Capítulo 5
La máquina del tiempo
Detrás de la puerta, los chicos encontraron un exiguo ascensor que conducía directamente al último piso de la torre. Apretándose unos contra otros, los siete visitantes se introdujeron en él y pulsaron el único interruptor del aparato, que comenzó un lento e interminable ascenso.
—¿Te has fijado? —preguntó Alejandra, dirigiéndose a Martín—. Parece mucho más viejo que hace unos meses, cuando lo vimos en Torre Ilion.
—¿Cómo? ¿Conocéis a George Herbert? —preguntó Aedh alzando las cejas con sorpresa.
—Hiden nos lo presentó —repuso Martín—. Aunque solo lo vimos un momento; pero no creo que se acuerde de nosotros.
—Yo también lo conocí cuando era pequeño —dijo Jacob—; me pareció un tipo simpático, aunque, en aquel entonces, también Hiden me lo parecía.
Por fin, el ascensor se detuvo y abrió silenciosamente sus puertas. Al otro lado, en el centro de una habitación pobremente iluminada, los esperaba George Herbert.
—Pasad y acomodaos donde podáis —murmuró el anciano—. Mejor por aquí, para que podamos vernos bien unos a otros mientras hablamos.
Los chicos se dirigieron al lugar que el científico les había señalado, donde un viejo diván de cuero y varias butacas rojas invitaban a sentarse en torno a un alegre fuego de leña encendido bajo la chimenea. En realidad, se trataba del único rincón habitable de la estancia, pues el resto de su superficie se hallaba casi enteramente ocupado por varios telescopios de gran tamaño cuyos objetivos apuntaban a la bóveda acristalada del techo.
—Nunca creí que existiese una habitación así en un edificio gótico —observó Martín—. No es lo que uno esperaría encontrar.
—Puede pareceros el capricho de un viejo loco, pero, en el fondo, no es tan descabellado como muchos piensan —se defendió Herbert—. Después de todo, esta torre, en sus mejores tiempos, fue el refugio de un alquimista. Al menos, eso es lo que cuenta la leyenda.
El científico paseó su mirada sobre los rostros de sus siete invitados con una mezcla de curiosidad y aprensión.
—Los chicos de Hiden —dijo sonriendo—. Os habéis escapado hace unos días de su ciudad-laboratorio y andáis huyendo; ¿creíais que no iba a reconoceros? Habéis hecho mal viniendo aquí.
Los adolescentes le miraron sin decir nada.
—Si creéis que yo puedo protegeros de Dédalo, estáis equivocados —continuó pausadamente—. Prometeo no tiene un ejército propiamente dicho, como Dédalo. No somos rivales para ellos. Científicamente, podemos plantarles cara, y aún superarlos en muchos aspectos; pero, en el terreno militar, no tenemos nada que hacer.
—No hemos venido por eso —le interrumpió Martín.
George Herbert lo miró como tratando de hacer memoria.
—El hijo de Andrei Lem… ya me acuerdo —murmuró—. Me pareciste un chico listo cuando Hiden nos presentó. ¿Cómo está tu madre?
—No lo sé —repuso Martín con el ceño fruncido—; hace meses que no sé nada de ella.
—De modo que os habéis escapado. Pero no todos estabais con Hiden; los correos de busca y captura hablan de cinco adolescentes huidos. ¿Quiénes son los otros dos?
—Nosotros les ayudamos a huir —explicó Aedh—. Somos…
—No, no me digáis vuestros nombres —le interrumpió Herbert con viveza—. Es mejor que no los sepa, por vuestra propia seguridad. ¿Y de quién fue la idea de venir aquí? ¿Vuestra?
—Es un poco largo de explicar —comenzó Jacob—. Verá, creímos que aquí encontraríamos información sobre… sobre nosotros mismos; sobre nuestro origen…
Herbert lo miró con un gesto de incomprensión.
—¿Y qué podría saber yo de eso? —preguntó sorprendido—. No os conozco más que por mediación de Hiden. Sé que vuestros padres estuvieron trabajando en la misma época en la ciudad de Medusa, y que tenéis ciertas características fisiológicas un tanto extrañas. Lo curioso es que Hiden también ha intentado varias veces sonsacarme información sobre vosotros; creo que sospecha que yo tengo algo que ver con vuestras rarezas genéticas. Si es él quien os ha metido esa idea en la cabeza, os aseguro que se equivoca. En Medusa trabajaba mucha gente, y yo no los conocía a todos personalmente. Si vuestros padres participaron en algún experimento extraño que tuvo como resultado ese sistema inmunológico vuestro tan peculiar, os aseguro que lo hicieron a espaldas de la compañía. Es a ellos a quienes deberíais preguntarles.
—Usted sabe más que ellos —dijo Deimos con firmeza—. Sabe, por ejemplo, qué es la llave del tiempo.
Los rasgos de Herbert se crisparon al oír aquellas palabras.
—¿Dónde habéis oído esa expresión? —preguntó lentamente—. Yo la inventé, y nunca la he comentado con nadie…
De pronto, sus labios comenzaron a temblar y gruesas gotas de sudor perlaron su frente, mientras en sus ojos aparecía una extraña mirada de estupor.
—A menos, claro está, que vengáis del futuro —concluyó en voz muy baja.
Martín sintió una violenta emoción al oír aquella respuesta. El corazón comenzó a latirle tan fuerte que, por un instante, temió que le estallase dentro del pecho. Aquel hombre, después de todo, sí tenía respuestas, aunque él mismo pareciese ignorarlo.
—¿Cómo lo ha sabido? —preguntó casi sin aliento—. ¿Cómo ha podido adivinar la verdad?
La severa mirada de Deimos le hizo arrepentirse al instante de sus palabras. Tal vez había descubierto su juego demasiado pronto, pero ya no tenía remedio. Al menos, George Herbert parecía agradecido por aquella confesión tan espontánea como precipitada.
—Entonces, ¿es cierto? —inquirió a su vez con los ojos brillantes—. Ahora empiezo a comprender…
Una extraña ternura había suavizado de pronto sus rasgos, e incluso las bolsas amoratadas que colgaban de sus párpados inferiores parecieron deshincharse levemente. Lo que acababa de suceder era algo que había esperado durante mucho tiempo, algo con lo que había soñado sin querer reconocerlo ante sí mismo, contra toda esperanza y contra toda lógica.
—Todo empezó hace muchos años, cuando fundamos la ciudad científica de Medusa en respuesta a la última gran ampliación de mi compañía —comenzó a explicar en tono ausente—. Yo ya había cumplido los cuarenta y cinco años, pero aún seguía lleno de ilusiones y de planes. El éxito empresarial de Prometeo me llevó a poner en marcha un proyecto que muchos juzgaron disparatado, pero que para mí no lo era, pues llevaba más de diez años estudiando su parte teórica. Ese proyecto era, ni más ni menos, la construcción de una máquina del tiempo.
El anciano Herbert hizo una pausa mientras todos permanecían tan pendientes de sus labios que ni siquiera se les oía respirar.
—En aquel momento, se decidió llevar el proyecto en secreto para no crear demasiadas expectativas y, sobre todo, para no poner en peligro el prestigio de la compañía con una empresa que la mayoría de la comunidad científica consideraba, como mínimo, cuestionable. A pesar de ello, nuestro empeño en crear una máquina para los viajes temporales era conocido en los círculos especializados, y si hace ya años que no se habla de él es porque todo el mundo cree que terminó en un fracaso. Y lo cierto es que así fue, o, por lo menos, así lo creía yo hasta hace unos minutos. Hasta que me habéis preguntado por la llave del tiempo…
George Herbert respiró profundamente, como si le faltase el aire. Parecía inseguro acerca del mejor modo de continuar su explicación.
—No sé si podréis entender lo que estoy a punto de explicaros —prosiguió mirando alternativamente a cada uno de los chicos—; sois muy jóvenes para haber oído hablar de un concepto físico como el de los «agujeros de gusano», ¿os suena?
—Clovis, el profesor de Ciencias que teníamos en el Jardín del Edén, nos habló de ellos alguna vez —repuso Martín—; aunque, la verdad, no recuerdo muy bien sus explicaciones.
—Como sabéis, vivimos en un Universo de cuatro dimensiones: tres espaciales y una temporal —continuó Herbert—. Es lo que se denomina el espacio-tiempo… Bueno, pues los agujeros de gusano serían una especie de atajos que permiten viajar rápidamente entre dos puntos muy alejados del espacio-tiempo. Podéis imaginarlos como túneles que permiten acortar un trayecto pasando por debajo de una montaña en lugar de recorrer su superficie, o como los agujeros de un queso suizo, que conectan dos regiones más o menos alejadas si miramos el queso por fuera… Solo que el queso tendría, además de sus tres dimensiones espaciales, una dimensión temporal.
—¿Y esos «atajos» existen realmente? —preguntó Selene con impaciencia.
—A decir verdad, sí. El problema es que sus dimensiones son microscópicas, y, además, permanecen abiertos durante un tiempo muy breve, de modo que, tal y como se encuentran en la naturaleza, el hombre no puede aprovecharlos para viajar a través del espacio o del tiempo. Para poder utilizarlos, sería preciso hacerlos más grandes y duraderos… Desgraciadamente, eso solo puede lograrse mediante grandes cantidades de un tipo de energía extremadamente difícil de conseguir para el hombre: energía gravitatoria negativa… Para que lo entendáis, una especie de gravedad que, en lugar de atraer a los objetos unos hacia otros en función de sus respectivas masas, lo que haría sería alejarlos entre sí.
—Demasiado raro para mí —murmuró Jacob frunciendo el entrecejo.
—La máquina del tiempo que nosotros construimos era una esfera capaz de producir suficiente cantidad de energía gravitatoria negativa como para agrandar y mantener abierto indefinidamente cualquier extremo de un agujero de gusano que detectase en sus inmediaciones. Si otro dispositivo similar se conectase en otro lugar del espacio-tiempo y mantuviese abierto el otro extremo del agujero, tendríamos un túnel por el que sería posible viajar. Nuestra propia esfera, pero situada en el futuro, podría servir para abrir el otro extremo del agujero, que sería, en este caso, como un bucle capaz de unir dos momentos diferentes del tiempo situados en una misma región del espacio. Es decir, una máquina del tiempo…
—Que tendría que funcionar a la vez en el presente y en el futuro para crear un puente entre las dos épocas, ¿es eso? —preguntó Martín.
—Eso es, efectivamente —asintió Herbert, complacido por la rapidez con la que Martín parecía haber asimilado aquella explicación tan compleja—. Desgraciadamente, la máquina no funcionó.
—¿Por qué? —preguntó Casandra—. ¿Nadie abrió el extremo «futuro» del agujero de gusano?
—Peor que eso —suspiró George Herbert—. La energía gravitatoria negativa que conseguimos producir bastaba para estabilizar los agujeros de gusano indefinidamente, pero no para aumentar su tamaño. Así, resultaba imposible concebir la posibilidad de un viaje, ya que el túnel, aunque duradero, seguía siendo microscópico.
—¿Y no encontraron la forma de solucionar ese problema? —preguntó Casandra, extrañada.
—Lo cierto es que lo intentamos muchas veces, pero sin resultado. La producción de energía gravitatoria negativa, aunque sea en cantidades minúsculas, requiere un gasto energético previo monstruoso. Para aumentar la cantidad de energía producida, no habría bastado con toda la energía eléctrica disponible en el planeta. Era un callejón sin salida, y nos vimos obligados a abandonar el proyecto.
—Pero entonces… ¿cómo hemos llegado nosotros hasta aquí? —preguntó Selene.
—Pues no lo sé… —reconoció Herbert con gesto de perplejidad—. La única explicación que se me ocurre resulta demasiado increíble como para aceptarla sin más, pero algunas de las cosas que sucedieron después me llevan a pensar que podría ser la verdadera… Veréis, después del fracaso del proyecto yo me quedé completamente hundido. Había puesto toda mi ilusión en esa esfera y no conseguía hacerme a la idea de que mis esfuerzos de tantos años resultasen completamente inútiles. Una noche, desesperado, se me ocurrió escribir una petición de ayuda a los hombres del futuro para que nos enviasen la pieza tecnológica que nos faltaba, un dispositivo capaz de agrandar y estabilizar a la vez nuestro extremo del agujero de gusano, y que yo denominé, un poco fantasiosamente, la llave del tiempo. El caso es que dejé mi descabellado mensaje, escrito en papel, dentro de una caja fuerte especialmente diseñada para la conservación de documentos y situada en el interior de la esfera. Naturalmente, sabía que todos me tomarían por loco si se enteraban de aquello, así que escondí muy bien la caja y no le hablé de ella a nadie. Pero hice algo más, algo que no podía mantenerse oculto, al menos para los habitantes de Medusa, y que todavía, hoy en día, provoca de cuando en cuando protestas en la ciudad. Decidí que, ocurriese lo que ocurriese, la esfera debía mantenerse conectada y en un nivel mínimo de actividad continuamente, al menos mientras yo estuviese con vida. La idea era que, tal vez, alguna civilización del futuro fuese capaz de acumular la energía gravitatoria negativa suficiente como para abrir, desde su extremo del agujero de gusano, el otro extremo, siempre que estuviese ahí, en alguna parte, aunque fuese de tamaño microscópico.
—Fue una idea brillante —observó Deimos sonriendo.
El científico le miró con gratitud.
—Bueno, el caso es que yo mismo me avergonzaba un poco de ella, pero, aún así, la puse en práctica —continuó—. Después, convencido de que había hecho todo lo posible por que el proyecto no se estancara, traté de centrarme en otras investigaciones y, poco a poco, logré pensar cada vez menos en la esfera. Hasta que un día, varios meses después, entré en ella para comprobar si todo funcionaba correctamente y me encontré, junto a uno de los paneles de mando principales, una pequeña pantalla táctil con un mensaje escrito en su superficie. Recuerdo perfectamente lo que decía: «Viaje realizado con éxito utilizando esta máquina. Un gran logro para vuestra época. Valoraremos posibilidad de entregaros la llave del tiempo». Nada más…
—¡Pero eso significa que alguien leyó su mensaje en el futuro y logró utilizar la máquina! —exclamó Martín, sin poder contener su excitación.
Herbert meneó la cabeza con gesto dubitativo.
—Eso fue lo que yo pensé al principio; sobre todo porque los registros informáticos de la esfera indicaban con claridad que esta había funcionado y que un par de semanas antes se había logrado abrir un agujero de gusano de un diámetro de dos metros que conectaba con algún punto del año 3062. Sin embargo, después de reflexionar más detenidamente, llegué a la conclusión de que todo aquello era una broma de mis colaboradores, que habían debido de encontrar mi disparatado mensaje y habían decidido contestar con una carta de respuesta y alterando artificialmente los registros de la máquina para tomarme el pelo. Después de todo, la escritura y el idioma eran en todo similares a los nuestros, y resulta difícil creer que dentro de mil años las lenguas hayan evolucionado tan poco…
—¡Qué argumento más absurdo! —le interrumpió Aedh con un gesto de desprecio—. ¿Acaso no existen personas hoy en día que podrían comunicarse con los griegos o los egipcios antiguos mediante su propia escritura? ¿Es que no se le ocurrió pensar eso?
Herbert parecía confundido.
—Supongo que no quería hacerme falsas ilusiones. Además, el mensaje sugería que habría comunicaciones posteriores, puesto que aludía a una posible «entrega» de la llave del tiempo… Decidí no comentar el asunto con nadie, para no darles gusto a los que, según creía, habían intentado burlarse de mí. Si había algo de auténtico en todo aquello, no tenía más que esperar nuevos mensajes…
—¿Y llegaron? —preguntó Jacob.
—Pues no, nunca llegaron —repuso Herbert con tristeza—. Cada mes entraba en la esfera y la inspeccionaba cuidadosamente con la esperanza de encontrar algo, pero sin resultado. Mi propio mensaje seguía dentro de la caja fuerte, donde yo lo había dejado, pero no había nada más… Solo una vez, varios años después, sucedió algo extraño. Para entonces, ya solo revisaba la esfera cada medio año, aunque, quizá por pura terquedad, seguía manteniéndola conectada. El caso es que, en una de aquellas revisiones, me encontré con que la esfera volvía a registrar la apertura de un agujero macroscópico de gusano; al igual que la vez anterior, el otro extremo del agujero se hallaba en el mismo lugar, pero en el año 3075.
—¿Y no encontró ningún mensaje? —preguntó Deimos con curiosidad.
—Esa vez, no. Únicamente aquel extraño registro en la esfera. Reconozco que, durante varias semanas, estuve dándole vueltas, pero luego, como no sucedió nada, terminé por convencerme de que había sido un último coletazo de aquella vieja broma que me habían gastado mis compañeros. Incluso estuve investigando, a ver si averiguaba quién había sido el gracioso…, sin resultado, por desgracia. En aquella época, todo el mundo parecía haberse desentendido definitivamente de la esfera.
—¿Recuerda usted la fecha en que la máquina registraba aquel supuesto «viaje en el tiempo»? —preguntó Martín sintiendo que el corazón se le aceleraba hasta producirle un agudo dolor en el pecho.
—Pues sí, eso no lo he olvidado —respondió Herbert mirándolo a los ojos—. Marcaba el dos de febrero del año 2106…
Los chicos intercambiaron miradas de estupor.
—El día que nosotros nacimos… —susurró Casandra.
George Herbert los miró espantado y luego cerró los ojos, como si una luz cegadora hubiese herido sus pupilas.
—No puede ser —murmuró con voz apenas audible—. Es un truco de Hiden, ¿verdad? Os envía él para confundirme…
—Usted sabe que eso no es cierto —dijo Deimos suavemente—. Además, existen documentos, datos que acreditan que estos chicos nacieron ese día, en la ciudad de Medusa… Si quiere, yo puedo explicarle lo que ocurrió.
Herbert, aturdido, mantenía sus ojos clavados en el rostro de Deimos y parecía incapaz de pronunciar una sola palabra.
—Su mensaje fue hallado en el interior de la esfera casi mil años después de que usted lo depositase en la caja fuerte —explicó el joven sin perder la calma—. Para entonces, la esfera se hallaba en muy mal estado, pero los hombres y mujeres que hallaron el mensaje consiguieron restaurarla en poco tiempo y no tardaron en comprender su mecanismo de funcionamiento. Entendieron la clase de ayuda técnica que usted les pedía, pero no quisieron arriesgarse a enviarla con los datos que tenían acerca de la barbarie de este período de la Historia. Además, ellos tenían sus propias ideas acerca del modo de utilizar la esfera. El caso es que enviaron una primera expedición al pasado con la misión de averiguar datos importantes acerca de ciertos sucesos de este tiempo cuya influencia en la Historia subsiguiente fue decisiva. Ellos fueron los que dejaron el mensaje que llegó a sus manos. Sin embargo, la expedición fracasó, y sus miembros no regresaron en la fecha prevista; llegaron informes de un único superviviente que narraba la insoportable dureza de sus experiencias, experiencias que, según él, habían conducido a todos sus compañeros a la muerte. El mismo, un prestigioso científico llamado Saúl de Arsínoe, parecía haber sufrido daños mentales irreparables. De modo que se decidió enviar una nueva expedición, esta vez integrada por recién nacidos dotados de capacidades de resistencia extraordinarias y destinados a crecer en este entorno hostil con el fin de que, al llegar a la adolescencia, estuviesen perfectamente preparados para cumplir su misión sin enloquecer. Para planificar este segundo viaje, se aprovechó un antiquísimo archivo de la ciudad de Medusa en el cual se informaba de un corte de suministro eléctrico acaecido el dos de febrero de 2106 y una de cuyas consecuencias había sido la muerte de varios recién nacidos en las incubadoras del hospital. Se decidió aprovechar aquel accidente y sustituir a los niños muertos por los bebés enviados desde el futuro. Esa misión le fue encomendada a Saúl, que, por lo que se ve, logró realizarla satisfactoriamente, aunque nunca, después, volvió a ponerse en contacto con su propio tiempo.
—Un momento —exclamó Herbert, mirándole como si estuviese viendo a un fantasma—. ¿Tú cómo sabes todas esas cosas? ¿Quién eres?
—Sé todo eso porque mi hermano y yo también procedemos de esa época futura —explicó Deimos sonriendo—. Formamos, por así decirlo, la tercera expedición.
—Pero la máquina no ha vuelto a registrar ningún viaje —objetó Herbert, mirándolos con desconfianza—. Sigo revisándola periódicamente, y no he advertido ninguna señal reciente de actividad.
Por un instante, Martín tuvo la impresión de que Deimos se había quedado desconcertado. Sin embargo, reaccionó con gran agilidad.
—Nosotros alteramos el registro de la máquina antes de salir de ella —explicó—. No queríamos despertar sospechas. Introducirse de repente, por las buenas, en una ciudad tan controlada como Medusa no resultó nada fácil; suerte que sabíamos a quién recurrir para obtener pasaportes falsos en cuanto llegamos. Lo habíamos encontrado en los archivos.
—¡Todo esto es una locura! —murmuró Herbert cubriéndose el rostro con ambas manos—. ¿Para qué habéis venido, todos vosotros? ¿Qué queréis de este tiempo? ¿Qué queréis de mí?
Y alzando la mirada, buscó una respuesta en los ojos de los chicos, pero solo encontró un reflejo de sus propias preguntas. Se volvió entonces hacia Aedh, que había permanecido en silencio mientras hablaba su hermano.
—Ellos tampoco saben para qué fueron enviados, ¿verdad? —preguntó con expresión de angustia—. Los habéis utilizado, como a mí… Pero vosotros, en cambio, sí parecéis saber.
—Solo queremos averiguar la verdad —repuso Aedh con sencillez—. Queremos comprender lo que ocurrió en el origen de nuestra civilización… Es de inmensa importancia para nosotros; de ello depende el significado de nuestra vida. Están a punto de ocurrir grandes cosas, cosas que cambiarán para siempre el destino de la Humanidad. Y nosotros deseamos estar presentes.
—Eso no me basta —dijo George Herbert mirando a Aedh con severidad—. Necesito más respuestas, muchas más respuestas.
—Le daremos todas las respuestas que estén a nuestro alcance —le aseguró Aedh sonriendo—. Pero, a cambio, usted debe llevarnos a Medusa. Necesitamos utilizar una vez más la esfera para ponernos en contacto con quienes nos han enviado. Los chicos se niegan a colaborar en cierto asunto, y precisamos nuevas instrucciones.
—¿Y cómo sé que puedo fiarme de vosotros? —preguntó Herbert con desconfianza—. Podríais utilizar la esfera para provocar una invasión, o qué se yo… No tengo ningún motivo para creeros.
—Denos tiempo —rogó Deimos—. Durante el viaje a Medusa le explicaremos lo que sabemos y lo que ignoramos, como ya hemos hecho con estos chicos. Se convencerá de que decimos la verdad. Además, sabemos que algo importante está a punto de ocurrir en Medusa, algo importante para su época y para la nuestra. ¿Es que quiere perdérselo?
Aquel argumento era demasiado tentador para Herbert. Si había algo a lo que aquel hombre no sabía resistirse, era a su propia curiosidad.