Mi abuela Nora, Josefina —una buena amiga de la familia Henao— y Jorge Mesa, alcalde de Envigado, conversaban animadamente a la hora del almuerzo, cuando de repente llegaron mi padre y Carlos Lehder.
Se sentaron a la mesa y al cabo de unos minutos la charla derivó hacia el tema político, muy agitado por aquellos días de febrero de 1982 porque se avecinaban las elecciones en las que sería renovado el Congreso y se elegiría nuevo presidente de la República.
Mesa, proveniente de una familia de caciques políticos regionales, se refirió a las posibles candidaturas tanto al Congreso como a la presidencia, y sin mayores rodeos le propuso a mi padre que se metiera de lleno en el mundo de la política porque según él mucha gente lo seguiría.
Mi padre escuchó con atención y a juzgar por sus gestos mostró que la idea lo seducía. El tema político no le era ajeno porque ya en 1979 había alcanzado un escaño por residuo en el concejo de Envigado, de una lista presentada por el grupo político del dirigente antioqueño William Vélez. En esa ocasión se posesionó como concejal, pero solo asistió a dos sesiones y le cedió la curul a su suplente.
Pero antes de que pudieran avanzar en la discusión de la propuesta del alcalde, mi abuela Nora se puso de pie, notoriamente contrariada, y dijo:
—Pablo, ¿a usted se le olvidó quién es y qué hace? Si se mete de político no habrá alcantarillado del mundo donde pueda esconderse; nos va a poner a correr a todos, nos va a dañar la vida a todos; piense en su hijo, en su familia.
Luego de escuchar el duro comentario, mi padre también se puso de pie, dio una vuelta alrededor del comedor y respondió con su conocido aire de suficiencia:
—Suegra, quédese tranquila que yo hago las cosas bien hechas; ya pagué en el F-2 para desaparecer los expedientes en los que aparezco mencionado.
Mientras Lehder guardaba silencio, Mesa y Josefina insistieron en que mi padre tenía un caudal de votantes asegurado porque la gente agradecía que él hubiera financiado la construcción e iluminación de escenarios deportivos como canchas de fútbol, básquetbol y voleibol, y en menor número velódromos y patinódromos, centros de salud, así como la siembra de miles de árboles en lugares deprimidos de Medellín, Envigado y otros municipios del Valle de Aburrá.
El proyecto total consistía en construir cuarenta escenarios en muy poco tiempo y para ello encargó a Gustavo Upegui —al que le decían Mayor porque había sido oficial de la Policía— y a Fernando, ‘el animalero’. En ese momento ya había inaugurado una docena de canchas de fútbol en los municipios de La Estrella, Caldas, Itagüí y Bello y en los sectores de Campo Valdés, Moravia, El Dorado, Manrique y Castilla, en Medellín. Mi papá quería ayudar a esas localidades para que los chicos se dedicaran al deporte y, paradójicamente, no a la droga o al delito.
Mi madre y yo lo acompañamos algunas veces a dar el saque inicial en los partidos programados con motivo de la inauguración de las canchas de fútbol. Nos llamaba la atención que las graderías siempre estaban abarrotadas de público, que vitoreaba a mi padre por hacer obras sociales que beneficiaban a la comunidad.
Los escoltas de mi padre nos cuidaban de las multitudes, que eran difíciles de controlar porque muchos querían acercarse a saludarlo a él. Yo era muy pequeño y algunas veces me asustaba frente a esas multitudes.
Por aquellos días mi padre conoció al padre Elías Lopera, capellán de la Iglesia de Santa Teresita de Medellín y se hicieron muy cercanos. Al religioso le gustó el talante compasivo de mi padre y en adelante lo acompañó a todos los rincones de Antioquia. Durante largo tiempo estarían juntos en las obras benéficas y en las correrías políticas.
El 26 de junio de 1981, en una jornada de siembra de árboles en el barrio Moravia, mi papá pronunció un discurso después de que el padre Elías agradeció su generosidad y pidió que lo aplaudieran. Allí y por primera vez, atacó en duros términos al periódico El Espectador, de Bogotá:
“Al periódico El Colombiano de Medellín le he visto hermosas campañas cívicas y sociales, pero no en esos medios de comunicación como El Espectador, que representa la vocería de la oligarquía colombiana, que toma como bandera y como filosofía el ataque deshonesto y cínico contra las personas; lo más lamentable es que esa empresa periodística distorsiona la noticia y le inyecta veneno morboso y ataca a las personas. Esa empresa periodística que no tiene en cuenta que las personas tienen valores, que no tiene en cuenta que las personas tienen familia y que no tiene en cuenta que las personas a veces tienen el apoyo y el respaldo de la comunidad”.
Además de estas obras, mi padre llevaba ya más de un año en una campaña pública contra el tratado de extradición con Estados Unidos suscrito en marzo de 1979 por el presidente Julio César Turbay porque consideraba humillante que el país entregara a sus ciudadanos a la justicia de otro país. Él ya había estudiado a fondo el tema, y eso que no lo habían pedido en extradición todavía y no tenía cuentas pendientes con la justicia.
Así, mi padre hizo de la extradición su caballito de batalla y por eso empezó a organizar tertulias en la discoteca Kevins y en el restaurante La Rinconada, en el municipio de Copacabana. Esos encuentros informales los bautizó con el sonoro nombre de Foro Nacional de Extraditables, que muy rápido dejaron de ser reuniones comunes y corrientes.
Poco a poco, la lucha contra la extradición tuvo renombre y ello animó a mi padre a convocar a la crema y nata de la mafia del país a una reunión en La Rinconada. Asistieron cerca de cincuenta mafiosos del Valle, Bogotá, Antioquia y la Costa Atlántica, entre ellos los hermanos Miguel y Gilberto Rodríguez Orejuela y José Chepe Santacruz. El que se excusaba era mal visto porque se trataba de buscar consenso entre la mafia de todo el país con el exclusivo propósito de abolir la extradición. Es necesario aclarar que ninguno de ellos era reconocido todavía como narcotraficante y tampoco tenían antecedentes judiciales o procesos penales en su contra. Eran, ‘prósperos empresarios’, como los denominaban en las altas esferas sociales, con quienes se hacían negocios pero con los que no se tomaban fotos.
Mi padre quiso darle realce al evento y por ello se las arregló para conocer e invitar a Virginia Vallejo, una presentadora de televisión que lo había deslumbrado por su porte y seguridad al hablar. Ella se convirtió en moderadora de esos encuentros y a partir de ahí sostuvieron una tórrida relación pasional que luego tomó ribetes comerciales.
Esa noche, en la mesa principal se sentaron mi padre, Virginia Vallejo y el ex magistrado Humberto Barrera Domínguez, quien hizo una larga disertación sobre la gravedad y las consecuencias que afrontaría el gremio mafioso con el tratado suscrito por Turbay.
Entre tanto, la discusión en torno a si era conveniente o no que mi padre se lanzara a la política llevaba ya dos horas en el apartamento de mi abuela Nora. Hasta que finalmente cedió a la tentación y aceptó que lo incluyeran como segundo renglón en la lista que encabezaba el abogado Jairo ortega para la Cámara de Representantes por el Movimiento de Renovación Liberal, MRL. Mi padre supo ahí que el MRL ya había adherido a la candidatura de Luis Carlos Galán por el Nuevo Liberalismo. A él le pareció bien porque tenía un muy buen concepto de Galán por su trayectoria política y su gran capacidad oratoria, pero sobre todo por sus ideas.
Mi padre se tomó tan en serio la postulación que tres días después realizó su primera concentración pública en el barrio La Paz, donde pronunció un discurso encima de la capota de un automóvil Mercedes Benz. Ante mil asistentes, entre ellos algunos viejos amigos de farra y de fechorías, dijo que siempre guardaría un especial afecto por ese barrio y se comprometió a trabajar desde el Congreso por los pobres de Envigado y de Antioquia.
La campaña relámpago tomó impulso y mi padre aceleró la inauguración de canchas de fútbol y la siembra de árboles en las montañas del Valle de Aburrá.
En una de las muchas concentraciones que hizo a lo largo de las ocho semanas que duró la campaña, un hombre, al parecer ebrio, lanzó algunos insultos contra los políticos que no cumplían sus promesas y señaló con el dedo a mi padre, que se puso furioso. Según me contaron varios de sus guardaespaldas, dos policías sacaron a empellones al deslenguado, lo soltaron cerca del barrio La Aguacatala y se lo entregaron a hombres de mi padre, que lo acribillaron a tiros.
Con el paso de los días mi papá se tomó más confianza en la plaza pública y en una manifestación en el parque principal en el municipio de Caldas, Antioquia, arremetió contra la extradición y le pidió al Gobierno que derogara el acuerdo firmado con Estados Unidos. El suyo era un discurso de corte nacionalista, con lenguaje sencillo y claramente enfocado en el elector de sectores humildes.
Pero el impulso que llevaba la campaña fue frenado en seco una noche, cuando Galán encabezó una manifestación en el parque Berrío en el centro de Medellín y rechazó la adhesión del MRL al Nuevo Liberalismo en la campaña al Congreso. En otras palabras, expulsó a Ortega y a mi padre; horas más tarde, Galán ordenó cerrar la oficina del movimiento en Envigado y destruir los avisos publicitarios. Mi padre se puso furioso por la actitud de Galán y de inmediato clausuró la sede de su campaña.
Ortega recibió un mensaje escrito de Galán en el que explicó su decisión: “No podemos aceptar vinculación de personas cuyas actividades están en contradicción con nuestras tesis de restauración moral y política del país. Si usted no acepta estas condiciones, yo no podría permitir que la lista de su movimiento tenga vinculación alguna con mi candidatura presidencial”.
No obstante el revés, dos días más tarde ortega se reunió con mi padre y le presentó al político tolimense Alberto Santofimio Botero, jefe de un pequeño movimiento conocido como Alternativa Liberal, que también promovía una lista de aspirantes al Congreso. Tras una corta charla, acordaron que Ortega y mi padre se sumaran al grupo de Santofimio y mantuvieran sus candidaturas. Así ocurrió y sellaron la nueva alianza en un acto público en Medellín. Santofimio y Ortega subieron a la tarima vestidos de saco y corbata y con un clavel rojo en la solapa; mi padre —enemigo del formalismo—, asistió con camisa de manga corta y también lució un clavel.
Al día siguiente, el Movimiento de Renovación Liberal pagó por la publicación de un aviso en los periódicos regionales, en los que le dio la bienvenida a mi padre. “Apoyamos la candidatura de Pablo Escobar para la Cámara porque su juventud, su inteligencia y su amor por los desprotegidos lo hacen merecedor de la envidia de los políticos de coctel. Porque lo apoyan todos los liberales y conservadores del Magdalena Medio, ya que ha sido el Mesías de esta región .
La campaña tomó un nuevo aire y mi padre siguió recorriendo todos los rincones de Medellín y el Valle de Aburrá, hasta que llegó al barrio Moravia justo en el momento en que acababan de extinguir las llamas de un voraz incendio que arrasó decenas de casuchas de cartón construidas sobre un basurero maloliente e insalubre. Una vez allí, caminó por el sendero que recorrían los camiones de la basura y comprobó los daños que causó la conflagración. Ese mismo día regaló colchones, cobijas, y todo tipo de ayuda material de primera necesidad.
Las penurias de los habitantes de Moravia conmovieron de tal manera a mi padre, que se propuso sacarlos de ahí y regalarles casa gratis. Así nació Medellín sin Tugurios. Su plan consistía en construir quinientas viviendas y llegar a cinco mil unidades habitacionales en los siguientes veinticuatro meses.
Luego se propuso recolectar fondos para financiar la construcción de viviendas y organizó una corrida de toros en la plaza de la Macarena. El afiche del evento muestra que mi padre se la jugó a fondo para llenar el escenario: trajo los toros en avión desde Madrid, España, de la ganadería Los Guateles; contrató a los reconocidos toreros Pepe Cáceres y César Rincón e invitó a los rejoneadores Dayro Chica, Fabio Ochoa, Andrés Vélez y Alberto Uribe; también invitó a la reina y virreina de Colombia de 1982, Julie Pauline Sáenz y Rocío Luna, entre otras beldades elegidas en el reinado nacional de la belleza de Cartagena.
Toreros, rejoneadores y reinas asistieron de manera desinteresada porque la ciudadanía observaba que Medellín sin Tugurios había empezado a solucionar el drama de quienes perdieron todo en Moravia.
Además de esas actividades encaminadas a conseguir recursos, mi padre encontró en los narcos una fuente de financiación para su ambicioso proyecto. En esa época su oficina ya era la más famosa porque era la más productiva en el envío de cocaína y por eso no dudó en aprovechar esa bonanza, en la que muchos ganaban, para pedirles una cuota. Cada mafioso que llegaba a su oficina en busca de negocios era recibido con la siguiente frase:
—¿Con cuántas casas me va a colaborar para los pobres? ¿Con cuántas lo anoto? ¡Diga, pues!
Por ganar puntos con mi padre, casi todos los narcos accedieron a dar plata porque sus rutas les garantizaban el futuro económico. Claro, el temor también los llevaba a ser generosos en sus contribuciones. Según me dijo algún día, por cuenta de la mafia obtuvo recursos para construir cerca de trescientas viviendas.
A lo largo de su vida, mi padre nunca olvidó los nombres y los rostros de quienes se metían con él. Y en el caso de la decisión de Galán de marginarlo de la campaña a la Cámara, les puso a sus hombres la tarea de averiguar por qué razón actuó así. Lo supo en la primera semana de marzo, pocos días antes de la votación. Según averiguaron, el médico René Mesa fue quien le hizo saber a Galán que mi papá era en realidad un poderoso traficante de cocaína.
Mi padre quedó desconcertado porque conocía a Mesa desde hacía varios años y era muy cercano a su familia. Tanto, que fue quien practicó la autopsia de Fernando, hermano de mi padre, y de su novia Piedad, quienes murieron en un accidente de tránsito en Envigado en la quebrada La Ayurá en la madrugada del 25 de diciembre de 1977.
Él no perdonó la afrenta y le dio la orden al ‘Chopo’, uno de sus sicarios más letales, de asesinar a Mesa en su consultorio médico en Envigado.
Finalmente y tras una maratónica campaña, el 14 de marzo de 1982 mi papá resultó elegido representante a la Cámara. Ese día se reunió con Ortega y Santofimio en la sede del Movimiento de Renovación Liberal. Mi madre se quedó un buen rato allí, pero se fue para la casa porque el conteo de los votos demoró demasiado. Por teléfono, varias veces mi papá le fue contando del avance de la elección.
Una vez la Registraduría confirmó que mi padre había salido elegido representante suplente a la Cámara, mi madre empezó a pensar qué vestiría el día de la posesión, el 20 de julio siguiente.
Esa noche, él llegó efusivo a la casa y le dijo a mi madre:
—Prepárate para ser la primera dama de la nación.
Estaba eufórico y pasó buena parte de la noche hablando de sus proyectos, entre ellos crear universidades, construir hospitales, pero eso sí, gratuitos. En medio de la charla, mi padre dijo que el día de la posesión como congresista no quería usar vestido de paño y entraría al recinto del Congreso en camisa.
Una vez el Consejo Nacional Electoral avaló la legalidad de la elección, el entonces ministro de Gobierno, Jorge Mario Eastman, expidió la credencial que lo reconocía como representante suplente a la Cámara. El documento tenía un valor adicional: le otorgaba inmunidad parlamentaria.
Luego del triunfo en las elecciones, mi padre decidió que había llegado la hora de celebrar en grande antes de posesionarse como congresista. Y qué mejor que hacer un viaje a Brasil, sinónimo de mujeres, rumba y bellos paisajes.
El 12 de abril, viajamos más de veinte personas a Río de Janeiro en un vuelo comercial. Ibamos mi padre, mi madre, yo, mis tías maternas con sus maridos e hijos, mi abuela Hermilda, mis tíos, Gustavo Gaviria, su esposa e hijos y sus padres, Anita y Gustavo. El grupo era tan grande que para ir a cada lugar se necesitaba un bus y no se podía disfrutar mucho porque conseguir mesa en restaurantes y entradas a los shows, como el de Roberto Carlos, era todo un lío. A mi madre no le gustó semejante romería de personas.
De ese viaje quedó un chiste que todavía hoy mencionan en la familia y tiene que ver con que casi todas las parejas —incluidos mi padre y mi madre, por supuesto— regresaron peleados porque los hombres se escapaban a ver bailarinas y prostitutas en shows en vivo.
De regreso a Colombia y mientras el tráfico de coca seguía imparable, mi padre se metió de lleno en los temas políticos. Y como era característico en él, entró a jugar duro en la contienda electoral que se avecinaba.
Faltaban escasos cuarenta y cinco días para la elección de nuevo presidente de la República y la baraja de candidatos estaba compuesta por el liberal Alfonso López Michelsen —quien pretendía repetir periodo, pues había sido presidente entre 1974 y 1978—; el conservador Belisario Betancur Cuartas, el disidente Luis Carlos Galán, por el Nuevo Liberalismo y Gerardo Molina, del Frente Democrático, de corte izquierdista.
Fiel a la vieja costumbre de crear lealtades a punta de dinero camuflado como ayuda desinteresada, mi padre y otros mafiosos decidieron meter la mano en las campañas de López y de Betancur. Mi padre propuso que él daría dinero en la liberal y que Gustavo Gaviria y ‘el Mexicano’ lo hicieran en la conservadora.
Así, por medio del influyente ingeniero Santiago Londoño White, coordinador de la campaña liberal en Antioquia, mi padre, los hermanos Ochoa, Carlos Lehder y ‘el Mexicano’, se reunieron en una suite del hotel Intercontinental de Medellín con López, Ernesto Samper, director nacional de la campaña, Londoño y otros directivos liberales en Antioquia.
Londoño presentó a los capos como prósperos empresarios dispuestos a ayudar y acto seguido les ofreció boletas de la rifa de un carro para recaudar fondos con destino a la campaña. El candidato López estuvo escasos diez minutos en la reunión porque tenía que asistir a otra actividad proselitista en la ciudad y dejó al frente a Samper. Al final, mi padre y sus socios compraron boletas por un valor cercano a los cincuenta millones de pesos.
Tiempo después, cuando se filtró la noticia de que la campaña liberal había recibido dinero de la mafia, tanto López como Samper dieron versiones distintas sobre lo sucedido. Sin embargo, la realidad es la que acabo de contar porque mi padre me dio algunos detalles.
Prueba de la colaboración de mi padre a la campaña liberal es un texto que escribió cuando estuvo a punto de cristalizar su intención de tener su propio periódico, con el que les competiría a los diarios de Bogotá y a los regionales de Antioquia.
Se llamaba Fuerza y el número cero circuló entre sus amigos. En ese ejemplar aparece una columna de chismes políticos titulada “Estocada” y en uno ellos se hace referencia a una frase que pronunció mi padre en un foro sobre extradición: “Ernesto Samper Pizano atacó al doctor Santofimio dizque porque recibía dineros calientes. Pero Pablo Escobar manifestó a Samper Pizano en el foro contra la extradición que cuidado se le quemaban las manos con los veintiséis millones de pesos que recibió en la suite Medellín del hotel Intercontinental para su campaña política y además porque quería legalizar la marihuana. No se preocupe ‘sampercito’ que de todas maneras la marihuana es legal hermano”.
Entre tanto, Diego, otro integrante de la familia Londoño White, quien se desempeñaba como tesorero de la campaña conservadora en Antioquia, fue encargado de gestionar la ayuda para la campaña de Betancur. Según contaron personas cercanas a mi padre, ‘el Mexicano’ pintó de azul su avión Cheyenne II y lo prestó al candidato para sus correrías por el país.
Pero la ayuda no solo fue en dinero. Mi padre y Gustavo contrataron numerosos buses para trasladar votantes liberales el día de los comicios, que se cumplieron el 30 de mayo de 1982. En aquel entonces la Registradudría cerraba la frontera de los municipios para evitar el voto múltiple y los dos se encargaron de llevar a las personas hasta los puestos de votación en Envigado y en el centro comercial Oviedo en Medellín.
Finalmente, la unión conservadora fue determinante en el triunfo de Betancur, quien fue elegido nuevo presidente con una diferencia de cuatrocientos mil votos sobre López, que perdió entre otras razones porque la disidencia de Galán le quitó muchos electores.
Dos meses después, el 20 de julio, mi padre asumió su curul. Él y mi madre arribaron al Capitolio a bordo de una lujosa limusina Mercedes Benz color verde militar que le prestó Carlos Lehder y perteneció al dictador italiano Benito Mussolini.
Mi madre llegó con un vestido rojo y negro de pana de Valentino, el famoso diseñador italiano, pero se veía preocupada porque mi padre estaba decidido a pasar por alto los exigentes protocolos de entrada al Congreso.
Él creyó que todo lo podía. Pero no pudo con el serio y exigente portero que no le permitió entrar sin corbata al Congreso, pese a que intentó por todos los medios obtener permiso. Después de media hora de insistencia no tuvo más remedio que ponerse la corbata que le prestó el portero.
De su posesión como representante quedó una imagen que siempre ha llamado la atención porque mi padre levantó la mano derecha e hizo una V en señal de victoria. Los demás alzaron la mano en señal de juramento.
Esa noche, hubo una gran cena familiar a la que se sumaron Santofimio, Ortega y Virginia Vallejo.
El 7 de agosto de 1982, mi padre asistió a la posesión de Belisario Betancur como presidente. Ese día, él y la mafia en general respiraron tranquilos cuando el nuevo jefe del Estado no mencionó la extradición en su largo discurso de posesión, pese a que en ese momento la justicia estadounidense ya había solicitado a algunos narcotraficantes, entre los que todavía no aparecían él y los otros grandes capos.
Con el poder político al alcance de las manos y un presidente decidido a enfocar su mandato en torno al indulto y amnistía de los grupos guerrilleros —M-19, FARC, EPL y ELN—, mi padre armó un nuevo viaje a Brasil. Esta vez, a diferencia de la excursión de abril anterior, su idea era invitar a sus amigos más cercanos, sin sus esposas.
Para organizar la logística del paseo, Gustavo Gaviria llamó a Río de Janeiro al médico cirujano Tomás Zapata, a quien había enviado a hacer un curso sobre trasplantes de pelo y cirugía plástica, pues estaba obsesionado con recuperar su cabellera.
Así, en la segunda semana de agosto viajaron doce hombres, solos, en dos aviones Lear Jet —uno de mi padre y otro alquilado— y en un Cheyenne Turbohélice —también de mi papá— llevaron las maletas. El grupo fue integrado por Jorge Luis y Fabio Ochoa, Pablo Correa, Diego Londoño White, Mario Henao, ‘Chopo’, ‘Otto’, ‘la Yuca’, Alvaro Luján, Jaime Cardona, Gustavo Gaviria y mi padre.
Una vez en Río, se hospedaron en el mejor hotel de las playas de Copacabana y cada uno en lujosas suites en el mismo piso. La última le correspondió a Jaime Cardona —un mafioso que entró al negocio de la coca antes que mi padre— y desde la primera noche la convirtieron en el lugar de diversión, del desorden; a esa suite llegaban hermosas mujeres contratadas en los mejores prostíbulos de la ciudad. uno de los asistentes al viaje me contó que entre treinta y cuarenta mujeres entraban y salían todos los días de esa suite. Por cada servicio a las habitaciones, los meseros recibían un billete de cien dólares y por eso se peleaban por atender a los generosos turistas colombianos.
Como no había límite en el gasto y la consigna era regresar sin un solo dólar de los cien mil que había llevado cada uno, alquilaron seis automóviles Rolls Royce que había en la ciudad y no tuvieron pudor alguno en ir al estadio Maracaná y entrar en los vehículos hasta la gramilla por el túnel por donde ingresan los futbolistas. Ese día jugaban Fluminense y Flamengo por el torneo local. Al día siguiente, un diario local publicó una reseña en página interior sobre la visita de una delegación de políticos y prestantes empresarios de Colombia que viajaron a conocer Brasil. Fue en ese viaje que mi padre trajo ilegalmente una hermosa y costosa lora azul para la hacienda Nápoles.
Semanas después de regresar de Brasil, mi padre recibió un encargo de la Cámara de Representantes: integrar la comitiva oficial que presenciaría la jornada electoral que elegiría nuevo jefe de Gobierno en España. Viajó el 25 de octubre con Alberto Santofimio y Jairo Ortega en la primera clase del vuelo de Avianca que hacía la ruta Bogotá, San Juan, Madrid. Tres días después se produjo el arrollador triunfo de Felipe González, candidato del Partido Socialista Obrero Español, Psoe, quien habría de gobernar doce años, hasta 1996.
Mi padre se veía contento y empacó con mi madre la misma ropa de siempre, pero incluyó algo distinto: unos zapatos que le trajeron de Nueva York que tenían un tacón oculto y lo hacían ver un poco más alto.
No conozco los detalles y tampoco nunca hablamos de ese tema, pero la relación de mi padre con Virginia Vallejo habría de terminar mal.
Recuerdo haberla visto en una ocasión en la portería de la hacienda Nápoles, pero no la dejaron entrar porque supo que ella le llevaba la delantera en cuanto a infidelidades se refiere. La presentadora pasó horas enteras llorando en la entrada, suplicando que la dejaran pasar. Pero la orden ya estaba dada. Y esa sería la última vez que estuvo cerca de mi padre.
Así, a finales de 1982 mi papá debió pensar que ya se había asegurado un espacio en la política colombiana. Pero estaba equivocado. Creyó erróneamente que podría traficar y al mismo tiempo incidir en la vida política del país, desde el Congreso. El año siguiente le demostraría que el aparato del Estado era superior a él. Pero no estaba dispuesto a aceptarlo.