. El hombre y el ser se reúnen recíprocamente en su esencia. Niegan la determinación que siempre les atribuyó la metafísica. Niegan la distinción entre sujeto y objeto. «Al perder estas determinaciones el hombre y el ser entran en un ámbito shwin-geend, oscilante, que a mi juicio se debe imaginar como el mundo de una realidad “aligerada” (…) Creo que en esta situación se debe hablar de una “ontología débil”»[1114]. Volverá a esto en otros libros suyos. En El pensamiento débil parte también del ereignis heideggeriano: es aquello que pervierte los rasgos metafísicos del ser, haciendo explícita su constitutiva caducidad y mortalidad. Rechaza el «fundamento». Ya lo sabemos: todo «fundamento» es metafísico pues hace de la verdad una centralidad única. No hay, en Vattimo, ni por asomo, un pensamiento de la verdad. La verdad es infinita y plural como lo es la hermenéutica, que no se detiene: ¿qué es lo que podría detener el vértigo de la interpretación, que, al serlo, erosiona, también, la realidad? No hay realidad, hay hermenéutica, interpretaciones sin fin. No hay así un «fundamento» sino una «desfundamentación», un «hundimiento». El término adecuado habla en italiano: sfondare. «Desfundamentar», «hundirse». Un sujeto desfondado, postula Vattimo, un sujeto imposible de «fundamentación». Este pensamiento de la «desfundamentación» es el pensamiento débil, el pensiero debole. La lógica de la hermenéutica lo lleva a la retórica. ¿Qué queda del ser? «Lo verdadero no posee una naturaleza metafísica, sino retórica»[1115]. En la Introducción de El fin de la posmodernidad Vattimo se sincera: «Este libro se propone aclarar la relación que vincula los resultados de la reflexión de Heidegger y Nietzsche, por un lado, reflexión a la que constantemente se remite, con los discursos más recientes sobre la época moderna»[1116]. En Más allá del sujeto desarrolla su tesis de la «Ontología del declinar».
Vattimo es un honesto pensador. Pero solo eso. No hay en él una sola idea original. (Afirmación muy concluyente: no se puede descartar que haya alguna). Pero la teoría de la multiplicidad y de los dialectos estaba en Foucault y en la destruktion que Heidegger hace de la metafísica. Heidegger elimina la posibilidad de un relato. Instaura otro: la Historia del Ser, que nadie ha cuestionado. Pero Heidegger es el primero en liquidar al sujeto cartesiano. Lo hace por medio de una relectura de Nietzsche, actitud heideggeriana que pone al loco de Turin en un primer plano. Todo el estructuralismo propone (sobre todo Foucault y Deleuze) la teoría del acontecimiento. Foucault elabora su ontología del presente, que es, desde luego una negación radical de la ontología sustancial hegeliana que Marx incorpora en su visión de la historia. No necesitaba Vattimo demasiado esfuerzo para extraer de ahí su «adelgazamiento del sujeto». En verdad, es más piadoso que Foucault con el sujeto: no lo mata, lo adelgaza. Tampoco requería un gran esfuerzo deducir el pensiero debole de la destrucción de la historia unitaria en Foucault. Y en cuanto a su Ontología débil es una relectura de la Ontología del presente foucaultiana. Antes dije de Foucault que había inventado a los posmodernos. Acaso, insisto, lo que estos añadieron fue el elemento de los mass-media. Pero Vattimo con una ingenuidad alarmante: los media crean una sociedad transparente. Esto es un franco disparate. Los media crean una sociedad de la mentira. Esto supondría que hay una sociedad de la verdad. Y no es lo que creo. Pero sí creo que los media —mintiendo creativamente— crean una realidad que es cualquier cosa menos transparente. Los media crean la realidad de los grupos de poder que los poseen. Hay media, fusiones de media, compras de media por el Poder, y hay media del poder que manipulan la realidad de un modo irrefutable, invencible. Me refiero a los media del gran Sujeto Comunicacional.
Voy a decirlo de una vez por todas: la filosofía, tal como la hemos visto desde Descartes, ha fracasado estrepitosamente. El sujeto cartesiano y el sujeto hegeliano están, hoy, más centrados que nunca. Nadie descentró al sujeto. Nadie lo adelgazó. Nadie lo deconstruyó. El sujeto absoluto es hoy el Sujeto del Poder Bélico Comunicacional. (Así: con mayúsculas fascistas). Este sujeto está globalizado y coloniza día tras día las subjetividades de los ciudadanos de este mundo. Su constitución ha sido reciente. Ni Sartre ni Foucault lo vieron. Y los posmodernos que presenciaron su surgimiento y consolidación lo interpretaron idílicamente, como el fruto maduro de una democracia comunicacional por cuyo medio se expresarían las distintas, múltiples voces de la libertad, sobre todo una vez caído el coloso comunista. ¿Error, ingenuidad o colaboracionismo? No son —arriesguemos— filósofos del «neoliberalismo». Pero son —sin la menor duda— filósofos de la caída del comunismo, expresada en el colapso de la Unión Soviética. La distancia entre una cosa y la otra es demasiado estrecha.
Baudrillard, una ontología-simulacro
¡Ah, sin embargo, aquí está Jean Baudrillard! Hay que tener sentido del humor, sentido de lo lúdico, y hasta posiblemente sentido del disparate para leerlo con placer. Son muchos sentidos para un ensayista que postula la muerte de todos. ¿Recuerdan esa formulación de Foucault que se basaba en Nietzsche: En el origen es el disparate? Baudrillard es el disparate. Pero no me entiendan mal: disparate en tanto dislate, absurdo, imprudencia. Es más un literato imaginativo, burlón, provocador, que un filósofo.
Baudrillard nos trae la buena nueva de la muerte de la realidad. Se podían hacer muchas cosas con la irrupción de lo «virtual» y su triunfo irrefutable, apabullante, anonadante (justamente: anonadante) sobre la llamada «realidad». Baudrillard las ha hecho casi todas. Vamos a seguirlo en sus juegos. Dejemos de lado esa visión negra, casi demoníaca (¡decimonónica, caramba, con el peso viejo de la modernidad encima!) que acabo de ofrecer de los «medios» como arma de constitución de las subjetividades, como armas de su idiotización, de su control, de su avasallamiento. Solo esos pesados de Adorno y Horkheimer (en ese capítulo de Dialéctica del Iluminismo: «La industria cultural: Iluminismo como mistificación de masas»), solo esos dos marxistas del pasado (pese a haber escrito ese libro «in the sunny California», donde reina el mundo de la simulación, su Imperio: Hollywood, a quien estos dos pobres dialécticos irredentos odiaron en lugar de amar), pudieron dotar de poderes diabólicos a los media. No, los media son la realidad. La crean, nos la entregan hecha. Baudrillard recurre a un gran creador de metáforas sobre lo imposible o los mundos imaginarios: Borges. Hay dos cartógrafos —narra Baudrillard narrando a Borges— a quienes se les encarga el mapa de un Imperio. Son tan obsesivos, ellos, que acaban por hacer un mapa tal como el Imperio es. Solo que ya el Imperio no es el Imperio. Lue go de la tarea de esos dos cartógrafos genios de la simulación, es un mapa. Y eso es todo lo que es. No debemos imaginar que el mapa es la irrealidad y debajo de él está el Imperio real. El simulacro Imperio —el mapa— ha eliminado a la «realidad imperio». «El» Imperio es ahora un simulacro. Por decirlo en términos de Heidegger —algo que, hasta don de yo sé, no hace Baudrillard, pero no necesita hacerlo, ¡hace tantas cosas!—, es lo «a los ojos». Y lo «a los ojos» es el Ser. Aunque «Ser» suena demasiado espeso, demasiado «real». Digámoslo así: lo «a los ojos» es lo que vemos, lo que vemos es lo virtual, y al ser lo virtual lo único que hay, lo «a los ojos» es lo virtual, dado que, en Baudrillard, lo virtual es el ser. Algo que él no dice, pero corre por mi cuenta, y creo, sin hesitación, que es así: siempre un filósofo pone al Ser en alguna parte. No hay diferencia ontológica porque no hay ontología. Hay, en todo caso, una ontología virtual. Una ontología-simulacro. Una ontología que no es. Y que si algo es, es pura simulación, seducción, simulacro. (Nota: Como vemos, Baudrillard ha avanzado por sobre la ontología débil de Vattimo. Su ontología no es débil. Mal podría ser débil algo que, sencillamente, no es. En su libro, uno de los mejores, de los más conceptuales, El crimen perfecto, Baudrillard abre el relato, el relato de un crimen, del siguiente modo: «Esto es la historia de un crimen, del asesinato de la realidad»[1117]. ¿Ontología débil? Ni eso. Asistimos, ahora, al asesinato de la ontología[1118]. Pero, al ofrecérsenos la «virtualidad» en la modalidad de lo «a los ojos», esa virtualidad es el «ente» heideggeriano sin ningún Ser que pueda «Ser en él» como «es en todos los entes sin agotarse en ninguno pero iluminando a todos». Pero saquemos a Heidegger del medio. Baudrillard es demasiado liviano y amusant como para estropearlo con la alemanidad sofocante de ese Rektor campesino que agarraba un martillo y era un martillo, que lo refería a un clavo que era un clavo, que lo refería a un cuadro que era un cuadro y que finalmente él se refirió entre estrépitos de la realidad, banderas con cruces gamadas, partituras de Wagner y Brahms e invocaciones a la grandeza y a las tormentas al rectorado de una Universidad en medio de ese movimiento que exudaba realidad, el nazismo. No, eso está muerto. Tan muerto como la «realidad».
La huelga de los acontecimientos
Baudrillard da por muerta la modernidad (algo que, le guste o no y creo que le gustaba, lo ubica entre los posmodernos) por exceso de realidad. Ocurrían demasiadas cosas en ese entonces: «Si fuera preciso caracterizar el estado actual de las cosas (escribe), diría que se trata del posterior a la orgía. La orgía es todo el momento explosivo de la modernidad (…) Ha habido una orgía total, de lo real, de lo racional, de lo sexual, de la crítica y de la anticrítica, del crecimiento y de la crisis del crecimiento. Hemos recorrido todos los caminos de la producción y de la superproducción virtual de objetos, de signos, de mensajes, de ideologías, de placeres (…) ¿Qué hacer después de la orgía?»[1119]. Él se va a encargar de responder extensivamente a esa pregunta. Pero su respuesta tiene una enorme originalidad. Ya que cuando alguien pregunta qué hacer después de algo, siempre propone otra cosa. Baudrillard no propone nada. Después de la orgía no hay que hacer nada. ¿Será así? ¿Por qué no? Esto entregaría a Baudrillard a un nihilismo sumamente activo y provocador. Han muerto todos los sistemas de interpretación del mundo. Han muerto los sistemas axiológicos. Ha muerto la verdad. Y ya no hay nada en el altar del sentido. Lo que sobre todo ha muerto es la realidad. Lo que existe es lo hiperreal, que es eso que no recubre la realidad, pues la realidad no está «a la base» de lo hiperreal como si fuera su esencia. Pero es la realidad porque es lo único que hay, solo que es la realidad en tanto hiperrealidad. Al no haber realidad no hay historia. Se dirá: ¿un nuevo Fukuyama, o no fue Fukuyama el que se hizo célebre diciendo que la historia había muerto? Baudrillard no dice que la historia ha muerto sino que la historia es una creación de la hiperrealidad que crean los medios. No vemos la historia. Vemos la historia que los medios reflejan para nosotros. A ver si nos entendemos mejor. Hay un texto de Baudrillard que se llama La huelga de los acontecimientos. No tiene desperdicio. «Lo que se ha perdido (escribe) es la gloria del acontecimiento (…) El acontecimiento prodigioso, aquel que no se calibra por sus causas ni por sus consecuencias, aquel que crea su propio escenario y su dramaturgia propia, ya no existe. La historia poco a poco se ha ido reduciendo al ámbito probable de sus causas y de sus efectos, y más recientemente todavía al ámbito de la actualidad, de sus efectos “en tiempo real”. Los acontecimientos no van más lejos que su sentido anticipado, que su programación y su difusión. Lo único que constituye una manifestación histórica verdadera es esta huelga de los acontecimientos, este rechazo a significar lo que sea, o esta capacidad de significar cualquier cosa. Este es el auténtico final de la historia, el final de la Razón histórica.
»Pero sería demasiado bonito si hubiéramos acabado con la historia Pues es posible que no solo la historia haya desaparecido (se acabó la labor de lo negativo, se acabó la razón política, se acabó el prestigio del acontecimiento), sino que todavía tengamos que alimentar su final»[1120]. La frase «se acabó el prestigio del acontecimiento» rememora a Foucault y a Deleuze, los cuales, sin acontecimientos, «se acabaron». (Baudrillard tiene un conocido librito: Olvidar a Foucault. Los foucaultianos respondieron: «Olvidar a Baudrillard»). Pero hubo un final que acaso no fue forzoso alimentar, que se alimentó solo: el del comunismo, eso que los liberales llaman el socialismo real. Como si Stalin hubiese sido tal cosa, el socialismo real, y cualquier otra formulación del socialismo, por utópica que sea, y debiera ser utópica ya que se plantearía para un horizonte futuro, sería no-real, algo que se traduce de inmediato como: falso. Seguimos con Jean: «Todo sigue sucediendo como si continuáramos fabricando historia (…) Un final de la historia que, caníbal y necrófago, sigue exigiendo nuevas víctimas, nuevos acontecimientos para acabar un poco más. El socialismo constituye un buen ejemplo de ello. A él le habrá correspondido, debido al fracaso de la razón histórica que pretendió encarnar, esta gestión final de la historia, esta alimentación del final»[1121]. Aquí, sin margen de duda, lo tenemos a Baudrillard entregado al festejo de la caída del socialismo y al finamiento de la historia que tal acontecimiento ha producido. Tal vez no esté lejos de Fukuyama, pero tiene más imaginación. Y sabe cómo conmover a la opinión mundial. Porque si el japo-yanki (¿me hará perder nivel académico llamar a Fukuyama el japo-yanki?) hizo temblar al mundo con su articulo The end of history, de 1989, y luego Samuel P. Huntington reinstaló la history y la beligerancia con su artículo de 1993 The clash of civilizations, el sagaz Jean publicó en 1991, en la editorial Galilée, su obra más resonante, que, le guste o no, fue un acontecimiento, o fue, al menos, uno que no estaba en huelga en ese momento, La Guerra del Golfo no ha tenido lugar. Hemos llegado al corazón del asunto. A eso que Richard Brooks, célebre director de cine yanki, llamaba the fucking point. (Nota: Cierta vez, en Hollywood, un joven cineasta consulta al veterano Richard Brooks, un hacedor de movies, un eficaz artesano que hizo, en general, malos films. El joven, atribulado, le dice a Brooks que siempre duda en el momento de situar la cámara. Que lo domina la incertidumbre cuando se trata de encontrar el ángulo adecuado: «¿Puede ayudarme, maestro?» Brooks le recomienda que alquile un video porno y lo vea cuidadosamente. El porno, en Baudrillard, es una hiperrealidad que exhibe más lo real que la mismísima realidad, es decir, que el sexo. El alumno de Brooks se sorprende por el consejo, pero acepta cumplirlo. Alquila un video porno y lo ve muchas veces. Al día siguiente, lo llama a Brooks y le dice: «Maestro, vi durante todo el día, muchísimas veces, un video porno y no encuentro qué enseñanza quiere usted que yo saque de allí en relación con mi problema sobre dónde poner la cámara en las escenas que filmo». Brooks solo responde: Get to the fucking point. A eso vamos —nosotros— ahora al tratar el famoso tema de la inexistente Guerra del Golfo en la ensayística baudrillardiana. Pues no hay nadie que no quiera llegar a ese fucking point cuando uno explica a Baudrillard).
La Guerra del Golfo no ha tenido lugar
Muchos eligieron burlarse de Fukuyama con la cuestión de la Guerra del Golfo. Mírenlo a este ideólogo del Departamento de Estado: decretó el fin de la historia y su país invade Kuwait. También se le podría haber dicho a Baudrillard: «¿Pero acaso la orgía no había terminado? ¿Hay algo más parecido a una orgía (de sangre, desde luego) que una guerra?» Baudrillard sabría preguntarse —no era ajeno a las fundamentaciones aunque abominara de ellas, pues ¿para qué fundamentar algo en un mundo sin fundamentos, in-fundado?— qué ocurriría luego de la orgía. After the orgy, what? (Es habitual en él usar frases en inglés, ignoro por qué). Bien, ¿qué viene después de la orgía? Se autopregunta: «¿Tarea de luto o melancolía? Ni una cosa ni otra sin duda, sino un interminable adecentamiento de todas las peripecias de la historia moderna y de sus procesos de liberación (de los pueblos, del sexo, de los sueños, del arte y del inconsciente, resumiendo, de todo lo que ha constituido la orgía de nuestra época), bajo el signo del presentimiento apocalíptico del fin de todas las cosas»[1122]. La última frase tiene un espesor ajeno al pensamiento de este hijo de campesinos ignorantes, que no tiene título universitario y tiene un talento notable para expresar una época en que una nada virtual, leve, indolora se apodera de todo. Este «pro sentimiento del fin de todas las cosas» es la certeza de la realidad a manos de los signos que la reemplazan. Pero after the orgy hubo una guerra. ¿Vieron?, decían los progres. Fukuyama es un idiota, un falsario, un idiota obediente del Departamento de Estado. El japo-yanki podría haber respondido: «Yo no dije que moría la historia en tanto producción de hechos. Puede haber nuevas guerras. Pero se darán dentro de la sociedad triunfal de la democracia de mercado. La historia terminó como lucha de los totalitarismos contra la democracia. De esa lucha surgió triunfal el mercado y su democracia. Ahora la historia se da en esa modalidad.
Al darse siempre así es que digo que terminó. La Guerra del Golfo es solo un inconveniente que los países de la democracia de mercado pronto solucionarán». Baudrillard tenía algo mejor armado y más radical. Hayan sido lo que hayan sido sus padres (algo que, en verdad, solo le importa a Jean), tenga o no título universitario, el astuto Jean tenía un aparato conceptual para ir más lejos que Fukuyama. Si la realidad había muerto, él podía decir, como dijo, y muy suelto de cuerpo, según suele decirse: La Guerra del Golfo no ha tenido lugar, libro que publica en 1991. Su tesis es brillante. La seguiremos por medio de su libro La ilusión del fin. En el capítulo «La ilusión de la guerra» escribe: «Estados Unidos hizo esta guerra del Golfo como si se tratara de una guerra atómica, por lo tanto a fin de cuentas como sustituto de una tercera guerra mundial que no ha tenido lugar»[1123]. Pero la guerra atómica (que supuestamente habría de tener lugar y que todos esperaban) no se produjo. Ergo, hubo que armar un wargame en miniatura. «Así, esta “orgía” militar no era una orgía en absoluto. Era una orgía de simulación, o una simulación de orgía (…) Los americanos hicieron la misma guerra cara a cara a la opinión mundial —a través de los medios de comunicación, de la censura, de la CNN, etc.— que en el terreno de las armas. Recurrieron mediáticamente a la misma bomba de depresión, que absorbe todo el oxígeno de la opinión pública.
»La amnesia, por sí sola, constituye una confirmación de la irrealidad de esta guerra. Sobreexpuesta a los medios de comunicación, subexpuesta a la memoria»[1124]. La profusión de información ahogó el acontecimiento. La televisión nos protege. ¿De qué nos protege? De una responsabilidad insoportable. «Su efecto y sus imágenes se autodestruyen en las conciencias. O sea, ¿el grado cero de la comunicación? Por descontado: la gente no se fía ni un pelo de la comunicación»[1125]. De aquí que nadie haya festejado la guerra del Golfo. Raro: ¿o no fue una victoria? Hubo doscientos mil muertos. Baudrillard dice que de eso «tampoco ha salido nada» o solo una cosa: «este maravilloso engendro que es el Nuevo Orden Mundial»[1126]. ¿Alguien recuerda la frase «Nuevo Orden Mundial»? No parece hoy (2008) muy ordenado el «mundo». ¿Qué hacer entonces con esta guerra? «Hay que poner en tela de juicio la evidencia misma de la guerra, cuando la confusión de lo real alcanza su punto máximo. Hay que pegar en la deficiencia de la realidad»[1127]. Jean dice que su libro (el célebre La Guerra del Golfo no ha tenido lugar) se leerá como un relato de ciencia ficción, como mera ficción, pues eso y no otra cosa es: ficción, no realidad. Igual que la Guerra del Golfo. Se mete, luego, con la Guerra de Troya. Con el «simulacro de Helena». Y hace un apunte valioso. Se refiere, tangencialmente, al oro. ¿Cómo no referirse al oro hablando de la Guerra de Troya? Dice que Helena era la forma universal de la belleza. De aquí que Helena sea irreal. Tan irreal como el oro, que es la forma universal de todo lo que puede ser pasible de comercialización. Bien, Helena y el oro son simulacros. «Toda forma universal es un simulacro, puesto que es el equivalente simultáneo de todas las demás, cosa que no le resulta posible a ningún ser real»[1128]. Por consiguiente, al simulacro lo descubrió Marx: es el fetiche de la mercancía. La mercancía a la que refieren todas las mercancías es el oro. El oro es universal. Él es el valor que da universalidad a todos los valores, en tanto todos, al referirse a él, participan de su universalidad. Esta es una anotación de gran riqueza. El mundo de la virtualidad es el mundo realizado del misterio de la mercancía. No hay objetos. No hay materialidad. Todo se remite a alguien que nadie toca, que nadie sabe dónde está. Voy a dar un ejemplo. Pero no, antes una sugerencia: relean la clase sobre El capital. Relean: «El carácter fetichista de la mercancía y su secreto». Ahí, Marx dice: «A primera vista, una mercancía parece ser una cosa trivial, de comprensión inmediata. Su análisis demuestra que es un objeto endemoniado, rico en sutilezas metafísicas y reticencias teológicas»[1129]. Este objeto endemoniado lo es —en una posible lectura— porque remite a un universal: el oro. El oro, al ser un universal, es un simulacro. El oro es la virtualidad más virtual dentro del universo virtual.