13
—Entren, por favor, dijo el hombre.
Se apartó y extendió la mano tras él con la palma completamente abierta en un gesto de invitación.
El hall era azul y blanco —ladrillos blancos y azul claro en el suelo, artesonado y puertas blancos y tapicería azul intenso en las paredes—. Una luz suave salía de un globo colgado del techo por un tubo plateado.
Era un hall acogedor. El hombre que los recibió era acogedor, de sonrisa acogedora y mano acogedora. Lo rozaron al pasar ante él, dieron algunos pasos por el corredor, torcieron a la derecha y entraron en una habitación cuadrada o quizá ligeramente rectangular que era a la vez despacho y sala de estar. Una habitación clara en todo caso, clara y acogedora; con moqueta azul Prusia que apaga el ruido de los pasos, una mesa con superficie de cristal puesto sobre cuatro patas labradas en metal dorado y cuatro sillas de respaldo redondeado, rellenas y tapizadas de terciopelo amarillo ocre. Una pequeña biblioteca ocupaba los dos tercios de la pared situada a la izquierda de la puerta; sus estantes estaban llenos de gruesos libros encuadernados en cuero oscuro. Tres grabados, protegidos por un cristal, adornaban la pared que estaba frente a la biblioteca: uno representaba la plaza del pueblo con su iglesia, otro la playa tal como ellos la habían descubierto y el tercero el busto de dos personajes que sólo tardaron unos segundos en identificar. Eran ellos mismos, con la cara grave, mirando directamente a los ojos del artista que los había dibujado —o quizá al objetivo del aparato, pues los grabados, después de todo, debían ser más bien fotografías de grano voluntariamente marcado para hacer resaltar únicamente los blancos y negros.
Sobre la pared de enfrente se abrían dos ventanas que iluminaban la habitación; pero era imposible ver el paisaje que se extendía al otro lado a causa de las cortinas verdes, corridas, que tamizaban la luz y le daban aquella apariencia primaveral.
El hombre que los había acogido se colocó detrás de la mesa. Ahora extendía las manos hacía dos de las sillas.
—Siéntense, por favor.
Seguía siendo la misma voz profunda y cálida; y la voz estaba en perfecto acuerdo con el físico del hombre que hablaba: un hombre alto, joven, de anchos hombros, cintura delgada, cabello rubio ligeramente ondulado, ojos azules y cara abierta y afable. Pero no era un «hombre guapo», ni un atleta, ni una foto de revista; era simplemente un hombre de aspecto agradable que despertaba simpatía y confianza.
Estaba sencillamente vestido con un blanco maillot ajustado, ligera chaqueta de lienzo azul pálido y un pantalón beige.
—Siéntense…
De repente se sintieron horriblemente molestos al estar desnudos ante su anfitrión. ¿Desnudos? ¿Por qué esta idea? No estaban desnudos, vamos. Él llevaba su camisa gris, su pantalón y sus habituales mocasines en los pies; ella iba vestida con la camisa negra, el jersey rojo y el pantalón de pana negra. Esta constatación les quitó el ligero peso que tenían encima y ella suspiró de alivio. Se sentaron.
Como si ese simple gesto hubiera sido percibido a manera de una señal, la puerta que estaba a espaldas del hombre que se encontraba frente a ellos se abrió y una mujer entró en la habitación.
—Hola —dijo—. Bienvenidos…
Su voz, aunque femenina, tenía un tono parecido al del hombre: profunda, suave y atrayente aunque sin la menor afectación. Una voz simpática que respondía a un físico simpático. La mujer tenía unos diez centímetros menos que el hombre y llevaba un vestido azul fuerte con el escote redondo y la falda de vuelo que le caía hasta media pantorrilla; era joven pero quizá tenía algunos años más que él; llevaba el cabello, oscuro y brillante, peinado con flequillo sobre la frente y rizado en los hombros; tenía los ojos marrones, alegres e inteligentes, la nariz recta y fina y una ancha boca de labios sensuales. Tampoco podía ser comparada en absoluto a una star de cine y, sin embargo, era algo mejor que eso; era una mujer corriente pero bella y cómoda dentro de su cuerpo, con buena salud y llena de dulzura.
Se sentó al otro lado de la mesa, cruzó los dedos bajo la barbilla y los miró con una pizca de diversión en la mirada. De pronto, la postura y la expresión de la cara le parecieron a Philippe curiosamente familiares y fue en ese momento cuando se dio cuenta, con un pequeño sobresalto, de que el hombre y la mujer que los habían recibido se les parecían de manera extraña. Se fijó en ellos con más atención. Era algo más que un simple parecido; el hombre y la mujer eran una versión idealizada de ellos mismos o quizá eran ellos, una imagen de ellos, pero con quince o veinte años menos.
Se volvió a Marie-Françoise, impresionado; ella lo miró al mismo tiempo y él adivinó que había hecho la misma constatación que él. Quiso decir algo, pero la joven lo interrumpió.
—Supongo que tienen hambre… ¿Qué dirían de un buen desayuno? Hablaremos mejor después, ¿no?
Se volvió a su compañero que permanecía de pie y le preguntó si quería ir a buscar algo de comer. Él inclinó la cabeza sonriendo, desapareció por la puerta del fondo y volvió casi en seguida empujando una mesa de ruedas sobre la que había todo lo necesario, y lo colocaron sobre la mesa de cristal. Había té y café, croisants, tostadas, varias clases de mermeladas y confituras en pequeñas copelas y un gran trozo de mantequilla fresca sobre una plancha de madera. ¡Y olía bien… muy bien! Philippe extendió la mano a pesar suyo y hundió los dedos en la pasta de un croisant; estaba tierno, crujiente y ¡tan apetitoso! Miró a los ojos de la joven; ¡coma!, le dijeron alegremente los ojos. Entonces comió, devoró, y Marie-Françoise hizo lo mismo. Tomó café tres veces en una bella taza de porcelana blanca y ella repitió té dos veces. El café sabía a café y el té sabía a té. Pusieron mantequilla en las tostadas y untaron los croisants con mermelada de fresa, de grosella, rojo, granate, amarillo. Las tostadas sabían a tostadas, doradas, crujientes, los croisants sabían a croisants y las mermeladas olían bien a fruta cocida en el azúcar con que estaban hechas. El joven y la joven comieron con ellos, sin duda con más comedimiento, pero sin abandonar su calurosa amabilidad. No obstante, el paradisíaco desayuno acabó sin que se hubiera pronunciado ninguna frase de importancia. «¿Te sirvo un poco más de…?» y «Verdaderamente delicioso este…», habían sido las únicas banalidades intercambiadas entre bocado y bocado. Aquello no podía durar siempre. Llegó el momento de los asuntos serios, pensó Philippe mientras recogía maquinalmente las migas de croisant que sembraban el cristal de la mesa con la húmeda punta de su dedo índice. Se sintió completamente desorientado y sintió que le nacía una inquietud dispuesta a invadir por la fuerza la paz presente. La joven lo remedió.
—Ya sabemos que tienen muchas preguntas que hacernos. Estamos dispuestos a contestar… Partan del principio de que lo sabemos todo.
—Lo saben todo porque nos han manejado desde el primer momento —dijo Marie-Françoise un poco agresiva mientras se limpiaba la barbilla con una servilleta blanca estampada de florecitas azules.
El hombre y la mujer se rieron al mismo tiempo, pero fue el hombre el que respondió.
—Es un término exacto e inexacto a la vez, ¿saben?, Digamos que hemos creado situaciones, decorados y que los hemos colocado en ellos. Pero ustedes han conservado su libre arbitrio dentro de un marco definido de antemano… De hecho, no eran sus actos lo que nos interesaba, sino el contenido de sus cerebros.
—El contenido… ¡Caramba! Eso que usted dice es una paradoja. ¡Nos han dejado amnésicos! ¡No recordamos nada!
—No recuerdan nada porque han recibido un shock traumático que ha borrado de sus mentes lo que se pueden llamar recuerdos eventuales. Más tarde hablaremos de la naturaleza de ese shock, pero puedo asegurarte, Marie-Françoise, que no tenemos nada que ver con él. Por el contrario, hemos podido reconstruir todo lo que forma parte de la memoria profunda —lo que se refiere al conocimiento intuitivo, eidético (es decir, visual) de vuestro entorno—. Pero no era eso lo que nos interesaba. Lo que nos interesaba era, precisamente, la memorización de los acontecimientos. El recuerdo que ya no poseíais, pero que, de todas formas, estaba encerrado en alguna parte de vuestro cerebro, en vuestro inconsciente. ¿Y cómo trabaja el inconsciente?
—¡En los sueños!
La palabra brotó de la boca de Philippe. La joven morena le sonrió y sus finas manos revolotearon ante su pecho redondo y perfectamente marcado en la tela del vestido; otra vez cruzó los dedos bajo la barbilla. Sus gestos, comparados con los de Marie-Françoise, eran de una gracia incomparable; casi le dio vergüenza esta comparación desagradecida, pero… ¿no era la verdad?
—Eso es, Philippe… los sueños. (Ahora hablaba; ella y en seguida se darían cuenta de que la joven contestaba siempre a las preguntas de Philippe mientras que el joven sólo se dirigía a Marie-Françoise.) Nuestra única finalidad era provocaros sueños. Primero los tuyos, puesto que tú fuiste el primero. Y para eso hemos utilizado medios mecánicos tales como la presencia de las ratas o fragmentos legibles de periódicos; luego vuestro encuentro y las conversaciones que habéis tenido; aquello era cada vez como un pequeño choque que movía a vuestro inconsciente y lo impulsaba a liberar lo que tenía escondido. Pero también hemos empleado otros medios de estímulo. Nos… nos sería muy difícil hablaros de ellos. Perdonadnos, pero no lo podríais comprender.
—Eso es lo que yo pensaba a fin de cuentas… Somos cobayas… ¡Pobres idiotas a los que habéis exprimido como limones! (Risas frente a ella y respuesta del joven.)
—Es verdad que vosotros no habéis escogido —ni tú, ni tú—. Pero tampoco hemos escogido nosotros. Os hemos… encontrado. Y utilizado, también eso es verdad. Pero eso no os podía hacer daño, os lo aseguro. No hemos anulado vuestra integridad mental o física, simplemente porque… pero lo comprenderéis mejor dentro de un momento; hay muchas cosas difíciles de explicar; vuestra inteligencia no se pone en duda. Lo que se pone en duda es el relativismo cultural, la distorsión de la causalidad entre vosotros y nosotros.
(Philippe:)
—Pero, en fin, esos sueños que hemos tenido… que habéis provocado en nosotros, ¿por qué os pueden interesar? Después de todo ¡sólo son sueños!
—Sí, sueños. ¿Pero qué es un sueño sino el reflejo deformado de la realidad? Creo que os hemos hecho alcanzar una aproximación muy satisfactoria. Si no eran exactamente la realidad, por lo menos han sido una síntesis de gran exactitud…
(Philippe:)
—Sí, la realidad… esas guerras, esas bombas atómicas, esas catástrofes… Entonces yo tenía razón después de todo. ¡Tenía razón! ¡Dios mío! (Dio un puñetazo en el vidrio de la mesa, la tetera de porcelana se estremeció y una cuchara tintineó contra una copela.) Yo tenía razón… eso ha pasado de verdad… ¡lo han destruido todo, los puercos innobles!
—Tenías razón porque eso ha pasado realmente, sí, y vosotros habéis sido testigos… contemporáneos los dos. Algunas imágenes de vuestro inconsciente han pasado a vuestra consciencia. Muchas veces habéis estado muy cerca de la verdad.
(Marie-Françoise:)
—¡La verdad… la verdad! Pero ¡Dios mío!, ¿cuál es la verdad? La vais a soltar, ¿no?
(El joven y la joven cambiaron una mirada; quizá se estaban consultando antes de asestarles…)
—¿La verdad? Ya la adivináis. Ya la sabéis. La verdad es que vuestro mundo está muerto. El pequeño planeta que vosotros llamáis la Tierra está muerto. Lo han matado. Vosotros lo habéis matado… (no había ninguna huella de acusación en la cálida voz; sino, quizá, un matiz de tristeza). Vosotros, personalmente, no, desde luego. Sino… la raza humana.
(Cambio de miradas.)
—No tenéis memoria eventual y nos es imposible devolvérosla, pero recordad vuestros sueños. ¿No os muestran nada? La bolita de barro llamada Tierra, la nave espacial de superficie finita recorriendo el espacio… Aquello pasó en los últimos años de lo que llamáis el siglo XX según el calendario cristiano. La Tierra está superpoblada, probablemente con miles de millones de habitantes. Está al límite de sus recursos, tanto alimenticios como energéticos. La atmósfera, los mares y el suelo están contaminados química y radiactivamente. Está desgarrada por conflictos ideológicos y económicos. Es la explosión. Los países ricos se disgregan en un caos social, los países pobres lo aprovechan para invadirlos creyendo repartirse un pastel que ya no existe. La Tierra posee armas terribles. Varios países deciden usarlas en un reflejo suicida. Entonces…
(Philippe:)
—Entonces… ¿el fin del mundo?
(Cambio de miradas.)
—Sí, el fin del mundo. No provocado por una causa única, sino por centenares de causas sumadas cuyo solo responsable, no obstante, es el hombre, su imprevisión, su codicia, su ferocidad y su locura… Tampoco un fin del mundo rápido, acabado en relámpago. Por el contrario, fue un fin del mundo convulso, cuyos espasmos tetánicos se prolongaron largamente. El fin del mundo no duró un solo día, ni siquiera un año. Habéis vivido el principio y el punto culminante de la tormenta, pero ha habido hombres que han vivido centenares, quizá millares de años, después de vosotros… esperando la definitiva extinción de la raza.
(Marie-Françoise:)
—Pero… pero… ¿cómo podéis hablar de centenares, de millares de años? ¿No estamos aquí en carne y hueso? (Apretó los puños contra sus senos y su vientre.) ¿No estamos en la Tierra? Decidme… ¿dónde estamos? Y vosotros… ¿quiénes sois vosotros? (Se inclinó hacia delante con el índice apuntando al joven de cálida sonrisa.) ¿Quién es usted?
—Somos… visitantes. En vuestra terminología podríamos ser llamados exploradores, cartógrafos, arqueólogos, etnólogos y otras muchas cosas más. Pero no somos exactamente sabios. Más bien somos curiosos: visitantes… como acabo de decirte, Marie-Françoise. Venimos… (Cambio de miradas)… no es fácil de explicar. Venimos de una estrella, o más bien de un grupo de estrellas que podrían estar situadas a ocho mil años luz de vuestro sol en dirección al centro de la galaxia. Digo «podrían» porque nuestro espacio (aunque también se podría hablar de nuestra percepción del espacio) no está exactamente en el mismo plano que el vuestro. Existe… ¡oh!, lo siento, pero creo que no podemos explicaros realmente de dónde venimos.
(Marie-Françoise:)
—No vale la pena, amigo mío, lo comprendo. No soy completamente idiota. Sois extraterrestres, pertenecéis a una civilización muy avanzada respecto a la nuestra, os paseáis por el espacio en un platillo volante y un buen día habéis caído en nuestro planeta moribundo después de los fuegos artificiales…
(Amplias sonrisas.)
—Es eso más o menos, Marie-Françoise… aunque no pertenecemos exactamente a una civilización (diríamos más bien una Colmena) y el… el artefacto con el que viajamos tiene muy poco que ver con lo que tú crees saber acerca de lo que llamas «platillos volantes». Pero en conjunto…
(Philippe:)
—Decidme. Si la Tierra está muerta… ¿dónde estamos ahora? ¿Y esta casa?… ¿Y ese pueblo intacto en el que hemos vivido? ¿A qué se parece la Tierra en realidad?
—A esto…
Y de pronto ya no estuvieron en el saloncito-despacho de paredes blancas. Había desaparecido el salón, había desaparecido la casa y volvían a encontrarse de pie en la playa, cerca del ruidoso mar que arrastraba ovillos de vegetales rojos, con la espesa selva detrás y, por encima de sus cabezas, el cielo atormentado en el que gritaban grandes pájaros marinos con el pico lleno de acerados dientes…
—Estamos frente al océano Pacífico Norte, a nivel del paralelo 44, en la costa de Aquitania. Pero la Tierra también se parece a esto…
Ya no estaban en la playa, sino en una llanura roja bajo un sol resplandeciente clavado en el cielo turquesa. Árboles flacos como plumeros brotaban de la tierra, en manojos, como candelabros, y sus ramas flexibles soportaban racimos de pájaros negros que hubieran podido ser cuervos de no ser tan gruesos. Una gran serpiente verde-gris se deslizó por la reseca hierba y pasó al lado de una carcasa abandonada y desprovista de toda carne. A lo lejos se veía un rebaño de mamíferos de cortas patas que trotaban en medio de una nube de polvo amarillo…
—A esto…
Se encontraron en una tormenta de lluvia, en mitad de una estrecha cornisa de tierra que emergía de una marisma embarrada. La lluvia, tranquila y pesada, caía sobre las anchas hojas de los árboles, formaba arroyos en la tierra y caía como pequeñas cascadas en el pantano del que surgían flores extrañas y bellas —nenúfares gigantes u orquídeas acuáticas—. Durante un instante se abrieron las olas amarillas y emergió una cabeza de reptil con los ojos anaranjados y fijos, morro chato y cornamenta en el cráneo; luego desapareció en un estallido de burbujas irisadas. Y otra vez estuvieron en el salón azul y blanco, otra vez estuvieron sentados ante los dos extranjeros que se les parecían.
—La Tierra se balanceó sobre su eje y las estaciones se modificaron. Vuestro mundo vive otra vez una era tropical. La última visión venía de lo que queda de las islas de Inglaterra, la anterior de la gran llanura que antes era germánica, entre el Elba y el Oder. Ya veis, la Tierra está bien después de todo. Ha desaparecido la radiactividad y los venenos químicos no tienen efecto desde hace mucho tiempo. Han desaparecido ciertos animales, principalmente los grandes mamíferos y algunas especies de pájaros, pero los han reemplazado otros después de diversas mutaciones. La Tierra vive. Sólo el hombre ha dejado de existir definitivamente.
(Marie-Françoise:)
—Entonces es eso… Yo pensaba en el pasado y era el futuro… Pero ¡caramba! ¿Qué futuro? ¡Estamos vivos! ¿No nos habéis encontrado en algún sitio? ¿En qué año estamos?
(Cambio de miradas.)
—Podemos fechar con bastante exactitud los acontecimientos pasados; con un margen de alrededor de medio siglo. Basándonos siempre en vuestro calendario cristiano estamos, aproximadamente, en el año 465.600.
—¿Cuánto?
—Habéis comprendido bien. 465.600. Han pasado más de 460.000 años desde el conflicto nuclear…
—No tiene sentido… (murmuró Philippe).
Sacudió la cabeza intentando imaginarse lo que esa cifra representaba realmente. Y mientras reflexionaba, una historia —una historia de antes (¡y qué «antes»!) le vino a la mente—. La historia del sabio que dice a su auditorio que el sol se extinguirá dentro de 4.000 millones de años. ¿Dentro de cuánto?, exclama ansiosamente un espectador. 4.000 millones de años, repite el sabio. ¡Ah, bueno!, suspira el oyente aliviado. Había entendido cuatro millones… Y él, Philippe, había tenido un poco la misma reacción, pero al revés. Llega un momento en el que las cifras ya no significan nada, puesto que sobrepasan demasiado el entendimiento, están demasiado fuera del alcance de la esfera temporal biológica. ¿460.000 años? Podían ser 46.000 ó 4.600.000. Era lo mismo. No tenía sentido. Era el infinito…
Se volvió a Marie-Françoise y le dijo tranquilamente:
—Estamos muertos. Muertos desde hace 400.000 años. Somos fantasmas. Creo que había rechazado esta idea, pero ésa es la impresión que tuve al despertarme…
—Estamos muertos… ¡y estamos vivos! Tenemos un cuerpo. Hablamos, comemos, pensamos… (A los extranjeros:) ¿Qué debemos creer?
—Estáis muertos. Ése es el traumatismo del que os hemos hablado al principio de la conversación: vuestra propia muerte. No sabemos de qué habéis muerto ni cuándo exactamente; a finales de vuestro siglo XX o a principios del siguiente —no importa—. Lo esencial es que, efectivamente, os hemos encontrado. No tal como sois en este momento, desde luego. Os hemos encontrado a varios metros bajo tierra y a trescientos kilómetros el uno del otro. Hemos encontrado vestigios vuestros. Ni siquiera vuestro esqueleto; simplemente algunos fragmentos de huesos. Mirad…
El hombre hizo un gesto y se desvanecieron los restos de desayuno que habían quedado sobre la mesa; fueron reemplazados por dos cilindros transparentes que parecían moldeados de una sola pieza en una sustancia cristalina. Dentro de los cilindros, aprisionados en su masa, había dos objetos negruzcos, manchados, picoteados, hendidos, dos objetos que hubieran podido ser trozos de vegetal fosilizado o de mineral roto por el hielo: un trozo de madera alargada terminado en un nudo y un triángulo con espinosidades dentadas. Pero aquello no era ni mineral ni vegetal. Era…
—Es lo que queda de vosotros. De vuestra primera forma. Esto eres tú, Philippe: la mitad de un húmero que hemos sacado de la turba, en el gran pantano en que se ha convertido el sur de Francia. Y esto eres tú, Marie-Françoise: un omóplato recogido en las catacumbas de una antigua ciudad enterrada… Ahora escuchadme atentamente, pues los conceptos que voy a exponer son difíciles de captar para un espíritu como el vuestro…
(Cambio de miradas.)
—Mirad, mientras quede una traza material, por ínfima que sea, de un ser vivo, ese ser no muere por completo. No hay nada de mística ni de idealismo en este hecho. Simplemente, cada célula de un cuerpo conserva el recuerdo del ser entero a través de los componentes cromosómicos. En cada célula está la matriz potencial de un ser tal cual era en el momento de su muerte. Y sabemos utilizar esta matriz. Sabemos reconstruir un ser a partir de una sola célula muerta desde hace centenares de miles de años. Eso es lo que hemos hecho con vosotros. Tenemos… una máquina, un aparato al que podemos llamar simulatrón. Es una aplicación de la electrónica a la bioquímica si queréis llamarlo así. El simulatrón es capaz de crear duplicados de criaturas muertas largo tiempo atrás y hacerlas revivir de manera exacta a la del original y autónoma. A esos duplicados les llamamos neoformas. Estáis muertos, pero estáis vivos.
(Marie-Françoise:)
—Muertos y vivos… Neoformas… Trocitos de hueso remendado… simulacros electrónicos. ¡Cuerno! Una se pregunta si debe reír o llorar. Pero ¿quizá tendremos que daros también las gracias?
—¿Darnos las gracias?… Al hacer neoformas con vosotros no hemos hecho más que satisfacer nuestra curiosidad. Somos una raza curiosa, pero eso no quiere decir que seamos altruistas. Hemos descubierto vuestra Tierra por casualidad y era un mundo que presentaba evidentes configuraciones de cataclismo. Hemos querido saber lo que había pasado. Y para saberlo, ¿qué mejor que preguntar a sus habitantes? Os hemos buscado, os hemos encontrado y os hemos reconstruido. Y habéis hablado. O más bien vuestros sueños han hablado por vosotros. Somos nosotros quienes deberían dar las gracias…
(Philippe:)
—Entonces el pueblo… ¿no existe? No es más que un… una…
—No era más que una creación del simulatrón, sí. De la misma manera que la carretera que habéis seguido y el primer estado de la playa. Ya veis que para que vuestro cerebro engendrara los sueños que reflejan vuestra existencia anterior, era preciso que funcionara, es decir, que vosotros, como neoformas, teníais que vivir otra vez de manera autónoma. Copiando de la memoria eidética de vuestro cerebro recreado, el simulatrón ha reconstituido un decorado que os era familiar. Indudablemente, tú has vivido en un pueblo parecido al que ha materializado para vosotros. El cerebro de Marie-Françoise contenía imágenes de ciudades gigantescas. Pero el poder del simulatrón no es ilimitado teniendo en cuenta la energía de que disponemos aquí; por lo tanto, hemos preferido introducir a Marie-Françoise en el decorado de Philippe… Pero incluso al simple nivel de un pueblecito pequeño, sabemos que todo no podía ser perfecto. Por una parte, vuestro cerebro no contiene la totalidad de las informaciones que hubiera necesitado el simulatrón para programar una copia perfecta y por otra era inútil, y demasiado largo, lanzarlo a una reconstitución que no fuera más que aproximada.
—Ahora comprendo por qué no… todas esas cosas raras. Pero, por ejemplo, los libros, los periódicos… ¿Por qué no estaban correctamente impresos? Eso es lo que más me ha vuelto tarumba.
—Acabo de explicártelo: tu cerebro sólo contenía el recuerdo de fragmentos muy pequeños de tus lecturas pasadas. El simulatrón es incapaz de inventar. Simplemente puede reproducir con un pequeño margen de improvisación lógica. Pero también posee lo que se puede llamar poder de estabilización. Si os hubiéramos dejado mucho más tiempo en el entorno del pueblo, se habría convertido a vuestros ojos en algo cada vez más real, cada vez más coherente.
—Entonces ¿por qué nos habéis hecho dejarlo?
—Porque el pueblo sólo era una fase; precisamente la de vuestra estabilización como neoformas autónomas. Pero no hubiera servido para nada el guardaros allí más tiempo. Al contrario, ese decorado demasiado preciso y demasiado familiar, a la larga no hubiera facilitado la emergencia de los sueños a causa del acuerdo estructural que manteníais con él… Hemos preferido trasladaros a un entorno más neutro. La playa. Y en efecto, allí se han desencadenado los sueños más precisos.
(Marie-Françoise:)
—Entonces nada existe, en definitiva. Sólo esta Tierra que se ha convertido en una jungla… ¿Supongo que también esta casa encantadora es una creación del simulatrón?
—Naturalmente.
—Pero entonces, ¿dónde estamos? Quiero decir realmente.
—Estáis en el simulatrón, desde luego. No olvidéis que el simulatrón es vuestra realidad. Sin él no existiríais…
—Es verdad. Dios mío… Un trocito de hueso de 400.000 años de edad que ni siquiera un perro querría. Y esta carnaza (otra vez crispó las manos sobre su vientre) ¡que no es carnaza de verdad! ¿Por qué nos habéis hecho eso? ¿Para qué estas explicaciones? ¿No os bastaba con… con hacernos desaparecer como quien apaga la luz cortando la corriente de vuestra condenada máquina?
(Sonrisas y una larga mirada entre ellos.)
—Es muy probable que lo hagamos, en efecto. Pero eso no es tan simple como parece, pues, como os hemos explicado, vuestra neoforma está estabilizada. Es decir, que habéis sido recreados y ahora vivís una existencia autónoma. No bastaría con… cortar la corriente, como tú dices (sonrisa), para que desaparecierais. Habría que destruir materialmente vuestros nuevos cuerpos junto con la inteligencia que los habita. Y el destruir una inteligencia no es cosa que nos guste mucho. Por eso hemos querido programar esta conversación con vosotros. Para saber qué es lo que queréis hacer de vuestra vida… o vuestra muerte.
(Philippe:)
—Es que… ¿podemos elegir?
—Quizá.
(Marie-Françoise:)
—Veamos… Es que… ¿Sería posible que nos llevaseis con vosotros?
—Desgraciadamente eso es imposible por completo. Hay una total incompatibilidad entre vosotros y nosotros, entre vuestro universo y el nuestro.
—Pero… ¡sin embargo, sois hombres! Sois como nosotros.
—No somos como vosotros, Marie-Françoise. Lo que tenéis ante los ojos no es más que una apariencia, otra creación del simulatrón y, ésta, no es estable. Teníamos que simular un encuentro y una conversación porque vuestra existencia nos plantea un problema. Porque os hemos sacado de la nada, de la muerte, os hemos visto vivir y rehusamos enviaron otra vez a la nada, a la muerte. Pero no somos hombres. ¿Creéis que la inteligencia se manifiesta siempre de la misma forma en la inmensidad del universo? Mirad, nos expresamos en vuestro idioma, pero lo ignoramos todo de esa lengua. Hablamos, pero no tenemos boca ni cuerdas vocales. De hecho ni siquiera nos servimos de vibraciones sonoras para comunicarnos. Somos tan distintos a vosotros, amigos míos, que si pudierais vernos, ni siquiera seríais capaces de identificarnos como criaturas dotadas de razón, ni siquiera como a seres vivos. De la misma manera que un erizo extraviado en la playa no sería capaz de reconocer que vosotros sois hombres. Por otra parte, ¡no nos podéis ver! La Colmena existe en un plano del espacio diferente al de vuestro sistema solar; para vosotros sólo seríamos sombras que vibran a la luz y nada más…
(Y de pronto ya no hubo nadie frente a Philippe y Marie-Françoise. Sólo dos sillas vacías al otro lado del simulacro de mesa en la que siempre seguían, absurdamente, los dos cilindros que encerraban el húmero roto y el omóplato desportillado; luego reaparecieron los dos extranjeros y otra vez estuvieron apoyados en su asiento, sonrientes, cómodos, cálidos.)
—Yo sólo soy una proyección tuya, rejuvenecida y embellecida, Marie-Françoise…
—De la misma manera que yo no soy más que una proyección tuya rejuvenecida y embellecida, Philippe.
—Para llevar a cabo este encuentro hemos preferido adoptar la forma humana. Y sólo teníamos un modelo: vosotros…
—Ahora nos tenemos que marchar. Somos viajeros, visitantes, curiosos. Y el universo no tiene límites…
—Pero ¿y vosotros? ¿Habéis reflexionado? ¿Me equivoco al pensar que no queréis volver a la nada?
Marie-Françoise tuvo su mímica favorita con manos, cara y labios. Era elocuente pero, no obstante, precisó:
—¡Dios mío, no!
—Entonces quizá haya una solución, dijo el joven (pero aquello no era un joven). Hemos reflexionado. (Por última vez cambió una larga mirada con la joven que no era una joven.) ¿Os gustaría vivir en el pueblo? ¿Ahora mismo y para siempre?
—¿En el pueblo? Pero nos habéis dicho…
—Olvidaos de lo que os hemos dicho. Y no pidáis más explicaciones. Llega un momento en el que las explicaciones son inútiles. Responded simplemente a esta pregunta: ¿os gustaría vivir en el pueblo?
—Sí… susurró Philippe.
—¿Por qué no?, dijo Marie-Françoise.
—Entonces podréis vivir allí…
La joven que se parecía a Marie-Françoise se levantó, dio la vuelta a la mesa y puso una mano en el hombro de su modelo y otra en el de Philippe. Uno y otra se estremecieron imperceptiblemente.
—Entonces levantaos, y marchad sin miedo. El pueblo os espera. Nosotros… nosotros vamos a dejar este mundo.
Los cuatro se pusieron de pie, atravesaron la habitación y, en el hall, dieron los cuatro o cinco pasos que los separaban de la puerta de entrada de la villa que no era una villa.
—¿Qué hacen los hombres cuando tienen que separarse? ¿No se estrechan la mano? Entonces, nos estrecharemos la mano si queréis…
La joven estrechó las manos de Philippe y de Marie-Françoise y el joven estrechó la mano a Philippe y a Marie-Françoise. Luego se abrió la puerta y salieron Philippe y Marie-Françoise.
Salieron y anduvieron por la arena gris que se hundía crujiendo bajo sus pasos. Cuando se volvieron para hacer un último gesto de adiós ya no había nadie a quien enviarlo. La playa estaba desierta, el mar, idealmente azul, lanzaba por la arena sus ondas ribeteadas de espuma y los pájaros marinos chillaban en el cielo cerúleo.
Treparon a lo largo del caminito que se abría en la pradera y marcharon a buen paso por la carretera que se hundía en el horizonte tembloroso de bruma azul. Cuando se volvieron de nuevo para decirle adiós al mar ya no había mar y tuvieron que guardar el adiós encerrado en las manos.
Poco después entraban en la aldea por la parte oeste; debía ser mediodía, la hora de comer, y el carillón de la iglesia los saludó con una salva estrepitosa.