Capítulo 1

Aedh

El disco anaranjado del sol acababa de ocultarse detrás del horizonte, pero sus reflejos aún teñían de púrpura las nubes en aquella región del cielo, y el calor apenas había disminuido de intensidad. En un lugar impreciso del océano índico, lejos de todas las costas asiáticas, una pequeña embarcación rasgaba con rapidez la monótona superficie de las olas dejando una ancha estela de espumas. Se trataba de un barco de recreo antiguo, y parecía un milagro, no ya que avanzase a tal velocidad sobre las aguas, sino que lograse tan siquiera mantenerse a flote. Había que estar muy desesperado para hacerse a la mar en un vehículo como aquel… o tener mucha prisa por abandonar algún lugar, como, de hecho, les había ocurrido a sus ocupantes. Si alguien hubiese podido observarlos en aquel momento, le habría llamado la atención su extrema juventud, pues las chicas y los dos chicos que oteaban la lejanía con ansiedad en la cubierta de la vieja motora no tenían más de quince años. Pero tal vez le hubiese sorprendido aún más la intensa preocupación que se leía en sus rostros: era como si temiesen o esperasen algo, o quizá ambas cosas a la vez. En realidad, los cinco adolescentes tenían motivos más que sobrados para preocuparse: hacía apenas nueve horas que habían escapado de las garras de Dédalo, una de las siete corporaciones más poderosas del mundo; y, si nadie acudía a rescatarlos en aquel interminable desierto líquido, tenían muchas probabilidades de volver a caer en manos de sus perseguidores, que, esta vez, actuarían sin piedad.

Pero alguien debía acudir a rescatarlos; o eso era, al menos, lo que todos esperaban. Antes de escapar de la isla del Jardín del Edén, donde la Corporación Dédalo tenía la sede principal de sus laboratorios, se habían puesto en contacto con unos misteriosos personajes del puerto de Calcuta que estaban dispuestos a recogerlos en mitad del golfo de Bengala. Se trataba, al parecer, de dos hermanos que se dedicaban al contrabando y a los viajes clandestinos entre la India y las principales ciudades de Europa. Al principio, se habían mostrado reacios a ayudarles, pero finalmente habían accedido. Se suponía que los chicos les proporcionarían, a cambio, la revelación de algunos de los secretos tecnológicos mejor guardados por la Corporación… Sin embargo, a medida que pasaban las horas, aquella historia parecía cada vez más descabellada, y mientras escudriñaban el horizonte esperando ver alguna señal de sus salvadores, tanto Martín como Jacob, Selene y Alejandra comenzaban a dudar deque estos acudiesen a la cita. La única que conservaba intactas sus esperanzas era Casandra. Había sido ella quien, a través de una extraña visión relacionada con una casita situada sobre un vertedero, había descubierto la existencia de los dos hermanos, convenciendo a los demás para que contratasen sus servicios. Y, aunque ella misma ignoraba la procedencia de aquella visión y su significado exacto, por alguna razón se sentía plenamente segura de que había obrado correctamente dejándose guiar por su instinto. Sin saber por qué, estaba totalmente convencida de que todo saldría bien; pero, aún así, no podía evitar lanzar, de cuando en cuando, rápidas miradas de alarma al retazo de océano que acababan de dejar atrás, temiendo ver aparecer en cualquier instante la silueta de los barcos militares que Dédalo, con toda probabilidad, habría enviado en su busca. No obstante, por el momento todo permanecía sumido en la más profunda calma; una calma que, después de tantas horas de navegación solitaria, empezaba a resultar exasperante.

—Ya hemos llegado —anunció Jacob observando con atención el pequeño dispositivo de localización por satélite que llevaba consigo—. Estamos en el punto exacto que les indicamos a esos tipos para que vinieran a recogernos: veinte grados de latitud norte y noventa grados de longitud este. Voy a detener el motor.

El viejo ingenio alimentado con gasóleo emitió un par de roncos estertores antes de pararse. Se hizo un profundo silencio, solo interrumpido por el rítmico rumor del oleaje y los breves chasquidos de espuma que producía el agua al estrellarse contra el casco del barco.

—Se está levantando algo de brisa —observó Martín con preocupación—. Espero que no nos aparte demasiado de este lugar, o tendremos problemas para encontrar a nuestros rescatadores.

—Si es que realmente acuden a buscarnos. Es muy raro que no estén aquí ya —murmuró Alejandra escudriñando el horizonte.

—¿Sabéis lo que me preocupa? —intervino Selene—. Que Dédalo haya emitido señales de alarma y que esa gente de Calcuta, al comprender que el barco que tienen que rescatar es el que ha huido del Jardín del Edén, haya preferido abandonar la operación. A estas alturas, ya deberían haber dado señales de vida, y, si no lo han hecho, es porque no tienen intención de rescatarnos.

Aunque todos, excepto Casandra, pensaban como ella, habrían preferido no oírle expresar en voz alta aquellas conclusiones tan poco esperanzadoras. Casandra le lanzó una mirada fulminante, y Martín le dio la espalda y se alejó en dirección a la popa para no dar rienda suelta a su mal humor.

—Todavía no ha pasado tanto tiempo desde que abandonamos la isla —dijo Jacob, haciendo un evidente esfuerzo por que su voz sonase optimista—; a nosotros se nos ha hecho muy largo, pero han sido únicamente nueve horas. Es demasiado pronto, probablemente el barco de Calcuta no intentará el rescate hasta la noche.

—Si disponen de un radar lo suficientemente potente, no deberían tener problemas para localizarnos —intervino Martín—; y es de suponer que dispondrán de uno, ya que se han comprometido a rescatarnos.

—¿Y qué clase de compromiso han adquirido con nosotros? —preguntó Selene en tono escéptico—. No les hemos dado dinero, ni siquiera se lo hemos ofrecido. No tienen ninguna razón para cumplir su palabra.

—Te olvidas de la curiosidad. Les hemos ofrecido una tecnología de camuflaje totalmente nueva. Por lo menos querrán saber de qué se trata.

El argumento de Martín sonaba convincente, pero Selene no parecía ver las cosas de la misma manera.

—Puede que tengas razón —admitió—; pero, si es esa tecnología lo que los atrae, se sentirán estafados en cuanto nos vean. Pensadlo bien… Somos unos críos; ¿quién le habría confiado una tecnología punta a unos adolescentes?

—Les diremos que son secretos tecnológicos de Dédalo y que nosotros se los hemos robado —sugirió Jacob—; así, cuando los barcos de Hiden entren en escena y empiecen a perseguirnos, todo resultará de lo más convincente.

—Y, si vemos que dudan, tú puedes hacerles una demostración —añadió Martín sonriendo—; si logras volverte invisible delante de ellos, nos creerán en seguida.

—Yo no me vuelvo invisible, ¡os lo he dicho mil veces! —precisó Jacob enfadado—. Todo lo que hago es influir en los cerebros de los demás para que dejen de verme.

—¿Y qué diferencia hay? —le interrumpió Martín—. El caso es que, cuando «dejen de verte», se quedarán de piedra, y creerán todo lo que les digamos.

—Eso, si nos da tiempo a hacer algo antes de que nos lancen por la borda —gruñó Selene—; esos tipos son mafiosos, gente sin escrúpulos… No deberíais olvidarlo.

—No son mañosos —dijo de pronto Casandra, que hasta entonces no había intervenido en la conversación, con los ojos fijos en el horizonte y una expresión inexplicablemente risueña en su cara—. Os dije que eran de fiar, y no queréis creerme. ¿Por qué estáis tan preocupados? En cualquier momento aparecerá su barco y tendréis que tragaros vuestras dudas.

—Tú también estabas preocupada hace un momento —replicó Selene en tono malhumorado—; nunca debimos hacer caso de tus alucinaciones.

Al instante se arrepintió de lo que había dicho. Era un golpe bajo; e injusto, por añadidura. Después de todo, si Casandra tenía «sus rarezas», las de la propia Selene no eran menos evidentes. Y si, hasta el momento, aquellas «peculiaridades» les habían ayudado, lo mismo que las de Jacob, y las de Martín, ¿por qué las de Casandra iban a resultar menos útiles?

—Perdóname —añadió con expresión culpable—. No sé por qué he dicho esa tontería.

Afortunadamente, Casandra no parecía ofendida.

—No te preocupes —dijo sonriendo—; dentro de un rato, cuando mis «alucinaciones» nos hayan salvado la vida, te darás cuenta de que no estoy tan loca como tú crees. Tengo mis capacidades, como tú las tuyas; y, mientras no sepamos nada más sobre su origen y el modo en que debemos utilizarlas, creo que no deberíamos hacer juicios precipitados sobre ellas.

—Tienes razón —la apoyó Jacob, echándose hacia atrás con impaciencia un rubio mechón de cabellos que le caía sobre la frente, estorbándole la vista—. Además, nuestras rarezas, hasta este momento, nos han ayudado. ¿Por qué iba a ser distinto a partir de ahora?

Un grito inarticulado de Alejandra, que seguía inclinada sobre la barandilla de popa, vino a confirmar, inesperadamente, aquellas palabras. Cuando todos se volvieron a mirarla, descubrieron, sobre la oscura masa del océano, la silueta de una embarcación que no estaba allí un momento antes.

—¡Por fin! —murmuró Martín con alivio—. ¿Serán ellos?

—¿Y qué hacen detrás de nosotros? —preguntó Selene con desconfianza—. Se supone que vienen de la India… ¡Deberían haber aparecido delante!

La embarcación, bastante grande, se movía con una increíble rapidez para su tamaño; era evidente que en pocos minutos llegaría a su altura.

—¿Creéis que puede ser Hiden? —preguntó Alejandra, desconcertada.

—No lo sé; no creo que Hiden se conformase con un solo barco para tratar de encontrarnos —dijo Martín con los ojos clavados en la silueta de la rápida embarcación que estaba punto de alcanzarles—. Lo más probable es que haya lanzado en nuestra búsqueda una flota entera… De todas formas, pronto lo sabremos.

Los chicos observaron con ansiedad el veloz avance del barco; cuando este se encontró lo suficientemente cerca pudieron distinguir, a la luz incierta del anochecer, su alto casco oxidado, y a través del rumor de las olas les llegó un curioso chirrido de máquinas mal engrasadas. Era evidente que se trataba de un barco pesquero muy antiguo, o, por lo menos, en un estado de conservación bastante lamentable, lo que no dejaba de resultar tranquilizador, pues Hiden nunca se habría arriesgado a perseguirlos en un viejo cascarón como aquel.

—¡Ah del barco! —gritó Jacob con el mismo aplomo que empleaban los capitanes piratas en sus películas preferidas—. ¿Sois amigos o enemigos?

Por toda respuesta, alguien lanzó por la borda el extremo de una escalerilla de cuerda que Martín pudo sujetar al vuelo.

—¿Qué hacemos? ¿Subimos? —preguntó intentando distinguir a la sombría luz del atardecer el aspecto del individuo que les había lanzado la escala.

Jacob se encogió de hombros; no le hacía mucha gracia abandonar su yate, tan minuciosamente preparado durante semanas, para dejarse conducir en aquel pesquero de aspecto siniestro. Pero antes de que tuviesen tiempo de discutirlo, Casandra empezó a trepar por la escalerilla, y Martín, tras comprobar que esta había aterrizado sana y salva en la cubierta del barco de rescate, se lanzó tras ella.

—Vosotros esperad aquí —dijo mirando hacia abajo cuando ya se encontraba a mitad de camino—; no subáis hasta que yo os haga una señal desde arriba. Si es una trampa, no deben cogernos a todos, o perderíamos nuestro barco.

Jacob lanzó una amarra al pesquero, que una mano ágil cogió inmediatamente al vuelo para fijarla a un saliente del casco; mientras, Selene y Alejandra miraban con ansiedad hacia el lugar por donde acababa de desaparecer Martín. Un instante después, lo vieron asomarse y hacerles gestos con la mano.

—¡Podéis subir, son ellos! —les gritó.

Selene se apresuró a seguir sus indicaciones, y detrás de ella lo hizo Alejandra. Solo Jacob se demoró un rato en la cubierta de la vieja motora antes de decidirse a abandonarla allí, en medio del mar; pero finalmente, también él se encaramó a la áspera escala de cuerda y trepó a toda prisa por sus peldaños.

Cuando llegó arriba, le sorprendió no encontrar ninguna luz encendida ni el menor signo de actividad en todo el barco, exceptuando el pequeño grupo formado por sus compañeros, al cual se había unido un extraño de gran estatura, con el torso desnudo y largos cabellos enredados en la brisa.

—¿Ya estáis todos? —dijo el desconocido con una voz sorprendentemente serena y agradable, aunque su acento no se parecía a ninguno que los chicos hubiesen oído antes—. Me llamo Aedh y, como ya les he dicho a vuestros amigos, fui yo quien respondió al mensaje que enviasteis desde el Jardín del Edén. Como veis, he venido a buscaros, a pesar del riesgo… De modo que estáis huyendo de Dédalo, ¿no es así? Llevan toda la tarde lanzando mensajes de radio para localizaros… Tenéis suerte de que no haya dicho nada. Podría sacar mucho dinero denunciándoos. Espero que vosotros tengáis algo mejor que ofrecerme.

—Eso ya lo acordamos por internet —dijo Martín, tratando de que su voz sonase despreocupada—. Tenemos algo que te va a interesar.

En la oscuridad, resultaba imposible distinguir los rasgos del individuo con nitidez, pero a Martín le pareció que arqueaba las cejas con ironía.

—Eso espero —se limitó a contestar—. Aunque coincidiréis conmigo en que sois un poco jóvenes para andar vendiendo secretos tecnológicos.

—Tú también pareces demasiado joven para ser capaz de llevarnos sin problemas hasta Nueva Alejandría —le espetó Casandra con calma.

Era cierto; a juzgar por su voz y por su aspecto, el tal Aedh no parecía tener más de dieciocho años… Aunque en aquella densa penumbra, habría resultado fácil equivocarse.

—Será mejor que bajéis al camarote —dijo Aedh, ignorando la observación de Casandra—. Aquí no vais a ser de ninguna ayuda, y abajo estaréis más seguros. Encontraréis comida y bebida en la nevera. Luego podéis usar los sacos de dormir. Hay uno para cada uno. Os avisaré cuando hayamos llegado.

Los chicos se miraron unos a otros, indecisos.

—¿No podemos subir los sacos y dormir en la cubierta? —preguntó Alejandra—. Hace mucho calor.

—No —replicó Aedh con firmeza—. Ya he dicho que no quiero teneros por aquí. Abajo estaréis bien. Buenas noches.

Viendo que no había modo de permanecer arriba sin provocar un altercado, Martín se decidió, el primero, a descender por la oxidada escalerilla que conducía al único camarote del pesquero. Tardó un momento en encontrar el interruptor, pero, cuando lo hizo, quedó sorprendido por el buen estado de la exigua habitación. Había en ella una mesa cubierta con un viejo hule de cuadros blancos y azules, cuatro sillas con el asiento de paja, un antiguo aparador manchado de grasa y una nevera relativamente nueva. En un rincón, junto a una lámpara de pie, se veía una butaca de cuero de aspecto confortable, aunque muy desgastada por el uso. Un ventilador suspendido del techo removía la cargada atmósfera haciendo que resultase menos opresiva, y sobre las tablas de madera que recubrían las paredes se veían algunos grabados antiguos de veleros famosos y de grandes transatlánticos.

—Las literas están aquí —dijo Alejandra, que había bajado detrás de él, descorriendo una cortina que dividía la estancia en dos partes.

Mientras, Jacob ya se había lanzado a abrir la nevera para inspeccionar su contenido.

—Bueno, no hay mucho donde elegir, pero al menos no nos moriremos de hambre —dijo, sacando una bandeja de pasteles y unos cuantos yogures—. ¡Cuando pienso en toda la comida que hemos dejado ahí, en medio del mar!

—Es verdad, ¡con el trabajo que nos costó llevarla al barco! —suspiró Selene—. Si no hubiera sido por eso, Hiden no nos habría descubierto.

—A estas horas, no habría ya mucha diferencia —dijo Martín, inspeccionando con interés la bandeja de pasteles antes de decidirse por uno—. En el Jardín habrían dado aviso de nuestra fuga y nos estarían buscando. Puede que incluso nos hubiesen encontrado. Si no llega a ser por el incendio que provocamos al huir del Palacio, habrían venido a por nosotros mucho antes.

—Bueno, el caso es que estamos aquí y que ya no hay marcha atrás —resumió Jacob, lanzándose con ansiedad sobre un grueso bizcocho de chocolate—. ¿Qué os parece ese tipo?

—No lo sé —repuso Selene, que se había derrumbado sobre la vieja butaca de cuero y no parecía tener intención de moverse de allí en mucho tiempo—. Es un poco sospechoso… Me pregunto si no estará pensando en entregarnos a Hiden.

—No nos entregará —dijo Casandra con mucha seguridad.

Acababa de abrir un yogur y estaba registrando los cajones del aparador en busca de una cuchara pasablemente limpia. Los otros la miraron con curiosidad.

—¿Cómo puedes estar tan segura? —preguntó Jacob en tono escéptico—. ¿Has visto la pinta que tiene?

Casandra se volvió a mirarlo con la cuchara en la mano.

—Ya os dije que lo había visto, ¿cuántas veces tengo que repetirlo? —preguntó ofendida—; si no confiáis en mí, no veo por qué tendría yo que confiar en vosotros.

—Cálmate, Casandra, todos confiamos en ti —le interrumpió Alejandra con firmeza—. Lo más importante, ahora, es que nos mantengamos unidos y que no nos enredemos en discusiones absurdas —añadió lanzando una reprobadora mirada a Jacob—. Ya tenemos suficientes problemas…

Un poco avergonzados, Jacob y Casandra se sentaron a la mesa y devoraron en silencio unos cuantos pasteles mientras Alejandra y Martín compartían amigablemente una tartaleta de fresas y un pudín de manzana.

—¿No comes nada, Selene? —preguntó Alejandra cuando ya estaban terminando.

—No tengo hambre —dijo la chica, sin moverse de su sillón—. Estoy demasiado cansada… Todavía no me he recuperado de la persecución de esta mañana.

—¿Cómo lo hiciste, Jacob? —preguntó Martín mirando a su compañero con interés—. ¿Cómo conseguiste crear la ilusión de aquel laberinto de espejos? Fue algo impresionante.

—Ni yo mismo lo sé; supongo que nunca hasta hoy había logrado concentrarme tanto en un objetivo. Además, estaba muy asustado… Debieron de combinarse las dos cosas.

—Me pregunto qué diablos habrá en nuestro cerebro para que logremos hacer cosas tan raras —murmuró Selene cerrando los ojos—. Casi da miedo pensarlo.

—Deberíamos irnos a dormir —dijo Alejandra levantándose de la mesa—. Ahora que todo está tranquilo, hay que aprovechar la ocasión. Puede que luego no tengamos tiempo.

Era una buena idea. Todos se sentían terriblemente cansados tras los sobresaltos de aquel interminable día. Después de repartirse las literas y los sacos de dormir, cada uno se instaló lo mejor que pudo y trató de conciliar el sueño.

Pero no a todos les resultó fácil. En cuanto cerraba los ojos, Martín veía en su imaginación el cadavérico rostro del fantasma de Hiden, y luego un vértigo de espejos comenzaba a girar velozmente en su cabeza hasta que todo se confundía. Parecía imposible hacer desaparecer aquellas insistentes imágenes, y tuvo que emplear todo su poder de concentración para lograr vencerlas. Fue una lucha agotadora, y le dejó tan extenuado, que no pudo saborear su victoria, ya que un instante después se hallaba profundamente dormido. Le despertó una luz que le pareció cegadora y un ensordecedor estruendo de máquinas mezclado con las voces de varios hombres que se gritaban unos a otros en lenguas desconocidas.

—¿Dónde estamos? —preguntó deshaciéndose a toda prisa del saco de dormir y saltando al suelo.

—En el puerto de Calcuta —repuso Aedh, cuya silueta se recortaba a contraluz en la puerta del camarote—. ¡Arriba, perezosos! No hay tiempo que perder. Poneos esto —añadió, arrojando hacia las literas un fardo de ropa—. Tal y como vais, llamaríais demasiado la atención, y eso no nos conviene.

Todavía medio dormidos, los chicos saltaron de sus respectivas camas y, después de ponerse a toda prisa los remendados pantalones y las sucias camisas que Aedh les había dado, subieron uno tras otro a la cubierta, donde les aguardaba un impresionante espectáculo.

La inmensa megalópolis de Calcuta-Madras se alzaba ante ellos cubriendo todo el perfil de la costa hasta el horizonte. Sus gigantescos rascacielos, muchos de ellos en ruinas desde la Gran Guerra, proyectaban sus amenazadoras siluetas contra el fondo nuboso del cielo, en contraste con los achaparrados barracones del puerto situados en primera línea, justo detrás de los muelles y las grúas de descarga. En seguida se notaba que la atmósfera estaba muy cargada, aunque nadie habría podido precisar si aquella impresión tenía su origen en el húmedo calor del ambiente o en el gran número de contaminantes dispersos en el aire. Aquí y allá se veían pequeños grupos de escuálidas palmeras que constituían la única nota de verdor del paisaje, y, hacinadas junto a los almacenes portuarios, había algunas docenas de cabañas miserables construidas con maderas semipodridas y restos de metal y plástico de un cercano vertedero. En conjunto, la ciudad transmitía una curiosa sensación de opresión y desánimo a cuantos se acercaban por primera vez a ella desde las azules aguas del golfo de Bengala.

—No parece un sitio demasiado agradable para vivir —observó Alejandra arrugando la nariz.

—Según se mire —repuso Aedh sonriendo ambiguamente—; hay gente que vive muy bien y gente que lo pasa muy mal; yo pertenezco al primer grupo, así que la ciudad me parece estupenda.

—¿De veras? —preguntó Martín sorprendido—; el lugar donde vives no parecía precisamente bonito, a juzgar por lo que vimos en la maqueta.

Aedh se echó a reír a carcajadas.

—¿Te refieres a la choza del vertedero? —preguntó—. Eso no es más que un señuelo para contactar con los clientes. ¿Cómo creéis que vamos a ser tan tontos como para vivir en un sitio fácilmente identificable en cualquier fotografía por satélite, desde cualquier ordenador del mundo? La policía ya nos habría encontrado hace siglos.

—Entonces, ¿no vivís en la choza? —preguntó Casandra en tono incrédulo—; yo habría jurado que…

—Vivimos en un agradable parque privado, en medio de una pequeña reserva de la biosfera vigilada por las autoridades medioambientales, y donde se supone que está prohibida toda construcción ajena a las labores de protección de la naturaleza.

—Pero ¿cómo habéis conseguido burlar los controles? —quiso saber Martín.

—Somos funcionarios de la Agencia India Medioambiental, lo que significa poco trabajo y un amplio margen de libertad para movernos por donde queramos…, que nosotros hemos aprovechado hasta las últimas consecuencias.

Jacob arqueó las cejas con expresión burlona.

—¡Vaya, qué gran fichaje ha hecho el Gobierno Indio con vosotros! —no pudo menos que decir.

—Mucho mejor del que se merecen —replicó Aedh en tono sombrío—; aunque eso ahora no viene al caso.

—Antes has hablado en plural —intervino de pronto Casandra—; ¿dónde está tu hermano? Creíamos que vendríais los dos.

—Ahora mismo está ocupado en otro asunto, así que, por el momento, no vais a poder conocerlo. Pero el lugar adonde vamos nos pertenece a ambos… Y ahora, si me disculpáis, tengo que iniciar las maniobras para introducir el barco en esa red de canales; es la forma más rápida de llegar a nuestro destino.

Aedh se retiró al puente de mando, donde los chicos le vieron teclear una serie de códigos en los paneles de dirección del barco antes de ocupar su puesto frente al timón.

—¡No os impacientéis! —les gritó—. En menos de una hora estaremos en casa y podréis desayunar a gusto.

La vieja embarcación siguió navegando paralela a la costa hasta llegar a lo que parecía la desembocadura de un río. En aquel punto, Aedh realizó una complicada maniobra para remontar la corriente; el río resultó, en realidad, el tramo final de una intrincada red de canales conectados con el mar y utilizados antes de la Gran Guerra para la cría de pescado.

—«Prohibida la navegación a partir de este tramo» —recitó Selene en voz alta.

Acababa de leer aquella información en un viejo cartel situado a la orilla del canal.

—No creo que eso importe mucho, si quien infringe las normas es un funcionario de la Agencia Medioambiental… ¡Menudo tipo! —concluyó Jacob—; no sé si hemos hecho bien confiando en él.

—¿Otra vez vas a empezar con eso? —preguntó Casandra irritada.

—¿Os habéis fijado en el tatuaje que lleva en el hombro derecho? —dijo Alejandra—. Es un ángel. No parece que le pegue mucho.

—Sí, es cierto, yo también lo he visto —dijo Selene, pensativa—. Es una representación conocida, me parece.

Debe de haberla sacado de alguna pintura clásica, aunque no consigo recordar cuál.

—No la ha sacado de ninguna pintura —la interrumpió Jacob—. ¿De verdad no sabéis lo que es? No puedo creerlo, ¿en qué mundo vivís?

—En lugar de insultarnos, podrías decirnos lo que sabes… o lo que crees saber —replicó Casandra, molesta.

—Ese ángel es el logotipo de la corporación Uriel, ¿es que no lo habéis visto nunca?

—No sé de qué te extrañas —dijo Alejandra—. Uriel no fabrica medicamentos, como Dédalo, ni cosas que la gente consuma todos los días. Desarrolla programas energéticos de innovación, según tengo entendido. Y su sede principal está en Marte. ¿Cómo quieres que sepamos cuál es su logotipo?

—Qué sé yo…, para eso tienes una rueda neural. Alguna vez te habrás topado con Uriel en la red.

—La información sobre las grandes corporaciones que circula en la red es muy restringida —intervino Selene—; tú conoces ese logotipo porque has vivido toda tu vida en las instalaciones de Dédalo y eso te ha permitido enterarte de cosas que el resto de la gente nunca llega a saber. Pero eso no significa que los demás seamos unos ignorantes.

Jacob se encogió de hombros e hizo una mueca que pretendía ser un gesto de disculpa. Parecía a punto de decir algo, pero Martín les hizo un gesto con la mano para atraer su atención hacia la orilla izquierda del canal.

—Fijaos —dijo sin apartar la vista de la exuberante selva que cubría aquella zona—; creo que estamos entrando en un manglar.

Era cierto. La vegetación que cubría las dos riberas se había vuelto densa e intrincada, y las retorcidas formas de los árboles, con sus troncos sinuosos y sus ramas enredadas y oscuras, indicaban claramente que se habían internado en un bosque de mangles.

Mientras el barco avanzaba con dificultad por las aguas poco profundas del canal, los chicos se dedicaron a contemplar en silencio la profusa riqueza de aquel bosque que les rodeaba por todas partes. A medida que el canal se iba estrechando, resultaba cada vez más fácil examinar de cerca las distintas variedades de árboles que componían aquel mosaico de verdor. Algunos tenían las hojas gruesas y céreas, otros exhibían gruesos tallos carnosos o nudosas lianas cubiertas de un extraño follaje peludo, pero sus copas se mezclaban de tal manera en la altura que apenas resultaba posible distinguir dónde terminaba un ejemplar y comenzaba el siguiente. En una ocasión, el barco pasó rozando las colgantes ramas de uno de aquellos mangles, y Martín pudo observar, maravillado, los pequeños cangrejos azules que trepaban por el tronco. Las raíces de todos aquellos árboles se hundían en el agua fangosa del canal, y entre ellas nadaban pequeños peces oscuros y crecían matas de esponjas y percebes. Incluso, en un momento dado, Selene creyó distinguir bajo las aguas salobres el rápido movimiento de una serpiente deslizándose por el fondo. Pero los chillidos de un mono de pelaje blanco y negro distrajeron momentáneamente su atención, haciéndole olvidarse por completo del reptil.

—Esa es la casa —anunció Aedh desde el timón—. Por fin. Estoy deseando echarme una buena siesta.

En efecto, a la derecha del barco, algo retirada de la orilla, había surgido de repente una curiosa construcción de madera con tres pisos escalonados y parcialmente cubierta de enredaderas. En el segundo piso, bajo un toldo blanco, se distinguía el brillante azul de una piscina, y una suave música brotaba del porche, cuyas grandes macetas de hortensias rosadas y blancas ponían una agradable nota de color en el ambiente.

Aedh arrojó una soga por la borda, y mientras el pequeño robot doméstico que les aguardaba en el muelle de madera se ocupaba de anudar la cuerda a un pilote de hierro, el propietario de la embarcación maniobró para alinearla con el embarcadero y fijó el ancla al fondo arenoso, asegurándose de que la lenta corriente del canal no pudiese arrastrar el viejo cascarón aguas abajo. Después, descendió ágilmente por la escalerilla de popa y, una vez abajo, invitó a sus acompañantes a hacer lo mismo.

—Apuesto a que tenéis hambre —les dijo sonriendo y guiñándoles un ojo—. No os preocupéis, en seguida nos servirán un suculento desayuno.

El extraño personaje penetró en la casa y desde allí les hizo un gesto a los otros para que lo siguieran. En el sombrío vestíbulo, las maderas del techo y las paredes desprendían un penetrante olor a resinas exóticas; en la penumbra, sus tonos rojizos contrastaban de un modo muy atractivo con los grandes colmillos de marfil que decoraban la estancia. Sin embargo, ni Martín ni sus compañeros tuvieron tiempo de examinar en detalle aquellos pintorescos adornos, pues Aedh había desaparecido al final de unas escaleras y, desde su invisible atalaya, los llamaba para que se reuniesen con él.

Al llegar arriba, vieron que su anfitrión los estaba esperando a la puerta de la terraza cuya piscina habían visto desde el barco. Con irónicos gestos de cortesía, Aedh los fue haciendo pasar delante de él y les rogó que se sentasen a la mesa, que ya estaba preparada. Martín se derrumbó con alivio sobre el confortable sillón que le indicaron y cerró los ojos. Aquel lugar se parecía vagamente a su terraza privada del Jardín del Edén. Aunque apenas habían transcurrido veinticuatro horas desde que abandonasen aquella isla donde habían vivido tan agradablemente durante meses, al muchacho le parecía que hacía una eternidad de todo aquello; el recuerdo de sus dos delfines enanos se le antojó, de pronto, algo tan remoto que ni siquiera estaba seguro de haberlo vivido.

La voz de Aedh le sacó bruscamente de sus reflexiones.

—¿Qué os ha parecido el manglar? No me diréis que no es un buen sitio para vivir.

Sus cinco invitados asintieron con calor. En aquel extraño refugio se sentían, de pronto, completamente seguros y a salvo de Hiden. Nadie los buscaría en un lugar semejante.

Un robot doméstico depositó sobre la mesa dos humeantes fuentes de cangrejos guisados. Luego desapareció en el interior de la vivienda para salir, al cabo de un momento, con una bandeja de empanadillas de vegetales que, a juzgar por el vapor que desprendían, acababan de salir del horno.

—Un poco fuerte para un desayuno, pero os vendrá bien, después de tantas emociones —observó Aedh sirviéndose un plato de cangrejos.

Sin pensárselo dos veces, los chicos atacaron la comida con auténtica voracidad. Al principio, el sabor picante de los cangrejos les hizo intercambiar miradas de alarma, pero pronto se acostumbraron a él y se dedicaron con fruición a desprender los caparazones de la sabrosa pulpa que contenían. Selene parecía estar disfrutando especialmente con aquel exótico manjar: mordisqueaba las patas con una concentración verdaderamente cómica, y no las abandonaba hasta haberles extraído todo el jugo. Las empanadillas también estaban deliciosas, y su combinación de especias y vegetales le recordó a Casandra las comidas familiares de Nara, donde su padre solía preparar unos pastelillos muy semejantes.

Aquellos intensos sabores agudizaban la sed, y el robot doméstico no daba a basto rellenando las copas, que continuamente se vaciaban, con un refrescante batido de plátano y yogur aromatizado con ralladura de coco. En lugar del batido, Aedh había ordenado que le trajeran una cerveza negra y espesa que también consumía sin medida. Cuanto más bebía de aquel espumoso brebaje, más ocurrente y animado se mostraba, y sus huéspedes no podían contener las carcajadas ante sus imitaciones de algunos famosos jugadores de rol. Martín tuvo la sensación de que las tres chicas contemplaban con cierta admiración a aquel joven de aspecto vigoroso y decidido, recién salido de la adolescencia y que, sin embargo, demostraba un aplomo y una seguridad propios de la edad adulta. Incluso llegó a sentir algo de envidia al fijarse en sus brazos musculosos y curtidos por el sol y en aquella larga coleta de cabellos castaños que realzaba de modo singular sus atractivas facciones. El nunca llegaría a tener un aspecto tan saludable. Su tez era pálida por naturaleza, y, aunque se pasase el resto de su vida levantando pesas, cosa que no tenía intención de hacer, jamás llegaría a desarrollar un torso tan ancho y bien proporcionado como el de aquel individuo…

Sin embargo, había algo en su cara que Martín no le envidiaba en absoluto; no habría sabido decir exactamente en qué consistía, pero allí estaba, y resultaba inquietante. Se trataba de una especie de rigidez oculta, de una dureza enquistada en lo más profundo de su mirada que contrastaba de un modo curioso con su exhibición de buen humor.

Intrigado por aquella sensación, Martín trató de introducirse en la mente de Aedh como había hecho con otras personas, pero, a pesar de sus esfuerzos, no pudo pasar de la capa superficial donde se generaban las brillantes ocurrencias con que su anfitrión los obsequiaba a cada minuto. Por más que lo intentó, no fue capaz de adentrarse más allá… Además, se sentía ligeramente mareado y cada vez le costaba más trabajo atender a lo que ocurría a su alrededor. Era una sensación cada vez más intensa y que, sin embargo, le producía un indescriptible bienestar, algo que no había experimentado jamás… Se preguntó si aquel vértigo se parecía a lo que sentían los borrachos o las personas que consumían cócteles de pastillas no autorizadas; sin embargo, él no había tomado ninguna bebida alcohólica ni nada que pudiera producirle ese efecto… ¿O sí?

Con una repentina sensación de pánico, Martín paseó la mirada por los rostros de sus compañeros. Todos sonreían de un modo beatífico y contestaban con risitas estúpidas a las bromas de Aedh. A pesar de que habían devorado cantidades ingentes de comida, parecían incapaces de detenerse, y las bandejas de pollo al curry y de buñuelos de calabaza que a cada instante servían los robots se vaciaban nada más ser depositadas en la mesa. Las jarras de batido también iban y venían continuamente… Sin embargo, Aedh no había probado el batido, se dijo Martín sintiendo que la frente se le cubría de sudor. Muy alarmado, trató de levantarse de la silla, pero los pies se le enredaron y cayó al suelo en medio de las carcajadas de sus amigos. Intentó gritar y, para su desesperación, solo consiguió emitir una especie de quejido gutural sin el menor significado. Le pareció que Alejandra se le acercaba asustada y que se arrodillaba a su lado, pero, un instante después, sus ojos se nublaron y no pudo ver nada más. Se preguntó si sus compañeros también se habrían caído. Y antes de sumirse del todo en la inconsciencia, pensó que Hiden los había derrotado.