Clase 47
El fin de la posmodernidad (II)
«¿A qué se llama posmodernidad? No estoy al corriente», dice Michel Foucault. Se trata de un reportaje de 1983 que aparece en la revista Telos y el que pregunta, ante un Foucault con prisa y sin mucho interés por los temas que le proponen, decide aclararle qué diablos es eso que él, tan alegremente, desconoce: «Habermas atribuye el término posmodernidad, en la corriente francesa, según dice en su texto sobre la posmodernidad, a la corriente “que va de Bataille a Derrida, pasando por Foucault”»[1069]. El texto de Habermas es uno viejo y muy famoso en su momento que llevaba por nombre La modernidad, un proyecto incompleto. Aquí, en Argentina, lo usaban los «progres» para discutir con los «posmos». Y en otros lados también. Habermas intentó ser un cruzado de los valores de la Ilustración contra los «neoconservadores» (así los llamaba) de la posmodernidad. Hizo mal su tarea. Sobre todo porque es un señor tan europeo, tan alemán ahíto, tan académico, tan «soy la democracia», «soy la conciencia moral de la Alemania de posguerra», «soy el que viene después de Heidegger, el gran filósofo alemán pero no nazi sino democrático», tan todo eso que resulta previsible y porque —y aquí está el centro de gravedad de la cuestión— lo que impulsó a partir de sí, lo que opuso a los vaivenes o a los coqueteos irracionalistas de los posmodernos, esa «acción comunicativa y razón sin trascendencia» fue tan anodino como su aspecto, su tono y su estética de filósofo burgués académico y célebre del Primer Mundo. Es notable la conclusión de su tan consultado El discurso filosófico de la modernidad. Durante todo el libro critica con rigor y hasta con severidad los diferentes intentos por salir de «la filosofía del sujeto». Bien, cuando le llega el turno, cuando tiene que decir eso que nosotros llamamos popularmente «la suya», ¿qué hace? Propone «otra manera de salir de la filosofía del sujeto». Y no, Herr Habermas. Cuando uno hace algo así no termina proponiendo «otra manera» de hacer lo que todos los otros hicieron mal. Intenta, si quiere en verdad aportar algo nuevo, ser disímil, imaginar o pensar lo diferente, algo distinto. Algo totalmente distinto. ¿Qué habría sido eso? No buscar «otra manera de salir del sujeto», sino no salir del sujeto. Además, ¿no resultaba claro todo ese cruce del desierto? Si quienes quisieron salir del sujeto se equivocaron siempre, algo había en esa empresa que malbarataba los intentos por llevarla a cabo. No era que se equivocaban siempre en los medios utilizados para salir del sujeto. Se equivocaron en el obstinado intento de hacerlo. Conservar el sujeto respondiendo y hasta asumiendo las críticas que se le hicieron, esa era la empresa. El sujeto, de la manera que sea, cuestionado, diseminado, deconstruido o periferizado (como nos proponemos hacerlo nosotros) conserva intacta su salud problemática. No puede decirse lo mismo de la mónada leibniziana ni del esquematismo kantiano, por mencionar algo.
Retorno al entrevistador de Foucault. El hombre (y por eso lo saqué a luz) tiene el coraje de ilustrarlo sobre un tema que su entrevistado dice desconocer. La posmodernidad «sería la idea que encontramos en Lyotard, según la cual la modernidad, la razón, habría sido un “gran relato” del que finalmente nos habríamos liberado en una especie de saludable despertar; la posmodernidad sería el estallido de la razón, la esquizofrenia deleuziana; la posmodernidad, en todo caso, revelaría que la razón no ha sido en la historia más que un relato entre otros, un gran relato ciertamente, pero un relato entre otros, al que se podría hacer suceder en nuestros días por otros. ¿Se sitúa dentro de esa corriente y cómo?» «Debo decir que me encuentro bastante apurado para responder —dice Foucault, sin duda mintiendo y riendo secretamente. ¿Por qué este señor lo va a hacer hablar de lo que no quiere? No obstante, dice algo valioso—: Mientras que detrás de lo que se ha llamado el estructuralismo veo claramente que había un problema que era, a grandes rasgos, el del sujeto y el de la reestructuración del sujeto, sin embargo, no veo en aquellos a los que se llama posmodernos o posestructuralistas, cuál es el tipo de problemas que tienen en común»[1070]. (Aclaro, acaso sin necesidad, que la propuesta de que Foucault miente y ríe secretamente en tanto responde me pertenece. Pero ¿cómo interpretar una frase tan traviesa como «debo decir que me encuentro bastante apurado para responder»? Apurado de apuro, de «escaso de tiempo». También podría ser «tomado de apuro». Sería lo mismo. La intención de Foucault es alejarse del tema, que equivale a alejarse de la posibilidad, inconveniente para él, de ser incluido en el todo-vale posmoderno).
El puñal en el corazón de la tela
Ya hemos introducido a Lyotard, ya fechamos su obra, nos resta seguir sus desarrollos. «Este estudio (escribe no bien abre su libro) tiene por objeto la condición del saber en las sociedades más desarrolladas»[1071]. Nada que ver entonces nosotros con la posmodernidad. Lyotard (y no se equivoca) se concentra en la «condición del saber» en esas sociedades que se señalan a sí mismas y son por todos señaladas como las que mayor desarrollo han alcanzado. Se trata de las sociedades metropolitanas. Desde el saber popular se sabe que «saber es poder». Por lo tanto, si Lyotard se «concentra» (como el saber: que se «concentra» en las sociedades centrales) en las sociedades metropolitanas es porque ahí está el objeto de su estudio. La posmodernidad, en suma (y esta no es una de sus características secundarias), es un fenómeno que se da en el centro del mundo. Habrá, como hubo una modernidad periférica, una posmodernidad periférica, no lo dudemos. En tanto, sigamos la posmodernidad de Lyotard. Que el término esté «en uso» en el continente americano (ya sabemos: no somos nosotros, son ellos, son los States) «en pluma de sociólogos y críticos», revela la amplitud del concepto. Abarca demasiado: nace en la arquitectura, se expande en el arte, Guillermo Roux hablará en una mesa redonda en el San Martín de una pintura expuesta en el Museum Modern Art de New York y, en esa pintura, su rabioso, iracundo artista posmoderno, había clavado un puñal. Recuerdo, yo estaba ahí, el éxtasis de Roux (gran artista): ¿qué era eso? ¿Qué era esa puñalada? Fácil: era el asesinato del arte como significación a manos del arte como elusividad, como hendija, como huida, como inapresabilidad, era el asesinato del arte «firmado», del arte de autor, era la muerte de la sustancia, de la densidad conceptual, del arte perdurable, era la exaltación del arte como fugacidad, era el asesinato del arte como testimonio, como compromiso, como palabra unívoca, ahora el cuadro nada dice, no habla, solo podemos ver que esa puñalada lo ha acallado para siempre, pero dice más ahora que antes, ¿qué dice?, habla a gritos de la abominación de su autor (es él quien ha clavado ese puñal), que no espera nada de las voces de los otros, que no podrán juzgar lo ya juzgado, lo ya muerto por el artista. Hice esto para matarlo. Ustedes digan lo que quieran. Mi opinión esta dada. Como vemos, clavar un cuchillo en una tela es un acto poderosamente posmoderno. Instaura una interpretación (dada por el gesto extremo del autor) pero la abre a las infinitas interpretaciones de los otros, que no aceptarán que el artista cierre el vértigo hermenéutico con una mera puñalada. Finalmente opinarán todos y la materialidad del cuadro ya no será tal. Se volverá pura interpretación. Pura discursividad. Pura elusividad. Las interpretaciones, al sumarse, al montarse unas sobre otras, licuarán la materia original que devendrá incierta, devorada por una hermenéutica incesante que se alejará de la materialidad inicial hasta volverla insustancial, pura virtualidad en manos de un logos incesante que, por fin, solo refiere a sí mismo. La discursividad ha reemplazado lo real. Para fijar con alguna prepotencia (no crean que esta palabra es necesariamente mala: la uso para esos momentos en que uno toma el toro por las astas) la diferencia entre el concepto posmoderno y el moderno del arte, no voy a alejarme del artista del puñal en el corazón de la tela. (¿No es un buen título para una novela policial El puñal en el corazón de la tela?) Imaginen a Turner, a Goya, a Rembrandt, incluso al muy autodestructivo Van Gogh, que bien podría haber acuchillado todas sus obras y acaso intentó hacerlo. Imaginen a Velázquez. El artista de la modernidad ejerce su arte con la densidad de su tiempo y de su historia. Todo tiene peso para él. Lo que pinta. Lo que de él dice la pintura. Lo que la pintura dice de su tiempo. Los horrores de la guerra de Goya expresan un devenir terrible de la historia. Goya dibuja y pinta una historia con sustancia, con sentido, con un sentido, incluso, pavoroso, un sentido que, para producirse, necesitaba la mano de un gran artista. Ese sentido de la historia le da sentido a su arte. Más: su arte extrae su sentido del profundo sentido interno de la historia que se expresa brutalmente en fusilamientos y gritos y arrepentimientos tardíos. Todo, para Goya, está claro. Nada es liviano, nada es leve, nada es simulacro. Los que matan, matan. Los que mueren, mueren. Y los que pintan, pintan. Jamás clavaría un puñal en su lienzo porque los puñales han sido antes hundidos hasta el mango en los cuerpos de los sacrificados. Es Goya, además, quien, desde el abismo de la tragedia de la resistencia española, dice una frase que toda la posmodernidad hará suya, uniéndola a la crítica de la razón en Adorno, en Heidegger, en los posestructuralistas y en ellos, los posmodernos: «El sueño de la razón produce monstruos». ¡Toda la Dialéctica de la Ilustración (esa teleología que lleva de las Luces a Auschwitz) está en la frase de Goya! ¡Ah, ese espesor, ese ontos que las cosas tenían en la modernidad! ¿Por qué? Porque la historia estaba en batalla. Porque los hombres jugaban su destino en guerras cruentas. Porque nada tenía la palidez, la somnolencia de lo decidido. Goya pinta sus horrores cuando los napoleónicos fusilan a los españoles rebeldes, porque han invadido su patria y porque quieren conservarla y para hacerlo tienen que matar, ya que la guerra se hace así: matando a los otros. El iracundo individualista del Modern Art Museum habita una temporalidad decidida de la historia. Habita, acaso, una no temporalidad. ¿Qué es el tiempo sino eso que surge cuando las diferencias (por no decir los conflictos) se enfrentan? El tiempo tiene que ver con la muerte y si tiene que ver con ella tiene que ver con la guerra. ¿Solo hay tiempo en la guerra? Digamos, por ahora, que es más relevante, más urgente, que es más peligroso y que hacer algo antes o después del tiempo en que debe ser hecho es morir: eso es el tiempo de la guerra. El pintor del Museum of Modern Art puede matar su pintura. Vive en un tiempo de guerras (momentáneamente, siempre momentáneamente) resueltas. Y si no hay violencia, la pone él. La densidad de su tiempo histórico (el sentido de la historia) llevaba a Goya a pintar sus cuadros, sus grabados. Rembrandt quería su nombre porque la historia se extendía ante él y ahí, en ella, quería ser alguien. Una historia sustancial es raro que genere artistas de la liviandad. La burguesía quería el poder. Napoleón quería devorarse Europa. La Santa Alianza se preparaba. ¡Cuánta historicidad! ¿Dónde se escribía todo eso sino en los hechos en que se expresaba? Parte no desdeñable de esos hechos eran los cuadros de los grandes pintores. Ponían ahí su firma. Arrojaban su nombre al torrente de la historia. El posmo del Modern Art, no. Si el Muro aún seguía en pie, la URSS ya era una ausencia. Se respiraba un aire fresco, único de ausencia de historicidad. (O, lo que es lo mismo, una presencia de historicidad resuelta. Guste o no, la percepción que el mundo entero tiene de la historia es la de «fuerzas en conflicto». Al desaparecer la URSS, desapareció el conflicto, desapareció la Historia. No en vano apareció Fukuyama para decir lo que todos sabían porque latía «en el aire que se respiraba»). Acaso no hubiera, después de todo, poderosas corrientes subterráneas, eso que los entendidos llamaban teleologías, que llevaran a alguna parte. Pareciera que no vamos a ningún lado. Que no hay Ser, que no hay grandes relatos, que ya nadie acude a la pasión para hacer algo grande en la historia, sino a la simulación, a la seducción, a las historias pequeñas e in-densas, claras, ligeras, esponjosas. ¿No decía Nijinsky «caminemos como si nos deslizáramos»? Bien, deslicémonos. No voy a poner mi nombre en ese cuadro. Voy a matar en él toda posibilidad de trascendencia. Es efímero. Nació y murió sin propósito ni autor, es anónimo. La posmodernidad pinta escondiendo la personalidad y el trazo del autor (pensemos en Roy Lichtenstein o en Andy Warhol, posmodernos avant la lettre) o baila deslizándose sobre las ruinas del Muro, sobre una historia que dejó atrás su espesor.
Pero nada es fácil. Si el muy seguro de sí artista del Museum of Modern Art buscó, con su gesto, decir: «Vean, este cuadro no tiene el peso de las “obras de arte” sino la liviandad de lo que nace para morir de inmediato y lo presento, ya, muerto», se equivocó en algo. Es el precio de todo nihilismo. Sartre, alguna vez, lo advirtió: «Decir (dijo) que el hombre era una nada, una pasión inútil, un imposible, era mi secreta posibilidad». Nuestro artista, para nihilizar su obra, para exhibir su absoluta insustancialidad, la asesina. Pero el asesinato es un hecho absoluto. Tuvo que recurrir a un acto absoluto para insustancializar su obra. ¿Puede el nihilismo surgir de la libre elección de lo absoluto? (¿No es el nihilismo un absoluto? ¿No es el nihilismo, en tanto absoluto, una contradicción entre términos? ¿Se puede pensar la Nada como una libertad que me condena a ser responsable único y total de mis actos, como una libertad sin condicionamiento alguno, absoluta?) Acaso debió ser más retraído. No clavar el puñal en la tela y conformarse con no firmarla. Con no decir que era suya. Todo habría sido más intrascendente, más liviano, más, sí, light. Pero no habría tenido el peso, la sustancialidad anonadante de una puñalada. Entonces, ¿a qué conclusión llegamos? A que la búsqueda de la espectacularidad (que es también posmoderna: la sociedad del espectáculo) lo llevó a utilizar los medios bélicos de los «horrores de la guerra» para llamar la atención sobre la insustancialidad, lo efímero y anónimo del arte. Todo un contrasentido. (Nota: Como la hermenéutica es una pasión que se dispara en múltiples direcciones podríamos también decir que nuestro artista buscó lo contrario de todo cuanto le hemos atribuido hasta aquí. Buscó la eternidad. Clavó su cuadro contra la pared del Museum of Modern Art. Esa puñalada feroz lo tendría ahí, sujeto, para siempre. Nadie podría descolgarlo. El puñal unía el cuadro al Museo. Era, ahora, parte de él. Había atravesado la tela y había penetrado el ladrillo del Museo. Era uno con él. El Museo era —ahora— otra cosa. Había un antes y un después del Museo. Antes, no tenía un cuadro clavado. Ahora sí. Descolgar el cuadro era —ahora— hacer del Museo otra cosa de lo que había llegado a ser. Descolgar el cuadro era destruir el Ser del Museo).
La crisis de los grandes relatos de legitimación
Seguimos con Lyotard. Dice que su análisis se va a centrar en «la crisis de los relatos»[1072]. La ciencia, aclara, «está en conflicto con los relatos»[1073]. Pero eso que no le gusta de ellos —que sean, tal vez, «fábulas»— lo debe dejar de lado en su búsqueda de fundamentación. Debe, ella, legitimarse. Debe elaborar un discurso de legitimación. Este «discurso» se llama filosofía. Todo discurso de legitimación es un metalenguaje, un lenguaje que se refiere a otros o un sistema de signos que se refiere a otro sistema de signos. La filosofía, en tanto discurso de legitimación, es un metadiscurso que recurre a grandes relatos para hacer su tarea de disciplina fundante. Lyotard enumera algunos de esos relatos: la dialéctica del Espíritu, la hermenéutica del sentido, la emancipación del sujeto razonante o trabajador. Se ha decidido llamar «moderna» a la ciencia que se remite a estos relatos para legitimarse. En otro texto, que ya citamos, lo dice con mayor desarrollo y claridad. Los «grandes relatos de legitimación» serían: «Relato cristiano de la redención de la falta de Adán por amor, relato auf-klärer de la emancipación y de la ignorancia por medio del conocimiento y el igualitarismo, relato especulativo de la realización de la Idea universal por la dialéctica de lo concreto, relato marxista de la emancipación de la explotación y de la alienación por la socialización del trabajo, relato capitalista de la emancipación de la pobreza por el desarrollo tecnoindustrial»[1074]. En suma, los «grandes relatos» son: el cristianismo, la Ilustración, el hegelianismo, el marxismo y el capitalismo. ¿Hay algo que los une? Desde luego: son, ante todo, relatos. En tanto relatos ordenan y legitiman los acontecimientos históricos. (Volveremos sobre esto). «Pero (escribe Lyotard) todos ellos sitúan los datos que aportan los acontecimientos en el curso de una historia cuyo término, aun cuando ya no quepa esperarlo, se llama libertad universal, absolución de toda la humanidad»[1075]. Volviendo, ahora, al texto de La condición posmoderna, Lyotard nos ofrece una definición, simple, dice, pero tal vez suficiente: «Se tiene por “posmoderna” la incredulidad con respecto a los metarrelatos»[1076].
Hay, para Lyotard, un cambio de estatuto en el desarrollo del saber. Digamos ya que si algo interesa en este pensador es su insistencia en el poder del conocimiento. Cuanto más sabe una sociedad, más poderosa es. Hay una relación de hierro entre saber y poder. La acumulación, posesión y manejo del saber determina el lugar que una sociedad tiene ante las otras. Ese lugar es un lugar de poder que esa sociedad, por medio de las armas de su saber, ha conquistado. La relación de poder es la relación central que se establece entre las sociedades. Y es también la que determina que ciertas sociedades sean «desarrolladas» y otras estén (según suele decirse, ya veremos esto) en «vías de desarrollo». «El saber (escribe Lyotard) es una clase de discurso. Pues se puede decir que desde hace cuarenta años las ciencias y las técnicas llamadas de punta se apoyan en el lenguaje»[1077]. (Completa Lyotard: «La fonología y las teorías lingüísticas, los problemas de la comunicación y la cibernética, las álgebras modernas y la informática, los ordenadores y sus lenguajes, los problemas de traducción de los lenguajes y la búsqueda de compatibilidades entre lenguajes-máquinas, los problemas de la memorización y los bancos de datos, la telemática y la puesta a punto de terminales “inteligentes”, la paradología: he ahí testimonios evidentes y la lista no es exhaustiva»[1078].) El saber, dice, ha asumido en los últimos años el papel de «la principal fuerza de producción»[1079]. Esto, claro, en los países «desarrollados». Modificó, de hecho, la composición de las poblaciones activas de esos países. Y en cuanto a nosotros, los periféricos que no tenemos el saber, se ha convertido en un embudo, y en el principal de los embudos. «En la edad postindustrial y postmoderna (sigue Lyotard), la ciencia conservará y, sin duda, reforzará más aún su importancia en la batería de las capacidades productivas de los Estados-naciones. Esta situación es una de las razones que lleva a pensar que la separación con respecto a los países en vías de desarrollo no dejará de aumentar en el porvenir»[1080]. Lyotard asume en este texto el gran relato del capitalismo desarrollado sobre los países de la periferia, a los cuales, muy falsamente, llama «países en vías de desarrollo». ¿Hay una vía al desarrollo? ¿Qué es el desarrollo? ¿Un horizonte abierto para todos? Lyotard había incluido al relato capitalista entre los relatos de legitimación que habían entrado en crisis junto con el cristianismo, el iluminismo, el hegelianismo y el marxismo. Había escrito: «Relato capitalista de la emancipación de la pobreza por el desarrollo tecnoindustrial». Asume este relato al utilizar el concepto «vías de desarrollo». Claro es que la pobreza condena a los países periféricos porque no hay una única vía al desarrollo en la que los países más desarrollados (y sé que estoy diciendo algo que se sabe desde hace mucho tiempo por estos arrabales de la historia) solo van adelante y los otros, los que están «en vías de desarrollo», ya los alcanzarán pues se encuentran en la misma vía, la única. Esta es una falacia digna de los editorialistas de los diarios de la derecha en la Argentina o de algún badulaque, de algún majadero con medios gráficos y televisivos a su disposición. Raro que la use Lyotard. Es una grosería teórica. Si hay una «vía de desarrollo», entonces el «relato capitalista» sigue en pie. La historia es lineal y lleva a un futuro de plenitud para todos. Pero no, no existe esa vía. Los países «en vías de desarrollo» van por otra vía. De aquí que la separación entre las dos vías (y aquí Lyotard es sincero) se continúe ampliando de un modo ya apocalíptico, sobre todo si pensamos en África, India o los invadidos, misileados países islámicos. La periferia no tiene «tren de la historia». Ni tiene «vía» a la cual pueda incorporarse. Ninguna de sus posibles vías es la vía por la que transitan las potencias metropolitanas. Admitamos, en beneficio de Lyotard, que si mencionó, sin desnudar su falacia, lo esencial del relato capitalista (la imagen de la vía que lleva a todos a la plenitud, a unos antes que a otros, solo eso), lo hizo admitiendo que la «separación» entre el «gran tren» y los «pequeños trenes» cada vez sería más pronunciada. Debió señalar, esta es la única crítica, que el concepto «vías de desarrollo» implicaba esa falacia, estaba construido por sobre esa mentira. Una mentira que se nos dice todos los días. Durante los días en que escribo este texto, por ejemplo —sé que así le pongo una fecha pero precisamente eso pretendo—, los editorialistas de la derecha critican crispadamente cada acción del gobierno de Chávez y cada acercamiento del Gobierno argentino al —para mí— locuaz y excesivamente colorido personaje porque este no es «bien mirado» por Estados Unidos y acercarnos a él nos aleja de la gran potencia rectora de los destinos del mundo. Lo que hay detrás de esto es la vieja defensa del Occidente cristiano, de la propiedad de la tierra, de los buenos negocios, del terror añejo, desgastado pero siempre vivo al «comunismo» que es, en el fondo, el mismo terror que se le tiene al «populismo». En suma, no nos arruinen nuestros buenos negocios. Están respaldados por el poderoso tren que encabeza el carril de la Historia. Nosotros no vamos en ese carril ni nunca iremos, pero eso no nos impide tener negocios con él y tener, sobre todo, el arsenal último y decisivo que defenderá nuestros negocios, nuestras tierras, nuestro estilo de vida y, como decía Cané, el honor de nuestras mujeres.
La sociedad posmoderna es una sociedad transparente
Seguimos con Lyotard. Se apresta a introducir en su discurso una palabra esencial de la posmodernidad: transparencia. Si lo «comunicacional» pasa a primer plano, ¿qué es lo que garantiza? Seré obvio y breve: lo «comunicacional» (que es lo propio del saber posmoderno) «comunica». Lo que «comunica» establece vínculos. Si la «comunicación») es óptima (y lo es y cada vez más), el vínculo comunicacional será «transparente». La sociedad posmoderna es una sociedad transparente. «El Estado (escribe Lyotard) empezará a aparecer como un factor de opacidad y de “ruido” para una ideología de la “transparencia” comunicacional, la cual va a la par con la comercialización de los saberes»[1081]. Es desde libros como este (de enorme importancia en el saber de los países centrales) que en la periferia las clases dirigentes justificaron el desmantelamiento del Estado. Un desmantelamiento que Lyotard no aconsejó para los países «en vías de desarrollo», no porque así lo haya dicho sino porque no lo dijo, porque no tenía que decirlo, porque él no se dirige a los países perdedores de la historia, y no porque sea mala persona o no tenga sensibilidad social, sino porque no le importa, porque él, sencillamente, les habla a los países propietarios del saber, que son los metropolitanos. Esta era la tarea de Lyotard. La redituable canallada de la clase política de los países «en vías de desarrollo» fue adquirir ese discurso y aplicarlo donde no debía ser aplicado, ya que no había sido dicho para aplicarlo aquí. Además, no hay quien no lo sepa, el «desmantelamiento» del Estado fue su venta escandalosa y corrupta. En esto fueron cómplices todos los banqueros de los países centrales que sabían mejor que nadie que los periféricos se hundían y los dejaron hundirse y se unieron a sus clases corruptas en calidad de cómplices. Se posmodernizaron países que ni siquiera habían tenido modernidad.
Lyotard termina este capítulo vaticinando la desaparición de la hegemonía absoluta del capitalismo «americano» (un francés al fin, Lyotard), el decaimiento de la alternativa socialista (el libro es anterior a la caída de la Unión Soviética) y la apertura «probable» del mercado chino. Pero se reserva una palabra, la gran palabra del posmodernismo, para definir a la sociedad liberal de mercado: «la transparencia del liberalismo», escribe. Un modo de esta «transparencia» es el cambio que se produce en la clase dirigente: «La disposición de las informaciones es y será más competencia de expertos de todos los tipos. La clase dirigente es y será cada vez más la de los “decididores”. Deja de estar constituida por la clase política tradicional, para pasar a ser una base formada por jefes de empresa, altos funcionarios, dirigentes de los grandes organismos sindicales, políticos, confesionales (…) Las “identificaciones” con los grandes nombres, los héroes de la historia actual, se hacen más difíciles»[1082]. Vemos, así, que la «condición posmoderna» es una descripción de algo que podríamos llamar «capitalismo terciario» o mejor «capitalismo informático». Esto va a avalar nuestra tesis final sobre el mundo de hoy. Desde la informática es que ahora el poder realiza la «sujeción» de la que hablaba Foucault. Si se pedía —desde el último Foucault, el de El sujeto y el poder— defender nuestra subjetividad, estamos seriamente en riesgo de perderla por completo. El capitalismo pareciera haber advertido muy claramente la cuestión y su poder informático-comunicacional «se queda» con la subjetividad del sujeto. No se la quita, la penetra. La conquista. Entre Hollywood, la televisión e Internet la represión toma ese matiz placentero que Foucault señalaba. No toda represión es violenta. Ni desagradable. Nos van a entretener hasta morir. Vamos a terminar por ser la basura informática que desean hacer con nosotros, o con lo que va quedando. Porque esto empezó hace tiempo. (Hay un trabajo sobre el tema en mis Escritos imprudentes II: «La colonización de la subjetividad»).
Así como el año 1986 es posterior al año 1979, es posterior La posmodernidad (explicada a los niños) a La condición posmoderna. (Nota: ¿Qué es esta misteriosa addenda que dirige el libro «a los niños»? Es una boutade. Lyotard pretende que el lector entre en su obra como un niño, abierto, puro, dispuesto a deslumbrarse. Se trata de un pensamiento nuevo que exige un espíritu nuevo, libre de las ataduras del denso pasado historicista, marxista, hegeliano o existencialista. Lo divertido de la cuestión es que el libro tiene el estilo complejo de su autor y muchos, en medio del auge posmoderno, ese momento que tiene todo «ismo» en que los ambiciosos de ilustrarse aunque más no sea para tener de qué hablar en los cocktails o en los parties, se arrojan sobre todo texto que pueda iniciarlos en el nuevo culto, se dieron de narices contra dificultades para iniciados, crucigramas o filosofemas reservados para especialistas en filosofía y no «para niños». En suma, todos los «niños» que compraron este libro de Lyotard se sintieron defraudados: no entendían nada y debían buscar otros puertos —todavía no existían esas colecciones «para principiantes»— para enterarse de algo y balbucear entre un whisky y otro algunas palabras clave: relato, seducción, simulacro, desarraigo, diferencia, dialecto, fábula, multiplicidad, sociedad del espectáculo, irrealidad y, en suma, modernidad-caca/posmodernidad-cool). Lyotard retorna en este libro el tema de los grandes relatos. Antes, se concentra en señalar lo que el pensamiento de las Luces tiene para él de nefasto y no es menos que lo que Adorno y Horkheimer encontraron ahí. La condena de la Aufklärung es un lugar común en todos los pensamientos de los sesenta y los setenta y aún los ochenta. Abominar de la Aufklärung es irreprochable, acabadamente posmoderno. Así, el texto de Adorno y Horkheimer entra fuertemente en el esquema de poder posmoderno. Ahí están: ¡dos marxistas que añoran los tiempos anteriores a la Revolución Francesa! Martin Jay, biógrafo de la Escuela y de Theodor Adorno, dijo algo certero: los frankfurtianos, al girar el eje marxista de la lucha de clases a la relación del hombre con la naturaleza concedieron demasiado a los enemigos. Se ganaron un lugar en el panteón posmo alla Heidegger. La razón instrumental de la Dialéctica del Iluminismo es una intachable discípula, una obediente relectura de la crítica de Heidegger al mundo de la modernidad. (Nota: De donde vemos cómo Adorno y Horkheimer, con este cambio de eje, con el cambio de la centralidad del análisis en la lucha de clases a la centralidad del análisis en la relación del hombre con la naturaleza, también, y nada menos que en esto, en el eje, abandonaron a Marx por Heidegger). ¿Cómo no habrían de apoderarse de ella los posmodernos? Si hay tantos libros de Adorno por todas partes es porque ya dejó —desde 1940 en adelante, desde que leyó las Tesis de Benjamin, desde que las utilizó sin citarlas— de ser un pensador marxista. Su destino estaba en el dodecafonismo, en su estudio obsesivo. En un torpe, casi jocoso artículo de The Economist aparecen, unidas, las fotos de Adorno, Hayek y Derrida. Derrida y Adorno, posmodernos. Hayek, inspirador de Foucault. Una vulgata, claro. Pero hasta una vulgata reclama un verosímil. (Ni Sartre ni Merleau-Ponty podrían haber estado en esa nota de The Economist. Cada uno se gana su «vulgata». O, como se suele decir, tiene la que se merece). Dialéctica del Iluminismo, con su furioso ataque a la razón, con su exaltación del universo mítico anterior a la Aufklärung y con la descomedida afirmación que desde la Ilustración se llegaba directamente a Auschwitz (¿qué extraña filosofía de la historia era esta?) es acogida por el heideggerianismo posmoderno. Heidegger es quien ve en la Ilustración el culto a la razón dominadora del ente e indiferente ante el ser, incapaz de escucharlo, de ocupar ese claro desde el que, si el pathos de la escucha nos constituye, él (el Ser) nos reclamará. Voy a trazar más adelante el mapa de lecturas que la hegemonía de Heidegger en el pensamiento contemporáneo ha estructurado. Hegemonía que implica la de Nietzsche, a partir del cual se expanden otras ondas de influencias. Aclaro algo: ya no voy a demostrar que la lectura que Heidegger hace del mundo moderno (y que todos aceptan) es la lectura de un nazi y que algo de ese nazismo debe necesariamente estar en las entrañas de esa lectura y debe haberse deslizado a quienes la aceptaron con los brazos abiertos. No tengo dudas: hay nazismo en todos los seguidores de Heidegger. (No en Sartre, no en Merleau-Ponty, sino en todos los que aceptan la versión que el Rektor de Friburgo ofrece de la modernidad tecnocapitalista. Trataremos con mayor detalle este tema). Pero ya no importa. No le importa a nadie. No podemos anularlos con ese argumento ni tiene sentido. Ellos le han dado su propio sentido. Y el sentido esencial con que el pensamiento europeo de los sesenta y los setenta incorpora la crítica de Heidegger a la modernidad y su sujeto está en el deseo de salir de Marx, de no caer con la Unión Soviética, de ingresar al triunfo del liberalismo, aun en la modalidad de la crítica, pero estar ahí y pensar el mundo desde fuera de la lucha de clases, la dialéctica, la historia, la revolución y la ontología fuerte del sentido, el pensamiento fuerte y sustancial de los hechos de la historia, el sujeto fuerte de la praxis, y la exigencia de una actitud agresiva y militante ante el victorioso capitalismo post-muro que habría de durar eternamente, dado que la historia había concluido. Y no hay nada más antimarxista que decir que la historia concluyó. Porque si concluyó y el sometimiento sigue, y la explotación sigue, y la guerra sigue, y los totalitarismos toman otras formas, una de dos: o se dice que no, que no terminó; o se insiste en que sí, en que terminó para siempre y se nos invita a la estética de la liviandad, a la ontología débil, a los relatos múltiples que se neutralizan y disuelven los unos a los otros, a la historia sin sustancia, sin sujeto, sin praxis, delgada y resuelta para siempre.
Lyotard, repasando, insiste, tanto como Adorno y Horkheimer, en que la maldición de los grandes relatos (que incluyen y disuelven todas las otras identidades, todas las otras historias, todas las otras temporalidades) radica en su condición totalizadora. Un gran relato es totalizador. El relato instaura una lectura de la historia donde no la hay. La crea. Al crearla, como todo buen narrador, elige lo que le conviene para su historia. Al hacerlo deja muchas cosas de lado, ya que no convienen a su relato. Este relato, por fin, se postula como una lectura de los hechos que es una filosofía de la historia. Todos sabemos que estas filosofías se arrogan la condición de cumplirse inexorablemente, dado que están inscriptas en los hechos de la historia. Son su sustancia, su secreto devenir, su sentido. Esto, se indigna Lyotard, es totalitario. Anula las diferencias, las diversidades y lleva a los extremos del horror: Auschwitz. Este punto es difícil de probar. Pero no hay alumno de Letras o de Filosofía que ande suelto por ahí y que acabe de leer Dialéctica del Iluminismo que no odie, según él, muy fundamentadamente, la Filosofía de las Luces (¡que hizo la Revolución Francesa!).
Hay demasiadas multiplicidades por estos ámbitos
La condición posmoderna, ergo, abomina de los metarrelatos. Veamos: ¿qué establece un metarrelato? Establece: 1) un sentido; 2) una linealidad; 3) una utopía; 4) un motivo de lucha, de praxis: por consiguiente, un sujeto; 5) un horizonte de plenitud, dado que lo fundamental del metarrelato de fundamentación es que asegura la plenitud del horizonte al que se aspira. Bien, la posmodernidad no cree en estos relatos. Son los relatos del «nosotros» de la modernidad; es, sin más, la humanidad sufriente (o una parte de ella, el proletariado, que redimirá, con su redención, a las otras) la que dejará en una hora cercana o lejana pero segura, garantida por las leyes mismas de la historia, de padecer. ¿Qué imagina Lyotard en lugar de este esquema algo ya fatigoso y que, según vemos, no parece poder realizarse? Imagina juegos. Un mundo optimista de múltiples comunidades, todas pequeñas, que, al serlo, no tiene ninguna el poder de someter a las otras. ¿De dónde sacó esto Lyotard? De Wittgenstein. Quien, como buen lingüista, habla de los «juegos del lenguaje». La pregunta es: ¿pueden los hombres (que son seres, en rigor, bastante destructivos, maléficos y hasta demoníacos, dado que, si el Diablo existe, en ellos habita) entregarse a la acción simbólica de los actos de comunicación? Juguemos a la diferencia hasta que la diferencia de un diferente me parezca mejor diferencia que la mía y la quiera para mí. Tu diferencia me gusta más que la mía. No quiero respetar tu diferencia. Te has pavoneado con ella desde que apareciste por aquí. Hay demasiadas multiplicidades por estos ámbitos, es hora de ir eliminando algunas. No hay sociedad que se constituya en base a infinitas diferencias. Eso es anarquía. Necesitamos orden. Hasta llegar al dogma orwelliano: «Todos somos diferentes. Pero algunos son más diferentes que otros. Estos se unirán para gobernar sobre los menos diferentes. Los que gobiernen ya no serán diferentes entre ellos sino iguales. Y esto los hará superiores a los diferentes». El resto es conocido. (Nota: Claro que he hecho una lectura libre del apotegma orwelliano: «Todos los hombres son iguales, pero algunos son más iguales que otros». Es notable que la formidable novela de Orwell, que fue, certera y justicieramente, escrita contra el totalitarismo comunista siga teniendo, más que nunca, vigencia en el capitalismo del nuevo milenio).
Proveniente del marxismo, del grupo socialismo o barbarie, Lyotard fue girando hacia un encuentro con el pensamiento de Heidegger y fue muy sensible a la caída del marxismo y al triunfo, al parecer, inmodificable del capitalismo de mercado. Como todos los posmodernos, como todos los posestructuralistas (salvo la fascinante aventura de Foucault en el Irán de las «manos desnudas»), ignoró la posible irrupción del terrorismo islámico en las sociedades de Occidente. Sufrió, como todos ellos, la Globalización del Imperio que negaba la teoría de las multiplicidades, los diversos relatos y las autonomías relativas. El Pentágono no fue muy piadoso con los posmodernos. Globalizó, totalizó, borró las diversidades: el enemigo era Uno y era Uno, también, el Imperio que le hacía la guerra. Las «diferencias» posmodernas se refugiaron en las academias anglosajonas. Fueron continuadas por los Estudios Culturales y el Multiculturalismo. El acontecimiento histórico-universal de las Torres Gemelas barrió con todo eso abriendo un nuevo tiempo histórico cuyo final no podemos aún siquiera vislumbrar. Lo que sabemos es que los terroristas suicidas, que la caída de las Torres (no por la desconstrucción sino por la exterminación bélica) y que la invasión de Estados Unidos a Afaganistán y a Irak, así como las torturas y la guerra constante entre israelíes y palestinos, como la guerra contra Hezbolá, como el armamentismo nuclear de Irán, de China y el papel errático pero letal de Rusia si se resuelve por la acción nuclear a favor de algún aliado, sin duda, por ahora, sorpresivo, le han quitado por completo a la historia la levedad del pequeño relato, del pequeño evento, de la ontología débil, del simulacro, del adelgazamiento y le han entregado la densidad trágica del hecho histórico, del acontecimiento con en-sí, del gran relato. Estamos a las puertas de un posible Apocalipsis y el pensamiento fuerte de los sucesos fuertes golpea a la puerta. Lo que no habrá (ni aceptaremos que haya) será teleología alguna. Nadie sabe hacia dónde va esto. Y si alguien lo sabe, muchos desearán que no lo diga.
La posmodernidad, entre los escombros, el polvo, los gritos y la sangre de las Torres Gemelas, quedó para siempre sepultada. Ignoro qué nombre darle a esta era. Pero nada amable se me ocurre. La guerra de la multipolaridad nuclear apocalíptica está a punto de destruir al hombre en tanto la biogenética se apresta a crearlo. El espectáculo que se avecina amenaza con ser horrible. Pero ¿quién habría de querer perdérselo?
Lateralidad: La maravilla de las significaciones plurales
En junio de 1986 publiqué el que acaso haya sido el primer texto que se escribía en el país sobre el posmodernismo. Me basé en una interpretación que el historiador británico H. S. Ferns (en su libro Gran Bretaña y Argentina en el siglo XIX) hacía del brigadier William Carr Beresford, jefe de la primera invasión inglesa a nuestro territorio, en 1806. El texto es el que cito seguidamente:
«En abril de 1806 zarpaban del Cabo de Buena Esperanza seis naves de guerra. Eran británicas, desde luego, se dirigían hacia el Río de la Plata y el oficial a su mando —sin saberlo, pobre hombre— era un posmoderno: padecía el vértigo de la posibilidad.
»La realidad era tan compleja para este brigadier, presentaba tantos fragmentos, tantas diferenciaciones, que le era casi imposible emitir una orden. Porque una orden —y he aquí el drama— implicaba privilegiar uno de los fragmentos, instaurar una hegemonía, una significación fundante en un universo cruzado por la maravilla de las significaciones plurales, diversas. Nuestro desdichado brigadier, en fin, consciente de su desdicha, tenía constantemente a su lado a un mediocre teniente, un hombre limitado, seco y lineal, que era la exacta contrapartida de su vertiginosa conciencia. Entonces, cuando la complejidad de lo real lo desbordaba, cuando se le multiplicaban los significantes, cuando lo mareaban los pequeños relatos, cuando se sentía incapaz de elegir uno, se volvía angustiado hacia el teniente y preguntaba: “¿Qué debo ordenar?” El teniente, sin dilaciones, respondía: “Desembarcar en Buenos Aires”.
»Que el resultado de la acción es la derrota sería una lectura inexacta —y exasperadamente posmoderna— de esta historia. Propongo la siguiente: nuestro imaginativo brigadier, condenado a la parálisis por su condición calidoscópica, acababa delegando la elección de un sentido fundante a un mediocre, lo cual, coherentemente, lo condenaba al desastre. Un cuadro famoso ilustra ese desastre: el brigadier William Carr Beresford entregando su espada a Santiago de Liniers»[1083].