Clase 20

Freud, El malestar en la cultura

Se trata, ahora, de ir en busca de las huellas —o más que eso— que ha dejado Nietzsche en pensadores posteriores a él, que lo asumieron creativamente y desarrollaron puntos de vista presentes en su caudalosa/caótica producción. Ninguno de ellos pareciera haberse sumergido en ningún abismo, sino que, atreviéndose al caos de Nietzsche, enfrentaron el suyo propio y avanzaron en distintas zonas del saber. Esta clase habrá de iniciarse con el estudio de un texto de Sigmund Freud, el gran maestro vienés, padre del Saber que, como Ingmar Bergman o Woody Allen, encontró en este caudaloso paraje del Sur un lugar de privilegio, un amor correspondido, una pasión.

Por decir algo, digamos que Freud nace en 1856 y muere en 1939, luego de haber huido, un año antes, de Prusia a Londres a causa de la sumamente incómoda presencia de los nazis. La vulgata diría, sin equivocarse, que realizó la mayoría de sus trabajos en Viena (de aquí que, en la exposición, reemplazaremos a veces «Freud» por «maestro vienés», sobre todo si hemos dicho demasiadas veces «Freud») y que se interesó por los fenómenos histéricos, por la hipnosis pero… Ah, pero. Aquí entra el loco de Turin. Pareciera que Freud solo se habría colocado en la verdadera senda que lo conduciría a sus principales hallazgos al descubrir que la represión, el sofocamiento y el enmascaramiento del impulso sexual es lo propio de la cultura. La exposición de esta teoría —la más brillante y coherente al menos— la hizo en un notable texto, pequeño y poderoso, que publica en 1930, tres años antes de la llegada de Hitler al poder, ocho años antes de su exilio en Londres, nueve años antes de su muerte. Se trata de un texto muy respetado por los filósofos. Se trata, también, de una exposición breve pero precisa de las ideas del maestro de Viena y lo iré comentando con cierta morosidad, dado que el texto es tan rico que nada requiere serle añadido. Se trata, claro, de El malestar en la cultura.

Freud parte de una melancólica comprobación. Según él, una vez analizado someramente el plan de la «Creación», no pareciera que en él esté contemplada esa necesidad —en verdad, imperiosa— que tienen los hombres de ser felices. No obstante, tercos para resignarse ante un hecho semejante, se lanzan a buscar esa felicidad por distintos medios. Uno de ellos es el amor. Sobre todo si se tiene en cuenta que «una de las formas en que el amor se manifiesta —el amor sexual— nos proporciona la experiencia placentera más poderosa y subyugante, estableciendo así el prototipo de nuestras aspiraciones de felicidad»[398]. ¿Por qué, entonces, no quedarnos aquí? ¿Por qué no considerar qué el hombre, por medio del sexo, y sin más, se arroja en brazos de la felicidad que tanto desea? Pero Freud no se muestra optimista: «jamás (escribe) nos hallamos tan a merced del sufrimiento como cuando amamos»[399]. ¿Cuál es el riesgo del amor? Perder el objeto amado o perder su amor. Aún, dice Freud, queda mucho por decir sobre esto. Pero arriesguemos algunas reflexiones desalentadoras.

Lateralidad: amor y poder

Supongo que ustedes han amado o aman. Quiero decir: están o han estado, según se dice, enamorados. Cuando amo me pongo a merced del Otro (masculino o femenino). Si el Otro me ama tanto como yo lo amo, todo va bien. Pero si el Otro me ama más de lo que yo lo amo, se me someterá. Amar es aliarse con el lado natural de nuestra condición. Amar es ceder a los sentimientos. Quien ama se debilita. Se entrega a la otra conciencia. Recuerden el deseo hegeliano. Era, ante todo, deseo de su deseo. El que se sometía se transformaba en esclavo del que elegía su deseo por sobre el miedo a morir, por sobre lo natural en él. El que ama elige lo natural de sí en lugar de su conciencia, que no se entrega jamás, porque no es deseo del Otro, es deseo de sí. De este modo, el que ama deviene el esclavo hegeliano. Se esclaviza al amado. «Te amo ciegamente». (No te miro. No te juzgo. No te veo. Mi amor me ciega). «Te amo con todo mi corazón». (O sea, mi corazón es tuyo. Solo existe para vos). «Te amo locamente». (Me hiciste perder la razón, el raciocinio, la capacidad de inteligir, de pensar: podés hacer conmigo lo que quieras puesto que soy un/una idiota). El que elige (en una relación de amor) su deseo de sí por sobre el amor que lo arrojaría a los brazos (y al poder) del Otro es el que dominará en esa relación. Las relaciones de amor se establecen en el modo de la desigualdad. Siempre hay alguien que ama más que el Otro; en tanto que este Otro puede amar algo o puede amar nada. Esta relación de desigualdad puede funcionar y hasta puede durar largamente, si da origen a un contrato en el que ambas partes se satisfacen. Su peligro es que con frecuencia el dominio del que ama menos o ama nada puede —ante el sometimiento del enamoramiento del Otro, que es «ciego», ya que, en efecto, el amor es «ciego»— deviene sadismo. Este tipo de relación (enormemente difundida, aplastante) roza, toca, se confunde con la violencia, el abuso, la prostitución consentida a cambio de cierta «seguridad».

¿Existe la posibilidad de dos conciencias libres que, a la vez, dejen de serlo para entregarse al Otro, sin perderse como conciencias libres? Se trata de una utopía. El que ama puede amar pero no perderse en el amor. Estamos demasiado habituados al amour fou. A la expresión «romántica» del amor. «Me pierdo en ti, soy toda tuya/yo, te pertenezco». Bien, digamos que una amada inteligente acaso le dijera a ese amador empedernido: «Mirá, no te pierdas en mí. No tengo tanto lugar como para tenerte. Además, si te perdés en mí, ¿qué me queda de vos? ¿Dónde está la persona que decidí amar?». La, digamos, utopía es la de dos conciencias deseantes que se entregan sin perderse, sin dejar de ser lo que son ni aun en la entrega al Otro, el que sabrá disfrutar ese «resto decisivo» que el que ama conserva de sí, porque es el resto de la libertad, el que le permitirá ser creativo, libre, lúdico, y será, sobre todo, la verdadera garantía de una relación libre: que cualquiera de los dos sea capaz de dejar al otro cuando el otro ya no sea el que estableció, en el origen, esa relación compleja entre dos libertades que es el amor. Faltaría analizar la cuestión sexual —de la que Freud se ocupará, previsiblemente, con extensión—. ¿Qué papel juega en el esquema dominador-dominado? El que es capaz de contener su goce, sin dejar de gozar, pero administrándolo, instrumentándolo para provocar el goce del Otro que no puede manipular el propio y (al no hacerlo porque goza más que el que lo administra) se entrega al manipulador, ese, dominará en la relación. El que más goza es el que más se entrega, el que pierde. El que menos goza, o el que más puede controlar su goce, es el dueño de la situación. El famoso «dolor, de cabeza» que el machismo adjudica a las mujeres pero es patrimonio de ambos miembros de la relación, es una técnica de negación del sexo y dominación por medio de ella. Observemos, aquí, que el «poder» proviene de «amar menos» o, en el terreno sexual, de «gozar menos». Es la conciencia la que, al manejar lo instintual, entrega el poder sobre el Otro. Se podrá objetar que no se trata de «gozar menos» sino de manipular el goce para dominar al Otro. Pero ese «objetivo» es un punto de racionalidad perversa introducida en el goce que solo puede llevar a su pérdida de pureza, a su limitación. Todo poder tiene su precio. Si se vive para el poder, no se ama ni se goza. Si se ama y se goza, el que ama y goza se somete al poder.

La cultura contra la libido

En suma —y volviendo a Freud—, el amor lleva a la infelicidad: «jamás somos tan desamparadamente infelices como cuando hemos perdido el objeto amado o su amor»[400]. La felicidad, esquiva como es, el hombre, sin embargo, la sigue buscando. Pero hay una frustración fundamental que pesa sobre él y lo arroja en brazos de la neurosis: «no logra soportar el grado de frustración que le impone la sociedad en aras de sus ideales de cultura, deduciéndose de ello que sería posible reconquistar las perspectivas de ser feliz, eliminando o atenuando en grado sumo estas exigencias culturales»[401]. ¡Aquí está, en el maestro de Viena, la presencia del loco de Turin! Esta imagen de la sociedad —o de su forma político-contractual: el Estado— está en el dibujo que hace Nietzsche del hombre gregario, del burgués de la décadence, del lector de periódicos que ha sofocado sus instintos para integrar la moral del rebaño. Supongo que, si alguno de ustedes se venía preguntando por qué entremetí a Freud —aparte de nuestra condición de porteños psiconeuros y portuarios o neuroportuarios— en todo esto, ya su ansiedad está satisfecha con el debido ansiolítico: la aparición de Nietzsche en el corazón del freudismo. Esta aparición se irá acentuando, pero con un esplendente añadido: el del talento del propio Freud.

Si ustedes, como tantos pensadores que han decidido arreglar cuentas (o sea: liquidarlo) con el sujeto cartesiano, acabar, digamos, con Narciso, al que se le llama así, Narciso (¿al cogito, no?), por el lugar en que Descartes lo puso, ahí, en la centralidad de todo, si ustedes, entonces, decía, quisieran herir de muerte o, cuanto menos, bajarlo a ese Narciso de su sitial, que es el de la razón traslúcida, sin opacidades, clara y distinta, ¿con qué le tirarían, qué munición gruesa utilizarían contra él para herirlo sin retorno? Acertaron: con el inconsciente freudiano. ¿Qué le diría Freud a Descartes? Analizaría su miedo. «¿Por qué usted se vino a Holanda para escribir su Discours?» «Tenía miedo», diría Descartes. «¿A qué?» «¿Cómo a qué? A la Inquisición, al Poder de la Iglesia». «¿Y ese miedo cree usted que es racional?» «No, es emocional, es parte de las pasiones, el hombre tiene todo tipo de pasiones». «Es cierto, usted escribió sobre eso, fue un avance de su parte. Pero, ese cogito en el que se ha refugiado, ¿lo imagina ajeno a la pasión del miedo que tanto lo ha hecho sufrir?» «Por supuesto, el cogito es el principio primero e indubitable». «¿Usted, cuando tiene miedo, qué hace?» «Cuando tengo miedo, tengo miedo». «¿Y cuándo no tiene miedo?» «Me distraigo: me como las uñas, abro y cierro la puerta de mi habitación, me lavo las manos siete veces en veinte minutos, cuento mis pasos, no piso las juntas de las baldosas, me como los pellejos de los dedos y me pongo cataplasmas en el pecho porque tengo una obstrucción bronquial que me impide respirar normalmente». «Ah, Monsieur Descartes, todo eso es el inconsciente. El día que pueda hacer análisis lo descubrirá en la sesión psicoanalítica. Por ahora, sufra. Pero sepa que el Narciso que dio a luz es un esclavo de los instintos pulsionales».

Paul Ricœur llamó a Marx, Nietzsche y Freud los «pensadores de la sospecha». Son los tres que, en el siglo XIX, embistieron contra la razón centrada en el sujeto. De donde vemos la importancia de ocuparnos de Freud.

El maestro de Viena se apresta —ahora— a darnos su definición de cultura, eso cuyo malestar estudia en este trabajo. La cultura «es la suma de las producciones e instituciones que distancian nuestra vida de la de nuestros antecesores animales y que sirve para dos fines: proteger al hombre de la Naturaleza y regular las relaciones de los hombres entre sí»[402]. Retengamos esto: el hombre instrumenta la cultura para protegerse de la Naturaleza. El hombre, ¿se protege de la Naturaleza o, protegiéndose de ella, la aniquila? Sí, la aniquila. El hombre es el gran depredador de la naturaleza. Pero, para serlo, tiene que armarse de todo aquello que le permita destruir. El hombre no es un dios. Se hace un dios a través de la técnica, que es su obra maestra destructiva. El hombre, por medio de la técnica, se transforma en un dios. ¿Qué es, entonces, el hombre? Dice Freud: «El hombre ha llegado a ser, por decirlo así, un dios con prótesis: bastante magnífico cuando se coloca todos sus artefactos, pero estos no crecen de su cuerpo y aun a veces le procuran muchos sinsabores»[403].

Empieza Freud a rondar el tema del amor, central en su discurso. Dice que no todos los hombres merecen ser amados. Pero, algo más y decisivo, dice que el amor es el amor sexual, que este amor sexual fue coartado en su origen, donde fue «plenamente sexual y sigue siéndolo en el inconsciente humano»[404]. Sin embargo, y aquí aparece la punta del agudo problema, el amor sexual y la cultura no se llevan bien, «el primero se opone a los intereses de la segunda, que a su vez lo amenaza con sensibles restricciones»[405]. Hay, pues, un divorcio entre amor y cultura. ¿Qué pasa, en esta encrucijada, con los hombres, qué pasa con las mujeres? El maestro de Viena dice que las mujeres «representan los intereses de la familia y de la vida sexual»[406]. Los hombres, en cambio, tienen que salir a enfrentar el mundo de la cultura e, incluso, tienen que hacerlo con su actividad de hombres. Tenemos entonces dos situaciones diferenciadas: 1) las mujeres, en tanto principio de la familia, permanecen en el hogar, al cuidado de los hijos; 2) los hombres salen en busca del trabajo, están obligados a cumplir con sus tareas por lo cual tienen que «sublimar sus instintos, sublimación para la que las mujeres están escasamente dotadas»[407]. Situación sin salida: el hombre gasta su libido en el trabajo, ¿de dónde sustrae esa libido? Se la sustrae a la mujer y a la vida sexual. Además, en el trabajo, está todo el tiempo con otros hombres «y su dependencia de las relaciones con estos, aun llega a sustraerlo a sus deberes de esposo y padre»[408]. Así las cosas: «La mujer, viéndose relegada a segundo término por las exigencias de la cultura, adopta frente a esta una actitud hostil»[409]. Con frecuencia he dado este texto en distintos cursos. Al oírlo, las mujeres sonríen y piensan que Freud es un burgués algo bobo del siglo XIX. Se trata, aceptemos, del texto de un hombre del siglo XIX. Pero hoy, cuando las mujeres trabajan tanto como el hombre o, incluso, son ellas las que tienen trabajo transformándose así en las sostenedoras del hogar, el esquema de interpretación freudiano se aplica a ellas tanto como a los hombres. La cultura, hacer todos los días la cultura, sustrae la libido que el hombre (y las mujeres) necesita para su vida sexual. Freud ve el desarrollo de la cultura como el de la eliminación del instinto sexual. «Ya la primera fase cultural, la del totemismo, trae consigo la prohibición de elegir un objeto incestuoso, quizá la más cruenta mutilación que haya sufrido la vida amorosa del hombre en el curso de los tiempos»[410]. La cultura, en resumen, sustrae a la sexualidad la «energía psíquica que necesita para su propio consumo»[411]. La imagen adecuada sería la de un pueblo o una clase social enemigo que se arroje sobre otro y lo someta. La cultura sofoca la sexualidad infantil y luego continúa su tarea. Su tarea es la de mutilar la sexualidad para hacerse. Así, condena la homosexualidad, la bisexualidad y la heterosexualidad. Freud señala que la vida sexual del hombre se halla en pleno proceso involutivo, como su dentadura y su cabellera. ¿Vemos a Nietzsche en estos planteos? ¿Quién reclamaba la liberación de los instintos, quién hablaba de la sujeción al Estado y a la vida burguesa como la muerte de todo lo sano y lo fuerte que hay en el hombre?

No amarás a tu prójimo como a ti mismo

Freud se incluye pasionalmente en este texto y hasta nos hace saber de sus desalientos o —raramente— de sus pequeños avances. Establece que «la experiencia psicoanalítica» demuestra que las personas neuróticas son las que menos toleran las frustraciones de la vida sexual que impone la cultura. Pero no reaccionan, sufren. Sigue, Freud, en una búsqueda de la que pareciera no saber el final, apenas el sendero, y a veces. ¿Por qué la cultura adoptó este camino, la oposición a la vida sexual? Ha de seguir indagando. Encuentra, así, uno de los postulados centrales de la «sociedad civilizada». Ese que dice: «Amarás al prójimo como a ti mismo»[412]. Es anterior al cristianismo, pero este lo ostenta como «su más encomiable conquista»[413]. Propone, Freud, algo: tener frente a semejante precepto una actitud ingenua, como si nunca lo hubiésemos escuchado. Nos extrañaríamos. ¿Amar al prójimo como a mí mismo? ¿Por qué? «¿De qué podría servirnos? Pero, ante todo, ¿cómo llegar a cumplirlo? (…) Mi amor es, para mí, algo muy precioso, que no tengo derecho a derrochar insensatamente. Me impone obligaciones que debo estar dispuesto a cumplir con sacrificios. Si amo a alguien, es preciso que este lo merezca por cualquier título (…) Merecería mi amor si se me asemejara en aspectos importantes, a punto tal que pudiera amar en él a mí mismo (…) debería amarlo si fuera el hijo de mi amigo, pues el dolor de es-te, si algún mal le sucediera, también sería mi dolor»[414]. Freud avanza.

No solo no debe amarlo, sería injusto que lo hiciera: ¿qué le dirían sus prójimos, que aprecian su amor como una preferencia, cómo podría equipararlos así simplemente con un extraño? ¿Puede alguien decirle a un hijo que ama a un extraño tanto como a él? ¿Lo entendería el hijo? ¿Lo entendería si le dijéramos que hay una ley que me lo impone, ya que me impone amar a todos como a mí mismo? Freud sigue jugando con la ingenuidad: el método es poderoso. Las grandes verdades de la cultura raramente toleran las miradas ingenuas. Dice: «¿A qué viene entonces tan solemne presentación de un precepto que, razonablemente, nadie puede aconsejarse cumplir?» Pero no: peor aún. Freud se encuentra con nuevas dificultades: «Este ser extraño no solo es en general indigno de amor, sino que —para confesarlo sinceramente— merece mucho más mi hostilidad y aún mi odio»[415]. ¡Formidable! Freud era un transgresor. Es tan desaforadamente incorrecto que sigue abundando con esta demostración por la que escupe alevosamente sobre el cristianismo y uno de sus preceptos esenciales, ¿como quién? Ni necesitamos nombrarlo. Pero con Freud y con Nietzsche el cristianismo la pasó mal. De todos modos, todos saben que sigue más vivo que nunca. O tanto como siempre. El Papa acaba de decir algo inenarrable: «Occidente está sordo ante Dios». Solucionó todo. No se trata ya del silencio de Dios, se trata de la sordera del hombre. Todo el cine de Bergman, que gira alrededor de ese asunto, el silencio de Dios, pudo haberse solucionado con un buen otorrinolaringólogo: «Señor Bergman, no es que Dios no le hablaba. Es que usted está sordo». La imaginación de Papas y teólogos para justificar la infinita ausencia de ese dios que ellos proponen es digna de otras causas. Volvemos a Freud. ¿Por qué, Maestro, ese hombre, ese ser extraño al que el cristianismo lo impele a amar, no solo no merece su amor, sino que merece su odio? La respuesta de Freud —están avisados— explicitará que no tiene en especial estima a sus conciudadanos. Ese «otro» al que le exigen amar «No parece alimentar el mínimo amor por mi persona; no me demuestra la menor consideración. Siempre que le sea de alguna utilidad, no vacilará en perjudicarme (…) Más aún: ni siquiera es necesario que de ello derive un provecho; le bastará experimentar el menor placer para que no tenga escrúpulo alguno en denigrarme, en exhibir su poderío sobre mi persona, y cuanto más inerme yo me encuentre, tanto más puedo esperar de él esta actitud para conmigo»[416]. El otro no solo no es digno de mi amor (¿cómo podría yo obedecer ese absurdo mandato cristiano?), sino que es, a las claras, mi oponente, mi enemigo, el que buscará, no bien pueda, denigrarme; no debo, pues, ante él, estar inerme, bajar los brazos, debo estar atento, en guardia, se trata de una lucha y no hay piedad. Sigue Freud: «La verdad oculta tras de todo esto (…) es la de que el hombre no es una criatura tierna y necesitada de amor, que solo osaría defenderse si se la atacara, sino, por el contrario, un ser entre cuyas disposiciones instintivas también debe incluirse una buena porción de agresividad. Por consiguiente, el prójimo [el prójimo, es decir: aquel a quien supuestamente debemos amar o amparar con nuestros valores cristianos, con los que justifican la existencia de la cultura, con la compasión, la piedad, la comprensión y hasta el sacrificio] no le representa únicamente un posible colaborador y objeto sexual, sino también un motivo de tentación para satisfacer en él su agresividad, para explotar su capacidad de trabajo sin retribuirla [Freud conocía el plusvalor que el capitalista extrae del obrero], para aprovecharlo sexualmente sin su consentimiento, para apoderarse de sus bienes, para humillarlo, para ocasionarle sufrimientos, martirizarlo y matarlo. Homo homini lupus: ¿quién se atrevería a refutar este refrán después de todas las experiencias de la vida y de la historia?»[417] Se trata de uno de los textos más oscuros, más abiertamente negativos sobre la condición humana. ¿Cómo no incluir este libro de Freud entre los grandes libros de la filosofía? Descarto que habrán detectado ustedes todas las influencias de Nietzsche. Pero Freud va más allá de esas influencias, como todo verdadero pensador. Es inimaginable Nietzsche preocupándose por la explotación obrera. No, Freud ve la totalidad de la existencia y es sobre ella que se pronuncia, condenándola. Textos como este no se escriben en cualquier etapa de la vida. Podemos encontrar poetas de la desesperación con veinte o veinticinco años. Pero seguramente habrá ahí una actitud estética, o un gesto desmedido que derrocha vida, fuerza. Hay que ser fuerte para proponer una estética de la destrucción. O de la autodestrucción. Hay que ser fuerte para inmolarse. Pero Freud ya tiene setenta y cuatro años cuando escribe las reflexiones sin retorno de este libro. A esa edad se ha visto mucho. Y un hombre se vuelve santo y cree en cualquiera de las formas de la trascendencia (que están para librarnos de los hombres) o mira a sus semejantes y mira en sí mismo y los encuentra ahí, es decir, no se ve distinto de ellos, y entonces dice: «el hombre no es una criatura tierna y necesitada de amor». Era 1930 y los horrores de la Gran Guerra (de «la guerra que habría de terminar con todas las guerras») estaban muy cercanos y el horror de la próxima también. El antisemitismo era moneda corriente en Alemania, el nacionalsocialismo ya había desplegado todas sus banderas y la sensación de una catástrofe era ineludible. Surge, entonces, sin matices compensatorios, la visión oscura de este judío vienés, genial y ya sombrío, tan sombrío como el barro de la historia que pisa, como la Europa en la que escribe y piensa. Define al hombre como «una bestia salvaje que no conoce el menor respeto por los seres de su propia especie»[418]. Para Nietzsche, que pensaba en la raza de señores, esto era bueno, era bueno que el hombre fuera bestial, pero no con los de «su propia especie», o, para decirlo en sus términos, con los suyos, con los de su rango de señores, sino con los gregarios, con los inferiores, con la plebe. Freud lee a Nietzsche y descubre en él muchas cosas, pero las resuelve de otro modo. Igual, la relación es clara. Freud escribe: «las pasiones instintivas son más poderosas que los intereses racionales», y ahí está Nietzsche. Se nota, no obstante, en el maestro vienés, un desaliento y hasta un cansancio que no vemos en Nietzsche. Freud, a lo largo de todo este ensayo, no encuentra la solución a su planteo. Cree, incluso, que pierde el tiempo, que aburre: «Ninguna de mis obras me ha producido, tan intensamente como esta, la impresión de estar describiendo cosas por todos conocidas, de estar malgastando papel y tinta»[419]. Se vuelve, reflexivamente, hacia la experiencia comunista. «Los comunistas creen haber descubierto el camino hacia la redención del mal. Según ellos, el hombre sería bueno de todo corazón, abrigaría las mejores intenciones para con el prójimo, pero la institución de la propiedad privada habría corrompido su naturaleza»[420]. Pero, es «verdad que al abolir la propiedad privada se sustrae a la agresividad humana uno de sus instrumentos, sin duda uno muy fuerte, pero de ningún modo el más fuerte de todos»[421]. La agresividad se manifiesta de muchas, demasiadas maneras. Siempre está, siempre surge. Freud habrá de mencionar la intolerancia extrema del cristianismo hacia los gentiles no bien el apóstol Pablo hiciera del amor universal el fundamento de la comunidad cristiana. Y habrá de llegar a uno de sus puntos más hondos con el análisis del comunismo, al que precede de una frase sobre la ambición germana de supremacía mundial y su recurrencia «como complemento a la incitación al antisemitismo»[422]. Pero lo que le asombra, por su ineficacia, es «la tentativa de instaurar en Rusia una nueva cultura comunista que recurra a la persecución de los burgueses como apoyo psicológico»[423]. Se pregunta, aquí, preocupado, «qué harán los soviets una vez que hayan exterminado totalmente a sus burgueses»[424]. La pregunta se la hace, como sabemos, en 1930, el año en que el aparato cultural y político staliniano se consolida, el año en que Stalin prohíbe a Shostakovich, el año en que empiezan las purgas y los campos de concentración. La pregunta de Freud tiene una helada justeza, es precisa como un bisturí. Él sabía la respuesta, hasta tal punto conocía el alma destructiva de los humanos, que no se detiene jamás. Cuando los soviets terminaron de exterminar a los burgueses, empezaron a exterminar a los comunistas.

Dostoyevski, Nietzsche, Freud

A esta zona fatal, ineludible de la condición humana, a esta zona tramada por la destrucción, Dostoyevski la vio antes que Nietzsche y antes que Freud. Nietzsche, que no era de reconocer precedentes, que era un profeta, el filósofo del porvenir, escribió de Dostoyevski: «Respecto del problema que aquí se plantea, es importante el testimonio de Dostoyevski, el único psicólogo, dicho sea de paso, que tuvo algo que enseñarme, constituyendo una de las venturas más sublimes de mi vida, en mayor grado que el descubrimiento de Stendhal»[425]. ¿Qué les parece? Miren si será grande Dostoyevski como para que Nietzsche (que fue, sin duda, un grande) le reconozca algo así, le reconozca, sin más, haber sido «una de las venturas más sublimes» de su vida. Ocurre que el inmenso novelista de la inmensa tierra rusa, cuya gloria solo Tolstoi puede igualar, aunque, ellos, eran totalmente diversos, y lo que en Tolstoi terminó por ser una aceptación santa del sentido de la vida, en Dostoyevski jamás dejó de ser desesperación, incapacidad lacerante de creer en Dios, lucha sin cuartel entre Aliosha e Ivan Karamazov («Si Dios no existe, todo está permitido», frase que habrá sacudido a Nietzsche hasta la última de sus vísceras), Dostoyevski, digo, escribió en 1864, cuando Nietzsche tenía apenas veinte años y Freud ocho, Memorias del subsuelo, el texto impecable del hombre abyecto, que se hunde en su propia abyección y goza con ella, del hombre pequeño, miserable, que caminará todas las tardes por la avenida Nevsky, cruzará un puente en dirección contraria a la de un oficial del zar, siempre a la misma hora, para caminar hacia él, sentir que puede embestirlo, que debiera embestirlo porque, los dos, caminan por la vereda, escueta, aledaña al puente, y el oficial viene hacia él, y están por chocar, y no chocan porque el placer del hombre miserable, del hombre del subsuelo, es bajar de la vereda, prestamente, dejarle paso al oficial, humillarse, todos los días humillarse así y gozar con esa humillación. De este hombre, Dostoyevski escribirá sus «memorias», y lo que este hombre dirá de la humanidad no será prudente, ni agradable.

El «hombre del subsuelo» se describe a sí mismo, se presenta al lector antes de narrarle algunas peripecias de su vida; esa «presentación» tiene la forma de un breve ensayo en que desfilan tanto los temas más opulentos de la historia humana como banalidades y caprichos que parecieran no tener sentido y, casi seguramente, no lo tienen. «Cuando parecía más furioso, la más leve atención, una taza de té, hubiera sido bastante para apaciguarme»[426]. El «hombre del subsuelo» considera a la «conciencia» una enfermedad y dice gozar encenegándose cada vez que piensa en lo «bello» y lo «sublime». No sabemos si el texto es de tono ensayístico o se trata de una verborrea patológica con torrentes de flujo de la conciencia, esa «enfermedad». Pero no es casual que Nietzsche calificara a su admirado escritor ruso de «psicólogo»; el texto abunda en precisiones de ese orden: «Me he pasado la vida mirando a los hombres de soslayo; nunca he podido mirarlos a la cara»[427]. Porque este hombre es un ratón y sabe que es un ratón que está «en su madriguera asquerosa y maloliente»[428]. Desde esa madriguera se atreve a decir sus verdades, las escupe. Pero su escupitajo hiere lo «bello» y lo «sublime», exhibe la insensatez profunda de todos los emprendimientos humanos: «tengo empeño en comprometerme declarando con todo descaro que todos esos admirables sistemas y teorías que pretenden explicarle a la Humanidad cuáles son sus intereses normales, para que, invenciblemente impelida a perseguir su logro, se vuelva al punto generosa y buena, no son para mí hasta ahora más que meros sofismas. Porque sostener la teoría de la renovación del género humano (…) es para mí casi lo mismo que afirmar, por ejemplo, con Buckle, que la civilización suaviza el carácter del hombre, haciéndole, por ende, menos sanguinario y dado a la guerra»[429]. Nuestro hombre subterráneo ya se ha reído de Thomas Henry Buckle, que adscribía, desde la historia, al evolucionismo de Darwin, que escribió un libro defendiendo esta posición y apareció, el libro, en 1864, en Rusia, precisamente cuando Dostoyevski escribía el suyo, es decir, la deslenguada, irrespetuosa diatriba del hombre del subsuelo. La civilización, nos ha dicho, y lo ha dicho burlándose de Buckle, no sirve para nada, no mejora al hombre ni evita las guerras. ¿Será que las provoca? Escuchemos (porque, aquí, estamos escuchando a un deslenguado extravagante, esperpéntico): «Si la civilización no ha hecho más sanguinario al hombre, este, bajo su influjo, se ha vuelto más rastreramente cruel que antes»[430]. Freud ha leído este texto, no lo duden. Nuestro charlatán sigue embistiendo contra la razón: «Y si ustedes dijeran que también todo —el caos, las tinieblas y la maldición— se puede calcular aplicando una tabla matemática y que, con un anticipado cómputo de probabilidades, todo esto se puede evitar, permitiendo así que la razón retome las riendas, entonces el hombre fingiría y se haría el loco para, una vez perdida la razón, poder mantenerse en sus trece»[431]. ¿Cómo, se pregunta, habrán de convencerlo de algo tan absurdo, cómo habrán de convencerlo de que «dos y dos son cuatro»? Si dos y dos son cuatro, ¿dónde queda mi libre albedrío? No, el hombre no es el de la aritmética, no es el de la escuadra, no es el de la lógica. Porque: «Que el hombre propende a edificar y trazar caminos es indiscutible. Pero ¿por qué se perece también hasta la locura por la destrucción y el caos?»[432] Todo es más complejo: Reconozco que lo de dos y dos son cuatro es excelente cosa, pero de eso a ponerlo por las nubes… ¿cuánto mejor no es esto otro de dos y dos son cinco?»[433] Es mejor. Pero lo es porque hunde su verdad en la dimensión turbia, oscura del alma humana: «seguro estoy de que el hombre no dejará nunca de amar el verdadero sufrimiento, la destrucción y el caos. El sufrimiento es la única causa de la conciencia»[434]. Y hasta la con-ciencia es superior a eso de dos y dos son cuatro. «Después de dos y dos son cuatro ya no queda nada (…) Solo nos resta amurallar nuestros cinco sentidos y abismarnos en la contemplación (…) salvo que todavía podemos flagelarnos a veces a nosotros mismos, y esto siempre reanima. Por retrógrado que esto resulte, siempre es mejor que nada»[435].

¿Qué leyó Freud aquí? «Dos y dos son cuatro» es la cultura. Al someternos a ella, al anular nuestras pulsiones instintivas para crearla, aniquilamos «nuestros cinco sentidos». Esto lleva al sadismo. Pero el paso que sigue al sadismo es la autodestrucción: «todavía podemos flagelarnos un poco a nosotros mismos». Y cuando Dostoyevski dice, de la historia, que se puede, de ella, afirmar lo que se quiera menos «que es prudente», ¿no está cuestionando el planteo teleológico hegeliano? ¿Qué es una historia «no prudente» sino la historia de ruinas que ve el Angelus Novus de las Tesis de Benjamin?

También Roberto Arlt y, desde luego, todos los boedistas leyeron y amaron a Dostoyevski. Tengo para mí que muchos rasgos de Erdosain están inspirados en el hombre del subsuelo. En el personaje de Arlt existe el deseo de emerger del abismo, de esa vida mediocre, de todo cuanto lo hunde en la insignificancia. Se le ocurre acudir al crimen, matar: todos los Códigos de la historia, entonces, habrían sido escritos para él. Pero la idea del crimen —que lo llevaría a ser reconocido por la cultura— lo acobarda. Esa pulsión se le invierte, se le vuelve sadismo, se le vuelve suicidio.