Clase 10
El viejo Hegel y el joven Marx
Seguimos con Hegel. Con el Hegel berlinés de la Filosofía del derecho. Este texto es el que sus tradicionales defensores menos pueden defender. Contiene, en rigor, la mayoría de los «horrores» del Hegel maduro. Que, pareciera, se concentran todos en una célebre sentencia que aparece en el Prefacio de la obra: «Lo que es racional es real / y lo que es real es racional». Eric Weil, uno de los más certeros estudiosos del pensamiento político hegeliano, escribe sobre los «horrores» del texto de 1821: «Enumeremos algunos de ellos: el Estado, se dice allí, es lo divino sobre la tierra, la sociedad está subordinada al Estado, la vida moral posee menos dignidad que la vida política, la forma perfecta de la constitución es la monarquía, el pueblo debe obedecer al gobierno, la nacionalidad es un concepto carente de importancia, la lealtad hacia el Estado es el deber supremo del hombre que debe ser ciudadano, la elección popular es un mal sistema»[121]. Hay algo que les pido tengan en claro: Hegel, como la mayoría de los alemanes, no es un liberal democrático parlamentarista. La tardía unidad de Alemania llevó a sus pensadores a huir del parlamentarismo liberal y a postular Estados fuertes que pudieran abrir el camino de una Alemania potente, autoritaria, guerrera, dispuesta a defender el derecho a su espacio dentro de las naciones europeas. El nacionalismo autoritario que expresa Hegel se emparienta con los Discursos a la nación alemana de Fichte. Y, lentamente, serpenteando entre los tiempos, Alemania, desde muy temprano, se acerca al nacionalsocialismo.
No todos son «horrores» en los señalamientos de Weil. Aparece ahí uno de los conceptos hegelianos que —hoy— tiene más utilidad: la diferencia entre Sittlichkeit y moralität. Un texto del filósofo argentino Dardo Scavino se propone liquidar la fenomenología husserliana desde Derrida. «Derrida, hay que decirlo, escondía un as bajo la manga: la lingüística estructural del profesor Ferdinand de Saussure»[122]. La tesis es que «Para comprender lo que significa un término (…) hay que conocer, ahora, la lengua en la cual se pronuncia, y en última instancia, ser hablantes de la misma: participar, en fin, de una cultura (…) En síntesis el mundo “real” está determinado (…) por los hábitos del lenguaje comunitario que orientan nuestra interpetación de los hechos»[123]. Prestemos atención, ahora, a lo que sigue. Sittlichkeit se traduce como eticidad. Moralität, como moralidad. La moralidad pertenece al mundo del individuo. Pero la eticidad la reserva Hegel para señalar todas las condiciones en que surge al mundo la conciencia individual, que se encuentra condicionada por toda una sociedad, que implica hábitos, costumbres, leyes y lenguajes que preceden al individuo. Si los filósofos del giro lingüístico (no hemos llegado aún a esto) se solazan en demostrar que hay una lengua que nos precede. Que no dominamos una lengua sino que ella nos domina a nosotros. Que somos, en suma, hablados y no hablantes.
Hegel no era ajeno a estos condicionamientos históricos del sujeto. Tollo sujeto surge en un mundo fuertemente estructurado, que no es el de su individual moralität, sino el de la comunitaria Sittlichkeit. Marx tendrá muy en cuenta esta diferenciación de Hegel cuando —célebremente— escriba: «Los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su propio arbitrio, bajo circunstancias elegidas por ellos mismos, sino bajo aquellas circunstancias en que se encuentran directamente, que existe y transmite el pasado»[124].
Lateralidad
Marx va a insistir constantemente en estas circunstancias materiales que condicionan la praxis histórica de los sujetos. Sartre, en su Crítica de la razón dialéctica, llevará la alienación, lo práctico-inerte y la contrafinalidad a sus extremos más crueles para la praxis. Derrida parece haber descubierto los condicionamientos del lenguaje en Ferdinand de Saussure. No está mal. Es posible que hiciera falta, que fuera indispensable, ya que ni Hegel ni Marx ni Sartre habían insistido especialmente en este aspecto. Pero no ignoraron los condicionamientos que aguardan, antecediéndolo, al hombre cuando surge en el mundo. En cuanto al lenguaje, Derrida lo encuentra en su maestro Heidegger que llega a afirmar que el Ser es, sin más, lenguaje, con lo que hará del lenguaje un absoluto. La morada del Ser (Carta sobre el humanismo, 1946). Sobre estos temas volveremos con mayor rigor y hasta con mayor virulencia. Quería señalarles la validez del concepto de Sittlichkeit en Hegel. Ojalá lo haya logrado. Pero además debo confesarles un propósito esencial de estas lecciones. Me propongo, conservándolo como un momento más de la totalización histórica, salir del lenguaje. Del lenguaje como elemento fundante. Me propongo negar que no hay un más allá del texto. Esta afirmación, entre otras audacias, lanzó a la fama a Jacques Derrida a finales de los sesenta. El libro fue De la grammatologie, 1967. Y la expresión en francés puede adoptar dos formas: 1) Il n’y a pas de hors-texte, 2) Il n’y a rien hors du texte. Claro que Derrida introduce matices que parecieran relativizar tan extrema posición. Pero no ha logrado, es mi posición y la de muchos, evitar la crítica sobre una absolutización del texto, que contendría la totalidad de lo real en sí. No hay nada excepto el texto, expone Derrida. Con lo que diría, en lo esencial, que uno no puede criticar, evaluar o buscar un significado sobre un texto refiriéndose a cualquier elemento que esté fuera de él. Cuestión, en verdad, delicada. Pero si el texto es todo el texto es, sin más, el ser. Si es todo el Ser también se nihiliza a sí mismo: es la nada. Para nosotros, más allá de Mein Kampf está Auschwitz. Y no habrá sutileza deconstructiva que nos haga creer lo contrario. Por otra parte, ¿qué decir del dictum adorniano? Si Adorno postula que no hay poesía después de Auschwitz, no sería arriesgado concluir que no hay texto después de Auschwitz. Porque Adorno no postula que no existe Auschwitz, sino que no se puede escribir poesía luego de tal quiebre histórico. Al no estar Auschwitz en un texto, ¿cuál sería su modo de existencia? Como verán, las cuestiones son muchas y a veces solo aspiramos a plantearlas. Algunas quedarán en ustedes, quizá sin respuesta inmediata, como un escozor incómodo con el que hay que convivir y al que no podemos cerrar con una respuesta única, lapidándolo.
Es, también, cierto, que no dominamos una lengua, sino que una lengua nos domina. Somos hablados por un lenguaje que nos precede. Pero —si quebramos ese lenguaje que es, para mí, el del Poder— alguna vez diremos nuestras propias palabras. Consigna fundamental: No permanecer ahogados en la cárcel del lenguaje.
Tratemos de llevar esta cuestión al tema de la dialéctica, que es el que me interesa señalarles de aquí en más en la filosofía política de Hegel. El maestro de Berlín llega a una deificación del Estado. Voy a citar un texto muy apropiado de Bernard Bourgeois que nos permitirá avanzar en nuestros propósitos (el libro de Bourgeois se consigue y es altamente recomendable): «El Estado revolucionario [el de la Revolución Francesa], tentativa de realización del Estado rousseauniano, ha manifestado mediante su autodestrucción que este Estado rousseauniano era la negación del Estado. El Estado no está hecho, deviene, y muy lejos de ser resultado de las voluntades individuales conscientes [moralität] son estas precisamente las que pueden desarrollarse en el devenir del Estado. Ese espíritu objetivo [en donde se realiza la Sittlichkeit] es la verdad, es decir, el fundamento del espíritu subjetivo. Lejos de que el Estado sea Estado por el ciudadano, es por el Estado que el ciudadano es ciudadano»[125].
No perdamos el tiempo con ciertas polémicas. Las hay en cantidad. La más seria, la que más seriamente se empeña en negar el conservadurismo del viejo Hegel, es la que afirma que, a su muerte y ya con Federico Guillermo IV en el trono de Prusia, es el viejo Schelling quien es elevado al trono de la Universidad de Berlín con el mandato de liquidar todo vestigio de hegelianismo. Lo cierto —y con esto nos alcanza— es que el viejo Hegel consagró el absolutismo del Estado prusiano y llegó a proponer la monarquía constitucional. Tenía sus motivos. Según él (al no creer en el contrato rousseauniano ni en el hobbesiano), los ciudadanos no podían constituir el fundamento del Estado pues la sociedad civil no tiene unidad y vive en constante estado de disolución y conflicto de apetitos individuales. Es necesaria una instancia que se coloque por sobre lo individual. Esta figura es la del monarca. El monarca es por naturaleza el destinado, por su sangre, a conducir el Estado y elevarse por sobre la sociedad civil. No es necesario que el monarca sea inteligente ni que posea vigor físico, le alcanza con descender de la realeza. Su legitimidad está en su sangre. Su legitimidad está en su naturaleza. Observemos que Hegel (quien ha despreciado siempre la naturaleza) le ofrece, digámoslo, a Federico Guillermo III una fundamentación basada en su condición de monarca natural. Incluso Hegel llevará su desdén por la sociedad civil (en tanto incapaz de establecer un orden racional) a las relaciones entre los Estados. No puede haber una instancia superior a las naciones que solucione los conflictos que puedan surgir, Las naciones son como los miembros de la sociedad civil: se oponen disolventemente entre sí. Al no poder postular un monarca universal, Hegel afirma que el único medio que tienen los países para solucionar sus conflictos es la guerra.
Hegel es un defensor de la guerra como factor de unidad nacional. Lo deslumbraba la guerra de Troya. Hay, en estos textos de su Filosofía de la historia, una relación bien tramada entre guerra y poesía. Dice: «Grecia solo ha estado unida una vez en la expedición contra Troya (…) Hubo, pues, en esta circunstancia y en esta situación algo sorprendente y grande en el hecho de que Grecia entera se uniese para una empresa nacional (…) Se señala como causa ocasional de esta empresa colectiva el hecho de que el hijo de un príncipe asiático violase las leyes de la hospitalidad, robando a la mujer de su huésped. Agamemnón, con su poder y su renombre, reúne a los príncipes de Grecia; Tucídides atribuye esta autoridad de Agamemnón, no solo a su dominio hereditario, sino también a su poder marítimo, que superaba mucho al de los demás»[126]. Hegel destaca la central presencia del mar en la cohesión de los griegos en sus orígenes. El mar les permitió flotar sobre las olas y extenderse sobre la Tierra e impidió que fueran nómades como las tribus errantes. En cuanto a la guerra de Troya, la injuria a Agamemnón llevó a los griegos a destruir Troya. La causa nacional de una guerra les entregó unidad. Pero esa unidad solo tuvo forma definitiva en los poemas homéricos: «En esta empresa, que Grecia llevó a cabo como un todo, el poeta ha ofrecido a la representación del pueblo griego una eterna imagen de su juventud y de sus virtudes, una imagen de su cultura, tomada de la realidad y vestida por la fantasía en la representación. Esta imagen de hermoso heroísmo humano ha sido luego el modelo que ha presidido a todo el desarrollo y cultura de la Grecia»[127]. Así las cosas, para Hegel, los conflictos supranacionales de los Estados son decididos por guerras que encabezan sus monarcas. Esto es muy alemán. Y también la recurrencia a la poesía como elemento que surge de la guerra y retorna sobre ella elevándola e integrándola en la unidad espiritual de la nación. Hegel habría odiado una sociedad de las naciones. Tanto como Hitler, que, aplaudido por Heidegger, otro glorificador de la poesía y los poetas, se apartó sin más de ese organismo.
Hegel —dicen sus cuestionadores— justifica el orden establecido y esto aparece claramente expuesto en el Prefacio a la Filosofía del derecho. Ahí, el maestro berlinés, el filósofo que justifica el reinado monárquico de Federico Guillermo III, escribe su célebre fórmula:
Lo que es racional es real
Y lo que es real es racional
¡Qué estruendoso escándalo! ¿No significa esto congelar la dialéctica? Confieso que siempre me ha asombrado la lectura de esta máxima como muestra del conservadurismo del viejo Hegel. Esa máxima es otra forma de expresar el sujeto-objeto idénticos de la joven Fenomenología. Lo que es racional es real significa que el sujeto es sustancia. Y lo que es real es racional significa que la sustancia es sujeto. Será Engels quien venga en defensa de su maestro. Engels, como Marx, pertenece a la izquierda hegeliana. En el mejor de sus libros: Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana, escribe: «En su doctrina (la de Hegel), el atributo de la realidad solo corresponde a lo que, además de existir, es necesario»[128]. Y también: «En 1789, la monarquía francesa se había hecho tan irreal, es decir, tan despojada de toda necesidad, tan irracional, que hubo de ser barrida por la gran Revolución, de la que Hegel hablaba siempre con el mayor entusiasmo. Como vemos, aquí lo irreal era la monarquía y lo real la revolución»[129]. Lo que ha devenido, eso que Hegel, en otros escritos llama pura positividad, es irracional. Solo lo nuevo es racional y lo es porque se compromete con la realidad. Como dice Engels: la monarquía francesa era irracional porque no era real. La Revolución es real porque es racional. Porque responde a la necesidad de los tiempos. Sin embargo, el viejo Hegel acentúa la idea de la monarquía constitucional, del fin de la historia en el Estado prusiano por estamentos de Federico Guillermo III. ¿Se ha detenido entonces la dialéctica? Hay aquí un choque entre método y política. El político Hegel detiene la dialéctica porque se encuentra muy cómodo con la política que lo mantiene en el pináculo del rectorado de Berlín. ¡La dialéctica se congela ante la figura del monarca y se rinde a sus pies! Engels escribe: «Tanto Goethe como Hegel eran, cada cual en su campo, verdaderos Júpiter olímpicos, pero nunca llegaron a desprenderse por entero de lo que tenían de filisteos alemanes»[130]. Hemos concluido con esto. ¿Qué pasa, pues, con la dialéctica? Deseo que hayan seguido ustedes todo este desarrollo al que considero necesario para comprender lo que sigue[131].
Frase de Theodor Adorno: «El todo es lo no verdadero»[132]. Partiremos de aquí en nuestro nuevo desarrollo de la dialéctica hegeliana. Lo que le reprocha Adorno a Hegel es el momento final de la conciliación de los contrarios. Ahí, juzga el hombre de la Escuela de Frankfurt, la dialéctica se detiene y concilia lo inconciliable. La propuesta de Adorno de una dialéctica negativa se propone no detener el proceso dialéctico en una tercera instancia conciliatoria. «El todo es lo no verdadero» apunta también a las aristas totalitarias de Hegel. (De aquí que los posestructuralistas y, sobre todo, los posmodernos hagan un uso intensivo y bastante fraudulento de Adorno, un dialéctico al fin y al cabo). Pero ese tercer momento de la dialéctica sería el de la totalidad-totalitaria. Además (y es aquí donde Adorno tiene su momento más eficaz) si la dialéctica recurre una y otra vez al concepto de superación (aufhebung) por el cual todo momento tiene su justificación en la cadena dialéctica, y todo momento se supera a sí mismo buscando una nueva síntesis que lo contiene, en tanto negado, pero que es el contenido de la nueva totalización dialéctica. Si la dialéctica —por decirlo claro— justifica todos sus momentos porque la historia se desarrolla de totalización en totalización, superándose y llegando a nuevas síntesis que, a su vez, se negarán para dar lugar (por la superación dialéctica, por la aufhebung que supera conservando) a nuevas formaciones dialécticas, el cuestionamiento de la Escuela de Frankfurt es: de qué es superación Auschwitz. ¿Podemos incluir a Auschwitz en el desarrollo de la racionalidad dialéctica? Ahí, dirán Adorno y Horkheimer, hay una ruptura insuperable. No hay aufhebung para Auschwitz.
Nadie puede decir cómo habría pensado Hegel el acontecimiento-Auschwitz. Podemos saber que —a la altura de los tiempos en que él vivió— ya la historia humana había acumulado todo tipo de atrocidades de las cuales Hegel era consciente como pocos. No ignoro la especificidad de Auschwitz en los términos en que habrá de plantearla la Escuela de Frankfurt. Pero la masacre formó parte siempre del pensamiento hegeliano. Fue lo que él vio como lo negativo en la historia, como lo que hacía que la historia se desarrollara. El Espíritu —recordemos— no se detiene ante la muerte, se encuentra a sí mismo en el absoluto desgarramiento y es la potencia que hace que lo negativo vuelva al ser. Así, Hegel siempre vio en el aspecto macabro de la historia un hecho necesario de su desarrollo dialéctico. Sin duda que así lo justificaba. Pero ¿podría haberlo ignorado? ¿Podría haber construido una dialéctica de la afirmación? La muerte, las catástrofes, las masacres echan a andar la historia. Engels (y cito este texto porque nos aproximamos a la problemática del marxismo) diferenciaba a Hegel de la candidez de los planteos morales de Feuerbach cuando escribía: «La misma vulgaridad denota (Feuerbach) si se le compara con Hegel en el modo como trata la contradicción entre el bien y el mal. “Cuando se dice —escribe Hegel— que el hombre es bueno por naturaleza se cree decir algo muy grande; pero se olvida que se dice algo mucho más grande cuando se afirma que el hombre es malo por naturaleza”. En Hegel, la maldad es la forma en que toma cuerpo la fuerza propulsora del desarrollo histórico. Y en este criterio se encierra un doble sentido, puesto que, de una parte, todo nuevo progreso histórico representa necesariamente un ultraje contra algo santificado, una rebelión contra las viejas condiciones agonizantes, pero consagradas por la costumbre; y, por otra parte, desde la aparición de los antagonismos de clase, son precisamente las malas pasiones de los hombres, la codicia y la ambición de mando, las que sirven de palanca al progreso histórico, de lo que, por ejemplo, es una sola prueba continuada la historia del feudalismo y la burguesía. Pero a Feuerbach no se le pasa por las mientes investigar el papel histórico de la maldad moral»[133]. Sea o no justa con Feuerbach esta reflexión de Engels, lo es con Hegel. El maestro de Jena siempre tuvo a la maldad como el elemento dinámico de la historia. ¿Qué era esto? ¿Conocer la historia o conocer a los hombres? Las dos cosas. El concepto hegeliano de superación implica a llevar lo negativo a una nueva síntesis que lo mantendrá, en tanto negado, haciendo de ello su contenido para iniciar una nueva figura dialéctica. Voy a citar un texto de la Ciencia de la lógica. Es hermético pero es central: «Lo que se elimina no se convierte por esto en la nada. La nada es lo inmediato; un eliminado, en cambio, es un mediato; es lo no existente, pero como resultado, salido de un ser. Tiene, por lo tanto, la determinación de la cual procede, todavía en sí. La palabra “aufheben” (eliminar) tiene en el idioma (alemán) un doble sentido: significa tanto la idea de conservar, mantener, como, al mismo tiempo, la de hacer cesar, poner fin»[134].
En suma, ¿qué diría Hegel de Auschwitz? Diría: no podemos dejar ese horror fuera de la historia. No podemos dejar fuera de la historia esa expresión, extrema sí, de la maldad humana. Negaríamos el desarrollo histórico. Auschwitz se superará conservándose (aufheben) en una síntesis superior, que la mantendrá en tensión con sus elementos antagónicos. Para mí, diría Hegel, la conciliación de los contradictorios no es la reconciliación de nada. Es el inicio de un nuevo conflicto. Auschwitz y lo antagónico de Auschwitz deben seguir en el desarrollo de la historia, cada cual siendo la negación del otro. Cuando —diría Hegel— yo digo que lo verdadero es el todo no hablo de un absoluto vacío en el cual todos los gatos serían pardos. Lo verdadero es el todo significa concebir a lo verdadero como resultado. Y si ustedes no me han leído con mala fe sabrán que, para mí, un resultado lo es porque es un resultado más todo aquello de lo cual resulta. Nada se concilia en la totalidad. Les recuerdo mi definición de verdad en la Fenomenología del espíritu: «Lo verdadero es, de este modo, el delirio báquico, en el que ningún miembro escapa a la embriaguez, y como cada miembro, al disociarse, se disuelve inmediatamente por ello mismo, este delirio es, al mismo tiempo, la quietud translúcida y simple»[135]. Pero esta quietud no es reconciliación ni rigidez ni totalización cerrada. Solo es translúcida al pensamiento. Extraer Auschwitz de la historia sería transformarlo en un hecho aislado, inexplicable. Sé que no faltará quien me diga que es justamente eso: inexplicable. Pero yo soy Hegel y creo que la filosofía tiene que atrevérsele a todo. Recuerden: el Espíritu no se espanta ante la muerte. Señores, ¿realmente creen ustedes que Theodor Adorno es mejor filósofo que yo? ¿Creen poder refutarme con un par de fórmulas? ¿Creen poder refutarme sin tomarse el trabajo de leerme seriamente? Algo que digo no por el señor Adorno, quien seguramente me ha leído, sino por esa gente que lo ha utilizado en mi contra: en fin, toda esa escoria posmoderna.
Frase de Hegel: «No hay lo falso como no hay lo malo»[136].
Hemos, por el momento, terminado con Hegel. Ha sido un privilegio escuchar su palabra y se la daremos siempre que sea necesario. (Ojalá lo sea y ojalá, sobre todo, lo hayamos hecho hablar con propiedad, interpretándolo sin traicionarlo. Ojalá, también, hayamos interpretado sus adhesiones y sus rechazos. Creo que Hegel respetaría a Adorno, pero no me caben dudas sobre el helado desdén que dejaría caer sobre los filósofos de la posmodernidad, tan poco sólidos como desmedidamente agresivos con él. ¡Y ni hablar sobre el ofensivo mamotreto de Karl Popper, La sociedad abierta y sus enemigos!).
Empecemos —cautelosamente— a entrar en Marx. ¿Qué significa este adverbio de modo, que, como todo adverbio de modo, señala la modalidad en que deseamos penetrar en el universo marxiano? Se trata de un pensador gigantesco que despierta adhesiones totales y odios totales. Lo primero será ubicarnos frente a él como sujetos libres. Ninguna de las adhesiones en bloque deberá cegarnos, ninguno de los odios sin redención deberá opacarnos las opulencias de su pensamiento. Hoy, se lo ha dado por muerto demasiadas veces. Sobre todo, desde la celebérrima caída del Muro de Berlín que pareciera, para algunos, haber arrastrado todo pensamiento de izquierda, todo pensamiento crítico del capitalismo, como lo ha sido, en grado implacable, el de Marx. Si se trata de confesar algo lo haremos ya: cuando estas clases se refieren a recuperar para la filosofía el barro y la historia se están refiriendo a traer de nuevo a Marx hacia nosotros. A Marx, a Hegel y a Sartre. No se trata de volver a ellos. Se trata de traerlos al presente y de incurrir en la modalidad esencial en que esos pensamientos se desarrollaron. También —y creo que esta tarea la hemos venido realizando— se trata de ver por qué se pone en acción el operativo de silenciamiento de Marx. Hay —para nosotros— algo inmenso en Marx: su opción por los desesperados (y utilizo una expresión que no es de su léxico, sino del de otro marxista: Walter Benjamin). Alguien que no lo quiere demasiado (aunque más que otros energúmenos, que lo son la mayoría de los enemigos a sueldo o enceguecidos de Marx) escribe de él: «Su apasionado interés por la salvación de esta lastimosa humanidad lo ha convertido en el segundo judío de la historia al que casi medio mundo ha aceptado por mesías»[137]. Hoy ya no son tantos los que lo aceptan por mesías y quienes lo han leído con rigor saben que, a Marx, le habría caído pésimo que se le asignara un carácter mesiánico. No, Marx viene a decir con vehemencia que el sistema de producción capitalista es un sistema de expoliación de una clase por otra. Que hay oprimidos y hay opresores. Hoy, ante el fracaso del neoliberalismo, ante un mundo dominado por las corporaciones, un mundo en que el hambre y la muerte reinan sin control, los desesperados se han quedado sin una filosofía que los contemple como su principal sujeto, que esté empeñada en redimir, en dignificar o en salvar todas esas vidas condenadas a morir de hambre, a vivir en condiciones de pobreza infrahumanas. Walter Benjamin, que ejercerá un marxismo crítico, con toques de mesianismo judío, dirá una frase luminosa que explica por qué, hoy, nos interesa tanto el marxismo —pese a sus fracasos llamados reales—. Benjamin dijo: «Solo por amor a los desesperados conservamos todavía la esperanza»[138]. ¿Cómo podríamos utilizar esta frase para explicitar nuestra relación presente con Marx? No sé, es difícil. Propongamos lo siguiente: «Solo por amor a los desesperados seguimos le-yendo a Marx, enseñándolo, trayéndolo al presente, rescatándolo del olvido en que el neoliberalismo y la academia francesa y norteamericana desean sepultarlo». No está mal. Ligado a esto recuerdo aquí una afirmación de Sartre en su Crítica de la razón dialéctica (libro también relegado a un olvido ideológico-político). Escribe Sartre (cito de memoria, estas frases se saben de memoria): «El marxismo es la única filosofía viva de nuestro tiempo porque aún no han sido superadas las condiciones que le dieron origen». Cada día que pasa es más certera y necesaria la frase de Sartre. ¿Qué hizo surgir la filosofía de Marx? La explotación, la miseria, el hambre, la inhumanidad del capitalismo, ¿ha sido esto superado? ¿Ha sido superada la inhumanidad del capitalismo en un mundo en que mueren anualmente de hambre 11 millones de niños? El triunfo del capitalismo de mercado, la locura belicista del imperio norteamericano, la impiedad del Estado de Israel en territorios libaneses (en el mismo día en que escribo esto «un ataque israelí a una carretera dejó 21 civiles libaneses muertos, entre ellos 15 niños», La Nación, 17/7/2006), el terrorismo islámico como única respuesta que no responde nada, dado que solo desea destruir el mundo por no saber cómo cambiarlo, nos obligan a poner otra vez a Marx en el centro de nuestra atención, de nuestras reflexiones. No para que nos entregue las respuestas de tan complejos problemas, sino, ante todo, porque es el filósofo que nos exige reflexionar sobre la historia, sobre ese barro ensangrentado que se obstina en ser.
Marx nace en 1818, en Tréveris, Alemania. Nace en medio de una familia judía. Será convertido al protestantismo a la edad temprana de seis años para poder asistir a un colegio cristiano. También su padre se había convertido al protestantismo luterano. Será su madre la única que permanezca judía. El punto es arduo de tratar, pero digamos que el que nace judío se podrá convertir a lo que quiera pero jamás dejará de ser judío para los otros, y esta es la identidad de la que no podrá huir. Es el Otro el que te hace judío y, si bien uno puede decidir que eso es injusto y que no habrá de ser algo porque el Otro lo decida, la permanencia de esa identidad impuesta en exterioridad será insoslayable. Me remito a mi caso: católico por parte de madre, judío por parte de padre. Católico para los judíos. Judío para los católicos. Uno puede elegir su identidad a partir de esos condicionamientos, pero los condicionamientos existirán a lo largo de la vida. Hacerse filósofo es una buena solución. Marx aceptará de buen grado la conversión que le impusieron sus padres y su crítica de la religión lo llevará a sentirse libre frente a esas cuestiones. Será materialista y ateo. Como sea, su tratamiento de la cuestión judía no se nos escapará, acaso porque revela más de la esencia del capitalismo que del judaísmo, al que Marx, y muy duramente, habrá de condenar.
La presencia judía en la tradición familiar de los Marx era fuerte. Su padre se habrá podido convertir al luteranismo, pero buena parte de los rabinos de Tréveris, desde el lejano siglo XVII, habían sido familiares suyos. Cuando a partir de 1815, Tréveris pasa a depender de Prusia, la reaccionaria y siempre temible Prusia, seguramente Hirschel Marx se habrá puesto nervioso, aun cuando al convertirse al luteranismo haya trocado el muy judío nombre de Hirschel por el muy alemán de Heinrich. Entre tanto, el niño Marx asomaba su cabezota a un mundo que habría de causarle tanta fascinación como repugnancia. Nace un año después que Hegel publica la Enciclopedia de las ciencias filosóficas. Un año después de los Principios de economía política y tributación de David Ricardo, texto que leerá en febriles días en el British Museum. Un año antes que las lecciones sobre la historia de la Filosofía que Hegel dictará en Berlín. Na-ce (y esto es más importante de lo que habrá de parecerles a primera vista) el mismo año en que Mary Shelley escribe Frankenstein.
En 1841, con una tesis sobre las diferencias entre las filosofías de Demócrito y Epicuro, recibe su doctorado. Al año siguiente ya está colaborando en la Gaceta Renana (Rheinische Zeitung) de Colonia. Descubre la rapidez y precisión de su pluma. También su ardor. En 1843, se casa con Jenny von Westphalen, quien lo acompañará siempre. Y en este mismo año —además de concluir la escritura de La cuestión judía— se pone al frente, por enfermedad de Arnold Ruge, su director, de Los anales franco-alemanes. Por fin, en diciembre de ese año concluye su Introducción a la Crítica de la Filosofía del derecho de Hegel. Y es aquí, en este exacto punto, donde nosotros lo estábamos esperando.
Pónganse en el lugar de Marx. Tiene veinticinco años. La cabeza filosófica de un hombre joven, de un hombre de la edad de Marx cuando escribe ese texto sobre Hegel, tiene una energía que, en Marx, debiéramos, sin atenuantes, calificar de prodigiosa. Tiene, además, una osadía que los años aún no han opacado, como les ocurre a la mayoría de los filósofos. Piensen en el viejo Hegel cuidando su puesto en Berlín, haciendo malabares para justificar la monarquía prusiana. Bien, escuchen esto: la vejez de Marx no negó su juventud. No se entregó nunca ni nunca perdió su pasión. Pero, aquí, en 1843, su problema más hondo es la sombra de su maestro. ¿Cómo filosofar a la sombra de Hegel? ¿Cómo salir de Hegel cuando tan profundamente se ha entrado en él? Después de la muerte del gigante de Jena y Berlín la filosofía se divide en una izquierda y una derecha hegelianas. ¡Adivinen a cuál perteneció Marx! Pero esta elección no lo liberó del gran problema: tenía que arreglar cuentas con el gigante que tenía a sus espaldas. Brahms vivió este tormento (que fue, en él, mayor que en Marx): ¿cómo componer música después de Beethoven? Demoró mucho en atreverse a componer sinfonías. Imaginen la cuestión: ¡escribir una sinfonía después de Beethoven! Él, Brahms, que lo admiraba desmedidamente —aunque, no lo duden, buscaba ir más allá— compone su primera sinfonía en 1876. Es su opus 68. La compone a los cuarenta y tres años. Cuarenta y nueve años después de la muerte de Beethoven. ¡Cincuenta y nueve años después de la opus 125, la Coral, la insuperable, la absoluta! Sus enemigos (esas ratas que abundan en todas partes buscando herir a los grandes del arte) dicen de su sinfonía que no es la primera de Brahms, sino la «décima» de Beethoven. Incluso un tema lírico-coral del cuarto movimiento se parece al tema de la Coral de Beethoven, también del cuarto movimiento. Una de esas ratas se acerca a Brahms y le dice: «Maestro, ¿no advirtió usted que el tema coral del último movimiento de su sinfonía se parece mucho al de la novena de Beethoven?» Brahms respondió: «Por supuesto, cualquier idiota se daría cuenta de eso». Hay versiones que ponen burro en lugar de idiota. Vale lo mismo. Y si me permiten aquí una amigable sugerencia: si no escucharon aún la Primera de Brahms, no se mueran sin hacerlo. Para mí, es superior a todas las de Beethoven y solo la novena del Gran Sordo podría igualarla.
El problema del joven Marx es similar: tiene a Hegel a sus espaldas. Tiene que pensar con él pero contra él. El inicio de esta batalla es un bellísimo texto, lleno de pasión romántica, lleno de pasión filosófica, que se llama Introducción a la Crítica de la Filosofía del derecho de Hegel. Hacia él vamos.