Capítulo 10
El maestro del Tapiz
Pasaron varios días sin que el estado de Selene mejorase sustancialmente. Sus compañeros se turnaban para hacerle compañía en la habitación del hospital, pero, por más que intentaban distraerla, apenas lograban arrancarle algunas palabras. Poco a poco iba recordando lo sucedido en el Auditorio, y esos recuerdos le producían, al parecer, un sufrimiento insoportable. Ni siquiera los médicos que la atendían comprendían lo que le estaba sucediendo. Era evidente que el intenso esfuerzo mental que había supuesto la decodificación del mensaje extraterrestre había terminado alterando, de algún modo, el equilibrio psicológico de la muchacha, pero nadie se atrevía a aventurar un diagnóstico más preciso. Lo único que estaba claro era que Selene había pagado un alto precio por utilizar al máximo las extraordinarias capacidades cerebrales que poseía; y eso era algo que ni Martín, ni Jacob, ni Casandra podían apartar de su mente.
Herbert visitaba poco el hospital, y sus invitados solo lo veían cada día a la hora de la cena, en casa de Laura generalmente. El resto de la jornada lo pasaba trabajando en la reparación de la esfera, pues, según había comprobado el primer día, con Aedh, algunos sistemas de control se habían deteriorado por falta de uso y requerían una minuciosa puesta a punto.
Después de constatar que, por el momento, la comunicación con su propia época no podía realizarse, Aedh se había desinteresado por completo de la esfera. Cada noche, durante la cena, le preguntaba a Herbert cómo iban sus reparaciones, pero no había vuelto a acompañarle a la Pagoda. Martín se preguntaba qué hacía durante todo el día el gemelo de Deimos, pues cada mañana salía antes de que los demás se hubiesen levantado y no regresaba hasta bien entrada la tarde. El propio Deimos parecía preocupado por el comportamiento de su hermano, aunque procuraba no hablar del asunto. Cuando alguien le preguntaba si sabía a qué se dedicaba Aedh mientras estaba ausente, invariablemente respondía:
—Se dedica a pasear; y a pensar.
Por qué tenía que pensar tanto era algo que a Martín le intrigaba cada vez más; en realidad, se había fijado en que la relación entre los dos gemelos se había vuelto extrañamente tensa durante la enfermedad de Selene. Apenas se hablaban, y, cuando lo hacían, empleaban un tono de cortesía distante que a Martín no le resultaba natural entre dos hermanos. Además, el carácter de ambos había cambiado; mientras Aedh se mostraba ahora más frío y reservado con todos, Deimos, en cambio, pasaba cada vez más tiempo con los chicos, especialmente con Martín, al que seguía guiando en su entrenamiento con la espada fantasma, pero también, y cada, vez de un modo más abierto, con Casandra.
—No sé si decírselo —le dijo un día a Martín después de recoger el Tapiz de las Batallas, con el que habían estado practicando un rato en la buhardilla de Laura.
Aunque Herbert les había conseguido una casa para ellos solos en la misma calle que la de la anciana, Deimos le había pedido permiso para seguir utilizando la buhardilla como «lugar de trabajo» durante el día. La investigadora se lo había concedido de buena gana, dado que ella pasaba toda la jornada fuera de casa; y, de ese modo, el entrenamiento con las espadas había podido continuar sin levantar las sospechas de nadie, ni siquiera las de la propia Laura, que jamás subía a la buhardilla. Lo cierto era que el sistema de turnos en el hospital les permitía aprovechar para los entrenamientos las horas de la tarde en que Alejandra y Casandra acompañaban a Selene, de manera que las dos chicas no podían notar su ausencia. En cuanto a Jacob, todos los días, después de comer, descendía a la Pagoda para ver trabajar a Herbert en la esfera. Por lo visto, aquella actividad le fascinaba, y no parecía prestarle atención a nada más.
Aquella tarde, habían dejado de entrenar pronto, pues Martín se había hecho daño al detener un golpe de Kirssar, su rival en el tapiz. Sin embargo, habían decidido permanecer en casa de Laura hasta que los demás llegasen, pues, como empezaba a ser habitual, la anciana los había invitado a todos a cenar aquella noche.
—¿Decirle qué? ¿Y a quién? —preguntó Martín, que aún seguía pensando en su combate con Kirssar y en el estúpido error que había cometido.
—A Casandra, ¿a quién va a ser? —preguntó Deimos, sorprendido ante la poca perspicacia de su amigo.
—¿Vas a decirle que te gusta?
—No me refiero a eso —repuso Deimos atropelladamente—. Me refiero a lo de mis recuerdos, a mi sensación de conocerla desde hace tiempo… Supongo que no debería seguir ocultándoselo, pero, por otro lado, me da miedo que se ría de mí si le cuento la verdad. Después de todo, es lo más probable, ¿no te parece? ¿Por qué habría de creerme? Mi historia es ridícula.
Martín había dejado de pensar en el Tapiz de las Batallas y le escuchaba ahora con toda su atención.
—No creo que Casandra se ría —dijo al concluir Deimos—. Es verdad que tu historia es rara, pero ella está acostumbrada a esa clase de cosas. Desde pequeña, tiene visiones extrañas, visiones que probablemente procedan de recuerdos del futuro. Sabe lo que se siente al recordar cosas sin comprender lo que significan.
—Pero yo sí comprendo lo que significan mis recuerdos —le interrumpió su compañero, yendo hacia la ventana.
—¿Ah, sí? —preguntó Martín, sorprendido.
—Sí. Significan que lo que existía entre Casandra y yo era algo tan profundo que ni siquiera el más sofisticado programa de borrado de memoria ha conseguido hacerlo desaparecer de mi mente. Significa que toda mi personalidad ha luchado contra la tecnología neural que me implantaron para conservar esos recuerdos. Pero ¿cómo voy a decírselo a ella? Apenas me conoce.
—No sé, Deimos —dijo Martín después de meditar un momento las palabras de su amigo—. Yo no entiendo nada de estas cosas, pero a mí me da la impresión de que Casandra, de algún modo, sabe lo que sientes.
—¿De verdad? Yo no le he notado nada…
—Cuando habla contigo, parece distinta; es como si se le olvidara que los demás estamos también ahí… Da la impresión de que lo que dices le interesa de una manera especial; a los demás no nos escucha de la misma forma.
—¿Tú crees? Ojalá tengas razón —dijo Deimos con la vista clavada en el mar—. Tengo miedo de que se asuste si descubre lo serio que es esto para mí. Es muy joven, solo tiene quince años… Yo debo de parecerle muy mayor, aunque no tengo más que diecinueve.
—Bueno, si de verdad la quieres tanto, supongo que eso no es tan importante —dijo Martín en tono convencido.
—¡Por supuesto que no lo es! —replicó Deimos con viveza—. Yo me doy cuenta de que tengo que adaptarme a su edad, y estoy dispuesto a esperar todo el tiempo que sea necesario hasta que ella se sienta preparada; pero ella a lo mejor no lo sabe…
—Entonces, tienes que decírselo —aconsejó Martín con esa seguridad que otorga, a veces, la falta de experiencia—. Ser sincero siempre es la mejor opción, ¿no crees? Además, si no le dices nada y la cosa no… no progresa, luego lo lamentarás.
—Sí… No hacer nada es desesperante.
Deimos se quedó callado mirando el mar, que poco a poco iba cubriéndose de sombras. Martín no sabía si continuar con la conversación; comprendía las dudas de su amigo, y, a pesar de que había intentado ayudarle hablando de un modo decidido, en su fuero interno sabía que las cosas no eran tan sencillas como él había tratado de presentarlas, y se sentía un poco culpable.
—Tardan mucho, ¿no te parece? —observó, refiriéndose a Laura y al resto de los invitados—. Ya deberían estar aquí…
Pero Deimos ni siquiera pareció oírle, abstraído como estaba en sus propios pensamientos.
—Creo que será mejor que suba un rato más a entrenar, hasta que lleguen —dijo Martín retrocediendo hasta la puerta—. Avísame, ¿vale?
Deimos se volvió un momento e hizo un vago gesto de asentimiento con la cabeza. Martín subió a toda prisa las escaleras de la buhardilla y se plantó frente al tapiz de las batallas con un suspiro de alivio. Por alguna razón que él mismo no comprendía muy bien, estaba deseando apartar de su mente la reciente conversación.
En cuanto cogió la espada y concentró su pensamiento sobre el tapiz, notó que algo, en sus dibujos, se movía de un modo diferente a las veces anteriores; la figura que poco a poco fue surgiendo de entre la selva de móviles bordados no era la del venerable Kirssar, sino otra que, hasta entonces, Martín no había visto antes.
—Hoy has venido solo, Martín —dijo una voz cálida y grave en su cerebro—. Bien; parece que ha llegado el momento.
—¿Quién eres? —preguntó el muchacho, sintiendo que el corazón se le aceleraba—. ¿Dónde está Kirssar?
—Kirssar ya te ha enseñado cuanto podía enseñarte —dijo la voz—. En su tiempo, el arte de la espada no había alcanzado la perfección espiritual de nuestros días. Él fue su inventor, y le debemos mucho; pero han transcurrido más de doscientos años, y otros, después de él, han profundizado en el camino que él emprendió; han hecho de la espada un arte más noble y hermoso que ninguno, y eso es lo que me propongo enseñarte.
—Pero no has contestado a mi pregunta…
La figura del tapiz se quedó inmóvil durante un momento que a Martín le pareció desproporcionadamente largo. Había en los ojos grandes y azules de aquel nuevo adversario una dulzura que no parecía propia de un luchador, y sus rubios y largos cabellos ondeaban al viento, como si dentro del tapiz se hubiese levantado, de pronto, una insistente brisa.
—¿De verdad no sabes quién soy, Martín? —preguntó el hombre, sonriendo.
Sintiendo un vuelco en el corazón, Martín comprendió, de pronto, que sí lo sabía.
—Eres… mi padre… —dijo en un susurro.
—Así es —le confirmó el guerrero, desprendiéndose de la brillante capa verde que le cubría hasta los pies para dejar al descubierto la sencilla túnica de lino crudo que llevaba debajo—. Soy Erec de Quíos, hijo de Conall; tu padre.
—No vas vestido como un guerrero —observó Martín, tratando de dominar su emoción.
—Los luchadores de espada no necesitan armaduras ni escudos, hijo mío. Su armadura es su pensamiento, y su escudo, su voluntad. De eso es precisamente de lo que quería hablarte. Hasta ahora has aprendido a sostener la espada en tu mano, a esquivar algunos golpes y a parar otros, incluso a atacar sin que el adversario se aproveche de tu audacia para derribarte. Todo eso está muy bien, pero no es más que el principio. A partir de ahora, tendrás que aprender a luchar con la mente y con el corazón. Solo así llegarás a dominar la espada, y, solo así, ella consentirá un día en revelarte su nombre.
—Quiero aprender —dijo el muchacho con voz temblorosa—. Quiero aprender, padre, de veras… Pero, por más que lo he intentado, no he conseguido que la espada me obedezca y viaje al instante del futuro que le conviene a mi ataque, no he conseguido hacerla desaparecer ni una sola vez.
—Eso llegará con el tiempo, hijo. Por el momento, has progresado mucho. Eres capaz de adivinar la trayectoria de la espada de tu adversario incluso cuando esta desaparece, ¿no es así?
—Veo los signos de su empuñadura moviéndose en el aire como ascuas de fuego —repuso Martín—. Es muy extraño…
—Es el principio, y significa mucho. Quiere decir que eres capaz de introducirte en la mente de tu adversario y adivinar las instrucciones que le ha dado a su espada… Muchos aspirantes a convertirse en luchadores han tratado de alcanzar ese nivel durante años sin conseguirlo. Tú solo has tardado algunos días. Pero, como te he dicho, es solo el principio. Ahora debes aprender qué hacer con ese conocimiento que eres capaz de robarle a tu adversario, cómo debes mover tus manos y tus piernas para sacar el máximo provecho de su desventaja.
—¿Y qué tengo que hacer?
—Primero, escucharme —repuso Erec frunciendo ligeramente sus espesas cejas rubias—. Luego, meditar mis palabras. Y, por último, convertirlas en parte de tu mente y de tu cuerpo, de manera que te guíen en todas tus acciones como si vibrasen dentro de tus músculos o viajasen por tu sangre.
Erec alzó lentamente su propia espada, que era idéntica a la de Martín. Con la misma lentitud, ejecutó un largo movimiento diagonal que al muchacho le recordó un paso de baile.
—Cinco son las virtudes de la espada —dijo mientras repetía el movimiento en sentido contrario, sin apartar nunca los ojos de Martín—: Justicia, Honor, Valentía, Cortesía y Humildad. Nunca subestimes ninguna de las cinco, pues todas poseen la misma importancia. El Honor sin Humildad solo te acarreará la ruina, lo mismo que la Valentía sin Justicia.
—Comprendo —dijo Martín, sintiendo, mientras escuchaba a su padre, que una desconocida serenidad se apoderaba de sus miembros.
En el tapiz, la figura de Erec aparecía ahora bañada en una luz dorada.
—Lo primero que debes aprender es la inmovilidad. Un buen luchador no es solo el que se mueve con la rapidez del relámpago, sino, sobre todo, el que, cuando está quieto, sabe mantener la firmeza de una montaña. Tus movimientos deben brotar siempre de tu voluntad, nunca de la de tu adversario. Tenlo siempre presente, hijo mío.
Martín observaba fascinado la figura de su padre, que, firmemente plantada en el suelo virtual del tapiz, parecía, de pronto, haber aumentado de estatura.
—Hoy te enseñaré un lance sencillo que todo luchador debe conocer. Es «El Dragón Verde que Emerge del Mar».
Consiste en rodear con la espada la hoja de la espada del contrincante y luego presionar bruscamente hacia abajo, desarmándolo. Así, ¿ves?
Con una rapidez que el muchacho no esperaba, Erec realizó con su espada la maniobra que acababa de describir y, en un instante, hizo caer la espada de Martín al suelo.
—Prueba tú ahora, hijo —dijo volviendo a su impresionante inmovilidad anterior—. Concéntrate en el nombre del lance, imagina que tu espada es la cabeza escamosa y resbaladiza del dragón; mueve tu brazo como si fuese el cuello de la bestia esmeralda rompiendo la superficie de las olas… Así; muy bien, aunque la próxima vez tendrás que ser más rápido.
Martín se había esforzado por seguir las indicaciones de su padre, pero, sin saber cómo, se había encontrado de nuevo con la espada en el suelo. Erec había girado la muñeca en el preciso momento en que él había golpeado, haciéndole perder el equilibrio y aflojar su mano sobre la empuñadura del arma.
—Recuerda, Martín: Justicia, Honor, Valentía, Cortesía y Humildad —dijo el rubio luchador sonriendo—. En esta ocasión te ha fallado la última; te has confiado, y por eso el lance no te ha salido bien. Tendrás que repetirlo cientos de veces para alcanzar la perfección, y luego deberás aprender a aplicarlo incluso en ausencia de la espada rival, anticipándote a su aparición; eso resulta un poco más difícil… ¿Te sientes con ánimos para probar otra vez?
Martín estaba a punto de asentir con la cabeza cuando sintió un violento zarandeo en su hombro.
—Tienes que dejarlo, Martín —oyó decir a Deimos—. Ya han vuelto todos, y preguntan por ti… Les he dicho que estabas durmiendo.
Casi en el mismo instante, la silueta de Erec comenzó a disolverse en sombras, aunque Martín creyó ver, antes de que se desdibujase definitivamente, cómo alzaba la mano y la agitaba a modo de despedida.
—¡Era mi padre, Deimos! —dijo frotándose los ojos, como si acabase de despertar de un extraño sueño—. ¡Y hablaba como si estuviese aquí mismo, conmigo! ¿Cómo es posible?
—Ya te he dicho que es un tapiz interactivo —repuso Deimos con cierta impaciencia—. Sus figuras pueden responder a tus preguntas de un modo inteligente, pero eso no significa que estén vivas. Lo que has visto es una imagen de tu padre respondiendo a tus preguntas a través de un programa inteligente; no es tu verdadero padre…
—¡Pues lo parecía! Me da igual lo que digas, Deimos, estoy seguro de que mi padre habría hablado de una manera muy parecida, de haber estado aquí conmigo. Es un gran hombre.
—En eso tienes razón —dijo Deimos sonriendo—. Es un hombre muy sabio, en el sentido más amplio de la palabra. No solo tiene grandes conocimientos, sino también grandes virtudes. Es un ejemplo para muchos. Me alegro de que, en cierto modo, lo hayas conocido. Así te darás cuenta de que tienes buenos motivos para volver a la época a la que perteneces.
—Parecía bastante joven…
—En nuestra época, la gente conserva la apariencia de la juventud durante mucho tiempo. No necesitan máscaras virtuales ni nada semejante… Pero será mejor que bajemos. Los otros pueden impacientarse y venir a buscarnos.
Martín bajó las escaleras pensando todavía en Erec y en el lance del Dragón Verde. Al entrar en la sala principal, donde Laura y Jacob estaban poniendo la mesa, saludó a todos con aire distraído.
—Hay grandes noticias, Martín —anunció Alejandra, acercándose—. Herbert y Laura han ido a buscarnos al hospital para contárnoslo. ¡Selene tenía razón!
—¿Qué quieres decir? —preguntó Martín, volviendo bruscamente a la realidad.
—Había algo en el lugar que ella nos indicó —explicó Laura—. Algo que yo jamás habría creído posible. Y que, sin embargo, existe.
—No entiendo… ¿A qué te refieres?
—Había un faro, Martín. Una estrella del tamaño del sol transformada en faro por una inteligencia extraterrestre.
Martín trató de imaginarse el objeto celeste del que hablaba Herbert, pero solo consiguió ver en su imaginación un gigantesco foco girando como una peonza en el cielo estrellado.
—Me parece que sigo sin entenderlo —dijo tímidamente.
—La luz de la estrella ha sido modulada de un modo artificial —explicó Laura mientras terminaba de colocar las servilletas—. Alguien ha colocado en la trayectoria de esa luz una nube de polvo controlada a distancia, o un enjambre de asteroides… No sabemos qué; algo, en todo caso, que hace que la luz de la estrella varíe su intensidad y su color rítmicamente, y no al azar…
—En realidad, esos cambios en las ondas electromagnéticas siguen un código —la interrumpió Herbert—. Y lo más fascinante es que se trata del mismo código ternario que Selene logró descifrar en el mensaje de ondas de radio.
—¿Cuándo se ha sabido? —preguntó Deimos, vivamente interesado.
—Hace algunos días que se viene estudiando esa estrella, hasta ahora desconocida —repuso Laura—. Pero, hasta esta tarde, no se han hecho públicas las conclusiones…
—¿Y ya se ha traducido el mensaje? —preguntó Martín—. ¿Qué dice?
—Según parece, los pulsos de luz llegan con mucha más lentitud que las ondas de radio —explicó Alejandra, que ya estaba al corriente de todo gracias a las explicaciones que Herbert les había adelantado en el hospital—. Cada día llegan tan solo unas pocas decenas de signos… Eso significa que habrá que esperar años hasta tener el mensaje completo.
—Qué raro —observó Aedh, que, por lo visto, había llegado al mismo tiempo que los otros—. ¿Por qué no habrán enviado todo el mensaje en ondas de radio? ¿Por qué utilizarlas únicamente para señalarnos otro sistema de comunicación mucho más lento?
—Tal vez sea eso lo que les interesa, su lentitud —dijo Laura pensativa—. Si el mensaje tarda cien años en completarse, eso significa que hará falta una civilización capaz de mantenerse estable durante más de cien años para que logre captarlo; puede ser, para ellos, una garantía de que no van a poner sus secretos en manos de cualquiera. La estabilidad implica paz, y tal vez sea eso lo que ellos andan buscando; un mundo inteligente y pacífico…
—Pues, si es así, se han equivocado con nosotros —dijo Jacob con una mueca—. Tenemos poco de pacíficos… Lo más probable es que estalle una guerra antes de que se haya captado el mensaje completo. Lo obtenido hasta entonces se perderá o se destruirá… Vamos, que caerá en el olvido.
—Sí, tienes razón —murmuró Aedh—. Eso es, sin duda, lo que debe de haber sucedido.
Martín sintió un escalofrío al oír aquello; no era la primera vez que escuchaba a uno u otro de los gemelos mencionar la posibilidad de una guerra inminente; y, puesto que ellos venían el futuro, debían de saber lo que estaban diciendo.
—Fijaos en esto —dijo de pronto Alejandra, que había sacado de su bolsillo la llave del tiempo—. ¡Ahora sí que ha cambiado definitivamente! Hay unas nuevas cifras en el anillo exterior, y un nuevo cielo… ¡Este era el acontecimiento que debía producirse para que cambiara!
—Eso significa, entonces, que alguien debe recordarlo, incluso en vuestra época —dijo Herbert mirando con curiosidad a los gemelos—. Si no, no hubiesen programado ese aparato con esta fecha…
A Martín no le pasó inadvertida la mirada de perplejidad de Deimos. Cada vez le resultaba más evidente que los dos hermanos lo ignoraban casi todo acerca de la misión que había enviado a sus cinco compañeros al pasado. Pero ¿cómo era posible? Se suponía que ellos habían venido para ayudarlos… ¿Cómo iban a hacerlo si no tenían ni idea de cuál era su misión?
—Laura, ¿podrías comprobar desde tu rueda neural adonde corresponden estas coordenadas geográficas nuevas? —preguntó Alejandra—. Yo no me atrevo apenas a usar la mía, por si me localiza la gente de Dédalo.
—Por supuesto —dijo la anciana, sonriendo—. Veamos… Esta es la latitud, ¿verdad? —dijo inclinándose sobre el pequeño objeto—. Y esta la longitud… ¡Qué raro! Se supone que la cosa esta debía indicaros una nueva cita, ¿no? —Pues sí… ¿Por qué lo dices?
—Porque las coordenadas que aparecen aquí corresponden a un punto en medio del océano Pacífico, en el hemisferio norte. Un lugar donde no hay islas, ni nada… ¿Qué diablos se supone que tenéis que hacer ahí? Martín y Jacob se miraron.
—Ni idea —dijo este último—. ¿No podrías fotografiar la distribución de estrellas que aparece en la llave y compararla con alguna base de datos? Así sabríamos el día fijado para la cita. A lo mejor eso nos aclara algo…
—Eso nos llevará algún tiempo —dijo Laura, dirigiéndose hacia una pequeña terminal de ordenador que había junto a la ventana—. Pero, de todas formas, supongo que no seríais capaces de probar bocado antes de aclarar el asunto, así que no os importará que la cena se enfríe… Vamos a ver. Ya tenemos la foto en el ordenador. Veamos si la reconoce. Laura manipuló el panel de mandos de su aparato, haciendo desfilar por la pantalla sucesivas imágenes de mapas celestes sin encontrar lo que buscaba.
—Qué raro —murmuró—. No lo reconoce… Herbert, tú siempre has sido aficionado a la Astronomía, ¿no? ¿Por qué no le echas un vistazo a esa imagen?
—Déjame ver —dijo Herbert tomando en sus manos la rosa de los vientos e inclinándose sobre la oscura superficie de vidrio cuajada de estrellas—. Sí que es curioso… Reconozco la mayor parte de las constelaciones, pero aquí hay una estrella que nunca había visto. O tal vez sea un planeta… Es difícil saberlo. Normalmente, las estrellas se diferencian de los planetas por su parpadeo, pero aquí ninguna de las estrellas parpadea.
—¿En serio? —preguntó Martín muy intrigado—. Pues antes, cuando la llave señalaba la torre de Saint-Jacques, sí parpadeaban…
Herbert seguía examinando la cambiante superficie de la llave con absoluta concentración.
—Es muy extraño, muy extraño —murmuró, sin contestar a Martín—. Una estrella azulada… Y tampoco la luna parece estar en su sitio. Tendría que observarla durante un rato más largo, pero ¡da la impresión de que se mueve al revés!
—Entonces, ¿no corresponde al cielo que puede verse desde esas coordenadas del hemisferio norte que señala el aro exterior de la llave? —preguntó Martín.
—Parece evidente que no —repuso Laura, mirando a la pantalla—. En realidad, no parece corresponder a ninguna parte…
—Tiene que haber un error —dijo Jacob, aproximándose a Herbert para mirar la llave del tiempo por encima de su hombro—. Tal vez ese mapa celeste corresponda a un momento muy distante del futuro… Tan distante, que nuestros ordenadores ni siquiera están programados para simularlo.
—Puede que tengas razón —admitió Herbert—. Aedh, ¿por qué no te acercas a echar un vistazo? Tú o tu hermano podríais decirnos si, en vuestra época, se ve esta estrella de aquí… En principio, no tendría por qué haber diferencias sustanciales en la posición relativa de las estrellas entre vuestra época y la nuestra. Tened en cuenta que nosotros seguimos basándonos en las observaciones astronómicas de los antiguos sumerios, que tienen más de cuatro mil años de antigüedad, y todavía nos sirven. ¡El cielo no cambia tan deprisa! Pero, quién sabe… A lo mejor esa estrella azulada corresponde a alguna superestación orbital del futuro, que brilla de esa forma vista desde la Tierra.
Aedh examinó el pequeño objeto con atención antes de devolvérselo a Herbert con la decepción pintada en el rostro.
—No sé mucho de Astronomía —admitió—. Pero lo que sí sé es que esa estrella azul no la he visto nunca desde la ventana de mi casa.
Deimos también se acercó a observar el pequeño planetario, pero sus conclusiones fueron idénticas a las de su hermano.
—Si se trata de un cielo del futuro, desde luego no pertenece a nuestra época —concluyó.
—¡Espero que eso no signifique que tendremos que viajar aún más lejos! —observó Martín, alarmado.
Alejandra le apretó la mano con expresión angustiada. Hasta entonces, no se le había ocurrido pensar que la próxima misión de sus amigos podía conducirles a otra época distinta de la suya. Si eso sucedía, tendría que despedirse de Martín, tal vez para siempre… A menos que se atreviese a plantearles a los otros la posibilidad de acompañarlos.
—Creo que aquí hay un error —dijo Deimos, pensativo—. No conozco todos los detalles de vuestra misión, pero se supone que estáis aquí para averiguar ciertos datos de la historia de nuestro planeta que se habían olvidado con el tiempo… Quizá el aparato se haya averiado, o tal vez sus programadores hayan equivocado sus cálculos. No debemos sacar conclusiones precipitadas.
—Bueno, vosotros mismos dijisteis que se podía utilizar la esfera para establecer comunicación con vuestro tiempo —dijo Martín—. ¿Por qué no lo hacemos? Así podrán explicarnos si se trata o no de una equivocación; además, ya es hora de que alguien nos diga claramente lo que se espera de nosotros —añadió mirando a Deimos con cierta suspicacia.
—La reparación de la esfera está casi terminada —anunció entonces Herbert—. Jacob ha sido de gran ayuda, aunque no lo creáis… ¡Tiene unas dotes increíbles para la ingeniería! El caso es que, si queréis intentar la comunicación, en un par de días o tres todo estará listo. No voy a ocultaros que me encantaría estar presente…
—¿Por qué? ¿Es que no te fías de nosotros? —preguntó Aedh con una ironía fuera de lugar, dada la cordialidad con la que había hablado Herbert.
—¿Por qué no discutimos todo eso mañana? —propuso Deimos con una sonrisa que parecía querer disculpar a su hermano—. Ahora estamos demasiado cansados para pensar con claridad. Es muy tarde, y la cena de Laura se está enfriando.
Todos estuvieron de acuerdo con Deimos, y, mientras Laura apagaba su ordenador, Martín y Herbert fueron a la cocina para traer las dos soperas que contenían el primer plato, un delicioso potaje de algas con patatas que la anciana había dejado preparado por la mañana, y que resultaba tan reconfortante para el cuerpo como para el espíritu.
La conversación durante la cena fue alegre y animada. Alejandra, dejando a un lado su preocupación por el significado del mapa celeste de la llave, habló de la recuperación de Selene, que parecía acelerarse de día en día. Jacob también se mostró locuaz e ingenioso; su colaboración con Herbert parecía haber mejorado significativamente su humor, e incluso sus facciones, habitualmente lánguidas y distantes, se habían vuelto más enérgicas y animadas que de ordinario. Deimos también trató de ser agradable con todos, aunque para Martín, que empezaba a conocerlo, era evidente que se sentía preocupado. Tal vez se debiera a la creciente hostilidad de su hermano hacia todos cuantos le rodeaban, o quizá al obstinado silencio de Casandra, que desde su llegada no había pronunciado ni una sola palabra.
Aquella noche, después de recoger los platos y despedirse de Laura, Alejandra le propuso a Martín dar un paseo por el muelle antes de irse a dormir.
—Ya sé que es tarde —dijo—; pero en la casa hay tanta gente, que nunca encuentro el momento de hablar a solas contigo…
Martín aceptó encantado y, tras despedirse de los demás, los dos adolescentes avanzaron por el estrecho paseo marítimo adornado de palmeras. El aire olía a salitre, y las guirnaldas de bombillitas que iluminaban los restaurantes alineados frente al puerto daban un aire festivo a toda la escena, a pesar de los escasos viandantes que frecuentaban el lugar a aquella hora de la noche. También las barcas ancladas junto al muro estaban iluminadas con pequeños faroles que hacían resaltar, sobre la negrura del agua, los vivos colores de sus cascos de madera. La verdad es que uno se sentía como un turista en una ciudad de vacaciones.
—¿No te parece que todos están muy raros? —preguntó Alejandra, que, apoyada sobre la barandilla de piedra que bordeaba el paseo, había cerrado los ojos para disfrutar mejor la caricia de la brisa sobre su rostro.
—¿Tú también lo has notado? —preguntó Martín, mirando distraídamente las barcas iluminadas—. Casandra no ha dicho una palabra en toda la noche… ¿Sabes si le ha pasado algo?
—Está preocupada. Sabe que Deimos se interesa por ella, y tiene miedo. Dice que apenas lo conoce, que no sabe nada de él… Pero yo creo que está empezando a enamorarse.
—Yo también he estado hablando con Deimos sobre el tema —dijo Martín—. ¿Sabes? No creo que Casandra tenga motivos para tener miedo. Es un buen tipo, y lo que siente por ella va muy en serio… ¡Él también está asustado!
Alejandra se quedó callada durante un buen rato.
—En cualquier caso, ellos lo tienen mejor que nosotros —dijo al fin—. Pertenecen al mismo mundo… En cambio, tú y yo ¿qué futuro tenemos? Antes o después, tú tendrás que irte a tu época, y no creo que a mí me dejen acompañarte… Además, aunque me dejaran, ¡no sé si querría hacerlo!
—Pues yo tengo muy claro lo que quiero —dijo Martín volviéndose a mirar a su amiga con el ceño fruncido—. Quiero estar contigo, y eso es algo que está por encima de todo lo demás. No voy a dejar que me obliguen a hacer cosas que no quiero hacer, ¿sabes? ¡Al diablo sus investigaciones y sus grandes planes! La culpa es suya, por utilizar a seres humanos como conejillos de Indias…
—Yo también quiero estar contigo por encima de todo, Martín; pero, a lo mejor, las cosas no son tan sencillas. Imagínate que dependiese de ti la liberación de tu padre, por ejemplo. Si te pidieran que viajases al futuro a cambio de sacarlo de la cárcel, ¿no lo harías? Es solo un ejemplo, pero lo que quiero decir es que puede llegar un momento en que tengamos que decidir teniendo en cuenta a otras personas, no solo lo que nosotros queremos.
—¿Sabes que hoy en conocido a mi verdadero padre? —dijo Martín.
Alejandra se volvió a mirarlo con expresión de asombro.
—¿Cómo es posible? —preguntó—. La esfera aún no está reparada…
—Bueno, no era él en realidad, sino una imagen virtual que apareció en un artilugio de Deimos. Pero hablaba, contestaba a mis preguntas. No sé, ¡parecía tan verdadero!
—¿Ves? No has visto más que su imagen, y ya estás deseando conocerlo…
No era la intención de Alejandra que sus palabras sonaran a reproche, pero había en su tono tanta melancolía que Martín lamentó al instante haberla entristecido. Sin embargo, al mismo tiempo, la reacción de su amiga le hizo sentirse absurdamente feliz. Que Alejandra le quisiera era algo que nunca dejaba de asombrarle, y, cada vez que ella le demostraba su afecto a través de sus reacciones, apenas podía creérselo…
Aquella mezcla de sentimientos le llevó a hacer algo que a él mismo le sorprendió. Sin pensárselo dos veces, alzó la mano hasta rozar con los dedos el pelo de Alejandra y luego, atrayéndola suavemente hacia él, la besó. Fue un beso mucho más apasionado que la vez anterior, un beso de película. Una oleada de sensaciones maravillosas y nunca antes experimentadas nubló sus ojos. Una deliciosa mezcla de placer, ternura, deseo… Y le bastaba notar el temblor de Alejandra entre sus brazos para saber que ella sentía lo mismo. Era como si, de repente, el mundo se hubiese disuelto a su alrededor y ya no existiese nada más que ellos dos y la pasión que los unía. Sus dedos se deslizaron por el cuello de Alejandra y acariciaron un instante su hombro. Ella había pasado sus brazos alrededor se su cintura y le estrechaba con fuerza…
El eco lejano de unos pasos sobre las tablas de uno de los puentes les hizo separarse rápidamente, no porque sintieran que estaban haciendo algo malo, sino porque lo que les estaba ocurriendo era algo demasiado precioso e íntimo como para compartirlo con otras personas.
Durante un buen rato permanecieron en silencio con los ojos clavados en la oscuridad del mar mientras un reducido grupo de viandantes pasaba por detrás de ellos charlando animadamente y lanzándoles una distraída mirada al llegar a su altura. Cuando los pasos de alejaron de nuevo sobre el muelle, los dos se miraron sonriendo. Lo que acababa de pasar entre ellos no precisaba ningún comentario. Con un gesto de complicidad, Alejandra pasó de nuevo su brazo por detrás de la cintura de Martín, y reclinó la cabeza sobre su hombro. Él volvió a acariciar suavemente su pelo, y así estuvieron largo tiempo, contemplando ensimismados y felices las barcas de colores que se mecían con un leve sonido de espumas en las aguas negras del puerto.
Cuando volvió a hablar, Martín lo hizo con toda naturalidad, como si la conversación no se hubiera interrumpido en ningún momento.
—¿Y qué te parece la transformación de Jacob? —preguntó en tono ligero—. ¡Casi no parece el mismo!
—Está claro que trabajar con Herbert le ha venido muy bien —repuso Alejandra pensativa—. Nunca le había visto tan contento… ¿Te has fijado en que ya no se muestra tan mordaz como antes?
—Bueno, eso también puede deberse al hecho de que Selene esté en el hospital. No sé por qué, todo lo que ella dice parece provocar a Jacob. Siempre le está llevando la contraria…
—No sé, a lo mejor es su forma de ligar —observó Alejandra, riéndose.
—¡Pero qué dices! Estás desvariando. Las chicas siempre veis romances donde no los hay. ¡Jacob solo está enamorado de su propia inteligencia y de su mal humor!
—Puede que ni él mismo lo sepa —insistió Alejandra—. En todo caso, es mejor tipo de lo que te imaginas.
Lo único que le pasa es que ha sufrido mucho; no quiere encariñarse con la gente porque tiene miedo de que vuelvan a defraudarle, como le ocurrió con Hiden o con Samantha… Seguro que, poco a poco, irá recuperando la confianza, y se volverá más tratable.
—Está entusiasmado con la esfera. Yo creo que, en el fondo, está deseando viajar al futuro. Después de todo, a él no le queda nada que le ate a este tiempo…
En seguida se arrepintió de lo que había dicho. No deseaba volver a hablar de aquel viaje que, antes o después, podía separarle de Alejandra. Sobre todo, no deseaba que ella pensase en ello… Pero los ojos de Alejandra no reflejaban, en ese instante, ninguna inquietud. «De momento, estamos juntos», parecían decir; «tenemos el presente, que es lo único que verdaderamente se puede compartir. Al fin y al cabo, ¿qué importan el pasado y el futuro? Solo existen en nuestra imaginación».