Capítulo 15

Bajo la arena

En el palco de honor reservado a los invitados de la corporación Uriel, Alejandra hacía esfuerzos por no dejar traslucir su nerviosismo. La final de los Interanuales debería haber empezado ya, pero, por algún motivo, se estaba retrasando. A su alrededor había varios asientos vacíos y unos cuantos rostros desconocidos para ella. La madre de Martín, encerrada con su equipo en la cabina de guionistas, no iba a seguir la competición desde el palco, y lo mismo sucedía con Jade, que en ese momento debía de encontrarse junto a Martín, dándole las últimas instrucciones antes de que saliese a la Arena. En cuanto a Diana, seguía sin aparecer… Aquel pensamiento la llenó de inquietud. En un palco cercano, Hiden, completamente vestido de negro, observaba con gesto indiferente los interminables preparativos del escenario. Gracias a su amistad con el señor Yang, se había permitido el lujo de saltarse el protocolo fijado por la corporación Ki para la final, que exigía a los invitados de honor acudir al anfiteatro con vestidos de gala. Alejandra, en cambio, no había tenido tanta suerte… El complicadísimo traje que le habían facilitado, formado por cuatro quimonos superpuestos, estorbaba sus movimientos, produciéndole una gran sensación de agobio. Eso, por no hablar del tocado que le cubría el pelo, una especie de turbante adornado con negras trenzas artificiales arrolladas a los lados y con una docena de agujas cuajadas de perlas. En el último momento, se las había arreglado para improvisar en el reverso del quimono superior un pequeño bolsillo oculto, donde había introducido la llave del tiempo.

Las luces que iluminaban las gradas del anfiteatro comenzaron a debilitarse, indicando que el comienzo de la competición estaba próximo. El griterío de los espectadores aumentó de intensidad, pero, gracias al aislamiento de cristal del palco, llegaba hasta sus oídos muy amortiguado.

—Veremos qué es lo que nos tiene preparado nuestro anfitrión —oyó decir a una de las invitadas a su espalda—. Dicen que la final va a estar Mena de sorpresas…

—De momento, prepárate para volar —repuso el hombre sentado junto a ella—. Corre el rumor de que los palcos de las corporaciones están dotados de un dispositivo de flotación, para seguir desde el aire el recorrido de los jugadores. El escenario del juego abarca toda la ciudad…

Alejandra sintió una oleada de calor en el rostro. Si el palco salía volando para seguir el desarrollo del juego, ella no podría estar en el anfiteatro en el momento señalado por la llave del tiempo. Ni. Martín tampoco, ya que, como jugador, tendría que seguir el itinerario marcado por los guionistas a través de la Ciudad Roja de Ki… Lo único que podía hacer para no arriesgarse a hacer fracasar la misión era abandonar el palco en ese mismo instante, antes de que la final comenzase.

Murmurando una excusa ininteligible, la muchacha se abrió paso entre los sorprendidos invitados y salió del palco. Al otro lado de la puerta, inmóviles como estatuas, se erguían dos lamias, ataviadas con trajes tan complicados como el suyo.

—¿Necesita algo la señorita? —preguntó una de ellas con solicitud.

Alejandra recurrió a la primera excusa que le vino a la cabeza.

—Yo… me siento un poco mareada —dijo—. Creo que me ha bajado la tensión…

—La acompañaré a la enfermería —dijo la lamia, inclinándose ceremoniosamente—. Hay una aquí cerca, reservada a los invitados de honor… En las finales, son frecuentes los desmayos y las lipotimias. Es una lástima, porque va a perderse el comienzo del juego.

Alejandra asintió, extrañada por la locuacidad de la inexpresiva sirviente. En presencia del señor Yang, las lamias se comportaba como si fuesen mudas.

Alejandra siguió a su guía por un largo corredor hasta unas escaleras mecánicas que las trasladaron al piso inferior. Allí, después de cruzar una puerta disimulada en la pared, entraron en lo que parecía ser un área de servicio, destinada a la preparación de alimentos para los palcos principales y al almacenaje de los diversos fármacos que los invitados podían solicitar en el transcurso de la competición.

Antes de llegar a la enfermería, Alejandra y su acompañante atravesaron una larga sala rectangular en uno de cuyos extremos se agolpaban, tras una ventana, más de una docena de lamias, empujándose unas a otras para ver el escenario del anfiteatro. Cuando una de ellas se dio la vuelta, Alejandra se estremeció al comprobar que su rostro era el de un muchacho aproximadamente de su misma edad, con rasgos orientales y aspecto de cansancio. Inmediatamente, otra de las lamias se giró hacia ella, exhibiendo unos rasgos femeninos y consumidos por la vejez.

Alejandra tardó apenas un instante en comprender lo que pasaba. Para seguir la final con mayor comodidad, aquellas personas se habían despojado de sus máscaras virtuales, todas idénticas entre sí, exhibiendo, por una vez, su verdadero rostro. Un espectáculo que, probablemente, ningún invitado habría debido contemplar… Pero a su guía no parecía preocuparle excesivamente el que ella lo hubiese hecho.

—Hay quien dice que somos robots —explicó, sin mover un solo músculo de su falso rostro—. Pero, como acaba de ver, nada más lejos de la realidad… El señor Yang detesta los robots. A él no le importa que nos tomemos un descanso de vez en cuando, siempre que nadie nos vea.

Alejandra asintió con gesto comprensivo.

—No diré una palabra —aseguró rápidamente.

—Oh, no se preocupe. Después de todo, no es tan importante.

Alejandra captó en seguida el verdadero significado de las palabras de la lamia. Lo que quería decir era que lo que ella viese o dejase de ver no importaba en absoluto… Se trataba de una invitada demasiado insignificante como para que su opinión contara.

—Esta es la enfermería —dijo, invitándola a entrar en una pequeña sala de azulejos blancos—. Túmbese en esa camilla, si quiere… Voy a avisar a una enfermera para que le tome la tensión. Tardará un rato, porque la final acaba de empezar, y casi todo el mundo habrá entrado en semitrance.

Alejandra supuso que la lamia habría recibido esa información a través de su rueda neural. Ella también conectó por un momento el canal de seguimiento del juego, y oyó la voz de un locutor narrando lo que se veía en el escenario. Durante unos segundos, luchó contra la tentación de inducirse un semitrance y seguir el torneo; pero en seguida recordó que, si lo hacía, perdería la oportunidad de observar lo que ocurría a su alrededor. Para seguir los acontecimientos del juego, ya estaba Martín.

En cuanto la lamia abandonó la habitación, extrajo del bolsillo de su quimono la llave del tiempo. Después de esconderla allí, no había vuelto a mirarla… No le hacía falta, en realidad; recordaba perfectamente los números que brillaban en su cambiante esfera, y que indicaban la longitud y la latitud de la Arena de Ki.

Sin embargo, al fijar sus ojos en el oscuro disco de la llave, que reproducía la posición exacta en que se verían las estrellas esa noche sobre la Ciudad Roja, sus ojos advirtieron que un nuevo número había aparecido en el borde de la esfera, junto a los otros dos. Un número que no se encontraba allí antes, estaba segura, y que iba seguido de la letra «m» y precedido de un guión.

—Cincuenta y siete «m» —pronunció la muchacha en voz alta—. Podrían ser metros… Cincuenta y siete metros… Y un signo negativo. ¿Qué puede significar?

De pronto, lo entendió. Las otras dos cifras indicaban una posición en la superficie terrestre… Pero hacía falta un tercer número para precisar la tercera dimensión del espacio; un número para indicar la altura sobre la superficie terrestre… O la profundidad.

«Es eso —se dijo, sentándose bruscamente sobre la camilla—. Lo que tenga que ocurrir no va a suceder aquí, sino mucho más abajo, en alguno de los niveles inferiores del estadio. Por eso, la cifra es negativa… Tengo que bajar. Tengo que llegar allí como sea».

La lamia tardaría aún un rato en llegar acompañada de la enfermera, según le había dicho. Era el mejor momento para escapar… Después de mirar a derecha e izquierda de la puerta para comprobar que no había nadie, salió al pasillo. Las telas de su complicado traje crujían con cada paso que daba, pero todo el mundo estaba pendiente de lo que sucedía en la Arena, y no podían oírla. Haciendo el menor ruido posible, la muchacha se coló en el cuarto de descanso de las lamias. Todas ellas se encontraban en semitrance, con las negras lentillas patentadas por la corporación Ki para seguir los Juegos desde el estadio puestas, de manera que sus ojos parecían grandes almendras de oscuridad. Aquellos extraños ojos permanecían fijos en el cristal abombado que daba a la Arena. Ninguna de las lamias llevaba puesta su máscara virtual…

Alejandra se acercó a una vieja cómoda lacada cubierta de potes de cristal y cerámica. Sobre ella, había un par de máscaras cuidadosamente dobladas. Sin pensárselo dos veces, tomó una y se la ajustó a la cara, asegurándose de que los sensores de control quedasen ocultos detrás de sus orejas, lo que le resultó algo difícil, debido al complicado tocado que llevaba. Luego, activó los sensores, tal y como les había visto hacer en más de una ocasión a los agentes de seguridad de Dédalo. Al instante, sintió un desagradable cosquilleo en las mejillas… Ahora, con la máscara puesta y sus lujosos quimonos, nadie podría distinguirla de una lamia; ni siquiera las cámaras de seguridad.

Salió de nuevo al pasillo, sin que nadie en la sala de descanso hubiese advertido su presencia. Cuando estaba llegando al final del corredor, oyó pasos detrás de ella, y supuso que se trataría de la enfermera que habían ido a buscar para atenderla. Recogiéndose un poco los quimonos, apretó el paso… Al final del pasillo había un pequeño vestíbulo con unas escaleras mecánicas de subida y otras de bajada. Sin mirar atrás, Alejandra tomó las que descendían. Los pasos dejaron de oírse a su espalda, y ella suspiró, aliviada. Nadie la había seguido.

Las escaleras descendían en sucesivos tramos a través de varias plantas, todas con idéntico aspecto. Al parecer, las entrañas de la Arena construida por el señor Yang eran mucho más profundas de lo que nadie habría podido sospechar… Alejandra activó en su rueda neural un dispositivo de localización vía satélite, para saber en cada momento a qué profundidad se encontraba. Cuando las escaleras se acabaron, comprobó que había alcanzado tan solo una profundidad de treinta y dos metros.

Miró a su alrededor. Un pequeño globo de gas luminoso iluminaba tenuemente el recinto octogonal al que había ido a parar. Las paredes de aquella especie de vestíbulo estaban cubiertas por viejos tapices europeos que representaban escenas de caza y de corte.

Alejandra empezó a fijarse en los detalles de los tapices, fascinada. Después de una breve vacilación, se acercó a una de las paredes y extendió la mano para tocar los hilos de seda bordados sobre la tela. Era un trabajo de una delicadeza increíble… La escena que tenía delante representaba a varios perros lanzándose sobre un ciervo que huía, seguidos de media docena de caballeros y damas montados a caballo.

Entonces le llamó la atención la figura de un pequeño leopardo agazapado entre las patas de una de las cabalgaduras. Los tapices del Renacimiento solían contener motivos simbólicos que, a primera vista, nada tenían que ver con la escena representada, eso lo sabía… Pero, por algún motivo, le pareció que aquel leopardo tenía un significado especial. Los hilos de seda de su pelaje moteado brillaban mucho, en comparación con el verde mate de la vegetación representada a su alrededor. Destacaba incluso más que las patas blancas del caballo… Como atraída por una fuerza invisible, Alejandra caminó hacia aquella zona del tapiz y posó su mano sobre la cabeza del felino. Pero su mano se hundió… El leopardo, en realidad, era un holograma. El tapiz, en esa zona, estaba roto, y detrás del agujero no había… nada.

«Es una puerta —pensó Alejandra—. Quizá la puerta que estoy buscando». Después de tantear los límites del agujero, se recogió el traje y pasó una pierna a través de él. Luego, agachó la cabeza y pasó la otra pierna. Se encontraba en una especie de tubo de acero de medianas dimensiones que contenía una escalera de caracol del mismo material. Una leve luminosidad emanaba de los diminutos focos incrustados bajo los escalones. Podía subir o bajar… De nuevo optó por el descenso.

Mientras recorría la hélice de la escalera, Alejandra pensó de pronto que todo aquello podía ser una trampa. El truco del holograma sobre el tapiz llamaba demasiado la atención; no parecía diseñado para pasar desapercibido, sino todo lo contrario… Pero ya era tarde para echarse atrás. Tenía que llegar hasta el final y ver lo que se ocultaba debajo de la Arena de la Ciudad Roja.

Al llegar al término de las escaleras, la luminosidad se tornó verdosa, y Alejandra se encontró ante un estrecho sendero de gravilla flanqueado por altos setos verdes recortados en forma de muralla. Sobre su cabeza, brillaba una simulación de cielo azul bañado por el sol. La muchacha caminó por el sendero hasta llegar a una plaza circular con una fuente de piedra en el centro, y rodeada de setos altísimos. Al mirar hacia la izquierda, vio cómo el seto se abría, descubriendo otro sendero exactamente igual al que acababa de recorrer.

Armándose de valor, Alejandra avanzó por aquel nuevo camino, que desembocaba en una plaza idéntica a la primera. Miró a su alrededor, y vio cómo, esta vez, se abría un nuevo sendero a su derecha. Mientras se adentraba en él, la muchacha notó que empezaba a sudar bajo sus quimonos. Observó con atención el seto, sin atreverse a tocarlo. Parecía de verdad, pero probablemente se tratase de un holograma de alta definición… Alejandra comprobó que entre sus hojas no se distinguía ningún dispositivo de vigilancia. En realidad, no se había topado con ninguna cámara de control en todo su recorrido, algo que no dejaba de resultar chocante, teniendo en cuenta que la corporación Ki era famosa por el celo con que guardaba sus secretos.

Esta vez, el sendero le pareció más largo, y, antes de llegar al final, se encontró con una pronunciada curva. Al doblarla, vio que el camino desembocaba en una glorieta con rosales en el centro, y eso la tranquilizó. Al menos, había llegado a un lugar diferente del punto de partida…

De nuevo buscó a su alrededor algún otro camino, y no tardó en encontrarlo. Esta vez, se trataba de un sendero en forma de espiral, que la llevó hasta una nueva plazoleta con una fuente igual a la que había encontrado al principio de su recorrido. Agotada, se dejó caer sobre un banco de piedra y miró con ansiedad hacia los setos que la rodeaban. Entonces, surgieron ante ella cuatro senderos distintos.

Alejandra empezó a asustarse. Con una mano, desconectó los controles de la máscara virtual y se la quitó. Luego, se secó la frente con la seda amarilla de su manga, y volvió a observar nerviosamente la plazoleta. Seguía habiendo cuatro caminos… aunque le pareció que su posición había variado.

De pronto entendió por qué el señor Yang no había estimado necesario colocar vigilancia en aquella parte del anfiteatro. Aquello era un laberinto… Un laberinto interactivo, que captaba su mirada y hacía surgir un camino en el lugar exacto en el que sus ojos se detenían. En una de las novelas de Yue, se describía un laberinto de esas características… Pero nunca había imaginado que una fantasía así pudiera hacerse realidad. El presidente de la corporación Ki, evidentemente, no reparaba en gastos cuando se trataba de homenajear a su escritor favorito. Y, ahora, ella tenía que encontrar la salida.

Desesperada, trató de recordar qué era lo que contaba Yue acerca de aquella ingeniosa construcción en su novela; por lo que sabía, se trataba únicamente de una descripción muy breve, en la que el narrador explicaba la angustia de un héroe atrapado en aquel horrible lugar. Sin embargo, que ella recordara, no decía cómo se salía de allí… Tendría que encontrar la respuesta por sí sola.

Después de un breve descanso, se lanzó de nuevo a caminar por el primer sendero que encontró. Con el fin de no provocar ninguna reacción en el laberinto, cerró los ojos, y avanzó a ciegas durante largo tiempo. El camino no parecía tener fin, y ella se estaba mareando… Al final, en un instante de descuido, despegó los párpados. Al momento, apareció ante ella una nueva plaza con una fuente de piedra en el centro.

Alejandra cayó de rodillas, exhausta. Cada vez que alzaba la vista, veía aparecer nuevos caminos entre los recortados setos que se alzaban en torno suyo. Se apoderó de ella un profundo terror… Pero entonces recordó a Martín, luchando solo allá arriba, sobre la Arena. Recordó a Casandra, recorriendo el desierto para tratar de encontrar alguna señal de Diana, y a Jacob y Selene, que se habían quedado en El Templo para ayudar al príncipe Jafed… Todos habían depositado su confianza en ella, y no podía defraudarlos. Por desgracia, no tenía sofisticados implantes neurales que le permitiesen desbaratar cualquier sistema informático a su alrededor, o volverse invisible. Tendría que arreglárselas con sus propios recursos… No le quedaba otra opción.

Comprendió que, antes de seguir adelante, necesitaba serenarse. Si su mirada era la que desencadenaba la aparición de caminos en el laberinto, tendría que controlarla. Sin embargo, cerrar los ojos tampoco era la solución; ya lo había comprobado. Así pues, debía mantenerlos abiertos, pero sin detenerse a mirar en particular hacia ninguna parte… Quizá si se concentraba en su respiración y dejaba que sus pensamientos fluyesen libremente, consiguiese lo que se proponía.

Alejandra no era ninguna experta en meditación; había aprendido algo de yoga en el instituto, pero no solía ponerlo en práctica. Sin embargo, sabía que tenía que llegar a controlar sus respiraciones para lograr el estado de relajación que necesitaba. Lo demás, vendría por sí solo. Así pues, inspiró profundamente y dejó que el aire invadiese hasta el último rincón de sus pulmones. Luego, muy despacio, comenzó a expulsarlo… Repitió aquel ritual varias veces, sintiéndose cada vez más tranquila y relajada. A su mente comenzaron a acudir imágenes muy diversas que ella no intentó retener: los delfines enanos del Jardín del Edén, el rostro de su madre, Hiden, el instituto, Martín… Su mente se detuvo un instante en el recuerdo del muchacho, pero, haciendo un esfuerzo, Alejandra logró hacerla pasar a otra cosa. Las imágenes, a partir de ese momento, fueron sucediéndose cada vez con mayor velocidad, mientras ella contemplaba ensimismada la fuente de piedra. Y entonces, sucedió… Los setos desaparecieron a su alrededor, y, en su lugar, vio una inmensa sala vacía, aproximadamente del mismo tamaño y forma que el anfiteatro. Y, en el centro de la sala, una especie de caja luminosa de unos diez metros de largo… Esforzándose por mantener el estado de relajación total que había alcanzado, Alejandra caminó lentamente hacia la urna transparente. Cuando llegó hasta ella, se detuvo, asombrada. En el interior de la urna, tendida sobre un largo sofá blanco, se encontraba la presidenta de Uriel, Diana.

La muchacha golpeó el cristal de la celda con los nudillos, hasta atraer la atención de la prisionera. Diana alzó la cabeza y miró hacia ella. Al reconocerla, corrió como una exhalación hacia aquella parte del cristal.

—Es una campana de incomunicación —dijo, golpeando a su vez la pared transparente—. No sé cómo se abre… Me metieron aquí con los ojos vendados, y la comida me la sirven a través de un miniascensor.

La voz de Diana llegaba lejana y distorsionada por el espesor de la pared de cristal.

—¿Nunca viene nadie a verte? —preguntó Alejandra.

—Han venido una sola vez. Una de esas lamias de Yang se presentó de improviso y me sacó unas cuantas muestras de sangre y de epiteliales. Luego, se fue sin decir palabra…

—¿Y ya está? ¿Nadie más ha venido? ¿Tampoco el señor Yang?

Diana negó con la cabeza.

—Nadie más —repuso—. Parece que lo único que querían de mí eran esas muestras… Aunque no puedo imaginar para qué.

—Todo esto es muy extraño —dijo Alejandra mirando a su alrededor, asustada—. ¿No hay guardianes?

—¿Te parecen necesarios? —rio Diana con amargura—. Estamos a muchos metros bajo tierra, en una ciudad que es toda ella una prisión… No necesitan vigilarme.

—Supongo que la rueda neural no te funcionará, ¿no? —dijo Alejandra, alzando la voz para hacerse oír.

—La campana me impide comunicarme con el exterior, pero, por lo demás, funciona correctamente. Alejandra, ¿cómo habéis dado conmigo? ¿Dónde están los demás?

—Es largo de contar. He llegado hasta aquí por casualidad. Lo último que me esperaba era dar contigo… Pero estoy sola, Diana. Y no sé si podré ayudarte.

La muchacha observó el interior de la habitación transparente, una amplia sala lujosamente amueblada, con una mesa de lectura holográfica, un gran piano de cola y una pequeña piscina azul, entre otras muchas comodidades. La cama estaba oculta tras unas cortinas de gasa blanca. Todo tenía un aspecto extraordinariamente pulcro y limpio. Seguramente habría robots encargados de las tareas de limpieza.

—¿Por dónde entró esa lamia, cuando vino a sacarte sangre? —preguntó Alejandra, mirando una vez más a Diana—. ¿Te fijaste?

—Por esta otra pared… Justo detrás de la piscina. No vi que introdujese ningún código, ni que se sometiese a un examen de huella digital, o de iris… Simplemente, se detuvo un momento delante de la pared, y se abrió un panel para dejarla pasar.

Alejandra rodeó la celda hasta situarse en el punto que le había indicado Diana, mientras esta se dirigía a su encuentro por el interior de su prisión.

—Es cierto, aquí hay una puerta —dijo la muchacha, examinando la ranura rectangular que separaba una parte del cristal del resto de la pared—. Pero no se ve ningún panel de apertura, ningún lector de huellas… Sin embargo, tiene que haber alguna forma de abrirla.

—Quizá toda la puerta sea una pantalla de reconocimiento facial —apuntó Diana—. Estuve pensando en ello cuando la lamia se fue. Para salir, hizo lo mismo que para entrar: se plantó delante de ese cristal y esperó…

—¿Entonces, el rostro de las lamias sería la llave que abre la puerta? —preguntó Alejandra—. Si estás en lo cierto, lo comprobaremos ahora mismo…

La muchacha volvió a colocarse la máscara virtual que había robado en el cuarto de descanso de las lamias. Luego, con su disfraz puesto, miró fijamente a la puerta de la celda, esperando. Unos segundos después, el panel de cristal giró, permitiéndole el paso al interior de la prisión de Diana.

—No entres —dijo esta rápidamente—. Puede ser una trampa… Saldré yo.

Rápidamente, se echó una chaqueta sobre los hombros y se calzó unos zapatos en lugar de las zapatillas que llevaba puestas. Pocos instantes más tarde, estaba fuera de la cárcel de cristal.

—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó, mirando indecisa a Alejandra.

—Ponte mi ropa y la máscara de la lamia —decidió la muchacha, comenzando a desvestirse—. Si nos tropezamos con alguien, te tomarán por una de las sirvientas del señor Yang, que me acompaña de vuelta a mi palco.

—Es una buena idea —dijo Diana, desvistiéndose a su vez e intercambiando sus ropas con las de Alejandra—. La soberbia de Yang, en este caso, puede sernos de gran ayuda… Estoy segura de que ni siquiera se le ha pasado por la imaginación que alguien pueda atreverse a violar sus normas dentro de la Ciudad Roja.

Cuando Diana terminó de ponerse su disfraz, miró a su alrededor, a la gran superficie vacía y circular que las rodeaba.

—¿Tienes idea de por dónde salir? —preguntó—. Todo parece igual…

—No tengo ni idea —reconoció Alejandra—. Para llegar hasta aquí, tuve que atravesar un laberinto holográfico interactivo… Puede que ahora, en cuanto comencemos a caminar, aparezca otra vez.

—¿Cómo conseguiste atravesarlo? —preguntó Diana, asombrada.

—Me fijé en que, cada vez que miraba hacia un determinado punto, allí mismo aparecía un camino. Así que dejé vagar mis pensamientos y mantuve los ojos abiertos, pero sin fijar la vista en nada. Ya sabes, algo parecido al zen… Aunque yo nunca lo he practicado.

Detrás de su inexpresiva máscara de lamia, Diana se echó a reír.

—¿De veras? Entonces, intentémoslo de nuevo. Y, esta vez, si quieres, déjate guiar por mí. Yo sí que he practicado zen y otras formas de meditación durante toda mi vida.

Tomando de la mano a Alejandra, comenzó a avanzar con rapidez a través del gran círculo vacío. En cuanto empezaron a moverse, vieron crecer a su alrededor altos setos que delimitaban una maraña de caminos. Alejandra, confiando plenamente en su compañera, se dejó llevar. A veces, Diana tiraba de ella hacia lo que parecía un seto impenetrable, y ambas lo atravesaban sin ningún problema. Al principio, Alejandra tenía que avanzar la mayor parte del tiempo con los ojos cerrados, para no asustarse cada vez que Diana la hacía atravesar setos y caminos. Pero luego, se fue acostumbrando… En realidad, aquello no eran más que hologramas apareciendo y desapareciendo en un recinto vacío. Lo importante era atravesar el recinto lo antes posible y llegar hasta una salida… Y la seguridad con la que Diana avanzaba le hacía pensar que podían conseguirlo.

Apenas un cuarto de hora después, llegaron al límite del laberinto. Alejandra vio ante sí un muro curvo de piedra maciza, en el que no se distinguía ninguna puerta.

Junto a ella, Diana miraba también la pared con expresión ausente. Alejandra comprendió que estaba concentrándose para alcanzar un nivel más profundo de meditación, y se mantuvo callada, a fin de no interrumpirla.

—Es por aquí —susurró después de un rato la presidenta de Uriel, moviéndose hacia la izquierda del muro—. Aquí está la puerta… ¿Preparada?

Alejandra cerró los ojos y se dirigió directamente hacia lo que a ella le parecía un muro de piedra maciza exactamente igual a todo el resto de la pared. Pero, para su sorpresa, lo atravesó como si fuera de aire. Al otro lado, encontraron la escalera de caracol de acero que había conducido a Alejandra hasta el laberinto.

—A partir de aquí, conozco el camino —dijo rápidamente—. Hay que subir por estas escaleras… Creo que lo mejor será ir directamente al palco de Uriel.

—Sí —coincidió Diana—. Y, una vez allí, me quitaré el disfraz… Ante cientos de miles de testigos, Yang no se atreverá a hacerme daño.

Ascendieron por la escalera de acero hasta la sala de los tapices, y, una vez allí, emprendieron el ascenso a los niveles superiores del anfiteatro. Alejandra tenía una excelente memoria espacial, y no le costó demasiado trabajo hallar el camino de vuelta hasta el pasillo de la enfermería. Al entrar en él, se encontraron con dos lamias que venían de frente, y que se quedaron mirándolas con sus hieráticas máscaras durante unos segundos.

Diana las saludó con una breve inclinación de cabeza al llegar a su altura y continuó caminando como si tal cosa, sosteniendo firmemente la mano de Alejandra.

Al pasar delante del cuarto de descanso de las lamias, vieron que las personas allí reunidas seguían pendientes del juego, con las lentillas de navegación puestas y los ojos clavados en la ventana que daba al anfiteatro. Alejandra respiró con alivio; aún no habían detectado el robo de una de sus máscaras…

Apretando el paso, llegaron por fin hasta el palco de Uriel. Cuando hicieron su entrada, nadie se volvió a mirarlas. Todos los invitados presentes en el palco llevaban puestas las lentillas de navegación en los ojos y auriculares aislantes en los oídos para seguir la final. Cuando Diana se despojó de la máscara que le ocultaba el rostro, ni uno solo de sus vecinos de asiento se dio cuenta.

Antes de ponerse sus propias lentillas para seguir el desarrollo del juego, Alejandra observó el rostro repentinamente angustiado de Diana Scholem.

—¿Te ocurre algo? —le preguntó al oído.

—He olvidado una cosa en mi celda —repuso la presidenta de Uriel en el mismo tono—. Un libro que estoy escribiendo…

—¿Y no tienes ninguna copia? —susurró Alejandra, alarmada.

—Sí, lo tengo todo en mi rueda neural; pero, de todas formas, no me hace ninguna gracia que una copia de mi libro caiga en manos de Yang…

De pronto, observaron una gran agitación entre los invitados del palco. A pesar de los cristales aislantes de la ventana, a sus oídos llegó un fuerte estruendo procedente de las gradas del anfiteatro.

Alejandra tardó un rato en entender el nombre que gritaban los espectadores. Cuando por fin lo logró, se sintió paralizada de miedo.

El nombre que todo el estadio coreaba era el de Ovinnik, el más temible enemigo de Ardal.