El anuncio de que el caballista Fabio Ochoa Restrepo había llegado a visitarnos en Residencias Tequendama nos sacó de la tristeza y la incertidumbre ese mediodía del 5 de diciembre de 1993, escasas cuarenta y ocho horas después del entierro de mi padre en Medellín. A él lo conocíamos desde comienzos de los años ochenta.
Autoricé el ingreso y don Fabio nos dejó con la boca abierta porque llegó con decenas de ollas de todos los tamaños, repletas de comida. Es como si hubiese desocupado su restaurante la Margarita del 8, un rincón de Antioquia en la autopista del norte en Bogotá. Llevó algo así como ciento cincuenta bandejas paisas, que alcanzaron para nosotros y para soldados, policías, detectives del DAS y agentes del CTI, la Dijin y la Sijin que nos custodiaban. Toda una exageración al mejor estilo paisa, que desde luego fue bienvenida.
El banquete de fríjoles, arepas, carne molida, chorizo, chicharrón, huevo y carne fue la buena noticia que trajo el padre de los Ochoa. Pero como lo bueno dura poco, al final de la velada, hacia las cinco de la tarde, nos dijo en tono sereno pero grave que según le habían dicho, Fidel Castaño, el jefe de los Pepes, mantenía vigente la orden de asesinarnos a mi mamá, a mi hermana y a mí.
—Fidel Castaño dice que Pablo Escobar fue un guerrero pero que cometió el error de ponerse a tener familia; que por eso él no tiene a nadie, para que nada le duela —agregó don Fabio Ochoa al referir las palabras de Castaño cuando justificó nuestro exterminio.
La información que nos acababa de dar don Fabio Ochoa sonó a sentencia de muerte porque conocíamos el inmenso poder de Castaño, quien encabezó el grupo que persiguió y aniquiló a mi padre.
A partir de ese día y hasta cuando nos fuimos de Colombia nueve meses después, con Fabio Ochoa Restrepo mantuvimos una relación mucho más estrecha que cuando vivía mi padre. De manera permanente enviaba comida desde su restaurante y con alguna frecuencia mi hermana Manuela iba a la Margarita del 8 a montar sus mejores caballos.
Enterados de que Castaño persistía en la decisión de eliminarnos, decidimos jugarnos una carta desesperada: le enviamos un mensaje, firmado por mi madre, en el que clamó por la vida de sus hijos, le hizo ver que ella nunca se comprometió en la guerra y se mostró dispuesta a buscar la paz con los enemigos de su difunto marido.
Mi madre estaba medianamente optimista porque según recordó, ella y Fidel Castaño compartieron su gusto por el arte. Era la época cuando él era amigo cercano de mi papá y traficaban con cocaína en varias rutas exitosas. Castaño viajaba con frecuencia a Europa y en especial a París —donde decía poseer un lujoso apartamento con gran parte de su colección de arte— a visitar museos, apreciar las mejores exposiciones y comprar obras de arte.
En alguna ocasión, Castaño fue al edificio Mónaco en Medellín, y mi madre le mostró su colección de pinturas y esculturas, distribuidas en los dos pisos del pent-house de 1.500 metros. Prácticamente, no había una sola pared donde no hubiera un cuadro o una escultura. Ella estaba muy orgullosa porque un galerista famoso le había dicho que la suya era la colección de arte más importante de América Latina en ese momento.
Ese día, Fidel Castaño quedó muy impresionado por la calidad de las obras que mi madre había adquirido de artistas como Fernando Botero, Edgar Negret, Darío Morales, Enrique Grau, Francisco Antonio Cano, Alejandro Obregón, Débora Arango, Claudio Bravo, Oswaldo Guayasamín, Salvador Dalí, Igor Mitoraj y Auguste Rodin, así como valiosas antigüedades, como jarrones chinos y piezas precolombinas de oro y barro.
Para devolver la atención, Castaño invitó semanas después a mis padres a cenar en su enorme mansión conocida como Montecasino, ubicada entre Medellín y Envigado. Un verdadero fortín rodeado por altos muros, donde nacieron los Pepes y bajo sus paredes se decidieron los más grandes crímenes del paramilitarismo.
La velada resultó tensa porque mi papá se sintió muy incómodo. No estaba acostumbrado a semejante alarde de elegancia, que incluyó meseros y hasta al propio Fidel, que los recibió en esmoquin e hizo servir la mesa con una fina vajilla de plata y cinco tenedores. A la hora de comer y en voz baja, mi padre le preguntó a mi madre cómo manejar las pinzas para partir las muelas de cangrejo y no quedar mal en la mesa.
Una vez terminaron la cena, Fidel les mostró la casa y su cava de vinos franceses y les dijo que tenía preparado el baño turco de vapor y el hidromasaje lleno con agua caliente y espuma.
—Para que nos relajemos, Pablo.
Mi padre no pudo ocultar su fastidio y rechazó la invitación al baño turco con la mala excusa de que tenía que cumplir una cita.
Siempre pensé que mi madre le gustaba a Fidel Castaño y de ahí la molestia de mi padre, que en el fondo estaba celoso y hasta llegó al extremo de prohibirle visitar a mi madre en el edificio Mónaco.
El optimismo moderado que teníamos luego de enviarle el mensaje a Castaño se transformó en tranquilidad cuando llegó su respuesta en una carta de escasos tres párrafos en la que dijo que no tenía nada en contra de nosotros y que además había dado la orden de devolverle varias obras de arte que los Pepes robaron de una caleta, entre ellas la costosa pintura Rock and Roll del artista español Salvador Dalí.
Por el momento nos habíamos quitado de encima a Fidel Castaño, pero no sabíamos que faltaba bastante camino por recorrer.
En efecto, con el paso de los días empezaron a llegar a Residencias Tequendama las esposas o compañeras de los más importantes lugartenientes de mi papá, los que se reentregaron a la justicia tras la fuga de La Catedral, entre ellos Otoniel González, alias ‘Otto’; Carlos Mario Urquijo, alias ‘Arete’; y Luis Carlos Aguilar, alias ‘Mugre’.
Las señoras, que en ocasiones se quedaban por varios días en el hotel, traían mensajes en el sentido de que los capos de los carteles que enfrentaron a mi padre les estaban pidiendo dinero a todos como compensación a la guerra. En la mafia se sabía que mi padre fue generoso con sus hombres porque les pagaba elevadas sumas de dinero por los golpes que daban, como secuestrar a alguien, asesinar a determinada persona o realizar atentados. Por todo lo que hicieran recibían dinero y ellos se esforzaban por cumplir.
Una de las mujeres que nos visitó por aquella época fue Ángela, la novia de Popeye, quien nos pidió visitar en la cárcel Modelo de Bogotá al narcotraficante Iván Urdinola, porque tenía un mensaje de parte de los capos de Cali. Ese nombre no era desconocido para nosotros porque en alguna ocasión mi padre nos había mostrado algunas cartas en las que Urdinola le aseguraba que no era aliado de los capos del cartel de Cali y dejaba entrever cierta simpatía por él.
Aunque pareció extraño el mensaje que Urdinola nos envió con la novia de ‘Popeye’, en ese momento no sabíamos que estaba a punto de empezar uno de los trances más difíciles de nuestras vidas, incluso más duro y peligroso que los peores momentos que pasamos encaletados con mi padre mientras sus enemigos le pisaban los talones. Estábamos a punto de entrar al impensable escenario de buscar la paz con los carteles del narcotráfico. Yo iba a cumplir diecisiete años y sentí un profundo temor por enfrentar esa realidad, que no podía evitar por más que quisiera. Al fin y al cabo era el hijo de Pablo Escobar, y muerto él yo estaba en la mira de sus enemigos.
Mientras decidíamos si íbamos a ver a Urdinola, mi madre y yo empezamos a visitar las cárceles Modelo y Picota, autorizados por la Fiscalía General de la Nación, que además de protegernos se encargaba de gestionar los permisos de ingreso. Aunque íbamos custodiados, preferimos hacerlo por separado porque temíamos ser blanco fácil de un ataque. Nuestra intención era hablar con todos los trabajadores de mi padre para conocer su postura frente a la posibilidad de negociar la paz. No fue muy difícil persuadirlos de deponer cualquier acto hostil porque ninguno tenía poder militar y regresar a la guerra les parecía un suicidio. Además, muchos de ellos se sometieron por segunda vez a la justicia sin consultarle siquiera a mi padre porque era evidente que estaban cansados de tanta violencia.
Uno de esos días fui a la cárcel La Picota, donde estaban presos ‘Arete’, ‘Tití’ y ‘Mugre’; a lo lejos vi por primera vez a Leonidas Vargas, un capo legendario que tenía su eje de poder en el departamento de Caquetá, no lejos de la frontera con Ecuador.
De un momento a otro se acercó uno de los empleados de mi padre y me dijo que Leonidas Vargas le había pedido el favor de decirme que le pagáramos un millón de dólares que mi papá le debía. Me pareció que no debía ser cierto, pero varios de los reclusos dieron fe de la estrecha relación de mi padre con ‘Don Leo’. Uno de ellos agregó:
—Juancho, es mejor que vean a ver cómo le pagan a ese señor. El es muy serio, pero también es muy bravo. Así que lo mejor es que las cosas queden tranquilas con él para que ustedes no vayan a tener problemas.
La deuda existía, pero había un problema: no teníamos dinero. En esos días habíamos recibido la noticia de que la Fiscalía había ordenado devolver definitivamente uno de los aviones de mi padre que estuvo confiscado cerca de diez años. Contratamos un avalúo y su costo era cercano al millón de dólares, justo lo que le debíamos a Leonidas Vargas. Sin proponérselo, él salió ganando porque en un hangar abandonado en el aeropuerto Olaya Herrera de Medellín aparecieron repuestos que solo le servían a ese avión y costaban trescientos mil dólares. Así que le propusimos recibir el lujoso avión y los repuestos como regalo. Aceptó una vez sus pilotos verificaron que la aeronave estaba en buenas condiciones para volar.
De esa manera pagamos una más de las deudas de mi padre y nos quitamos de encima otro potencial enemigo. No estábamos para más guerras. Había que desactivar cualquier posibilidad de violencia y solo con dinero o bienes podríamos lograrlo.
Después de este intenso periplo por algunas cárceles, llegó la hora de visitar a Urdinola en la Modelo. Mi madre ya había ido a hablar con él, pero este insistió en que yo también lo hiciera.
Estaba pálido cuando salí de Residencias Tequendama y así debieron percibirlo los escoltas y el conductor que esa mañana de comienzos de 1994 me acompañaron en el campero blindado de la Fiscalía. Cuando llegamos a la cárcel en el sector de Puente Aranda en Bogotá y me disponía a descender del vehículo frente a un edificio de dos pisos donde despacha el director del penal, el chofer me tomó del brazo y me regaló un llaverito cuadrado, dorado y blanco, con la imagen del niño Jesús.
—Juan Pablo, quiero regalarle esta imagen para que lo proteja porque sé que está pasando por uno de los momentos más difíciles de su vida —dijo el hombre y le di las gracias mirándolo conmovido a los ojos.
Sin que ningún recluso me identificara porque usaba unas enormes gafas oscuras, la guardia facilitó el acceso al pabellón de alta seguridad, donde encontré a ‘Otto’ y a ‘Popeye’ con el mensaje de que Urdinola me esperaba. En ese mismo patio estaban viejos conocidos, ex trabajadores de mi papá, como José Fernando Posada Fierro, y Sergio Alfonso Ortiz, alias ‘el Pájaro’.
—Tranquilo, Juancho, que don Iván es buena persona, no le va a pasar nada… si él es padrino de mi hijo —me dijo ‘Popeye’ al finalizar varias frases elogiosas sobre Urdinola que parecieron excesivas.
Entré al calabozo y encontré a Urdinola acompañado de dos hombres que no reconocí. Luego ingresaron cinco más, uno de ellos alto, con cierto aire de misterio, que me llamó la atención.
—Bueno, hermano, usted sabe quién ganó la guerra; y usted sabe que el nuevo capo de capos, el que maneja todo, es don Gilberto (Rodríguez Orejuela); entonces, a usted le va a tocar ir a Cali a arreglar el problema con ellos, pero antes tiene que dar muestras de buena voluntad.
Le pregunté qué tendría que hacer para congraciarme con ellos y respondió que retractándome de una declaración en la Fiscalía en la que acusé a los capos de Cali de poner la bomba contra el edificio Mónaco el 13 de enero de 1988. Sentí que no tenía opción y respondí que no había problema en hacerlo. Entonces Urdinola dijo que una abogada me buscaría en los siguientes días. Echarse para atrás de una vieja acusación a cambio de seguir vivo parecía algo sencillo, pero miré a Urdinola a los ojos y me llené de temor.
—Don Iván, me da pena con usted, pero me da mucho miedo ir a Cali. Nadie en su sano juicio va solo a que lo maten. Va contra mi instinto de supervivencia. Sé que ha ido mucha gente y ha regresado con vida, pero no es lo mismo que yo vaya para regresar en una bolsa; es que soy el hijo de Pablo —repliqué y Urdinola respondió molesto.
—¿Quién se cree usted para no ir a Cali? Los mismos que lo cuidan son los mismos que ya están cuadrados y listos para matarlo; lo único que están esperando es que nosotros llamemos para darles la orden; ¿usted cree que matarlo vale mucha plata? ¿Cree que los bandidos piden mucho? Matarlo vale trescientos millones y si quiere llamamos ya a los muchachos que van a hacer la vuelta. Ah, y ¡sálganse de aquí hijueputas, que voy a ‘pichar’ (tener relaciones sexuales) con mi señora —concluyó la diatriba de Urdinola mientras ingresaba su esposa, Lorena Henao.
Las palabras de Urdinola me dejaron aturdido. Salí de la celda con una desazón indescriptible; pensé que la muerte me miraba de frente. En ese entonces, tenía apenas diecisiete años.
Estaba distraído en mis pensamientos cuando sentí dos palmadas suaves en el hombro. Era el hombre alto y misterioso que minutos antes me había llamado la atención, que me separó del grupo y dijo que lo acompañara, que quería hablar conmigo.
—Juan Pablo, sé que le da mucho miedo ir a esa reunión y entiendo sus temores, que son válidos. Pero tenga en cuenta que la gente de Cali está cansada de la violencia y por eso debe aprovechar esa oportunidad para hablar con ellos y solucionar sus problemas de una vez por todas. Mire que Urdinola le acaba de decir que su muerte está decidida y si no va de todas maneras lo van a matar. No le quedan muchas opciones y es más fácil salvarse si va y pone la cara —dijo el hombre y sus palabras sonaron sinceras.
—Le agradezco el consejo, pero no sé quién es usted... ¿qué papel juega en todo esto?
—Soy Jairo Correa Alzate y fui enemigo de su papá desde las épocas de Henry Pérez (jefe paramilitar del Magdalena Medio). Soy dueño de la hacienda El Japón en La Dorada, Caldas y con su papá tuve muchos problemas; estoy detenido porque estamos peleando si me extraditan o no.
El corto diálogo con Jairo Correa fue providencial porque vi una luz al final del túnel, entendí que existía una mínima posibilidad de salir con vida si iba a Cali.
Al despedirnos, Jairo me presentó a Claudia, su esposa, y a una de sus hijas menores y les pidió que nos visitaran en el apartamento para que la niña jugara con mi hermana Manuela.
‘Popeye’ se ofreció a acompañarme hasta la puerta de salida y cuando caminábamos por un largo y estrecho pasillo dijo que tenía algo que contarme:
—Juancho, tengo que decirle que me vi obligado a ayudarle a ‘Otto’ a robarles a ustedes la finca La Pesebrera, que queda al final de la Loma del Chocho. Me tocó ayudarle a ‘Otto’ con esa vuelta o si no me caía con él.
La realidad indicaba que hasta los viejos amigotes de mi padre ahora estaban en contra nuestra. Ya no nos veían como a la familia de su patrón que los hizo inmensamente ricos, sino como un botín. De los hombres de mi padre que sobrevivieron después de su muerte, puedo decir con certeza que solo uno ha sido leal. De los demás únicamente observé ingratitud y codicia.
Tal como acordamos con Urdinola, un par de días después de la visita a la Modelo llegó una abogada, con quien me reuní en el segundo piso del apartamento en Santa Ana, donde no podían escuchar los agentes de la Fiscalía y de la Sijin, que tenían habitación dentro del inmueble.
La abogada fue al grano y me pidió decir que mi padre me había forzado a señalar a los capos del cartel de Cali por la explosión en el edificio Mónaco en 1988 y que yo no tenía prueba alguna de que ellos hubieran sido o me constara su participación en ese hecho.
Así quedamos y minutos después llegaron la fiscal del caso y su secretario, que tomaron la nueva declaración en el primer piso, mientras la abogada esperó en el segundo. Por su expresión, era claro que los dos funcionarios se habían dado cuenta de que yo actuaba bajo una tremenda presión. En sus gestos se veía la impotencia de ver cómo se desmoronaba uno de los pocos casos sólidos que podrían tener contra los capos de Cali.
Pero no hubo nada que hacer y una vez terminamos me entregaron una copia de la declaración y se la llevé a la abogada. Luego de leer la retractación sacó el teléfono celular de la cartera y llamó a alguien y dijo: “Señor, no se preocupe que todo está solucionado”.
Haber encontrado consejo en Jairo Correa fue tan importante que en otras tres ocasiones lo visité en la cárcel para pedirle una opinión sobre varios temas, pues sentía que era sincero. Recuerdo que pasamos horas enteras hablando de cosas de la vida, reflexionando sobre lo acontecido, en un ambiente extremadamente respetuoso y cordial. Ahí tuve la oportunidad de disculparme por el daño que mi padre les había hecho a él y a su familia y le dije que no podía creer cómo era posible que nos entendiéramos tan bien y no hubiera ocurrido lo mismo con mi padre. Lamenté que no hubiesen podido charlar para arreglar sus asuntos y vivir en paz. Respondió que mi padre siempre estuvo rodeado de muy malos consejeros.
En una de esas visitas encontré a Urdinola muy borracho, en compañía de un italiano que le estaba vendiendo maquinaria industrial. Cuando me vio, saludó en buena tónica —seguramente porque estaba alicorado— y abrió un cajón con por lo menos cincuenta relojes, todos de finas marcas.
—Elije el que quieras.
—No, don Iván, para qué se va a poner en esas, le agradezco pero no es necesario —insistí tres veces, pero él estaba decidido.
—Llévese este, que me costó cien mil dólares —me lo entregó y me obligó a ponérmelo aunque me quedara apretado. Era un reloj Philippe Charriol con una corona de diamantes alrededor del tablero y el resto de su manilla en oro sólido.
Los ires y venires a la cárcel Modelo tuvieron una primera consecuencia: el primer contacto directo entre los enemigos de mi padre y nosotros.
La intervención de Urdinola facilitó un primer encuentro entre Ángela —la novia de ‘Popeye’— e Ismael Mancera, abogado de mi tío Roberto Escobar, con los hermanos Miguel y Gilberto Rodríguez Orejuela, los capos del cartel de Cali. Urdinola sabía que ‘Popeye’ no era importante dentro del cartel y por eso siempre quiso que Vicky, la esposa de ‘Otto’, viajara a Cali en vez de Ángela, pero como a Vicky le dio miedo no tuvo opción que enviar a Ángela.
Los dos emisarios viajaron a la capital del Valle y transmitieron nuestra intención y la de los hombres que integraron el aparato criminal de mi padre, de suspender definitivamente la guerra y buscar una salida que nos garantizara seguir con vida. De regreso, Ángela y Mancera contaron que aunque fueron parcos, los Rodríguez se mostraron dispuestos a aceptar un acercamiento directo con nosotros.
La gestión debió surtir efecto porque pocos días después recibimos una llamada telefónica en la que un hombre áspero nos ordenó que lo recibiéramos porque era portador de un mensaje de los Rodríguez. Terminamos almorzando con un muy reconocido personaje, antiguo enemigo de mi padre, cuyo nombre me abstengo de mencionar por razones de seguridad. La charla fue muy tensa, aunque en algunos momentos se mostró compasivo. El mensaje que traía era directo: vivir tendría un costo elevado en dinero porque cada uno de los capos pedía recuperar lo que invirtieron, y más.
—Juan Pablo, en la guerra contra su papá gasté más de ocho millones de dólares y tengo la clara intención de recuperarlos —dijo sereno pero con el tono de quien está dispuesto a cobrar una deuda a las buenas o a las malas.
Estábamos acorralados y así lo entendimos porque al inesperado visitante ni siquiera lo requisaron en los anillos de seguridad que nos ‘protegían’ en Residencias Tequendama. Ya no quedaba duda de que mantenernos con vida dependía única y exclusivamente de que entregáramos todos los bienes de mi padre.
El cruce de mensajes, amenazas e incertidumbre habrían de tener una salida definitiva en la última semana de enero de 1994, cuando llegó sin avisar Alfredo Astado, un pariente lejano de mi madre, que acababa de regresar de Estados Unidos a hablar de manera urgente con nosotros. Hacía varios años estaba radicado en ese país, a donde emigró para huir de la guerra y proteger a su familia, pese a que en Colombia nunca estuvo involucrado en negocios turbios y tampoco afrontó líos con la justicia.
Todavía sorprendido nos contó que se encontraba en su casa cuando entró una llamada a su celular, ni más ni menos que de Miguel Rodríguez Orejuela.
—Alfredo, le habla Miguel Rodríguez... necesitamos que venga hasta Cali; queremos hablar con usted —dijo el capo, seco, sin saludar.
—Señor, tengo varios asuntos pendientes todavía y solo puedo ir a Colombia en dos o tres meses.
—Le doy cuatro días. Y si se me pierde, yo lo busco, pero de otra manera.
El relato de Alfredo era en verdad muy inquietante porque solo unas pocas personas conocían su número y llevaba seis años en una ciudad intermedia de Estados Unidos, donde el roce con colombianos era muy escaso. Por eso viajó a Colombia a hablar con nosotros, antes de ir con los capos de Cali.
Pese a nuestras súplicas para que no cumpliera la cita, Alfredo respondió que no tenía alternativa porque si los Rodríguez ya lo habían localizado una vez, sin duda lo encontrarían en cualquier rincón del planeta.
Era claro que los capos de Cali habían desestimado la gestión que ya habían iniciado el abogado Mancera y la novia de ‘Popeye’, y optaron por buscar un contacto directo con nosotros.
Alfredo viajó inmediatamente a Cali, se hospedó en el hotel Intercontinental y un hombre lo recogió al día siguiente y lo llevó a una lujosa casa en el sur de Cali donde lo esperaban los hermanos Rodríguez Orejuela y tres personas más a las que no había visto nunca.
—Señor Astado: de usted sabemos muchas cosas porque lo hemos investigado. usted ha tenido mucha relación con la familia Henao en Palmira y es una de las personas que puede resolver este problema. La guerra con Pablo se degeneró demasiado y murió mucho inocente; queremos acabar de raíz con todo eso y por eso necesitamos que hable con la viuda —explicó Miguel Rodríguez como vocero de los asistentes.
Alfredo entendió el mensaje y se tranquilizó porque al parecer no corría peligro. Luego tomó la palabra y además de ofrecerse para lo que se necesitara propuso que mi madre y yo fuéramos a Cali a hablar con ellos.
Pero la respuesta fue tajante y esta vez intervino Gilberto Rodríguez.
—A ella sí, pero a Juan Pablo Escobar no; él come como pato, camina como pato, es un pato, es igualito a Pablo; es un niño que debe estar debajo de las faldas de su mamá.
Pese a la dureza del mensaje y al odio visceral que los capos mostraron hacia mi padre, Alfredo regresó a Bogotá con un mensaje tranquilizador y con la firme idea de regresar cuanto antes a Cali, con mi madre.
Como no teníamos salida alguna, fue muy poco el tiempo que gastamos en debatir la conveniencia o inconveniencia de entrar en un incierto proceso de acercamiento a los enemigos de mi padre.
Entonces nos dimos a la tarea de armar un plan para salir de Residencias Tequendama sin que la Fiscalía se diera cuenta. Luego de barajar varias opciones acordamos utilizar como escudo a la psicóloga, que hacía terapia con nosotros una vez a la semana durante todo el día. No fue difícil explicarle el trance que atravesábamos y aceptó colaborar. Así, mi madre simuló encerrarse con su psicóloga durante toda la jornada, con la excusa de que se sometería a un tratamiento especial para enfrentar la depresión. Ninguno de los hombres encargados de cuidarnos sospechó nada. Mi madre bajó desde el piso veintiuno por la escalera de incendios del edificio y alcanzó la calle, donde la esperaba Alfredo en una camioneta alquilada.
El viaje fue relativamente normal, pero salpicado por las incertidumbres propias del encuentro con personajes violentos, que habían demostrado un enorme poder económico, político y militar. No en vano se trataba de lidiar con los todopoderosos jefes de la mafia del país, que actuaban a su antojo pues se habían quitado de encima a mi padre, el único que los enfrentó a sangre y fuego durante varios años.
Una vez llegaron a Cali, Alfredo llamó a Miguel Rodríguez, quien se sorprendió por la rapidez con que mi madre había aceptado acudir a un encuentro con la mafia en pleno. El capo le dijo que esperaran en un hotel de su propiedad en el centro de la ciudad mientras convocaba a los demás.
Pasaron veinte horas y de manera increíble el propio Miguel Rodríguez llegó a recogerlos en un vehículo y los llevó a una finca en el sector de Cascajal, en la vía a Jamundí, sede deportiva del equipo de fútbol América de Cali.
Vestida de luto, mi madre y Alfredo ingresaron a un salón donde ya estaban sentadas cerca de cuarenta personas que representaban la crema y nata del narcotráfico de Colombia; en otras palabras, la cúpula de los Pepes.
A mi madre le habían dejado una silla en la parte central de la mesa, al lado izquierdo de Miguel Rodríguez y en diagonal hacia la derecha de Gilberto Rodríguez, quien la miraba con desprecio. Los otros lugares estaban ocupados por Hélmer ‘Pacho’ Herrera, José ‘Chepe’ Santacruz, Carlos Castaño, y también por tres delegados de las familias de Gerardo ‘Kiko’ Moncada y Fernando Galeano, quienes fueron asesinados por orden de mi padre en la cárcel La Catedral. Alfredo se sentó en una de las esquinas de la mesa.
La cumbre estuvo rodeada de principio a fin de una enorme tensión. El lugar estaba repleto de escoltas fuertemente armados. Mi madre tenía en la mano una botella de agua mineral.
—Diga lo que tiene que decir, señora —inició Gilberto, con un tono de voz distante y retador.
—Miren, señores, esta guerra se perdió; estamos aquí para llegar a un acuerdo con ustedes para salvar mi vida y la de mis hijos, de la familia Escobar, de nuestros abogados y en general de la gente de Pablo Escobar.
Miguel Rodríguez tomó la palabra y de entrada la emprendió contra mi padre, a quien acusó de haberles robado mucho dinero a todos y recalcó el hecho de que la guerra les había costado más de diez millones de dólares a cada uno y esperaban recuperarlos.
—usted no pida nada por los hermanos de ese hijueputa de su marido. Ni por Roberto, ni por Alba Marina, ni por Argemiro, ni por Gloria ni por esa vieja malparida de la mamá porque ellos son los que le van a sacar los ojos a usted; nosotros escuchamos todos los casetes que grabamos durante la guerra y casi todos pedían más y más violencia contra nosotros...
La intervención del capo terminó diez minutos después, cuando explicó que el motivo principal de ese encuentro era establecer realmente si la familia Escobar tenía intenciones de buscar la paz. Luego les dio la palabra a los asistentes, que se refirieron en términos soeces a mi padre y empezaron a hacer una especie de inventario de lo que debíamos pagarles para saldar la deuda y perdonarnos la vida.
—Ese hijueputa me mató dos hermanos. ¿Cuánto vale eso además de la plata que invertí en matarlo? —dijo uno.
—A mí me secuestró y tuve que pagarle más de dos millones de dólares y entregarle unas propiedades para que me soltara. Y por si fuera poco, me tocó salir corriendo con mi familia —dijo otro, visiblemente furioso.
—Quemó una de mis fincas, intentó secuestrarme pero escapé y tuve que irme del país por años. ¿Cuánto nos van a reconocer por eso? —acotó uno más.
En fin, la lista de reclamaciones se hizo interminable.
—Yo quiero saber, yo quiero que usted me conteste: ¿si nuestras mujeres estuvieran aquí sentadas con ese hijueputa de su marido qué les estaría haciendo? Lo peor, porque él era muy malo. ¡Conteste! —exigió uno de los más afectados por la guerra.
Mi madre respondió:
—Dios es muy sabio, señores, y solo él puede saber por qué motivo soy yo la que está acá sentada y no sus esposas.
Más adelante intervino Carlos Castaño, que se refirió en los peores términos a mi padre y luego dijo:
—Señora, quiero que sepa que a usted y a Manuela las buscamos como aguja en pajar porque las íbamos a picar bien picaditas y se las íbamos a mandar a Pablo dentro de un costal.
Gilberto Rodríguez habló nuevamente y repitió lo que ya le había dicho a Alfredo sobre mí:
—Mire, los aquí presentes podemos hacer la paz con todo el mundo, menos con su hijo.
Mi madre rompió en llanto y replicó con energía.
—¿Qué? una paz sin mi hijo no es paz. Yo respondo por sus actos ante ustedes y hasta con mi propia vida; les garantizo que no dejaré que se salga del camino. Si quieren nos vamos de Colombia para siempre, pero les garantizo que él seguirá por el camino del bien.
—Señora, entienda que aquí hay un temor justificado de que Juan Pablo quede lleno de plata y se enloquezca un día de estos armando combos y empiece a guerrear contra nosotros. Por eso nuestra consigna es que solo las mujeres queden con vida. Y va a haber paz, pero a su hijo se lo vamos a matar —insistió.
Para aplacar los ánimos, Miguel Rodríguez explicó la razón por la cual habían aceptado que mi madre se reuniera con la mafia en pleno:
—Usted está sentada ahí porque nosotros escuchábamos sus conversaciones y usted siempre buscaba solucionar las cosas; nunca le dijo a su marido que incrementara la guerra, que nos matara. Al contrario, siempre le pedía que hiciera la paz con nosotros. Pero ¿cómo es posible que usted apoyara incondicionalmente a ese animal? ¿Cómo se le ocurre a usted escribirle como le escribía cartas de amor a ese hijueputa, que cómo le fue de infiel? Nosotros hemos puesto a nuestras esposas a escuchar lo que usted decía en las grabaciones para que aprendan cómo es que una mujer debe apoyarlo a uno.
Más tarde y como en una especie de inventario, Miguel Rodríguez sentenció:
—Señora, necesitamos que hable con Roberto Escobar y con los sicarios que están en las cárceles, para que paguen. A Roberto le corresponden dos o tres millones de dólares y otro tanto a los detenidos. usted nos debe a todos algo así como ciento veinte millones de dólares y vaya pensando cómo los va a pagar, pero en efectivo. Los esperamos dentro de diez días con una respuesta seria y concreta.
Un largo silencio invadió el ambiente y de inmediato mi madre y Alfredo emprendieron el viaje de regreso a Bogotá; lo único que hizo ella durante todo el trayecto fue llorar, desconsolada, mientras Alfredo manejaba. No dijo una sola palabra en diez horas de recorrido. Estaba abatida, golpeada, porque ahora debía enfrentar, sola, a la jauría que semanas atrás había cazado a su marido y que ahora quería asesinar a su hijo mayor y apropiarse de todo lo que quedaba.
El tortuoso retorno a la capital terminó sin que nadie se diera cuenta de la ausencia de mi madre, que entró a Residencias Tequendama por la escalera de incendios, como había salido.
Una vez descansaron, Alfredo y mi madre hicieron un completo relato de lo que había sucedido, incluida la decisión de los capos de matarme. En medio de la conversación, mi madre comentó que le había llamado la atención que ‘Pacho’ Herrera, el capo del cartel de Cali, no fue grosero durante la reunión y tampoco pidió indemnización en dinero.
En los siguientes días nos dimos a la tarea de hacer un balance de las propiedades de mi padre y de las pocas obras de arte que se habían salvado, el estado físico y legal en que se encontraban y su valor aproximado. Con mi madre, siete abogados y otros asesores, pasamos horas recopilando datos; les preguntamos a los presos y a algunos allegados porque nosotros no conocíamos más del treinta por ciento de los bienes que mi padre tenía esparcidos por todo el país. Con esa información elaboramos unas planillas que enviamos a Cali para que cada uno de los capos escogiera con qué bien quería quedarse.
Lo más importante era dejarles claro a los capos que no teníamos dinero en efectivo porque habían desaparecido el dinero oculto en una caleta y mi tío Roberto había despilfarrado tres millones más que mi padre nos dejó con él.
En la fecha indicada, mi madre y Alfredo regresaron a Cali y se encontraron con el mismo grupo de narcos de la primera vez. Los capos no insistieron demasiado en el dinero en efectivo pues sabían de sobra que dedicaron años enteros a atacar el poder económico de mi padre para debilitarlo; tampoco desconocían que mi padre había abandonado el narcotráfico años atrás, pues la guerra lo distrajo de su negocio y se dedicó íntegramente a gastar el efectivo para pelear. Sabían que los secuestros extorsivos que ordenó mi padre se debían justamente a su falta de liquidez.
La situación de mi padre en aquel entonces está reflejada en un aparte del libro Así matamos al Patrón, publicado en septiembre de 2014 por Diego Murillo Bejarano, alias ‘Berna’. “Pablo era un hombre solo, por completo acorralado; de su poder y fortuna prácticamente no quedaba nada. El hombre que en un momento llegó a ser uno de los más ricos del mundo, ingresó a la lista de la ‘Asotrapo’, asociación de traquetos pobres”.
Esta vez la reunión en Cali fue mucho más larga porque se dedicaron a examinar uno a uno los bienes incluidos en la lista que llevaba mi mamá, aunque dijeron que aceptarían el cincuenta por ciento de la deuda en bienes confiscados por la Fiscalía y el restante cincuenta por ciento en propiedades libres de líos judiciales y listas para su comercialización.
No nos sorprendió que quisieran recibir bienes decomisados. Cualquiera pensaría que era una estupidez hacerlo, pero es obvio que la lucha contra mi padre logró unir a muchos narcos, a numerosos agentes y funcionarios de altísimo nivel en el Estado colombiano y en otros países y por ello tenían todas las de ganar para quedarse ‘legalmente’ con esos bienes. Unas propiedades que a nosotros jamás nos hubieran devuelto.
En fin. En la larga lista de predios que entregamos estaba un lote de nueve hectáreas que por aquella época costaba una fortuna y que Fidel Castaño pidió a través de ‘Alex’ —como se conocía a su hermano Carlos en los Pepes— porque colindaba con Montecasino, su mansión. Así amplió aún más su enorme propiedad.
También entregamos otros lotes muy valiosos dentro de la ciudad, donde hoy funcionan hoteles y rentables actividades comerciales.
Las reuniones a las que asistía mi madre no solo se realizaban en Cali. Hubo muchas en Bogotá y a una de ellas llevó dos cuadros de Fernando Botero y algunas esculturas que tenían incluido el avalúo. De esa manera se les iba pagando a los enemigos de mi padre por los daños y perjuicios que les ocasionó. Al final solo quedó arte decorativo que ya no les interesó.
El complejo de torres de apartamentos Miravalle, en El Poblado, cerca de la loma del Tesoro, construido por mi padre en la década de los ochenta, tampoco se salvó. Aunque muchos apartamentos habían sido vendidos, quedaban más de diez que también entregamos. Por muchos años, mi abuela Hermilda vivió allí en un pent-house.
Recuerdo que en el inventario apareció una finca de la que jamás le escuché hablar a mi padre. Estaba ubicada en los Llanos
Orientales y cuando observé su extensión pensé que se trataba de un error de tipeo: 100.000 hectáreas.
La lista incluía aviones, helicópteros, todo tipo de vehículos nacionales, Mercedes Benz, BMW, Jaguar, motos nuevas y antiguas de las mejores marcas, lanchas y jet ski. Todo lo entregamos. Todo. No podíamos arriesgarnos a mentir ni ocultar bienes. Sabíamos que los Pepes tenían toda esa información pues ellos fueron amigos de mi padre en el pasado.
Aunque era evidente que habíamos entregado muchas propiedades, teníamos claro que todavía no eran suficientes para cubrir la descomunal cifra que pretendían los capos; pero Carlos Castaño intervino de repente y le lanzó un pequeño salvavidas a mi madre:
—Señora, yo tengo un Dalí suyo, el Rock and Roll, que vale más de tres millones de dólares; se lo devuelvo para que cuadre con esta gente —dijo Castaño, seguramente cumpliendo órdenes de su hermano Fidel, que ya había prometido el retorno de la obra.
—No, Carlos, no se preocupe por devolver ese cuadro; yo le hago llegar los certificados originales, quédese con él —respondió mi madre casi instintivamente, ante la mirada sorprendida de los capos.
La agitada reunión tuvo otro tono esta vez porque la enorme mesa parecía un despacho notarial en el que los nuevos propietarios —asesorados por cinco abogados— escogían propiedades como si fuera un juego de figuritas.
Tres horas más tarde y a manera de conclusión, Miguel Rodríguez dijo:
—Pase lo que pase de aquí en adelante, en Colombia no volverá a nacer un tigre como Pablo Escobar.
Nuevamente de regreso de Cali, mi madre no hacía sino llorar. Solo que esta vez, a medio camino, entró una llamada de Miguel Rodríguez al celular de Alfredo.
—La viuda de Pablo no es ninguna boba; qué golazo el que metió hoy. Con lo del cuadro de Dalí se metió al bolsillo ni más ni menos que a Carlos Castaño.
A la tercera reunión, diez días más tarde y en el mismo lugar, asistieron menos capos porque ya varios habían considerado que la deuda estaba saldada con los bienes que les entregamos.
Pero este encuentro tuvo un ingrediente adicional: yo.
—Señora, no se preocupe que después de esto va a haber paz, pero a su hijo sí se lo vamos a matar —reiteró nuevamente Gilberto Rodríguez.
Pese al dramatismo del momento y a la sentencia de muerte, mi madre insistió una y otra vez en garantizar que yo no tenía intención alguna de prolongar la guerra de mi padre; fueron tantas y tan variadas las razones que ella esgrimió que finalmente los capos la autorizaron a llevarme a la siguiente reunión, dentro de dos semanas. Ahí se decidiría mi futuro.
Mi madre, mi novia y yo empezamos a asumir la realidad de que tarde o temprano tendría que ir a Cali. A mi hermanita no la incluíamos en ese drama y en cambio le hacíamos creer que todo estaba bien y que nada pasaría.
¿Escapar y morir en el intento? Podría sobrevivir escondido un tiempo en Colombia y luego en el exterior porque al fin y al cabo había aprendido observando la forma como mi padre vivió más de una década en la clandestinidad. Pero evadir la cita podría tener consecuencias para mi madre y para mi hermanita. También era claro que los Pepes habían alcanzado un enorme poder y podían localizarme en cualquier rincón del mundo.
Esconderse no parecía tener mucho sentido, pues era un camino que perpetuaría una guerra que ni inicié ni inventé ni dirigí, sino que más bien sufrí y huí de ella desde que tengo memoria. Al final, a la hora de decidirme, pesaron los sentimientos más íntimos, aquellos que me decían que si quería la verdadera paz debería ir a hacerla, a honrarla, a sellarla y a estrecharles la mano a los enemigos de mi padre.
En la soledad y el frío de la terraza de nuestro apartamento arrendado en el barrio Santa Ana, a donde habíamos llegado tras el ingrato paso por Residencias Tequendama, reflexioné en el hecho de que he tenido que huir desde antes de nacer y desde que tengo memoria; desde que era niño me han tratado como si hubiese sido el mismísimo autor de la totalidad de los crímenes de mi padre.
Solo Dios sabe que en mis plegarias no he pedido la muerte, ni la cárcel, ni la ruina, ni la enfermedad, ni la persecución, ni la justicia contra los enemigos que heredé de mi padre, que no es lo mismo que decir mis enemigos, porque no me los gané. Solo le he pedido al creador que los mantenga ocupados, que yo no sea una de sus prioridades y que no me vean como una amenaza, porque no lo soy.
De nuevo, yo me encontraba en una encrucijada. Tenía que cumplir la cita en Cali y estaba aterrorizado porque seguramente sería un viaje sin regreso.
El ambiente en el apartamento del barrio Santa Ana era tenso, lúgubre. Esa rara sensación de que mis horas podrían estar contadas, me llevó dos días antes del viaje a escribir un testamento en el computador, en el que dejé a mi novia y a la familia de mi madre dos o tres cosas que aún conservaba.
Tenía la esperanza de que si me presentaba voluntariamente la venganza de los enemigos de mi padre solo llegaría hasta mí y que su maldad no se extendería a Manuela ni a mi madre. Intuyo que entré en una especie de shock preventivo que me anestesió frente a la enorme posibilidad de que mis uñas, dientes y ojos fuesen arrancados y mi cuerpo desmembrado como los de muchos amigos durante la cruel guerra entre carteles.
Así, sobre las cuatro de la madrugada y cuando los escoltas que nos cuidaban estaban dormidos, bajamos las escaleras y salimos rumbo a Cali con mi mamá y mi tío Fernando Henao, quien conducía una camioneta Toyota. El recorrido fue apacible y la mayor parte del tiempo hablamos de cómo abordar el encuentro con los capos. No había mucho qué pensar. Yo ya me daba por muerto.
Hacia las seis de la tarde llegamos a Cali y nos hospedamos en un hotel al que entramos por el sótano y directo a una habitación grande en el octavo piso. No registramos nuestro ingreso porque el cartel era dueño del lugar. Una vez instalados tomamos la precaución de no hablar en voz alta porque creíamos que los cuartos estaban llenos de micrófonos. Tampoco pedí comida por miedo a que me envenenaran y solo tomé agua de la llave.
Esa noche me arrodillé por largo tiempo y lloré y oré mucho, pidiéndole a Dios que me salvara la vida, que me diera una nueva oportunidad y que ablandara el corazón de mis verdugos.
Sabíamos que nada pasaría hasta la mañana siguiente, así que decidimos ir a Palmira a saludar a algunos familiares de mi madre. Comimos ahí y poco después de las diez de la noche mi mamá recibió una llamada en su teléfono celular. Era ‘Pacho’ Herrera, quien saludó y le pidió organizar una reunión con la familia de mi padre para hablar de la herencia y la repartición de sus bienes.
—Don Pacho —respondió mi madre—, no se preocupe que eso lo resolvemos solos como familia porque Pablo dejó un testamento. Estamos aquí porque don Miguel Rodríguez nos llamó para hablar de paz y solo faltaba que asistiera Juan Pablo, mi hijo, que vino conmigo a arreglar su situación.
Hacia las diez de la mañana del día siguiente llegó a recogernos un hombre en un automóvil Renault 18 blanco, con vidrios polarizados, que iba de parte de Miguel Rodríguez.
Me había levantado a las siete, una hora inusual porque igual que mi padre estaba acostumbrado a acostarme en la madrugada y empezar la jornada hacia el mediodía. Como siempre, me bañé por más de una hora y pensé lo peor. Tomé aire, aclaré la voz y me repetí varias veces: “Hoy terminará esta persecución. A partir de ahora no vuelvo a huir de nada ni de nadie”.
Mi madre tampoco podía ocultar su angustia; estaba muy callada y mi tío Fernando intentaba sin éxito darle ánimo.
—Tranquilos, que no va a pasar nada —dijo varias veces, pero a él también se le notaba la preocupación.
Subimos al automóvil y en menos de diez minutos el conductor llegó al sótano de un edificio próximo a la sede de Caracol radio. Ninguno se dio cuenta pero en ese momento me entró una angustia horrible, el desasosiego que debe sentir alguien que va rumbo a la muerte. El chofer nos acompañó hasta el último piso, donde se despidió y dijo que esperáramos en una sala que se veía a lo lejos. Me llamó la atención que no había hombres armados y que tampoco me requisaron.
Nos dirigimos hacia allá y quedamos pasmados cuando vimos, sentados a mi abuela Hermilda, a mi tía Luz María con su esposo Leonardo, a mi tío Argemiro y a mi primo Nicolás.
Las ventanas oscuras del lugar le dieron un aspecto lúgubre al repentino encuentro con mis parientes, que debieron percibir nuestro desconcierto porque hasta ese momento se suponía que solo mi madre estaba en contacto con los adversarios de mi padre, para lograr la paz para todas las familias.
¿Cómo llegaron aquí? ¿Quién los trajo antes? Era muy extraño y sospechoso que mientras nosotros les informábamos a mis parientes sobre las gestiones de paz, ellos nunca nos hicieron saber que ya tenían acceso directo a los capos de Cali. Fue una puñalada en el corazón ver cómo se movían como Pedro por su casa en la zona de nuestros enemigos. Incluso vimos cuando Nicolás se servía comida de la nevera.
Por supuesto el saludo fue frío y distante y en los pocos minutos que permanecimos en la sala de espera apenas cruzamos algunas frases de cajón. Atónito, miraba a mi madre frente al cuadro familiar que teníamos en frente. No podía creer que una reunión en la que se suponía que se discutiría si yo sería sentenciado a muerte hubiera sido aplazada —¡a petición de mi propia abuela paterna!— para discutir primero la herencia de su hijo Pablo.
Un mesero vestido de negro pidió que pasáramos a una sala más grande, donde había dos sofás para tres personas, dos sillas a los costados y en la mitad una mesa de cristal.
Apenas nos acomodábamos cuando entró Miguel Rodríguez Orejuela y detrás de él Hélmer ‘Pacho’ Herrera y José Santacruz Londoño, los capos del cartel de Cali. Gilberto Rodríguez no apareció.
Mi madre, Fernando y yo nos sentamos en un sofá y segundos después ingresaron mis parientes paternos, que ocuparon el otro sofá disponible. Los Escobar Gaviria miraban al piso, esquivaban nuestra mirada porque sabían que ese mismo día habría de desaparecer cualquier vínculo con ellos porque era inocultable que habían traicionado a mi padre y a su familia. A leguas se notaba que el trato hacia ellos era diferente. Recordé que mi madre había comentado que en reuniones anteriores, cuando ofreció pagar para salvar la familia de mi padre, Miguel Rodríguez le había dicho:
—Señora. No pague de su dinero por esa gentuza. No vale la pena. ¿No ve que son los mismos que le van a sacar los ojos a usted y a sus hijos? Déjelos que paguen su parte, que tienen con qué, no son merecedores de su generosidad. Créame —le insistió varias veces a mi mamá, que ignoraba como yo, hasta ese día, el doble juego de quienes llevaban nuestra propia sangre.
Ya en la reunión percibí dos posturas opuestas. ‘Pacho’ Herrera estaba claramente a favor de mi abuela y mis tíos paternos, pero Miguel tomó partido por mi madre y sus hijos.
Todos miramos a Miguel Rodríguez, quien se sentó en una de las sillas y al lado de él ‘Pacho’ Herrera y ‘Chepe’ Santacruz. Esperamos que dijera algo o al menos rompiera el hielo. Su aspecto era extremadamente serio, diría que agrio a juzgar por su ceño fruncido. Hasta que finalmente se animó a hablar.
—Vamos a hablar de la herencia de Pablo —dijo sin saludar—; he escuchado reclamos de la mamá y los hermanos de él, porque quieren que en la repartición se incluyan los bienes que en vida les dio a sus hijos.
Luego intervino mi abuela y la reunión se hizo aún más tirante.
—Sí, don Miguel, estamos hablando de los edificios Mónaco, Dallas y Ovni, que Pablo puso a nombre de Manuela y Juan Pablo para protegerlos del asedio de las autoridades, pero eran de él y no de sus hijos. Por eso exigimos que entren en la herencia.
Mientras mi abuela hablaba, solo se me ocurrió pensar en la situación tan absurda que estaba planteada: mi abuela y mis tíos habían acudido al cartel de Cali para resolver un problema que solo les incumbía a los Escobar Henao de Medellín. Pensé que mi padre debía estar retorciéndose en su tumba al ver las andanzas de su propia madre y sus hermanos contra sus hijos.
Entonces el turno fue para mi mamá:
—Doña Hermilda, desde que Pablo construyó esos edificios quedó muy claro que eran para sus hijos porque a la familia le dejó muchas otras cosas; usted sabe que así es, por más que vengan acá, con todo respeto, a decir cosas que no son ciertas.
Miguel Rodríguez terció en la discusión:
—Miren, yo, por ejemplo, tengo sociedades a nombre de mis hijos y esas sociedades tienen unos bienes que yo, en vida, decidí que eran para ellos; exactamente lo mismo hizo Pablo. Entonces, los bienes que él quería para sus hijos así se quedan y no se discute más. Lo que es de mis hijos es de mis hijos y lo que Pablo decidió que era para sus hijos es para sus hijos. Lo que queda, repártanselo entre ustedes, según el testamento.
Todos quedamos callados.
Tras un largo silencio luego de la conclusión de Miguel Rodríguez intervino mi primo Nicolás, quien pronunció una frase que por fortuna acabó con la exótica reunión.
—Un momentico, ¿y entonces qué vamos a hacer con los diez millones de dólares que mi tío Pablo le quedó debiendo a mi papá, porque aquí todos sabemos que mi papá era el que sostenía a Pablo?
El desatinado e incoherente comentario de mi primo provocó la risa de los capos del cartel de Cali, que se miraron con incredulidad.
Entonces no tuve otra opción que intervenir.
—Oigan a este. Esa nadie te la cree, Nicolás. Los pájaros resultaron tirándoles a las escopetas. Ahora resulta también que tu papá sostenía al mío... no jodás.
Sonrientes, Miguel Rodríguez, ‘Pacho’ Herrera y ‘Chepe’ Santacruz se levantaron de las sillas y se fueron hacia el fondo del salón, sin despedirse.
Desconcertado, con un gesto le indiqué a mi mamá que retomara el verdadero motivo de la reunión, porque mi vida era la que estaba en juego. Ella entendió enseguida, se paró de la silla, fue detrás de los capos y les pidió cinco minutos para hablar con ellos. Así fue y mi madre hizo una seña con la mano derecha para que me acercara.
Los encontré sentados en otra sala, con los brazos cruzados, y en ese momento entendí que había llegado el momento de jugármela a fondo.
—Señores, vine aquí porque quiero decirles que no tengo ninguna intención de vengar la muerte de mi papá; lo que quiero hacer y ustedes lo saben, es irme del país para educarme y tener otras posibilidades diferentes a las que hay acá; mi intención es no quedarme en Colombia, para no molestar a nadie, pero me siento imposibilitado de lograrlo porque hemos agotado todas las opciones para encontrar una salida. Tengo muy claro que si quiero vivir debo irme.
—Pelao, lo que debe tener claro es no meterse al ‘traqueteo’ ni con combos o cosas raras; entiendo lo que usted pueda sentir, pero tiene que saber y aquí todos lo sabemos, que un toro como su papá nunca más volverá a nacer —intervino Santacruz.
—No se preocupe, señor, que yo aprendí una lección en la vida y por eso siento que el narcotráfico es una maldición.
—Un minutico, joven —replicó Miguel Rodríguez, alzando la voz—; ¿cómo puede decir usted que el narcotráfico es una maldición? Mire, mi vida es muy buena, mi familia vive bien, tengo una casa grande, mi cancha de tenis, salgo a caminar todos los días...
—Don Miguel, entiéndame, la vida me ha mostrado algo muy diferente. Por el narcotráfico perdí a mi padre, familiares, amigos, mi libertad y mi tranquilidad y todos nuestros bienes. Me disculpa si lo ofendí de alguna forma, pero no puedo verlo de otra manera. Por eso quiero aprovechar esta oportunidad para decirles que por mi parte no se va a generar violencia de ningún tipo; ya entendí que la venganza no me devuelve a mi papá; y les insisto: ayúdennos a salir del país; me siento tan limitado para buscar esa salida que no quiero que se entienda que no me quiero ir; es que ni las aerolíneas me venden pasajes.
Con el impulso que llevaba hablando y ya mucho más relajado, me animé a proponerles:
—¿Por qué no piensan que en lugar de subir cien kilos de cocaína a sus aviones me llevan a mí, que peso lo mismo y me sacan del país?
La intensa conversación y la transparencia de mis dichos debieron surtir efecto porque de un momento a otro cambió el tono duro e hiriente de Miguel Rodríguez, que volvió a ejercer de juez.
—Señora. Hemos decidido que le vamos a dar una oportunidad a su hijo. Entendemos que es un niño y debe seguir siendo eso. usted nos responde con su vida por sus actos de ahora en adelante. Tiene que prometer que no lo va a dejar salir del camino. Les vamos a dejar los edificios para que se defiendan con ellos. Vamos a ayudar a que los recuperen. Para eso habrá que colaborar también con una plata para las campañas presidenciales. A cualquiera que gane le pedimos que les ayude, pues les vamos a decir que ustedes colaboraron con sus causas.
Luego habló ‘Pacho’ Herrera, quien había guardado silencio.
—Mompa, esté tranquilo que mientras no se meta al narcotráfico nada le va a pasar. Usted ya nada tiene que temer. Queríamos que viniera donde nosotros para cerciorarnos de que sus intenciones eran buenas. Lo único que no podemos permitir es que usted quede con mucha plata, para que no se nos vaya a enloquecer por ahí lejos de nuestro control.
—No se preocupen más —intervino de nuevo Miguel Rodríguez—. Incluso pueden quedarse a vivir aquí en Cali si quieren, que nadie les va a hacer nada. Vayan a conocer el negocio de mi esposa, de venta de ropa. Y esperen a ver qué pasa ahora con el nuevo presidente que llega, que nosotros les ayudamos —resumió el capo y dio por terminada la charla, que duró veinte minutos.
En ese momento no reparé en la frase de Miguel Rodríguez sobre “el nuevo presidente que llega”, pero habríamos de entenderla semanas más adelante.
Luego de despedirse con cierta afabilidad, el capo llamó al conductor que nos había recogido en el hotel esa mañana y le dijo que nos llevara al local de Martha Lucía Echeverry, su esposa.
Salimos y nunca había sentido tantos sinsabores, pues debía digerir la innegable doble realidad que tenía al frente: la confirmación de que mis parientes paternos nos traicionaron y el permiso de vivir que me otorgaron los capos de Cali. Siempre esperé lo peor de parte de ellos, pero ahora me veo en la obligación de reconocer con gratitud la actitud de don Miguel y de todos los Pepes, que respetaron la integridad física de mi madre, mi hermana y la mía.
El conductor de Miguel Rodríguez no tardó en llegar a una zona comercial de buen nivel en Cali y señaló un almacén de ropa, al que entró mi mamá y yo esperé afuera. Caminé por los alrededores y me detuve frente a un almacén de ropa para hombre que exhibía una levantadora fabricada en toalla, con un estampado tradicional escocés. La compré.
Fue una sensación extraña porque me sentí vivo. Había ido a encontrar la muerte y de un momento a otro estábamos en los dominios de los todopoderosos mafiosos de Cali, sin un solo rasguño. Un par de horas más tarde el chofer nos dejó en el hotel y esa misma noche viajamos a Bogotá.
Por primera vez en mucho tiempo sentimos una gran tranquilidad pues nos habíamos quitado un gran peso de encima al entregarles gran cantidad de propiedades a los capos de Cali y a los Pepes. Pero todavía faltaban varios capos, muy poderosos, que esperaban su dinero. Cuando me quitaba el pantalón, mi novia preguntó si había leído una nota que puso en mi bolsillo para ese viaje a la muerte, en la que me reiteraba su amor y el convencimiento de que todo saldría bien.
Como había que tomar el toro por los cuernos, mi madre no tardó en reunirse con Diego Murillo Bejarano, ‘Berna’, a instancias de Carlos Castaño, quien los convocó a una casa en la llamada loma de Los Balsos al lado de Isagen, en Medellín. Pero ese primer encuentro salió mal porque ‘Berna’ la insultó por casarse con Pablo y ella, ya agotada de las amenazas, de los improperios y del acoso de tanto mafioso, le replicó en duros términos, por lo que suspendieron la reunión.
—Señor, soy una señora y usted no me va a insultar ni a maltratar más. No tengo por qué aguantarme sus palabras soeces cuando me he ganado el respeto del resto de sus amigos. Me hace el favor de respetar, no sea descarado, abusivo.
Castaño la llamó esa noche y le hizo ver que ‘Berna’ estaba muy disgustado y era urgente calmarlo.
—Doña Victoria, ese hombre está muy bravo; entiendo que él la provocó porque le dijo cosas muy feas, pero entiéndame que ese hombre es muy malo y hay que darle algún regalo extra para que se calmen los ánimos.
El incidente habría de salir muy costoso porque en una siguiente reunión, también organizada por Carlos Castaño, mi madre debió entregarle un costoso apartamento a ‘Berna’ y ofrecerle disculpas. Solo así pudo continuar la negociación de los demás bienes.
En nuestra estadía en Santa Ana se hizo normal ver que alguien buscara a mi madre para llevarla a más reuniones con capos que vivían o estaban de paso por la capital. En ocasiones esos encuentros se llevaron a cabo en casas cercanas dentro del mismo barrio donde vivíamos; era evidente que se aprovechaban de su soledad para pedir más plata, más cuadros, más cosas. Y la invitaban a tomar whisky con ellos, a lo que siempre se negó y eso tampoco les agradaba. Claramente querían abusar de ella. La veían como trofeo de guerra. Por fortuna, mi tío Fernando estuvo muy cerca en esos momentos y se interpuso con mucho tino para evitar más vejámenes.
Pero quizá la negociación más complicada de aquellos días fue la que mi madre debió adelantar con el comandante ‘Chaparro’, un poderoso jefe narcoparamilitar del Magdalena Medio, enemigo a muerte de mi padre.
Con autorización de la Fiscalía, Carlos Castaño la llevó en un automóvil Mercedes Benz blindado al aeropuerto de Guaymaral, en el norte de Bogotá, donde abordaron un helicóptero que los trasladó hasta una finca en límites de Caldas y Antioquia.
Durante el trayecto, Castaño le reveló detalles que desconocíamos de la muerte de mi padre.
—Señora, le cuento que los Pepes ya estábamos desmoralizados. Habíamos matado al noventa y nueve por ciento de la gente de Pablo en la calle, pero nada que le llegábamos. Casi tiramos la toalla porque se acercaba diciembre y en esa época era más difícil. Incluso algunos Pepes importantes comenzaron a decir que si no había resultados en diciembre abandonaban la persecución. Y como si fuera poco, a los coroneles de la Policía del Bloque de Búsqueda ya les habían dado un ultimátum.
Mi madre escuchó en silencio la confesión de Castaño:
—Señora, para localizarlo tuvimos que importar desde Francia el más avanzado equipo de interceptación de llamadas porque el de los gringos era deficiente.
—¿Realmente quién mató a Pablo? —indagó mi madre.
—Yo participé personalmente en el operativo final. La Policía siempre nos mandaba adelante en los operativos. Esta vez estaban esperando en el Obelisco. Cuando matamos a Pablo los llamamos. Pablo escuchó el primer golpe del mazo con el que intentamos romper la puerta y corrió descalzo por el segundo piso al que se accedía por una escalera recta. Hizo varios disparos con la pistola Sig Sauer, dos de los cuales impactaron en mi chaleco antibalas y caí al piso sobre mi espalda. Ya en ese momento ‘Limón’ estaba muerto en el antejardín de la casa. Pablo aprovechó el instante en que nadie iba detrás de él, abrió una ventana, bajó por una escalera metálica que él había puesto previamente allí para escapar, y llegó al tejado de la casa vecina. Pero no contaba con que algunos de mis hombres ya habían llegado allí e intentó devolverse. En ese instante recibió el disparo de fusil que entró por la parte de atrás del hombro. otro proyectil le dio en la pierna. En ese momento acababa de asomarme por la ventana desde donde saltó y ya estaba muerto.
Mi madre no tuvo tiempo de comentar el relato que acababa de escuchar porque en ese momento el helicóptero que los trasladaba aterrizó en un escampado donde doscientos hombres armados con fusiles rodeaban al comandante ‘Chaparro’, que se dirigió a mi madre luego de saludar cálidamente a Castaño.
—Señora, buenos días; yo soy el comandante ‘Chaparro’ y vea, le presento a mi hijo. Su marido me mató otro hijo y me hizo trece atentados de los que salí vivo de milagro.
—Señor, entiendo la situación, pero sepa que no tuve nada que ver en la guerra; simplemente era la esposa y la mamá de los hijos de Pablo. Cuénteme, ¿qué tengo que hacer para lograr la paz con usted? —respondió mi madre.
El lío con el comandante ‘Chaparro’ no era de poca monta. Recuerdo que mi padre hasta se reía cuando sus hombres le informaban que habían fracasado en un nuevo intento por asesinarlo. En dos ocasiones, le partieron por la mitad un carro y una lancha con poderosas bombas, pero tampoco murió. Mi papá, resignado, dijo que tenía más vidas que un gato.
Era finales de los años setenta. ‘Chaparro’ era un hombre de origen campesino, se distanciaron con mi padre por motivos que no conozco en detalle y él terminó aliado con Henry Pérez, uno de los primeros jefes paramilitares del Magdalena Medio. Entonces mi papá les declaró la guerra a ‘Chaparro’ por aliarse con Pérez y a este último porque no le dio dinero para financiar la lucha contra la extradición. Finalmente, Pérez fue asesinado por sicarios de mi padre y hasta el día de su muerte no logró eliminar a ‘Chaparro’.
Al cabo de varias horas de intensa negociación, mi madre y el comandante ‘Chaparro’ llegaron a un acuerdo que resolvió las diferencias. Le entregamos varios bienes, entre ellos un par de fincas de cuatrocientas hectáreas de extensión, dedicadas a la minería y la ganadería. También se quedó con la planta eléctrica de la hacienda Nápoles, de la que ‘Chaparro’ se había apropiado tiempo atrás y era tan potente que podía iluminar un pueblo entero. Mi madre le dijo que se llevara lo que quisiera de la hacienda, pues ya no la considerábamos nuestra.
A manera de favor, mi madre le pidió a Carlos Castaño la localización de los cuerpos de al menos cinco de sus empleados, incluida una profesora y la niñera de Manuela, que los Pepes asesinaron y desaparecieron en la etapa final de la guerra, cuando mi padre estaba prácticamente solo y nosotros encerrados en un apartamento en el edificio Altos en Medellín. Castaño respondió que no era fácil hallarlos porque los Pepes habían desaparecido a más de cien personas y no recordaba con exactitud dónde las sepultaron.
—Señora, encontrar esa gente es prácticamente imposible, pues muchos fueron enterrados como NN en varios cementerios, como en el de San Pedro.
Al final del encuentro mi madre y el comandante ‘Chaparro’ se dieron la mano y él la autorizó a regresar en cualquier momento a la hacienda Nápoles, que por aquellos días seguía en manos de la Fiscalía.
Mi madre estaba nuevamente de regreso en Bogotá, con otro enemigo menos.
Así, vivimos algunos días de tranquilidad, interrumpidos porque de vez en cuando llegaban visitas inesperadas, como la de un abogado que llegó al edificio del barrio Santa Ana y dijo que venía de parte de los hermanos Rodríguez Orejuela.
Después de escuchar su explicación entendimos que los capos de Cali acababan de incluirnos —sin importarles si estábamos o no de acuerdo— en su estrategia encaminada a obtener beneficios legales a punta de sobornos. Nos exigió cincuenta mil dólares como contribución porque se proponían incluir un ‘mico’ —un artículo redactado por ellos— en una ley que empezaba a hacer tránsito en el Congreso y que protegía los bienes de la mafia en los procesos de extinción de dominio. El mensaje amenazante del abogado no nos dejó otra opción que conseguir prestado el dinero.
Pero ahí no paró el asunto. En mayo de 1994 recibimos otra visita de un emisario de Cali, pero esta vez no era abogado sino un hombre conocido por el gremio mafioso. Lo recibimos a regañadientes y nos comunicó que un grupo grande de narcos del suroccidente del país se proponía aportar una elevada cantidad de dinero para financiar la campaña de Ernesto Samper a la Presidencia, bajo la premisa de que nosotros también nos veríamos beneficiados con la ayuda del futuro gobierno, tanto para recuperar nuestras propiedades como para conseguir refugio en otro país. En ese momento entendimos que cuando Miguel Rodríguez se refirió en una charla con nosotros al “nuevo presidente que llegue” se refería a tener de su lado al mandatario que reemplazaría a César Gaviria.
Esta vez tampoco pudimos negarnos y nos comprometimos con el emisario de Cali a entregar esa cantidad en varios contados sin que nos constara realmente en absoluto el destino real del dinero. Entregamos la contribución, pero jamás recuperamos nuestros bienes y tampoco obtuvimos colaboración para salir de Colombia. En otras palabras, esa platica se perdió.
Lo peor de todo es que en la mafia nos seguían viendo como cajas registradoras porque los pedidos de dinero eran continuos y con los argumentos más inverosímiles. Pero ¿quién podría negarse a entregarles dinero en esas circunstancias? Denunciar en la Fiscalía era inútil porque en aquella época se llegó al descaro de que los capos de Cali tenían oficina propia en el búnker, en el mismo piso donde despachaba el fiscal De Greiff
Hasta allí llegaban todos aquellos que querían viajar a Cali a arreglar cualquier problema. La Fiscalía era la primera escala. No es una invención. Era normal ver entrar y salir a los Pepes, como si fuera su casa. Cada vez que visitábamos al fiscal general a indagar por algún asunto debíamos preguntar si los de Cali estaban de acuerdo, pero no era necesario salir del edificio para hacer la consulta de rigor.
Cómo no decir que en esa época las relaciones del cartel de Cali con la Fiscalía General de la Nación eran casi carnales. Al punto de que un día cualquiera el fiscal De Greiff dijo públicamente que el cartel de Cali no existía. No existía para él porque estaba muy entretenido con su nueva y bonita secretaria —puesta a dedo por los de Cali— que hasta le hizo teñir el pelo de negro.
De Greiff sabía de los viajes secretos de mi madre, pues si bien los cuerpos de seguridad no se percataban de su partida, desde Cali le hacían saber que ella estaba reunida con los capos. En varias reuniones que sostuvimos con él en su despacho hizo comentarios jocosos al respecto.
A mediados de agosto de 1994 aceptamos la propuesta del comandante ‘Chaparro’ y viajamos a la hacienda Nápoles en compañía de dos agentes de Fiscalía y uno de la Sijin de la Policía. Mi madre le avisó al comandante y respondió que no nos preocupáramos, que nos garantizaba la seguridad en la zona. Fueron unas mini-vacaciones. Desde Bogotá viajamos mi madre, Andrea, Manuela y Fernando Henao; parte de la familia fue desde Medellín a saludarnos, entre ellos mi abuela Nora.
Llegamos por la noche a la hacienda, donde esperaba Octavio, el administrador de siempre, quien había preparado las camas en cuatro pequeñas cabañas dotadas con baño, pero solo en una funcionaba el aire acondicionado. Esa zona de Nápoles era conocida como ‘El otro lado’ porque allí solo había un centro de salud, una sala de cirugía, una farmacia dotada con medicamentos de todo tipo y la taberna El Tablazo, donde mi padre guardaba una buena colección de discos long play y antigüedades colgadas al mejor estilo de un rock café.
No obstante, en la corta permanencia en Nápoles nos sentimos como extraños. Llevábamos un par de años sin ir y ya casi no quedaba nada de los lujos y las ostentaciones de los años ochenta, cuando la nómina de trabajadores ascendió a mil setecientas personas. Recorrimos la finca en carro y nos dolió ver que la selva había ocupado la casa principal y ni siquiera se veían las paredes. En los lagos sobresalían los ojos de unos cuantos hipopótamos sumidos en la aburrición.
En la segunda noche en Nápoles me levanté asfixiado por el calor y me llevé una sorpresa porque vi dos hombres armados con fusiles AK-47. Pero su actitud no me pareció hostil y por eso salí a saludarlos. En efecto, me dijeron que los había enviado el comandante ‘Chaparro’ a protegernos porque días atrás habían sostenido un enfrentamiento con el ELN en un sector de Nápoles conocido como Panadería, donde mi padre tenía una de sus caletas. Dijeron que estuviéramos tranquilos porque había bastantes hombres patrullando la región.
Les ofrecí guarapo —una mezcla de agua de panela y limón— porque estaban sedientos y empapados de sudor. Las cosas de la vida: los odios de antes desaparecieron gracias al diálogo franco entre mi madre y el comandante ‘Chaparro’.
A finales de agosto de 1994 ya habíamos entregado la totalidad de los bienes que mi padre había dejado, salvo los edificios Dallas, Mónaco y Ovni, que según los acuerdos eran de mi hermana y yo.
Aun así, había ciertas dudas sobre la propiedad de un avión y un helicóptero de mi padre y por eso los capos de Cali citaron nuevamente a mi madre a una reunión en esa ciudad. Ella viajó sin falta y comprobó que el ambiente en torno a nosotros había cambiado radicalmente.
El encuentro fue con cerca de treinta personas, casi las mismas de la primera cumbre de comienzos de año. Al final, y cuando el asunto de las aeronaves estaba resuelto, Miguel Rodríguez le preguntó a mi madre por qué no intentó antes acercarse a ellos, pues se hubiera podido evitar la guerra con mi padre.
—Sí quise hacerlo, pero Pablo no quiso escucharme. Les recuerdo, señores, que alguna vez localicé a un cuñado de un primo mío en Palmira, escolta de uno de ustedes y le pedí que solicitara un acercamiento para hablar. La respuesta fue que sí. Entonces le conté a Pablo y le dije que llevaba cierto tiempo buscando contactos con la gente de Cali y ya estaba más o menos cuadrado un encuentro porque estaba muy preocupada por mis hijos. Pero él me dijo que yo estaba loca, que nunca me dejaría ir a Cali. Para que vayas a Cali yo tengo que estar muerto, dijo, y agregó que yo era muy ingenua, que me faltaba malicia, que no sabía cómo era la vida, que sus enemigos me devolverían de aquí envuelta en alambre de púa.
Al final, mi padre tuvo razón en una cosa: tenía que estar muerto para que mi madre se acercara a sus enemigos y viviera para contarlo.