Capítulo 11

El otro George Herbert

A la mañana siguiente, Jacob se levantó más temprano que de costumbre y salió de casa sin desayunar. Había quedado con George Herbert en uno de los cafés de la Gran Plaza, y, aunque sabía que llegaría demasiado pronto a la cita, prefirió ausentarse antes de que sus compañeros se levantaran. Habrían comenzado a hacer preguntas, y él no se sentía con ganas de responder.

Después de todo, ¿qué podía decirles? Lo principal ya lo sabían: estaba ayudando a Herbert a reparar la esfera, y ese día podía resultar decisivo. En cuanto a la promesa que Herbert le había hecho la tarde anterior, se había comprometido a no hablar con nadie del asunto. Pero, si se quedaba y los otros le tiraban de la lengua, podía terminar diciendo más de lo que se proponía, y sabía que eso no le gustaría al viejo profesor. Por lo que este había insinuado cuando le propuso encontrarse con él en la plaza, se trataba de una revelación muy importante, de algo que Herbert no había querido compartir ni siquiera con sus colaboradores más cercanos. Por qué había decidido confiar en él era algo que ni el propio Jacob entendía; pero, a pesar de ello, estaba decidido a no defraudar la confianza del científico por nada del mundo. Necesitaba convencerse de que podía mostrarse a la altura de las circunstancias…

—¿Llevas mucho tiempo esperando? —le preguntó Herbert acercándose a la mesita donde se había sentado con una sonrisa de disculpa—. Me temo que la puntualidad no es mi fuerte…

—No pasa nada —le aseguró Jacob—. Ni siquiera me han traído el cacao con tostadas, todavía…

—¡Estupendo! Entonces, aún podemos desayunar juntos. ¿Has pensado en lo que te dije ayer?

—Sí… Me dijo que asumía una gran responsabilidad si aceptaba compartir su secreto. Pero, como todavía no sé de qué se trata, la verdad es que no consigo hacerme una idea muy clara de la responsabilidad que asumo.

—Lo que quiero que comprendas, de momento, es que lo que estoy a punto de compartir contigo no es una confidencia sin más, algo que se mantiene en secreto porque sí. Se trata de una información importante, y el hecho de conocerla puede implicar que, en un momento dado, tengas que tomar decisiones difíciles basándote en esa información. Si he decidido depositar mi confianza en ti, es porque creo que, al igual que yo, sientes un interés global por la Humanidad, un interés abstracto, por decirlo de algún modo. Que yo sepa, no existen lazos afectivos que te aten en concreto a ninguna persona de este mundo…

—¿Y por eso va a revelarme su secreto?

—Sí, Jacob, por eso. Creo que, en tus condiciones, podrás comprender mejor que los demás la importancia de lo que voy a mostrarte. Yo tengo ya muchos años… No tardaré mucho en morir, y deseo que, si ese momento me llega antes de lo previsto, seas tú quien vele porque se cumplan mis últimas voluntades en relación con… mi secreto. Debes impedir que se utilice para fines particulares, por legítimos que puedan parecerte. Mi legado debe ponerse al servicio de la humanidad entera.

Mientras Herbert hablaba, el camarero había traído el desayuno de Jacob y un café con bizcochos para el anciano. Sin embargo, Jacob apenas pudo probar bocado; se sentía demasiado excitado como para pensar en la comida. Desde luego, si lo que Herbert pretendía era convencerle de lo trascendental de aquel momento, sin duda alguna lo había conseguido.

Media hora después, el científico y su joven acompañante emprendieron el descenso a la Pagoda en uno de los ascensores directos de acceso restringido que partían de la Gran Plaza. Durante todo el trayecto, Jacob se mantuvo callado, contemplando distraídamente a través de las paredes de cristal del ascensor los bancos de peces plateados que, a su alrededor, pastaban en las resbaladizas praderas cubiertas de algas. En un momento dado creyó ver la sombra de un animal más grande, y estuvo a punto de preguntarle a Herbert si podía tratarse de un tiburón, pero se contuvo. No había tiburones en las aguas de Medusa, ya se lo habían explicado. Además, la pregunta habría sonado demasiado infantil, y Herbert podría haberse llevado una mala impresión. ¡Mira que si, en el último momento, decidía que se había equivocado otorgándole su confianza!

—Ya hemos llegado —anunció Herbert abriendo la puerta dorada del ascensor cuando este se detuvo en el piso más bajo de la Pagoda. Como te dije, está todo arriba, en el último piso del edificio, donde solo yo tengo acceso. Te lo enseñaré y, luego, bajaremos a terminar la reparación de la esfera.

En el vestíbulo de la Pagoda, varias personas saludaron amistosamente a Herbert. A Jacob nunca dejaba de sorprenderle la expresión serena que se observaba en casi todos aquellos científicos. ¿Por qué parecían todos tan satisfechos consigo mismos? Estaba claro que su trabajo les gustaba, lo mismo que su vida en Medusa; en cuanto a los problemas del mundo exterior, daba la sensación de que no se interesaban demasiado por ellos.

Para acceder a los últimos pisos, había que tomar los ascensores especiales, a los que solo el personal autorizado tenía acceso. Allí reinaba un silencio opresivo, y Jacob se preguntó por qué Herbert no habría hecho instalar un sistema de ambientación musical.

—Aquí es —anunció el científico al llegar ante una gruesa puerta de acero que solo se abría al reconocer los iris de sus ojos—. Solo yo puedo entrar aquí; el resto del personal cree que se trata de un estudio privado, pero, como vas a ver, es mucho más que eso.

La puerta se abría sobre un amplio aposento cubierto por una cúpula. A diferencia del piso inferior, donde se encontraba la esfera, la superficie interior de la cúpula simulaba un cielo de atardecer, con el sol hundiéndose en el mar y la luna emergiendo por el otro lado, grande y plateada. Las paredes prolongaban aquel efecto óptico, produciendo una deliciosa impresión de amplitud; era como estar en lo más alto de una colina aislada contemplando alrededor un inmenso horizonte. Verdaderamente, Herbert sabía crear a su alrededor ambientes armoniosos, aunque Jacob no podía evitar pensar que le hubiera resultado mucho más fácil y barato construirse su estudio secreto sobre una colina auténtica, si lo que quería era disfrutar cada tarde de un espléndido crepúsculo.

—A primera vista, puede que lo que contemplas a tu alrededor no te llame demasiado la atención —dijo Herbert—. No me refiero a las paredes, claro, sino a esas mesas llenas de interruptores conectadas con las cámaras frigoríficas y con esas grandes cajas oscuras situadas debajo… ¿Qué crees que es todo eso?

—No tengo ni idea —reconoció Jacob—. Evidentemente, se trata de máquinas, pero no sé para qué sirven.

—Más que de máquinas, se trata de una máquina, en singular —precisó Herbert—. Toda la habitación es una sola máquina increíblemente sofisticada y poderosa. Un gran ordenador, pero un ordenador muy distinto a todos los que has visto hasta ahora.

—Desde luego, es muy distinto —admitió Jacob—. ¡Nunca había visto un ordenador que fuese, a la vez, un frigorífico!

—Sí, es cierto; algunos de los componentes de este gran cerebro artificial deben conservarse en el frigorífico, y otros, en cambio, en campanas de esterilización a treinta y siete grados. La razón, Jacob, es que este es el primer ordenador parcialmente neurológico del mundo. Aunque tiene chips de silicio, como otros ordenadores, también tiene chips neuronales. Eso le confiere unas capacidades nunca vistas anteriormente en una máquina.

—¿Está seguro de eso, señor? —preguntó Jacob tras una ligera vacilación—. Se lo digo porque yo he conocido una máquina que también tiene unas capacidades nunca vistas…

—¿Ah, sí? —preguntó Herbert con visible interés—. Supongo que será alguno de los secretos de Dédalo… ¿Y se parece a esta?

—No, no se parece en nada. En realidad, se parece, más bien, a una persona. Es un androide.

—¿Un androide? Se supone que eso está prohibido…

—Pues Hiden lo tiene, y es tan perfecto que hasta posee voluntad propia —aseguró Jacob—. En realidad, yo creo que ni el propio Hiden conoce las capacidades de su «máquina».

—¿Y tú sí las conoces? —preguntó Herbert con curiosidad—. ¿Has tratado con ese androide?

—No mucho, pero sí lo suficiente como para darme cuenta de que es tan complicado de entender como una persona de carne y hueso. Se llama Leo, y, por lo visto, tiene el aspecto de su propio creador, un tal Néstor.

—¡Néstor! Claro, lo vi hace unos meses con Hiden. Aunque, ahora que lo pienso, ¡tal vez no se tratase de él, sino de ese androide!

—Seguro que era Leo, porque, según me han dicho, el tal Néstor está preso en una cárcel orbital desde hace años.

—¡Vaya, ahora lo entiendo todo! —exclamó Herbert descargando un puñetazo sobre la pared teñida de crepúsculo—. Hiden se burló de mí, ¡se burló completamente! Pero, claro, ¿quién iba a suponer que pudiese existir una máquina tan similar a un ser humano? ¡Pobre Néstor!

—Por eso le decía que ya había visto máquinas muy inteligentes —concluyó Jacob con cierta timidez.

—Sí… Comprendo. Supongo que, al lado de ese androide, todo esto te debe de parecer de lo más rudimentario… Sin embargo, no debes dejarte engañar por las apariencias. Puede que la máquina de Hiden se parezca mucho a Néstor, y puede que sea capaz de actuar como un ser humano. Pero este ordenador, Jacob, hace algo más que imitar a los hombres. Es una conciencia humana; mi conciencia.

—¿Su conciencia? ¿Todos esos botones y esos frigoríficos?

—Ya sé que parece increíble, pero así es. En esta máquina está todo lo que yo soy, hijo; todos mis recuerdos, todos mis pensamientos, ilusiones y temores… Ha sido muy difícil conseguirlo, y me ha llevado muchos años. Muchos neurólogos, informáticos y psiquiatras han estado trabajando para mí, aunque sin saberlo. Cada uno ha resuelto una parte del problema, y yo me he limitado a encajar el puzzle. Pero ha merecido la pena.

—¿Por qué? —preguntó Jacob sin comprender.

—Bueno… Mi vida ha sido muy larga, y en ella he acumulado muchos conocimientos y una gran cantidad de experiencia. Gracias a esta máquina, cuando yo muera todo eso no se perderá, y podrá seguir siéndole útil a la Humanidad. Yo no he tenido hijos, Jacob. No me gusta pensar que, cuando yo desaparezca, nada de lo que he sido perdurará. No se trata de orgullo ni de ansias de poder; es que creo que tengo mucho que ofrecer a mis congéneres, y, además, siento que se lo debo. En mi vida he cometido muchos errores, ¿sabes? Y algunos han sido… tremendamente graves. Podría disculparme alegando que era joven y que poseía demasiada influencia; pero eso no me consuela. Si, cuando surgieron las primeras corporaciones, yo me hubiera opuesto, en lugar de intentar aprovecharme creando mi propia multinacional, tal vez hoy el mundo sería muy distinto. Siento que tengo una gran responsabilidad por haber actuado como lo hice, y esta máquina es mi modo de compensar al mundo por mi cobardía de entonces.

Jacob echó una mirada a su alrededor. Las pantallas y los interruptores que tapizaban las mesas centrales parpadeaban como si, en efecto, albergasen algo parecido a la vida. Dentro de una campana se alineaban varias placas cubiertas de un fino tejido de apariencia orgánica mezclado con minúsculas lentejuelas de silicio.

—Sigo sin comprender cómo ha podido lograrlo —murmuró volviéndose a mirar a Herbert—. Admito que esta máquina pueda tener la capacidad que usted dice, pero ¿cómo ha podido meterle todos esos datos acerca de su vida?

—¡Ah, esa ha sido la parte más difícil! —reconoció Herbert con los ojos brillantes—. Todas las noches me conecto a aquel dispositivo de allí y narro en voz alta mis sensaciones y pensamientos del día mientras la máquina registra pormenorizadamente toda mi actividad neuronal. Esa actividad puede ser reproducida en las placas de tejido nervioso sintético que ves en la estufa, y los chips electrónicos insertos en ellas almacenan en su memoria toda la secuencia de conexiones interneuronales asociada a los recuerdos que yo he expresado verbalmente. De esa manera, cada vez que la máquina se vea confrontada a una pregunta que active alguno de esos recuerdos, toda la red de conexiones se pondrá en marcha y reproducirá con exactitud la secuencia de mis pensamientos. En definitiva, esta habitación es una réplica de mi cerebro; una réplica mucho más duradera, eso sí; capaz de seguir pensando muchos siglos después de que yo muera.

Jacob clavó la mirada en el crepúsculo ficticio de la cúpula. Se sentía demasiado impresionado como para decir nada. Solo ahora se daba cuenta de la responsabilidad que había contraído al aceptar que Herbert le revelase su secreto. Estaba claro lo que se proponía el anciano… Quería asegurarse de que, si la muerte le sobrevenía antes de tiempo, alguien se encargase de velar por aquella asombrosa réplica de sí mismo. Una forma, tal vez, de aferrarse a la vida. ¿Quién podía reprochárselo? Al fin y al cabo, era cierto que muy pocas personas en el mundo, si es que había alguna, podían presumir de haber alcanzado el mismo grado de experiencia y conocimiento. ¿Qué había de malo en querer preservar esa sabiduría para que otros pudiesen utilizarla en el futuro?

—¿No dices nada, muchacho? —preguntó Herbert con cierta timidez—. Supongo que aún tienes que asimilarlo. Bueno, creo que ya podemos bajar a ocuparnos de la esfera. De momento, solo te pido que reflexiones sobre lo que acabas de ver y que no se lo digas a los otros. En los próximos días, si estás de acuerdo, volveremos a subir aquí y te enseñaré el modo de activar la máquina y de mantenerla en actividad mínima durante un tiempo indefinido.

Jacob asintió con la cabeza y siguió a Herbert hasta el ascensor. Durante el descenso, sus miradas no se cruzaron. El muchacho tenía la sensación de que un peso insoportable se había instalado en la boca de su estómago. Era algo que le oprimía hasta impedirle respirar, amenazando con asfixiarle.

—Herbert, ¿no le importa que vuelva a la superficie a dar una vuelta? No me encuentro del todo bien.

—Por supuesto, hijo —repuso Herbert, sorprendido—. Espero que esa máquina no te haya asustado, ¿eh? Lo único que te pido es que aprendas los rudimentos de su manejo, para cuando yo falte.

El anciano salió del ascensor, pero, antes de apretar el interruptor para continuar el descenso, Jacob sintió que aún tenía que hacerle una última pregunta.

—¿Por qué me ha elegido, Herbert? Es lo que menos entiendo…

—Porque te pareces mucho a mí cuando tenía tu edad —replicó el científico guiñándole un ojo—. ¿No te parece suficiente motivo?

—Supongo que sí… ¿Puedo regresar dentro de un par de horas?

—Por supuesto, muchacho. Ya sabes que tus huellas están autorizadas para abrir la puerta de este nivel. Pero te advierto que queda muy poco por hacer, así que, si no quieres perderte el final de la reparación, será mejor que no tardes mucho.

Jacob pulsó el botón para bajar y la puerta dorada del ascensor se cerró silenciosamente. Diez minutos después, se encontraba en el vestíbulo de la planta baja, esperando el minibús deslizante que comunicaba la Pagoda con la superficie.

A aquella hora de la mañana, había poca gente en las zonas comunes de la ciudad sumergida, pues todo el mundo se encontraba trabajando. Aparte de Jacob, nadie más se subió al pequeño minibús automático. Con un ligero chirrido, el vehículo se puso en marcha y abandonó el edificio por una puerta secundaria que desembocaba directamente en el Bulevar de los Sargazos.

Jacob iba mirando distraídamente por la ventanilla, pero apenas se fijaba en lo que veía. Su pensamiento seguía en el piso más alto de la pagoda, junto al doble artificial de Herbert. ¿Se engañaba el anciano al pensar que aquella máquina podría sustituirle cuando él no estuviera? Aunque hubiera introducido en ella todos sus recuerdos y experiencias y la hubiese entrenado para establecer las mismas asociaciones de ideas que se producían en su cerebro, ¿significaba eso que pensaba como el propio Herbert? A fin de cuentas, todo aquello no era más que una simulación…

Al llegar a la Plaza Inferior, decidió bajarse y tomar uno de los ascensores que conducían a la superficie. Una vez arriba, tuvo buen cuidado de evitar la isla donde vivían y se dirigió al Barrio de las Flores, un laberinto de callejuelas surcadas por canales y adornadas con grandes macetas colgantes cuajadas de petunias. Se sentó en el pretil de un gracioso puente de piedra y contempló durante largo rato las aguas verdosas del canal que pasaba por debajo. Pensaba que Herbert se había equivocado al juzgarle tan parecido a él. Lo último que él habría deseado era crear una máquina que hiciese perdurar sus pensamientos. ¿Para qué? ¿Qué sentido tenía conservar la memoria de todos sus sufrimientos y decepciones? ¿Quién podría beneficiarse con ello?

Claro que el caso de Herbert era muy distinto del suyo. Su vida había sido más larga, y probablemente sabía muchas cosas que merecían recordarse. Además, tenía una deuda que saldar con el resto de los seres humanos; al menos, así lo creía él. Aquella máquina era su forma de pedir perdón por los errores pasados, e incluso si, a la larga, no resultaba demasiado útil, por lo menos había servido para tranquilizar su conciencia.

Por fin, después de darle muchas vueltas al asunto sin llegar a ninguna conclusión, decidió que lo mejor sería volver a la Pagoda y tratar, una vez más, de entender a Herbert. Regresó, pues, a la Plaza Inferior y se dirigió a la parada del minibús para esperar su llegada. Esta vez había más gente esperando, la mayoría trabajadores del segundo turno que se incorporaban a sus puestos a esa hora. Jacob tuvo que sentarse en la parte de atrás, junto a un señor bastante grueso que sudaba copiosamente bajo su grueso abrigo de lana. El trayecto se le hizo interminable, y a punto estuvo de bajarse antes de llegar a la Pagoda para buscar otro medio de transporte más rápido. Cuando el vehículo se detuvo por fin ante el esbelto edificio, suspiró aliviado. Aún esperaba llegar a tiempo para terminar junto a Herbert la reparación de la esfera.

Tal y como Herbert le había anunciado, el ascensor de acceso restringido reconoció al instante sus huellas digitales y, sin que él pulsara ningún botón, ascendió hasta la penúltima planta, donde se encontraba el laboratorio del tiempo.

Al entrar en la falsa noche estrellada del laboratorio, Jacob se sintió invadido, de pronto, por una gran serenidad. Era como si en aquel lugar uno estuviese a salvo de todos los peligros exteriores… Sonriendo, se aproximó lentamente a la esfera para no distraer a Herbert en caso de que estuviese concentrado en alguna operación importante. Pero lo que vio fue algo muy distinto de lo que había esperado encontrar.

A contraluz, en el interior iluminado de la esfera, se distinguía una silueta que no correspondía en modo alguno a la del anciano científico. Jacob reconoció en seguida en ella la elevada estatura y los cabellos largos de uno de los dos gemelos. Muy despacio, se acercó aún más al aparato para poder distinguir con claridad lo que sucedía dentro. En la parte posterior de la esfera, la pared cóncava brillaba como si fuera un deslumbrante espejo, y el aire, delante de ella, vibraba extrañamente, como vibra el vapor de la atmósfera en los días de calor intenso. El espejo parecía prolongarse en un larguísimo corredor del que apenas se distinguía el fondo. Y lo más inquietante era que de aquel extraño pasillo de paredes reflectantes surgía una voz lejana y distorsionada, pero, a pesar de todo, claramente audible.

—Cumple lo que has jurado hacer —exigía la voz con una entonación y una forma de pronunciar las palabras muy diferentes a todas cuantas Jacob hubiera oído antes.

—Antes, contéstame a lo que te he preguntado —replicó fríamente la voz enronquecida de Aedh—. ¿Qué sabes tú del verdadero Uriel?

—¿Estás dudando, Aedh? —preguntó la voz después de un breve silencio—. Ya sabes cuál es el precio de la duda para un perfecto…

—Únicamente quiero entender lo que sucede a mi alrededor. Después de todo, es a eso a lo que hemos venido, señor.

—No, Aedh. Habéis ido para impedir que sucedan ciertas cosas que podrían resultar fatales. ¿Es que lo has olvidado?

—Lo único que deseo saber es qué relación existe entre Uriel y ese supuesto mensaje extraterrestre —insistió Aedh—. Cuando el Libro Sagrado dice que Uriel nos habló a través de la luz de Ishtar, ¿se refiere a esa estrella artificialmente modulada por una civilización lejana?

Después de un largo silencio, la voz contestó con una inequívoca inflexión de disgusto.

—Estás hablando como un impío, Aedh —dijo—. Nunca habría esperado eso de ti. Sé que tu corazón es puro, hijo mío, pero no debes dejar que se apoderen de él la confusión y la brutalidad de esa triste época en la que te encuentras. La presión es muy grande, lo sé, y otros más experimentados que tú sucumbieron antes a ella. Pero tú eres un perfecto, no lo olvides. Estás obligado a mantener una recta conciencia incluso en las situaciones más extremas. No debes dejarte influir por los espejismos que te rodean. Tú eres más fuerte que ellos…

Mientras la voz desgranaba monótonamente su regañina, Jacob tuvo la impresión de que ya la había oído antes en alguna parte. A pesar de su extraño acento, había algo en ella que le resultaba vagamente familiar y que le producía, sin saber por qué, una horrible sensación de amenaza.

—No me has contestado —repuso Aedh cuando la voz hubo terminado de hablar—. ¿Por qué? ¿Acaso crees que no estoy preparado para comprender la verdad? ¿Acaso crees que no merezco conocerla?

Mientras la voz respondía en el mismo tono disgustado y altivo de antes, Jacob sintió de repente que corría un gran riesgo escuchando aquella comunicación. Algo le decía que los dos interlocutores creían estar dialogando en el más absoluto secreto, y que serían capaces de cualquier cosa si descubrían que alguien los había espiado. Pero, si estaba en lo cierto, ¿qué había pasado con Herbert? ¿Por qué había abandonado el laboratorio, dejándole el campo libre a Aedh? Tenía que avisarle cuanto antes de lo que estaba pasando. Tal vez la utilización de la esfera se estuviese realizando con su permiso, pero, sí no era así, solo él podía decidir lo que convencía hacer.

Con esta idea en la cabeza, Jacob comenzó a caminar lentamente hacia atrás para no hacer el menor ruido; sin embargo, en su nerviosismo, equivocó ligeramente su trayectoria y, en lugar de acercarse a la puerta, se desvió hacia la derecha. De pronto, sus pies tropezaron con un bulto que le hizo tropezar y caerse. Cuando trató de incorporarse, comprobó que el bulto tenía la forma de un hombre derribado en el suelo. Muy suavemente, se inclinó sobre él y le dio la vuelta, pues el hombre había caído de espaldas. A pesar de la oscuridad, sintió un violento escalofrío cuando miró su rostro, pues incluso en la penumbra podía distinguir los rasgos nobles y fatigados de George Herbert.

—¿Quién anda ahí? —preguntó detrás de él la voz de Aedh.

Sin contestar, Jacob se levantó lo más deprisa que pudo y corrió hacia la puerta del ascensor, pero al llegar a ella se encontró en el umbral a un hombre que se interponía en su camino.

Sorprendido, se volvió a mirar la esfera, esperando hallar la silueta de Aedh junto a ella. ¡No parecía posible que el joven se hubiese movido tan deprisa como para llegar a tiempo de obstaculizarle el paso! Sin embargo, era eso lo que había sucedido. Junto a la esfera no se veía a nadie, y era Aedh el que se interponía en su camino hacia el ascensor.

—¿Cómo has entrado aquí, chico? —preguntó el joven sonriendo tranquilamente—. Creí que esto era una zona de acceso restringido…

—¿Cómo has entrado tú? —gritó Jacob, sintiendo, a su pesar, que estaba temblando de pies a cabeza—. ¿Qué le has hecho a Herbert?

—¿Has estado escuchando? —preguntó Aedh, que parecía no haber oído las preguntas del muchacho—. Es mejor que me lo digas, de todas formas lo averiguaré.

Muy asustado, Jacob se lanzó hacia delante esquivando a Aedh, y lo hizo con tanta agilidad que consiguió introducirse en el ascensor. Sin embargo, antes de que le diera tiempo a pulsar el botón de descenso, sintió una poderosa mano en su mandíbula.

—No hagas el tonto, ¿vale? —dijo Aedh arrastrándole fuera del ascensor—. Vas a obligarme a hacerte daño…

Sin soltar al muchacho, Aedh lo arrinconó contra una de las paredes que simulaban el firmamento lleno de estrellas. Era muy raro verse así, oprimido contra lo que un instante antes parecía un cielo nocturno.

—¿Vas a decirme lo que has oído? —insistió—. No tengo tiempo, Jacob, y si no colaboras va a ser peor para ti.

—No te tengo miedo —replicó Jacob, tratando de soltarse—. He oído que te comunicabas con alguien, y que hablabais de Uriel.

—Entonces, has oído demasiado. Te aconsejo que te relajes, chico. Voy a entrar en tu mente para borrar ese recuerdo de tu memoria, y, cuanta más resistencia opongas, más te dolerá.

Antes de que Jacob pudiera reaccionar, sintió un dolor tan agudo en la parte izquierda de la cabeza que cayó al suelo. Era como si un enorme puño se estuviese abriendo paso entre las circunvoluciones de su cerebro, presionando la blanda masa de neuronas hasta casi triturarla. El dolor avanzaba lentamente, como un taladro, hacia el interior de la cabeza, y, con cada milímetro de terreno que ganaba, aumentaba exponencialmente su intensidad, hasta volverse tan insoportable que Jacob se sintió a punto de enloquecer. Confusas imágenes de miembros retorcidos y clavos hundiéndose en su carne pasaban por su mente como una exhalación, mezcladas, de vez en cuando, con la voz lejana y distorsionada de la esfera y con el rostro deformado de Hiden. Cuanto más se esforzaba en impedir el avance de aquella devastadora fuerza, más agudo se volvía su sufrimiento. Ya no podía pensar, ni recordar; todas sus facultades estaban concentradas en aquel sangriento combate que, desde el principio, parecía perdido.

Y, de pronto, lo oyó. Una voz suave y familiar resonó muy lejos en su cabeza, al principio tan débil que no pudo comprender lo que decía. Pero la voz insistió, esta vez más cerca, y Jacob reconoció en ella el timbre melodioso y apacible de Selene.

—Estoy contigo, Jacob —repitió varias veces—. He vuelto para ayudarte.

Al principio, el muchacho creyó que se trataba de una alucinación de su agotado cerebro, y luchó con todas sus fuerzas contra ella, tratando de ignorarla. Pero la voz insistía, amigable y serena, demasiado real para tratarse de un truco de Aedh.

—No opongas más resistencia, Jacob —dijo suavemente—. Eso es lo que alimenta su fuerza, el muro sólido que le opone tu pensamiento. Tienes que engañarle, hacerle creer que toda tu resistencia ha cedido. No le opongas un muro, sino un laberinto. Recuerda el laberinto que creaste para Hiden, en la isla. Puedes hacerlo también con él. Haz que se pierda en tu pensamiento, que vague de un sitio a otro sin encontrar la salida.

Sin saber por qué, Jacob hizo de inmediato lo que la voz le pedía. Al dejar de oponerse al puño que le aplastaba, este pareció transformarse de pronto en un gusano viscoso que se deslizaba con rapidez por el interior de su conciencia. Obedeciendo la sugerencia de Selene, Jacob se esforzó por guiar a aquella gelatinosa criatura hacia los más oscuros recovecos de su mente. Dejó que se pasease por sus recuerdos sin tratar de retenerlo, alzando continuamente nuevas bifurcaciones de su memoria ante su avance, multiplicando las imágenes a su alrededor. Aquel vagabundeo se prolongó durante mucho rato, hasta que, de pronto, Jacob creyó percibir una ligera vacilación en la criatura, como si estuviese dudando entre continuar hacia delante o darse la vuelta. Era su oportunidad… Concentrando toda la energía de su espíritu, empujó al invasor hacia su más oscura pesadilla, aquel monstruo descarnado como un cadáver con el que una vez había logrado aterrorizar a Hiden. Sintió que el pensamiento de Aedh se hundía en aquella imagen angustiosa como en un pozo de aguas corrompidas. Incluso creyó oír un grito ahogado de su adversario, que luchaba por no ahogarse en su propio terror…

—Muy bien, Jacob —murmuró la voz de Selene en su interior—. Ahora, déjamelo a mí… Voy a transformar tu pesadilla en un virus que paralice su rueda neural. Es solo un momento… Tú descansa, Jacob. Descansa, has sufrido mucho. Mira… Todo ha terminado. Puedes mirar a tu adversario, si quieres. Ahora es él quien sufre…

Sintiendo un agudo dolor en las retinas, Jacob abrió lentamente los ojos. Delante de él, Aedh había caído de rodillas al suelo y se retorcía salvajemente mientras lanzaba aullidos de dolor. El virus creado por Selene se extendía por su cerebro como un ácido corrosivo, derramándose por todas partes y destruyéndolo todo.

Compadeciéndose de su rival, Jacob trató de incorporarse para acudir en su ayuda, pero un dolor semejante al que podrían haberle producido un centenar de agujas clavadas en sus sienes le nubló la vista y, después de tambalearse un instante sobre sus rodillas, cayó al suelo con un ruido sordo. Agotado por la lucha, había perdido la conciencia…