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Se despertó…

Naturalmente esto no se produjo en bloque, de golpe como un despertar… corriente.

Y no era un despertar corriente. Se dio cuenta de ello casi en seguida, no ya en su consciencia, sino en los oscuros meandros de su inconsciencia y luego en sus sensaciones primarias.

Su inconsciencia se revolvía en el caos. ¿Había tenido pesadillas? Creyó notar la huella agarrada al cerebro, pero ninguna imagen venía a confirmar como otras veces, por medio del recuerdo de los sueños, la presencia de ese malestar que aumentaba dentro de él. No obstante no abrió los ojos. Aún tenía un pie en el sueño y no se decidía a hacer el esfuerzo necesario para alzar los párpados.

Con el cuerpo rigurosamente inmóvil y el cerebro embotado escuchaba la vida que circulaba en él por toda una red, complicada pero familiar, de fibras nerviosas y venas; fue entonces cuando su epidermis registró la primera anormalidad auténtica de este despertar.

Bajo su cuerpo no sentía la blandura de una cama sino la dureza inequívoca de un suelo rígido. Además notaba alguna cosa pesada colocada de través sobre sus piernas. Más bien de su pierna, la izquierda, sí. Fue sobre todo eso lo que provocó su primera reacción pues, a medida que emergía de la sombra, el peso se hacía cada vez más molesto hasta transformarse en verdadero dolor.

En ese momento abrió los párpados. Como si el simple hecho de recobrar el uso del principal sentido acabara de liberar unas compuertas, cerradas hasta ese momento, lo raro de su situación pasó del inconsciente al consciente, de su piel a su inteligencia.

¡Pasaba algo anormal!

Su mirada registró sencillamente esta anormalidad porque, al estar acostado, sus ojos miraban hacia arriba. Y sus ojos vieron una amplia grieta en el techo de encima, un desgarrón abierto a la luminosidad gris claro del día. Primero se dijo a sí mismo que la luz lo había despertado. Pero entonces… Dios mío (ésta fue su primera reflexión coherente), se ha hundido una parte del techo…

Y esta reflexión conectó directamente con el agrio dolor que latía a lo largo de su pierna derecha. Se alzó sobre los codos y entonces notó con precisión el desagradable hormigueo que le recorría los antebrazos y los riñones. Frunció las cejas. ¡Tercera anomalía! No estaba acostado en una cama, en su cama, sino en el propio suelo…

¿Qué pasaba? ¿Qué hizo ayer por la noche?…

Mientras se planteaba esta pregunta con el busto levantado a medias y los ojos fijos aún en la brecha del techo, comenzó a filtrarse en él una sensación espantosa. Se quedó helado en unos segundos.

¡No conseguía acordarse de lo que había hecho la víspera por la noche!

Vamos a ver… pensó. Frunció las cejas y sacudió la cabeza. Y en su cabeza zumbaba un impresionante vacío. No aparecía nada, no se precisaba nada acerca de lo que había hecho, o no hecho, en el momento de acostarse. Y esta anomalía era la más aterradora. Pero… cada cosa a su tiempo, se dijo.

Ya estaba completamente despierto y sus pensamientos, confusos y sobreexcitados, tomaron una marcha más calmada.

Se enderezó del todo y vio la viga que le había caído sobre el muslo. El dolor venía de ahí. Tenía la pelvis inclinada hacia la derecha y sólo el muslo izquierdo había recibido el golpe. ¡El golpe!

Frunció otra vez las cejas y se pasó la reseca lengua por los labios. Si realmente la viga se había desprendido del techo (como parecía muy probable que hubiera sucedido) y le había caído encima, se hubiera debido despertar, sobresaltado por el golpe… Sin embargo, se había despertado por pequeñas etapas y el dolor había aparecido en su pierna poco a poco. Esto era otra anomalía más. La cuarta o la quinta —ya no las contaba.

Pero antes de reflexionar demasiado…

Inclinó el cuerpo hacia delante e intentó apartar la viga al mismo tiempo que replegaba la pierna hacia el cuerpo. Hizo una mueca de dolor; por su carne pasó rugiendo un haz de llamas internas. Suspendió el movimiento y la fría espada del miedo sustituyó a la lenta angustia del misterio. Maldita sea, si tengo la pierna rota…

Respiró a fondo, extendió las manos y apartó la viga de golpe. El travesaño de madera se movió y cayó al suelo. La pierna se resintió pero le pareció que el dolor se había atenuado mucho. Con los ojos sopesó el trozo de madera. Debía tener metro y medio de largo y unos quince centímetros de arista. No era una verdadera viga, sino una vigueta o un travesaño. Quizá no tuviera la pierna realmente rota después de todo.

Volvió a alzar los ojos al techo y, por primera vez, lo examinó con atención. En el revoque blanco del tejado abuhardillado se abría una grieta, neta y limpia, que recorría todo el techo en el mismo sentido que la pendiente, pero que se ensanchaba hacia lo alto en una fractura que, allí donde se encontraban el techo y la pared, debía tener su buen metro y medio o dos metros. Algunos trozos del maderamen asomaban de medio lado por los bordes recortados del techo. Por un lado colgaban algunas tejas que estaban a punto de caer en la habitación.

Más allá de esta herida en la construcción, el cielo era gris y luminoso; quizá palpitaba una tenue neblina, o bien era la bruma del amanecer aún no dispersada por el sol invisible. Era un cielo frío —pero no hacía frío.

Dirigió los ojos hacia delante, al suelo de la habitación. Había algunos restos de albañilería, tejas rotas y muchos trozos de madera que atestiguaban el hundimiento de una parte del techo mientras dormía. Y se asombró una vez más de no haberse despertado con un sobresalto. Pero de momento lo que más le preocupaba era la pierna. Le molestaba con un dolor sordo pero no excesivo. Se la palpó suavemente, con dedos prudentes, en el sitio en que había descansado la vigueta.

Le dolía pero, al tacto, no sintió moverse el hueso dentro de la envoltura de carne. No… No tenía la pierna rota. Debía tener un gran cardenal y nada más. Se frotó el muslo largamente hasta que llegó a no sentir el masaje en la piel. Entonces intentó levantarse.

Lo consiguió sin demasiado esfuerzo pero, una vez de pie, vaciló y creyó que se caía de tan agudo como era el dolor, que se le despertó de nuevo cuando se apoyó sobre la pierna izquierda. La cabeza le dio vueltas durante un momento pero recuperó el equilibrio. Traspasó todo el peso a la pierna derecha y, una vez más, miró a su alrededor por la habitación.

En ese momento la anormalidad se le hizo otra vez fuertemente consciente.

Su habitación… era lo que hasta entonces él había enunciado maquinalmente. Pero, ¡por fin!, sus ojos enviaban mensajes correctos al cerebro y su cerebro le decía que ésa no era su habitación…

Dio una vuelta por… la habitación cojeando. Otra vez tenía el cerebro confuso pero, con un esfuerzo digno de alabanza, intentó hundir en lo más lejano de sí mismo las olas de demencia que lo estremecían. Todo se aclararía. Todo se explicaría. Todo acaba por explicarse siempre. Basta razonar con calma y hacer funcionar la inteligencia.

Veamos… No se acordaba de lo que había hecho la víspera por la noche, de acuerdo. Pero quizá no había hecho más que beber un poco de más y un amigo se lo había llevado a su propia casa en vez de conducirlo a la suya. Era posible…

¿Era posible?

Un amigo… se decía, mientras contemplaba las paredes de la habitación cubiertas por un ajado papel de florecitas, la ventana por la que podía ver el amarillo muro de la casa de enfrente coronada por el cielo gris, la cama con cabezales de hierro sobre la cual, inexplicablemente, no había dormido, la mesilla desnuda, la silla y, finalmente, la puerta cerrada que daba al exterior.

Un amigo… pero ¿qué amigo? Inexplicablemente no encontraba dentro de sí ningún nombre, ninguna cara conocida. Sólo pasaban sombras que nunca podía alcanzar y que huían, confusas, mientras él creía poder pintarlas de color carne. Poco a poco, mientras sondeaba más profundamente las capas superpuestas de su memoria, descubrió que su memoria estaba virgen de todo recuerdo.

No sabía lo que había hecho la noche anterior, pero… ¿y la tarde, la mañana de ese día olvidado? No sabía tampoco. ¿Y la víspera? La víspera se perdía de la misma manera en un espantoso desierto. Tuvo la impresión de visitar salas, salas, salas, todas seguidas y todas desiertas, hasta el infinito. Hurgaba en su memoria y su memoria sólo le devolvía el eco irrisorio de un vacío aterrador.

—Dios mío… —dijo en voz alta.

Maquinalmente se cogió la cabeza con las manos. Tampoco le alivió el apretarse la cabeza vacía. Vacía, vacía…

Y comprendió brutalmente la verdad: había perdido la memoria, se había convertido en un amnésico.

Durante un largo momento se quedó inmóvil en el centro de la habitación, esperando que se calmara la tumultuosa oleada de pensamientos que iban a estrellarse contra las paredes de su cráneo.

Amnésico…

No tenía más remedio que rendirse a la evidencia. Y esta evidencia, al metérsele dentro poco a poco, comenzó a ser familiar e incluso tranquilizadora. Ya no había únicamente una serie de misterios incomprensibles; solamente había un agujero en el que se había sumergido toda una parte de su vida. Una parte… ¿pero hasta dónde?

Poco a poco intentó ir cada vez más lejos. La semana pasada, el mes pasado… el año pasado. No se precisaba nada. Cuanto más avanzaba por el interior de sí mismo, más resonaban sus pasos en el desierto corredor de su memoria atascada. Descubrir ese infinito vacío era horrible y fascinante a la vez.

No quiso continuar más con la exploración estéril de los años que se acumulaban tras él, invisibles, porque sabía que no llegaría a ninguna parte. Incluso su infancia parecía haberse evaporado.

¿Es que me he vuelto loco?, se preguntó durante un instante. No; no debía meterse ideas torturadoras en la cabeza. La amnesia y la locura son dos cosas muy distintas. ¿Pero qué es la amnesia en definitiva? ¿Qué puede provocarla y cómo se puede curar?

Su mirada volvió al agujero del techo.

Un golpe brutal puede provocar amnesia… Por lo tanto podía haber una relación entre su repentina pérdida de memoria y el accidente ocurrido en el techo de la casa. No obstante, la viga le había caído encima de la pierna, no de la cabeza. ¿Podía ser que hubiera recibido algo sobre el cráneo —un trozo de madera, un fragmento de piedra— que lo había dejado inconsciente? Tanteó prudentemente por encima de su cabeza pero no descubrió ningún chichón, ni herida, ni sintió dolor alguno.

De nuevo dio algunos pasos por la habitación, dando vueltas, intentando desesperadamente encontrar algo, un objeto, un mueble que pudiera ponerle en camino hacia el pasado. Pero no reconocía nada. O más bien cada cosa le era familiar —una mesa, una silla, la cama de colcha marrón con su almohada perfectamente lisa— pero no se podía acordar de haberlas visto o utilizado anteriormente.

Entonces tomó plena consciencia de la selectividad de su amnesia; todo lo que pertenecía a su existencia personal había desaparecido de su memoria, pero no los conocimientos generales que todo hombre debe tener según le parecía. Con calma, decidió hacer algunas experiencias.

Él mismo… Veamos: ¿qué hacía él en la vida? No sabía nada. Por lo tanto, debía haber ejercido una profesión. Sabía lo que era una profesión. Enumeró varias en la cabeza: carpintero, contable, maestro, comerciante… Y cada vez veía a qué correspondían esos nombres. Pero nunca atrapó un gesto, un chispazo de recuerdo por el que hubiera podido decidir si había ejercido alguna de esas funciones.

A continuación intentó pensar en sus padres. Son las personas más cercanas en la vida, las que deben dejar la huella más duradera, más profunda. Pero, una vez más, sólo respondió a sus preguntas la gran voz muda del silencio.

¿Quizá estoy casado?, se preguntó. Intentó precisar una cara y un cuerpo pero siempre sin resultado. Maquinalmente dirigió la vista hacia su anular izquierdo. Estaba desnudo. Pero eso tampoco quería decir nada; uno puede estar casado y no llevar alianza. De golpe le pareció raro estar al corriente de un detalle tan nimio —el hecho de llevar o no un anillo al dedo— mientras su vida personal había caído por planos enteros sin dejar más huella que un charco de agua bebido por el sol.

Después se dijo que, a pesar de todo, su caso debía poder explicarse científicamente. Su amnesia debía corresponder a una desaparición de todo lo que eran recuerdos personales mientras el conocimiento general de las cosas, que quizá perteneciera a zonas menos vulnerables del cerebro, seguía estando vivo. No sabía nada de eso (y entonces se dijo que no debía haber tenido conocimientos científicos especiales), pero era probable.

No obstante el tener conciencia de no ser más que una envoltura vacía le deprimió. Buscó y buscó desesperadamente, más y más… Pero sólo encontró una nueva zona vaciada cuyo descubrimiento le conmocionó, quizá, más que todo lo demás: ni siquiera sabía su nombre. No poseía identidad, era como si, de verdad, ya no existiera.

Intentó encontrar por lo menos un nombre de pila que pudiera sacudir las capas perturbadas de su memoria —Paul, Jacques, Henri, François…—, pero esta enumeración no lo llevó a ninguna parte como le había pasado un momento antes con las profesiones.

Se recorrió la cara con los dedos, aplanado, para intentar recomponer un semblante de apariencia, por lo menos al tacto. Notó que sus manos recorrían una carne extraña, como muerta o perteneciente a otro. Tuvo la impresión de palpar un cadáver y sintió un estremecimiento. Volvía a tener miedo otra vez…

Se había asegurado de que no había ningún espejo en el cuarto. Estaba sólo con una forma corporal que no reconocía como suya.

Solo… La palabra le sobresaltó. No, ¡no estaba solo! Hasta entonces se había quedado en la habitación de techo agrietado, pero en la casa… en la ciudad… Debía haber gentes que lo conocían, que le explicarían. ¡Desde luego! ¡Qué estúpido era por haber esperado tanto tiempo!

Dio un brusco paso hacia la puerta, tropezó con los escombros amontonados en medio del cuarto y lanzó una exclamación de dolor. Su pierna, todavía sensible, había reaccionado al movimiento de mala manera. Dio otros dos pasos cojeando, más prudentes, y se paró. Con otros dos pasos más hubiera podido dar vuelta al picaporte. Pero se había quedado quieto e incapaz de hacer un movimiento más. ¿Qué me pasa?, pensó. Pero sabía muy bien lo que le pasaba: bruscamente tenía miedo, miedo de afrontar el exterior, miedo de descubrir lo que había al otro lado de la puerta.

Era un sentimiento completamente irracional —pero precisamente por eso no podía hacer nada—. Sin embargo, la puerta era completamente corriente; no era más que una plancha de madera pintada de beige y encajada en un marco del mismo color que dividía el muro azul de delante en dos partes iguales. A la izquierda del panel y a la altura de su cintura, había un pomo ovalado, de cobre. El picaporte al que bastaba dar la vuelta para… Pero sólo ante esta idea sintió un estremecimiento por todo el cuerpo. De nuevo se dijo: Me estoy volviendo loco…

Pero no podía quedarse eternamente así, presa de helados fantasmas. Una gota de sudor perló una de sus axilas y se deslizó a lo largo de la piel, bajo la ropa, como una bolita fría que no acababa de rodar.

¡Vamos… muévete!

Contrajo la garganta para llamar pero no pudo emitir ningún sonido. Tuvo que tragar un poco de saliva antes de poder lanzar un grito.

Fue verdaderamente un grito, en efecto, una irrisoria exclamación aguda que se filtró entre los resecos cartílagos. Se sintió ridículo y eso lo sacudió.

—¡Hola! —aulló—. ¿Hay alguien?

Acechó y, al no oír ninguna respuesta perceptible, perseveró.

—¡Eh! —aulló—. ¿Hay alguien en esta casa?

Pero, igual que la primera vez, ninguna voz humana vino a hacerle dúo. El más absoluto silencio reinaba en la casa… y fuera de la casa.

Esta evidencia entró en él de golpe, como una explosión glacial que hubiera tenido el epicentro justo encima de su nuca y lo aplastó contra la ola de miedo que lo rodeaba.

Era verdad. Desde que había recobrado el conocimiento no había oído el menor ruido en ninguna parte. Sobre el mundo reinaba un silencio de…

¡Vamos! Dilo…

Un silencio de muerte.

Escuchó intensamente.

Nada rompía el compacto silencio que se extendía sobre el universo entumecido como una capa de plomo.

Era increíble que no hubiera experimentado ni analizado ese hecho hasta entonces, pero su brusca revelación era, por eso, más aterradora. Quizá hubiera sido normal que la casa en que se encontraba estuviera desierta. ¿Pero y la ciudad? Hubiera tenido que oír los mil pequeños ruidos que, todos juntos, forman el maleable rumor de la propia vida: motores de coche, conversaciones, claxons, música de aparatos de radio. Pero no había nada. Y sin embargo, era de día, un día gris, ni frío ni cálido, que nimbaba la inexplicable grieta del techo y el rectángulo de la ventana.

La ventana… Un momento antes se había acercado a ella pero no había tenido la curiosidad de abrirla, de inclinarse hacia el espectáculo de la calle. Ahora era necesario que lo hiciera, que supiera. También era una especie de prueba que le parecía menos penosa que el hecho de abrir la puerta.

Por lo tanto se dirigió a la ventana, respiró hondo, alzó la falleba y atrajo hacía sí los dos batientes encristalados. Hubo un ligero chirrido, pero eso fue todo. El exterior seguía mudo. Ni siquiera había un soplo de viento y la temperatura de la habitación no varió; era la misma tibieza neutra e inmóvil que no llegaban a atravesar ni los rayos del sol ni la humedad que hubiera podido esperarse de la bruma baja.

Con la mirada escudriñó la casa de enfrente. Era un edificio de dos pisos, cuyos muros tenían un feo amarillo desvaído. En la planta baja había un café cuya insignia rezaba: PEÑA DE LOS CAZADORES. Esto, naturalmente, no le recordó nada. Pero no había avanzado nada en sus incertidumbres. Pues esta visión de aspecto apacible era mucho más terrible que la simple evidencia de un marco desconocido. Lo que afirmaba esta fachada muda era la total ausencia de vida.

No había ni un sonido ni un solo movimiento en su campo de visión. Ninguna silueta entrevista tras los cristales, ninguna, tampoco, por los ventanales sombríos del café y, sobre todo, sobre todo, nadie en la calle, ni a derecha ni a izquierda.

Durante algunos minutos (o algunos segundos increíblemente largos…) sondeó la arteria a uno y otro lado, con ojeadas breves y bruscas, torciendo el cuello a derecha e izquierda. En la calle no había ningún movimiento, nadie. Sólo se veían algunos coches prudentemente parados a lo largo de las aceras, pero ningún peatón, ninguna puerta abriéndose o cerrándose, ni la menor señal de tráfico. La charcutería situada a la izquierda del café parecía cerrada y el garaje de la derecha, cuya persiana metálica estaba subida, no era más que un oscuro abismo rectangular que no estaba animado por ningún obrero en mono de trabajo.

Y más allá… más allá era lo mismo, había la misma inmovilidad. La ciudad estaba desierta, había sido vaciada de todos sus habitantes. La ciudad… Además no era una ciudad, se corrigió mentalmente. Por la izquierda, la calle vacía desembocaba en el ácido verdor de los campos plantados de árboles, a la derecha parecía haber una plaza con más árboles y, a un lado, una iglesia gris coronada por un solo campanario.

Era un pueblo o la frontera de un suburbio alejado. Pero eso no explicaba nada. ¿Qué podía explicar cualquier cosa?

Todos han muerto, pensó bruscamente. Pero quiénes habían sido los que habían desaparecido de su memoria de todas formas… ¿Y qué clase de muerte súbita habían tenido que le había respetado a él, y a él solo…?

Bruscamente no quiso pensar en nada más. El misterio se hacía demasiado enorme, pesaba demasiado en su cerebro e iba a hacerlo estallar. En cuanto al insidioso miedo que le rondaba, no sabía si acabaría o no por destruir el poco equilibrio que quedaba en su pobre espíritu.

No pudo soportar más la terrible visión de la calle desierta y volvió a cerrar la ventana que vibró largamente cuando los dos batientes entrechocaron sin encajar.

Ahora le hacía falta saber, ¡de verdad! Fue de nuevo hacia la puerta sin apenas notar punzadas en la pierna e hizo girar el picaporte tras un mínimo asomo de duda.

La puerta se abrió a un corredor oscuro.

Avanzó un paso, dos. Una plancha crujió bajo sus pies. ¡Ya estaba! Había vencido esa resistencia insidiosa que le había obligado a quedarse encerrado en la habitación de techo agrietado hasta un momento antes. Ya no estaba en la habitación, en esa habitación odiosa donde «todo» había empezado. Estaba en el pasillo que recorrió a pasos lentos, cojeando un poco y escuchando intensamente el único ruido que llegaba hasta él, el ruido de sus propios pasos, ¡Clac!… su pierna sana, ¡Clong!… la pierna herida, ¡Clac! ¡Clong!… ¡Clac! ¡Clong!

Tuvo ganas de llamar otra vez pero retuvo el grito en la garganta. Era inútil. Ahora sabía que no le iban a contestar.

En el pasillo había otras dos puertas antes de llegar a la escalera que se hundía delante de él hacia las profundidades de la casa. Todo estaba oscuro. No había lámpara en el pasillo y la única luz venía de la puerta de la habitación que acababa de abandonar y que había dejado abierta.

Veía su sombra delante de él, ligera sobre el parqué que crujía. Llegó ante la primera puerta, a su derecha, y dudó un largo momento. Después se decidió, asió el picaporte de latón, lo bajó, empujó. La puerta no se abrió.

Se quedó asombrado un instante y se dirigió a la segunda puerta.

Tampoco se abrió.

Estoy en un piso deshabitado, pensó. Me llevaron arriba ayer y… No continuó para no despertar otra vez a todos los monstruos ávidos que reposaban en el fondo de su cerebro desnudo, dispuestos a subir a la blanda superficie, dispuestos a morder, a desgarrarlo, a helarlo.

Empezó a bajar la escalera no sin haber lanzado antes una ojeada hacia abajo. Muy abajo —dos pisos, pensó— la penumbra se interrumpía en la dulce luminosidad de un suelo de ladrillos marrones y blancos alumbrado por un lado.

Esta luz fue un bálsamo en el corazón. Tanteando prudentemente cada peldaño con la punta del pie, bajó por la crujiente oscuridad. Un tramo de escalones… un rellano… otro tramo.

Fue a la mitad de este segundo tramo cuando su pie tropezó con algo blando que le cortaba el camino. No veía nada, se agachó sujetándose a la barandilla con una mano y tanteó con la otra lo que estaba amontonado a través de los escalones. Al principio no comprendió. Era un montón de tela o de lana que recorrió con la punta de los dedos hasta que encontró una superficie fría y lisa, irregular. Su dedo extendido se hundió en un repliegue blando y viscoso.

Gritó y se enderezó de un salto. Había comprendido…

Era su primer cadáver.