Salir del país era cuestión de vida o muerte. Así de radical. Manuela, mi mamá y yo habíamos sido rechazados en buena parte de las representaciones diplomáticas en Bogotá: Costa Rica, Alemania, Israel, Australia, Argentina, Brasil, Canadá, Venezuela, El Salvador, Italia, Perú, Ecuador, Chile, Francia, Inglaterra y Estados Unidos.
La Iglesia católica también nos cerró las puertas. Nos reunimos con el nuncio apostólico Paolo Romeo y con monseñor Darío Castrillón, para rogarles su mediación y tener algún lugar en el planeta dónde poder vivir.
Recurrimos al Comité Internacional de la Cruz Roja, a la ONU, nos reunimos con el entonces defensor del Pueblo, Jaime Córdova y con el Procurador Carlos Gustavo Arrieta; si bien nos recibieron con cordialidad no obtuvimos de ellos ninguna ayuda. Llamamos a Rigoberta Menchú, recién galardonada con el Nobel de Paz, pero respondió que ese no era su problema.
Desesperada y sin más alternativas, mi mamá llamó al ex presidente Julio César Turbay, quien le dijo: “Acuérdese de Dianita. Usted sabe, señora, que su marido hizo todas las que hizo y mató a mi hija. Yo no les puedo ayudar”. Le dijimos que no era correcto que nos responsabilizara de ese hecho. Éramos la familia de Pablo Escobar pero no secuestradores ni asesinos.
Agotadas las opciones para salir del país, a nuestro abogado Francisco Fernández se le ocurrió hacer uso de una vieja ley que permitía corregir errores en los nombres o cambiarlos a través de escritura pública en cualquier notaría.
Le pedimos una cita al Fiscal De Greiff, para plantearle la idea. De entrada no le vio objeción legal pero se negó a apoyarnos. Lo único que pedíamos era que el trámite se hiciera a través de la Oficina de Protección a Víctimas y Testigos para garantizar que las nuevas identidades quedaran en secreto. La reunión se fue poniendo tensa.
El abogado intervino:
—Mire, señor fiscal, esta situación se está volviendo insostenible. Ustedes no pueden proteger toda la vida a la familia y ellos con dos menores de edad y dos mujeres no pueden permanecer encerrados en un apartamento hasta que se mueran. Cada cinco minutos les dicen que les van a quitar la protección, así que si usted no los ayuda a tener una nueva vida y una nueva identidad, entonces no les quedará opción que salir a la prensa y contar todo lo que saben y lo que han visto en esta Fiscalía. Y usted y yo sabemos perfectamente que esto no le conviene al país ni a usted. Así que si persiste en dejarlos a ellos en un limbo, les voy a aconsejar que salgan a hablar todo lo que saben. Usted verá qué puede hacer por ellos, usted es el fiscal General de la Nación y no me va a decir a mí que no los puede ayudar. Si ayudó a que los echen de todos los países, también puede hacer que los reciban.
—No, no, por favor. Mire, doctor, tranquilícese que yo voy a ver cómo puedo ayudarles. Entiéndame que ellos no son considerados víctimas ni testigos y esa oficina de la Fiscalía no podría usarse para llevar a cabo el cambio de identidad. Déjeme a ver qué puedo hacer.
—Acá le dejo la copia de la ley. Todo es legal, solo necesitamos de su discreción y colaboración porque de nada sirve cambiar sus nombres para que al día siguiente aparezcan publicados en la prensa. Esta familia ya pagó un precio muy alto y usted lo sabe bien.
Al final no solo obtuvimos nuevas identidades sino que fue por medio del fiscal de Greiff que en febrero de 1994 conocimos a Isabel, una rubia alta, francesa, de unos sesenta y cinco años, vestida de negro y con una extravagante pava con plumas de avestruz, que dijo tener el título de condesa. La acompañaban dos hombres afrodescendientes de traje y corbata que decían residir en Nueva York y representar a la República de Mozambique.
Traían la noticia que estábamos esperando: en respuesta a una labor humanitaria y tras escuchar nuestros pedidos por los noticieros de televisión, el presidente de Mozambique quería ayudarnos y ofrecernos su país para iniciar una nueva vida. La condesa era la intermediaria y dijo tener una fundación a través de la cual buscaba ayuda para los países más pobres. Dijo que si nosotros estábamos dispuestos a colaborar en esa causa, podía usar sus influencias para que ese país nos recibiera. Estábamos felices.
Lo que no sabíamos era que el supuesto presidente apenas era candidato, Mozambique era un país convulsionado, la nación estaba en medio de una negociación para terminar con una guerra civil que en quince años dejaba cerca de un millón de muertos, la ley corría por cuenta de los cascos azules y la población sufría una de las peores hambrunas.
Solo sabíamos que esa oferta era para nosotros la libertad.
Tan pronto Francisco Fernández tuvo conocimiento se reunió con ellos y de entrada les dijo:
—Bueno, la familia está muy agradecida por la ayuda humanitaria que ustedes le quieren brindar, y yo, como abogado de la familia, quiero saber cuánto les va a costar esa ayuda humanitaria.
Le respondieron con evasivas diciendo que no era necesario hablar de eso tan pronto. Me puse colorado y le pedí a Fernández que no presionara tanto por esa información, para evitar incomodarlos. No podíamos darnos el lujo de ahuyentar la única posibilidad de salir de Colombia.
Durante los meses siguientes nuestro abogado siguió en contacto con ellos y terminaron cobrando una cifra considerable en dólares. Una suma para que nos ayudaran a llegar a un país que no sabíamos siquiera dónde quedaba. Hicimos unos depósitos en cuentas oficiales del Gobierno para formalizar parte del trato, concretamente en cuentas del ‘Ministerio de la Nuez’. La idea era terminar de negociar con ellos en su territorio entregándoles una obra de arte y joyas en parte de pago del saldo pendiente.
Luis Camilo Osorio, registrador nacional de entonces, fue el encargado de entregarnos por fin los pasaportes, cédulas y tarjetas de identidad con los nuevos nombres y apellidos. Era ya noviembre de 1994 y de inmediato empezamos a planear la salida del país.
Mi cambio de nombre quedó asentado en la escritura número 4673, Notaría 12, de Medellín, con fecha del 8 de junio de 1994, realizada ante la notaria Marta Inés Alzate de Restrepo. El registro de nacimiento de Juan Pablo Escobar Henao ahora estaba a nombre de Juan Sebastián Marroquín Santos. Además, en la escritura mi madre manifestó, como tutora exclusiva de mi patria potestad, que el cambio de identidad no lo hacía para eludir responsabilidades penales ni civiles, sino para preservar su propia vida y la de sus dos hijos ante las complejas situaciones de público conocimiento por las amenazas de muerte que estaba recibiendo la familia.
La tarjeta militar como reservista costó unos veinte millones de pesos. La Oficina de Protección a Víctimas y Testigos de la Fiscalía la tramitó para evitar que el Ejército conociera mi nueva identidad.
Llegó el 14 de diciembre de 1994, el momento de despedirnos para siempre de mi familia materna, la única que nos brindó apoyo y respaldo de verdad después de la muerte de mi padre. La otra familia, la paterna, ahora respondía a otros intereses.
Los Henao Vallejo vivieron esa última semana con nosotros en Santa Ana. No sabían nuestro destino ni nuestros nombres o apellidos, no volverían a saber de nosotros en una década, ni nosotros de ellos pasara lo que pasara. Eran las 5:45 de la mañana y ya todo estaba listo para partir, las maletas en la camioneta, nosotros bañados y preparados. Nos reunimos por última vez en la sala y tomamos una foto de ese momento, la última foto familiar, casi todos en piyama y con una profunda tristeza. Nos despedimos y la última a la que abracé fue a mi abuela Nora.
—Abuelita, dígame la verdad, ¿nos va a ir bien?
—Sí, mijo, yo sé que esta vez sí les va a ir bien y nada les va a pasar. No presiento peligros para ustedes. Así que vayan en paz y tranquilos, mijito.
Cuando salimos del edificio en el vehículo de Astado y salíamos del barrio, le pedí que detuviera la camioneta y bajé a hablarle a ‘Puma’, el eficiente funcionario del CTI que nos protegió desde nuestro arribo a Altos.
—Hermano, quiero agradecerle por habernos cuidado durante todo este tiempo tan duro para nosotros. Gracias por su decencia con esta familia, por haber expuesto su vida en tantas ocasiones. Se llegó la hora de que la familia encuentre su propio camino. Así que le voy a pedir el favor de que no nos proteja más porque nos vamos a ir del país. Entenderá que por seguridad no podemos darle ningún detalle. Por favor, no nos vaya a seguir.
—Familia, gracias por su trato humano para todos los escoltas y por hacernos sentir bien al cuidarlos dentro de las posibilidades. Perdonen todo lo malo. Si ustedes me liberan de la responsabilidad que tengo de protegerlos, ya que no están aquí en calidad de detenidos y son libres de ir a donde quieran.
La cordialidad del ‘Puma’ le costó el puesto. El fiscal De Greiff se enfureció cuando supo que había perdido nuestro rastro; él respondió que no estábamos en calidad de detenidos, pero no hubo caso.
Sentíamos ese viaje como una carrera para huir de nuestro propio pasado que nos perseguía doloroso y severo. Además, íbamos rumbo a la frontera con Ecuador y no habíamos tenido mucho tiempo de practicar con las nuevas identidades y asumirlas como propias. Eran como un traje que nos quedaba muy grande y todavía no se ajustaba.
Para el tercer día de viaje estaba preparado el cruce de la frontera porque teníamos cupo reservado en Lima. Pero debíamos lograr que las autoridades migratorias pusieran los sellos en los pasaportes sin mirar siquiera la identidad o las fotos. Alfredo lo resolvió fácilmente porque le dio dinero a un funcionario del DAS. Por fin salimos del país.
Entre tanto, en Bogotá, Andrea —mi novia— preparaba su salida del país en un vuelo directo a Buenos Aires. A ella no la conocía nadie porque su rostro estaba protegido por el anonimato.
El cambio de identidad empezaba a dar resultado porque salimos de Ecuador, de Perú y llegamos a Argentina sin contratiempos. En Buenos Aires sellaron el pasaporte y nos dieron visa de turista por tres meses. Durante las veinticuatro horas de escala antes de emprender viaje al otro lado del mundo quedé fascinado con la ciudad porque era verano y las calles estaban envueltas en el verde y violeta de los gualandayes.
—No se me emocione, Juanchito, no se me emocione que ustedes van es como para Apartadó. Acá estamos de paso solo por veinticuatro horas y nada más —dijo el abogado Fernández, quien se ofreció a acompañarnos con su esposa.
A la mañana siguiente Buenos Aires me pareció aún más encantadora, pero la ruta ya estaba trazada.
En el aeropuerto de Ezeiza un nuevo contratiempo me hizo pensar que quizá no volvería a ver a mi familia. Uno de los funcionarios de la aduana me detuvo. No entendía por qué un muchacho de dieciséis años tenía los bolsillos llenos de joyas. Me llevaron a un cuarto pequeño y me hicieron vaciar los bolsillos. El oficial argentino dijo que mi situación se iba a complicar, que tendría que llamar al consulado de Colombia para reportar lo que estaba ocurriendo.
—Bueno, fijate a ver si querés evitar todo eso para que podás viajar ahora. O como vos querás. Si no habrá que esperar que manden al cónsul de Colombia y eso complica más las cosas, así que fijate cómo querés hacer.
Yo creía entender sus insinuaciones pero no me atrevía a ofrecerle nada.
—Bueno, pibe, meté trescientos dólares en la revista esa que llevás y hacés que te la olvidás en la mesa, así te dejo seguir. ¿Te parece bien trescientos?
Metí quinientos dólares entre las páginas de la revista y la ‘olvidé’ en la mesa. Metí las joyas de nuevo en mis bolsillos y salí hacia la sala de abordaje. Todos me esperaban pálidos.
Hasta Johannesburgo, Sudáfrica, el viaje fue de lujo pero hacia Maputo las condiciones de higiene, los olores y la incomodidad advertían lo que nos esperaba.
Aterrizamos en un aeropuerto antiguo, detenido en el tiempo, sin aviones comerciales, únicamente cuatro Hercules de las Naciones Unidas desde donde descargaban bultos de granos y harina con el logo ‘UN’. Soldados cascos azules custodiaban los alimentos de ayuda humanitaria.
En la plataforma nos esperaban los mismos hombres que habíamos conocido en Colombia acompañando a la condesa. Nos condujeron al salón presidencial del aeropuerto que no era más que una habitación con décadas de estar cerrada, y sobre la alfombra roja reposaba una gruesa capa de polvo, la misma que cubría el sillón presidencial.
Saliendo del aeropuerto, el carro que enviaron a recogernos chocó contra otro vehículo. Los conductores descendieron, observaron el daño, se saludaron y se despidieron. Le pregunté al chofer por qué no había apuntado los datos del otro vehículo para los trámites del seguro y demás.
—Acá nadie tiene seguro. Los seguros no existen. Nadie tiene dinero para arreglar nada. Así que no hay discusiones por dinero. Simplemente bajamos a ver el daño por curiosidad.
En el trayecto al sitio que habían alquilado para nosotros fui abriendo los ojos. Maputo era una ciudad semidestruida tras años de guerra civil, sin alumbrado público, sin aceras ni locales comerciales y en las fachadas de los edificios se observaban los boquetes de disparos de tanques de guerra y de rockets, que las familias tapaban con plásticos transparentes. Mozambique apenas iniciaba tránsito a la democracia y en ese momento era la tercera nación más pobre del mundo. Nada de eso había sido mencionado por la condesa o por los hombres que la acompañaban.
Llegamos al que sería nuestro nuevo hogar en el barrio de los diplomáticos. Era una casa sencilla de cuatro habitaciones y una gran sala-comedor. Pero el hedor de las alcantarillas era insoportable. Las alacenas estaban casi vacías y Marleny, la empleada que nos acompañaba desde Colombia tuvo que salir a comprar lo esencial. Una hora después llegó con las manos vacías y los dólares intactos.
—Señora, aquí la plata no sirve. El supermercado estaba abierto pero no había comida ni agua ni gaseosa ni frutas. Nada.
Era 21 de diciembre de 1994 y en tres días celebraríamos la Navidad en un país infinitamente pobre. Habíamos viajado casi una semana para estar frente a una realidad que nos superaba.
Pero como siempre, mi mamá aplicó su vieja teoría de ver el vaso medio lleno. En la alacena encontró papas y huevos y con eso cenamos. Nos daba aliento diciendo que todo iba a estar bien, que podríamos estudiar, ir a la universidad, desligarnos del peso del apellido. Nos decía que podíamos aprender inglés en Sudáfrica o traer profesores desde allí para que nos enseñaran el idioma. No estaba dispuesta a sentirse derrotada ni a darse por vencida.
En vista de que las maletas no llegaban, fui con Andrea a una pequeña galería a comprar ropa pero solo había locales vacíos, salvo una tienda de suvenires con camisetas de Maputo, de mala calidad ¡y a cien dólares cada una!
Nada, nada nos daba indicios de poder construir allí una vida. De hecho, indagando por las universidades nos advirtieron que en cuestión de estudios superiores solo podíamos recibir algunas clases de medicina en la morgue de la capital. No existían aulas, pupitres, bibliotecas, mucho menos un pregrado en publicidad o en diseño industrial, que eran las carreras que Andrea y yo soñábamos.
Transcurrían las horas y me deprimía cada minuto que pasaba. El hotel era una mansión espectacular llena de cascos azules y televisores apagados. No había señal en ningún canal. A esas alturas prefería vivir encerrado en una habitación cualquiera en Bogotá, así significara exponerme a la muerte.
En un momento de desesperación total mi madre entró a la habitación. Yo tenía una correa en la mano:
—Si no nos vamos de aquí me ahorco con esta. Yo prefiero que me maten en Colombia, mamá, pero yo no quiero esto; me estoy muriendo acá.
Mi mamá se asustó mucho al verme tan resuelto. Entonces le pidió al abogado Fernández que averiguara por vuelos de salida de Mozambique. A cualquier sitio.
—El único avión que sale del país se va en dos horas y el próximo en dos semanas.
En segundos empacamos todo, incluso unos bluyines que mi madre había puesto a remojar en la tina. Francisco Fernández estaba furioso.
—¡Señora, si se van están tirando todo un año y medio de esfuerzos! ¡Usted es una irresponsable, una loca, una desubicada por hacerle caso a su hijo que se cree el principito!
—Para usted es muy fácil sacar esas conclusiones, doctor, porque su hija no le está avisando que se le va a suicidar. Es simple decir que nos quedemos cuando usted se va de acá mañana a pasar Navidad en París con toda su familia. Por favor, ayúdenos a escapar de aquí, daremos las vueltas que tengamos que dar por el mundo, hasta encontrar un lugar digno y definitivo para esta familia.
Los delegados del Gobierno se habían desentendido de nosotros hasta comienzos del año siguiente y jamás imaginaron que habiendo llegado con planes de vivir allí diez años, solo aguantaríamos tres días.
Salimos de Maputo con rumbo a Río de Janeiro. Intentamos conocer algo de esa ciudad pero la barrera idiomática y el tránsito caótico nos desalentó de Brasil, así que compramos pasajes para Buenos Aires, porque al fin y al cabo la ciudad nos había encantado. Además, teníamos asegurados tres meses como turistas.
De nuevo Alfredo Astado nos tendió la mano en una situación crítica. Habíamos logrado enviarle un mensaje de emergencia a través de un canal secreto. Ibamos hacia Buenos Aires y era necesario que él estuviera pendiente de todos los detalles para evitar una sorpresa desagradable. Así que sin reparar en las festividades tomó un avión, dejó a su familia y llegó el 24 de diciembre, pocas horas antes que nosotros.
Buenos Aires significó para mí una avalancha de nuevas experiencias. Aprendí a disfrutar del privilegio de no ser nadie. En esa ciudad monté en bus por primera vez. El reto de enfrentar una vida común y corriente me despertó temores e inseguridades. Algo tan simple como acercarme al mostrador de un McDonald’s para pedir una hamburguesa me producía terror. Siempre tuve quién me resolviera todo. Entendí lo aislado que estuve del mundo.
Sin embargo, era difícil confiar. Me había especializado sin querer en vivir escondido y por eso llevaba meses usando gafas para pasar desapercibido. Eso molestaba a mi madre y a mi novia. Decían que no había que temer, que estábamos en una ciudad de doce millones de habitantes y que tampoco creyera que era tan conocido como para seguir viviendo mi vida ocultándome tras unos enormes lentes.
Quizá tenían razón. Así que en una ocasión les di gusto y me quité las gafas antes de salir a comprar las boletas para un concierto. Tomé un taxi a una cuadra del edificio donde vivíamos y antes de que el conductor alcanzara a preguntarme hacia dónde me dirigía, dijo: ¿Vos sos el hijo de Pablo Escobar?
—¡No, hombre! ¡Qué tal! Esa gente está todavía por allá en Colombia y no la dejan salir del país, ¿no ve que nadie los quiere recibir?
el taxista, que no era ningún bobo, me seguía mirando por el retrovisor hasta que lo miré serio y le dije que me llevara rápido al Alto Palermo. Compré las boletas y regresé al apartamento sintiendo que todo el mundo me perseguía. ¡Qué desahogada la que me metí con mi mamá y Andrea! Les dije que no fueran tan ingenuas y que más estúpido yo que les hacía caso; mejor dicho, les dije hasta misa.
En contraste con las clases que nos ofrecían en la morgue de Maputo, en Buenos Aires había oportunidades de estudio de sobra. A los dos meses de nuestra llegada habíamos hecho varios cursos de computadoras. En marzo me matriculé en el programa de Diseño Industrial en las escuelas técnicas ORT. Andrea comenzó Licenciatura en Publicidad en la Universidad de Belgrano, donde se graduó con honores. Mi caso fue igual, con un promedio de notas de 8.8 sobre 10. Me apasioné y me dediqué íntegramente a mi carrera. Los profesores lo notaron al punto de ofrecerme trabajo como ayudante de dos cátedras: Proyecto Final de Carrera y Diseño Asistido por Computadora.
Manuela estaba en el colegio y mi madre vivía caminando a Buenos Aires, juntando folletos de todo tipo para obtener información de proyectos inmobiliarios, su fuerte.
En Buenos Aires alquilábamos los departamentos y cada dos años cambiábamos de residencia y de teléfonos para evitar seguimientos. De la misma manera elegíamos cuidadosamente con quién relacionarnos por miedo a que alguien nos descubriera.
A comienzos de 1997, nos otorgaron la residencia precaria y para obtener la residencia permanente mi mamá hizo los trámites y se presentó como inversionista con Capital; por esa razón contrató los servicios de un contador. Así llegó a nuestras vidas Juan Carlos Zacarías Lobos.
Nos enfocamos en un proyecto de inversión y cerramos la compra de un lote ubicado al frente de Puerto Madero. Pero a raíz de esa transacción comenzamos a sospechar que tal vez Zacarías no era muy confiable. Teníamos la sensación de que se había quedado con una buena diferencia de dinero a su favor y que había inflado el precio. Pero un día una repentina oferta de la empresa Shell S.A. le salvó la reputación porque ofreció más del doble del valor que nos había costado. La venta nunca se materializó pero nos hizo cometer el error de volver a creer en él.
Durante ese año, 1998, empecé a hacer diseños y representaciones gráficas en 3D, una técnica nueva que desplazaba el lápiz y que incorporé al estudio IQ como valor agregado. Mi sueldo, el primero que recibía en la vida, eran mil dólares mensuales. Esa suma, que años atrás gastaba en dos propinas, ahora representaba un mes de alquiler y el pago de los servicios públicos.
Pero la vida volvería a sorprendernos otra vez. Discovery Channel anunció con avisos de prensa, vallas publicitarias, paradores de buses, en el transporte público y por supuesto en la televisión, un programa especial sobre la vida de Pablo Escobar Gaviria. Estábamos aterrados y decidimos salir de Buenos Aires rumbo a Cariló, una localidad de la costa argentina.
Zacarías, que ya se había enterado de nuestra antigua identidad porque nos vio en una edición vieja de la revista Caras, aconsejó transferir de inmediato a su nombre las propiedades de Inversora Galestar —una sociedad uruguaya con sucursal en Buenos Aires que habíamos adquirido para dedicarnos a la compra y venta de inmuebles— y prometió devolverlas una vez se calmara la tormenta del documental.
Pero las buenas intenciones le duraron días porque llegó hasta nuestro escondite para exigirnos un aumento de sus honorarios por el ‘peligro’ que implicaba prestar sus servicios a una familia como la nuestra.
—María Isabel, para quedarme a trabajar con usted, necesito que me pague veinte mil dólares mensuales.
—¿Veinte mil dólares? ¡Por Dios, Zacarías! Yo no tengo de dónde pagarle veinte mil dólares a usted. ojalá los tuviera para mí. Si usted es capaz de cumplir su promesa de hacerle ganar a esta familia sesenta mil dólares al mes, no tengo problema en darle veinte de ahí. Pero yo no puedo pagar de la nada esa fortuna.
—No, María Isabel, es que yo no los necesito para mí, yo le tengo que pagar a Óscar Lupia y a Carlos Marcelo Gil Novoa para cuidarlos a ustedes.
El reclamo se quedó ahí porque la marea del documental bajó y regresamos a Buenos Aires, donde pasamos Navidad y Año Nuevo sin contratiempos. Vivíamos en un apartamento en Jaramillo 2010 piso 17 N, que Zacarías había rentado para mi madre y Manuela. Andrea y yo estábamos de paso ahí mientras Zacarías nos ayudaba a alquilar un apartamento para iniciar nuestra vida en pareja. Era la primera semana de febrero de 1999 cuando mi mamá comenzó a sospechar. Zacarías no aparecía por ningún lado.
Previendo posibles consecuencias del documental de Discovery, y antes de conocer las intenciones de Zacarías, pusimos en venta la casa en el Club Campos de Golf Las Praderas de Luján que habíamos comprado meses atrás como una oportunidad de inversión.
En pocos días llegó a un interesado, Luis Dobniewski, un abogado respetado en ese país. Pero Zacarías se las arregló para contactarlo y le cobró un adelanto de cien mil dólares. Nunca nos entregó ese dinero.
—Dios mío, este hombre no aparece y tiene toda mi plata. ¿Qué voy a hacer? —decía mi mamá.
Zacarías no respondía el teléfono, no devolvía llamadas, no contestaba los mensajes. Entonces mi madre fue a su oficina y le dijeron que él estaba hospitalizado por un episodio de estrés. Antes de salir, pidió prestado el teléfono fijo de la oficina para hacer una llamada. Marcó al celular de Zacarías y por supuesto atendió.
—Hola, Juan Carlos, ¿no dizque estás en cuidados intensivos y que prácticamente te estás muriendo? ¿Dónde estás, qué es lo que estás haciendo?
—No quiero hablar absolutamente nada con usted. Yo hablo con usted por intermedio del doctor Tomás Lichtmann —respondió Zacarías.
—Yo no tengo ningún problema en hablar por intermedio de quien usted quiera, pero no sea atrevido y descarado. ¿Usted qué es lo que está haciendo? ¡Usted está con mi plata, usted está con mis cosas!
—¡No, usted me engañó! ¡Usted no me dijo quién es realmente!
—¡Yo no lo he engañado! Yo me llamo como me llamo, el tema de mi identidad es algo que tengo que cuidar, así que no mezclemos las cosas. Devuélvame mi plata. ¡Supuestamente yo lo engañé, pero quien se queda con mi plata es usted!
Tras la discusión. Zacarías se comprometió a devolver todo, pero a través de Litchmann. Mi madre lo llamó y este le dijo que no estaba interesado en ayudar y mucho menos sabiendo quiénes éramos.
—Doctor, yo no lo he engañado a usted. A nadie le podía contar sobre mi identidad, pues ese es un tema de vida o muerte para mí y para mis hijos. Por favor, ayúdeme, colabóreme. Zacarías me está robando y usted me lo recomendó a él siendo mi abogado. Por favor, ayúdeme.
Litchmann se hizo el desentendido y Juan Carlos Zacarías se tomó aun más confianza para estafarnos: con los poderes firmados por mi madre transfirió el dominio de un lote y dos apartamentos que habíamos adquirido en remates a muy bajo precio, para remodelarlos y venderlos; y utilizó uno de los documentos que mi madre le había firmado en blanco para justificar una rendición de cuentas que nunca existió.
No obstante, Zacarías nunca imaginó que lo enfrentaríamos con la única arma que teníamos a la mano: la ley. Por eso en octubre de 1999 mi madre lo demandó, lo mismo que a sus cómplices Lupia y Gil.
En respuesta a la querella judicial, Zacarías contrató a Víctor Stinfale uno de los abogados más mediáticos en Argentina en ese entonces, reconocido por ser también el defensor de Carlos Telleldín, el primer acusado en el caso del ataque dinamitero a la AMIA, como se conoce el atentado perpetrado contra la mutual judía en el que murieron ochenta y cinco personas.
En una movida típica y de su estilo, Stinfale le pidió a Telleldín, entonces recluido en la cárcel, que le filtrara a un periodista la noticia de la presencia de la familia de Pablo Escobar en Argentina. Si seguíamos reclamando lo nuestro —como le dijo varias veces el propio Stinfale a mi madre— el plan era hacernos un montaje judicial en contra nuestra o ‘cargarnos’ con droga para “sacarnos del tablero”.
Esas maniobras solo buscaban que huyéramos del país y les dejáramos lo que habíamos ganado honradamente. Lo que no sabían Stinfale y Zacarías era que nos habíamos vuelto expertos en soportar presión y ataques. Sin embargo, lo más difícil estaba por venir.
Un día regresé de dictar clase en ORT más temprano de lo habitual. Cuando estacionaba se atravesó un Renault 19 blanco con cuatro hombres adentro. Dos se acercaron por la ventanilla. Eran civiles. Miré por el retrovisor y me había cerrado una camioneta blanca sin distintivos policiales. No entendía nada.
—¡Bájese!
Agarré el gas paralizante que siempre llevaba a la mano y descendí del auto. Uno de ellos, en evidente estado de alicoramiento, gritó que lo acompañara. Estaba listo y decidido a usar el gas cuando empezaron a caminar hacia la entrada principal del edificio.
Mientras subíamos al apartamento en el piso 17, se presentaron como agentes de la Policía Federal Argentina. Cuando llegamos, tres hombres aguardaban a la entrada del apartamento y otros cinco habían logrado entrar después de que Andrea les exigiera pasar la orden judicial por debajo de la puerta. Les advirtió que había una anciana y dos niñas en el apartamento y que no podían entrar todos ni mucho menos mostrar las armas. obedecieron.
Me quedé en el comedor custodiado por dos de ellos. Copito, Algodona, Beethoven y Da Vinci estaban histéricos y no paraban de ladrar. Mi abuela Nora, que estaba de visita por esos días, no paraba de llorar. De un momento a otro Andrea se percató de que uno de los agentes se había quedado en una de las habitaciones con Manuela y una amiguita del colegio con la que estaba haciendo las tareas y lo sorprendió interrogándolas.
Mi temor era que nos ‘cargaran’ con droga. En Argentina era una práctica corrupta muy común. Había sido el caso de Guillermo Cóppola, antiguo mánager de Diego Maradona, a quien la ley detuvo y procesó luego de encontrar en un jarrón de su casa la droga que le sembró la policía. La justicia lo absolvió.
Los intrusos miraban con desgano en los muebles y se notaba que no sabían qué estaban buscando. Andrea prácticamente les indicaba dónde podían ver y dónde no. Cuando estaban revisando uno de los cajones de mi madre con documentos, les dijo que no buscaran ahí que esos eran los papeles del colegio de la niña. De inmediato cerraron el cajón.
En ese momento Copito escuchó los pasos de mi madre y se dirigió a la puerta. olga, la empleada, también oyó y alcanzó a abrir y hacerle señas para que se devolviera, pero el perro salió desesperado detrás de ella. Cuando iba a alcanzar la puerta lateral del edificio que daba a la calle Crisólogo Larralde, diez hombres de civil y armados le cerraron el paso.
—¡Quieta! ¡Entregue las armas!
—Tranquilos, señores. ¿Cuáles armas? Este es solo un perrito blanco —respondió mi madre.
Ya en el apartamento los agentes no lograron que mi mamá se quedara quieta. Les dijo: “Bien puedan, este departamento es mi casa, revisen todo lo que quieran”. Se bañó, se cambió de ropa, alcanzó a guardar unos papeles en un sobre y a esconderlos en el baño, hizo unas llamadas en secreto para alertar a los abogados y a los notarios que conocían en detalle la estafa de Zacarías. La Policía tenía el control del apartamento pero Andrea y mi madre controlaban a la Policía.
A eso de las tres de la mañana llegó Jorge ‘el Fino’ Palacios, comisario de la Policía Federal, quien anunció que quedábamos detenidos.
Mientras nos conducían a la sede de la brigada antiterrorista de la Policía Federal —durante el inicio del operativo—, el programa Memoria del Canal 9 transmitía en vivo y en directo. El presentador era Samuel ‘Chiche’ Gelblung, un periodista veterano con un conocido gusto por el escándalo y el sensacionalismo.
Nuestro proceso y así reposa en el expediente judicial, inició con la denuncia del policía Roberto ontivero, quien aseguró que estaba parado en una esquina cualquiera de Buenos Aires cuando vio a una mujer muy parecida a la viuda de Pablo Escobar, conduciendo una camioneta Chrysler verde, con vidrios polarizados.
Sostuvo que conocía a mi mamá por fotografías que vio en la División de Drogas Peligrosas de la Policía. Pero las imágenes eran de veinte años atrás, lo que hacía imposible un reconocimiento en el fugaz cambio de un semáforo y a través de vidrios polarizados. Sin embargo, su ‘compromiso con la justicia’ lo llevó a apuntar las placas e investigarlas.
La camioneta aparecía comprada por Leasing, tenía papeles al día y estaba a nombre de Galestar S.A. El juez no necesitó más evidencias y ordenó nuestra captura.
Los medios de comunicación enloquecieron. Después de la detención y durante los días siguientes encabezamos todos los titulares: “la viuda de Pablo Escobar” había sido detenida en Argentina.
Al día siguiente, una caravana de la Policía Federal nos condujo a mi madre y a mí a los juzgados de Comodoro Py, cerca del Puerto de Buenos Aires. Ahí elaboraron los documentos para dejarnos en manos del Servicio Penitenciario, pero pusieron mi nombre anterior: Juan Pablo Escobar. Cuando me di cuenta les dije que así no me llamaba.
—¿Qué te creés vos? ¡Nosotros sabemos cómo te llamás! ¡Vos no sabés mentir! —decían a los gritos.
Yo sabía que si me identificaba como Juan Pablo ante cualquier autoridad incurriría en falsedad de documento porque había renunciado a mi nombre anterior y a identificarme como Juan Pablo.
—Lo lamento, señores, pero aunque a ustedes les dé malgenio y no les guste, y me griten, yo me llamo así. Eso es lo que dice mi documento y así me llamo. Ese documento es legal. Ahí no hay nada raro. Punto. No hay más discusión.
—¡Que firmés! ¡Que firmés, te lo ordeno!
—Yo firmo, pero ahí mismo aclaro que me llamo Juan Sebastián Marroquín Santos. No voy a firmar como Juan Pablo Escobar, ni al lado de Pablo Escobar.
Al final se resignaron. Nos metieron en calabozos separados y no volví a saber de mi mamá, no tenía idea si habían capturado a Andrea, no sabía qué pasaba afuera, qué pasaba con mi hermanita y con mi abuela. Las celdas eran muy pequeñas, de aproximadamente un metro con cincuenta de profundidad por un metro de ancho, y un banquito de cemento. No había espacio para acostarse, solo cabía parado o sentado. Ahí pasé tres días incomunicado y sin comer, por miedo a que me envenenaran.
Al juez Gabriel Cavallo le correspondió nuestro caso. Era una vedette o por lo menos así se comportaba. Se había hecho famoso al declarar la nulidad de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final; era ambicioso y en ese momento aspiraba a ocupar una de las vacantes en la Cámara Federal de Apelaciones. Haber decretado la nulidad de esas leyes lo había envuelto en un halo de santidad que en algún momento me llevó a pensar que en nuestro caso pensaría que se trataba de un burdo montaje. Pero no.
Mientras mi madre y yo esperábamos en los calabozos, él ofrecía ruedas de prensa en las que relataba cómo después de un detallado proceso de seguimiento había logrado la captura de la familia del capo.
Lo que no contaba era que mientras allanaba las notarías donde mi madre tenía registradas siete constancias en sobres sellados, había encontrado también las pruebas que nos absolvían. Allí estaban las tentativas de extorsión y las amenazas del contador Zacarías, de su abogado y de sus cómplices. Todas ellas suficientemente documentadas con nuestros relatos y con los audios que grabábamos cada vez que llamaban a amenazarnos. Cada sobre tenía la fecha autenticada y cada notario podría certificar el momento en que habían sido dejadas, las primeras de ellas seis meses antes.
Pero las pruebas no servían de nada. El juez decía que yo había cometido el delito de haber viajado a Uruguay y de haber diseñado un mueble. Sí, yo había ido de paseo a Uruguay con mi documento de identidad y sí, había diseñado un mueble porque eso era lo que había aprendido en la universidad y a eso me dedicaba. Lo preocupante era que cada declaración que dábamos era alterada y redactada a manera de confesión. Por supuesto no las firmábamos.
Los fiscales Eduardo Freiler y Federico Delgado, a quienes les había llegado el proceso, no presentaron nunca una acusación formal. En sus indagaciones con las autoridades colombianas comprendieron que las nuevas identidades eran legítimas y suministradas por los organismos judiciales. Además, concluyeron que Galestar S.A. era una empresa legalmente adquirida. Lo demás, la casa en Praderas y los dos carros, habían sido comprados con trabajo honesto; además, estábamos pagando a cuotas la camioneta Chrysler y un Mazda 121 que yo manejaba.
Aun sin acusación, con nuestras explicaciones, con la evidencia de la legalidad de nuestras identidades, con las pruebas de las amenazas y la extorsión de que éramos objeto, el juez Cavallo continuó el proceso. Le hizo creer a la opinión pública que respaldaba firmemente la declaración a todas luces fantasiosa de un policía al servicio del ‘Fino’ Palacios; y como los fiscales se negaron a presentar un escrito formal en nuestra contra hizo que los retiraran del proceso.
Al cuarto día nos enviaron a la Unidad de Detención 28. En pleno centro de la ciudad. Me dejaron bañar y acomodarme en un colchón sucio de mierda y orines. Aunque muchas veces había estado encerrado, escondido, en ese calabozo supe lo que se siente cuando a uno le arrebatan la libertad.
Esperábamos una acusación por parte de la Fiscalía pero no llegaba. El juez debía decidir un lugar de reclusión y entonces mi mamá aprovechó para hablar con él y le refirió los riesgos que corríamos si nos mandaba a un centro de detención común.
—Usted, señor juez, es responsable por lo que me pase a mí, a mi hijo y a mi familia. Mientras estemos detenidos usted responde, y responde ante el Gobierno de Colombia.
Así que decidió mandarnos a la Superintendencia de Drogas Peligrosas. Allí podíamos recibir llamadas de Colombia y visitas todas las tardes.
Por esos días también cayó preso Zacarías, pero con tan mala suerte que lo enviaron a la cárcel de Devoto; según contó él mismo en el proceso, cuando llegó los reclusos casi lo linchan; estaban ofendidos porque se había atrevido a robarle a la viuda de Pablo Escobar. La ira contra Zacarías en el penal era generalizada, a tal punto que lo trasladaron al mismo edificio donde estábamos pero un piso más arriba.
A mi madre y a mí nos dejaban estar juntos en los calabozos de uno u otro. Nos permitían compartir muchas horas. Fue un privilegio ser compañero de celda de mi propia madre. Ella, que siempre había sufrido de claustrofobia, inventaba cualquier excusa para que la dejaran salir del calabozo. Por eso le propuso al comisario pintar todas las celdas, los barrotes y las puertas. Después se ofreció para limpiar las oficinas y lavar todos los días los baños con tal de estar activa.
La orden era que nunca apagaran la luz de nuestras celdas y mi mamá aprovechaba para leer de todo. Yo leía la Biblia, y oraba con el salmo 91, que aprendí de memoria durante la guerra en Medellín.
Por cuenta de nuestro comportamiento, los guardias nos trataban cada vez con menos resquemor; podría decirse que habíamos ganado su respeto.
Mientras tanto, el juez Cavallo decidió embargarnos. A mi madre le impuso un embargo de diez millones de dólares, a mi novia Andrea de tres millones, a mí de dos millones; y a Stinfale, que ya hacía parte de la causa, de tres mil quinientos dólares.
Cavallo presionaba a mi madre. Le decía que si le entregaba la clave de un disco encriptado encontrado en el allanamiento, me liberaría a mí. Y que si declaraba en contra del expresidente Carlos Menem, la liberaba a ella. Él siempre le insistía que le colaborara, que ella iba a empezar a ver ciertos beneficios en ese sentido. Lo que buscaba era que dijéramos que nuestra llegada a Argentina había sido negociada con el ex presidente.
Por nuestro caso en muy poco tiempo, habían pasado siete fiscales y ninguno encontraba razones para dejarnos detenidos: Freiler, Delgado, Stornelli, Recchini, Cearras, Panelo y Aguilar. En uno de sus escritos, este último pidió investigar a Cavallo por prevaricato, abuso de autoridad y privación ilegítima de la libertad: “(...) el juez dispone, en claro abuso de autoridad, detener a María Isabel Santos Caballero (la nueva identidad que Colombia le otorgó a Henao Vallejo para resguardar su seguridad) nada más por ser viuda de Escobar”.
Yo amo y valoro profundamente a Andrea. Ella eligió subir a mi avión cuando me estaba quedando sin motores y sin combustible; era el peor momento de la historia de la familia Escobar Henao y se la jugó para estar conmigo.
En la cárcel la pensaba todo el tiempo. Por estar a mi lado abandonó su carrera, su familia, sus amigas, su identidad, su patria; lo dejó todo por mí. Por todo esto, en ese primer verano en prisión decidí que era el momento de proponerle matrimonio. Había llegado la hora de dar un paso adelante. Era algo que quería hacer de tiempo atrás, y siempre estaba buscando ‘el momento ideal’. Apenas le dije que quería vivir el resto de mi vida junto a ella, Andrea lloró y me abrazó emocionada. Después del sí, me dijo:
—Mi amor, yo tengo fe en que todo va a estar mejor. Porque ya hemos caído muy bajo, hasta el pantano; así que tengo toda la confianza de que en adelante todo estará mejor. Te amo incondicionalmente.
Mi madre, que estaba en la celda, nos abrazó y dijo que todo estaría bien; que algún día lo que estábamos viviendo sería solo una experiencia.
Pero no queríamos casarnos dentro en una cárcel y acordamos hacerlo una vez quedara resuelta nuestra situación jurídica y en libertad.
El 29 de diciembre de 1999 nos condujeron a mi madre y a mí a una nueva audiencia en Comodoro Py, con chalecos antibalas y esposados. Era el último día hábil antes del comienzo de la feria judicial o vacaciones. De pronto me di cuenta de que los guardianes habían dejado puestas las llaves de las esposas. No supe qué hacer. Ignoraba si era una trampa para ver si me fugaba. Pero decidí que aunque tenía una posibilidad real de huir lo mejor era no hacerlo, no iba a correr toda la vida como mi papá. Entonces llamé a una guardiana.
—Vea, olvidó esto.
La mujer, sorprendida, quitó las llaves y agradeció el gesto. Dijo que le había salvado el puesto.
Una vez terminada la diligencia judicial, nos recluyeron en una celda en el sótano del edificio a la espera de un vehículo que nos regresara a la cárcel.
Al caer la tarde llegaron nuestros abogados Ricardo Solomonoff y Ezequiel Klainer y nos dieron la buena noticia de que el juez Cavallo había decretado mi libertad esa tarde, pero me imponía varias restricciones: no salir de los límites de la capital federal y presentarme dos veces por mes a firmar una constancia de que seguía en la ciudad.
Pero lejos de emocionarme sentí una gran tristeza al pensar que dejaría a mi mamá, sola, en ese lugar. No había nada que hacer y con la orden de libertad en la mano iniciamos el trámite de salida. En esas estaba cuando vi a Zacarías en una celda cercana y me acerqué a él.
—Sebas, Sebas, ¿te dieron la libertad?
—Sí.
—Sos un buen chico, sos una buena persona, todo esto ha sido un gran error, una equivocación; yo no he dicho todo lo que vos creés que yo dije, yo no he mentido. La culpa de todo esto la tiene Stinfale; mirá cómo estoy, detenido también.
—Sabés qué, Juan Carlos, vos seguís creyendo que nosotros somos estúpidos, pero olvidate que me vas a enredar más; la única persona que llevó las cosas a estos extremos y a estas circunstancias fuiste vos.
—No, de verdad te lo digo, Sebi, eso es así. Ahí hay equivocaciones, hay muchas mentiras y el juez prometió cosas que no cumplió.
La charla con Zacarías no quedó en nada y me dirigí a la celda, a rezar con mi mamá y a agradecerle a Dios por mi libertad y porque finalmente se aclararan las cosas.
—Hijo, ten valor. Yo sé que lucharás por sacarme de aquí. No podíamos haber salido los dos. Tengo la certeza de que no dejarás que permanezca un día más aquí.
Entonces lloré mucho. Lloré con ella mientras la abrazaba sin querer despedirme. Los guardias me decían “ya se puede ir” y yo les respondía “déjenme un ratico más, por favor”. No puedo explicar la tristeza que sentí por dejar a mi mamá ahí, encerrada en un calabozo, vigilada con cámaras de seguridad, con la luz artificial encendida las veinticuatro horas, sabiendo que era inocente.
Mi madre me acompañó hasta el ascensor y nos dimos otro abrazo muy largo. Las guardianas que estaban ahí lloraban. Le prometí que dedicaría cada día a sacarla de ahí, como fuera.
Luego de mi liberación y por sugerencia de nuestro buen amigo, el cantautor Piero, me reuní con Adolfo Pérez Esquivel, premio Nobel de Paz, y le conté lo que había sucedido en torno a nuestro caso.
—Todo lo que me has contado pareciera ser cierto. Pero yo no puedo aventurarme a intervenir en la causa a través del SERPAJ (Servicio de Paz y Justicia) hasta que una abogada la revise completa y me envíe un informe detallado de posibles violaciones a sus derechos fundamentales y los de su familia. Ella se pondrá en contacto con usted.
Ese proceso fue eterno, pero finalmente recibí una copia de la carta que Pérez Esquivel le dirigió al juez Cavallo.
“El Servicio de Paz y Justicia se dirige a S.S. con la finalidad de poner bajo su conocimiento que hemos recibido en nuestra oficina una manifestación de la Familia Marroquín Santos en relación a la causa que se les sigue en el Juzgado a su cargo que consideramos tiene un relato veraz sobre potenciales violaciones a los Derechos Humanos.
Conforme el relato de mención, en la actualidad se estaría llevando adelante un Proceso Judicial sobre la base de una imputación grave, Asociación Ilícita y Lavado de Dinero, con fundamentos basados esencialmente en el parentesco familiar con Pablo Escobar Gaviria.
Es nuestra intención ponernos a disposición del Juzgado para aclarar los puntos expresados como violatorios de los Derechos Humanos Inalienables y por lo tanto solo nos anima una política de buenos oficios tendientes a resguardar, la circunstancia no menor de que un extranjero posea los Derechos que le asisten a cualquier ciudadano en Argentina
Adolfo Pérez Esquivel”
Por fin alguien entre millones de argentinos vio más allá de la cortina de humo armada por Cavallo, Stinfale, Palacios y Zacarías.
No obstante, la persecución no se detenía. un día descubrimos que un policía intentó infiltrarse en la familia y se hizo pasar por un amigo de mi hermana. Manuela, una joven de quince años, seguía pagando el precio más alto por las fallas de nuestro padre. Manuela estudió en la Escuela Jean Piaget hasta el día que me llamó el rector a decirme que algunos docentes se negaban a darle clases debido a su historia familiar.
—Le agradezco la franqueza. Ya me la llevo de esta institución, que no cuida ni respeta a sus alumnos. Poco y nada tienen para enseñarle estos ignorantes a mi hermanita.
Manuela tuvo que soportar una nueva discriminación en otro colegio de Buenos Aires porque al presentador Chiche Gelblung no le importó violar la ley y publicó su foto. Después de eso muchos padres de familia protestaron y algunos alumnos le hicieron toda clase de burlas, maltratos y hasta grafitis.
Por su parte, el juez Cavallo seguía obsesionado en mantener a mi madre en la cárcel. Esa detención plagada de arbitrariedades fue en realidad un secuestro que se prolongó durante un año y ocho meses. Incluso, un día argumentó que solo el hecho de ser colombiana la hacía aún más culpable.
En una ocasión durante su encierro, mi madre casi pierde la vida. Empezó a quejarse de un fuerte dolor en una muela y los abogados solicitaron una autorización para llevarla al odontólogo, pero el juez se negó. Insistieron porque la infección estaba avanzando y el juez la rechazó otra vez. Reiteraron la petición y Cavallo incurrió en un increíble acto de arbitrariedad: le envió un alicate para que ella misma se sacara la muela.
La hinchazón no cedía y ya era viernes. Llevaba más de una semana con la infección hasta que el aviso de que se trataba de una emergencia obligó a Cavallo a emitir el permiso. El diagnóstico: mi madre estuvo a dos o tres horas de sufrir un shock séptico, es decir, que la infección le invadiera todo el cuerpo.
Una vez pasó el susto decidí darles la cara a mis profesores y compañeros del Instituto ORT. Quería darles mi versión de los hechos, así que les pedí a todos los docentes una reunión informal durante uno de los descansos. Apenas empecé uno de ellos me interrumpió:
—Pará, pará Sebastián. Vos no nos debés ninguna explicación. Te conocemos desde hace cuatro años que venís todos los días y sos uno de los mejores. Además eras empleado y vecino de Alan, otro de nuestros docentes, y salvo que se pueda lavar dinero a las tres de la mañana en los bancos, que es cuando tendrías algún ratito libre, entonces sí deberías darnos explicaciones. Pero eso ya lo hemos hablado acá con todas las autoridades de ORT y nadie opina diferente a lo que conocimos de vos. Háblanos de otra cosa si querés, pero no necesitamos que nos expliqués nada porque tenemos clara la película que les armaron.
Estaba por terminar el invierno de 2000 y en la ciudad se veían carteles de la universidad de Palermo invitando a los jóvenes a estudiar. Sentía pasión por la arquitectura porque me habían vuelto a contratar en el estudio de diseño donde trabajaba, con la libertad de trabajar desde mi casa para no descuidar la defensa de mi madre.
Le comenté a mi madre que quería estudiar arquitectura porque la mensualidad no era muy alta y podía elegir unas pocas materias para no descuidar su defensa. Así lo hice y me fue bien al comienzo porque me validaron muchas materias por mis conocimientos de diseño, pero entre el trabajo y la universidad no me quedaba casi tiempo para defender a mi mamá. Entonces decidí dejar la universidad y fui a radicar la renuncia a la facultad, pero en ese momento el abogado Solomonoff llamó a darme la mejor noticia: mi madre saldría en libertad.
Finalmente, el juez no había encontrado más excusas para retenerla. La última fue una acusación sin pruebas por el delito de asociación ilícita. El argumento: mi madre era jefa de una organización criminal internacional porque había contratado a dos abogados colombianos —Francisco Fernández y Francisco Salazar— para atender sus asuntos judiciales en Colombia.
Ese nuevo señalamiento de Cavallo empezó a caer poco a poco, pero cuando nuestros abogados presentaron un alegato de apelación, la camarista federal Riva Aramayo —amiga de Cavallo— no resolvió las cuestiones de fondo y se fue por las ramas.
Era un día clave en el proceso. Sabríamos si mi madre tendría la oportunidad de llegar a juicio detenida o en libertad. Esperábamos la decisión cuando el juez Cavallo salió azotando la puerta y con la cara roja de la ira.
El motivo del disgusto del juez fue porque la Fiscalía consideró que no había pruebas contra mi madre, salvo nuestro parentesco familiar con Pablo Escobar.
Uno de nuestros abogados salió detrás del juez y nos dio la buena nueva de que habían fijado una fianza para que mi madre saliera de la cárcel. No teníamos dinero pero yo estaba dispuesto a conseguirlo prestado. Sin embargo, el abogado Solomonoff dijo que él conseguiría prestado el dinero para la fianza para sacar a mi madre de la cárcel ese mismo día porque Cavallo podría inventar una nueva acusación para retenerla.
—Doctor, le agradezco en el alma que nos resuelva esa parte vital para nosotros y mi madre. Pero le quiero aclarar una cosa: no solo no tengo la plata, sino que no sé realmente cuándo ni cómo se la voy a poder pagar. usted mejor que nadie sabe que Zacarías nos dejó sin un peso en los bolsillos.
—Nada Sebastián, no te preocupés; olvidate, que tu mamá sale hoy. Cavallo le tiene que dar la libertad como sea. Ya la notificaron y tiene que salir.
En las siguientes dos horas habría de producirse un duro choque entre Cavallo y nuestros abogados por el mecanismo de pago de la fianza. Hasta que finalmente Cecilia Amil, la secretaria del juez, fue al Banco de la República Argentina a contar el dinero de la caución.
Pasadas las diez de la noche y después de que el juez Cavallo firmó a regañadientes la boleta de libertad, fuimos a sacar a mi madre de la cárcel.
Ella quiso volver a la normalidad, pero permaneció sumida en un profundo silencio durante varios meses. Le costaba reintegrarse a la vida y recuperar su capacidad de disfrutar, hasta que pudo regresar a su cotidianidad y continuó educándose en varias instituciones de renombre.
Ya con la tranquilidad de saber que estábamos en casa, el proceso judicial llegaría a la última instancia: la Corte Suprema de Justicia. Allí ordenaron realizar exhaustivos peritajes contables que determinaron que las supuestas maniobras de lavado de dinero de las que nos acusaron nunca existieron.
El cierre de la investigación llegó después de siete largos años de incertidumbre. Fuimos absueltos de la totalidad de los cargos por el Tribunal Oral Federal Número 5.
Los titulares de prensa fueron muy discretos, en contraste con el enorme despliegue que tuvo la noticia de nuestra captura.
Casi a la par del cierre de esa pesadilla, me gradué como arquitecto en la universidad de Palermo. Lentamente incursioné en la profesión y fundé mi primer estudio: Box9 Arquitectura Latinoamericana.
Como profesional formé parte del equipo de arquitectos —con el estudio AFRA, LGR y Fernández Prieto— que ganó el concurso para el diseño del mausoleo de Juan Domingo y Eva Perón. A su vez diseñé un edificio de catorce pisos y gané otros concursos dentro del área de Puerto Madero en compañía del entonces presidente de la Sociedad Central de Arquitectos, Daniel Silberfaden, y el reconocido colega Roberto Busnelli.
En diciembre de 2002 honré mi palabra y contraje matrimonio con Andrea. Se nos ocurrió hacer la ceremonia a cielo abierto en un hotel pero surgió el problema de que ese tipo de eventos estaba prohibido por la Iglesia Católica argentina. Como siempre, mi madre intervino y logró lo imposible: el obispo de Buenos Aires, Jorge Mario Bergoglio autorizó la boda. Contra toda posibilidad, mi mamá logró hablar con el ahora Papa Francisco.
Entre tanto, en Colombia diseñé y construí dos grandes casas para clientes privados; la primera —una finca de recreo— fue todo un reto porque debí hacer el trabajo a distancia a través de planos, fotos y videos; la segunda en Medellín, reconocida por la pureza de sus formas y la calidez de su diseño.
No ha sido sencillo encontrar trabajos de ese tipo, pues son pocos los que se atreven a contratar los servicios profesionales de una persona que lleva el estigma de ser el hijo de Pablo.
En medio de mi ocupación como arquitecto, en 2005 recibí una llamada del director de cine argentino Nicolás Entel, quien me propuso —como muchos otros— la idea de realizar un documental sobre mi padre. Le dije que me animaría, siempre y cuando no fuéramos a hacer más de lo mismo.
Construimos juntos la idea general de la historia, cuyo rodaje duró cuatro años. Durante ese proceso les escribí una carta a los hijos de Luis Carlos Galán y Rodrigo Lara Bonilla en la que les pedí perdón por el daño que mi padre les había causado. De esa manera se generó un proceso de perdón y reconciliación entre nosotros.
La grata experiencia vivida en el desarrollo del documental se vio interrumpida en los primeros meses de 2009, cuando presenté denuncia penal contra un personaje nefasto que se hacía pasar por mí en Estados unidos. Este nuevo impase fue un invento de mi tío Roberto en represalia de mis reiteradas negativas a participar en un proyecto con supuestas empresas estadounidenses interesadas en llevar al cine la historia de mi padre.
A mi tío no se le ocurrió otra cosa que clonar a su sobrino con José Pablo Rodríguez, un hombre obeso, de unos treinta años, con ciento cuarenta kilos de peso, estadounidense de origen costarricense y domiciliado en Nueva Jersey.
Por instrucciones de Roberto, el clon se las arregló con engaños para obtener mi correo profesional como arquitecto en Buenos Aires y me escribió un mensaje en el que sin escrúpulo alguno sostuvo que desde 2001 usaba el nombre de Pablo Escobar Jr y que gracias a la suplantación de mi identidad grandes empresas de EE.UU., como Nike y Redbull, lo buscaron para proponerle negocios millonarios. También dijo que raperos como NAS o 50 Cent contribuyeron a hacerlo famoso. Y terminó diciendo que si yo le ayudaba a ser creíble su treta ambos seríamos millonarios.
Indignado, le pedí a mi abogado en Argentina que lo denunciara penalmente e hiciera extensiva la querella a Colombia. En el documento relatamos lo que había sucedido desde el comienzo con ese personaje. En uno de los apartes de mi acusación señalé:
“No tengo dudas que además de José Pablo Rodríguez, tras las amenazas está también mi tío Roberto de Jesús Escobar Gaviria, ya que en el pasado ha intentado dañarme, ignoro por cual razón, buscando la connivencia de todos los colaboradores cercanos a mi padre, para que declararan en mi contra y me inventaran un proceso penal en Colombia que me quitara la libertad”.
El farsante se puso furioso porque el 10 de marzo de 2009 respondí su propuesta con un mensaje que titulé “Carta para un Clon”, en el que le sugerí que buscara su propio camino, como yo lo estaba haciendo y lo invité a reflexionar sobre la situación tratando de hacerle caer en cuenta de que no necesitaba apropiarse de una historia que no era suya.
Pensé que aceptaría mis argumentos, pero reaccionó violentamente, con amenazas y groserías:
“Se lo voy a decir una sola vez. Traté de acercarme a las buenas, pero no quiso hacer caso. Si usted quiere que sus futuros hijos, o los que quedan aún con vida en su familia puedan llegar a viejos y no reunirse con su papi antes de tiempo, sería mejor que no se metan en mi camino. Créame que podemos acelerar el proceso para que se reúna con ustedes. Hay mucha gente que pagaría buena plata para saber donde vive usted con su familia. Nunca jamás podrás dormir una noche tranquila”.
Pese a nuestra oposición, con sorpresa observamos que el clon no se detuvo y por el contrario lo entrevistaban en medios de comunicación de Colombia, Centroamérica y Estados unidos, donde incluso fue presentado por la famosa Cristina Saralegui en su programa El show de Cristina. Además, mi tío Roberto le permitió subir videos a YouTube en los que aparecían los dos como si fueran familiares y lo reconocía como ‘el sobrino Pablo’.
De la entrevista con Cristina me enteré una semana antes de salir al aire y luego de protestar logré el derecho a réplica. Imagino la sorpresa de mi tío, que seguramente habría invitado a muchos a ver el show televisivo que él había montado. En el programa dejé al clon al descubierto, mostré las denuncias y dejé en claro al aire que se trataba ni más ni menos de un farsante.
Superado el aburridor incidente, finalmente Pecados de mi Padre fue estrenado en el Festival de Cine de Mar del Plata en noviembre de 2009; desde entonces lo presentaron en los más importantes festivales del mundo, como Sundance, en EE.UU.; Miami, Holanda, Japón, La Habana, Ecuador, Francia, Polonia, Alemania, México, entre otros. Las Naciones Unidas también lo proyectaron en septiembre de 2010 para celebrar el día Internacional de la Paz. Literalmente, ese documental me reabrió las puertas del mundo al cosechar siete premios y reconocimientos importantes.
Los países donde fue exhibido me concedieron la visa de ingreso, incluido Estados Unidos, que la otorgó por cinco años. Sin embargo, tres días después recibí una llamada de la embajada en la que anunciaron un error en la visa. El error era ser hijo de Pablo Escobar y por eso la cancelaron.
Y lo hicieron a pesar de que John Cohen, jefe de la DEA en Argentina les dijo delante de mí a la cónsul estadounidense y a un representante del Departamento de Estado que “la DEA ha investigado a Sebastián durante años y él no tiene relación alguna con las actividades de su padre ni con la droga y por lo tanto la DEA no se opone a que ingrese a los Estados Unidos porque ya que no representa ningún riesgo para el país”. Hace veintidós años que por los actos de mi padre —no los míos— no se me permite la entrada a ese país.
También fundé ‘Escobar Henao’, una microempresa con un sobre la industria de la moda, donde se venden prendas exclusivas inspiradas en documentos inéditos de mi padre, con mensajes inequívocos de paz y reflexión estampados que invitan a no repetir esa historia. Pero la discriminación no tardó en aparecer y algunos fabricantes se negaron a trabajar con nosotros y un banco cerró nuestras cuentas.
Muchos se apresuraron a criticar la idea y entre ellos lamentablemente estaba el senador Juan Manuel Galán, quien consideró mi derecho al trabajo como “un insulto, una agresión”. Y agregó que “no estoy en contra de que se hagan novelas y se escriban libros”, pero respecto de mi empresa sostuvo que “no está enviando ningún mensaje más allá de un culto a la personalidad de un criminal y un asesino”.
En general muchos piensan que nosotros vivimos de la gran herencia de mi papá, pero hemos subsistido gracias a la ayuda de mi familia materna, a la habilidad de mi madre para hacer negocios relacionados con el arte y la finca raíz, y a nuestro salario. Nadie mejor que nosotros para saber que el dinero ilícito solo trae tragedias y no las queremos repetir en nuestras vidas.
Mi madre y mi familia tenemos el derecho a una vida en paz; nuestros pasos han ido en esa dirección y en esa dirección seguirán. Aprendimos a vivir y a trabajar con dignidad, siempre apegados a la ley y como fruto de nuestra educación y nuestros esfuerzos cotidianos. He pedido perdón por hechos que ocurrieron incluso cuando no había nacido y lo seguiré pidiendo por el resto de la vida. Pero mi familia y yo merecemos la oportunidad de vivir sin el revanchismo social.
La historia de mi padre nos dejó sin amigos, sin hermanos, sin tíos, sin primos, sin la mitad de la familia y sin patria. A cambio nos dejó el destierro y una enorme carga de miedo y persecución.
Llevaba años negándome la posibilidad de ser papá porque me resultaba ilógico y egoísta tener un hijo para heredarle el peso de una historia que debería arrastrar toda su vida. Hoy pienso distinto. Quiero tener la oportunidad de enseñarles a mis hijos el valor del trabajo honesto, del esfuerzo propio, del estudio y del respeto a la vida y a la ley. Quiero criar a mis hijos como personas de bien. La mejor huella que podré dejarles al terminar mis días será lograr que ellos puedan unos pasos que siempre los conduzca a la paz.