Capítulo 10
Intrusos
Martín se despertó bruscamente en mitad de la noche, sobresaltado por el calor de un potente foco de luz sobre su cara. Al abrir los ojos, lo único que pudo distinguir fue aquella luz cegadora en medio de la oscuridad. Un susurro de voces llegó hasta sus oídos.
—Protocolo de seguridad —dijo alguien acercándose y plantándole un holograma de identificación ante los ojos, en el que reconoció el logotipo de Uriel—. Un detenido se ha fugado del área de acceso restringido del Consulado, y todo el sistema de protección robótica del edificio se halla en alerta.
—¿Quién se ha fugado? —preguntó Martín, incorporándose y tratando de distinguir el rostro del hombre que le había hablado—. ¿Kip?
—No estoy autorizado a revelar los detalles. Vístase deprisa, señor Lem. Tenemos instrucciones para conducirle a un lugar seguro hasta que la situación se normalice.
Martín ordenó a las luces de la habitación que se encendieran, pero estas no le hicieron caso. Eso le hizo comprender que había sucedido algo realmente grave.
—¿Cómo se ha fugado Kip? —insistió—. ¿Ha venido alguien a rescatarle?
—Estamos en medio de un asalto, ¿no lo comprende? —repuso otra voz masculina, esta con un fuerte acento extranjero que Martín no pudo identificar—. Protocolo de seguridad. Los otros ya han sido conducidos al refugio… Hay que darse prisa.
Martín terminó de abrocharse los pantalones y se puso a buscar los zapatos, que debían de encontrarse en algún lugar debajo de la cama. Empezó a sonar una alarma, cuyo estridente pitido le hizo sentir deseos de taparse los oídos.
Cuando estuvo vestido, una mano le agarró con fuerza por el brazo derecho y lo arrastró al exterior de la habitación.
En el corredor brillaban tenuemente los pequeños pilotos de emergencia incrustados en las paredes. Martín miró de reojo al agente que lo conducía, pero no pudo distinguir su cara. Debía de ser uno más de los cientos de vigilantes que velaban por la seguridad del Consulado. Los otros dos que le acompañaban parecían más jóvenes que él, y ambos eran hombres. A Martín le pareció un despliegue exagerado, ya que un solo agente habría sido más que suficiente para conducirle al refugio; claro que las exageraciones en materia de seguridad eran algo muy propio de Bodgánov… Todavía un poco adormilado, Martín caminó junto al hombre que lo conducía, algo molesto por la fuerza con que le apretaba el brazo.
De pronto, como en un fogonazo, vio a un individuo con una bata blanca pegado a la pared. La visión duró tan solo unas décimas de segundo… Martín se detuvo, perplejo.
—¿Por qué se para? —dijo agriamente su acompañante—. ¿Es que no oye la alarma? Esto es grave, tenemos que llegar al refugio cuanto antes… Es posible que estemos sufriendo un ataque terrorista. En cualquier momento podrían comenzar a estallar las bombas.
Martín se puso de nuevo en marcha, pero, pocos pasos más allá, la visión se repitió. Esta vez, en el fogonazo de luz que iluminó al extraño individuo de la bata pudo ver que este se llevaba un dedo a los labios, pidiéndole silencio.
Martín siguió caminando mientras notaba cómo las gotas de sudor resbalaban por sus sienes. Aquel rostro… Estaba seguro de que ya lo había visto alguna vez, aunque no podía recordar dónde. La visión apenas había durado unos instantes, pero la mirada del hombre de la bata no era de las que se olvidan con facilidad.
Los tres agentes lo condujeron a uno de los corredores principales del complejo. Caminaban cada vez más deprisa, sin dirigirse la palabra y sin mirarse entre ellos. Saltaba a la vista que estaban muy nerviosos… Después de todo, probablemente era la primera vez que el Consulado sufría un ataque real en toda su historia.
Martín iba mirando a derecha e izquierda a medida que avanzaban, temiendo que en cualquier momento se repitiera la visión. Sus guardianes no la habían visto ninguna de las dos veces, de lo contrario habrían reaccionado de alguna forma… Martín pensó por un momento en explicarles lo que había ocurrido, pero recordó la señal de silencio que le había hecho el hombre de la bata y decidió esperar, a ver si la imagen volvía a aparecer.
Las sirenas continuaban sonando, y a lo lejos se oían ruidos de golpes y carreras apresuradas. Probablemente todas las habitaciones del complejo estarían siendo desalojadas una por una. Martín lamentó encontrarse tan lejos del edificio donde habían instalado a Alejandra.
—¿Están todos bien? —preguntó—. Alejandra, mi madre…
Los agentes no se molestaron en responderle. Ahora avanzaban a tal velocidad que prácticamente iban corriendo. A Martín le resultaba cada vez más molesta la presión de la mano que le aferraba.
Entonces, en un nuevo fogonazo, volvió a ver al individuo de la bata, que, con una rapidez asombrosa, le agarró del brazo libre y tiró bruscamente de él, obligando al agente que lo sujetaba a soltarlo.
—Lem… ¡Lem! ¿Dónde se ha metido?
El desconocido había tapado la boca de Martín y lo sujetaba con fuerza contra la pared. Martín se dio cuenta de que, a pesar de que los agentes se encontraban apenas a unos pasos de distancia, inexplicablemente habían dejado de verle.
Uno de los hombres, el que hasta entonces no había abierto la boca, empezó a hablar rápidamente en una lengua que Martín no reconoció de inmediato. Sin embargo, cuando otro de los agentes le respondió en la misma lengua, Martín supo que se trataba de árabe, y lamentó no disponer en ese momento de uno de aquellos traductores simultáneos que llevaban incorporados casi todas las ruedas neurales.
Los tres hombres enfocaron sus linternas hacia los dos extremos del pasillo, y luego pasearon sus luces sobre las paredes. Cuando una de aquellas luces alcanzó a Martín en pleno rostro, el muchacho contuvo la respiración, pero la luz pasó de largo sin detenerse. Junto a él, el individuo de la bata blanca seguía sujetándolo por el brazo.
Los agentes, desencajados por la súbita desaparición de Martín, comenzaron a gritarse unos a otros en árabe, hasta que uno de ellos zanjó la discusión con una breve orden. De inmediato, los otros dos se lanzaron hacia el extremo del pasillo del que venían, mientras el que parecía el jefe corría en la dirección opuesta. Unos segundos más tarde, los tres habían desaparecido, y Martín sintió como la presión del desconocido en su brazo se relajaba.
—¿Quién eres? —le preguntó en un susurro—. ¿Qué está pasando?
El individuo, que era muy alto, se inclinó sobre él para mirarle a la cara. Martín se estremeció al reconocer aquellos ojos verdes y penetrantes, que más de una vez se le habían aparecido en sueños.
—¡Saúl! —exclamó con voz ahogada.
—Ahora no hay tiempo para explicaciones —repuso el aludido, esbozando algo parecido a una sonrisa en su rostro demacrado y surcado de arrugas—. Deprisa, tenemos que reunimos con los otros… Espero que Jacob haya sabido encontrar el refugio.
—¿Jacob sabe que estás aquí? —preguntó Martín, echando a correr detrás de Saúl.
—Él me llamó —repuso Saúl sin detenerse—. Y ahora, silencio. El complejo está lleno de espías de Nur disfrazados de agentes de seguridad. Es un asalto en toda regla.
Martín siguió a Saúl a través de una intrincada red de pasillos y escaleras hasta llegar al sótano inferior del Consulado. Allí, las alarmas solo se oían como eco débil y lejano, y el calor era sofocante.
Saúl introdujo rápidamente un código numérico en el panel de un control de seguridad e invitó a Martín a atravesar la puerta que había detrás, y que acababa de abrirse silenciosamente. Al otro lado, en el centro de una habitación cilíndrica, distinguió una especie de burbuja naranja iluminada por dentro y sujeta por varios anillos metálicos a las paredes. En cuanto avanzaron un par de pasos, la burbuja se movió, y Martín comprendió que se trataba de un ascensor al fijarse en el agujero redondo que acababa de abrirse debajo del curioso artilugio. Saúl tocó la superficie iluminada de la burbuja y un panel se deslizó, permitiéndoles acceder al interior. En cuanto estuvieron dentro, la burbuja se cerró de nuevo y comenzó a descender.
—¿Adónde vamos? —preguntó el muchacho tímidamente.
—Al refugio personal del Bodgánov —repuso Saúl clavándole su inquietante mirada—. ¿Está él allí?
—No. Los asaltantes lo han neutralizado administrándole un potente somnífero durante la cena. La corporación Nur tenía varios agentes infiltrados en el servicio doméstico de Bodgánov. Mujeres, en su mayor parte.
—La corporación Nur… ¿Por qué nos han atacado? —quiso saber Martín.
—Os quieren a vosotros —repuso Saúl con frialdad—. Pero tendrán que irse con las manos vacías.
—¿A nosotros? ¿Para qué? —preguntó Martín, desconcertado.
La burbuja se había detenido, y, un segundo después, se abrió una trampilla en el suelo que comunicaba con unas escalerillas. Saúl descendió ágilmente por ellas, y Martín le siguió. Cuando llegaron al final, las escaleras se replegaron sin un solo chirrido y la burbuja comenzó a ascender por encima de sus cabezas. Una vez que hubo atravesado el agujero del techo, otra trampilla deslizante obturó la abertura. Su ajuste era tan perfecto, que era como si el orificio por el que había desaparecido la burbuja jamás hubiese existido.
—¡Gracias a Dios! —dijo alguien a su espalda—. Estaba muy preocupada…
Martín se volvió aliviado al reconocer la voz de Alejandra. Junto a ella, Selene, Casandra y Jacob se hallaban sentados en unas brillantes colchonetas doradas desparramadas sobre el suelo, bajo la luz verdosa de varias lamparillas flotantes.
—¿Alguien me puede explicar de una vez qué está pasando? —preguntó Martín, después de estrechar en un rápido abrazo a Alejandra.
Saúl se había derrumbado sobre una de las colchonetas, aparentemente exhausto. La pregunta de Martín ni siquiera le hizo abrir los ojos.
—Déjale respirar —dijo Jacob—. Está agotado. Ya no tiene edad para estas cosas.
Martín se encaró con él.
—Muy bien; entonces, explícamelo tú. Él dijo hace un momento que tú le llamaste… ¿Qué hace aquí, y qué demonios tiene que ver con el asalto de Nur?
Con un gesto, Jacob le invitó a sentarse a su lado en la colchoneta, y se apartó un poco para dejarle sitio.
—Saúl ha venido para protegernos. Supo que se iba a producir un asalto hace menos de cuarenta y ocho horas. Se encontraba en El Templo, y, en el último momento, pudo infiltrarse entre las tropas de asalto enviadas a secuestrarnos. Ya has visto de lo que es capaz…
—Sí, lo he visto —repuso Martín, pensativo—. Se ha vuelto invisible para los tipos de Nur, y, no sé cómo, se las ha arreglado para que a mí tampoco me vieran… Cuando nos conocimos en Iberia Centro, no daba la impresión de poder hacer ese tipo de cosas —añadió, mirando de reojo al anciano, que seguía tumbado.
—¿Y tú qué sabes? —rezongó Saúl, sin abrir los ojos—. Entonces estaba pasando una mala racha, pero, aun así, logré escapar a sus controles… Vosotros podríais hacer lo mismo, si activaseis ese maldito programa que lleváis dentro.
Martín miró al anciano con más atención. Ciertamente, tenía mucho mejor aspecto que la última vez que lo había visto, cuando lo había tomado por un loco vagabundo y él le había regalado un viejo ejemplar en papel de La máquina del tiempo. Ahora llevaba la barba cuidadosamente arreglada, e iba mucho más aseado que entonces. Pero la principal diferencia no residía en aquellos detalles, ni tampoco en la bata blanca y los pantalones vaqueros que habían sustituido a su viejo atuendo de mendigo; la principal diferencia estaba en su mirada… Seguía siendo una mirada inquietante, pero ya no había en ella aquel destello de locura que tanto había impresionado a Martín en la otra ocasión.
El muchacho apartó aquellos pensamientos de su mente y se volvió de nuevo hacia Jacob. Necesitaba entender lo que estaba sucediendo.
—¿Qué hacía Saúl en El Templo? —preguntó, convencido de que Jacob conocía la respuesta—. ¿Tú sabías que estaba allí?
—Estoy harto de contestar mil veces a las mismas preguntas —contestó Jacob, con una mueca—. No te puedes imaginar el interrogatorio al que me han sometido éstas…
—Sí lo sabía —le interrumpió Alejandra—. Lleva meses en contacto con Saúl… Casi desde que volvimos de Marte.
Martín miró a su compañero con sorpresa.
—No entiendo nada —admitió—. ¿Cómo diste con él? Y, sobre todo, ¿por qué no nos lo has dicho?
Jacob se encogió de hombros, evitando su mirada.
—Es un asunto personal —fue su única respuesta.
—¿Cómo que «personal»? —Insistió Martín, cada vez más enfadado—. Oye, todo lo que tiene que ver con el futuro del que venimos nos concierne también a nosotros.
—Esto no —afirmó Jacob con rotundidad.
Martín se volvió hacia las chicas, exasperado. Solo entonces se dio cuenta de lo pálidas y nerviosas que estaban las tres.
—Vamos, Jacob —dijo Casandra, tratando de razonar—. Antes dijiste que, cuando estuviésemos todos, nos contarías lo que ha pasado. ¿A qué viene tanto misterio?
Saúl se había incorporado sobre la colchoneta y observaba a Jacob con curiosidad.
—Es verdad, ¿por qué no se lo cuentas de una vez? —dijo en tono alegre—. Ya va siendo hora de que lo hagas, ¿no?
Martín y las chicas miraron alternativamente al anciano y a Jacob. Este, irguiéndose, les devolvió la mirada con expresión desafiante.
—Cuando activé el programa de borrado de memoria, el primer «recuerdo del futuro» que se activó en mi cerebro estaba relacionado con Saúl.
—Bueno, realmente no es un recuerdo del futuro —le corrigió el aludido—. Es, más bien, un falso recuerdo… una información latente que se volvió accesible para tu conciencia cuando activaste el programa.
—Pero ¿no nos habías dicho que los «recuerdos del futuro» acudían a tu mente gradualmente, y solo a medida que los necesitabas? —preguntó Martín, ignorando la precisión de Saúl.
—Así es, en general —repuso Jacob—. Sin embargo, hay un tipo de recuerdos especiales que se activan de inmediato. Fue una condición de nuestros auténticos padres… Son los recuerdos relacionados con ellos.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Selene, sin entender—. Si esos recuerdos estaban relacionados con tus padres, ¿qué demonios tienen que ver con Saúl?
—¿Es que no está claro? —contestó Jacob con impaciencia—. Tienen que ver «todo» con Saúl, porque da la casualidad de que Saúl es mi padre.
Martín y las chicas se miraron estupefactos.
—Pero ¿qué dices? ¿Cómo va a ser Saúl tu padre? —preguntó Selene, después de los primeros instantes de estupor—. Él vino con la primera expedición, no podía estar en el futuro cuando… a no ser que…
—Siempre hemos dado por sentado que Saúl recibió instrucciones para acogernos cuando nos enviaron de Medusa, pero no fue así —dijo Jacob con aire ausente—. Después del fracaso de la primera expedición, Saúl regresó a su tiempo, y presentó los informes correspondientes. Entonces, el Consejo de Arbórea decidió «diseñarnos» a nosotros… Y Saúl fue elegido para participar en el experimento.
—Entonces, ¿de verdad es tu padre? —preguntó Martín, asombrado—. ¿Desde cuándo lo sabes?
—Desde el mismo momento en que activé el programa de borrado de memoria —repuso Jacob en tono de disculpa—. Al principio, no entendía bien lo que significaban mis recuerdos, pero, en cuanto regresamos a la Tierra, me di cuenta de que no se trataba solo de imágenes dispersas que relacionaban a Saúl conmigo. Había algo más; una especie de conexión directa entre sus implantes neurales y los míos, que me permitía ponerme en contacto directamente con su cerebro a distancia. Algo parecido a lo que hace Casandra, solo que yo, de momento, solo puedo hacerlo con él… con mi padre.
Saúl le miró con una extraña sonrisa, y Jacob prosiguió su relato.
—Mientras estuvimos en Marte, la distancia impedía que localizase a Saúl, pero, en cuanto regresamos, supe que estaba en El Templo, y traté de comunicarme con él. Al principio, él rechazaba mis intentos de conexión. Su estado psicológico era deplorable, y había olvidado por completo que uno de nosotros era su hijo. Sin embargo, mi insistencia empezó a despertar sus recuerdos, y eso, poco a poco, le fue devolviendo la cordura. Pasaron varias semanas antes de que ambos pudiéramos mantener una conversación mental más o menos fluida… Muchas veces, para aislarme mejor, me iba a la sala de conexiones del Consulado y fingía que estaba enganchado a Virtualnet. Así, poco a poco, nos hemos ido conociendo… Y, gracias a eso, él ha podido localizarnos y evitar que nos secuestren.
—Aún no está claro que lo haya conseguido —observó Saúl fríamente—. En cualquier momento pueden venir a por nosotros.
—Pero ¿qué hacía Saúl en El Templo? —preguntó Alejandra, mirando sorprendida al anciano—. Es la ciudad más inaccesible de todo el planeta; más, incluso, que la Ciudad Roja de Ki…
—Digamos que, a mi manera, seguía trabajando, aunque mi estado no fuese inmejorable, como ha dicho Jacob. El chico tiene razón, llevaba años desorientado, cada vez más perdido en este extraño mundo vuestro… porque vosotros lo consideráis vuestro mundo, ¿verdad? Es lógico. Debimos tenerlo en cuenta… Pero no lo hicimos.
El anciano carraspeó, incómodo, y miró a su alrededor con gesto hosco.
—El caso es que, poco a poco, me había ido desligando de esta extraña civilización —prosiguió—. Demasiados años fingiendo, tratando de hacerme pasar por uno de ellos… Al final, ya no recordaba apenas quién era. Pero había algo que no había olvidado: la misión. He sacrificado muchas cosas por ella, y nunca, ni siquiera en los peores momentos, he dejado de intentar llevarla a cabo.
—Pero ¿qué misión? —preguntó Martín, perplejo—. Con nosotros aquí, el primer equipo enviado por los ictios quedaba relevado, ¿no? Se supone que, ahora, somos nosotros los que debemos completar el trabajo…
—Sí, pero, evidentemente, algo ha fallado; los programas de borrado de memoria no se activaron a tiempo, como se suponía que debía ocurrir. En realidad, de no haber sido por ese tal Eliden y sus locuras, ni siquiera os habríais enterado de quiénes erais… En cierto modo, estáis en deuda con él.
—Sí, pero las respuestas no vinieron de Hiden, sino de Deimos y Aedh —precisó Casandra—. Supongo que Jacob te habrá hablado de ellos. Formaban la tercera expedición.
—Los hijos de Dannan… Sí, Jacob me lo contó —murmuró Saúl en tono desabrido—. No sé qué pensar de esa historia, lo admito. Según parece, fueron enviados por los perfectos, y los perfectos… bueno, no son precisamente nuestros amigos. No sé a qué vinieron, pero el asunto no me gusta nada. En cualquier caso, ya no hay que preocuparse, ¿no? Ambos están muertos… Eso significa que ya no pueden suponer ningún peligro.
Los cinco muchachos lo miraron con dureza.
—No deberías hablar así —dijo Casandra—. Ellos nos ayudaron, sobre todo Deimos… Seguramente, si no hubieran intervenido a estas alturas estaríamos muertos. ¿Dónde estabas tú entonces, cuando de verdad te necesitábamos?
—No le hables así —dijo Jacob, volviéndose rápidamente hacia su compañera—. Si no nos ayudó, fue porque no estaba en condiciones de hacerlo.
—El chico dice la verdad. Lo intenté, de veras que lo intenté. Os fui buscando sucesivamente a cada uno de los cuatro, con la esperanza de que el solo hecho de verme activase en vosotros el programa de borrado de memoria. Os hablé de ese libro, La máquina del tiempo… Creí que eso os ayudaría a reaccionar. Sin embargo, no sirvió de nada. Al final, en el último intento, perdí completamente la esperanza. Fue contigo, Martín… Por entonces, yo ya estaba muy mal. A ratos, olvidaba incluso quién era y de dónde venía. Me sentía uno más en medio de las multitudes de desarrapados que pululan por las grandes ciudades de esta época sin saber adónde ir. Pero aún me quedaba una última cosa que hacer, antes de darme totalmente por vencido. Debía ir a El Templo… Allí fue donde comenzó todo, y por eso esperaba poder completar el círculo y terminar, al menos, parte de lo que había empezado.
—No me entero de nada —confesó Selene, más irritada consigo misma que con Saúl—. ¿Ahora resulta que todo empezó en El Templo? Espero que la llave del tiempo no nos reserve una última misión en la que tengamos que ir allí…
—No, no —aclaró Saúl, riendo entre dientes—. La llave solo tenía programada tres misiones, y la última es la que debe desarrollarse en la Ciudad Roja. Tenéis que entender que, en el lapso de tiempo que transcurrió entre el envío de las dos expediciones, sucedieron muchas cosas… Las prioridades, cuando os enviaron a vosotros, ya no eran las mismas. La primera misión, a la que yo pertenecía, fue una iniciativa exclusivamente ictia, y su objetivo era únicamente la investigación arqueológica. Sin embargo, después de que nos enviaran comenzaron las tensiones con los perfectos… Había que aclarar algunas cuestiones relacionadas con el areteísmo para poder frenarlos. Para eso se programó una nueva misión en cuyo diseño no participaron solo los ictios, sino otros muchos pueblos. Cuando regreséis, entenderéis por qué era tan necesaria. Las cosas allá se están poniendo muy feas… Jacob me ha contado lo que habéis averiguado, y con eso hay más que suficiente para plantarle cara al príncipe Asura. La interpretación que él da de la creencia areteica está envenenando el planeta… Pero no es el momento de hablar de eso.
—Entonces, ¿la primera misión no tenía como fin investigar el areteísmo? —preguntó Selene.
—Era de carácter más general; se trataba de recopilar datos acerca de esta época. Sabíamos muy poco… Y, además, teníamos que buscar la solución a un enigma. Un misterio que, en todos estos años, todavía no he logrado descifrar.
—Cuéntales lo del chip —dijo Jacob—. Ese que encontrasteis en las ruinas de El Templo, y que fue el comienzo de toda esta historia…
—Sí. Como os dije, yo soy arqueólogo, y estuve cinco años excavando las ruinas de esa ciudad conocida como El Templo. Un lugar maravilloso, si queréis saber mi opinión. Claro, yo ya estaba enamorado de él cuando caminaba entre sus escombros; nunca me imaginé que, un día, podría conocerlo tal y como era…
—Te estás yendo por las ramas —le recordó su hijo—. El chip…
—En el quinto año de excavación, hicimos un descubrimiento tan asombroso como inquietante. Un chip informático de ADN y metal líquido, exactamente igual a los que utilizan nuestras computadoras… y que, inexplicablemente, se encontraba en un nivel arqueológico correspondiente al siglo XXII.
Los chicos lo miraron sin entender demasiado bien adonde quería ir a parar.
—¿Quieres decir que la tecnología de esta época en que vivimos es más avanzada de lo que vosotros, imaginabais? —preguntó Selene.
—No, no quiero decir eso —contestó Saúl con impaciencia—. Conozco bien la tecnología informática de esta época, llevo muchos años viviendo en ella. Los chips más corrientes son de plástico, y, aunque se han hecho experimentos con chips de nucleótidos, nunca se han llegado a comercializar. No existe ningún prototipo que anticipe siquiera lo que son nuestros chips mixtos, os lo aseguro. No, la única forma de explicar la presencia de ese chip en un nivel arqueológico tan antiguo, es que un viajero de nuestra época lo llevase allí.
—¿Un viajero del tiempo? —preguntó Martín, sintiendo un escalofrío. Saúl asintió.
—Sí; alguien como vosotros o como yo. Pero no podemos ser ninguno de nosotros… En el diseño de las dos misiones, se decidió que ninguno de los viajeros transportase objetos que contuviesen material electrónico. Así que ese chip tuvo que traerlo otra persona.
—¿Es exactamente de nuestra época? —preguntó Selene, cada vez más intrigada—. ¿No podría pertenecer a algún viajero del tiempo posterior a nosotros?
—No —afirmó Saúl con rotundidad—. El chip estaba muy dañado, no en vano había permanecido enterrado bajo una gruesa capa de escombros durante mil años. Pero, aun así, pudimos rastrear su origen… Había salido de una pequeña granja electrónica del norte de Arbórea hacia el año 3050.
—¿Tenía algo grabado? —preguntó Martín—. Eso podría ayudarnos a saber de qué se trataba…
—Ya os he dicho que estaba muy dañado; resultó imposible extraer de él ninguna información.
—Un momento; no será uno de esos chips que lleváis implantados en el cerebro —aventuró Alejandra con aprensión.
Saúl se echó a reír.
—No, no, por eso no te preocupes —contestó, volviéndose hacia ella—. Los implantes biónicos son totalmente orgánicos e indistinguibles del tejido circundante para un neurólogo de esta época. Estamos hablando de una tecnología completamente distinta, que nosotros utilizamos en muchos electrodomésticos pequeños, así como en juguetes y microordenadores.
—Pero, si son de nuestra época y nosotros no los trajimos… todo apunta a Deimos y Aedh —dedujo Martín.
Saúl asintió vigorosamente con la cabeza.
—Sí, es cierto; cuando Jacob me habló de ellos, inmediatamente los relacioné con el «Hallazgo», como nosotros lo llamamos. Sin embargo, hay algo que no encaja: las fechas.
—¿Cómo? —se extrañó Casandra—. ¿Sabes en qué fecha exacta fue a parar esa cosa a El Templo?
—No exactamente. Pero, dentro de la pequeña caja fuerte donde apareció, y debajo de la bolsita que la contenía, había unos documentos fechados en el segundo año de Havai.
—Así es como fechan los acontecimientos los adictos a los juegos de Arena —dijo Selene, pensativa—. Según el campeón de los Juegos de ese año, ya sean Mundiales o Interanuales.
—Sí, lo sé —dijo Saúl con un suspiro—. Cuando encontramos esas placas no entendíamos el significado de esa fecha… Fue una de las primeras cosas que descubrimos al llegar a esta época, aunque entonces, naturalmente, nadie había oído hablar de Havai todavía.
—En todo caso, es una fecha que aún no ha llegado —observó Alejandra—. Hasta ahora, Havai solo ha ganado unos juegos… De manera que todavía no ha habido un segundo año de Havai.
—Podría ser este —dijo Martín sombríamente.
Todos comprendieron de inmediato el significado de sus palabras.
—No, eso es imposible —afirmó Alejandra buscando su mirada—. Este año, el campeón de los Interanuales vas a ser tú… De modo que Havai tendrá que esperar un poco para que le dediquen otro año.
—Sé que lo dices para animarme, pero es mejor ser realista —dijo Martín, intentando mostrarse sereno—. Yo soy un novato en esto, y, aunque he mejorado mucho últimamente, no puedo compararme con Havai. De todas formas, ganar no es lo más importante para mí… Lo que importa es no quedar eliminado antes de la fecha señalada por la llave del tiempo.
—Sí, y, sobre todo, poder salir de la Ciudad Roja después de llevar a cabo nuestra misión —añadió Jacob con el ceño fruncido.
—Oh, eso no debería inquietaros —dijo Saúl despreocupadamente—. El Ojo nos dijo que completaríais la misión… Y el Ojo nunca se equivoca, así que estoy seguro de que saldréis sanos y salvos de la Ruina del Dragón.
Los chicos lo miraron como si hubiese perdido el juicio.
—¿El Ojo? —preguntó Martín—. ¿Qué Ojo?
—El Ojo del Hereje —dijo Saúl—. Creía que sabíais lo que era…
—¿Te refieres a ese ojo mágico que aparece en la leyenda del Auriga del Viento? —preguntó Casandra, estupefacta—. Deimos nos la contó… ¡y en la leyenda también aparecía la Ruina del Dragón!
—¡Claro! —exclamó Selene con los ojos brillantes—. ¿Cómo no nos dimos cuenta entonces? ¡La Ruina del Dragón es la Ciudad Roja de Ki! Desde el aire, la ciudad tiene la forma de un dragón en llamas…
—Sí, tiene sentido —murmuró Martín—. Pero ¿y el Ojo? No es posible que una criatura mágica como esa exista de verdad…
—El concepto de magia que tenéis en esta época es algo que todavía no he logrado entender del todo —dijo Saúl—. El Ojo del Hereje existe, ya tendréis oportunidad de comprobarlo. Pero, volviendo al «Hallazgo»… Lo único que podemos afirmar es que ese chip del futuro fue introducido en la caja fuerte en alguna fecha posterior al segundo año de Havai.
—Eso no es mucho —gruñó Jacob, que, evidentemente, ya conocía la historia del chip y le había dado muchas vueltas sin llegar a ninguna solución—. El chip pudo ir a parar a El Templo mucho antes de esa fecha, y permanecer en otra parte antes de que lo metieran en esa caja fuerte.
—¿Se sabe a quién pertenecía la caja? —preguntó Martín.
Saúl hizo un gesto negativo con la cabeza.
—No lo sabemos —dijo—. Apareció en una cámara subterránea con aspecto de refugio antinuclear, junto con algunas lujosas piezas de mobiliario y otros objetos de uso doméstico. No era muy grande, habría podido alojar como mucho a una familia. Pero hay un dato interesante: se encontraba comunicada con el palacio de Jafed a través de un largo pasadizo secreto.
—Si el objeto llegó a El Templo en el segundo año de Havai, está claro que Deimos y Aedh no pudieron llevarlo —dijo Jacob con una mueca.
—En todo caso, ellos nunca estuvieron en El Templo, de eso estoy segura —dijo Casandra—. Alguna vez hablé con Deimos de esa ciudad, y me dijo que era una de las pocas metrópolis de las corporaciones que no había visitado. Además, nunca mencionó ese «Hallazgo», como lo llama Saúl… Yo creo que desconocía su existencia.
—Es probable —confirmó el anciano—. El equipo de arqueólogos mantuvo en secreto el descubrimiento… Solo el Consejo de los ictios fue informado. Tenéis que comprender que se trataba de un hallazgo demasiado inquietante como para hacerlo público antes de estudiarlo a fondo, ya que confirmaba la posibilidad de realizar viajes en el tiempo.
—¿Antes de encontrar esa cosa, vosotros no creíais posibles esos viajes? —preguntó Martín, atónito.
Saúl tardó un momento en contestar.
—La verdad es que no —admitió—. Otro equipo ictio había encontrado la esfera submarina tiempo atrás, y, al estudiarla, había llegado a la conclusión de que se trataba de un intento fallido de crear una máquina del tiempo. Pero, al encontrar el chip, de repente nos dimos cuenta de que, quizá, nosotros podríamos hacerla funcionar… Hasta entonces, ni siquiera se nos había ocurrido. Tened en cuenta que la versión imperante del areteísmo prohíbe expresamente los viajes interplanetarios e intertemporales.
—Todo esto es para volverse loco —dijo Martín, apretándose las sienes con los dedos—. Entonces, los ictios encontraron el chip y eso les dio la idea de reparar la esfera… ¡Y por eso estamos nosotros aquí!
Su mirada se clavó en Jacob, que, hasta entonces, casi no había intervenido en la conversación.
—¿Tú que piensas? —le preguntó—. ¿Le encuentras algún sentido a todo esto?
—Es complicado —dijo Jacob, encogiéndose de hombros—. En todo caso, lo que está claro es que, si Deimos y Aedh no llevaron el chip a El Templo, al menos tuvieron que traerlo del futuro, ya que ni nuestra expedición ni la de Saúl trajeron ningún elemento electrónico de ese tipo.
—Ellos sí trajeron algunos objetos —reflexionó Martín—. La espada… ¡El Tapiz de las Batallas! Deben de estar llenos de chips de esos…
—Y el dije que Deimos me regaló —dijo Casandra de pronto, llevándose la mano al cuello desnudo—. Antes de que Selene lo pisara, contenía una miniatura maravillosa del mar en movimiento… Tenía un chip, y Aedh lo aprovechó para introducirle el virus que Selene había creado, ¿os acordáis?
—Pero el tapiz, la espada y el dije están aquí, con nosotros —dijo Alejandra—. Y nosotros no tenemos ninguna intención de ir a El Templo…
—¡Dios mío! —gritó de pronto Casandra, poniéndose en pie—. Quizá no haga falta que lo llevemos nosotros… ¡En este momento, el Consulado está plagado de agentes de Nur! Puede que hayan cogido mi dije; lo tenía en el cajón de la mesita, siempre me lo quito para dormir… ¡Tengo que ir a por él ahora mismo!
—¡Y yo a por la espada y el tapiz! —exclamó Martín, muy decidido—. Vamos, no hay tiempo que perder…
—Un momento —dijo Saúl, levantándose de un salto y plantándose delante de Martín—. Tranquilizaos… La situación aún no está controlada; es pronto para salir. Además, pensad un poco. Si el chip apareció en El Templo, es que alguien lo llevó allí, así que, hagáis lo que hagáis, está claro que al final no conseguiréis impedir que se lo lleven.
—Si es que el chip pertenece realmente a uno de esos tres objetos —dijo Jacob en tono indolente—. Podría no tener nada que ver con ellos. Podría pertenecer a alguno de los trastos que había en la casa de Deimos y Aedh en Nueva Alejandría… Incluso es posible que lo haya traído una cuarta expedición.
Martín y Casandra se miraron sin saber qué hacer.
—Creedme, ahora lo importante es que no os cojan a vosotros —dijo Saúl—. Si os cogen, la misión nunca se completará… Antes os dije que el Ojo nunca se había equivocado, pero esta vez podría ser la primera. Y, además, esa gente ha venido aquí para secuestraros, no para llevarse vuestros preciosos juguetes.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Selene en tono suspicaz—. En realidad, todavía no nos has explicado qué demonios haces aquí, ni cómo te enteraste de que Nur iba a atacar el Consulado…
—¡Si es que no me habéis dejado! Precisamente, a eso iba… Como os dije, debajo del chip había unos documentos fechados en el segundo año de Havai. Aparentemente, eran extractos de la llamada Enciclopedia Virtual de Medusa, que puede consultarse a través de la Red. Supongo que la conocéis, es muy popular…
—Todo el mundo la conoce —dijo Selene, impaciente—. No veo qué tiene eso que ver…
—Espera —la interrumpió Saúl—. Cuando mis compañeros y yo llegamos a esta época, no tardamos en averiguar la procedencia de esos documentos. Nos hizo muchísima ilusión descubrir que la Enciclopedia de Medusa eta algo vivo, que la gente consultaba cotidianamente… Fue uno de los pocos momentos buenos que vivimos juntos, antes de que todo comenzase a torcerse. En fin; el caso es que, una vez hecho el descubrimiento, no volví a darle vueltas durante mucho tiempo. Hasta que, después de mi fracaso con Martín, en Iberia Centro, decidí viajar a El Templo… Era el único sitio donde todavía me quedaban esperanzas de averiguar algo.
—¿Y cómo conseguiste introducirte en la ciudad de Nur? —preguntó Martín—. Cuando te vi en Iberia Centro, parecías un vagabundo. No daba la impresión de que pudieras arreglártelas para colarte en la ciudad más inaccesible del mundo…
—Oh, es largo de contar —dijo Saúl evasivamente—. Cuando estoy en buena forma, ya habéis visto lo que puedo hacer con las ruedas neurales de esta gente. Logro que no me vean, o que olviden que me han visto; intercepto sus pensamientos, sus comunicaciones… El caso es que me introduje allí como ayudante de laboratorio en una empresa de reciclaje de hidrocarburos. Poco a poco, fui consiguiendo los contactos adecuados, y en varias ocasiones logré acceder al palacio de Jafed, aunque no pude descubrir la situación de la cámara donde habíamos encontrado El Hallazgo. El caso es que allí tuve tiempo para volver al asunto de los documentos. Analicé de nuevo las réplicas en plástico que, desde hacía años, me acompañaban a todas partes… Y descubrí algo que hasta entonces nos había pasado desapercibido. Los extractos de la Enciclopedia contenían algunos signos en sánscrito entremezclados con símbolos matemáticos. Hasta entonces, nunca les había dado importancia, convencido de que se trataba de elementos puramente decorativos. Sin embargo, al volver sobre ellos, me di cuenta de que podían contener un mensaje cifrado… Empecé a estudiar aquellos signos a fondo, y, después de algún tiempo, di con la clave para desentrañarlos. Lo que descubrí entonces me dejó sin aliento…
—¿Qué descubriste? —preguntaron varias voces a coro.
—La parte cifrada de los documentos hablaba de vosotros y de vuestros familiares —repuso Saúl, escogiendo cuidadosamente sus palabras—. Sí, de vosotros cuatro… Era un informe acerca de vuestras vidas y de todo lo que los agentes de Nur habían podido descubrir acerca de vosotros. Y ahora, decidme: ¿Qué puede significar eso? Quieren utilizaros, lo mismo que hizo Dédalo… Y, para eso, necesitan secuestraros.
—Pero eso supone enfrentarse con Uriel y con Prometeo —dijo Martín, poco convencido—. El príncipe Jafed es demasiado listo como para crearse enemigos tan poderosos…
—No me interesan los detalles políticos del asunto —le interrumpió Saúl con sequedad—. El caso es que mi suposición ha demostrado ser cierta, y que, afortunadamente, yo he podido adelantarme a ellos. Vigilo sus servidores de transmisión de datos desde hace meses, pero son muy cautelosos.
Hasta anteayer, no intercepté los planes concretos de asalto al Consulado. Yo sabía que todos estabais aquí, me lo había dicho Jacob… No me fue demasiado difícil atar cabos.
En ese momento, se oyeron ruidos en algún lugar por encima de sus cabezas.
—Alguien viene —dijo Alejandra, bajando la voz—. ¡Nos han encontrado!
Todos se miraron algo asustados, pero Saúl sonrió tranquilizadoramente.
—No os preocupéis; son los vuestros. Puedo detectar la diferencia a un kilómetro, igual que podríais hacer vosotros si hubieseis activado vuestros programas de borrado de memoria en el momento adecuado. Los de Nur han sido neutralizados. Espero que al Cónsul le haya hecho efecto el antídoto que le administré, y que haya podido ponerse al mando de la situación. Según tengo entendido, es bastante competente…
Tal y como acababa de anunciarles Saúl, en ese momento oyeron un rumor de voces procedente de arriba.
—Cuando entren, yo utilizaré uno de mis pequeños trucos para escapar —susurró Saúl rápidamente—. Vosotros entretenedlos, y no hagáis nada que pueda delatarme. No puedo perder el tiempo dando explicaciones a esta gente, tengo que volver a El Templo para seguir averiguando cosas… Mañana sale un dirigible de peregrinos que acuden a la Fiesta de la Unidad, y yo estaré entre ellos. Mirad, la burbuja. Ya están aquí. Adiós…
El agujero del techo se abrió silenciosamente, y, cuando las escalerillas metálicas se desplegaron, un comando de cinco agentes de Uriel descendió por ellas. Al reconocer a los muchachos, los soldados enfundaron de inmediato las pistolas de inmovilización que llevaban en la mano.
—Los tenemos —dijo el que parecía el jefe del equipo, hablando con alguien a través de la rueda neural—. Sí, están los cinco. No, señor Bodgánov. Diana no está con ellos…
—¿Qué ha pasado? —le interrumpió Alejandra—. ¿Qué le ha pasado a Diana?
—No la encontramos —dijo una de las dos mujeres del comando—. Hay varios grupos recorriendo el Consulado… ¿Cómo habéis conseguido meteros aquí? Es un refugio de alta seguridad…
En ese momento, Martín vio a Saúl deslizarse por detrás de los agentes e introducirse en la burbuja. Era evidente que se las había arreglado para evitar que el comando de Uriel detectase su presencia, igual que había hecho antes con los espías de Nur.
—¿Mi madre está bien? —preguntó, para distraer a los miembros del comando—. Sofía Lem…
—Todo el equipo de Arena está a salvo —respondió el jefe—. ¿Qué le pasa a ese trasto? —preguntó, volviéndose a mirar a la burbuja, que ascendía con Saúl en su interior—. Nadie le ha ordenado que subiera…
—¿Los asaltantes se han ido? —preguntó Jacob, reaccionando con rapidez—. ¿Cuántos eran?
—No estoy autorizado a comentar esos detalles —repuso el jefe del comando, girándose hacia el chico—. Además, tampoco lo sé con exactitud…
—Pero ¿los han cogido? —preguntó Alejandra ansiosamente.
—Teníamos arrinconado a un grupo de tres, pero al final lograron escapar —dijo otro de los hombres antes de que el jefe pudiera responder—. Dos de los nuestros están heridos… Y en el ala sur han matado a otro, según dicen. Por lo menos eran veinte… No sé por dónde diablos han salido. Tienen que tener algún cómplice dentro, si no, es imposible.
—Cállate, Henning —le recriminó su superior—. Estás hablando demasiado… Ya vuelve esa maldita cosa. Vamos, el Cónsul me ha ordenado que llevemos a los chicos a su despacho.
Los cinco ascendieron en silencio dentro de la burbuja, escoltados por los agentes de Uriel. Martín comprobó que no se detenían en el mismo nivel donde él había tomado el ascensor antes, con Saúl, sino que continuaban subiendo. Finalmente, la burbuja se detuvo frente a un largo corredor de cristal en forma de rampa, por el que el grupo descendió hasta llegar a un pequeño vestíbulo, donde se dividieron.
—Noriko, Sarah, llevad vosotras a los chicos —ordenó el jefe—. Los demás, venid conmigo… Vamos a comprobar los accesos de la parte norte.
Las dos mujeres del comando acompañaron a los muchachos a través de una sucesión de corredores débilmente iluminados hasta uno de los despachos oficiales del Cónsul. En el interior, Bodgánov estaba sentado ante una antigua mesa de caoba, con la cabeza entre las manos. Detrás de él, en la penumbra, las medusas fosforescentes de su acuario brillaban ominosamente.
—¿Sabéis algo de Diana? —dijo, incorporándose al oírlos entrar.
Los chicos se miraron unos a otros.
—Martín y yo cenamos con ella, pero después no la hemos visto…
El rostro de Bodgánov, tan frío y distante de ordinario, se había transformado completamente por efecto de la angustia. Ahora, sus perfectos rasgos aparecían contraídos en una expresión de dolor que Martín no habría creído posible en un hombre tan duro como él.
—Se la han llevado —murmuró, derrumbándose de nuevo sobre su sillón—. Hemos registrado palmo a palmo el complejo, pero no está. Mi última esperanza era que se encontrase en mi refugio privado… En otro momento me contaréis cómo lograsteis esconderos allí.
Alejandra y Martín se miraron, horrorizados.
—Entonces ¿han secuestrado a Diana? —preguntó Alejandra con un hilo de voz.
El cónsul tardó unos segundos en responder.
—No entiendo lo que se propone ese Jafed —dijo, endureciendo el tono de su voz—. Esto es la guerra… Yo me encargaré de que sea la guerra. No descansaré hasta liberarla, aunque tenga que desatar una catástrofe.
—No creo que sea eso lo que quiere Diana —se atrevió a replicar Martín suavemente.
El Cónsul lo miró con ferocidad, y, por un momento, el chico temió que se abalanzase sobre él. Sin embargo, finalmente su agresiva mueca se transformó en una amarga sonrisa.
—Sí, supongo que tienes razón. Debería tener en cuenta lo que ella quiere… No sé; ahora no puedo pensar.
Se volvió hacia la ventana y sus ojos vagaron distraídamente sobre las siluetas negras de unos árboles cercanos que se recortaban sobre el azul profundo de la noche.
Casandra se adelantó, indecisa.
—¿Podemos ir a nuestras habitaciones? —preguntó tímidamente—. Yo estoy agotada, y necesito tranquilizarme un poco…
—Sí, sí; id adonde queráis —repuso el Cónsul con aire ausente—. Ahora ya no importa… Ahora ya nada importa.
Los chicos salieron en silencio del despacho. Una vez fuera, se miraron sin saber qué hacer.
—Yo necesito ir a ver si mi madre está bien —dijo Martín—. Y, después, me gustaría pasarme por mi habitación un momento. Ya sé que suena absurdo, pero, después de lo que dijo Saúl, quiero asegurarme de que la espada y el tapiz están en su sitio.
—Sí, yo también voy a ver si el dije está donde lo dejé —murmuró Casandra—. ¿Me acompañas, Alejandra?
—Claro; aunque ahora ya sabemos que esa gente no venía a por vuestras cosas… y quizá tampoco a por vosotros. Venían a por Diana.
—Si Saúl no nos hubiese escondido en ese cuchitril, a lo mejor podríamos haberla ayudado —reflexionó Selene—. Bueno, al menos espero que no estuviese compinchado con ellos…
—¿Cómo puedes pensar una cosa así? —dijo Jacob, mirándola con indignación—. Saúl es mi padre, ¿es que no lo has oído?
La muchacha se mordió el labio inferior.
—Sí, es cierto. Perdona, es que todavía no lo he asimilado… Necesitamos hablar, ¿no os parece? Todo esto es muy grave, tenemos que discutir qué vamos a hacer…
—Si queréis, podemos quedar todos en mi habitación dentro de diez minutos —sugirió Jacob—. Selene, ¿vienes conmigo?
La muchacha asintió en silencio, y todos se encaminaron hacia uno de los vestíbulos principales para tomar las rampas deslizantes que comunicaban con los dormitorios.
En el trayecto, los muchachos observaron con preocupación los numerosos desperfectos que había ocasionado el asalto de los espías de Nur. Había cristales rotos, puertas resquebrajadas e incluso algunas huellas de disparos en las paredes. Cuando se separaron, Martín, con el corazón en un puño, se dirigió directamente a la habitación de su madre. Sin embargo, antes de llegar, en uno de los pasillos transparentes del edificio, se topó con ella y con su abuelo, que venían a su encuentro.
—¡Hijo! —gritó Sofía, abrazándole—. Menos mal que estás a salvo… ¡No sabes lo preocupada que estaba! ¿Dónde te habías metido?
—En el piso de abajo —dijo Martín evasivamente.
Luego, se volvió hacia su abuelo y lo miró, sonriendo.
—¿Vosotros estáis bien? ¿No os ha pasado nada?
—Nada, nada —le tranquilizó el anciano—. Vinieron a buscarnos unos soldados de Uriel y nos escoltaron hasta el anfiteatro. Hemos estado allí todo el tiempo… Sofía quiso ir a buscarte, pero no se lo permitieron. Esa muchacha, Jade, estaba furiosa, aunque no entendí del todo por qué…
—Diana ha desaparecido —le interrumpió Martín, mirando a su madre.
Ella palideció instantáneamente.
—¿Qué dices? Eso es imposible —exclamó—. Estará en algún refugio secreto, o la habrán sacado por alguna puerta falsa…
—No, no parece que sea eso lo que ha ocurrido. Bodgánov cree que se la han llevado.
—No puede ser. Tengo que hablar con Bodgánov ahora mismo… Hijo, espérame en mi habitación con el abuelo. Tardaré lo menos posible.
—Lo siento, he quedado con Jacob en su cuarto. Solo quería asegurarme de que estabais bien… Abuelo, ¿puedes volver tú solo a la habitación de mamá?
—¿Por quién me has tomado? —repuso el anciano, ofendido—. Mi sentido de la orientación sigue siendo tan bueno como cuando tenía veinte años.
Martín se despidió rápidamente de ambos y corrió hacia la habitación de Jacob. Sin embargo, antes de llegar se acordó de la espada y el tapiz y regresó sobre sus pasos para echar una rápida ojeada a su cuarto.
Una breve inspección de su armario le bastó para comprobar que los dos objetos estaban en su sitio. Algo más tranquilo, Martín se dirigió a la habitación de Jacob, donde ya le esperaban todos los demás.
—Todo en orden —anunció al entrar—. Mi madre y mi abuelo están bien… Mi madre ha ido a hablar con Bodgánov, por lo de Diana. ¿Qué ocurre? —añadió, fijándose en el rostro tenso de Alejandra—. ¿Ha pasado algo malo?
—El dije —murmuró Casandra, a punto de sollozar—. Era lo único que me quedaba de Deimos… Y ahora se lo han llevado.
Martín la miró boquiabierto.
—¿Cómo van a habérselo llevado? —preguntó, volviéndose instintivamente hacia Jacob—. No tiene sentido, esa gente venía a por Diana…
—También venían a por nosotros —le recordó Jacob—. Saúl interceptó una comunicación neural donde aludían a «los Cuatro de Medusa»… Diana no era su único objetivo, y, si no fuera por mi padre, a estas horas estaríamos junto a ella camino de El Templo.
—Pero, aun así, no entiendo lo del dije… Solo nosotros conocemos su origen.
—También lo conocían Deimos y Aedh —dijo Selene, pensativa.
—Sí, pero se trataba de una reliquia familiar… No creo que fuesen por ahí hablando de ella. Además, Casandra lo dijo antes; ninguno de ellos estuvo nunca en Nur… ¡Todo esto no tiene ni pies ni cabeza!
—Yo lo único que sé es que tengo que recuperar el dije —murmuró Casandra con firmeza—. Aunque tenga que ir a El Templo a buscarlo… No me importa.
Selene la miró escandalizada.
—Pero ¿qué dices? —exclamó—. El Templo es la ciudad más vigilada del mundo, no puedes ir allí… Solo es un objeto, Casandra. Los objetos no tienen importancia; son los recuerdos de Deimos lo que importa.
—Deimos valoraba mucho esa joya —dijo Casandra con la vista fija en el suelo—. Voy a ir a por ella… Ya estoy harta de que me digan lo que tengo que hacer. Al cuerno la llave del tiempo y al cuerno la misión.
—Casandra, ahora estás muy nerviosa —dijo Alejandra, acercándose a ella y acariciándole el pelo suavemente—. Todos entendemos tu impotencia, pero en este estado no puedes tomar ninguna decisión… Cuando te calmes, lo verás todo de un modo diferente.
—Pues yo estoy de acuerdo con Casandra —dijo Martín de pronto.
Todos se volvieron hacia él, sorprendidos.
—No es solo por el dije —explicó atropelladamente el muchacho—. Es por Diana… Pensad en todo lo que le debemos. No es mucho lo que sabemos del futuro, pero está claro que ella es un personaje muy importante en la historia de la Humanidad. No podemos permitir que le hagan nada malo… Ni que Bodgánov desencadene una guerra insensata para tratar de recuperarla. Lo haremos nosotros; nosotros la sacaremos de allí.
—Y, de paso, averiguaremos qué diablos quiere ese príncipe Jafed de nosotros —dijo Jacob lentamente—. Sí, quizá no sea una idea tan disparatada…
—Saúl dijo que mañana partía un dirigible cargado de peregrinos hacia El Templo —continuó Martín, con los ojos brillantes—. Si Jacob contacta con él, nos ayudará a colarnos allí… Le dejaremos una nota a Bodgánov, para que sepa lo que vamos a hacer. Esperemos que no le dé por organizar un ataque a la ciudad cuando estemos en ella…
—Eso sería poner en peligro a Diana, así que no lo hará —aseguró Jacob.
—Sí, pero ¿qué pasa con la misión? —preguntó Selene, desconcertada—. Faltan diez días para las semifinales de Arena… Si renunciamos a ir a la Ciudad Roja, no tendremos más oportunidades de conseguir esa información que quieren los ictios.
—¡Al diablo los ictios! —dijo Casandra con rabia—. No somos sus marionetas… Ya es hora de que tomemos nuestras propias decisiones.
Selene miró a su amiga y, de repente, sonrió.
—Tienes razón —dijo, con un brillo extraño en la mirada—. Somos libres, podemos decidir por nosotros mismos… Estoy segura de que, si nos lo proponemos, conseguiremos entrar en El Templo y salvar a Diana. Al diablo con los Juegos de Arena, con la Ciudad Roja y con la maldita misión.
Se volvió hacia Martín, segura de que él la apoyaría. Pero Martín negó suavemente con la cabeza.
—Yo no creo que debamos renunciar a la misión —dijo en tono decidido—. Pensad en Deimos. Él dio su vida para que nosotros pudiésemos completarla… Eso significa que es algo importante, y no creo que debamos tirarlo todo por la borda ahora que estamos tan cerca de alcanzar nuestro objetivo. Pensad en toda la gente que espera allá, en el futuro, para saber la verdad. Pensad en lo que dijo Saúl acerca de lo importante que era esa verdad para pararles los pies a los perfectos… No tenemos por qué rendirnos.
Jacob le miró con una mezcla de gratitud y emoción en los ojos, pero no dijo nada. Casandra también parecía conmovida.
—Pero, entonces, ¿en qué quedamos? —dijo Selene, perpleja—. No podemos estar a la vez en El Templo y en la Ciudad Roja…
—Sí, sí podemos —afirmó Martín—. Tendremos que dividirnos.
Se sentía un poco incómodo decidiendo por todo el grupo, pero, por primera vez desde que aquella historia había comenzado, estaba completamente seguro de lo que debían hacer.
Los demás callaban, pendientes de sus palabras.
—Casandra quiere ir a El Templo, y me parece una buena decisión. Su capacidad para detectar las ruedas neurales de las personas que conoce puede ayudarle a encontrar a Diana. Pero no debe ir sola…
—Yo iré con ella —decidió Jacob, con un brillo acuoso en la mirada—. Puedo hacer de intermediario con Saúl, que también estará en la ciudad. Y, además, puedo pasar desapercibido y colarme en sitios de alta seguridad, a curiosear un poco…
—Es una buena idea —dijo Martín, asintiendo—. Alejandra, ¿tú qué dices?
—Iré contigo a la Ciudad Roja —dijo ella, ruborizándose—. Yo no tengo poderes que puedan ayudar a nadie, pero al menos me tendrás a tu lado. Y, si hace falta investigar algo mientras todo el mundo está distraído con la final de Arena, podéis contar conmigo.
—Yo iré con vosotros —dijo Selene, después de una breve vacilación—. Si algo se complica en los escenarios semivirtuales del juego, quizá pueda ayudar a Martín…
—No, Selene —murmuró Martín—. Tú te quedarás en el Consulado. Lo que estás haciendo aquí es demasiado importante como para dejarlo a medias. Tienes que localizar a ese Tiresias de la Red y averiguar qué demonios tiene que ver ese extraño código que descifraste en la Catedral con nosotros. Además, podrás seguir los Juegos por Virtualnet y ayudarme a distancia si es necesario. Si todo sale bien, nos reuniremos cuando terminen los Juegos, a ser posible en la Ciudad Roja.
—Si todo sale bien… —murmuró Casandra—. ¿Y si no?
Martín miró alternativamente a cada uno de sus compañeros antes de contestar.
—Si no —dijo con una confiada sonrisa—, ¡al menos lo habremos intentado!