6
—¡A los refugios! ¡A los refugios!, aullaban múltiples voces.
Eran voces estridentes —con la estridencia incontrolada de la locura que hace subir los tonos al agudo, eran voces que venían de todas y ninguna parte, que perforaban la noche con sus gritos— como si repercutieran en las paredes curvilíneas de un túnel que las hubiera roto en mil ecos dispares, divergentes y tumultuosos.
—¡A los refugios! ¡A los refugios!
Las voces rotas, siempre prestas a morir en un sollozo desgarrado pero siempre renaciendo en el endurecido ápice de la angustia, cortaban el aire a su alrededor, le asaltaban los tímpanos como moscas enloquecidas y enervadas por el verano. Las voces sólo sabían decir lo mismo: ¡A los refugios! ¡A los refugios!… y él, atontado aún por un sueño profundo como la muerte, con los músculos agarrotados de pánico, los reflejos perdidos en la blanda masa de un cuerpo que no sentía, que no dominaba, sólo podía seguir acostado, con el busto apenas levantado sobre los codos y el corazón golpeándole desesperadamente en el pecho. Extendido, inmóvil, trastornado e impotente. Y las voces…
En el estruendo infernal de la muerte nuclear que hacía vibrar las estructuras del mundo, las voces se perdían, se debilitaban. ¡A los refugios! ¡A los refugios!… chillaban siempre las gargantas como surtidores; pero en mitad de la constante vibración de los pilares de bronce que hurgaban en los cimientos temblorosos de la noche, el torrente de voces se hacía un hilo, se callaba, se convertía en nada.
Estalló una luz lívida. La oscuridad se deshizo, se agrietó y retrocedió en vagos fragmentos sacudidos por la tempestad. Cerró los ojos y hundió la cabeza en el pecho apretándose los ojos con las palmas de las manos. Contar hasta cinco… Contar hasta cinco y… y… La conminación brotó en su mente como un panel de señales enarbolado por una mano fantasmal. Replegado sobre sí mismo, como un feto, se puso a contar, uno… dos… tres… cuatro… ¡cinco!, removiendo en silencio los labios mientras mordía el cuello abierto de la camisa.
De manera palpable sentía el beso de mil soles hechos de hielo abrasador que pasaban por su cuerpo agotado, lo lamían con un millón de lenguas ávidas y rasposas que le dejaban regueros carbonizados en la piel. Contar hasta cinco y… ¿Y qué?, gimió interiormente mientras el universo explotaba justo en sus oídos enviando a su cerebro el furioso mensaje de los demonios que bailaban y bailaban golpeando con los talones la uralita hipertensa del cielo.
Aislado en la ratonera, sacudido, atrapado en medio de las ondas concéntricas de un ruido demencial, con el cuerpo bloqueado y los ojos siempre apretados contra los puños, notó en su propia piel el impacto de las primeras gotitas de materia radiactiva. Primero una en la nuca. Luego una en el hombro derecho… (Quemadura de hielo, perforación repentina de la epidermis, punta envenenada hurgando en su carne.) Y una sobre el dorso de la mano derecha. Y una sobre la muñeca izquierda. Y… (garra aguzada, mordisco ardiente, penetración en espiral del proyectil de hielo incandescente). Y una, dos sobre sus muslos, y una sobre su frente, y dos sobre sus hombros, y tres sobre su nuca, y su espalda, y…
—¡NOOOO!
Electrizado por el bombardeo mortal que ya lo erizaba de dardos, se estiró de repente, arqueó el cuerpo hacia atrás, perdió el equilibrio, cayó de la cama y rodó por el suelo.
Su cama. El suelo.
A cuatro patas en el suelo, agitó la cabeza como un animal que se sacude el agua de encima. Las gotas mortales lo seguían perforando a través del ligero tejido del pijama, según una cadencia cada vez más rápida.
Una vez más fulguró el lívido resplandor de una explosión lejana. Cerró los ojos, metió el cuello entre los hombros, se replegó sobre sí mismo y volvió a contar inmente uno… dos… Luego el trueno rugió por encima de él haciendo temblar los pilares de bronce y sacudiendo la uralita hipertensa del cielo donde sonaba el martilleo de los talones de los demonios…
Se enderezó con un gran esfuerzo de voluntad, abrió los ojos y los volvió hacia lo alto. De rodillas, con los brazos levantados a medias, luchó para expulsar de sí las últimas oleadas de la pesadilla (¿o de la visión?, ¿o del recuerdo?) en la estable playa de la realidad que se rehacía.
Las lívidas luces que desgarraban la noche no eran explosiones atómicas, sino relámpagos. Y el redoble de tambor que seguía eran, desde luego, truenos. En cuanto a las frías astillas que seguían golpeándolo, fijándose en su carne, no eran otra cosa que la lluvia que caía por la grieta del techo. Nada de penetración mortal, nada de fluido irradiado socavando mil pozos en su carne —sólo una oleada apenas fría, más bien tibia, tibia como el aire de siempre, que regaba su cuerpo y empezaba a calar el pijama.
La lluvia…
¡La lluvia!
Una simple tormenta que, al despertarlo, había desencadenado en él los fantasmas de una pesadilla. Fulguró un relámpago y nimbó la habitación con un aura eléctrica. Siguió el trueno a los pocos segundos como un sonoro rodar de bolas de acero sobre las viejas maderas de un suelo seco. O pesadilla, o… el poso de su memoria que al ser sacudido por la tormenta había dejado escapar este conjunto de imágenes y sensaciones. Imágenes y sensaciones tan «reales», tan aterradoras, que aún temblaba y aún tenía el corazón golpeándole el pecho.
Se enderezó del todo, abrió la ventana y se inclinó hacia fuera. La lluvia, ahora espesa y compacta, lo inundó. Pero no se quitó de allí; por el contrario, se ofreció a su violencia con el busto arqueado hacia lo alto, los brazos extendidos, la boca abierta y los ojos cerrados.
—¡Llueve!, aulló ante los elementos desencadenados. ¡Llueve!…
Su risa vibró y fue asfixiada por el retumbar del trueno. Pero el resbalar del agua por su frente, separando sus cabellos en unos cuantos mechones pegados, sobre sus brazos y su torso, que le adhería el pijama a la piel, parecía haberlo lavado de las visiones espantosas. Quedaban algunas imágenes temblorosas en la frontera del recuerdo, de una explosión de luz que pudo haber sido el impacto de una bomba nuclear, quedaban los fantasmas de voces gritando «¡A los refugios!» y el retumbar interminablemente largo de la oleada atómica; pero ya no podía unir las briznas de pesadilla a cualquier cosa que hubiera vivido. Se había ido —en la claridad sin misterio de los relámpagos, el trueno y la lluvia; así se había ido— como siempre…
En la prisa vertical de la lluvia los relámpagos y truenos empezaban a hacerse más raros, se esfumaban. Abrió los ojos. A través de los barrotes regulares de la lluvia el cielo estaba reluciente y negro como una plancha de hierro colado a ras de los techos. Entrecerró los párpados pero siguió con la extraña impresión de que allá arriba no había un techo de nubes, sino únicamente una superficie rígida y sombría, y que la lluvia caía desde ese vacío sin profundidad. Aún se quedó unos segundos en la ventana, luego volvió a entrar y la cerró de nuevo.
En la habitación, la lluvia crepitaba en el suelo. Los relámpagos habían dejado de plantar sus crudas banderillas en la piel de la noche. Había vuelto la oscuridad, compacta, y la franja desgarrada del techo y el rectángulo de la ventana habían recuperado la turbia apariencia de dos nebulosas sin cuerpo. De las nubes nació un último tronar repulsivo despertando a los ecos que murieron a regañadientes.
De pie en medio de la habitación y calado hasta los huesos, el hombre sin memoria se obligó a sí mismo a quitarse el pijama, que retorció para sacarle toda la humedad, antes de tenderlo a tientas sobre el reborde metálico de la cama. «Desde luego, se decía a sí mismo en voz alta, con tanto vuelo de golondrinas ya pensé yo que llovería…» Se secó de cualquier manera con un extremo de la manta y esperó un momento a que su cuerpo se secara agitando los brazos y alzando una pierna tras otra. La lluvia se atenuaba y, pensándolo bien, no había sido más que una gran tormenta de verano —de verano, o de primavera o de otoño—. Muy pronto cesaron por completo los ruidos de patas sobre el techo y en el suelo de la habitación no hubo más que el tic-toc insistente de un goteo tardío.
Se acostó con los ojos abiertos, mirando la grieta del techo. No tuvo conciencia de haber cerrado los ojos, pero se durmió en seguida.
—La neoforma se ha segregado del entorno, comentó una voz.
—¡Sí, sí!, dijo secamente una segunda voz. ¡Qué lástima! Por un momento creí que, gracias a la tormenta…
—Pero sólo era una experiencia, interrumpió una tercera voz. Por otra parte no ha fracasado por completo: ya han visto las imágenes en el receptor… Desde luego han sido fugitivas, pero dan fe de un posible resurgimiento de la memoria.
—¡Posible, sí!, continuó la segunda voz; pero nada más… Esas imágenes también pueden formar parte de lo imaginario o lo cultural tanto como de lo real.
(Tercera voz:) No lo olvido. De todas maneras están estereorregistradas. Únicamente después de múltiples captaciones de ese tipo empezaremos a ver claro y podremos clasificar las frecuencias. Por el momento… Por cierto, ¿está preparada la neoforma complementaria?
(La primera voz:) Está preparada. Primero. Como está convenido, la introduciremos en el simulatrón poco después de que se despierte el sujeto.
(Primero:) ¡Bien! Entonces, ¿para qué esperar? Pasemos a la mañana y que se despierte.
Es por la mañana.
Se despierta.
… Por tercera vez. Pero esta vez era un despertar corriente y banal. La primera vez salía de la nada; la segunda había emergido de la pesadilla de las ratas. Esta tercera mañana no había nada de eso; desde luego estaba la tormenta y las inquietantes imágenes que había suscitado pero… eso formaba parte de los pequeños trompicones de la vida, eso no tenía nada de anormal.
¡La vida! Bueno, sí, vivía… Vivía y tenía que arreglarse con lo que la vida le aportaba. Como si… como si todo fuera…
¡Vamos! Levantarse, vestirse, bajar, tomar un bol de café. La habitación estaba seca y el cielo azul resplandecía por encima de los tejados. Bajó el primer tramo de escalones y frenó el impulso al abordar el segundo. En la penumbra algo crujió imperceptiblemente bajo sus suelas. Algo… Rió interiormente. Bien sabes qué es ¿no? Pero pasó sin pararse, entró en la cocina que estaba luminosa con la oleada del sol mañanero y vertió un poco de agua en una cacerola. El fogón aún contenía trozos de madera mal consumidos y los encendió con algunas hojas de periódico encontrado en la parte baja de la alacena y que desgarró apresuradamente sin intentar leerlas. Tomó el Nescafé a pequeños sorbos, apoyado contra el marco de la ventana y observando, por la esquina de la cortina de cuadros blancos y rojos, la calle desierta que vibraba apaciblemente bajo el sol. Aparentemente nada había cambiado en el limitado panorama. Suspiró, acabó el Nescafé y depositó el bol vacío en el fregadero.
Las sobras de su cena de la víspera permanecían sobre la mesa: pieles de salchichón y el plato de barro con un poco del paté. Recogió las pieles en el hueco de la mano y fue a tirarlas a un cubo de plástico que estaba en la pequeña alacena de debajo del fregadero. ¿Dónde voy a meter este paté? Optó por el refrigerador en el que la leche no tenía aspecto de haberse cortado a pesar de que el aparato había dejado de funcionar cuarenta y ocho horas antes por lo menos; quitó la cápsula roja de una botella, olfateó y bebió un traguito del líquido blanco. Aparte de la falta habitual de sabor la leche era perfectamente consumible. Volvió a dejar la botella en su sitio pero no cerró la puerta por completo.
Volvió maquinalmente a la ventana y alzó una esquina de la cortina. El escaparate oscuro de la charcutería, la PEÑA DE LOS CAZADORES, la cortina azul metálico del garaje. Signos de una cotidianeidad engañadora que lo impulsaban a salir y que, al mismo tiempo, lo retenían solapadamente en el umbral de una nueva exploración.
Se apartó taciturno de la ventana y se rascó pensativamente a través de la camisa en un rincón de la piel, bajo la axila, en el que le había aparecido un extraño picor. ¿Y si me diera una ducha?
La idea le pareció excelente; además eso retrasaría otro tanto el momento de la salida. No había ido al cuarto de baño desde… el primer día. La puerta seguía entreabierta. Entreabierta a… Abrió de golpe y voluntariamente bajó la mirada al suelo embaldosado. De sus labios se escapó un pequeño silbido apenas perceptible y tanteó con el borde del pie lo que quedaba.
Lo que quedaba… un poco de polvo gris que formaba, en el embaldosado blanco, el dibujo laborioso de una silueta alargada con un óvalo por cráneo, algunas líneas paralelas borrosas en el lugar del busto y una especie de trébol de cuatro hojas donde estuvo la pelvis. Sólo eso, de lo que dos mañanas antes había sido el cuerpo satinado de una mujer —una mujer indudablemente viva hacía pocas horas.
Revolvió con el pie la polvorienta silueta; el dibujo se deshizo, la pulpa revoloteó y se volvió a depositar. ¡Polvo!
Ya en la escalera, un momento antes, aquello que había pisado le había parecido muy frágil bajo el talón, muy desprovisto de consistencia. Ahora tenía la prueba del insaciable trabajo del tiempo sobre los muertos. Insaciable e increíble. De carne a esqueleto en veinticuatro horas, de esqueleto a polvo al cabo de otras veinticuatro horitas. ¿Todos estaban así allá fuera? No le cupo duda. ¿Cómo era que…?
¡Vamos! Nada de preguntas. Nada de preguntas.
Como había venido para ducharse se quitó los zapatos, navegó un momento en el polvo de huesos mientras se quitaba la camisa, los pantalones y los calzoncillos y lo depositó todo en un taburete cuadrado con el asiento de vinilo blanco. Descolgó la alcachofa de la ducha que se balanceaba en un gancho al extremo de un largo tubo de metal articulado. El agua tardó en venir, como siempre, y su llegada la anunciaron los profundos hipos de las tuberías. Brotó finalmente y no verdaderamente fría, sino tibia, a la temperatura del cuerpo en el que caía sin provocar en él ninguna sensación especial de dolor o placer, de quemadura o de carne de gallina.
Entró por completo en la pila y se remojó copiosamente. No había buscado jabón (quizá lo había en el cuarto de baño) y por lo tanto dejó que el agua le corriera durante largo tiempo por el occipucio, la nuca, los hombros y el busto; el diluvio se convirtió en un masaje de resultados hipnóticos. El agua salpicaba y salpicaba y él seguía de pie, inmóvil bajo la oleada y sin más pensamientos que una muñeca de plástico.
El carillón de la iglesia lo sacó del entorpecimiento.
Cerró el grifo para escuchar mejor. El día anterior, aquellas malditas campanas habían dado las doce y luego se habían interrumpido volviendo a caer en su sueño de bronce. Ahora se ponían en marcha otra vez. Esta fantasía sin sentido de un mecanismo averiado adquirió para él, de pronto, una importancia primordial. Escuchó con intensidad pero los sonidos llegaban apagados por la distancia y el espesor de las paredes, y la sorpresa no le había dejado contar al principio. Esperó con el tubo de la ducha en la mano y goteando aún.
Al cabo de un minuto, o de dos, o de tres, la campana balanceó de nuevo el apagado estrépito de sus entrañas. Esta vez pudo contar. Uno… dos… tres… cuatro… cinco… seis… siete… ocho… nueve… y nada más. Las nueve. Una buena hora para lavarse, vestirse y salir.
Cuando iba a salir de la pila abrió el grifo de nuevo presa de un súbito impulso. El chorro, multiplicado por los agujeros de la ducha, barrió las baldosas del cuarto de baño y disolvió el polvo de huesos que se extendió en largos rastros babosos. La forma humana, polvo convertido en barro, desapareció rápidamente en las olas. Dejó correr el agua hasta que no quedó huella alguna —a no ser únicamente unas vetas pegadas a lo largo de las paredes.
Había sido una mujer joven, probablemente bella, metida en carnes y con el cabello y el vello pubiano rojos. Y ahora no era nada.
Luego se secó (había dos toallas de baño blancas y agradablemente ásperas colgadas en el toallero) y se volvió a poner la ropa. En el estante de encima del lavabo había un peine, un vaso con un cepillo de dientes y un tubo de dentífrico blanco y verde sin marca ni inscripción alguna. En un rincón del lavabo había una pastilla de jabón rosa, intacta, y que no olía a nada.
Tomó el peine, se rectificó la raya y alisó sobre su cráneo, en forma de pan de azúcar, sus cortas mechas rubicanas oscurecidas por el agua. Después se puso a lavarse los dientes. La pasta brotó del tubo nuevo deliciosamente verde. Pero al gusto tampoco sabía a nada —o quizá un vago aroma mentolado, pero muy débilmente—. Sonrió y el limpio espejo le devolvió una sonrisa mecánica que no se le reflejaba en los ojos. Su cara seguía sin decirle nada. ¿No nos hemos visto en alguna parte? Su humor interno fue un completo chasco. Transformó la sonrisa en mueca y se pasó una mano perpleja por la barbilla. Entre sus cejas se dibujó un pliegue. Su barbilla… También en ella había algo que no marchaba: tenía lisos el mentón y las mejillas porque no le había crecido la barba.
Se inclinó completamente hacia el espejo e inspeccionó de cerca su cara de rojiza piel como lo hubiera hecho con una superficie extraña, una placa de mármol o una plancha. Tenía la piel lisa y, entre los poros, no descubría el puntito negro de los pelos que brotan, ni notaba el duro raspar de la barba al toque sensible de la punta de los dedos.
Retrocedió. Su cara había perdido toda expresión otra vez. Bueno, no, no le salía la barba. No había debido afeitarse desde hacía por lo menos tres días y debería tener el mentón erizado por una corta pelusa color cáñamo. Por lo menos lo suponía, pues si bien podía evocar claramente el acto de afeitarse, no conseguía relacionar tal concepto consigo mismo, con su propia cara.
¡Como de costumbre!
Salió del cuarto de baño; a través del espesor de los muros le llegó un único ¡dong! Era el reloj de la iglesia que daba el cuarto de las nueve.
Vagó un poco por la casa, siempre indeciso acerca de lo que tenía que decidirse a hacer de inmediato. Además había otra idea dándole vueltas por la cabeza. Una idea que… una idea… «¡Y mierda!», dijo en voz alta. Sí, de acuerdo, cuando se está muerto, ¡la barba deja de salir! ¿Y qué?
Bien sabía que estaba muerto. Él o el mundo, él y el mundo. Bueno, ¿y qué?
Iba a hacer un gesto anodino, quizá abrir el grifo de la cocina para servirse un vaso de agua, cuando un ruido lo paró en seco. Se quedó rígido y el corazón empezó a saltarle en el pecho.
Sin embargo era un ruido banal, un chtonc, chtonc, chtonc, irregular pero insistente, que hacía rechinar el silencio. Un ruido que echaba abajo todas sus conclusiones…
Porque venía de fuera…
Más allá, al final del pasillo, a distancias infinitas, quizá a ocho o diez metros, alguien arañaba la puerta de entrada.
Atravesó diagonalmente la cocina y entró en la tibia penumbra del vestíbulo. Andaba a pasos contados —literalmente—; porque numeraba cada una de las zancadas que lo acercaban a la puerta, siete, ocho, nueve, diez, cada uno de los pasos que acortaban la distancia entre él y el ruido.
Chtonc, chtonc, chtonc, aquello paraba, se reanudaba, se prolongaba. La puerta vibraba un poco en el vano, pero los choques que la sacudían así y la hacían resonar no eran muy violentos. Alguien que no quería hundir la puerta, alguien que sólo quería entrar.
—¿Quién es? —gritó estúpidamente (¿pero no eran estúpidas todas las exclamaciones?) a cinco pasos de la puerta.
Se inmovilizó un momento, pero desde luego nadie respondió. Los ruidos se interrumpieron algunos segundos, pero no debía ser más que una casualidad —casualidad también el que volvieran a empezar cuando él volvía a ponerse en marcha—. Sus pasos se habían hecho más lentos, pero ¡quedaban muy pocos para llegar a la puerta, para encontrarse casi pegado a ella!
Ahora tenía que abrir.
Chtonc, chtonc, chtonc, hacía la puerta. Sí, sí, sí, respondía él en silencio. Una historia idiota le vino en ese momento a la cabeza —o le volvió—: El último hombre sobre la tierra estaba sentado en una habitación. Llamaron a la puerta. Parecía ser la historia de terror más corta y más espantosa de todas. No sabía si se la habían contado o si la había leído en alguna parte. Desde luego, dicho así, no parecía gran cosa. Únicamente una historia, humorística si acaso, pero nada espantosa en absoluto. Sólo que ahora, en estas circunstancias…
Su mano agarró el gancho de cobre que hacía funcionar la cerradura, el pestillo se retiró del escarpión y tiró del batiente.
… Durante los minutos siguientes no supo si reír o llorar. Las dos cosas, sin duda, y quizá rió y lloró efectivamente al mismo tiempo. En todo caso tenía gana de reír. Ganas de reír mientras apretaba contra sí el cuerpo cálido y palpitante del visitante, mientras pasaba y repasaba las manos por el pelaje corto y espeso, mientras acariciaba la cabeza y el frío hocico y mientras apoyaba la cara contra el morro que se abría con un aliento fuerte y una doble hilera de colmillos bellamente esmaltados.
—¿Cómo voy a llamarte? ¿eh?, dijo más tarde, sentado en la acera con la espalda contra la pared de la casa y en medio de la gloriosa luz mañanera. Su nuevo amigo, su nuevo compañero estaba sentado junto a él; su mirada de oro pardo estaba clavada en el fondo de la calle, sus tiesas orejas vibraban a veces a un sonido que sólo él oía y su cola golpeaba el suelo nerviosamente. A veces levantaba uña pata como si se preparara para arrojarse hacia una presa invisible, pero el movimiento esbozado nunca se prolongaba en una carrera que lo hubiera alejado: sin duda la alegría de haber encontrado a otro ser viviente y amigo era recíproca.
Era un perro pastor de gran tamaño, pardo claro, con manchas negras, macho. Debía ser joven, quizá de dos años, si uno se fiaba de su estatura, ya adulta, y de su estado físico impecable, sus patas sin huellas de heridas, el pelaje liso y, sobre todo, los dientes de un blanco resplandeciente y carentes de cualquier mella.
—Te voy a llamar… te voy a llamar… ¡Misterio!
Contento de sí mismo se levantó y dio algunos pasos por la acera. El perro lo siguió con los ojos, se estremeció pero no se movió.
—¡Misterio! ¡Aquí!
El pastor saltó sobre sus cuatro patas y estuvo a su lado en pocos saltos flexibles.
Subió por la calle en dirección a la plaza. Misterio trotaba a su lado levantando hacia él, de vez en cuando, su hocico puntiagudo y sus ojos salpicados de oro rojo. Al llegar al sitio en el que había caído el ciclista, el perro se paró y olfateó la vaga forma dibujada en el asfalto por el esqueleto aplastado y reducido a pulpa ligera.
El hombre dio algunos pasos más, interrumpió la marcha y se volvió para observar al perro. Misterio arañaba el suelo cerca de la bicicleta con una pata prudente o perpleja; olfateó otra vez, lanzó al cielo un único y breve ladrido y luego se desinteresó de los aplastados restos de lo que aún era un cadáver entero apenas dos días antes.
—¡Aquí, Misterio!
Su voz estalló en el silencio. ¡Misterio! El nombre sonaba bien entre las fachadas de la desierta calle. Lo había elegido porque sí, al azar —o quizá la palabra se le había impuesto y la había aceptado como una ironía hacia el mundo y casi una provocación.
Aparentemente, el perro pastor había adoptado su nuevo nombre en el mismo momento que había sido pronunciado por primera vez. ¿Por qué no? Bien había aceptado a su nuevo amo en el mismo instante que lo había visto y olfateado…
Uno junto a otro, el hombre y el perro acabaron el corto trayecto de la calle y atravesaron diagonalmente la plaza de la iglesia. El campanario apuntaba al lirio azulado del cielo y el reloj indicaba las diez menos veinte. Hacía un momento que habían sonado sin problema los dos golpes de las nueve y media.
—¡Misterio!
Cuando el perro se apartaba un poco de él, lo llamaba al orden inmediatamente. Era bueno tener un compañero que manifestaba su presencia y su apego por medio de esa especie de obediencia mecánica e instantánea. ¡Aquí, Misterio! Y Misterio estaba allí, se restregaba contra su pierna y alzaba hacia él su sana cabeza de buen perro grande, cariñoso y ya fiel.
Fiel… No hasta más allá de la muerte, de todas maneras. Pues el pastor debía pertenecer a alguien antes. A un paisano del lugar, indudablemente —o a cualquiera—. Y después su amo había muerto como todo el mundo, de golpe, en la inverosímil mañana en la que todo había empezado para no acabar nunca. Su amo había muerto y quizá el perro lo había llorado durante largo tiempo, aullando a la luna ausente con el hocico alzado al cielo taponado de bruma lechosa. Lo imaginaba tocando con la pata el cuerpo familiar ahora caído, que ya no se movía, que ya no se movería jamás. Se había quedado a su lado un día, una noche, otro día más, mientras todo se había callado alrededor de la granja o de la casa. Y el cuerpo del amo se había convertido en un esqueleto liso y blanco, se había convertido en polvo que un poco de viento podía arrastrar. Entonces el perro se había ido.
Se había marchado a través del mundo desierto en el que sólo reaparecían en la superficie animales pequeños, y anduvo un kilómetro, diez kilómetros, cincuenta. ¿Quién sabe? Quizá desde muy lejos había notado que había una presencia viva, más allá, al extremo de su horizonte. Un hombre. Él. Y había acudido. Guiado por su instinto infalible había sabido encontrar la casa en que dormía y había arañado la puerta pacientemente hasta que le abrió. Sí, era una bonita historia. Y si el perro no venía de más allá que la propia aldea era también una bonita historia: lo único que importaba era su existencia de camarada tranquilo, fuerte y ágil que lo acompañaría donde fuera de ahora en adelante, que poblaría su soledad con su atención muda pero sin fallos.
Durante un corto momento caminó a lo largo de la fachada del ayuntamiento y tomó la callejuela que la bordeaba por la izquierda. Su plan para la mañana era efectuar un recorrido completo del pueblo y hacer recuento de todas sus posibilidades. Primero meterse bien en la cabeza su geografía y a continuación —aunque para eso había tiempo, todo el tiempo del mundo— explorar tienda Iras tienda, casa tras casa, habitación tras habitación. Para ver…
—Para ver ¿qué?, ¿eh?, le preguntó a Misterio dándole un amistoso cachete en la cabeza. Misterio volvió hacia él sus ojos inteligentes y sensibles que se hacían oscuros en la zona de sombra de la callejuela. Abrió un breve instante la boca y su lengua rosada serpenteó entre los caninos. ¡Como un hombre que se pasa la lengua por los labios para darse tiempo a revolver la frase en la mente antes de contestar!
—Buen chucho…
Contestaba a su manera y era bueno tener cerca a este interlocutor de silencio parlante. El hombre aceleró el paso y llegó a la esquina de la fachada de detrás de la alcaldía. Era la callejuela de la panadería, frente a la tienda y ocupando casi toda la manzana paralela al bloque blanco del edificio público, había un hotel. Era una fachada revestida de madera azul y blanca (como el garaje, como el gran café de la plaza…) con dos pisos y ventanas, ni una sola de las cuales tenía los postigos abiertos —postigos azul oscuro que quizá atenuaban la luz del día a familias enteras de turistas que no se marcharían ya—. Pero ¿qué es lo que digo?… Un poco de polvo en las sábanas y nada más.
Por culpa de estos pensamientos no tuvo gana de entrar en el hotel. Quizá en otra ocasión. Continuó su camino hacia delante y pasó por la panadería sin pararse. En el escaparate esperaban pasteles y croisants con el aire tan fresco y apetitoso como si hubieran sido cocidos durante la noche. Un poco más allá había otra tienda. Tenía la fachada rojo oscuro y una enseña: LIBRERÍA-PAPELERÍA. Esta vez entró.
El interior de la tienda era oscuro y sencillo: en las paredes del fondo y de la derecha había estantes con libros escrupulosamente alineados mostrando sus lomos de colores; a la izquierda y sobre un mostrador que prolongaba el escaparate, había resmas de papel, sobres, lápices, estilográficas, puntas Bic y todo un recado de escribir colocado en perfecto orden. Contra los estantes del fondo se erguía un mueblecito rectangular sobre el que había una máquina gris —la caja registradora.
El hombre dio un paso hacia los estantes del papel. El reluciente parqué crujió. El perro se había quedado fuera, sentado en medio de la calle que el sol no había tocado todavía; el animal lo miraba, inmóvil.
—No me vas a reprochar que robe ¿no? —El perro movió la cabeza—. Tomó el movimiento por una negación y recogió una resma de papel de cartas de lo alto de un montón. La hojeó con mano distraída. El papel era liso y satinado y parecía fuerte a pesar de lo delgado de las hojas. Robar… tomar… Verdaderamente aún no había reflexionado acerca de tal cosa —indudablemente porque sabía muy bien, en el fondo de sí mismo, que ese tipo de reflexiones no iban a llevarlo a ninguna parte—. Cuando el mundo está muerto ya no hay que darle cuentas a nadie. A sí mismo, sí, a sí mismo. Pero él mismo no era otra cosa que una voz que decía: Necesitas algo y lo coges. Es tuyo. Y las reclamaciones al maestro armero…
Además de la resma de papel también cogió un cuadernito cuadriculado. Pero tuvo que probar diversos instrumentos antes de encontrar uno que quisiera escribir. Los capuchones de las estilográficas no se desenroscaban, las puntas Bic y los rotuladores no escribían y la mina de los lápices se aplastaba nada más posarla sobre el papel. ¿Era un efecto de… la cosa? Por fin, en un mostrador cilíndrico, encontró un manojo de barras negras, delgadas y largas, que dejaban un trazo neto y breve en el papel. No conocía ese tipo de lápices (bueno… no los reconocía), pero por lo menos funcionaban. Sacudió la barrita que había cogido; dentro no se movía nada; aquello tenía aspecto de compacto. Con un mínimo titubeo se llevó a la boca el extremo puntiagudo. No tenía ningún sabor. Se metió el lápiz en el bolsillo de la camisa y salió de la librería. El sol acababa de aparecer a ras de los tejados. Su luz le golpeó la cara; guiñó los ojos, pero era una luz fría que no cambiaba la tibia tonalidad del ambiente. Dio algunos pasos por la calle con Misterio a los talones. La puerta de librería-papelería había quedado abierta. Al cabo de cinco o seis metros dio la vuelta y volvió a cerrarla. Sobre las estanterías del fondo, en la gris penumbra de la tienda, las hileras de libros multicolores lo llamaban fascinándolo y llenándolo de repulsión al mismo tiempo.
Al final de la calle había una granja que se prolongaba en un huerto. Lo recorrió a medida que enumeraba las legumbres. Escarolas. Repollos. Puerros. Tomates. Patatas. Zanahorias. Un poco de todo en pequeñas eras de tierra, limpias, netas y separadas entre sí por avenidas rectilíneas de tierra fértil o caminitos de planchas nuevas. Ni una mala hierba. La grama, el llantén, las zarzas y las ortigas habían sido arrancadas (¿la víspera?, ¿esa misma mañana? ¿por un esqueleto aún sólido sobre sus huesos?) brote por brote, brizna por brizna. Un verdadero jardín de muñecas que resplandecía de vegetales con buena salud y un verde intenso. En el ángulo del jardín que formaba un pico hacia el extremo opuesto de la granja, había un bosquecillo de matorrales verde oscuro en el que parpadeaban frutos rojos, grumosos. Grosellas. Probó una, dos. No tenían sabor alguno; sólo le quedó una vaga acidez en la lengua.
Atravesó una tapia baja que delimitaba la franja externa del jardín. A dos metros apenas de la tapia, un riachuelo corría apaciblemente. Se agachó en la orilla y metió una mano en el agua. Tenía la asombrosa pureza de una fuente de montaña. (Entonces, ¿conocía las fuentes de montaña?) Pero no estaba fresca como hubiera podido hacer creer su limpidez. De la misma manera que el agua del grifo, era vagamente tibia, quizá a la temperatura del cuerpo. El perro bebió una poca a lengüetazos, slap, slap, con la lengua en el agua que se deslizaba sin ruido cabrilleando bajo el sol, muy cerca del fondo en el que se desgranaban guijarros blancos. Acechó un momento buscando el rastro de un ser vivo, un pez, un cangrejo o un insecto cualquiera. Pero el riachuelo continuó vacío en su transparencia de cristal. Recogió la resma de papel y el cuaderno que había dejado sobre la hierba y siguió el borde del arroyo que en seguida se agrandaba en una gran laguna cavada en medio del prado. A veces surgía un saltamontes a su paso. La laguna era ovalada y tenía unos veinticinco metros de largo por la mitad de ancho. A lo largo del borde había espadañas en un orden disperso que alzaban su cilindro de polen castaño, como puntas romas de una reja medio caída. Hacia el centro, algunos nenúfares en flor enganchaban su llama amarilla sobre el azul del agua, tan pura y tan transparente aquí como en el curso del arroyo.
Se paró otra vez, recogió un guijarro de entre la hierba y lo lanzó al centro de la laguna. ¡Floc! Las ondas concéntricas estropearon la superficie pulida del espejo y luego el agua recobró su inmutabilidad.
La blanca bruma cerraba el horizonte no muy lejos de la laguna. Tenía la misma consistencia de la víspera, el mismo aspecto y la misma altura. Era como un muro de algodón que cercaba el pueblo y taponaba el horizonte, un chorro de miedo solidificado. Su boca hizo una mueca fea. «¡Ven!», ordenó. Misterio saltó a sus talones.
Había otra granja paralela al arroyo que, pasada la laguna, continuaba murmurando en su curso rectilíneo antes de desaparecer más allá bajo la bruma. Rodeó el ángulo de la granja. La aldea se detenía en ese sitio. La granja era el baluarte más avanzado del lado… (intentó orientarse según la posición del sol) del lado nordeste. Era un edificio de fachada encalada con un techo de pizarra muy puntiagudo. El corral de tierra apisonada que se extendía ante la granja estaba desnudo y desprovisto de todo lo que, orgánicamente, debería haber formado parte de ella: gallinero, instrumentos de jardinería abandonados, toneles viejos, toldos, bicicletas, pozas para el estiércol y todos los desperdicios y cosas viejas que se van acumulando a lo largo de los años, pudriéndose lentamente bajo la lluvia y deshaciéndose al sol…
Sacudió la cabeza e intentó entrar en la granja. Fue en vano; la puerta, recién pintada de verde oscuro, estaba cerrada así como los postigos de la planta baja. ¡Dios mío! Un día de éstos cogeré un hacha y derribaré todas las puertas cerradas… ¡Eso es lo que voy a hacer!
Un gallinero y un establo prolongaban el cuerpo principal del edificio. El gallinero, al que entró, estaba vacío y oscuro y no era otra cosa que un cascarón de cemento. El establo también estaba vacío aunque los departamentos para el ganado y los pesebres parecían esperar a las reses que no tardarían en volver de los campos. Incluso había un poco de heno en los cajones metálicos de los pesebres. Cogió una brizna, se la puso entre los dientes y la mordisqueó un momento. Al fondo del establo había una estrecha tronera que dejaba filtrar un rayo de luz solar parecido al trozo cortado de un techo inmaterial en la sombra densa.
Jugó un momento con las manos bajo la ducha de luz y luego salió.
Por el otro lado de la granja pasaba la calle principal del pueblo. La conocía bien: ahí había abordado al mundo por primera vez cuando salió del gran sueño del olvido. Cerca, a la derecha —es decir, aproximadamente hacia el oeste—, estaba su casa. Hacia el este la calle se convertía en carretera y se hundía en un corto tramo a través de los campos antes de tropezar con la barrera de bruma. Por cierto, ya que estaba a un extremo del pueblo ¿no habría algún panel con el nombre? ¿O un mojón, en fin, alguna indicación acerca del lugar? Dio diez pasos, veinte, treinta por la carretera que, insensiblemente, lo llevaba derecho hacia la impalpable frontera. Hacía desesperados esfuerzos para mirar a otra parte —a sus pies que golpeaban la reluciente cinta de alquitrán, o a la franja de hierba de las cunetas—, pero no servía de nada: sus ojos eran atraídos irresistiblemente por el muro de copos brumosos que se estancaba cerca de él, tan cerca, tan espantosamente cerca, que en seguida tuvo que volver los talones y corrió una decena de metros antes de pararse falto de aliento, con el corazón latiéndole y vértigo en la cabeza.
En sus imprecisos recuerdos nada era comparable a la angustia total, biológica, que caía sobre él cuando se acercaba a la barrera de bruma; era algo que se le agarraba al vientre, le encogía el corazón, le oprimía los pulmones y le hacía latir las sienes. Era… realmente no podía recordar la impresión una vez pasada, pero no obstante le quedaba una sensación de sufrimiento pegada a la cabeza y la carne durante varios minutos. Luego se diluía y desaparecía.
La víspera aquello no había sido tan fuerte. Pero indudablemente esta vez se había acercado más. ¿Cuánto? Veinticinco metros, treinta quizá. Ése era, más o menos, un límite imposible de rebasar. Mientras su respiración volvía a la normalidad acarició distraídamente la cabeza del perro que lo había seguido en su corta carrera y que ahora se había pegado a él como para comunicarle su calor, para hacer notar toda la tranquilizadora presencia de su cuerpo vibrante contra su muslo.
Él no podía sobrepasar ese límite, desde luego. Pero ¿y el perro? «Ven, Misterio… ¡Ve! ¡Ve allá!»… Intentó empujarlo en dirección a la bruma, primero con una simple presión amistosa en el espinazo y luego con más rudeza, dándole golpecitos en los cuartos traseros. Pero Misterio no comprendía —o rehusaba comprender.
Fue a recoger una ramita al borde de la carretera y la lanzo hacia el impalpable muro. La rama rebotó en el alquitrán muy cerca de la inmóvil cascada. «¡Ve a buscarla!» Misterio arrancó, corrió cinco metros, trotó otros cinco metros, dio algunos pasos más, indeciso, y se paró. «¡Misterio! ¡Ve a buscarla! ¡Tráela!» El perro volvió hacia él los sensibles ojos marrones y desde lejos creyó ver en ellos un aire de reproche. Luego el animal volvió hacia él y tendió el hocico a sus manos que se cerraron sobre el cálido pelaje. Un ligero gemido se filtraba de su morro cerrado. «De acuerdo, de acuerdo, amigo mío. No hablemos más de eso…»
Otra vez dio media vuelta y ambos enfilaron la calle hacia el centro del pueblo sin nombre.
Si el pueblo no tenía nombre (o, en todo caso, no tenía letrero que lo indicara), la calle principal, al menos, tenía uno. Lo había descubierto una vez pasadas las dos granjas que encuadraban la salida este sobre una banal placa azul ribeteada de blanco y colgada en el muro de la primera casa a la derecha.
Calle de la República.
Por fin un nombre visible, legible. Era como si un trozo —¡oh! un trozo muy pequeño— de oscuridad hubiera caído. No obstante, por un trozo derribado ¡cuántos otros permanecían de pie! Si bien la calle principal tenía un nombre, la plaza de la iglesia no lo tenía más que incompleto. Dando vuelta a la plaza pegado a las paredes había acabado por descubrir otra placa fijada junto al ángulo de la fachada de la casa en que estaba el gran café con terraza. Sólo que ésta estaba curiosamente velada en un tercio de su superficie y sólo se podía leer Plaza del General… y luego nada más que un rastro desteñido.
Durante todo el día buscó en su mente nombres de generales. Encontró muchos. General Leclerc, general De Gaulle, general Delattre, general Juin, general Custer, general Mac Arthur.
Indudablemente la historia de su país, o la historia del mundo, estaba llena de generales cuyos nombres se daba a las plazas. Pero no había duda tampoco de que un general valía tanto como otro, lo que podía explicar que la placa había desteñido, blanco sobre azul, pfuit, y se acabó el general.
Dentro de su cabeza encontró fácilmente lo que era un general. Un gran personaje, un jefe de la guerra. Esta definición le trajo a la memoria el sueño de la noche y el sueño de la noche lo volvía a precipitar en el corazón del misterio. Quizá fue un general quien desencadenó la guerra atómica. El de la placa; quien sabe. Como castigo su nombre había sido borrado por un rayo de calor salido de la bomba que él mismo había contribuido a lanzar.
¡Bagatelas!
Pero era necesario ocuparse el espíritu con ese tipo de charlas internas y además… uno no puede impedirse el pensar, ¿no?
El pueblo era increíblemente pequeño. No era un pueblo; era, lo más, una aldea y lo había sabido desde el primer día.
El pueblo sin nombre comprendía una calle principal, la calle de la República, que corría casi exactamente en dirección este-oeste. Al sur pasaba una pequeña carretera paralela que iba de la niebla a la niebla. Al norte había dos callejuelas cortas e igualmente paralelas. Perpendicularmente, la calle de la República (y también la aldea en su totalidad) estaba atravesada por otras Cuatro calles de longitud desigual. Todas desembocaban en los campos cuyo verdor (o, en dos lugares, el rojo de las gramíneas maduras que eran, probablemente, trigo) estaba cortado en seco por la omnipresente bruma al cabo de doscientos o trescientos metros.
A la una de la tarde, cuando se sentó en la terraza del café para mordisquear su comida, comenzó a dibujar. Quería hacer un plano del pueblo. Pero le costaba mucho trabajo y numerosas hojas del bloc fueron a parar al suelo, a sus pies, hechas una bola. «No se me da…, eso es, no se me da…», le decía a Misterio que contemplaba sus esfuerzos con paciente comprensión.
Para comer fue a buscar pan a la panadería (y también dos pasteles) y salchichón a la charcutería, el cual cortó con un cuchillo que encontró detrás del bar del café azul y blanco, que era, como lo precisaba la inscripción pintada de blanco sobre el escaparate más ancho, un CAFÉ-RESTAURANTE. A pesar de que habían transcurrido veinticuatro horas el pan estaba tan fresco y tan crujiente como el día anterior. Y tan soso. Los pasteles también estaban buenos —tan buenos como podían estarlo una pasta y unos frutos casi insípidos—. Mientras comía se preguntó cuánto tiempo conservarían su frescura, sin estropearse, los productos almacenados en las tiendas. Quizá eternamente… También fue a la carnicería a coger carne para el perro. Los cuartos de buey y de ternera que las ratas habían dejado seguían colgados de los garfios, intactos y de color rojo vivo. No tenían el olor rancio de la carne que comienza a estropearse, sino únicamente un relente insípido, un resto de aroma apenas perceptible. Pero Misterio se dio un festín con el gran trozo que cortó para él con un afilado cuchillo.
Quizá eternamente. Sabía que una bomba atómica emite al explotar radiaciones peligrosas, a veces mortales. Quizá eso lo explicaba: las radiaciones habían acabado con todos los microorganismos, con todos los microbios que son causa de la corrupción de los alimentos y de todos los compuestos orgánicos. Quizá todo iba a poder conservarse para siempre. Y él, el superviviente, quizá iba a convertirse en inmortal —¡quizá era inmortal!
¡Bobadas!
Bueno ¿y qué? Uno puede bromear. Por la tarde siguió con el inventario señalando esta vez, muy particularmente, el emplazamiento y la especialidad de las tiendas.
A veces abría una puerta porque sí, sin necesidad, simplemente para oír el ¡cling! del timbre de la entrada, para meter la nariz en una zona de sombras, para verificar un volumen a ojo y sus sumarias instalaciones de baratillo. Pero a veces también intentaba una exploración un poco más profunda, pues, además de la lista de tiendas, también se le había ocurrido hacer un inventario de los objetos y alimentos a almacenar en su casa.
Ese primer día, registró sobre todo el bazar y la camisería. El bazar estaba en la calle que dividía el pueblo en dos por su parte más ancha, paralelamente a la calle de la República. Era una tienda alargada, con dos mostradores que ocupaban toda la superficie del local. En un extremo había instrumentos de jardinería, de carpintería y de bricolaje; luego se pasaba a los utensilios de cocina, los cubiertos y un escaso conjunto de objetos tales como calentadores y molinillos eléctricos. El segundo mostrador tenía juguetes y algunos otros aparatos eléctricos, como lámparas para mesilla de noche, pilas, linternas… Como en las otras visitas, por ejemplo, a la panadería y la charcutería, tuvo la sensación, confusa e imprecisa, de que el conjunto de géneros era irrisorio: había pocos objetos y un solo ejemplar prácticamente de cada cosa expuesta. Pero al tomar una cacerola de acero inoxidable, una sartén con el mango de plástico rojo, tres tazas blancas y un molde de aluminio para pastel, no conseguía imaginarse lo que faltaba, lo que hubiera debido haber además de lo que había. Su cerebro registraba el sentimiento de una falta, de algo incompleto, pero seguía sin poder visualizar lo que, quizá, hubiera debido amontonarse en las placas de baquelita.
Ante la sección de juguetes cogió un cochecito rojo e hizo dar vueltas a las ruedas colocándoselo en la palma de la mano. Hacia delante, hacia atrás, hacia delante, hacia atrás. Pensaba en el muchacho que había encontrado en su habitación el primer día. Había debido reunirse con el resto de la población en la evanescencia del polvo. Devolvió el coche a su sitio y tomó una muñeca vestida de azul que lo miró fijamente con una mirada de porcelana turquesa. Tironeó un momento los cabellos rizados y amarillos, peinados con un pequeño y cómico canotier. Un mechón se le quedó en la mano.
¿Había tenido un niño? ¿Una muchachita que hubiera podido jugar con esta muñeca? Preguntas, preguntas… Volvió a dejar el juguete contra un tubo que sostenía la bandeja y la muñeca se quedó allí, sentada de medio lado y con un brazo levantado a medias como en un gesto de adiós. Durante un instante lo invadió una oleada de nostalgia. Era como una masa líquida que lo hubiera recubierto en pocos instantes subiendo por sus piernas, encerrando su busto y rodeando su cabeza. Todo se hizo turbio a sus ojos, vaciló y tuvo que agarrarse al mostrador. En su cabeza sonaba una vocecita húmeda que decía: Seguirás solo para siempre. Respiraba con dificultad, se ahogaba. Tenía que salir de la tienda; y rápido.
Corrió dos o tres zancadas. Dio con el codo a un objeto metálico que cayó al suelo resonando largamente en el silencio compacto de la tienda. Y en seguida estuvo fuera, al sol. Misterio, sentado en la calle sobre sus cuartos traseros, lo miraba con aire de afecto hereditario, el cielo arañado por las alas de acero de las golondrinas era azul intenso y en el campanario de la iglesia sonaron cuatro campanadas de bronce. La blanda tibieza del aire lo secó de golpe salvo en un rincón de los ojos, allí donde le quedó, algunos segundos todavía, una humedad pegajosa. Se apretó contra el perro, cuyo corazón latía bajo la cálida carne.
Dio una vuelta más rápida por el establecimiento de ropa masculina que estaba al lado de un ESTANCO-PERIÓDICOS, en el lado de la plaza opuesto al café-restaurante. El enmaderado del escaparate estaba pintado del mismo rojo oscuro que la librería-papelería. En la tienda había un maniquí, de pie y no lejos de la puerta, enfundado en un traje oscuro y sonriendo al vacío con todos sus dientes pintados. «Buenos días, caballero.» Su broma fue apreciada y el maniquí ensanchó aún más su sonrisa. Le dio un amistoso puñetazo en el estómago. El hombre se balanceó de atrás adelante y recuperó la estabilidad sin dejar de sonreír. «Creo que tú y yo somos los únicos supervivientes de este poblado, amigo…» El maniquí asintió como si él también encontrara la situación muy graciosa.
El visitante lo dejó con su hilaridad e intentó abrir un cajón, otro, otro más, pero sin éxito. Toda una pared del local, cubierta por un revestimiento de madera, estaba llena de cajones con tirador de cobre; pero ninguno se abrió y él no insistió, como tampoco insistió cuando la puerta del fondo de la tienda, cuyo picaporte maniobró, también rehusó abrirse. Los secretos del camisero estaban bien defendidos.
Contra la pared que estaba frente a la de los cajones había un espejo. La imagen que éste le devolvió le pareció triste y lúgubre. Era por la camisa gris que llevaba, principalmente. ¿Y si cambiara? Justamente había todo un rimero ante él, sobre el banco, y meticulosamente plegadas. Hurgó en el montón dudando entre un rosa viejo y un amarillo vivo. Finalmente escogió la camisa amarilla y se cambió sin olvidar de pasar el inútil lápiz negro del bolsillo de la una al de la otra. Su desgarbada silueta esbozó algunos movimientos luminosos en la penumbra del espejo. El tejido de la camisa era ligero y suave, fino y resistente. De golpe se sintió mejor y salió de la tienda diciéndole al maniquí que le anotara aquello en su cuenta.
Entonces, cuando atravesaba por décima o quinceava vez la plaza del borroso general, se produjo una cosa espantosa.
Andaba silbando, con Misterio a dos metros por delante de él, cuando la manzana del café-restaurante hacia el que se dirigía, se borró.
Había habido la hilera de casas de dos o tres pisos, la fachada blanca y azul del café, las mesas y sillas blancas de la terraza y, encima, el cielo invariablemente azul. Y de pronto todo había desaparecido. No sólo los edificios, sino también el cielo de encima y el decorado que hubiera debido estar detrás. Ante él, más allá de los pocos árboles que formaban un primer plano ante su vista turbia, ya no había nada más. Nada más. A izquierda y derecha la nada había sustituido al tranquilo panorama del pueblo. Ante el hombre inmovilizado en medio de un paso era como si una mano gigantesca e invisible hubiera desgarrado la tela de la pantalla en la que se proyectaba el filme de la realidad. Los bordes del corte, a unos diez metros en el suelo delante de él, eran vagos, temblorosos, lagrimeantes. La grava de las avenidas, la hierba cortada de los céspedes vibraban, se desteñían antes de ser bebidos por la nada —el trozo cortado en nada, ni verdaderamente blanco, ni verdaderamente gris metálico, ni completamente inmóvil, ni completamente agitado.
A su izquierda la iglesia se había dividido en dos a ras del campanario que ahora parecía inclinarse hacia la superficie de la nada, como a punto de ser aspirado a su vez. A la derecha también la alcaldía estaba cortada por la mitad; pero no se veía el interior del edificio; la nada empapaba el plano cortado a ras de la fachada suprimiendo la perspectiva y la segunda dimensión. No lejos de la bola en fusión del sol que comenzaba a deslizarse hacia el oeste, el cielo se interrumpía tras una delgada franja desteñida para fundirse en la palpitante superficie.
El hombre seguía inmóvil y sus ojos registraban el imposible trastorno sin que el acontecimiento comunicara a su cuerpo el menor impulso, el menor rechazo; y sus pensamientos estaban igual de entumecidos, como una ola también fija y afectada por la heladora nada.
Unas voces resonaban en alguna parte, pero él no las oía.
Y aunque las hubiera oído tampoco las hubiera comprendido.
¿Qué ha pasado?, formulaba una primera voz.
Un defecto de sincronización entre la neoforma y el entorno-3. Se ha roto un sobretensor. Ya está reemplazado. ¿Realineamos a la neoforma, Primero? (formulaba una segunda voz).
Realineen con borradora por retroversión temporal. Es preciso que la neoforma no recuerde este incidente…
Retroversión… 9-56-13…
9… 56… 13… Retroversión efectuada.
¡Contacto!
Contacto…
Su pierna derecha siguió el movimiento empezado y su pie derecho se posó en el suelo comunicando al busto una ligera inclinación. Iba silbando con Misterio, a dos metros por delante de él, y dirigiéndose hacia la manzana del café-restaurante. Silbaba aún cuando pasó por detrás de la alcaldía para hacer una inspección más completa del hotel. El sol había sido aspirado por el techo de pizarra volviendo a dar a la calle una tonalidad gris azulada de suave sombra. Las dos puertas del hotel (una principal de cristal esmerilado y otra de servicio en madera pintada de azul que daba a la otra fachada del edificio) estaban cerradas. No pudo abrirlas y no insistió. Aún tenía que dar la vuelta al camino para meterse bien en la cabeza la simple fisonomía del pueblo.
En su casa —en casa— empezaba a sentirse a gusto. Su casa era la habitación con el techo abierto en el segundo piso (tendré que arreglar eso…), era la cocina completamente blanca y el cuarto de baño también completamente blanco. El resto… puertas que rehusaban abrirse, la habitación de los viejos, la habitación del crío, eran otra cosa, otro territorio, y no formaban parte de su casa.
Pero la cocina —sobre todo la cocina— era un lugar amable, y familiar, que rechazaba a los fantasmas con toda la evidencia de su tranquilidad de baldosas y cortinas, de mesa y refrigerador, de fogón y alacena, cuchillos y platos, migas de pan y cortezas de queso. Limpió cuidadosamente la mesa y fue a tirar los pequeños desperdicios (migas de pan, sí, y cortezas de queso) en el cubo que había bajo el fregadero. Había cenado pronto, antes de las siete. Una lata de guisantes calentados al fuego, jamón, pan, peras y queso. Se lo había procurado todo en la tienda de ultramarinos, justo al lado de su casa. Era una tiendecita cuadrada que, a primera vista, hubiera podido parecer casi en desorden, casi polvorienta en los rincones formados por las cajas. Pero no era así. Una observación más atenta le había permitido constatar que también allí se había hecho limpieza antes del gran éxodo de la muerte. En todo caso las hileras de conservas sobre los estantes y las banastas llenas de frutas y verduras lo habían tranquilizado respecto a su alimentación durante las semanas o meses próximos. Había cerezas, fresas, manzanas, peras, uvas y ciruelas. Había lechugas, puerros, zanahorias, patatas, nabos, acelgas, tomates y espinacas. Verde, verde, rojo, blanco, marrón, verde, verde. Todas las estaciones estaban confundidas y mezcladas en el puesto, primavera, verano, otoño, gratinados, guisados, fritos, ñam, ñam. Además estaba el huerto de al lado de la granja, si por ventura se estropeaban los géneros; pero no lo creía. Tenía suerte, potra. Desde luego la lata de guisantes, con etiqueta blanca y verde (¿como el dentífrico?), sólo llevaba la mención GUISANTES, sin marca, sin composición, sin nada. Pero, ¡bah!, era lo acostumbrado y además ya estaba en la basura. Ni visto ni oído, ¡salud!
Había dado a Misterio un queso entero y un salchichón cocido. Misterio comió con buen apetito. Ahora estaba acostado junto a la mesa con las patas anteriores extendidas ante él, la cabeza tiesa y una actitud de esfinge. Misterio tenía un apetito que alegraba el corazón y el ruido de sus mandíbulas en acción contribuía a echar fuera los maleficios del mundo. Misterio ahuyenta al misterio. Un buen eslogan para los solitarios después del fin del mundo. Cuando tenga ocasión lo colocaré…
Con el estómago satisfecho el hombre extendió ante sí las hojas escritas durante la pausa del mediodía y que había encontrado dignas de ser provisionalmente conservadas. El conjunto de todos los informes borradores le reconstituiría claramente la topografía del pueblo. Dibujó durante largo rato a la luz que se debilitaba con el fin de la jornada. Aún abandonó muchos esbozos que acabaron en el suelo hechos una bola. Pero a pesar de todo, consiguió dar a luz un plano del pueblo que lo dejó satisfecho. Lo contempló durante largo rato, contento de sí y de su talento como delineante, hasta que la cocina estuvo completamente inmersa en las sombras. Entonces encendió una vela y, a su luz vacilante, escribió con caracteres redondos, aplicados e infantiles, el nombre de las calles y la designación de las tiendas. El plano ya estaba casi acabado. Chupó la insípida extremidad del lápiz sin mina y añadió los cuatro puntos cardinales. Finalmente escribió como título Plano del pueblo y lo rodeó de un cerco tan temblón como el de las casas.
¡Ya estaba! El plano estaba acabado. No está mal, amigo. No está mal del todo… Dejó el plano sobre la mesa, se levantó y fue al pasillo. Aún quería tomar un poco de aire antes de acostarse. «¿Vienes, Misterio?». Misterio lo siguió hasta el pasillo oscuro y allí torcieron a la izquierda para abrir la puertecita que daba al patinillo, al que sólo había echado una mirada la antevíspera.
La noche había caído por completo, pero la oscuridad no era total a pesar de la ausencia de estrellas. ¿Quizá la luna? Pero no vio a la luna en la porción de ahumado cielo que se ofrecía a sus miradas.
Contra el muro de la casa había un cobertizo de plástico verde que protegía una pila de troncos redondos, todos del mismo diámetro y aserrados a la misma longitud. Fue a tocar con el índice la suavidad de la madera fresca. Por lo menos podré encender fuego sin problema… El fondo del patio estaba cerrado por una tapia que tenía unos dos metros de alto. Tuvo ganas de mirar por encima, volvió a la cocina a buscar una silla, la colocó contra la pared y trepó. Su cabeza sobresalía justa. Enfrente, al otro lado, estaba la laguna que relucía débilmente en la transparente oscuridad. Y después de la laguna, el cinturón de bruma exhibía sus obscenos michelines en la pradera. La bruma estaba siempre allí, siempre vagamente luminosa, siempre increíblemente amenazadora. Tendió la oreja a los ruidos de la noche, pero se habían reducido al mínimo: gritos estridentes de golondrinas invisibles, algún chirriar de langostas o de grillos y eso era todo. No había ranas croando junto al agua tibia, no había ladridos de perros en una granja vecina, no había mugidos de vacas en el establo, ni el ronquido de un coche llegando por la carretera. Todos esos ruidos familiares (¿familiares? ¿qué puede hacerte pensar eso, muchacho?), habían desaparecido en el indiscernible pasado, habían quedado al otro lado, detrás de la bruma.
Bajó de la silla sintiendo que algo volvía a él o intentaba hacerlo —mal humor, pánico, desesperación—, en todo caso algo que no quería dejar que apareciera esa noche. Lanzó una última ojeada al cielo oscuro, volvió a entrar y subió a su cuarto. Los pasos afelpados de Misterio resonaban tras él en la escalera; cerró la puerta a sus espaldas, buscó a tientas las cerillas y miró agrandarse la llama anaranjada de la vela. Se desnudó y se deslizó entre las frescas sábanas. Misterio se había acostado al pie de la cama y ni siquiera oía su respiración. Sopló la vela y se hundió en la contemplación de la grieta del techo con su trasfondo de cielo, que era a la vez negro y vagamente luminoso. Quizá muy arriba, en la atmósfera, había una especie de barrera de polvo, o de nubes, o de condensación, o de cualquier otra cosa que dejaba pasar la luz intensa del sol, pero tapaba la débil claridad de las estrellas. Quizá, quizá. Se le cerraban los ojos y se preguntó si esta noche llovería o si tendría otra pesadilla como la de la víspera, cuyas vaporosas cenizas todavía atravesaban su espíritu a veces, sin pararse y solidificarse realmente. Se durmió con estos interrogantes, de golpe, como si alguien o algo en alguna parte hubiese dado la vuelta a un conmutador para apagar el hilo eléctrico de su consciencia.