De regreso a Residencias Tequendama el tres de diciembre de 1993, luego del doloroso y accidentado viaje para sepultar a mi padre en Medellín, nos hicimos el firme propósito de llevar una vida normal hasta donde las circunstancias lo permitieran.

Mi madre, Manuela y yo acabábamos de afrontar las veinticuatro horas más dramáticas de nuestras existencias porque no solo soportamos el dolor de perder de manera violenta a la cabeza de la familia, sino que el sepelio resultó aún más traumático.

Y lo fue porque horas después de que Ana Montes, la directora nacional de fiscalías, nos confirmó personalmente la muerte de mi padre, llamamos al cementerio Campos de Paz en Medellín y se negaron a realizar las exequias; algo similar habría ocurrido en Jardines de Montesacro si no es porque familiares de nuestro abogado de entonces, Francisco Fernández, eran propietarios del lugar.

En ese camposanto mi abuela Hermilda tenía dos lotes y en ellos decidimos sepultar a mi padre y a Álvaro de Jesús Agudelo, alias ‘Limón’, el último escolta que lo acompañaba.

Tras evaluar los riesgos de asistir al sepelio, por primera vez desacatamos una vieja orden de mi padre: “Cuando yo muera no vayan al cementerio, porque ahí les puede pasar algo”. Y agregó que tampoco le lleváramos flores ni visitáramos su tumba.

No obstante, mi madre dijo que iría a Medellín “contra la voluntad de Pablo”.

—Pues entonces vamos todos y si nos matan, que así sea —dije y alquilamos una avioneta para ir a Medellín con dos escoltas que asignó la Fiscalía.

Luego de aterrizar en el aeropuerto Olaya Herrera y de superar el asedio de decenas de periodistas, que llegaron al extremo peligroso de atravesarse en la pista antes de que se detuviera la aeronave, Manuela y mi madre fueron transportadas en un campero rojo y mi novia y yo en uno negro.

Cuando llegamos a Jardines de Montesacro me sorprendí gratamente por la multitud que había asistido. Fui testigo del amor que la gente humilde sentía por mi padre, y me llenó de emoción escuchar los mismos coros de cuando él inauguraba canchas deportivas o centros de salud en zonas marginales: “Pablo, Pablo, Pablo”.

De un momento a otro decenas de personas rodearon el campero rojo y empezaron a golpearlo en forma violenta mientras se dirigía hacia el sitio donde sería sepultado mi papá. Preocupado, uno de los escoltas de la Fiscalía me preguntó si iba a bajar, pero intuí que algo malo podía pasar y respondí que nos retiráramos hacia la administración del cementerio para esperar a mi madre y a mi hermana. En ese momento recordé la advertencia de mi padre y decidí que lo más prudente era dar un paso atrás.

Entramos a una oficina y a los pocos minutos llegó una secretaria presa del pánico, llorando, y dijo que alguien acababa de llamar a anunciar un atentado. Salimos corriendo y subimos de nuevo al campero negro, donde permanecimos hasta cuando todo terminó. Estaba allí, a escasos treinta metros, pero no pude asistir al sepelio, no pude decirle adiós a mi padre.

Al rato llegaron mi mamá y Manuela y nos fuimos al aeropuerto para regresar a Bogotá. Me sentía derrotado, humillado. Recuerdo que unas cuadras antes de llegar al hotel nos detuvimos en un semáforo. Afuera, tras los vidrios blindados vi a un hombre que reía a carcajadas en la acera, pero luego observé que le faltaban las cuatro extremidades. Esa imagen tan dura me llevó a reflexionar en que si aquel desvalido no había perdido la capacidad de reir, qué excusa tenía yo para sentirme tan mal. El rostro de aquel desconocido me quedó grabado para siempre, como si Dios lo hubiera puesto allí para enviarme un mensaje de fortaleza.

Una vez regresamos a Residencias Tequendama, comprendimos que la tranquilidad que buscábamos tras la muerte de mi padre era efímera y que muy pronto aterrizaríamos en el borroso día a día que nos esperaba. No solo nos dolía profundamente lo que había sucedido con mi padre, sino que estar rodeados de agentes secretos y con decenas de periodistas al acecho, nos indicó que el encierro en aquel hotel del centro de Bogotá sería tormentoso.

Al mismo tiempo, el fantasma de la falta de dinero surgió casi de inmediato, como una pesadilla. Mi padre había muerto y no teníamos a quién acudir en busca de ayuda.

Estábamos hospedados en el costoso hotel bogotano desde el 29 de noviembre, cuando regresamos del fallido viaje a Alemania, y para reducir los riesgos a nuestro alrededor alquilamos todo el piso veintinueve, pero solo ocupamos cinco habitaciones. Nuestra situación económica se complicó a mediados de diciembre, cuando el hotel hizo llegar la primera cuenta de hospedaje y alimentación que, para nuestra sorpresa, incluía el consumo de todos los integrantes de los cuerpos de seguridad del Estado.

La suma era astronómica por los excesos de comidas y bebidas que pidieron quienes nos cuidaban. Consumían langostinos, langosta, cazuelas de mariscos y finas carnes, así como todo tipo de licores, especialmente whisky. Parecían elegir los platos y las marcas más costosas.

Pagamos la cuenta, pero la preocupación por la falta de dinero crecía a cada momento y no aparecía una solución a la vista. Hasta que uno de esos días llegaron al hotel mis tías Alba Marina, Luz María, su esposo Leonardo y sus tres hijos Leonardo, Mary Luz y Sara, y aunque hacía varios meses no nos veíamos y la relación familiar era distante, la visita cayó muy bien.

A mi hermanita le llegó por fin alguien con quien jugar con sus muñecas, pues llevaba prácticamente un año encerrada sin mirar por una ventana, sin saber dónde se encontraba y sin una explicación de por qué a su alrededor siempre había más de veinte hombres con fusiles, como esperando la guerra.

Nos sentamos en la mesa del comedor y luego de comentar lo que había pasado en las últimas semanas mi madre sacó a relucir su intranquilidad por la falta de dinero. Comentamos el asunto durante un buen rato y por la actitud comprensiva y generosa que mostró la familia de mi padre se me ocurrió que Alba Marina sería la persona adecuada para recuperar una cantidad indeterminada de dinero en dólares que mi papá había ocultado en dos caletas en la casa azul. Me pareció que había llegado el momento de recuperarlos para tener un respiro económico.

Me senté en la silla de al lado y antes de hacerle la propuesta recordé que el apartamento donde estábamos hospedados seguía monitoreado por las autoridades, que no solamente controlaban los teléfonos sino que, con seguridad, habían sembrado micrófonos en todos los rincones. Yo había buscado esos aparatos hasta el cansancio: desarmé lámparas, teléfonos, muebles y todo tipo de objetos, hurgué hasta en los enchufes, pero generé un corto circuito que apagó las luces de todo el piso.

Opté por susurrarle al oído mi secreto pero antes encendí el televisor, puse alto el volumen y le conté que en medio del asfixiante encierro que vivíamos en la casa azul, una noche mi papá optó por hacer un balance de su situación económica. Cuando todos dormían me llevó a dos sitios de la vivienda, uno en la sala cerca de la chimenea y otro en el patio de ropas detrás de una gruesa pared, donde había ordenado construir las caletas. Me mostró las cajas donde estaba oculto el dinero en efectivo y dijo que aparte de él y de mí ahora, el único que conocía ese lugar era ‘el Gordo’. Luego agregó que ni mi mamá ni mi hermana y mucho menos sus hermanos debían saber ese secreto.

Según dijo mi padre —continué el relato mientras mi tía escuchaba atenta— las dos caletas guardaban una cantidad de dinero suficiente para ganar la guerra y recuperarse financieramente. Por eso, advirtió, debíamos administrarlos bien. También me dijo que algún tiempo atrás le hizo llegar seis millones de dólares a su hermano Roberto, tres para sus gastos en la cárcel y los tres restantes para que los guardara como un ahorro para nosotros. Finalizó la charla diciéndome que si algo le pasaba, Roberto tenía la orden específica de entregarnos el dinero.

Terminé el recuento y fui al grano:

—Tía, ¿vos te atreverías a ir a Medellín en medio de esta guerra a recuperar el dinero oculto en las dos caletas? No tenemos a nadie más a quién pedirle el favor y a nosotros nos resulta imposible ir.

Ella, que siempre tuvo fama de echada para adelante, enseguida dijo que sí. Así, le revelé los lugares exactos donde estaban los dos escondites en la casa azul y le sugerí no decirle nada a nadie, ir sola, de noche, preferiblemente en un vehículo distinto al suyo, dar muchas vueltas antes de llegar a la caleta y estar pendiente de los espejos retrovisores del carro para evitar seguimientos. Finalmente, escribí una carta en la que le dije al ‘Gordo’ que mi tía estaba autorizada a sacar las cajas con el dinero.

Después de dar por terminadas las instrucciones le pregunté si no le daba miedo ir a buscar la plata.

—A mí no me importa... yo voy por la plata donde sea que esté —respondió tajante.

Mi tía regresó tres días después y cuando entró a la habitación del hotel su semblante no era el mejor. Saludó mirando hacia abajo y de inmediato pensé que algo había pasado con el dinero. Entonces pedí las llaves de uno de los cuartos vacíos del piso veintinueve y me reuní a solas con ella.

—Juan Pablo, en la casa donde está ‘el Gordo’ solo había unos pocos dólares, no más —dijo ella como una ráfaga.

Quedé en silencio por varios minutos, mascullando mi desconcierto. De entrada no dudé de su versión y enfoqué mi ira contra ‘el Gordo’, el caletero, que seguramente había buscado y buscado hasta encontrar las cajas con el dinero.

Un mar de dudas nos quedó tras la desaparición del dinero, pero debimos quedarnos callados porque no teníamos cómo confrontar la versión que nos había dado mi tía. Hasta entonces no me atrevía a desconfiar de ella y no tenía nada que decir, pues en ocasiones había percibido que era leal a mi padre.

Con todo, los asuntos relacionados con el dinero estaban lejos de quedar resueltos con mis tíos paternos.

A mediados de marzo de 2004, tres meses después de haber llegado a Residencias Tequendama, alquilamos un apartamento grande de dos niveles en el barrio Santa Ana con el propósito de reducir los costos mientras resolvíamos nuestra situación, que seguía en el aire.

Por aquellos días no solo escaseaba aún más el dinero, sino que nuestras vidas seguían en peligro y por eso se mantenía alrededor de nosotros el cordón de vigilancia de la Dijin, la Sijin, el DAS y la Fiscalía.

Ante el apremio, pues prácticamente dábamos por perdido el contenido de las dos caletas de Medellín, optamos por preguntarles a mis tíos por los tres millones de dólares que mi papá le había entregado a Roberto para nosotros.

En ese momento ya imaginábamos que habían gastado buena parte del dinero. Por exigencia nuestra, la explicación llegó bastante rápido. Y corrió por cuenta de mi abuela Hermilda y mis tíos Gloria, Alba Marina, Luz María y Argemiro, que llegaron una tarde al apartamento en Santa Ana.

Para evitar que los agentes que custodiaban el primer piso escucharan lo que decíamos, nos reunimos en la habitación de mi madre en el segundo nivel.

Sacaron varias hojas arrancadas de un cuaderno, como si se tratase de las cuentas de una tienda de barrio, en las que aparecían reseñados los gastos de los últimos meses: trescientos mil dólares para amoblar el nuevo apartamento de mi tía Gloria, cuarenta mil para un taxi para mi tía Gloria, e innumerables desembolsos de dinero para mi abuelo Abel, para el pago de mayordomos, para el arreglo de vehículos y para la compra de un carro para reponer uno que les habían decomisado, entre otros muchos rubros.

En fin, una larga lista que solo buscaba justificar que Roberto había dilapidado el setenta y cinco porciento de los dólares que mi papá le entregó en custodia. En otras palabras, Roberto solo estaba dispuesto a reconocer el excedente.

Molesto, cuestioné la mayor parte de los gastos, que más parecían un derroche sin justificación alguna y enfoqué mis críticas al insólito valor de los muebles de mi tía Gloria, quien se ofuscó y dijo que cómo era posible que ella no tuviera derecho a reponer las cosas que había perdido en la guerra. Pero más allá de las pataletas, lo cierto era que las cuentas estaban mal dibujadas porque no era creíble que los muebles valieran más que el apartamento. Alba Marina reforzó el argumento y dijo con sarcasmo que Roberto no se había gastado la plata en comida.

El encuentro con mi abuela y mis tías terminó en malos términos porque les dije que no me convencerían con ese balance tan ‘alegre’. Tenía claro que no los iba a recuperar. Pensé qué hacer y me acordé que desde hacía algunas semanas veníamos recibiendo amenazas desde las cárceles, de al menos treinta hombres que trabajaron para mi padre y quedaron a la deriva tras su muerte. Entonces, para evitar más problemas desde las cárceles le pedimos a Roberto que les ayudara a esos muchachos y sus familias con ese dinero.

Según mis cálculos, la plata que tenía Roberto alcanzaba para un año. Ese era un compromiso que sentíamos que habíamos adquirido con quienes acompañaron a mi padre en la guerra, y que cayeron presos y pagaban largas condenas. Mi padre siempre decía que a la gente no se la podía dejar abandonada a su suerte en una cárcel, que justo ahí era cuando más necesitaban ayuda. Yo veía que siempre que le decían “Patrón, cayó fulano”, él enviaba abogados a defenderlos y a las familias les hacía llegar dinero. De esa manera se comportó mi padre con todos y cada uno de los que iban cayendo por ayudarle a cometer sus fechorías.

Pero como lo que mal empieza mal acaba, el uso de ese dinero habría de convertirse en un nuevo dolor de cabeza para nosotros y de paso en un detonante de las cada vez más deterioradas relaciones con mis parientes.

Semanas después del accidentado encuentro, desde algunas cárceles llegaron noticias que nos dejaron muy preocupados. Uno de los relatos indicaba que la abuela Hermilda había visitado a varios de los hombres que trabajaron para mi padre y les dijo que el dinero que estaban recibiendo era por cuenta de Roberto.

Me vi obligado a enviarles una carta a varias cárceles en la que les conté la verdad y les pedí que les dijeran a los demás detenidos que los hijos y la esposa de Pablo le habíamos solicitado a Roberto que les ayudara con esos recursos. Sabía que la única manera de lograr que Roberto devolviera esa plata era conminándolo a repartirla entre los presos.

Mientras tanto, y como era de esperarse, muy pronto empezaron los problemas con los criminales que trabajaron para mi padre porque dejó de llegarles el dinero que les enviaba Roberto. Inquieto, llamé a preguntarle y no tuvo el menor escrúpulo en decir que el dinero solo alcanzó para cinco meses.

El primer mensaje que reflejaba el malestar de los antiguos sicarios de mi padre llegó a finales de abril de 1994, cuando recibimos una carta en la que varios de ellos se quejaban de que hacía un mes no les llegaba ayuda, que no tenían cómo sostener sus familias ni sus defensas, que habían dado todo por ‘el Patrón’ y que nosotros éramos unos ingratos y que según les dijo Roberto, no les íbamos a mandar más plata.

Como el sentido del mensaje contenía una amenaza velada, les envié una respuesta en la que expliqué que el dinero que habían recibido hasta entonces no era de mi tío sino de mi padre: “Todos sus sueldos, sus abogados, sus comidas, han sido pagados hasta el momento de plata de mi papá, no de Roberto, y que quede bien claro. (...) No es culpa nuestra que a Roberto se le haya acabado el dinero. Cuando nos dijeron que la plata se había acabado nos dijeron que Gloria mi tía se la había tenido que gastar, pero nunca nos ha quedado claro en manos de quién cayó ese dinero”.

Roberto debió enterarse de lo que ocurría porque pocos días después de mi carta le envió un escrito a mi madre a propósito del Día de la Madre. El texto, escrito a mano, dejaba ver claramente las secuelas del atentado del que fue objeto en diciembre. “Tata, yo no soy el mismo de antes; me encuentro muy deprimido por lo que estoy pasando, a pesar que yo he mejorado algo pero ya son cinco meses de sufrimiento por lo ocurrido a mi hermano y luego con lo mío. No le pares bolas a los chismes, hay tanta gente que no nos quiere. Tengo muchas cosas para hablarte pero me deprime mucho mi estado”.

La discusión familiar por el sustento de los presos del cartel de Medellín llegó a oídos de Iván Urdinola, uno de los capos del cartel del norte de Valle con quien mi madre se había reunido en un par de ocasiones en la cárcel Modelo de Bogotá.

En papel membreteado con su nombre, Iván Urdinola le envió una carta a mi madre que tenía un tono cordial pero perentorio: “Señora, la presente es para que por favor aclare todos los malentendidos que tengan con la familia Escobar y esos muchachos no tienen la culpa del problema de Roberto; por favor, colabóreles que todos estamos para eso y usted es la más cercana a esto y la cabeza. Mientras no arregle esto tendrá problemas, y vaya a la reunión de Cali para que termine este proceso”.

Pero había más. En la mañana del 19 de agosto de 1994 estaba recostado en mi cama cuando entró un fax que me dejó helado. Era una carta de varios de los ‘muchachos’ que trabajaron para mi padre, recluidos en la cárcel de Itagüí y contenía graves acusaciones contra mi tío Roberto:

“Doña Victoria, un saludo muy especial para usted y por favor nos saluda a Juancho y a Manuela. Esta con el fin de aclararle ciertos rumores por parte del señor Roberto Escobar. Nosotros le enviamos una razón a usted porque nos dimos cuenta de lo que él pretendía al enviar a su hermana Gloria con el ánimo de ‘sapear’ a Juancho.

“Por medio de Rey le mandamos a decir que él quería decirle a usted que si no se retractaba de ciertas cosas llevaría a cabo esto. Nuestra posición queremos que quede muy clara: acá ninguno se presta para ese juego de mentiras y de abuso, no queremos conflictos con nadie, lo que queremos es vivir en paz.

“Si él lleva a cabo eso es a cuenta y riesgo propio, porque de nuestra parte no saldrá nada para ningún lado, porque si fuimos firmes con el señor lo somos con usted”.

El mensaje fue firmado por Giovanni o ‘la Modelo’, ‘Comanche’, ‘Misterio’, ‘Tato’ Avendaño, ‘Valentín’, ‘la Garra’, ‘Icopor, ‘Gordo Lambas y William Cárdenas.

Luego de leer los nombres de quienes suscribían el mensaje me preocupé y por eso decidimos enterar al fiscal De Greiff para neutralizar un posible montaje de mi tío. Me recibió con nuestro abogado Fernández y le hice saber mi inquietud porque no había duda de que estaba en marcha un plan para llevarme a prisión. También le aclaré al fiscal que algunos de los presos que no firmaron la carta y estaban recluidos en Itagüí —Juan Urquijo y ‘Ñeris’— se aliaron con Roberto en esa empresa criminal, en la que además pretendían cobrarnos supuestas deudas de mi padre relacionadas con el narcotráfico.

Roberto no esperó que tuviésemos la capacidad ni la valentía para enfrentarlo y se sintió acorralado cuando aclaramos en todas las cárceles que él era quien tenía el dinero —de mi padre— para ellos. No tuve opción que atajar y esquivar las piedras que él me lanzaba.

No acabábamos de salir de este nuevo trance cuando habría de ocurrir otro evento al que bien le cabría el viejo adagio de que primero cae un mentiroso que un cojo.

A las once de la noche de un día de septiembre de 1994, un agente de la Sijin de la Policía llamó desde la portería del edificio de Santa Ana y dijo que acababa de llegar un señor, que se identificó con el apodo de ‘el Gordo’, que quería verme pero se negaba a suministrar su número de cédula y su nombre, como era la obligación de quienes querían hablar con cualquiera de nosotros.

El policía se puso inflexible, algo que no me pareció raro porque siempre tuvimos la certeza de que tanto en Altos como en Residencias Tequendama y ahora en Santa Ana, los que nos protegían también hacían labores de inteligencia para determinar qué personas nos buscaban o se relacionaban con nosotros.

La sorpresa fue grande porque se trataba ni más ni menos que del caletero, al que yo señalaba de robar las cajas con dólares que mi papá había ocultado en la casa azul. “Ya que tiene el descaro de presentarse a estas horas voy a preguntarle por el dinero desaparecido”, pensé. Al cabo de una corta discusión logré convencer al agente de la Sijin de que dejara entrar al ‘Gordo’ sin documentos, bajo mi propio riesgo.

Una vez llegó a la puerta donde lo esperaba, ‘el Gordo’ me abrazó y se puso a llorar.

—Juancho, hermano, qué alegría de verlo.

No pude ocultar el desconcierto porque el abrazo y las lágrimas de ese hombre me parecieron nobles y sinceros, sin maldad alguna. Además, llegó vestido igual que siempre, con su apariencia de bonachón y de gente humilde, con ropa sencilla y tenis a punto de romperse. No tenía el aspecto de alguien que pocos meses atrás robó una caleta con dólares. ¿Para qué iba a visitarnos si con ese dinero ya tenía su vida resuelta?

Después de examinarlo detenidamente, de mirarlo con recelo y de escuchar con desconfianza lo que había pasado en su vida desde que mi padre y nosotros abandonamos la casa azul en noviembre de 1993, concluí que seguía siendo el hombre leal que habíamos conocido.

Al cabo de varios minutos de charla en la terraza del segundo piso, donde nadie podía escucharnos, consideré que había llegado el momento de preguntarle por el dinero perdido.

—Gordo, cuéntame qué pasó con la caleta de la casa azul. ¿Recibiste a mi tía? ¿Qué pasó con el dinero?

—Juancho, recibí a su tía por instrucciones suyas; cuando ella me entregó su mensaje, fuimos a los dos sitios, sacamos las cajas y le ayudé a meterlas en el baúl de la camioneta que llevó ese día. Nunca más supe de ella. Yo solo venía a saludarlos, a saber cómo estaban porque los quiero mucho y a ponerme a su entera disposición.

—Lo que pasa es que ella alega que solo había unos cuantos dólares.

—¡Mentira! Yo le ayudé a subir al carro ese montón de dinero; El vehículo iba tan lleno de dinero que se notaba el peso en las ruedas traseras; juro que todo se lo llevó su tía y si quiere me quedo y llámela, para sostenerle eso en su cara —dijo en medio del llanto.

—Gordito, perdóname la desconfianza, pero me parece increíble lo que me estás contando. Creo lo que me estás diciendo y no me extraña que mi tía haya sido capaz de semejante cosa.