Poco antes del mediodía del jueves 20 de marzo de 2014, Alba Marina y Gloria Escobar Gaviria llegaron de repente a timbrar en la puerta del apartamento donde habita mi tía Isabel en el edificio Altos en Medellín.
Las dos mujeres no se percataron de que mi esposa Andrea acababa de salir del apartamento del frente, donde en ese momento yo revisaba decenas de fotografías y cartas para este libro.
—No se te ocurra salir, que tus tías Gloria y Alba Marina acaban de llegar al edificio; creo que no me vieron —dijo mi esposa, que regresó corriendo.
—Bueno, esperemos a ver con qué salen ahora estas señoras. Hace veinte años no las veo y aparecen ahora. Muy raro.
El arribo de mis parientes esa mañana fue inesperado porque no anunciaron su visita, pese al declarado distanciamiento de las familias de mi padre y mi madre desde hacía ya muchos años.
Diez minutos después, y cuando confirmé que se habían ido, fui a hablar con la persona que las atendió.
—Venían a buscarte, dijeron que sabían que estabas en la ciudad y que las habías perjudicado porque las demandaste hace cinco años; quieren reunirse con vos para arreglar las cosas.
—Nada tengo que hablar con esas señoras. ¿Negociar qué? Lo que pido es justo, que nos den lo que nos quitaron a mi hermana y a mí, lo que nos corresponde legítimamente como herederos del abuelo Abel. Los bienes de él están embargados preventivamente y es mejor que la justicia decida —respondí.
—Recibilas, hombre, nada tenés para perder. Hablá con ellas y aprovecha que estás acá para hacerlo.
Mi tía Isabel intervino en la conversación y dijo que notó a las Escobar en buena tónica y con ganas de arreglar las cosas. Entonces llamé a mi madre, que también se encontraba en Medellín, le conté lo sucedido y al igual que su hermana estuvo de acuerdo en que me reuniera con ellas.
Entonces llamé a mi nuevo abogado, Alejandro Benítez, quien me convenció de buscar un arreglo, pues se avecinaba una etapa larga y complicada en el proceso que inicié en septiembre de 2009 contra casi todos mis tíos paternos —Alba Marina, Gloria, Argemiro y Roberto— por la forma arbitraria e ilegal como se adueñaron de las propiedades que dejó el abuelo Abel tras su muerte el 26 de octubre de 2001.
En ese momento el litigio tenía que ver con la sucesión por los bienes del abuelo, pero en realidad era el tercer pleito que afrontábamos con mis parientes paternos por temas herenciales. El primero fue por la repartición de los bienes de mi padre, el segundo por el testamento de mi abuela Hermilda y el tercero por la herencia del abuelo Abel, que llevaba trece años sin solución y por eso tendría que ver a mis tías.
El pleito con los Escobar Gaviria por los bienes de mi padre fue así: un día de septiembre de 1983, diez años antes de su muerte, mi papá nos contó que acababa de escribir su testamento y de legalizarlo en la Notaría Cuarta de Medellín. El documento permaneció oculto durante ese tiempo pero no tuvimos dificultad en recuperarlo una vez bajó la espuma noticiosa derivada de su violenta muerte. Pero independientemente de lo que mi padre hubiera dispuesto en su testamento, yo tenía la certeza de que a los abuelos y tíos paternos no les faltaría nada.
En la repartición de los bienes mi papá había dejado un porcentaje para los Escobar Gaviria y así se los hicimos saber de inmediato. Estábamos dispuestos a cumplir al pie de la letra su voluntad expresada en que el 50 por ciento le correspondía a mi madre como socia conyugal, el 37,5 era para mí y el 12,5 restante, denominado la Cuarta de Libre Disposición, para mis abuelos Hermilda y Abel, para mis tíos paternos y para una tía suya.
El documento estipulaba con claridad los porcentajes a distribuir, pero planteaba un reto legal porque mi padre solo tenía a su nombre treinta mil dólares en acciones y un automóvil Mercedes Benz modelo 1977; pero estaban confiscados y por ello no tenía sentido iniciar una sucesión.
De entrada surgió un problema muy serio porque mi padre había adquirido gran cantidad de bienes raíces y otras posesiones, pero no las tenía escrituradas a su nombre. Era necesario recuperarlas. A nombre de Manuela y yo había unas cuantas, pero ya estaban en proceso de extinción de dominio en la Fiscalía.
La primera señal de que el asunto de la herencia de mi padre no sería resuelto fácilmente con mis parientes llegó en mayo de 1994, cuando Argemiro Escobar nos visitó en el apartamento del barrio Santa Ana y aseguró que el porcentaje que les correspondía según el testamento era el veinticinco por ciento. Le expliqué que en realidad era la mitad de eso y se puso furioso. Al final acordamos que nuestro abogado, y una ingeniera experta en asuntos catastrales los buscarían para solucionar el impase.
Al cabo de un par de reuniones los parientes entendieron que mi padre les había dejado el 12,5 por ciento de los bienes y sobre esa base estructuramos acuerdos privados para cumplir el testamento.
Así, los Escobar Gaviria recibieron numerosas propiedades libres de apremios judiciales. Los bienes eran en su mayoría predios rurales, lotes en Medellín, la casa azul de Las Palmas, un apartamento cerca de la Cuarta Brigada del Ejército y la casa del barrio Los Colores, aquella que mi padre compró recién casado y que mi tía Gloria reclamó como suya porque según ella él se la regaló.
Nosotros nos quedamos con los edificios Mónaco, Dallas y Ovni, y la hacienda Nápoles, a sabiendas de que estaban en manos de la Fiscalía, pero con la esperanza de recuperarlos.
La repartición de los bienes fue aprobada en aquella época por los abuelos y los tíos, pero nunca firmaron los documentos correspondientes. En otras palabras, la herencia de mi papá fue distribuida, pero legalmente nunca se inició.
Pese a que ya habían recibido los bienes pactados, ellos consideraron insuficiente la partición e intentaron quitarnos los tres edificios con el argumento de que Pablo los había construido y no sus hijos, y por eso debían ser repartidos según los términos del testamento. El afán por quedarse con esas costosas propiedades llegó al extremo de involucrar al cartel de Cali para hacernos reclamaciones.
Las heridas que dejó la repartición de la herencia de mi padre pasaron a un segundo plano a finales de 1994, cuando salimos del país y encontramos refugio en Argentina, donde nos concentramos en iniciar una nueva vida.
Por largo tiempo logramos dejar atrás los asuntos que tuvieran que ver con mis parientes Escobar, pero en octubre de 2001, siete años después de nuestro arribo a Buenos Aires, llamaron desde Medellín a contarnos que el abuelo Abel había fallecido.
Lamentamos profundamente su muerte porque él siempre mantuvo una postura equilibrada alrededor de la convulsión que envolvió a la familia desde comienzos de la década de los setenta, cuando mi padre optó por la ilegalidad.
Recuerdo la discreción que caracterizó al abuelo Abel y su radical decisión de no abandonar su condición de hombre del campo. Aún en las peores épocas, cuando corríamos de caleta en caleta huyendo de las autoridades, él se las arreglaba para hacer llegar cada mes un bulto de papa, que cultivaba en su finca. Esa fue siempre su silenciosa muestra de amor hacia nosotros.
El abuelo había muerto y por ley Manuela y yo éramos herederos de la parte de sus bienes que le correspondían en vida a mi padre, representados en varias fincas situadas en el oriente antioqueño por La Ceja, el Uchuval y el Tablazo.
Le dimos poder al abogado Francisco Salazar Pérez para adelantar los trámites sucesorales en Colombia. Él ya manejaba los procesos en los que buscábamos recuperar los bienes incautados por la Fiscalía.
Según los reportes que recibimos del abogado Salazar en los meses siguientes, el proceso judicial por la herencia de mi abuelo avanzaba a paso lento y sin mayores dificultades.
Tiempo después, en noviembre de 2005 recibí un mensaje de la periodista Paula López, del periódico La Chiva de Medellín, en el que me pedía una opinión porque estaba a punto de publicar un artículo en el que revelaba la existencia del testamento de mi abuela Hermilda.
Paula agregó que el documento había sido registrado en la Notaría Única del municipio de La Estrella y según su contenido les dejaba los bienes a sus cinco hijos —Pablo y Fernando habían muerto—, a una hermana, a sus dieciséis nietos de entonces y a cuatro bisnietos. Igual que mi padre, la abuela Hermilda había decidido escribir su testamento antes de morir.
Luego de leer el documento que Paula envió por correo electrónico, confirmamos que la abuela negó a su hijo Pablo en su testamento, y que una vez más Manuela y yo estábamos muy lejos de los afectos de mi familia paterna. El día a día en Buenos Aires copó toda nuestra atención y guardamos en el cajón del olvido esa molestia.
Sin embargo, habríamos de tener un último contacto con ella en septiembre de 2007. Mi madre se encontraba en Medellín resolviendo asuntos personales y le contaron que la salud de Hermilda se había deteriorado en las últimas semanas debido a la diabetes. Fue a visitarla al edificio Abedules en El Poblado y sostuvieron un encuentro muy emotivo. Casi al final de la charla y cuando mi madre empezaba a despedirse, la abuela pronunció algunas palabras que sonaron a contrición.
—Antes de morir les pido que honren los compromisos pendientes y entreguen lo que les corresponde a cada uno de los hijos de Pablo —dijo delante de tíos paternos, que la acompañaban en esos momentos.
Finalmente, en octubre de 2007 la diabetes desencadenó la muerte de la abuela Hermilda quien fue sepultada en el cementerio Jardines Montesacro al lado de la tumba de mi padre. Días después recibimos en Buenos Aires un correo electrónico de Luz María Escobar en el que pidió designar un abogado que nos representara en la sucesión de la abuela.
Así lo hicimos y desde una cabina telefónica cerca de la casa llamé al abogado Salazar y le pedí que hiciera parte del proceso sucesoral. Así, él estaría al frente de la repartición de bienes de mis dos abuelos.
Acordamos que sus honorarios serían el quince por ciento de lo que nos quedara, aunque sabíamos de antemano que sería muy poco pues teníamos la certeza de que la familia de mi padre no haría esfuerzo alguno para entregar lo que nos correspondía.
En efecto, la buena intención de la abuela antes de morir sirvió muy poco porque no tardamos en saber que mis tíos rifaron entre ellos varios carros, muebles, obras de arte y distintos objetos. Pero también se repartieron lo más valioso, lo que no quedó escrito en el testamento: una fortuna en joyas y millonarios certificados de depósito a término abiertos por la abuela a favor de terceros.
Para nadie era un secreto en la familia que en la época de las vacas gordas mi papá llegaba con bolsas plásticas repletas de alhajas y se las repartía a mis tías y especialmente a mi abuela. En ocasiones, para divertirse un poco, las rifaba conmigo sentado en su regazo y me pedía elegir el número ganador. Él recibía las sortijas, pulseras, collares y relojes en parte de pago de las deudas de quienes habían perdido cargamentos de cocaína o de quienes querían entrar en el negocio.
Lo cierto es que siete años después de la muerte de mi abuela, de su herencia no recibimos ni obtuvimos todo lo que por derecho nos pertenecía. Sus bienes prácticamente desaparecieron, según sus hijos, en las manos de acreedores que para nosotros nunca existieron. Mis tíos se las arreglaron para arrebatarnos lo que nos pertenecía, por poco que fuera.
Queda por resolver la situación del apartamento del edificio Abedules donde ella vivía, hoy vacío y lleno de deudas pero con unos veinte herederos esperando por él.
La sucesión de la abuela Hermilda nos abrió los ojos en torno al comportamiento de Salazar, nuestro abogado, pues descubrimos que no asistía a las diligencias relacionadas con la sucesión del abuelo Abel, cuyo proceso había entrado en una etapa de definiciones. Si no nos movíamos a tiempo podríamos perder todo.
Hasta ese momento le creíamos al abogado, que nos endulzaba el oído por teléfono con el argumento de que los trámites avanzaban normalmente.
Pero la desconfianza pudo más y un día viajé a Colombia en medio del mayor sigilo y confirmé que Salazar había dicho mentiras todo el tiempo. Así consta en numerosos expedientes, en los que escasamente se presentó como nuestro apoderado, pero no realizó trámite alguno.
Decepcionado, fui al juzgado de familia donde avanzaba la sucesión del abuelo, con tan buena suerte que faltaban escasas cuarenta y ocho horas para la prescripción del expediente. Allí le arrebaté nuestra representación.
Cuando se vio descubierto, Salazar dijo por teléfono que reconocía su equivocación en el manejo del caso y preguntó cuánto me debía por el error.
—¡Es el colmo, doctor! No es cuestión de decir cuánto me debe. Usted conoce mejor que nadie nuestra realidad económica; usted sabe cuánto necesitamos ese dinero para pagar nuestra manutención en Argentina. A mi hermana y a mí ya nos robaron una vez con la herencia de mi padre, y ahora gracias a su desidia lo van a lograr por segunda vez.
Sin Salazar, quedamos a la deriva y debimos buscar un bufete de abogados especializados en todos los temas porque los procesos quedaron acéfalos. En medio de esas indagaciones llegamos donde Darío Gaviria, quien se interesó por dirigir los casos, pero a través de otro abogado que firmara por él porque no quería involucrarse directamente en temas familiares.
Pero esa relación también terminaría muy mal porque el nuevo defensor no solo cometió todo tipo de errores en los procesos sino que lo descubrimos actuando en complicidad con mi tío Roberto para dejar vencer los términos judiciales de los expedientes.
Indignado, llamé a Gaviria a reclamarle porque el acuerdo inicial consistía en que él dirigía al abogado, pero se salió por la tangente y respondió que él no tenía que ver con esos casos. Tras varios días de duras discusiones en las que incluso advertí demandas judiciales, cancelé los servicios del bufete de Gaviria y contraté al abogado Alejandro Benítez, que por fin nos llevó por el cauce correcto.
Una vez Benítez asumió el proceso por la sucesión del abuelo, nos dirigimos al Juzgado Noveno de Familia de Medellín donde presentamos un memorial en el que solicitamos embargar preventivamente todos los bienes del abuelo Abel porque teníamos información en el sentido de que mis tíos paternos los estaban vendiendo a nuestras espaldas.
Días después nos contaron que mis tíos se llevaron una desagradable sorpresa cuando se dieron cuenta de que las propiedades incluidas en la sucesión del abuelo habían sido congeladas.
Por primera vez en muchos años teníamos la sartén por el mango.
Estaban a punto de terminar años de atropellos. Recuerdo que la arbitrariedad más protuberante de todas corrió por cuenta del juez de uno de esos procesos, un costeño que se la pasaba en chancletas en la oficina, con los pies encima del escritorio y siempre buscaba la manera de violentar nuestros derechos.
Como aquella vez que nos citó a mi madre y a mí a una indagatoria y se negó a que la realizáramos en el consulado en Buenos Aires. No hubo remedio, tuvimos que viajar a Medellín. Me preocupó que después de tantos años de conflicto la familia de mi padre sabría con mucha antelación y exactitud la hora y el lugar de nuestra cita en el juzgado. Asustado, pedí ayuda y protección a familiares y amigos, que me prestaron un carro blindado y cuatro escoltas y tomamos medidas para garantizar que nada nos pasaría.
La diligencia empezó mucho tiempo después de la hora señalada porque el juez se demoró en llegar. Algunos de mis tíos estaban representados por la abogada Magdalena Vallejo, que tomó la palabra y empezó a hacer preguntas que claramente tenían la intención de confundirme. Pero salí del apuro con una frase, que había pensado tiempo atrás y logró sacarla de casillas:
—Independientemente de lo que me pregunta la doctora, lo único cierto y real es que ninguno de mis tíos ha cumplido nada, se quedaron con la totalidad de los bienes y no nos dejaron nada.
La abogada, visiblemente exasperada, se dio por vencida después de la quinta pregunta a la que respondí con la misma respuesta.
Antes de dar por terminada la diligencia, el secretario preguntó si quería agregar algo más y dije que sí. Miré a Magdalena y le dije que no entendía por qué se ponía tan furiosa conmigo si sabía que se estaba cometiendo un atropello contra mi hermanita y en contra mía.
—Juan Pablo, ya no estamos en los ochenta y aquí ya no mandan ustedes; tengo muchos amigos y conocidos con poder, que me protegen.
Entonces le dije al secretario que quería agregar algo para que constara en el expediente: “Quiero dejar muy en claro que me avergüenza tener que recurrir al ámbito de la justicia para recordarles a los hermanos de mi padre que Pablo Emilio Escobar Gaviria existió, y que fue además su hermano y su único benefactor. Ninguno en mi familia paterna jamás trabajó por su cuenta, todos sin excepción si aún hoy visten o se toman un café en la calle, es de cuenta de mi padre, no de ellos. Colombia no ha podido olvidar quién es Pablo Escobar. Pero su familia sí”.
Ahora, con los bienes embargados, era claro que la pelota estaba en nuestro terreno y que las arbitrariedades serían cosa del pasado. Los Escobar estaban obligados a negociar con nosotros y a entregarnos por fin lo que nos correspondía.
Ese nuevo escenario fue el que llevó a mis tías Alba Marina y Gloria a buscarme en el edificio Altos en marzo de 2014. Aunque la visita de aquel día me produjo una gran molestia, después de escuchar las opiniones de mi madre, mi tía y mi abogado, acepté hablar con ellas en la tarde del sábado 22 de ese mes.
El primero en llegar fue mi abogado, con quien acordamos dos cosas: que nosotros hablaríamos después de mis tías y que de ninguna manera volveríamos a los temas del pasado para no enfrascarnos en una discusión estéril.
Cinco minutos después sonó el citófono y la empleada del servicio hizo seguir a mis tías. Salí a recibirlas al hall y me saludaron sonrientes, con la sonrisa falsa que siempre les conocí.
—Hola, ¿qué más? —dijeron casi al unísono.
Estiré la mano para que entendieran la distancia de mi saludo, pero Alba Marina se acercó, me dio la mano y me jaló bruscamente para darme un beso en la mejilla. Ella ya no era mi tía. Ninguna de las dos.
Les pedí ir al grano para no perder tiempo porque tenía el estómago revuelto y las llevé al comedor; luego me senté en la cabecera y les dije que las escuchaba.
—Juan Pablo, nosotras estamos muy perjudicadas por lo que está pasando; no era necesario que nos demandaran por la herencia, pues nosotras siempre estuvimos dispuestas a entregarles lo del abuelo —dijo Marina.
“Arrancó bien”, pensé para mis adentros. “Nada mejor que una mentira del tamaño de un estadio para comenzar una reunión conciliatoria”. Recordé que hace unos años, cuando les reclamábamos por lo nuestro, respondían indolentes: “Pues con mucho gusto les damos su parte, siempre y cuando paguen la totalidad de los gastos, las escrituras y los impuestos que se deben de esas propiedades”. Por medio de nuestros abogados respondíamos que lo justo era pagar por partes proporcionales. Pero siempre se hicieron los desentendidos.
—Lo que queremos es buscar una salida a esto. ¿Ustedes qué quieren? ¿Qué pretenden? ¿A cuánto aspiran? —replicó Marina.
Respondí que queríamos una sola parte de una de las fincas del abuelo para no tener un pedacito en varias y de paso ahorrábamos los gastos de varias escrituras. Expliqué que pretendíamos catorce cuadras, unas nueve hectáreas, de la hacienda La Marina, en La Ceja.
—¿Y por qué catorce cuadras? ¡A ustedes no les toca tanto! Si mucho diez —respondió Marina alzando la voz.
—Porque por rigor de la ley mínimo nos corresponden diez cuadras, pero consideramos que los daños causados valen cuatro cuadras adicionales —expliqué.
—Tampoco estamos hablando de la cuestión penal, porque acá se falsificaron documentos y se cometieron ilícitos por los que deberían responder todos ustedes, incluidos sus abogados, por las graves omisiones que realizaron dentro del proceso. Pero la idea no es esa, la idea es buscar una salida amigable —intervino mi abogado.
—Les voy a contar la verdad: Roberto es dueño del veinticinco por ciento de esa finca, pero como está endeudado se la vendió toda a un señor muy peligroso que está en la cárcel —intervino Marina.
—¿Quién es el señor? —indagué.
—No, me da miedo decir quién es. Pregúntele a Roberto. una abogada de ese señor embargó la parte que le vendió Roberto pero ella sabe que no puede hacer mucho más hasta que ustedes levanten la medida que impide cualquier transacción. Ese señor está furioso y quiere apoderarse de la finca, quiere tomar posesión. Entonces no sabemos qué hacer. un día, Roberto estaba allá y nosotras llegamos... pues se puso furioso, nos insultó, nos dijo de todo y nos sacó a los gritos diciendo que él era dueño de todo y que no volviéramos por allá. Si usted no cede, Juan Pablo, Roberto va a terminar vendiendo las propiedades de mi papá y a ese ritmo todos nos vamos a quedar sin nada.
Casi sin inmutarme respondí que mi pelea estaba en los terrenos de la justicia y que si les parecía muy alto mi pedido no siguiéramos buscando una salida, que dejáramos todo en manos del juez aunque fallara a favor de Roberto. Agregué que en las instancias superiores se podía apelar y tenía la seguridad de ganar.
—Juan Pablo, póngase la mano en el corazón. Bájele para ir con una propuesta sensata donde ese señor a la cárcel; con Roberto es imposible porque no nos deja entrar a su casa, la casa azul que era de su papá y de la que nos corresponde una parte — propuso Marina.
—Mirá, Marina, mi intención es terminar este pleito que nos desgasta a todos. Yo hablo con el doctor Benítez y a través de él les digo cuál es nuestra propuesta final. La toman o la dejan.
Dos días después y luego de reunirse con mis tías, el abogado llamó y me dijo que finalmente habían llegado a un acuerdo. Ese mismo día levantamos el embargo sobre los bienes del abuelo Abel y todo quedó resuelto. Por fin. Trece años después culminamos un largo litigio en el que solo pretendíamos que nos reconocieran lo que legalmente nos pertenecía.
Superado este escollo, recordé una carta que escribí para mis tíos paternos una tarde, cuando el conflicto parecía no tener salida. Estos son algunos apartes:
“Para la familia que no tuve:
Esta es quizá la última carta que recibirán los hermanos y hermanas de mi padre.
(...) Es tan férreo este deseo de alcanzar la paz, que apenas me atrevo a sentir el legítimo deseo de reclamarle a cada uno de ustedes tanto por sus acciones, como por su inacción, o por su deslealtad hacia la figura y memoria de mi padre, hacia el hombre que nos dio hasta su vida para que la de todos pudiese continuar. (...) No hablaré de dinero, no enumeraré la inconmensurable pero ya vieja y corroída lista de daños sufridos. Ignoro de cuántas maneras más se seguirán lucrando con la historia de mi padre, pero ya no importa. Me resigno a conservar los gratos recuerdos que preservo de él y con el tiempo, la ayuda de Dios y la sabiduría de la vida, quizá pueda como arquitecto reconstruir y proyectar sobre las ruinas de esta familia, un futuro más noble y digno”.