Capítulo 17
El trono de Bakú
Lo primero que pensó Martín al abrir los ojos fue que había sido derrotado en el torneo. Sin embargo, cuando comenzó a distinguir lo que había a su alrededor, se preguntó si, además de perder el campeonato, no habría perdido también el juicio. Atravesaba un océano de aguas oscuras y muertas a bordo de una embarcación cristalina en forma de dragón plateado, y sobre su cabeza se alzaban por todas partes altísimos puentes de bronce. Al principio, el dragón transparente sobre el que cabalgaba le pareció una escultura de cristal. Tardó un rato en comprender, por el calor que se desprendía de su piel y la viveza de sus movimientos, que la criatura estaba viva, y que se trataba de Ur, el dragón de agua descrito en las novelas de Yue.
—Esto tiene que ser una pesadilla —exclamó, casi con humor.
—En absoluto, Martín —repuso el dragón, volviendo la cabeza para mirarlo.
—¿Esta especie de broma forma parte del juego?
—No es ninguna broma —fue la respuesta de la extraña criatura—. Se trata de algo tremendamente serio… Escúchame bien: Tu mente ha sido invadida por un virus informático que la está devorando. Aedh lo introdujo en el Tapiz de las Batallas mientras estabais en Marte. Ahora lo controla Hielen a través del navegador instalado en tu traje. Cuando termine de apoderarse de ti, la realidad desaparecerá de tu mente, y quedarás atrapado en el juego para siempre. ¿Entiendes lo que te digo?
—¿Quieres decir que, si mi personaje cree que está atrapado en el Laberinto del Bakú, yo me quedaré atrapado con él?
—Exacto.
—Y tú ¿quién eres? ¿Cómo sabes todas esas cosas?
—Prometí ayudarte y aquí estoy. Tú me conoces; pero tienes que aprender a verme tal y como soy en realidad.
—No entiendo nada… ¿Estoy despierto o dormido? Acabo de oír hablar a un dragón de agua… Tengo que estar volviéndome loco.
—Parte de ti cree que todavía está dentro del juego, e interpreta todo lo que ve conforme a la fantasía del Jinete de Plata. Por eso, tú crees que soy Ur, el dragón de agua, que es como una especie de espíritu guía del rey bardo. Pero, a la vez, otra parte de ti está despierta, y te permite recordar quién eres. Al menos, de momento… El virus avanza muy rápido, y, si no actuamos pronto, esa parte de ti morirá.
—Pero, en realidad ¿dónde estamos?
—Físicamente, tú sigues en el anfiteatro de Ki. El juego está a punto de acabar… Ovinnik ha alcanzado uno de tus sensores de inmovilización, y se dirige hacia ti para rematarte con su lanza. Tu mente, sin embargo, navega mientras tanto a través de la Red de Juegos, junto a mí. En estos momentos, nos estamos alejando a toda velocidad de los servidores de la Ciudad Roja.
—No entiendo… ¿Para qué? ¿Adónde me llevas?
—Quiero conducirte a un lugar seguro, donde tus amigos puedan encontrarte con facilidad. Así, Selene tendrá tiempo para eliminar el virus de tu cabeza sin que nadie la estorbe. Además… es preciso que conozcas a alguien, alguien que quizá pueda ayudarte, y que es más importante para tu futuro de lo que jamás hayas podido imaginar.
Martín observó el rostro inhumano del dragón, con sus enormes ojos plateados y sus cambiantes rasgos de cristal.
—¿Quién es ese personaje? —preguntó con desconfianza.
—Se le conoce como «el Bakú». Supongo que habrás oído hablar de él…
—Claro que sí. Leo me dijo que lo buscara… Pero no sé si se refería a un personaje del guión de la final o al programa creado por Herbert para proteger la Red de Juegos.
El dragón emitió un cacareo parecido a una carcajada.
—Bueno, digamos que el Bakú es ambas cosas al mismo tiempo, y muchas otras, además. En cierta época fue considerado un juguete para niños, y en otra actuó como vigilante de la Red. Pero hace tiempo que se liberó de esas cadenas… Lo que es ahora, lo que realmente es, solo puede explicártelo él.
Siguieron navegando por aquel oscuro mar de datos en silencio, hasta llegar a una especie de plataforma que flotaba a la deriva en aquella inmensidad. Sobre ella, Martín reconoció el templo en ruinas y rodeado de manzanos junto al cual se había enfrentado a Ovinnik, al final del juego.
—Hemos llegado —le dijo el dragón.
Martín descendió de su lomo plateado, e intercambió una larga mirada con Ur antes de que este desapareciese bajo las ondas. Después, pasó una vez más bajo el frontispicio roto del templo, como había hecho durante la final. Se fijó, no obstante, en que, esta vez, el relieve que representaba al rey bardo combatiendo con Ovinnik se encontraba a la derecha, y no a la izquierda del frontispicio. El muchacho contempló con atención las ruinas que lo rodeaban y se dio cuenta de que eran idénticas a las del juego, pero estaba situadas exactamente al revés, como si se tratase del reflejo de aquellas ruinas en un espejo.
Martín caminó lentamente hacia la fuente, sintiendo un creciente temor. Con cada paso que daba, su agitación crecía, y su corazón latía cada vez más deprisa. Estaba a punto de inclinarse sobre el agua, cuando un sonido a su espalda lo detuvo. Al volverse, descubrió a una extraña criatura parecida a un tapir, pero con dos largos colmillos a ambos lados de la boca, y grandes zarpas semejantes a las de un león.
—Yo esperaría un momento antes de asomarme —exclamó el extraño animal con una voz tan armoniosa que no parecía de este mundo.
—¿Tú eres el Bakú? —preguntó Martín, asombrado.
—Así es, muchacho —confirmó la voz extraordinariamente dulce de aquel ser—. ¿Sabes? Hacía mucho tiempo que te buscaba… Me alegro de que por fin hayas dado conmigo.
—¿Me buscabas? ¿Tú a mí? —preguntó Martín, experimentando una paz que no había vuelto a sentir desde la infancia—. ¿Por qué? Yo no te conozco…
—Pero yo a ti, sí —repuso el Bakú con su voz de ángel—. Una vez te hice una promesa, y ahora, por fin, voy a poder cumplirla. Puedes pedirme lo que quieras, o preguntarme cualquier cosa que desees saber; eso sí, debes darte prisa… El tiempo apremia.
Martín observó con curiosidad a la extraña criatura.
—¿Puedo pedir lo que quiera? —repitió—. O sea, que vas a concederme un deseo, como tu personaje en el guión del juego.
—El juego… Por supuesto —exclamó el Bakú pensativo, como si la broma del muchacho fuese una afirmación digna de ser tenida en cuenta—. Tu madre ha introducido elementos muy interesantes en ese guión, que tendrán consecuencias inesperadas en el futuro. Muy importantes para ti… Más de lo que puedes llegar a imaginar. Pero yo no me refería a eso… Te concederé un deseo porque tú, una vez, hiciste algo por mí, y ahora deseo devolverte el favor. Es lo justo, ¿no te parece?
Martín se encogió de hombros, perplejo.
—No lo sé —murmuró—. Ni siquiera sé de qué me estás hablando. ¿Cuándo he hecho yo algo por ti? Ya te he dicho que no te conozco…
—Pero me conocerás —afirmó el monstruo dulcemente—. Tienes que comprender, Martín, que tú y yo tenemos una concepción muy distinta del tiempo y del espacio. Yo puedo prescindir de mi cuerpo físico si lo deseo… Viajo a través de la Red de datos a tal velocidad, que se podría decir que estoy en varios sitios a la vez. Además, gracias a la esfera de Medusa puedo trasladarme a cualquier momento del tiempo. El pasado o el futuro son conceptos que ya no tienen sentido para mí. Sin embargo, para que puedas entenderme, te diré que en tu «futuro» nos volveremos a encontrar, aunque eso para mí ya ha sucedido. En ese momento, tú harás algo por mí a cambio de lo que yo estoy a punto de hacer ahora.
—¿Y qué es eso que haré por ti? —quiso saber Martín.
Los labios del Bakú se estiraron en una mueca vagamente parecida a una sonrisa.
—Lo sabrás cuando vayas a Quimera —contestó con su dulce voz.
—Quimera —repitió Martín, tratando de recordar—. La ciudad de las máquinas y de las inteligencias artificiales…
—Exactamente. Supongo que sabes que se construyó sobre las ruinas de Nara.
—Entonces ¿tú eres una de esas conciencias artificiales que se rebelaron contra los hombres durante la Revolución Nestoriana, y que estuvieron a punto de destruir a la Humanidad?
—¿Es eso lo que quieres saber? ¿Ese es tu deseo? —preguntó el Bakú en un tono levemente burlón—. Piensa bien lo que quieres… El tiempo corre en nuestra contra. Tu amiga Selene viene hacia aquí en estos momentos para librarte de ese virus que te amenaza. Si lo consigue, regresarás inmediatamente al juego, y tú y yo no volveremos a vernos hasta dentro de mucho tiempo.
—Si lo consigue… ¿Qué ocurrirá si no?
El Bakú emitió una especie de bostezo y miró al muchacho con una extraña mezcla de amabilidad e ironía.
—Reconoce que todo esto es un poco absurdo —insistió Martín, sosteniendo con firmeza la mirada del monstruo—. Aunque vengas del futuro, viajes en el tiempo y seas virtualmente ubicuo, no eres todopoderoso. No puedes concederme cualquier cosa que yo desee.
—Es cierto que no soy todopoderoso; pero a ti, Martín, puedo darte cualquier cosa que me pidas. He reflexionado mucho desde que me visitaste en Quimera. He viajado hasta los confines del Universo. He visto cosas que la mayoría de los humanos ni comprenderían ni estarían dispuestos a aceptar… He visto el momento exacto de tu muerte. Te conozco mejor que tú mismo. Si me pides algo que realmente anheles, que surja de lo más íntimo de tu ser, estoy seguro de que podré hacerlo realidad. Pero ten cuidado con lo que deseas… El conocimiento te concede un extraño poder, a veces terrible y devastador.
Martín empezó a tomarse en serio la propuesta del Bakú. Después de todo, era el vigilante de la Red de Juegos, y conocía todos sus secretos… Eso, en el mundo en el que vivían, le confería un poder casi omnímodo. Si se lo pedía, tal vez pudiera conseguir para él y para sus amigos una identidad nueva, que los ayudase a ocultarse de Hiden. Y no solo eso; si se lo proponía, podía hacerles ricos, o arruinar a la Corporación Dédalo. Además, estaba la esfera… Si realmente aquella criatura conocía el pasado y el futuro, tal vez pudiera desvelarle el secreto de su origen, o aclararle el vaticinio de la sombra en el túnel de la esfera de Medusa. Si le conocía tan bien, incluso era posible que supiese el nombre de la espada fantasma. Sí, la espada… Sería una buena idea preguntarle por ella.
Martín observó detenidamente al apacible monstruo que tenía delante. Se le ocurrió de pronto que, tratándose de un ser tan poderoso, resultaba extraño que hubiese decidido viajar mil años atrás solo para cumplir la palabra que, según él, le había dado. O tal vez no; tal vez, para el Bakú, la palabra dada fuese más importante que cualquier demostración de poder… Aquel pensamiento le produjo una extraña desazón. El monstruo tenía razón; había que tener cuidado con lo que uno deseaba… Si pedía algo relacionado directa o indirectamente con Hiden, sería como permitir que aquel hombre condicionase su vida. Y, además, si cedía a la tentación de eliminar a Hiden, corría el peligro de terminar convirtiéndose en alguien como él… No; decididamente, no era eso lo que deseaba. Y, por esa razón, decidió no preguntarle al Bakú el nombre de su espada.
En realidad, había sabido lo que quería pedir desde el principio; solo que había tratado de apartar de su mente aquella idea. Se trataba de algo casi imposible, y, por más vueltas que le daba, no podía imaginarse cómo se las podía arreglar un simple programa informático para hacer realidad su deseo. Recordó entonces que, en los cuentos de hadas, los genios siempre terminan engañando a aquellos que les piden algo… ¿Y si todo aquello no era más que una cruel broma, o una trampa mortal?
Martín miró de nuevo al Bakú y decidió arriesgarse. Después de todo, ¿qué podía perder? ¿La vida? Si, a cambio, su deseo se hacía realidad, habría merecido la pena…
—Veo que has elegido —murmuró dulcemente el Bakú, como si acabase de leerle el pensamiento—. De acuerdo, entonces. Puedo concedértelo… Pero, para lograr lo que quieres, necesitas saber algunas cosas acerca de las reglas del Khanli y de la legislación internacional. Ven, acércate…
Martín se inclinó sobre el monstruo, y este le susurró unas palabras al oído. Cuando terminó de hablar, una luz de esperanza iluminaba el rostro del muchacho.
De pronto, las ruinas que los rodeaban empezaron a temblar, como si un terremoto estuviese sacudiendo la tierra. Al mirar al suelo, Martín vio que había comenzado a resquebrajarse.
—¿Qué ocurre? —preguntó, angustiado—. Es Selene —repuso el Bakú—. Está intentando destruir el virus que se ha apoderado de tu mente… Ya no nos queda tiempo. Recuerda: Cuando vuelvas a la época a la que perteneces, visítame en Quimera.
El muchacho asintió en silencio, mientras todo se derrumbaba a su alrededor.
—Ha llegado el momento —prosiguió el monstruo—. Selene ha conseguido eliminar el virus. Ahora, debes asomarte a la fuente…
Martín se arrodilló al borde del agua y se inclinó sobre ella. Pero, al mirar en su superficie, en lugar de ver su propio reflejo, lo que vio fue la imagen de Ardal tal y como aparecía en el juego. Su personaje llevaba una lujosa armadura de plata abollada en el hombro derecho y manchada con la sangre de Lug. Más allá, detrás del rey bardo, Martín distinguió el reflejo del Bakú, que le sonrió por un instante.
La tierra tembló y las ondas de la fuente borraron el reflejo que estaba contemplando. Martín alzó entonces la cabeza y miró a su alrededor. Las ruinas que servían de escenario a la final del juego parecían desiertas, pero, aun así, el muchacho percibía la presencia de Ovinnik, y también la de los espectadores del anfiteatro, aunque no pudiera verlos. De pronto, las ruedas neurales de toda aquella gente que lo rodeaba entraron en conexión con sus propios pensamientos, y la información que circulaba por ellas se convirtió en un zumbido que lo envolvía por todas partes, como un coro de instrumentos mal afinados. Comprendió que había vuelto a los servidores de la Ciudad Roja; y que había recuperado el poder de leer en las mentes ajenas, que el virus de Aedh le había hecho perder en los últimos tiempos.
Haciendo un esfuerzo, volvió a concentrarse en el escenario. Más allá de las ruinas, no podía distinguir otra cosa que el océano de datos por el que había viajado a lomos del dragón de agua. Pero, bruscamente, de aquel océano indistinto surgieron como por encanto decenas de caballeros vestidos de un modo que le resultaba familiar. Todos habían desenvainado sus espadas, y las habían clavado en el suelo de piedra del templo. Entre los rostros de aquellos hombres, Martín reconoció el de su verdadero padre, Erec de Quíos, y también los de los otros guerreros con los que se había entrenado a través del Tapiz de las Batallas, además de otros muchos totalmente desconocidos. Los ojos se le llenaron de lágrimas al descubrir entre ellos a Deimos y Aedh… Los caballeros lo miraban en silencio, y cada uno sostenía con ambas manos la empuñadura de su espada. Todas ellas eran espadas fantasma, y los extraños signos esculpidos en fuego sobre sus hojas brillaban como si intentasen hablar con él.
—Todo es ilusión —le dijo Erec de Quíos con una voz profunda y misteriosa.
En medio de aquel solemne círculo de hombres armados, Martín se sentía desnudo sin su espada. Muy despacio, se aproximó a la fuente, cuyas aguas se habían calmado de nuevo. Al inclinarse sobre ella, vio una vez más el reflejo de Alejandra tendiéndole la espada, con sus cabellos cobrizos flotando alrededor de su pálido rostro. Ahora, sin embargo, sabía que solo se trataba de un reflejo, de una imagen proyectada en lo profundo del líquido, inasible como un espectro.
Entonces se fijó en un detalle en el que antes no había reparado: la espada rota que le tendía Alejandra no era la misma que llevaba su padre. Ni siquiera le hizo falta girarse para observar el arma que empuñaba Erec de Quíos… La recordaba perfectamente, pues había combatido contra ella muchas veces, mientras se entrenaba con el Tapiz de las Batallas. Sabía, por supuesto, que la espada del tapiz no era más que un holograma interactivo; pero también sabía que todos los hologramas generados por el tapiz reproducían con exactitud las imágenes de los guerreros que alguna vez se habían entrenado frente a él. Eso significaba que la espada que su padre utilizaba habitualmente no era la misma espada que Deimos le había traído del futuro, y que él había empleado para matar a Aedh. Aquella espada, que había acudido misteriosamente a su mano en el momento en que más la necesitaba, se parecía mucho a la de Erec de Quíos, pero jamás había estado en sus manos. Era suya, exclusivamente suya… Nunca había pertenecido a nadie más, y nunca obedecería a nadie que no fuera él.
Los ojos de Martín se concentraron en el reflejo de la espada que latía bajo el agua. Su madre había conseguido que los guionistas de la Comunidad Virtual la incluyesen en el guión del juego, dejándola allí para que su personaje la encontrara. Entonces, como un relámpago, la verdad se abrió camino en su interior, y todas las piezas del puzle encajaron instantáneamente. El nombre de la espada real era el mismo que el de la espada del juego: Kaled…
En el mismo instante en que aquel pensamiento cruzó su mente, los caracteres grabados sobre la hoja de la espada comenzaron a brillar con una luz cegadora. Martín sintió una ardiente quemadura en el dorso de la mano, y, al mirarla, observó que los mismos caracteres ardían sobre ella como un tatuaje invisible para todos, excepto para él. Comprendió que, a partir de ese momento, la espada y él permanecerían unidos para siempre, y que ambos obedecerían a una única voluntad. Ocurriese lo que ocurriese, aquel arma siempre escucharía sus pensamientos más íntimos, sus más profundos miedos y deseos… Aquello representaba un gran poder, pero también un gran peligro, ya que tanto el miedo como el deseo son muy difíciles de controlar.
Temblando de emoción, hundió su mano en el agua de la fuente, y al instante la espada se materializó entre sus dedos. Un brutal estruendo sacudió las ruinas y los puentes de luz que lo rodeaban, y a su alrededor comenzaron a derrumbarse arcos y columnas. Los Caballeros del Silencio habían desaparecido… Cuando la tierra dejó de temblar, Martín descubrió que había vuelto al escenario del juego, simétrico al que acababa de destruirse ante sus ojos. Sin embargo, algo había cambiado… Junto a las ruinas del templo, los manzanos, antes secos y desnudos, habían comenzado a florecer.
Había, además, otra diferencia: Ardal, ahora, sabía quién era, y su brazo empuñaba a Kaled, la espada que hasta entonces había permanecido atravesada sobre las puertas del Palacio del Silencio. Frente a él, a cierta distancia, Ovinnik lo miraba con ojos desencajados… Martín tardó apenas un instante en reconocer a la persona que se ocultaba detrás de aquel disfraz.
Inmediatamente desconectó el audio de su navegador y activó el canal privado.
—¿Qué te ocurre, Oni? Parece que has visto a un fantasma —exclamó, mirando fijamente al supuesto mago—. Te dije que nos veríamos en la Arena ¿recuerdas? Siento haber llegado un poco tarde a nuestra cita…
—Has… despertado —balbuceó la muchacha, intentando recuperar la compostura.
—¿Te gusta mi espada? —preguntó Martín, haciendo desaparecer el arma de su mano derecha para obligarla a reaparecer pocos segundos más tarde en su mano izquierda—. Como has visto, es un objeto lo suficientemente poderoso como para romper tu hechizo de inmovilidad…
—Buen truco —replicó Oni entre dientes—. Pero yo también tengo unos cuantos.
El dragón negro enroscado en la lanza del mago desplegó sus alas y, después de volar alrededor de Martín como una sombra siniestra, regresó al punto de partida. Oni alzó entonces ambas manos con gesto imperioso, y Martín sintió un insoportable dolor en el pecho.
—El dragón de mi lanza te ha mordido, ¿recuerdas? —dijo la muchacha, sonriendo—. Se trata de la Lanza del Otro Mundo, Martín… Cuando hiere, atrae a la sombra de tu interior. Su poder es insuperable en este juego.
Mientras Oni hablaba, Martín había caído de rodillas, incapaz de soportar el dolor. Instintivamente, se había llevado ambas manos al pecho, y sus uñas se clavaban en su traje como si aquello pudiera aliviar en algo su sufrimiento. Entonces sintió entre sus dedos crispados un soplo de vapor helado, y al mirar, descubrió un hilo de luz plateada que había comenzado a filtrarse entre ellos.
—¿Duele…? —preguntó Oni, risueña—. Casi puedo oler la carne quemada…
Martín pensó que iba a enloquecer de dolor. Mientras tanto, la luz que brotaba de su pecho había comenzado a tomar forma, y a cada segundo que pasaba se parecía más a Ur, el dragón de agua, aunque en una versión reducida. Cuando los ojos transparentes del dragón se clavaron en los del muchacho, este comprendió al instante de quién se trataba.
—Leo —murmuró, con voz apenas audible—. Gracias por venir…
—Aguanta, Martín —repuso el dragón sin mover los labios—. Por favor, aguanta un poco… Tienes que ganar tiempo.
Mientras tanto, Oni observaba el espectáculo de la tortura de Martín entre divertida y perpleja.
—La verdad es que la imaginación de nuestros guionistas nunca deja de sorprenderme —comentó alegremente—. Tu sombra es una verdadera preciosidad… Me pregunto qué se estarán inventado ahora para suplir esta pequeña discusión nuestra a través del canal privado. Por cierto, ¿cómo has adivinado quién era?
—De repente… caí en la cuenta —contestó Martín, apretando los dientes para soportar el dolor—. Annun no era más que un programa sensible, ¿verdad? Nos engañaste a todos, haciéndonos creer que eras tú quien representaba su papel, y te descalificarán por ello.
—Te equivocas —afirmó la muchacha con sarcasmo—. La corporación kokoro nunca confirmó que yo haría el papel de Annun. Os dejasteis engañar por los rumores que corrían por la Red de Juegos y por Internet… ¿Acaso tengo yo la culpa? —preguntó, riendo—. En realidad, en el contrato del juego estoy registrada como Ovinnik. Nuestro anfitrión, el señor Yang, es muy escrupuloso en lo que se refiere al respeto de las normas; estoy segura de que lamentará muchísimo este pequeño malentendido… Pero tú ya sabías todo esto ¿no es así?
—Desde que te vi el primer día en el anfiteatro, supe que me recordabas a alguien. Tenía que haberlo deducido la primera vez que vi luchar a Ovinnik; pero estaba demasiado agotado para atar cabos… Te pareces mucho a Jade, dentro y fuera del juego. Se nota que habéis tenido el mismo entrenador; te mueves como ella, gesticulas como ella… Pero no tienes su grandeza. Supongo que es el precio que tienes que pagar para convertirte en jugadora de la corporación Ki. Al señor Yang le encantan las copias… Y tú, en el fondo, no eres más que eso: una mala reproducción.
Martín tuvo que callarse, exhausto por el esfuerzo que había supuesto para él pronunciar aquellas palabras en medio de la horrible tortura que padecía.
—Dejémonos de tonterías —dijo Oni, impaciente—. Mírate, estás en las últimas… Solo te quedan un par de sensores activos, y, con cada segundo que pasa, el dolor se vuelve más insoportable. En realidad, no entiendo cómo te mantienes en pie todavía. Mira, Martín, tú me caes bien, no voy a ocultártelo. Incluso diría que me gustas… Pero me gusta más el dinero que va a darme Dédalo por acabar contigo. Y Hiden fue muy claro al respecto: No puede haber un segundo puesto en esta final. Quédate quieto y todo terminará pronto… No quiero que sufras más de lo necesario.
Martín comprendió que Oni no sabía nada de lo que el presidente de Dédalo le tenía preparado. Sin embargo, él empezaba a entender el empeño de Hiden por que llegase sano y salvo al enfrentamiento final con Ovinnik: Si su personaje moría allí, junto al trono del Bakú, su conciencia quedaría atrapada para siempre en el laberinto. Gracias al virus de Aedh, Hiden creía haber transformado a Martín en Ardal; y, para Ardal, el juego no terminaría nunca. Sufriría una tortura inacabable, con aquella extraña luz desgarrándole el pecho eternamente.
—Te equivocas en todo, Oni —exclamó Martín, poniéndose en pie con gran dificultad.
En ese momento, del pecho del rey brotó la última escama del dragón de agua. El dolor que experimentaba era tan intenso que, por un momento, creyó que iba a perder el conocimiento. En cuanto se vio libre, el dragón se enroscó alrededor del cuerpo del muchacho, y sus fauces exhalaron una nube de vapor helado.
—¿Qué diablos ha sido eso? —exclamó Oni, poniéndose inmediatamente en guardia—. ¿Dónde está la sombra que debía arrancarte el corazón?
—Ya no hay más sombras, Oni —contestó Martín, señalando al rosal que los había acompañado desde el principio de la aventura—. ¿No lo entiendes? Se han abierto las puertas del Palacio del Silencio.
La muchacha miró escéptica el rosal, que, tras hundirse en el agua de la fuente, había comenzado a difuminarse ante sus ojos.
—Muy bonito —gruñó con ironía—. Y, ahora, acabemos con esto de una vez.
Oni y Martín se lanzaron el uno contra el otro. El muchacho no había conseguido detectar la rueda neural de su contrincante durante la conversación que acababan de mantener, por lo que supuso que le habrían implantado una rueda especial para juegos, de aquellas que había patentado la corporación Kokoro. En cualquier caso, no necesitaba leer el pensamiento de la muchacha para adivinar sus intenciones: su estilo de juego no era más que una copia del de Jade, y Jade, en una situación semejante, habría ido directa a uno de los trampolines del escenario para sorprenderle con su salto. Preparándose para lo que se avecinaba, Martín tomó impulso, y cuando vio salir a la muchacha despedida del suelo, activó mediante su navegador los enganches automáticos del traje y se colgó de uno de los cables del techo. De ese modo, atravesó la cúpula semiderruida del templo, escapando al ataque del mago.
Pero Oni no se dejaba sorprender fácilmente. En cuanto vio la maniobra de Martín, enganchó sus anclajes magnéticos a un cable lateral, que la lanzó directamente hacia su rival. Los dos contendientes chocaron en pleno vuelo, a una altura impresionante. Oni decidió entonces aprovechar la longitud de su lanza para atacar a Martín antes de que él pudiese alcanzarla con su espada. Sin embargo, en ese mismo instante, el dragón de agua se lanzó contra el oscuro dragón de Ovinnik, rugiendo y bramando. Al entrar en contacto con las escamas transparentes de Ur, la lanza se detuvo instantáneamente, y los dos dragones se trabaron en una llamarada de plata y oscuridad. Martín comprendió entonces que la lanza del mago era, en realidad, un holograma sensible que Oni estaba utilizando para ocultar su verdadera arma, ya que, de lo contrario, Leo jamás habría podido detenerlo. Así pues, la verdadera lanza debía hallarse en otra parte… Pero ¿dónde? Para saberlo, necesitaba localizar la rueda de juegos implantada en el cerebro de Oni. Además, tenía que hacerlo deprisa, ya que, de lo contrario, la lanza oculta localizaría su corazón y perdería el torneo. Afortunadamente, la amenaza del virus ya no pesaba sobre él; pero, aun así, no deseaba que Hiden y Yang se saliesen con la suya… Y el único modo de impedirlo consistía en recurrir a Kaled.
Haciendo un esfuerzo, concentró toda su energía en la empuñadura de su espada. Lentamente, la hoja se fue difuminando, mientras la mano de Martín seguía el rastro multicolor que iban dejando sus signos de fuego. Por último, la empuñadura se deshizo entre sus dedos… Un segundo después volvió a materializarse, y, en el mismo instante, sintió el violento choque de la lanza invisible, quebrándose contra el acero de su espada.
Mientras tanto, el dragón de agua había aniquilado por completo al dragón de sombra de Ovinnik, pero Martín estaba demasiado ocupado para verlo. Durante unas décimas de segundo, observó con atención el traje de su adversaria… Luego, giró rápidamente su espada y, con un suave golpe de la empuñadura, rozó uno de los sensores de inmovilización de Oni.
Los cables elásticos a los que estaba enganchada la muchacha se quedaron rígidos instantáneamente, al igual que su traje. Martín contempló como un espectador más la figura petrificada de Ovinnik, suspendido en el aire con la lanza en la mano. Luego, descolgándose por una de las cuerdas que lo sostenían, descendió rápidamente hasta el suelo.
—Es hora de terminar con el juego ¿no te parece? —oyó decir a Leo.
Acto seguido, el dragón de agua voló hacia el cuerpo inmóvil del mago y lo devoró rápidamente. Luego, la superficie escamosa de su cuerpo iluminó el cielo por un momento, para caer después sobre Martín en forma de una suave lluvia.
Entre los manzanos en flor apareció Havai, arrastrando penosamente su enorme hacha. Tenía la armadura destrozada, y se sujetaba el pecho con una mano. Caminando con gran dificultad, se dirigió hacia Martín y, al llegar a su altura, soltó el hacha, que se estrelló ruidosamente contra el suelo. Después, miró a su rival a los ojos y, agarrándole el brazo derecho, lo levantó en el aire.
Un torrente de aplausos inundó simultáneamente todos los canales de audio del navegador. Aturdido, Martín distinguió entonces a lo lejos las gradas del anfiteatro, donde el público, de pie, aplaudía a rabiar. El holograma de la armadura blanca de Havai se fundió poco a poco con las luces del anfiteatro, dejando al descubierto la sonrisa franca del muchacho. Poco después, Martín vio a Nomura atravesar el escenario y abalanzarse sobre él para felicitarle, mientras los técnicos de Kokoro intentaban desenganchar a Oni de los cables del techo. Con una punzada de nostalgia, advirtió que el mundo del juego estaba a punto de desaparecer para siempre.
Como en un sueño, Martín dejó que una multitud de desconocidos lo alzase en hombros y lo transportase por toda la Arena entre vítores y aplausos. Al llegar a la altura de los palcos de honor, el muchacho pidió que le dejasen bajar. Frente a él, tras un grueso cristal, su madre se encontraba fundida en un abrazo con Alejandra. Alguien, a su espalda, les señaló su presencia, y ambas se separaron para saludarle… Martín experimentó un estremecimiento de alegría al descubrir al fondo del habitáculo el rostro sonriente y sereno de Diana.
Un poco más allá, el palco de Dédalo aparecía vacío. Martín apretó los dientes y buscó con la mirada la pagoda presidencial del señor Yang, que acababa de aterrizar sobre la Arena, después de asistir a la última fase del juego desde el aire. Sabía que, antes o después, el presidente de Ki enviaría a alguien a buscarle… Y, efectivamente, no pasó mucho tiempo antes de que una pareja de lamias se le acercase para indicarle que el presidente de la corporación anfitriona deseaba felicitarle personalmente por su victoria.
Mientras ascendían hasta el último piso de la pagoda presidencial en un disco flotante, una de las lamias le explicó apresuradamente lo que debía hacer en presencia del señor Yang. Por lo visto, el ritual del Khanli resultaba demasiado complicado como para resumirlo en unos segundos, de modo que la lamia se permitió sugerirle al vencedor de los interanuales que se limitase a repetir las palabras que ella le fuese diciendo a través del canal privado. Martín aceptó la sugerencia encantado. En cierto modo, aquello le allanaría el camino para el paso que estaba a punto de dar.
El disco flotante aterrizó frente al Khan Rojo, cuya túnica, completamente cubierta de bordados dorados, se prolongaba en una cola de varios metros. Dos docenas de lamias vestidas de rojo sonreían inexpresivamente detrás de él, como muñecas de porcelana. El señor Yang le indicó con un gesto que se aproximase, y Martín oyó a través del canal privado las palabras que debía decir, y se dispuso a repetirlas.
—Maestro —murmuró, en tono profundamente respetuoso—: Como Señor del mundo que habéis creado, podríais concederme una gracia.
—Pedid, y, si está en mi mano, esa gracia os será concedida —afirmó con solemnidad el Khan de la Ciudad Roja.
—Me gustaría que me concedieseis, como campeón de los Juegos, la corona de los Interanuales —le susurró la lamia a través del navegador.
—Me gustaría… —empezó a decir Martín.
Entonces se detuvo. El Khan lo miró con expresión interrogante.
—Me gustaría que liberaseis a mi padre, Andrei Lem, de su condena en Caershid —concluyó el muchacho.
Un murmullo de asombro recorrió las gradas del anfiteatro. Las sonrisas de las lamias se habían convertido en crispadas muecas de estupor.
—No podéis pedir eso —chilló una de las que le habían escoltado, presa de un ataque de nervios—. No forma parte de las reglas del juego…
—Pero sí de la antigua normativa del Khanli. Las normas son muy claras en ese aspecto —intervino uno de los árbitros de la Comunidad Virtual, hablando a través de los altavoces del anfiteatro—. «Si está en su poder concedérselo, debe hacerlo». Eso dice el texto original… La última palabra la tiene el anfitrión de los Juegos.
El señor Yang se inclinó ceremoniosamente, y luego, alzando la cabeza, miró a Martín con una triste sonrisa.
—Hijo mío, por desgracia no está en mi mano concederte lo que me pides —murmuró—. Como seguramente sabrás, solo los Tribunales Internacionales pueden liberar a un prisionero de Caershid.
—Eso no es cierto —replicó Martín sin perder la calma—. Cuando la ONU vendió la prisión orbital a la corporación Ki, perdió todos sus derechos legales sobre ella y sus prisioneros. Ahora, la única ley que impera en Caershid es la de la Ciudad Roja; de modo que, tal y como exigen las reglas del Khanli, solo os he pedido lo que está en vuestra mano concederme.
El señor Yang había palidecido intensamente.
—Supongo que no ignoras que, al pedirme eso, estás renunciando a la corona de los Interanuales, y por tanto a ganar el torneo —susurró, con voz casi inaudible.
—Lo sé —afirmó Martín—. El ganador será Havai, en representación de la corporación Ki. Es el único jugador, aparte de mí, cuyo personaje se ha mantenido con vida hasta el final.
El señor Yang sopesó en silencio la disyuntiva que se le planteaba. Por un lado, estaba la alianza que le unía a Hiden; por otro, su pasión desmedida por el juego. Su mirada se clavó con aire ausente en el palco vacío de la Corporación Dédalo, y una brusca transformación iluminó su semblante.
—El muchacho ha demostrado saber lo que quiere —afirmó con una sonrisa—. Ha expresado respetuosamente su petición, y el señor de la Ciudad Roja siempre cumple su palabra. Andrei Lem será liberado… Y, a partir de este momento, queda proclamado oficialmente el comienzo del segundo año de Havai.