Clase 31
Sartre
Convendrá recordar que nuestra primera clase llevaba por título Descartes, el sujeto capitalista, algo que, sin opacidad alguna, decía que el sujeto del que trata la filosofía es el sujeto europeo. Ese sujeto surgió con Descartes como expresión de la empresa globalizadora del capitalismo que se inicia con la conquista de América y se despliega en Kant, como filósofo del Iluminismo; en Hegel, como filósofo de la Revolución Francesa; en Marx, como filósofo del proletariado europeo; en Nietzsche, como filósofo de la voluntad de poder alemana, y en Heidegger, como filósofo de esa efectiva expansión por medio del nacionalsocialismo. En este encuadre de trabajo hay infinitas determinaciones internas. Marx, Nietzsche y Freud son pensadores conflictivos con las modalidades que establece la ratio europea. Sobre todo, para mí, Marx, ya que se t rata de un pensador que machaca sobre las injusticias sociales, la expoliación, la humillación de los hombres. Pero sus escritos sobre la cuestión colonial abogan claramente por la necesariedad de la expansión burguesa, del sujeto burgués: donde entra el sujeto burgués entran la racionalidad, el progreso, las modernas relaciones de producción capitalista y, finalmente, la revolución.
Los pensadores de la Escuela de Frankfurt asisten a una crisis criminal de la racionalidad burguesa. Son testigos, desesperados en el caso de Benjamin (y sin salvación), de una verdad irrefutable: el progreso mata. La razón burguesa asesina. Más aún si se realiza a través de un Estado alemán organizado racionalmente para la muerte. Son, así, testigos. Denuncian la criminalidad de esa razón y buscan salir de ella. Sartre también verá la criminalidad del sujeto europeo: «El europeo se ha hecho a sí mismo creando esclavos y monstruos» (cito de memoria). Pero el pa-so que da es el de poner el sujeto en las colonias. Habla desde ahí. El Prólogo al libro de Fanon se dirige a la razón burguesa desde el punto de vista de los colonizados. Sartre es un europeo que se esfuerza por mirar desde ahí. Podríamos decir: nadie descentró tanto al sujeto, lo llevó a Argelia. Los posestructuralistas —al margen del talento de algunos— terminan triunfando en las academias norteamericanas. Denuncian, pienso en Foucault, los aspectos represivos del poder burgués. Y los posmodernos entregan a la ratio capitalista todo un arsenal, basado en Heidegger y Nietzsche, para destrozar al marxismo, afianzando conceptualmente la caída del Muro de Berlín. Pronto los barre la globalización del Imperio bélico-comunicacional y hoy tenemos a la racionalidad burguesa en uno de sus momentos más guerreros y más destructivos. El neoliberalismo mata cada año a once millones de niños. Esos niños mueren de hambre. El genocidio no lo comete nadie. Es parte de la estructura globalizada de la razón instrumental. ¿Qué haría Benjamin si viera este escándalo? ¿Qué haría su Angelus Novus? ¿Dónde estaría hoy Benjamin? Busquen el sector judío más duro con la política del Estado de Israel, busquen a los judíos que recuerdan el dolor, que lo llevan en el alma, a los que saben qué es sufrir porque sufrieron, entre esos estaría Benjamin.
Importa señalar que la crítica a la modernidad (que para muchos estudiantes de Buenos Aires fue el preludio de su entrega fervorosa a los artilugios del posmodernismo) es una crítica que el sujeto europeo le hace al sujeto europeo. Que esa modernidad es la modernidad europea, la modernidad burguesa, la modernidad del capitalismo que arrasó a la periferia y se consolidó en el centro. Esa modernidad se explayó en nuestro país. Somos hijos de la modernidad europea. Somos hijos de la razón iluminista. También entre nosotros se dio una dialéctica del Iluminismo. La razón iluminista, bajo cuyas luces se hizo la Revolución de Mayo, llevó a la ESMA. No podía ocurrir de otro modo. Más mal que bien, la oligarquía argentina (aquí la burguesía fue una clase subordinada a la oligarquía de los ganados y las mieses) incorporó la racionalidad burguesa, la ratio de la modernidad europea y con ella hizo el país: Sarmiento (que fue un titán, un personaje desmedido, genial, educador y asesino a la vez) y Mitre, un poeta y un militar mediocre, hicieron el país trayendo a la pampa las luces de Europa. ¿Qué racionalidad creen ustedes que trajeron? La de la modernidad capitalista, pero en su forma dependiente: una mala copia y una actitud histórica de boba admiración. La oligarquía, luego, se dedicó a gozar el país, no a hacerlo. Nuestra oligarquía fue el Amo hegeliano. Pero eso fuimos: una expresión lateral, periférica de la razón iluminista. Llegamos, así, a las cumbres del horror. La ESMA fue tan instrumental, tecnificada y cruel como Auschwitz. Primo Levi dice que tuvimos suerte en no tener un loco como Hitler y apenas un magro católico como Videla. Un Hitler, argumenta, con su locura incontrolable, habría matado millones. No es necesario. Con los que mató la Junta alcanza y sobra, desdichadamente: la ESMA es nuestro Auschwitz, fruto de la modernidad capitalista, de la razón instrumental y de la instrumentalidad de la tortura que nuestros militares aprendieron de los paracaidistas que en Argelia defendieron el orgullo de esa gran nación de la cultura europea que es Francia y de otro país, del gran imperio burgués-capitalista, les llegó la autorización de hacerlo, dada por medio de un judío, Henry Kissinger, que Hitler habría eliminado, pero que, aquí, aconsejando a nuestros genocidas, cumplía el mismo papel histórico que Hitler: frenar al comunismo. ¿No es compleja la condición humana? Kissinger es un hombre. Walter Benjamin es un hombre. Sin embargo, hay un abismo que los separa. Todos los hombres forman parte de la «condición humana», pero no hay una sola clase de hombres. Hay, esencialmente, dos: los asesinos y los no-asesinos. Esto lo dijo León Rozitchner en un texto admirable. Están los que matan y los que no pueden matar, los que nunca matarían. Están los Henry Kissinger (que no matan directamente, sino que son «asesinos de escritorio», frase de Adorno) y están los Walter Benjamin.
Benjamin y el Aufhebung hegeliano
Propongo revisar un aspecto de Hegel que irrita particularmente a Benjamin. Ese Júpiter Olímpico razona desde su trono en la Universidad de Berlín y arroja su mirada hacia un pasado que, si algún sentido tendrá, lo tendrá por formar parte de su filosofía, que no dejará nada, nada que no sea una mera contingencia, sin incluir en el devenir necesario de la razón histórica. Es cierto: Hegel justificó el dolor como pocos lo han hecho. No es menos cierto que toda justificación del dolor, todo aquello que pueda entregarle un sentido, lo mitiga. Los hombres viven buscando respuestas a sus preguntas y las más frecuentes son por qué sufrimos, por qué perdemos a nuestros seres queridos, por qué molimos. Escribe Hegel: «Sin exageración retórica, recopilando simplemente con exactitud las desgracias que han sufrido las creaciones nacionales y políticas y las virtudes privadas más excelsas o, por lo menos, la inocencia, podríamos pintar el cuadro más pavoroso y exaltar el sentimiento hasta el duelo más profundo e inconsolable que ningún resultado compensador sería capaz de contrapesar»[683]. Pero Hegel es quien ofrece uno de los paliativos más poderosos que los hombres han tenido contra el dolor. No es arduo advertir que contra él y contra esa teodicea racionalista que es su filosofía se alzan las Tesis de Benjamin. Mientras se integren en una filosofía o en una fe capaz de encontrar una justificación para cada injusticia, para cada sufrimiento y para todas las muertes, violentas o no, los hombres aceptarán el dolor, o estarán más capacitados para hacerlo. La teodicea de la razón hegeliana le dice a cada mísero individuo que su vida tiene un sentido en el autodesarrollo de la razón histórica. Que el Saber Absoluto o la Idea lo integrará todo y todo habrá tenido una razón de ser; sobre todo si forma parte, precisamente, de una teodicea racional. En un plano edificante podríamos decir que Hegel ha sido más piadoso con los hombres que Benjamin. También que estuvo del lado del Poder, no del lado de las víctimas. Eso le ayudó a ofrecer una justificación absoluta de todo lo real. Para Benjamin, por el contrario, lo real es la figura indetenible, invencible del Anticristo. Solo trata de salvar la memoria de los muertos.
El ángel de la historia, el que ve horrorizado el paisaje de ruinas insensatas que es la historia de los hombres, «quisiera detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado»[684]. Despertar a los muertos es despertar a las víctimas. Recomponer lo despedazado es construir algo nuevo con las ruinas. Pero el ángel es débil ante la historia, ante el progreso. No puede alterar el pasado de horrores ni puede impedir que esa historia que los produjo siga adelante, siga progresando. Porque esa historia es el progreso. «Pero una tormenta desciende del Paraíso y se arremolina en sus alas y es tan fuerte que el ángel no puede plegarlas. Esta tempestad lo arrastra irresistiblemente hacia el futuro, al cual vuelve las espaldas, mientras el cúmulo de ruinas sube ante él hacia el cielo. Tal tempestad es lo que llamamos progreso»[685]. La responsabilidad es de los hombres. El ángel se espanta de lo que los hombres han hecho. Fueron expulsados del Paraíso por una tormenta tal como la que ahora se abate sobre el ángel. Benjamin dice que esa tormenta es el progreso. Lo es porque es la tormenta de los hombres. Es la misma tormenta que los expulsó y es la tormenta dentro de la cual siguen adelante: esa tormenta es el progreso. El ángel le da la espalda porque sabe de su tránsito catastrófico, pero el progreso, la tempestad, le impide plegar sus alas. El ángel de la historia es derrotado por los hombres del progreso. El ángel de la historia solo puede mirar la catástrofe, no evitarla ni repararla.
Benjamin mezcla en su texto marxismo y mesianismo judío. «El Mesías viene no solo como Redentor, sino también como vencedor del Anticristo»[686]. El Anticristo es el fascismo. Sobre el Mesías retornaremos más adelante. Estamos en la Tesis VI: «Articular históricamente el pasado no significa conocerlo “como verdaderamente ha sido”»[687]. Pero ¿cómo ha sido el pasado? Busquemos apoyo. Esto lo trata bien Reyes Mate: «¿De qué pasado hablamos? Hay dos tipos de pasado: uno que está presente en el presente y otro que está ausente en el presente. El pasado vencedor sobrevive al tiempo ya que el presente se considera su heredero. El pasado vencido, por el contrario, desaparece de la historia que inaugura ese acontecimiento en el que es vencido (…) La memoria tiene que ver con el pasado ausente, el de los vencidos»[688]. La memoria de los que viven es lo único que tiende una mano hacia el pasado en busca de los vencidos. No todos lo hacen. Los que buscan salvar a los muertos son los compañeros de los muertos. Los que hoy comparten su causa o, sin compartirla, respetan la pasión con que ellos vivieron, sufrieron y murieron. La historia tiene que ser la historia de las víctimas. Pongo (otra vez) un ejemplo nuestro. Muchos adhieren a los derechos humanos y respetan la memoria de los desaparecidos y, también, se esmeran en aclarar que no comparten sus ideas. No sabemos, en principio, las ideas de todos los desaparecidos. Hay algo más hondo que los hermana. Todos los desaparecidos —es lo que suelo decir— son mis compañeros. Son mis compañeros desaparecidos. Son mis víctimas. No me importa qué ideología tenía cada uno de ellos, por qué ideas murió. Ninguno de ellos merecía morir así. Todos merecían un juicio que ni por asomo tuvieron, ya que la Junta, convencida en esto desde el inicio, no iba a fusilar públicamente. Su trabajo genocida era tan desmesurado que solo bajo las sombras, bajo el oculta-miento podía realizarse. De este modo, benjaminianamente, las víctimas de nuestra catástrofe son nuestras víctimas. Lo complejo, en nuestra difícil sociedad, es que esas víctimas son consideradas, para alivio de los sobrevivientes, culpables. Nadie duda de la inocencia de los judíos. De aquí que la Shoah tenga un repudio unánime. Todos dudan de la inocencia de los desaparecidos argentinos: ¿no eran acaso guerrilleros, o adherían a la lucha armada? ¿No se la buscaron? O la expresión que más surge: ¿no habían hecho, todos, algo? Esto alivia al sobreviviente de la catástrofe argentina. Lo ayuda a olvidar. A enterrar el pasado.
El mesianismo judío
Seguimos con la Tesis VI: «El peligro amenaza tanto al patrimonio de la tradición como a aquellos que reciben tal patrimonio. Para ambos es uno y el mismo: el peligro de ser convertidos en instrumento de la clase dominante»[689]. La clase dominante es la clase del progresó. Si hay clase dominante tiene que haber clase dominada. ¿Qué papel juega la clase dominada en la historia como catástrofe? No es ella, como en Marx, la que habrá de redimir a la historia. No hay teleologismo redentor en Benjamin. ¿La clase dominada se integra a la lógica de la historia como progreso? ¿O forma parte de las víctimas por su condición de clase expoliada, sumergida por la dominante? El marxismo de Benjamin, creo (o, tal vez, estoy seguro), no se había debilitado tanto como para no apostar a la segunda posibilidad. El siguiente texto, el que cierra la Tesis VI, lo hemos visto: «Solo tiene derecho a encender en el pasado la chispa de la esperanza aquel historiador traspasado por la idea de que ni siquiera los muertos estarán a salvo del enemigo si este vence. Y este enemigo no ha dejado de vencer»[690]. Lo que se juega aquí es la verdad sobre el pasado. Si buscamos ayuda en Nietzsche y, más exactamente, en Nietzsche leído por Foucault, recordaremos que la verdad es una conquista del poder. Si el enemigo gana hará de nuestros muertos lo que quiera hacer: injuriarlos, darle los nombres y calificativos que desee, arrojar sobre ellos una interpretación final. Y este enemigo, sabe Benjamin, no ha dejado de vencer. La esperanza histórica que no tuvo, la tiene hoy Löwy: «La verdadera historia universal, fundada sobre la rememoración de las víctimas sin excepción —el equivalente profano de la resurrección de los muertos—, solo será posible en la futura sociedad sin clases»[691]. Confieso que me gustaría creer algo así. No puedo. Puedo, sí, entusiasmarme, y los invito a que lo hagan, con el inicio de la Tesis XII: «El sujeto del conocimiento histórico es la misma clase oprimida que combate»[692]. Tenemos aquí un ramalazo epistemológico. Tenemos al sujeto. El sujeto que combate. El sujeto de la praxis. Este, sí, es el sujeto marxista, no el de la sociedad sin clases prometida y asegurada. ¿O no dijo Benjamin que nada había perjudicado tanto a la clase obrera alemana como creer que nadaba a favor de la corriente? No hay corriente. Un marxismo sin teleología y con praxis del sujeto libre: esto es hoy posible. El modelo siguen siendo las jornadas de la Comuna. O la frase de Marx en el capítulo de la mercancía: «Las mercancías no van solas al mercado». Las tienen que llevar los agentes prácticos que hacen y son hechos por la historia. O lo que Sartre les dirá a los posestructuralistas durante las jornadas del 68: «Las estructuras no salen a la calle». Voy a la Tesis VII. Tiene una frase que muchos se empeñan en comprender mal: «No existe documento de cultura que no sea a la vez documento de barbarie»[693]. Si la historia, en la forma de progreso, es la de la racionalidad instrumental encarnada en la cultura burguesa del dominador, todo documento que este progreso produzca es un documento que lleva a la barbarie. Así, todo documento de cultura es un documento de barbarie. Los documentos que se imponen son los de las clases dominantes, que tienen las imprentas, los diarios, los libros, todas las formas posibles de dar forma a la cultura. Esa cultura es la cultura del progreso, la que ha amontonado ruina sobre ruina, la que el ángel de la historia mira pasmado. ¿Qué documento podría producir esa cultura que no fuera, simultáneamente, un documento de barbarie? Voy a la Tesis XIII: Benjamin propone una nueva concepción del tiempo histórico. ¿Qué temporalidad requiere la idea de progreso? Requiere un tiempo homogéneo y vacío al que colmar, desarrollándose en él. Hay que criticar esta idea del tiempo. Y en esa crítica estará «la base de la crítica de la idea de progreso como tal»[694]. Otra temporalidad. No un tiempo vacío y homogéneo: el tiempo del progreso, el tiempo lineal, indetenible y creciente, lanzado hacia el futuro. ¿Qué oponerle? El mesianismo judío. Este marxista lúcido, tramado por la tragedia y la imposibilidad de dejar de pensar acude a su otra vertiente: el judaísmo: «el futuro no se convirtió para los judíos en un tiempo homogéneo y vacío. Porque en dicho futuro cada segundo era la pequeña puerta por la que podía entrar el Mesías»[695]. El Mesías no viene al final. El Mesías encuentra hendijas en la historia. Por ellas se acerca a los hombres. Así, de un modo original y, sin duda, fascinante, Benjamin acude a la tradición del mesianismo judío y logra «una sorprendente y explosiva ruptura del tiempo histórico»[696]. El mesianismo trata de «un estallido de la historia, de un giro sorprendente que quiebra la marcha de las cosas»[697]. Para Benjamin, el mesianismo es una forma de pensar la historia lejos del teleologismo cristiano (Reino de Dios), del teleologismo hegeliano (autorrealización de la Idea) o del teleologismo marxista (sociedad sin clases hecha posible por la lucha revolucionaria del proletariado). O del teleologismo positivista del Progreso: la marcha incontenible hacia un horizonte de bienestar y de solución de las necesidades de todos dentro del orden del capitalismo. «El sentido de la Historia no se devela, para Benjamin, en el proceso de su evolución, sino en las rupturas de su continuidad aparente, en sus fallos y sus accidentes, allá donde el repentino surgimiento de lo imprevisible viene a interrumpir su curso y revela así, en un relámpago, un fragmento de verdad original (…) Experiencia fulgurante en la que el tiempo se desintegra y se realiza a la vez»[698]. Más adelante, Forster, escribe: «La historia aparecía, en Benjamin, como el gran escenario del mal, como el terrible sitio donde se consumaba la opresión; pero también era el único lugar en que podía combatirse en nombre de los vencidos de ayer. Esta interpretación venía directamente del judaísmo»[699]. De acuerdo. Pero Benjamin es un marxista y su originalidad honda está en esa fusión entre mesianismo y lucha de clases. Lo que le da el mesianismo a Benjamin es la certeza de la discontinuidad histórica. Pero esta discontinuidad es posible por la ruptura que lo mesiánico introduce. Lo mesiánico es «lo absolutamente inesperado»[700]. Hay, también, en Buber, judío como Benjamin, esta percepción de «endijas en la historia». Momentos en que lo absoluto aparece y un instante se torna eterno. Porque el Mesías no está al final. No «tironea» a los hombres hacia ninguno de los Reinos que se le han prometido. Los acompaña y suele sorprenderlos con intempestivas, fugaces apariciones que rompen el continuum de la historia. De todos modos —y esto corre por nuestra cuenta— es arduo creer que el Mesías estuvo en Auschwitz. Que hubo hendijas. Que hubo rupturas del tiempo homogéneo por las cuales lo sagrado, lo mesiánico llegó a los condenados. Salvo que el mesianismo judío necesite creerlo así.
Walter Benjamin nos dejó a los cuarenta y ocho años. Al día siguiente de su muerte la frontera española se abrió: pudo haberse salvado, emigrar y seguir pensando, escribiendo. Adorno y Horkheimer escribieron su Dialéctica del Iluminismo a partir de las Tesis. Adorno regresó a Alemania. En 1969 dio una conferencia importante: La educación después de Auschwitz. La traté en mis Escritos imprudentes I. No siento por Adorno lo mismo que por Benjamin. Uno, el exiliado de lujo. El otro, la víctima. En 1968, unos estudiantes alemanes inflamados por las vehemencias del Mayo francés, tomaron el aula en que Adorno daba su clase. En medio de un gran jolgorio, de un desborde juvenil de consignas y puños alzados, una jovencita abrió su blusa y exhibió sus tetas revolucionarias. Adorno llamó a la policía. Sus últimos escritos fueron sobre música dodecafónica. Imagino otro destino para Benjamin si hubiera cruzado la frontera de Portbou.
Terminamos aquí con la Escuela de Frankfurt.
Lateralidad: Sobre los teclados mudos
Quisiera escribir alguna vez un libro sobre Benjamin. No con la osadía de añadir algo nuevo, sino por el placer de ahondar aún más, mucho más, en su vida y su pensamiento. Tenía la cara de un judío sencillo, bondadoso y reflexivo. Hay algunos así. Pocos, pero le dan un sentido a la condición humana. Podemos conjeturar —a propósito de este sentido que tanto atormentó a Benjamin al punto de pensar la historia como catástrofe— que esa pintura de Klee que tanto amó, que tanto despertó su impulso reflexivo, filosófico, era parte de algo que testimonia a favor de la condición humana, de los hombres o de la historia. Porque la pintura de Klee también es parte de la historia. Creo que la «cultura» que Benjamin asimila a la «barbarie» es la cultura de los que hacen la historia en la modalidad del «progreso», creo (y me acerco aquí a la interpretación de Löwy que, en muchos puntos, comparto) que es la «cultura» de las clases dominantes. Pero están los que hacen el arte, el gran arte que nada tiene que ver con el progreso, y puede arrancarnos del pesimismo. De la condición humana forman parte los pilotos de la Luftwaffe, que bombarderon Guernica, y Picasso que la pintó destruida. Auschwitz nos lleva a pensar que si una divinidad existiera o nada tendría que ver con la historia o sería despiadada. Auschwitz nos lleva a penar en la crueldad de los hombres, en su impiedad: los despiadados son ellos. ¿Qué le oponemos a eso? El artel Si algo redimirá las catástrofes que el hombre ha cometido a lo largo de la historia serán las obras de arte con que las acompañó. Bien, no digo más obviedades. Uno se sien-te algo tonto cuando dice estas cosas. De modo que en seguida sale de ellas con una ironía, un sarcasmo. Por ejemplo, imaginen un juego: ¿cuántos muertos redime un Rembrandt? ¿Cuántas ciudades arrasadas redime la sonata en si menor de Liszt? ¿Cuántos guillotinados redime un Velázquez, una sonata de Schubert, el Fausto de Goethe? Sin embargo, no puedo mentirles: creo que hay algo de sagrado en ciertos momentos de la historia humana. Esas hendijas por las que Benjamin sentía la presencia del Mesías, esa presencia que quebraba el continuum de la historia.
Mencioné la sonata en si menor de Liszt. Si para algo se inventó el piano fue para que Liszt compusiera esa sonata. (Acaso sería atinado añadir: y para que Martha Argerich la tocara, sobre todo en su versión de 1971). En una novela desatinadamente compleja que escribí en 1990 mencionaba varias veces la sonata de Liszt. Cierto día, recibo un pequeño sobre. Era un envío del pianista Miguel Ángel Estrella. Había leído mi novela y me enviaba su versión de la monumental sonata. Era excelente. Recordé, entonces, un par de cosas que le pasaron a Estrella. Lo metieron preso por «subversivo» en el penal «Libertad», en Uruguay. Como sabían que era un dotado pianista le picanearon minuciosamente las manos. Después lo arrojaron en una celda. Estrella, de a poco, no sé cómo pero sé que lo hizo, se construyó un teclado mudo. Y siguió practicando. Creo que Camus cuenta algo similar en El hombre rebelde. Y dice: mientras estas cosas sucedan, mientras un pianista torturado en un campo de concentración se construya un teclado mudo y siga practicando su arte, la existencia humana tendrá un sentido.
Pasemos a Sartre.