5
El hombre estaba de pie en la acera, frente a una casa de fachada amarilla.
Estaba de pie en el centro de un universo silencioso porque estaba muerto, e incomprensible porque estaba muerto y silencioso.
Sus ojos vagaron de uno a otro extremo en la perspectiva de la calle inmóvil. Tuvo una sonrisita para sí mismo; la víspera, a la misma hora sin duda, había emergido de la misma manera, pero de un abismo aún más compacto, para encontrarse ante la evidencia de una brutal transformación del universo. Ahora todo volvía a empezar como un sueño cíclico. Pero el sueño no se había modificado en el sentido de una mayor comprensión o una vuelta a lo cotidiano. Era siempre la muerte, el mundo desierto.
Alzó la cabeza e inspeccionó el cielo largamente. Sí; por lo menos había cambiado una cosa… El cielo, que ahora estaba hendido perpendicularmente al trazado de la calle por una larga banda de resplandeciente azul que brillaba tras los bordes deshilachados del techo de barro agrietado.
Volvía el buen tiempo… Pero los pájaros seguían sin cantar. No había pájaros.
Volvió bruscamente la cabeza. Cuando le vino este pensamiento respecto a los pájaros había creído ver una forma rápida atravesando las nubes en el borde más alejado de su campo de visión. Pero ya no había nada más que la franja, brumosa todavía, del cielo.
Alzó los hombros; no debía dejarse ganar por las ilusiones creadas en su trastornado espíritu. Ayer recorrió la calle y se paró en una plaza. Hoy tenía que recorrer todo el pueblo sistemáticamente —si es que era un pueblo— en busca de…
¿En busca de qué?
¡Bah! Ya lo vería… Si encontraba al paso un indicio que le permitiera retroceder un poco más que la víspera en el conocimiento de su pasado y el del planeta sabría identificarlo perfectamente.
Lleno de esta completa certeza anduvo por la calle, pasó de largo ante el café y el garaje que ya no le interesaban —por lo menos de momento—. El garaje le hizo pensar en los coches. Quizá necesitara un coche para llevar más lejos sus exploraciones. Pero más tarde, no de momento… ¿Sabía conducir en su vida anterior? No estaba muy seguro, sin embargo creía que sí.
Intentó imaginarse llevando un volante entre las manos, apoyando los pies sobre los pedales del freno o el acelerador y mirando la oscura cinta de una carretera perdiéndose por debajo del capot. Pero las imágenes que llegaban a su espíritu eran abstractas y como teóricas. Sí, sin duda había conducido. Pero ¿qué clase de coche y para ir dónde? Nada podía recordárselo.
Ahuyentó esta visión interna y subió descuidadamente por la calle con las manos en los bolsillos del pantalón. A la altura de EL CHIC DE PARÍS aflojó el paso y casi se paró alzando los hombros; su silueta en el espejo era ya una cosa familiar para él, integrada. Se reconocía —incluso si este reconocimiento sólo databa de veinticuatro horas antes— y ya había pasado el tiempo en que su propia apariencia lo llenaba de una curiosidad enfermiza.
Luego venía la prueba del ciclista y la de la plaza. Esqueletos…
El del ciclista era una pálida construcción de delicadas ramas esculpidas en la seca arcilla de los huesos, ensamblada al metal coloreado de la «bici» como un compuesto surrealista. Los del jardín estaban amontonados en los bancos o dormidos en las avenidas.
El trabajo de las ratas lo impresionó de nuevo por su maníaca perfección. Toda carne había desaparecido y los huesos estaban roídos hasta los más recónditos intersticios, dejando los esqueletos escrupulosamente despojados de sus ropas y reluciendo dulcemente al sol con un pulimento de marfil. Como si estuvieran preparados para una exposición en un museo del Hombre —del Hombre muerto— del que él fuera el único visitante.
Se inclinó sobre un esqueleto y, con la punta de los dedos, recorrió la curva rota de una costilla, raspó con la uña el asa de una espina y deslizó la palma de la mano a lo largo de un fémur. El hueso estaba tibio y seco —tibio y seco como el aire inmóvil— y, mirando desde muy cerca, el hombre vio que estaba cubierto por una multitud de agujeritos.
Ése no era el aspecto que hubiera debido presentar un esqueleto limpiado la noche anterior, incluso por un ejército de hambrientos necrófagos. Era la apariencia de un esqueleto descarnado desde hacía mucho y que había quedado largos años soñando al sol o a la lluvia, atacado con paciencia por el tiempo y los elementos y que han embellecido al envejecer como esas mujeres que empiezan a parecerse a marquesas de porcelana una vez pasados los setenta años.
Tal impresión fugitiva ya le había pasado por la cabeza cuando se detuvo junto al cadáver de la escalera. Pero ahora ya no era una impresión. Era una certeza, y esta certeza se integraba plenamente a la vena de locura que había cubierto al mundo; los esqueletos roídos la víspera se habían convertido, en una noche, en esqueletos con muchos años de vejez. Era imposible.
De nuevo tocó el marfil viejo y otra vez notó la impresión táctil de frágil antigüedad. Era imposible, desde luego, pero era real —la imposible realidad de este imposible universo al que había sido proyectado y en el que le era preciso vivir de ahora en adelante, si era posible, sin volverse loco a cada nuevo descubrimiento.
¿Loco?
Quizá lo estaba ya. Si no, creía que nada de lo que pudiera pasar de ahora en adelante podría arrastrarle a la locura. Había visto demasiado, había sufrido demasiado…
Se levantó bruscamente y al mismo tiempo enterró el problema de los esqueletos en lo más profundo de su espíritu completamente nuevo. Delante de él, al otro lado de la calle que bordeaba el jardín público —¡y qué público, Dios mío!—, se alzaba el edificio blanco de columnas ridículas y bandera mustia. La alcaldía. Una alcaldía es el corazón vivo de un pueblo. También es su cerebro —y por lo tanto su memoria—. Allí era donde debía intentar encontrar las huellas de su pasado, las huellas del pasado del pueblo, del mundo…
Con rápidas zancadas subió la media docena de escalones que llevaban a la pesada puerta de entrada en madera barnizada encima de la cual resplandecía al sol de la mañana la palabra AYUNTAMIENTO. El sol. No, no había sol. Sólo la franja de cielo azul abierta como a cuchillo en el banco de inmóvil bruma. Pero el hombre notó que, no obstante, la franja azul se había ensanchado y que ahora abrazaba casi la mitad del horizonte celeste visible.
Empujó la puerta y la palma de la mano se le pegó al barniz como si la hubieran pintado la víspera y no estuviera seca todavía. La puerta chirrió ligeramente pero se abrió sin dificultad. El hombre entró en un corto vestíbulo embaldosado, al fondo del cual había una escalera que subía hacia los dos pisos del edificio. El interior era blanco, como el exterior, y una oleada de luz que bajaba de un ventanal encristalado situado encima de la puerta, se expandía por el muro del fondo en el que un busto coronado por un gorro frigio lo contemplaba con sus vacías órbitas de mármol.
Un gorro frigio… ¡Marianne! Todas las palabras, todos los términos surgían relacionados en su espíritu con una facilidad asombrosa e irrisoria. El vacío del mundo se llenaba lentamente a medida que exploraba sus contornos, pero su vacío interior seguía siendo el mismo. ¿Cuándo llegaría el choque que pudiera llevarle a encontrar al menos una apariencia de memoria personal y que podría ayudarle a que la tuviera? Sus labios delgados se estiraron en la risa burlona, silenciosa y mísera que se le había hecho habitual. Torció a la izquierda y sus pasos sonaron claramente sobre el embaldosado crema pálido. A la izquierda había otra gran puerta cuyo brillante barniz también parecía dado la víspera. Con una diferencia, de todas formas, se dijo el visitante a sí mismo. No huele a nada… El picaporte de cobre giró fácilmente en la mano, abrió la puerta y la empujó ante sí.
Se encontró ante lo que debió ser una sala de reunión para el… consejo municipal. Una pieza alargada, con paredes color crema, una larga mesa de tablero verde y unas veinte sillas perfectamente alineadas. El consejo municipal. Una expresión más que iba a imprimirse automáticamente en el cerebro del hombre con su carga de significados —pero que seguía siendo ligeramente vaga, ligeramente imprecisa—. Consejo municipal: los elegidos se reúnen en torno al alcalde para discutir los problemas del pueblo… A lo mejor yo he formado parte de él, ¿quién sabe? ¿Vendría el choque de allí? No, desde luego… la memorización no se llevaba a cabo y los términos empleados quedaban en la superficie de una vaga explicación teórica.
El hombre avanzó hacia el fondo de la sala acariciando los respaldos de las sillas con la mano abierta. En la pared que estaba junto al extremo de la mesa, sobre lo que sin duda era el sitio del alcalde, había un gran retrato en color con marco dorado. Un hombre fotografiado ante los pliegues de una bandera tricolor. El Presidente de la República.
El visitante avanzó todavía más, se quedó quieto y se restregó los ojos con el dorso de la mano derecha. La cara del hombre de Estado, en la fotografía, era curiosamente imprecisa, velada, borrosa. Como si una condensación brumosa se hubiera formado a nivel del rostro en el mismo momento en que el fotógrafo había apretado el botón de su aparato. No tenía sentido. Y sin embargo, ya la víspera, en las etiquetas de las botellas…
El hombre se estremeció sin saber por qué y volvió la espalda a la foto. Esta habitación fría y oficial no le iba a enseñar nada. Huyó como un ladrón.
La segunda puerta, la de la derecha, se abría a una habitacioncita más acogedora, más íntima y más desordenada que se prolongaba en otras habitaciones parecidas. Oficinas, sitios en los que se colocaban los papeles oficiales y los documentos y donde se hacían los trabajos de escritura. Quizá allí.
Recorrió cuatro piezas separadas por delgadas paredes recubiertas con papeles lisos de color neutro, cada una de ellas iluminada por una ventana que daba a una callecita escondida que debía correr a lo largo del lado derecho del edificio. Sólo hacía un reconocimiento superficial porque ya estaba fascinado por los gruesos libros de cubiertas verdes, los clasificadores negros atados con cintas de color, los sobres de cartulina verdes o amarillos llenos con las páginas que estaban extendidas por encima de los escritorios o que estaban correctamente alineados en lo alto de los armarios o los clasificadores.
El suelo, neto y brillante, crujía bajo sus pies apresurados y seguros ahora. En la segunda habitación empujó, al pasar, a un esqueleto acodado a una mesa; la grácil arquitectura se desarticuló sobre las baldosas, sólo quedó un revoltijo de huesos en viejo marfil, el rompecabezas de un ser humano a reconstruir por medio del armazón.
El incidente ni le emocionó ni detuvo su investigación. Había otros muchos esqueletos en la fila de habitaciones; un grafismo en tinta simpática de seres que habían sido sorprendidos allí mismo por la muerte fulminante y a quienes las ratas habían limpiado lo que les sobraba de carne reduciendo también las ropas a una pulpa gris esparcida a la que el mero soplo de aire de sus piernas al moverse en el ambiente inmóvil bastaba para dispersar. Pero el hombre estaba completamente decidido a no tenerlos en cuenta, a hacer como si…
Pero ¡aun así!
Si la catástrofe había sorprendido a los funcionarios municipales en pleno trabajo, aquélla no había podido tener lugar por la mañana temprano o por la noche como él había pensado hasta ese momento. A menos que la hora de su despertar… Verdaderamente, estaba el problema de la hora vagabunda que ya lo había inquietado el día anterior. ¡Oh! y además… «¡Mierda!, ¡mierda!, ¡mierda!», aulló golpeando con el puño crispado la superficie de una mesa cuya madera clara no tenía ni un arañazo, ni una mancha de tinta ni una inscripción.
Inmediatamente se censuró a sí mismo por el acceso de cólera que tan fácilmente podía cambiarse en una oleada de pánico. Se sentó a la mesa con las mandíbulas apretadas hasta hacerle daño y abrió una carpeta amarillo claro. Sólo contenía hojas en blanco, vírgenes de toda escritura. Otras tres carpetas con el mismo vacío, la misma desnudez. Se dedicó a los cajones y los abrió uno tras otro pasando la palma de la mano por la madera, con gestos más y más febriles cada vez.
En los cajones no había nada.
El último, sacada con fuerza, se salió del hueco, fue hacia atrás y golpeó el pie de un esqueleto que se esparció.
El hombre se levantó y recorrió con la vista el espacio banal de la habitación, una habitación que ahora rebosaba de la eléctrica trepidación del miedo bajo su engañosa apariencia. Contra la pared había un mueble de casilleros lleno de gruesos clasificadores de lomo negro. Sacó uno y, sin atreverse a abrirlo, contempló durante un momento la espesa cubierta moteada en la que blandos glóbulos beiges, verdes y marrones se amontonaban unos sobre otros. Había una etiqueta pegada en la tapa. Escrito en tinta negra y con trazo un poco temblón, llevaba un simple número: 13.
Dejó el clasificador encima de la mesa, deshizo la cinta negra que mantenía juntos los dos trozos de grueso cartón, alzó la solapa superior, extendió las hojas y las agitó. Sobre cada una de ellas se veía un amontonamiento empastado de líneas que parecían trazadas con un pincel mojado en una aguada desteñida. Ni una palabra legible, ni siquiera una letra… Únicamente había alineamientos borrosos, desdibujados y temblones que podían hacer pensar que todo el contenido del clasificador se había sumergido en el agua hasta diluirse por completo la tinta de lo escrito.
El hombre se levantó y sacó otros clasificadores. Muy pronto hubo docenas de ellos extendidos por el parqué que relucía con una limpieza insólita.
Su contenido era igual de decepcionante e incomprensible; hojas en blanco o bien páginas cubiertas por el magma sin significado.
El hombre pasó a otra habitación e hizo deslizar la puerta de persiana de un mueble bajo. Los estantes estaban llenos de libros con cubiertas oscuras. Con un solo gesto hizo salir una docena que se esparcieron por el suelo. Ni el lomo de los libros ni las cubiertas llevaban la menor mención de título, autor o edición. Quiso abrir uno y sus manos se afanaron un momento sobre el paralelepípedo de cartón, sin éxito; sólo era un bloque ficticio cuyas páginas habían sido reemplazadas por un simple montón de papel pegado. Los otros volúmenes eran parecidos.
El hombre se dejó caer al suelo con uno de los rectángulos de cartón en la mano. Desde lejos aquello parecía un libro. De cerca… Con la uña intentó separar la cubierta que sobresalía ligeramente del bloque de hojas soldadas. Pero el conjunto era compacto y sólo consiguió romperse una uña que acabó por desgarrarse furiosamente con los dientes. Pero ¿qué quiere decir esto? Pero ¡qué significa esto. Dios mío!
Arrojó el seudo-libro al aire, a través de la pieza, replegó las rodillas hacia el pecho y se cubrió los ojos con las manos.
Se quedó así largo tiempo, sin más pensamientos que un feto o que una roca. No quería pensar. Pensar hubiera sido abrir la puerta grande a toda una multitud de innobles y amenazadoras criaturas que sentía agazapadas en un recoveco de su cerebro vacío, criaturas viscosas, babeantes, aulladoras y obscenas que sólo esperaban un segundo de desfallecimiento para brotar y llenar la oscuridad que había dentro de él con sus grandes alas escamosas. Pero allí, con los ojos cerrados, inmóvil como un mineral sordamente habitado por la pulsación de la sangre recorriendo sus venas, se sentía protegido, se sentía… casi bien, sí, o por lo menos tranquilo.
El estruendo del carillón de la iglesia, que se puso en marcha bruscamente, le precipitó fuera del pesado torpor en que se había hundido.
Abrió los ojos y parpadeó varias veces. La campana de la iglesia sonó una vez o dos más y se paró. Se levantó de golpe con la loca esperanza de que esta música repentina fuera de origen humano, que por fin hubiera allá fuera, a algunas docenas de metros de él, algún otro superviviente que alertaba así a sus semejantes…
Pero apenas se levantó sus pensamientos se ordenaron. Su entusiasmo o, simplemente, la chispa de esperanza, se apagó tan bruscamente como se había encendido. Es ridículo. No hay nadie. Es un movimiento automático… Suena la hora y nada más.
Se obligó a sí mismo a quedarse inmóvil en el mismo sitio escuchando intensamente. Y la campana se volvió a poner en marcha. Contó: uno… dos… tres… Doce campanadas. ¡Era mediodía! Tuvo el movimiento reflejo de echar un vistazo a su muñeca. Pero desde luego no llevaba reloj. No obstante las doce era una hora verosímil. Sin embargo…
Sin embargo, el carillón horario de una iglesia funciona con electricidad. ¿No había desaparecido la corriente con el cataclismo? Otra cosa más que no pegaba. O es que volvía la electricidad —alguien en alguna parte había sido capaz de restablecer la corriente en la aldea, en la región. Quizá volvía la vida.
¡Atención! Si el carillón funciona con electricidad, el reloj de pared hace lo mismo. Y ya funcionaba la víspera. Como el de la carnicería…
Suspiró y sacudió la cabeza mientras sus flacas mejillas se plegaban en su mueca de sonrisa. Salió a grandes pasos de la alcaldía y corrió hacia la iglesia a través de la plaza de los esqueletos. Desde fuera el lugar de culto no había cambiado de apariencia; el edificio estaba siempre igual de gris, igual de feo, y no había razón alguna para creerlo habitado por un maníaco de la hora que lo hubiera elegido como primera manifestación de un improbable renacer.
Algo pasó bordoneando al lado de la mejilla del hombre.
Se paró asombrado y siguió con los ojos una imperceptible vibración negra que seguía su camino en espiral a un metro del suelo. ¡Una mosca! Era el primer ser vivo que veía. Aparte de las ratas, desde luego… pero, a medida que se alejaba de él, el lívido espectro de la noche fantasmagórica, las ratas, adquirían en su espíritu una dimensión cada vez más improbable. Si no hubiera sido por la evidencia de los cadáveres despojados de carne hubiera jurado que las hordas de roedores sólo habían formado parte de sus pesadillas.
Vamos, no intentes engañarte a ti mismo… Las pesadillas continúan. Estás de lleno en ellas a pesar del sol de mediodía. Por cierto que el sol… Se le había ocurrido el sol a causa de la sombra que se le pegaba a los talones sobre la grava de la plaza, amontonada sobre sí misma. Alzó los ojos. El cielo estaba ahora casi completamente despejado y apenas quedaba, a ras de los techos en las casas bajas, una vaga franja de la bruma fangosa que había llenado todo el cielo de la víspera. Justo encima de él resplandecía el astro del día como clavado en el centro de un lago intensamente azul.
La mosca, el sol… Todo reaparecía. Todo renacía. Su boca modeló una verdadera sonrisa. Miró a su alrededor borrando mentalmente de su inspección la red marfileña de los esqueletos. Al principio no vio nada de particular y después… Allí, aquella pequeña forma oscura que reptaba entre la grava; una hormiga. Y deslizándose como una sombra chinesca sobre la pantalla resplandeciente del cielo había un pájaro —una golondrina o un cuervo, quizá.
¡Sí, la vida renacía! Tras el cataclismo que había borrado su memoria y una parte del mundo visible emergían algunos seres vivos, insectos y pájaros, cuyos nombres volvían espontáneamente a su espíritu. Entonces los hombres… ¿por qué no?
Corrió hacia la iglesia, empujó la pesada puerta ojival y se encontró en la oscura penumbra del edificio alumbrada únicamente por media docena de estrechas ventanas, tres a cada lado, y un vago rosetón encima del altar que proyectaban en la oscuridad el rígido arco iris de sus escasos vitrales.
—¡Hola! ¿Hay alguien?
Su llamada resonó pesadamente en la nave, vibró y se extinguió. Inmediatamente le pareció absurdo y… casi sacrílego haberlo lanzado en un lugar reservado al silencio de las plegarias. ¿Había sido creyente en su vida anterior? ¿Había frecuentado este edificio sombrío y austero, se había arrodillado sobre una de las sillas bajas que se alineaban ante él hasta el fondo glauco, acuático, del coro?
Las imágenes que suscitaban sus pensamientos estaban, como siempre, relativamente claras en su mente, pero no alcanzaba ningún recuerdo personal, ningún detalle preciso que pudiera hacerle creer que había vivido esta situación personalmente. Pasó la mano sobre el respaldo de borde plano de una de las sillas, se acodó en él, palpó con las rodillas el fondo de enea (¿o de mimbre?) del asiento e intentó hacer resurgir una escena que se le escapaba por medio del contacto rugoso. Pero era inútil; lo sabía de antemano.
Dio algunos pasos más por la nave y sus suelas restallaron en las baldosas levantando minúsculas avalanchas sonoras en un abismo de ecos. Algunos pasos… y se paró, indeciso. Algo en el fondo de sí mismo, no sabía qué, lo retenía por la manga, le apuntaba que no siguiera adelante.
Ante él, las hileras de sillas eran imprecisas y borrosas como si las hubiera mirado a través de un velo deformante de lágrimas o de niebla, como a través de un objetivo mal ajustado. Cerró los ojos y se puso las manos en los párpados. Pero cuando volvió a mirar los oscuros fondos de la iglesia (y no sólo las sillas, sino también el altar, las paredes del coro y el crucero) seguían faltos de realidad y de solidez.
De pronto se acordó del cine, de cuando no está puesto a punto por el operador tras un cambio de rollo. Era la misma impresión, la impresión de que el fragmento de universo que uno tiene delante está formado por un polvo impalpable que ha tomado, provisionalmente, formas más o menos reconocibles que se disiparán al menor soplo de aire.
Y de pronto no pudo soportar esta visión desfalleciente —o esta inestabilidad del universo—. Volvió los talones y corrió al exterior. Le hizo bien volver a la intensa luz del sol, a la placita ya familiar y sólidamente anclada en la realidad. Se sentó sobre el parapeto que subrayaba la breve escalera que conducía al umbral de la iglesia. Con la espalda apoyada contra el muro de duras piedras grises hundió la mirada en las profundidades, éstas al menos sin misterio, sin trampas, del cielo azul que ahora estaba limpio de un horizonte a otro y que estaba estriado a trozos por las rápidas elipses de algunos pájaros lejanos.
Otros pensamientos acudían a él. Era como si la jaula vacía de su cerebro se hubiera llenado poco a poco de un polvo de vagos recuerdos que se hubieran deslizado por un diminuto agujero hecho en lo alto. Cine. Había pensado en el cine; una sala oscura al fondo de la cual relumbra el blanco rectángulo de una pantalla en la que se reproducen imágenes del mundo —el espectáculo del mundo—. Había ido al cine, sí. Pero ¿qué había visto? Una cara atravesó su consciencia como un meteoro borroso. ¿Fernandel? Sí, era un actor, un actor cómico y le pareció que le había gustado mucho. Indudablemente había visto varias películas de Fernandel. Pero ¿cuáles? No recordó ningún título, ninguna escena característica. Justo en el borde de la memoria tenía la cara alargada, la boca con grandes dientes de caballo y los ojos inquietos de párpados abultados. Lo dejó y buscó por otra parte. Jinetes, cow-boys, indios cabalgando por vastas llanuras. ¿El Oeste? Sí, también debía haber sido aficionado a las películas del Oeste. Pero tampoco en eso había ninguna secuencia característica, sino solamente unas impresiones fragmentarias que se le escapaban constantemente.
Alzó los hombros, se puso las manos detrás de la cabeza y cerró los ojos bajo la nuca. El sol era una gruesa bola de oro suspendida por encima de sus pupilas atacadas por relámpagos rojos y verdes. Cerró los ojos, cerró sus pensamientos y se dejó mecer en la dulzura del día tibio. Tibio, sí, como siempre, a pesar del impacto intenso del sol.
¡Bueno!, ¿y qué?
A veces oía, próximo, el canto de un pájaro en su noche luminosa. Los pájaros se entusiasmaban y volvían a bajar a la tierra, otra vez sin peligro. Pero no quería abrir los ojos para verlos, todavía no.
Lo que le hizo moverse del muro fue una sensación de calambre en la boca del estómago. El hambre. Tenía hambre. El bol de Nescafé de por la mañana ya no podía contentar a su organismo y tenía que encontrar de comer. Saltó del parapeto, se estremeció abandonando su sopor como un vestido viejo, orinó contra la pared de la iglesia y contempló con satisfacción la mancha, irregular como un continente recortado, alargado, que se dibujaba ahora sobre la piedra nueva.
A continuación atravesó la placita otra vez. En la rama baja de un árbol cuyo nombre recordó bruscamente —una acacia— piaba un pájaro, una bolita oscura manchada de rojo.
—¡Hola, pájaro! —le dijo al pasar.
En una callejuela, detrás de la alcaldía, encontró una panadería. Bajó el picaporte de latón de la puerta que se abrió. La tienda era pequeña y comprendía un mostradorcito con una balanza tras la que había una estantería metálica cuyas baldas estaban llenas de panes alargados. Otro mueble, enrejado, contenía paquetes de colorines que eran seguramente biscottes aunque sobre el papel no figuraba ninguna indicación. Finalmente había pasteles de frutas, croisants y algunos brioches espolvoreados de azúcar cristalizado, dispuestos sobre el estante de mármol del escaparate, cuyas tres placas de diferente anchura estaban enganchadas a un montante de metal dorado.
La panadería parecía esperar a sus clientes y la mercancía parecía haber sido colocada allí unos minutos antes. Puso la mano sobre el dorado cilindro de una barra de pan; el pan era fresco, crujiente. Los panaderos debían haber trabajado por última vez durante la noche de la antevíspera y después…
Pero ¿de qué servía pensar? Recogió dos barras de pan, amontonó cuatro o cinco pasteles en su mano derecha y salió de la panadería sin cerrar la puerta.
Sólo cuando estuvo fuera se dio cuenta de dos cosas extrañas que se habían insinuado en él sin impresionarlo de momento; el interior de la tienda no olía a nada, no reinaba en él el olor a harina, a pan cocido y a corteza tostada que hubiera debido haber. Y además… ¿por qué las ratas no habían tocado las mercancías?
—Misterio, misterio, misterio… —gruñó mientras subía por la calle a grandes zancadas.
—Misterio, misterio, misterio —canturreaba al llegar a la plaza. Sacudiendo las dos barras de pan en el aire se dirigió al gran café con terraza que ocupaba casi toda la planta baja de la manzana de casas situada en el saliente de la plaza, entre la iglesia y la alcaldía. Sobre la acera se alineaban meticulosas quince o veinte mesas circulares, pintadas de blanco y rodeadas, cada una de ellas, por cuatro sillas del mismo color. También parecían esperar al cliente: turistas de paso, viejos habituales a la hora del aperitivo, muchachas y muchachos con blusones, pantalón vaquero y boca coqueta.
Las barras de pan sonaron sobre la superficie lacada, limpia y nueva de una mesa. ¡Misterio!
Se sentó y colocó los pasteles en círculo; había uno de fresas, dos de manzana, uno decorado con dos rodajas de albaricoque y otro muy negro, de grosellas o de arándanos. Rojo, naranja, amarillo y negro, un motivo de flores sobre la mesa inmaculada.
Tras él, el bar tenía las puertas abiertas de par en par a una penumbra aterciopelada. Misterio. Encima, un toldo de rayas azules y blancas daba sombra al grupo de mesas próximas a la fachada. Pero él prefirió el sol.
Partió una barra de pan, olfateó la miga muy blanca e intentó, vanamente, percibir un olor. Mordió la dorada corteza y masticó. El pan apenas sabía a nada —o bien él había perdido los sentidos del gusto y el olfato—. De todas maneras comió la mitad de una barra, tuvo sed y se volvió hacia las profundidades del café. Una cerveza bien fresca hubiera sido lo ideal. Una cerveza… Un círculo nevado de espuma burbujeante y debajo la cerveza marrón-anaranjada, un poco agria en la lengua y ¡tan buena al pasar por la garganta! Una imagen más, una sensación más que le venía, venía o volvía, de golpe, que subía del entumecido fondo de su mente.
Se decidió, se levantó, fue hacía el establecimiento y atravesó el umbral. Dentro, el café estaba bañado por una luz límpida y lechosa que entraba por los anchos ventanales. Era un café banal con plástico, formica y banquetas a lo largo de las paredes coronadas por espejos rectangulares. Se dirigió hacia el bar siguiendo con mirada desconfiada su propia silueta que se desplazaba por la superficie de los espejos, paralela a su marcha.
En el suelo había algunos esqueletos blancos lamiendo el embaldosado.
El bar.
Lo rodeó, tomó de un estante un vaso grande y, habiendo reparado en lo que su memoria eidética y fantasmal le designaba como un grifo de cerveza a presión (ignoraba el nombre exacto del aparato suponiendo que tuviera un nombre) quiso bajar la palanca cromada que dejaría salir el líquido. La palanca no bajó. Estaba como soldada y, mirando más de cerca, se dio cuenta de que, efectivamente, la pieza de metal que hubiera debido deslizarse en una ranura doble a los lados del grifo, formaba un bloque con el resto del utensilio.
Se apartó de aquello como de una serpiente, dio tres pasos hacia el fregadero e hizo girar un grifo para agua. Como le había pasado por la mañana en la casa, el agua tardó en venir; primero se anunció por una vibración ronca de las tuberías, algunos hipos que salían del fondo de las vísceras de hierro colado, cobre y plomo que indudablemente pululaban bajo el edificio, bajo tierra y, mucho más lejos, en las bodegas del mundo. Tardó mucho tiempo en venir, pero vino al fin, tibia bajo su mano. De todas maneras llenó el vaso porque su sed se había agudizado con la añoranza de cerveza que vagaba por su paladar y su mente. No se atrevió a echar un vistazo detenido a las botellas que se alineaban en los estantes, detrás de él, y volvió deprisa a la terraza con el vaso en la mano.
Se sentó. Tras él el café había vuelto a la penumbra.
Comió tres de los pasteles sin sabor, lentamente, masticando cada bocado con paciencia y bebiendo de vez en cuando un poco de agua a la temperatura ambiente. Luego se divirtió recogiendo todas las migas de pan y de pastel que quedaban de su comida, en un montoncito coherente. Formaron un minúsculo túmulo bajo el liso plano de la mesa y lo empujó lentamente, muy lentamente, hacia el agujero perforado en el centro. Unas cuantas migas cayeron en el agujero. Retuvo el avance de la mano con la palma perpendicular a la superficie de la mesa como un muro contra el cono de migas. Por el azul del cielo pasaban los pájaros, daban la vuelta, caían en picado y subían verticalmente. La mano, con los dedos juntos y el pulgar hacia atrás, temblaba ligeramente a causa del esfuerzo que hacía para mantenerla inmóvil y tiesa. El mayor tiempo posible… pensaba el hombre. El mayor tiempo posible. Bajó la mano impulsándola hacia delante y la sostuvo un momento plana sobre la mesa, tapando el agujero. Luego la alzó lentamente, muy lentamente como cuando se ha capturado un insecto bajo la palma y se teme verlo huir bajo las narices de uno antes de poderlo observar. Sobre la laca blanca de la mesa quedaban todavía algunas migas esparcidas alrededor del agujero. «¡Puercas!», dijo en voz alta. Las aplastó una a una con el pulgar o intentó hacerlo, porque algunas se resistían. Cuando miró la carne de su dedo se dio cuenta de que estaba llena de una doce de cráteres minúsculos y que notaba un picoteo desagradable.
Alzó la cabeza y sus ojos se pararon una vez más en el campanario de la iglesia. El reloj marcaba las cuatro menos diez. Se preguntó si, después de que el carillón le hubo lanzado a los oídos la doble salva de las doce campanadas, había interrumpido su sonería o si era él quien, distraído, no había oído dar las horas siguientes. Resolvió no quitar los ojos del reloj con el fin de no perderse las cuatro. La aguja grande no parecía moverse y los ojos le ardían a causa de la fijeza que imponía a sus pupilas, pero fueron las cuatro menos cinco, menos tres, menos dos, menos uno… las cuatro.
El reloj no sonó.
—¡Dios mío! —clamó.
Inmediatamente pensó: Voy a esperar a las cinco. Se acodó en la silla con más comodidad y volvió a su tenaz observación mordisqueando distraídamente uno de los pasteles que se había dejado. El tiempo parecía haberse condensarlo a su alrededor mientras estaba inmóvil en su asiento con los ojos puestos en el campanario que se burlaba de él. Las cuatro y cuarto. Las cuatro y veinticinco. Las cinco menos veinte. A veces sus ojos eran atraídos por el vuelo en espiral de un pájaro y, durante unos segundos, abandonaban la frente de cíclope del reloj. Una vez creyó, incluso, ver un gato —un gato o un perro— huir rápidamente por detrás de los árboles de la plaza y tuvo que resistir el impulso de saltar de la silla e intentar atrapar lo que quizá no era más que un fantasma creado por la soledad y su hipnótica observación a partes iguales. Pero, cada vez, se amonestaba interiormente a sí mismo y volvía a su vigilancia.
Los últimos minutos fueron particularmente molestos. Un minuto es muy largo. Increíblemente largo cuando, cueste lo que cueste, se quiere vigilar el transcurso. Hay que contar uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez y así hasta sesenta, luego volver a empezar, y volver a empezar, y…
Finalmente, al cabo de su carrera de inmovilidad, la aguja pequeña alcanzó el número cinco y se quedó fija, mientras la grande seguía su camino más allá del doce sin tenerlo en cuenta. A las cinco y cinco el hombre pensó: Eso no suena.
Lo repitió en voz alta:
—¡Eso no suena!
Y añadió:
—¿Y qué importa que no suene?
Y más fuerte:
—Pero ¡Dios mío!, ¿a mí qué me importa que no suene ese condenado reloj?
Se frotó las manos abiertas una contra otra. Las tenía relucientes del espeso sudor. Las miró y vio que temblaban ligeramente a pesar de sus esfuerzos por mantenerlas inmóviles. Tengo que calmarme. Tengo que calmarme o me voy a volver loco…
¿Pero puede alguien volverse loco dentro de la locura?
Se levantó bruscamente y su silla se balanceó y cayó tras él sobre el cemento de la terraza, ¡cling!, haciendo un ruido que despertó al silencio.
Dejó en la mesa el resto de la comida y se fue a grandes pasos a través de la plaza. Una paloma (¡una paloma!), a la que no había visto, alzó el vuelo a su paso. Había otra encaramada a la cresta de bronce del gallo del monumento a los muertos, un volátil de carne y plumas sobre un volátil de metal. La paloma siguió su camino con su ojo amarillo y estúpido plantado en el perfil gris pálido.
El hombre se fue por una calle transversal; iba deprisa, iba hacia el cercano campo.
Estaba sentado en la hierba.
Detrás de él estaba la aldea.
Ante él… la franja de blanca bruma, como un trozo de algodón posado en el campo, a doscientos metros quizá, o a trescientos, extendida todo lo lejos que alcanzaba la vista y rodeando el caserío, tanto a la izquierda como a la derecha.
¡Un muro de algodón! Los desgarrados restos de la turbulencia que había llenado todo el cielo de la víspera y que, a lo largo de la jornada, había descargado en las calles deslizándose más abajo del horizonte de tejados para venir, blandamente, a unirse con la débil ondulación de los prados.
Cuando desembocó en el extremo de la calle, estrecha y corta, que prolongaba la plaza, tropezó de inmediato con el campo raso —el campo que se extendía al borde de una carretera recién alquitranada, negra y reluciente bajo el sol—. Había dado algunos pasos por el campo y la hierba, a media altura, le acarició las piernas un poco por debajo de las rodillas. Tras la estancia en la terraza del café y la especie de fijación mórbida en que estuvo hundido, le hacía bien estar en el campo, fuera de las casas muertas, de las calles con sus silenciosos y frágiles habitantes y lejos de todos los maléficos objetos que funcionaban de través o que no funcionaban. Sí, eso le hacía bien, se sentía bien, es decir… Es decir, que se hubiera sentido bien si no hubiera sido por la barrera de bruma tan próxima, tan opaca y tan poco natural.
Se había acercado a ella a pasos lentos —o más bien había intentado aproximarse—. Pues a medida que avanzaba hacia ella sus pasos se hacían más tardos, las piernas se le ponían más pesadas y su avance se volvía vacilante como si algo lo retuviera, como si unos hilos invisibles tiraran de él hacia atrás o hubiera una especie de endurecimiento del aire que hacía su avance cada vez más incómodo.
En suma, era una impresión imposible de definir y no hubiera sabido decir con certeza si pertenecía al dominio físico o al mental. No podía —no podía o no quería— ir más adelante.
Y se paró.
Se paró, se dejó caer en la hierba, rompió un tallo, se lo llevó a la boca y masticó durante un momento observando el grueso muro de blanca bruma que arqueaba el lomo sobre la hierba fresca. La bruma estaba completamente inmóvil, no se deshilachaba, no se extendía, no se disolvía; estaba allí, simplemente.
Permaneció mucho rato en contemplación ante el horizonte de bruma que taponaba el campo. ¿Qué había detrás? ¿Colinas, montañas o llanuras que se perdían de vista? En otro tiempo, en su otra vida, había debido poner miles de veces una mirada distraída sobre la perspectiva que hoy era invisible; pero nada quedaba en él de esos miles de miradas, fuera de este interrogante que formaba parte de tantos otros interrogantes, hasta el punto de convertirse en banal y casi sin importancia.
Un día, quizá no más allá de mañana, la cortina de vapor se desgarraría lo mismo que se había despejado el cielo a lo largo de la jornada. Entonces vería…
Una llanura de cenizas humeantes picadas de cráteres de bombas y sembrada de cadáveres esparcidos. Se estremeció ante esta imagen. Había venido a meterse en su cerebro sin que él la hubiera llamado, como una mano fría que alguien coloca sobre los ojos o el hombro cuando uno se cree solo. Una llanura de cenizas humeantes… La imagen había sido precisa, inmediata, cruel como una foto o… ¡Vamos! ¡Dilo! Un recuerdo.
Un recuerdo…
¿Le volvía la memoria, una memoria de cenizas, de fuego, muerte y destrucción? No. No, no había sido más que una impresión breve, una impresión que su cerebro había captado y padecido durante lo que tarda un relámpago, el tiempo de un latido del corazón. Luego ya no hubo en su mente más que el recuerdo del recuerdo —que era tanto como decir un poco de polvo que la brisa del tiempo iba a dispersar a medida que intentaba recogerlo—. «Recuerdo, recuerdo…», canturreó: un aire olvidado que también remontaba a la superficie o quizá sólo el principio de una canción que estaba inventando y que murió en la segunda palabra.
No tenía importancia. Se tumbó completamente en la hierba. La sentía agradable en la espalda y en la nuca que se rodeó con los dedos cruzados. Se esforzó en respirar lentamente, con calma, se esforzó en olvidar la bruma que se estancaba a doscientos metros y que, de momento, ponía una frontera repulsiva y precisa al diámetro de su universo, se esforzó en ahogar dentro de sí la palabra guerra que volvía a veces astutamente —la palabra y todo lo que significaba.
Para sobrevivir (si él no era un muerto con prórroga, comido de radiaciones o virus, si él no era un fantasma), para no volverse loco (loco dentro de la locura), debía aceptar al mundo tal como lo descubría hora tras hora, con sus fallos e incoherencias, el mundo tal como lo iría descubriendo día tras día junto a los demás misterios que le esperaban, siempre que fuera capaz de sobrevivir a tal descubrimiento.
Y sobre todo debía aceptar, y aceptar sin plantearse ninguna pregunta —o, por lo menos, sin torturarse el espíritu con preguntas a las que no podía responder—. Sí… ¿cuánto tiempo hace que te dices lo mismo? Cerró los ojos e intentó dejarse ir en la atmósfera tibia y sin olor que lo bañaba. Por encima de él gritaban los lejanos pájaros en la transparencia del limpio cielo. A veces tenía que hacer un esfuerzo para no abrir los ojos de golpe, levantarse y mirar a su alrededor para ver si… Para ver si allí no había nadie mirándolo con ojos de sombras a través de unas órbitas carcomidas, unos fantasmas amenazantes vigilando al fantasma tranquilo. Pero se decía a sí mismo con fuerza: No hay nadie, rechazaba la tenaz sensación que apenas le abandonaba desde su vuelta a la conciencia y seguía con los párpados cerrados. Hasta que un ligero golpe en la pechera de la camisa lo hizo sentarse de golpe con un breve grito.
Pero sólo era un saltamontes, beige, con las alas rosa, que durante un instante se frotó una de las largas patas contra el caparazón, antes de saltar otra vez a la hierba cuando él lo quiso atrapar. Otro animal nuevo que volvía a salir de su agujero, de su memoria, que renacía al mundo.
Los gritos de los pájaros se hacían más densos en sus oídos. Levantó la cabeza y vio que ahora había decenas, quizá centenas, cruzando el cielo con violencia. Algo le afloró del fondo, algo escapado de su existencia anterior que le hizo decir: Va a llover… Siguió con los ojos a una de las golondrinas (pues finalmente eran golondrinas) que se lanzaba en picado persiguiendo una presa invisible, rozó el suelo a poca distancia y volvió a subir en espiral hacia el cielo.
El cielo… Sólo entonces se dio cuenta que su color se había acentuado mientras él soñaba con los ojos cerrados y que el azul claro se había convertido en un profundo ultramar. Sus rubias cejas se fruncieron arrugando la playa de su frente amplia. Era el atardecer y se iba a hacer de noche.
Quiso saber la hora pero el campanario de la iglesia no era visible por encima de los techos de las casas próximas al lindero. Es absolutamente necesario que me procure un reloj, pensó. Pero de momento la hora importaba menos que el nuevo miedo infiltrado en su espíritu. La tarde caía, la noche iba a llegar…
¿Y si volvían las ratas?
Rozando los muros se deslizó por la callecita que apenas era un callejón, la misma que había tomado varias horas antes para llegar al prado.
Había tenido que dominar su indecisión, ahogar el chorro de miedo que goteaba desde su nuca a lo largo de la medula espinal, y reunir las últimas migajas de valor que le quedaban para decidirse a volver al centro de la aldea. Primero le había parecido más prudente quedarse en el campo y pasar la noche allí. Quizá las ratas se queden en el pueblo, se decía. No vendrán a buscarme hasta aquí… ¿Pero era seguro? Se puso a imaginar hordas de ratas surgiendo del borde de las casas, trotando hacia él con las fauces abiertas, rodeándolo y empujándolo hacia la barrera de bruma siempre presente que él no podría franquear.
Y a pesar de que las insistentes imágenes de la noche anterior no dejaban de atormentarlo, decidió volver a la aldea a pesar de todo y fue a causa de la bruma —a causa de la bruma que seguía flotando al final del campo, que no se movía y que parecía hacerse vagamente luminosa a medida que disminuía la luz.
Se deslizó en la estrecha callejuela pisando lo menos posible en el asfalto y escuchando intensamente. El filo de su mano derecha raspaba maquinalmente la lisa superficie del muro que rozaba y que apenas estaba interrumpido, de tarde en tarde, por una puerta de madera o una ventana de planta baja con los postigos cerrados. La callejuela hundida en la penumbra no tenía ninguna tienda. Paso a paso llegó al ángulo de la plaza y aventuró una mirada. No se movía nada.
Suspiró con ruido. No se movía nada y ningún ruido de patas golpeaba el suelo, aunque el estrépito, cada vez más fuerte, que hacían las golondrinas dificultaba una correcta apreciación de los sonidos divergentes. Dio algunos pasos por la plaza escudriñando cada rincón oscuro y cada parcela que el cielo, menos luminoso a cada momento, aún alumbraba con apariencia de pálida claridad Pero no asomaba nada. A menos que allí, en el césped, cerca de un banco… Con el corazón latiéndole fuerte, arrugó los párpados e intentó encontrar la mancha de sombra móvil que le había impresionado la retina. Pero no había absolutamente nada. Había soñado o bien era un resurgimiento de su gran miedo del día anterior. Me haría falta un perro, pensó de pronto. «Sí, continuó en voz baja, un perro… un buen perro ratonero.»
Con la idea del perro en la cabeza se dirigió a la gran calle principal, a la derecha de la plaza, una calle que ya le era familiar —tanto como si la hubiese recorrido siempre, conocido siempre—. Y sin duda la has conocido siempre, amigo mío… Se esforzaba en andar exactamente por el centro de la calzada como si ese itinerario rectilíneo le pudiese proteger contra la invasión que, en cualquier momento, podía surgir lateralmente de los sótanos, los tragaluces bajos, el vientre oscuro de las casas. Pero no aparecía nada. Se desvío ligeramente para evitar el esqueleto del ciclista y miró de reojo el escaparate glauco de EL CHIC DE PARÍS. Nada aparecía… y ¿había aparecido algo alguna vez? Solo en mitad de la calle desierta y tranquila y encerrado al aire libre en la jaula sonora recorrida por el estridente piar de las golondrinas le volvió la impresión, más fuerte que nunca, de que el asalto devorador de la víspera sólo había sido una pesadilla que había germinado en el terreno fértil de su locura. Algunos pasos más. Pero ¿y los esqueletos, idiota, y los esqueletos? Algunos pasos aún. Los esqueletos podían ser muy bien el resultado de una descomposición espontánea provocada por el producto químico, el virus o las radiaciones que habían matado a todo el mundo y a las que él había escapado…
Sí, era posible. Además… ¡Se acabó, por Dios! Ya había llegado a la altura de la PEÑA DE LOS CAZADORES. Enfrente estaba la casa. Su casa, sí. No tenía más que volver, acostarse, o… Pero antes tenía que comer algo; el hambre había vuelto puntualmente y lo había sentido en la boca del estómago. Normal; eran las ocho, pues lo había comprobado en el reloj del campanario antes de abandonar la plaza. Ya era casi de noche y los pájaros chillones eran difícilmente visibles en la superficie de la tapa gris-azulado del cielo. Tras un mínimo titubeo se dirigió a la charcutería que estaba a la izquierda del bar y empujó la puerta. La tienda se abrió ante él tibia y sombría. En el débil rectángulo de claridad que salía de la vitrina en la que podía leer al revés, en letras labradas, las palabras CHARCUTERÍA-ASADOS, vio un largo y pesado mueble de vidrio, la vitrina frigorífica. Se inclinó. ¿Habían devorado todo las ratas de la pesadilla? No. Las ratas de pesadilla habían sido amables; en la vitrina quedaban lonchas de carne, salchichones, lonchas de jamón y un bloque castaño en un plato de barro, sin duda una conserva o un paté. Pasó detrás del mueble y tomó dos salchichones y el plato de barro. La superficie interior del mueble estaba evidentemente tibia y toda la mercancía no iba a tardar en estropearse.
¿Y qué?
Volvió a salir vivamente a la calle. Le había parecido oír un ruido en el interior de la tienda, pero seguramente era su imaginación porque las ratas… ¡Sí! Si por lo menos hubiera tenido un buen perro consigo… Casi corrió hacia la casa, hacia su casa, hizo girar el picaporte, entró al corredor, a la cocina y allí colocó las provisiones sobre la mesa antes de sentarse. El corazón le latía deprisa en el pecho que se agitaba rápidamente —a pesar de todo—. Esperó a calmarse tomándose todo el tiempo necesario, sentado en la oscuridad y al abrigo.
Después se levantó y buscó el interruptor palpando las paredes. Lo encontró, lo bajó y no pasó nada. Desde luego, pensó. A continuación hurgó en un cajón del aparador y sacó un cuchillo que era lo que buscaba, además de velas, que no buscaba, pero cuya presencia le dio una pequeña alegría. Encendió una con las cerillas que había dejado al borde del fogón, fijó la vela a la mesa dejando correr en ella un poco de cera fundida, cortó un salchichón y el paté y empezó a comer en el círculo de anaranjada claridad que proyectaba su sombra tras él. La charcutería no tenía gusto, o apenas lo tenía, pero ya estaba acostumbrado. Sólo sintió no tener pan. Al día siguiente tendría que ocuparse un poco más seriamente de contar las provisiones disponibles y reunirlas aquí. Cuando acabó de comer bebió un largo trago de agua en el mismo grifo, tomó la vela y fue arriba. El esqueleto de la escalera, arrellanado en los peldaños, lo siguió un momento con las órbitas a la vacilante luz de la llama. Llegó a su habitación, fijó la vela en la mesilla de noche, se desnudó, se puso el pijama de rayas que había plegado meticulosamente sobre la única silla, estiró las piernas en la cama y se echó sobre el pecho un extremo de la manta oscura.
Estaba bien. A la luz amarillo naranja de la vela, la habitación se había encogido y ahora era a su medida, a la medida de sus necesidades de un universo tangible al que podía medir los límites y tocar los bordes. Se hundió en la almohada y alzó los ojos. La grieta del techo estaba justo encima de él y por ella le llegaban los incesantes gritos de las golondrinas, completamente invisibles en el cielo que ya estaba totalmente negro y sin estrellas.
En ese momento se acordó de que la primera vez se había despertado con la pierna aprisionada bajo una viga, que había sufrido a causa del golpe y que había tenido que arrastrar la pierna todo el día anterior. Esta mañana había emergido del sueño sin el menor dolor, sin tener ni siquiera un entumecimiento y que, por lo tanto, había olvidado el incidente por completo.
CRUUIIII… Una golondrina rozó el techo; no la vio, pero el estridente piar vibró en sus oídos. Sí, va a llover, no hay duda, pensó otra vez. Notaba cómo sus párpados se ponían pesados. Volvió la cabeza para apagar la vela y la habitación se hundió en una oscuridad compacta que no llegaban a iluminar, siquiera un poco, ni la herida del techo ni la ventana.
Una vez más pensó en las ratas para convencerse de que, decididamente, no vendrían a turbar su sueño, y la vaga imagen de un perro familiar que aliviaría su soledad le atravesó la mente. Duerme… dijo una voz dentro de su cabeza. Sí, sí, ya duermo, respondió él con el pensamiento.
Y como un nuevo eco, la voz de sombra, inmensamente lejana, confirmó el hecho:
—Duerme.
Dormía y unas sombras estaban inclinadas sobre su sueño como hadas sobre una cuna.
¿Hadas o brujas?
Los sueños vinieron a visitarlo, sueños de llanuras de ceniza, fuego y muerte, y los sueños surgieron con estrépito a la realidad; se despertó sobresaltado en el estruendoso infierno de un bombardeo nuclear.