Capítulo 7

El castillo mágico

Al día siguiente, Selene acudió a la misma hora de siempre a la Sala de Traducción y realizó las comprobaciones de rutina. Cuando estaba a punto de descorrer las cortinas, llegaron en tropel sus compañeros, y Anne le tendió el vaso de plástico lleno de humeante café de todas las mañanas. Ni Anne, ni Hiro, ni Feodor ni ninguno de los miembros del equipo mostró el más leve atisbo de enfado hacia ella, pese a que Kip le había asegurado que lo más probable era que más de uno se hubiese dado cuenta de lo que les había hecho la víspera. Cuando les dijo que iba a intentar adelantar la reunión virtual con Ulpi Keller para terminar antes e ir todos juntos al Castillo Mágico de Titania, todos empezaron a vitorearla mientras volteaban en el aire sus jerseys, como niños pequeños. Kip fue el único que no dijo nada, aunque su sonrisa de aprobación significaba más para Selene que todos los aspavientos de los demás.

Mientras sus colaboradores encendían sus terminales para recopilar los resultados de la semana y discutirlos con Ulpi, ella se decidió por fin a conectar también su pequeño ordenador en forma de reloj de arena. Llevaba casi una hora retrasando aquel momento, porque temía encontrarse con un nuevo mensaje de Leo flotando entre las hojas del árbol tridimensional del escritorio, y no sabía muy bien qué era lo que le iba a decir. Cuando la interfaz holográfica se estabilizó en el aire, apareció, efectivamente, un diminuto sobre con un sello de lacre que representaba a un mago y a un bardo, exactamente igual que el día anterior. Selene dejó escapar un hondo suspiro y, con disimulo, esbozó el gesto de abrir el sobre; sin embargo, antes de que el holograma de Leo tuviese tiempo de concretarse sobre su guante interactivo, se apresuró a pedirle que, por esta vez, la comunicación fuese solo telefónica, y no visual.

La voz de Leo le llegó, clara y nítida, a través de sus auriculares.

—Así que no quieres verme, ¿eh, pequeña? —dijo en tono burlón—. Bueno, bueno. Eso me hiere, tengo que admitirlo, pero confío en que lo superaré…

—No seas payaso, Leo —susurró Selene—. No quiero que los demás te vean. Sería una imprudencia.

—Sí, sobre todo si entre ellos está el espía… Qué, ¿lo has encontrado?

—No hay ningún espía —afirmó Selene, intentando que el tono de su voz no sonase demasiado triunfal—. Los pasé a todos por el escáner, y les hice tres preguntas relacionadas con la información que tú me habías dado… Todos dijeron que no habían enviado información al exterior del Consulado; y, según el escáner, decían la verdad.

A través de los auriculares, Selene oyó un resoplido que le sonó particularmente cómico, viniendo, como venía, de un androide.

—Algo ha fallado —gruñó Leo, disgustado—. Evidentemente, he subestimado a ese humano, quienquiera que sea. No pensé que fuese un espía profesional, pero, al parecer, lo es. De otro modo, no habría conseguido engañar al escáner tan fácilmente.

Selene tecleó impaciente sobre la superficie de la mesa.

—Oye, nada ha fallado —contestó—. Sencillamente, el espía no está en mi grupo. El único que se ha equivocado aquí has sido tú.

Leo se mantuvo callado durante largo rato. Por un momento, Selene llegó a pensar que había interrumpido la conexión.

—Tienes que avisar al Cónsul de inmediato —dijo por fin el androide—. Ayer intercepté un nuevo informe. Parece ser que te pasaste toda la tarde sentada en una playa…

Selene enrojeció, y los latidos de su corazón se volvieron más rápidos.

—Es cierto —reconoció—. Quizá el espía sea uno de los agentes de seguridad del Consulado. Algunos tienen una pinta de matones que da miedo… De verdad, Leo, no es ninguno de mis compañeros.

—Puede que tengas razón; pero, por si acaso, tienes que avisar al Cónsul cuanto antes —insistió Leo—. Escucha, Selene; a partir de esta tarde no podré volver a comunicarme contigo. Nos vamos a Chernograd… Esa maldita ciudad enterrada en la estepa es como una mazmorra gigante. Desde allí no podré arriesgarme a enviaros ningún mensaje… Tenemos que dejar esto solucionado esta misma mañana.

—No, hoy no —dijo rápidamente Selene—. Les he prometido a mis compañeros que iríamos a divertirnos al Castillo Mágico. Además, creo que el Cónsul nunca pasa los domingos en Titania… Mañana hablaré con él. Es un buen momento, porque justo mañana llegará Diana. El Cónsul no hará ninguna barbaridad con Diana por aquí… Y, por un día, no creo que se hunda el mundo.

Leo emitió un hondo suspiro.

—De acuerdo —dijo—. Pero, mientras tanto, no confíes demasiado en esos chicos. Sigo pensando que el espía se encuentra entre ellos. Buena suerte, Selene. Buena suerte a todos.

—También para ti, Leo. Buena suerte…

—Sí. En Chernograd, la voy a necesitar.

Después de despedirse de Leo, Selene tardó un rato en recobrar la calma. Durante unos minutos, jugueteó distraída con la parte del puzle tridimensional en la que habían estado trabajando aquellos días. Había avisado a Ulpi a última hora de la noche anterior de que necesitaban adelantar la reunión con él. El jefe del equipo de Medusa había reaccionado al principio con agresividad, y luego, al averiguar que el motivo del adelanto era una pequeña excursión al Castillo Mágico de Titania, se había echado a reír desdeñosamente.

—Nunca conseguiré acostumbrarme a trabajar con críos —fue su único y mordaz comentario.

Cuando su terminal la avisó de que Ulpi Keller se encontraba ya listo para la conexión, Selene activó su guante sensible y, de inmediato, un holograma del joven científico pelirrojo tomó forma en la palma de su mano. Simultáneamente, sobre la pared se proyectó una imagen plana del despacho de Ulpi en la Burbuja de Medusa.

—He estado examinando vuestro trabajo de esta semana —dijo Ulpi, sin molestarse siquiera en darles los buenos días—. Es pasable. Mera rutina, por supuesto, ahora que ya sabemos cómo encajar las piezas del rompecabezas. Aun así, será una ayuda. Únicamente tengo dudas respecto al fragmento 3578A. En el lugar en que vosotros lo habéis colocado, introduce una asimetría en el diseño que no está justificada.

Selene miró a Feodor, que era el que había estado trabajando en aquella parte del mensaje. El muchacho hizo una mueca.

—¿Y yo qué culpa tengo? —murmuró—. Que les pregunte a los extraterrestres…

—Lo he oído, Feodor —dijo Ulpi, frunciendo las cejas con severidad—. ¿Y sabes lo que creo? Creo que el problema no es de los extraterrestres, sino tuyo. Te crees un genio, igual que todos los demás; pero no lo eres. La pieza tiene que encajar de otra manera. Quiero que revises todo el trabajo que has hecho con ella y que localices el error.

—No hay ningún error —intervino Selene—. Yo también lo he comprobado…

Ulpi se echó a reír desagradablemente.

—Ya. Qué encanto, siempre defendiendo a sus amiguitos —dijo con sarcasmo—. Bueno, de todas formas, quiero una revisión completa de esa pieza. Y ahora id a divertiros, pequeños. Y tened cuidado… El Castillo Mágico de Titania puede ser un lugar peligroso, si uno se mete en el lugar equivocado.

Selene hizo un esfuerzo por despedirse de Ulpi con cortesía, y no con un bufido, que era lo que realmente le habría gustado. Lo que más le molestaba era que, pese a lo antipático que le caía, Ulpi llevaba algo de razón… El Castillo Mágico, que en su origen se había utilizado como un gigantesco escenario para los Interanuales de Arena de 2017, había terminado transformándose en un lugar de cita emblemático para los avatares y pellejudos de todo el mundo. Todos los días se ofrecían espectáculos y combates de exhibición, y las salas de conexión a Virtualnet contaban con la más avanzada tecnología. Aquel próspero turismo asociado a los juegos había hecho proliferar toda una ciudad alrededor del castillo, dividida en dos sectores bien diferenciados: por un lado, la Zona Blanca, donde se congregaban los partidarios de los juegos de Arena, y, por otro, la Zona Azul, dedicada exclusivamente a los jugadores de Matriz. Y en ambas surgían peleas y conflictos casi a diario… Por eso, los padres de Selene jamás le habían permitido ir al castillo sin ellos, y por eso, esta vez, Selene había preferido mentirles, diciéndoles que iba a pasar el día con Martín y con Jacob en el Consulado.

Una vez terminada la conexión con Medusa, los traductores desactivaron sus terminales, se las prendieron a la ropa y salieron en tromba del Consulado para tomar el monorraíl que debía conducirles a las afueras de la ciudad, donde se encontraba el castillo. A través de las ventanillas del vagón en el que se habían instalado, Selene contempló en silencio los barrios industriales y las mastodónticas instalaciones del puerto de mercancías de Titania. Había vivido varios años en aquella ciudad, y, sin embargo, seguía sintiéndose una extraña en ella. Para alguien que había pasado su infancia en Medusa, las enormes dimensiones de la ciudad de Kokoro y las desigualdades entre unos barrios y otros recordaban demasiado a las metrópolis convencionales, del tipo de Nueva Alejandría. Sobre todo, no lograba acostumbrarse a las diminutas cámaras flotantes que pululaban por todas partes, grabando las idas y venidas de los ciudadanos. Allí mismo, dentro del vagón, había dos. Selene advirtió las miradas de desconfianza que Anne les dirigía cada vez que pasaban por delante de su cara, y cruzó con ella una silenciosa mirada.

Tardaron más de media hora en llegar a la estación de Ufir El Krak, donde debían apearse. El nombre de la estación evocaba el legendario castillo de Ufir El Krak, la fortaleza viviente de los Magos de Ceniza en La maldición de piedra, una de las novelas más populares de Yue. En realidad, el Castillo Mágico de Titania reproducía con absoluta precisión la descripción de aquella fortaleza que Yue ofrecía en su novela. El castillo estaba construido dentro del cráter de un volcán, en cuyas paredes se había excavado un anfiteatro con asientos para el público. Se trataba de un complejo edificio móvil que se abría por secciones, dejando al descubierto en cada momento los escenarios donde se iba a desarrollar el juego, a fin de que los «puristas» de la Arena, aquellos que se negaban a conectarse a la Red de Juegos para seguir las partidas, pudiesen contemplar el espectáculo en directo.

La noche anterior, en su conexión a Virtualnet, Kip había comprado nueve bonos de conexión a la Red en un Área Virtual de las inmediaciones del castillo. Lo había hecho especialmente por Selene, ya que ella carecía de rueda neural y, por lo tanto, normalmente tenía que pasar por la desagradable experiencia de encerrarse en una cápsula de letargo cada vez que quería conectarse a la Matriz. En la Zona Azul, al norte del castillo, había locales para conexiones colectivas a la Red que disponían de dispositivos de inducción de semiletargo mucho más atractivos que aquellas horribles cápsulas. Después de considerar varias posibilidades, Kip se había decidido por comprarle las horas de conexión a Gregory Neumann, el propietario del Jardín de Shia, un lugar idílico para las experiencias virtuales colectivas. Cuando Selene le preguntó cuánto le habían costado los nueve bonos, Kip hizo un gesto evasivo con la mano. No quería decir la cifra, probablemente para no escandalizar a la muchacha.

Su tiempo de conexión en el Jardín de Shia, más conocido en aquel mundillo como «La Sensación de Gregory», comenzaba a las doce, de modo que aún disponían de una hora hasta entonces. Hiro propuso entrar mientras tanto al Castillo Mágico, donde, ese día, Oni, la jugadora de Arena que representaría a la corporación Kokoro en los Interanuales, ofrecía un combate de exhibición. Sin embargo, Feodor se negó en redondo.

—Me niego a contribuir con mi dinero a los delirios violentos de los «pellejudos» —argumentó—. Hemos venido a conectarnos todos juntos a la Red, no a que nos salpiquen de sangre…

Sin embargo, la mayoría de sus compañeros sentían curiosidad por ver en directo un combate de Arena, algo que no habían tenido oportunidad de hacer nunca, ya que en Medusa no había estadios para ese tipo de exhibiciones.

—Me han dicho que la entrada al castillo es un enorme salón medieval cuyas paredes, de pronto, empiezan a moverse hasta transformarse en una cabeza de dragón que devora a los visitantes, trasladándolos de ese modo al anfiteatro —contó Hiro con entusiasmo—. No quiero perderme una cosa así…

—Yo me quedo con Feodor —dijo Kip—. Soy ciego, en un combate en directo no vería nada. Si quieres —añadió volviéndose hacia Feodor—, podemos dar una vuelta por la Zona Azul y tomarnos algo. Y luego, a las doce menos cinco, quedamos todos en La Sensación de Gregory.

—Voy con vosotros —decidió Selene.

Acompañaron a los demás hasta el comienzo de la cinta transportadora que daba acceso al castillo, y que se asemejaba a un sereno canal de aguas oscuras bordeado de árboles. Una vez allí, los dos grupos se separaron. Los que iban al castillo de Titania se subieron a una barquichuela de madera y les dijeron adiós con la mano a los que se quedaban. Cuando desaparecieron en un recodo del canal, Selene se volvió hacia sus compañeros.

—Bueno, ¿qué hacemos nosotros? —preguntó.

Feodor activó su terminal para obtener un pequeño plano tridimensional de los aledaños del castillo.

—Para llegar a la Zona Azul desde aquí, tenemos que atravesar a la fuerza toda la Zona Blanca —anunció contrariado—. No me hace ninguna gracia, la verdad.

—¿Puede ser peligroso? —preguntó Selene, recordando las advertencias de sus padres.

—No hagas caso a Feodor, es un exagerado —dijo Kip, pasando el brazo sobre los hombros de Selene—. Además, conmigo estás a salvo, ¿vale?

Selene asintió, convencida. Kip sabía cómo hacerles olvidar a todos su ceguera cuando se lo proponía.

La Zona Blanca estaba formada por una intrincada red de callejuelas estrechas y mal iluminadas, con edificios encalados a ambos lados, adornados con escudos y todo tipo de motivos heráldicos extraídos de los libros de Yue y otras sagas parecidas. En la planta baja de todas las viviendas había locales comerciales donde se vendían armas, disfraces legendarios, máscaras holográficas y todo tipo de accesorios para disfrutar en directo o a través de la Red de los torneos de Arena. Por todas partes se veían carteles anunciando la candidatura de Kokoro para los cercanos Interanuales de la Ciudad Roja, con la célebre Oni a la cabeza. En los carteles, se veía a una mujer enfundada en una armadura y aplastando con el pie la cabeza de un dragón rojo, en clara alusión a la corporación Ki.

—Oni es una rival muy peligrosa, yo diría que casi tanto como Havai —dijo Selene, pensando en voz alta—. No tiene su fuerza, pero es increíblemente rápida. Martín lo va a tener muy difícil…

—Esa candidatura de tu amigo a los Interanuales es una completa locura —dijo Kip, frunciendo el ceño—. Lo van a eliminar a la primera de cambio… No entiendo cómo la Comunidad ha aceptado que participe.

—Su madre es una guionista muy conocida, no lo olvides —intervino Selene—. Pero, hasta ahora, siempre se había negado a trabajar para la Arena… El señor Yang llevaba años presionándola para que lo hiciera, y, aunque no debe de estar muy contento de que finalmente vaya a formar parte del equipo de Uriel, sabe que su aportación contribuirá al esplendor de las finales.

—¿Y por eso han aceptado a Martín? —preguntó Kip, escéptico—. No sé, hay algo que no me cuadra.

Selene apresuró el paso. No quería entrar en largas explicaciones acerca de la candidatura a los Juegos de su amigo. Por un lado, no podía hablar de sus capacidades especiales delante de Kip y de Feodor, y, por otro, tampoco debía mencionar los motivos que tenía el muchacho para querer estar presente a toda costa en los Interanuales de la Ciudad Roja. Afortunadamente, en ese momento vieron algo que les hizo olvidar aquella conversación.

—¿Qué diablos es eso? —preguntó Selene, con los ojos muy abiertos.

Habían llegado a una plazoleta de forma semicircular, con gradas excavadas en su parte curva y, enfrente, un tosco escenario de madera. Sobre el escenario, un caballero cubierto de una cota de malla y armado con un largo estoque se enfrentaba a un repugnante monstruo de piel viscosa y aspecto simiesco, con una enorme cabeza y unos brazos que casi le llegaban al suelo. El monstruo blandía una maza oxidada en la mano derecha y sostenía un escudo de madera en la izquierda.

Durante un rato, los dos rivales se tantearon mutuamente, caminando en círculo y con la vista fija en el adversario. De vez en cuando, el monstruo lanzaba un aterrador aullido. El caballero escupía un insulto cada vez que el monstruo hacía amago de atacarle.

De pronto, la horrible bestia se lanzó sobre el caballero y descargó sobre él un mazazo que el hombre logró esquivar por muy poco. Un segundo después, el caballero cargó con todo su peso sobre el escudo del monstruo y, sacando un pequeño machete de su cinturón, lo hizo pedazos. El monstruo se tambaleó, aturdido, y el caballero aprovechó su perplejidad para clavarle el estoque en el hombro derecho y hacer palanca con él, produciéndole un desgarrón que casi le llegaba al vientre. Después, con el machete, le cortó la mano izquierda, que cayó al suelo como una piedra. Los espectadores, un par de docenas aproximadamente, estallaron en vítores y aplausos, mientras el monstruo se derrumbaba con los ojos desencajados sobre un charco de sangre negruzca. Exultante, el caballero se acercó a su derrotado rival y, agarrándole de los pelos, levantó su cabeza del suelo y se la segó de un solo tajo. La multitud redobló sus aclamaciones.

Selene apoyó la cara contra una pared. Sentía deseos de vomitar.

—Pobre criatura —murmuró—. Nunca había visto nada tan bárbaro…

—No te lo tomes así; todo ha sido una pantomima —dijo Feodor—. Esa cosa no estaba viva. Mira…

Selene se volvió de nuevo hacia el escenario. En ese momento, la cabeza viscosa y sanguinolenta del monstruo sufrió una espectacular transformación. El holograma que recubría a la criatura, con sus rasgos deformes y contraídos de terror, se disolvió en el aire como por arte de magia, y en la mano del caballero solo quedó un amasijo de pelo y sangre artificial, del que colgaba una pelota de acero recubierta de cables.

El caballero tiró al suelo aquel despojo cibernético con un gesto de asco y desapareció tras el mugriento telón que había en la parte trasera del escenario. Un par de hombres con monos azules corrieron a retirar la armazón de metal de la criatura que acababa de combatir y a limpiar la sangre.

—¿Ya ha terminado? —preguntó Kip, al notar que la multitud comenzaba a dispersarse.

—Sí —repuso Feodor—. Era uno de esos números de circo con robots que tanto les gustan a estos salvajes.

—Pero, esa cosa… parecía de verdad —murmuró Selene, todavía impresionada—. ¡El holograma que recubría al robot estaba muy bien conseguido!

—Siempre los están mejorando, a pesar de que esa modalidad de los juegos de Arena ya no tiene la importancia de otros tiempos —dijo Feodor—. Antes, cuando la gente no tenía rueda neural, todos los torneos de Arena eran así: los trajes de los jugadores generaban disfraces holográficos que los recubrían, y también se usaban mucho los robots recubiertos de hologramas. Hoy en día, la costumbre se sigue manteniendo porque hay muchos puristas que prefieren ver los torneos en vivo, y no a través de la rueda neural.

—Los juegos de Arena se desarrollaron en los años sesenta del siglo pasado, en plena revolución holográfica —explicó Kip.

—Y en plena escalada bélica. Son dignos hijos de aquellos años salvajes —le interrumpió Feodor.

—¿Por qué te gustan tan poco los juegos de Arena? —le preguntó Selene.

—Feodor es un avatar convencido —respondió Kip antes de que este pudiera abrir la boca—, y, como tal, odia todo lo que huela a pellejudo. Además, es un firme defensor de los derechos de los robots.

—Alguien como nosotros, como tú o como yo, fabricó la inteligencia artificial de ese robot —replicó Feodor, molesto por el tono irónico de Kip—. Malgastó meses de su vida creando una máquina maravillosa, y todo para que un descerebrado terminara haciéndola pedazos.

Selene echó un vistazo al anfiteatro, donde dos nuevos contrincantes estaban tomando posiciones para enfrentarse. Uno de ellos llevaba el torso desnudo, como un guerrero de la Edad del Bronce; el otro, una criatura gigantesca y peluda, parecía un trol de la mitología escandinava.

—Pero destruir robots como esos todos los días debe de resultar ruinoso para los organizadores —observó.

—Utilizan robots de desecho, piezas que se han utilizado en otros juegos —repuso Feodor—. Los robots son siempre los mismos; después de los combates los reparan y los vuelven a montar. Lo único que cambia de un combate a otro es el holo.

—Además, los jugadores son profesionales, y solo golpean a esas máquinas en los lugares donde les han señalado los ingenieros, para desarmar los engranajes desmontables preparados de antemano. La verdad es que estas partidas de exhibición son una pantomima —explicó Kip bastante serio, y añadió—. Martín no tendrá tanta suerte.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Selene, alarmada.

—En los combates oficiales de Arena se utilizan muchos tipos distintos de robots: sólidos, puzles, especulares… Y algunos son extraordinariamente resistentes. Por ejemplo, si alguien intentase hacer con un «sólido» lo que acaba de hacer el luchador de la exhibición con ese trasto de desecho, probablemente se quedaría sin espada —afirmó Kip—. Lo verdaderamente difícil es distinguir un tipo de robot de otro. Eso, por no mencionar a los otros luchadores, y a los programas sensibles… Un combate de Arena «serio» puede ser algo muy complejo, créeme. Hace falta mucha cabeza para ganar.

Selene, mientras Kip hablaba, no había dejado de mirar hacia el escenario, donde una mujer vestida con una armadura de tiras de cuero se había unido al guerrero neolítico para intentar derribar al trol, que ahora contaba con la ayuda de un torvo personaje encapuchado.

—Un combate a cuatro… Hay que reconocer que es espectacular —exclamó, observando embobada los movimientos de los luchadores.

—Los sacrificios humanos de los aztecas también debían de resultar espectaculares, y no por eso dejaban de ser una salvajada —le espetó Feodor.

—Pero los juegos de Matriz también son violentos —argumentó Selene.

—En algunos juegos hay violencia; pero no todos son así. Además, la violencia nunca es el factor esencial del juego.

—Amén —dijo Kip con sorna.

—La diferencia —prosiguió Feodor, haciendo caso omiso de la interrupción de Kip— es que tú no puedes participar en Arena más que como espectador. Es un juego para profesionales, orquestado por los equipos de las federaciones transnacionales o de las grandes corporaciones. En Matriz también hay torneos, pero son abiertos. Cualquiera puede participar, y los constructores del juego son los propios jugadores. Se fomentan la imaginación, la inteligencia y, por supuesto, también la pericia; la violencia, en un torneo de Matriz, es lo de menos.

—Puede que tengas razón, pero esa no es la principal diferencia entre la Arena y la Matriz —puntualizó Kip con aparente seriedad—. La verdadera diferencia es que la Matriz es un juego individualista, donde no es preciso contar con un equipo. En Arena, sin embargo, se requiere el apoyo de toda una legión de técnicos y guionistas para poder competir… Y eso implica que necesitas el respaldo de una gran corporación o de una federación transnacional. Para un anarquista como Feodor, esa idea resulta intolerable. Prefiere engancharse a la Matriz, donde se juega sin contar con nadie, ignorando que solo los más adinerados pueden disfrutar de ese privilegio.

El aludido se quedó con la palabra en la boca, perplejo ante el certero y despiadado análisis de su amigo. Sin embargo, en cuanto se repuso de la sorpresa que le había producido aquel arrebato de sinceridad, miró a Kip y se echó a reír como un loco.

—Salgamos de aquí antes de que nos volvamos todos asesinos violentos —propuso, cuando por fin logró dominar sus carcajadas.

Después de consultar nuevamente el plano holográfico de Feodor, los tres se internaron en una callejuela flanqueada de casas con jardines en el tejado que conducía directamente a la Zona Azul, donde se encontraba el espacio virtual en el que habían quedado con el resto de sus compañeros.

Aquella zona de la periferia del castillo no se parecía en nada a la que acababan de abandonar. Todos los edificios estaban hechos de vidrio y piedra añil, y tenían un aspecto aséptico y funcional que en nada recordaba a las fantasías medievales del barrio de los pellejudos. Olía a jazmín y a bergamota, y los escasos transeúntes con los que se cruzaban caminaban en silencio, metidos dentro de sí mismos. La mayor parte de las construcciones albergaban tiendas de identidades digitales o de objetos virtuales para la Red, aunque también había numerosas salas de conexión, con los más variopintos diseños. Unas parecían antiguos teatros barrocos, con butacas de terciopelo y madera dorada, visibles a través de sus paredes de cristal; otras recordaban a un parque de atracciones, con toboganes y montañas rusas, y, para los más puristas, existían amplios monasterios con celdas individuales totalmente vacías. «La Sensación de Gregory», el local elegido por Kip, contaba con algunos de los escenarios de conexión más sofisticados de Titania, incluido un enorme túnel de viento.

Como aún disponían de veinte minutos hasta la hora de inicio de la conexión, se sentaron en una terraza a tomar algo. El camarero activó para ellos el holograma de la carta, donde se ofrecía una enorme variedad de batidos naturales, cada uno con el nombre de un famoso jugador de Matriz. Selene sonrió al localizar entre ellos el «Batido Ben Sira», una mezcla de yogur, mango, violetas y azafrán «tan deliciosamente sorprendente», según la descripción del holograma, «como las estrategias de juego del famoso jugador».

Consciente de que la Comunidad Virtual podía utilizar aquel ingenuo homenaje como cebo para atraer a cualquiera que supiese algo sobre el avatar de Leo, decidió decantarse por otro batido, el «Talento Jim», una mezcla de chocolate, cerezas y canela ligeramente empalagosa.

Kip y Feodor apenas probaron sus bebidas. A medida que se iba acercando el momento fijado para la conexión a la Red, ambos parecían cada vez más contentos y excitados.

—He oído hablar mucho de La Sensación de Gregory, pero nunca la he probado —dijo Feodor—. Es uno de los locales más caros de Titania…

—Mantener en funcionamiento un túnel de viento exige un gasto considerable —explicó Kip—. Es normal que eso repercuta en el precio.

—¿Tú lo has probado? —le preguntó Selene.

Kip sonrió con la expresión de un niño cogido en falta.

—Un montón de veces —confesó—. Soy un adicto, no puedo evitarlo… Los médicos me ordenan que disminuya mi tiempo de conexión a la Red de Juegos progresivamente, pero, para eso, tendría que tomarme una medicación que me dejaría atontado todo el día. Si les hiciera caso, no podría estar participando en el equipo de traducción… Así que paso de ellos.

—¡Pero entonces nunca te curarás! —objetó Selene en tono de reproche.

—Si les hago caso tampoco me curaré —se defendió Kip—. Nadie se ha curado nunca del mal de Thorne… Por lo menos, en la Red puedo ver; y eso me compensa de todo lo demás.

—Pero debe de salirte carísimo —dijo Feodor en tono admirativo—. Si sigues así, terminarás arruinando a tus padres…

A Selene le pareció que Kip palidecía levemente.

—Si conoces bien la Red, puedes trapichear y sacar algo de dinero. Vendes una cosa, compras otra… Haciendo de intermediario, al final puedes llevarte un buen pellizco, y eso son horas de conexión.

Los tres se quedaron callados. Selene estuvo a punto de preguntarle si también se dedicaba a trapichear con información confidencial a través de la Red de Juegos, pero se contuvo.

—Y yo, sin rueda neural, ¿podré conectarme en el túnel de viento?

Kip sonrió, recobrando su habitual desenvoltura.

—Me temo que no, preciosa. Cuando estás flotando en un torbellino de aire, no puedes llevar ningún tipo de cable ni de conexión externa. Pero no te preocupes, le he pedido a Gregory que nos reserve su «piscina de estrellas» para dos conexiones sin rueda neural. Te va a encantar, yo la probé una vez y es fabulosa. Gregory ya la tenía ocupada para hoy, pero llamó al tipo que había hecho la reserva y la canceló. Yo soy uno de sus mejores clientes, por eso lo hizo. Con el dinero que me dejo cada semana en su garito, es lógico que disfrute de ciertos privilegios.

—Entonces, ¿tú no vas a conectarte desde el túnel de viento, con los demás? —preguntó Selene, agradecida.

—Prefiero quedarme contigo —sonrió Kip—. Es algo que nunca hemos hecho juntos, y… bueno, creo que va a ser muy excitante. ¿Tú no?

Selene se ruborizó y no supo qué contestar. Afortunadamente, en ese momento Feodor consultó la hora a través de la rueda neural y los instó a darse prisa si no querían llegar tarde, de modo que pagaron los batidos y atravesaron un par de calles para llegar a tiempo a «La Sensación de Gregory».

Cuando entraron en el vestíbulo en forma de pirámide de cristal, se encontraron con el grupo de Hiro y el resto de los traductores, que les estaba esperando.

—¡Os habéis perdido algo grande! —dijo Anne, entusiasmada—. Esa Oni es increíble… ¡Hace cosas que no parecen humanas!

—Además, es guapísima —añadió Michael—. Apuesto a que, en los Interanuales, todos sus rivales varones se enamorarán de ella y, al final, la dejarán ganar.

—¡Como si necesitase esa clase de favores para ganar! —intervino Hiro con su voz melosa, arrastrando seductoramente las sílabas—. Ganará por sí misma, sin ayuda de nadie. Y yo me alegraré —añadió mirando a Selene, desafiante.

Selene sabía que eso era una provocación dirigida a ella, ya que Hiro conocía de sobra su amistad con Martín, uno de los futuros rivales de Oni. Estaba a punto de contestarle cuando la aparición del dueño del local se lo impidió.

Se trataba de un hombre alto, de unos cuarenta años, con algunas canas en las sienes y un par de arrugas verticales en la frente, que contrastaban de un modo curioso con sus grandes ojos infantiles.

—Mi querido Kip —dijo, estrechándole afectuosamente la mano al muchacho—. Siempre es un placer tenerte por aquí… Todo está preparado; el túnel y la piscina de estrellas. Los que vayáis a conectaros a través de la rueda neural, por favor, seguid a Alicia —indicó, señalando a un pequeño robot recubierto con el holograma de una niña vestida con ropa victoriana—. Kip, tú y la chica venid conmigo… Yo mismo os ajustaré los cables de conexión.

Kip le dio la mano a Selene, ante las miradas atónitas de Hiro y de Anne.

—¿Tú no vienes al túnel? —preguntó Hiro, lanzándole una mirada de fuego entre sus sedosas pestañas.

—Voy a acompañar a Selene —contestó Kip tranquilamente—. Nos veremos después.

—A mí también me gustaría probar la piscina esa —dijo Anne en tono inocente—. Gregory, ¿puedo acompañarles?

—Me temo que no, querida —contestó el dueño del local con una burlona sonrisa—. La piscina solo admite dos conexiones simultáneas como máximo. Dile a Kip que te traiga otro día… Seguro que no le importará.

Selene se sintió algo incómoda por aquella alusión tan clara a la reputación de seductor de Kip. Mientras Gregory los guiaba hasta la piscina de estrellas, se preguntó con cuántas chicas diferentes habría visto el dueño de «La Sensación» a su amigo…

Sin embargo, al entrar en la piscina de estrellas, todos aquellos pensamientos quedaron atrás, porque el lugar era sencillamente maravilloso.

—¡Dios mío! —fue todo lo que pudo decir—. Parece el cielo…

El recinto de conexiones especiales estaba formado por la cúpula de un planetario de dimensiones medianas con una piscina circular debajo. La piscina reflejaba la oscuridad estrellada de la cúpula, y en su interior se adivinaban los fulgores plateados de otro cielo holográfico reproducido en su fondo, de modo que sus aguas parecían la encrucijada de dos firmamentos que rivalizaban en luminosidad y hondura.

Un par de robots se acercaron para ayudarlos a colocarse los trajes de flotación, y el propio Gregory entró con ellos en la piscina para ajustarles los cientos de conexiones que unían los trajes al ordenador de acceso a Virtualnet.

Selene disfrutó del placer de flotar entre aquellas dos noches cuajadas de fulgores plateados con la mano de Kip en su muñeca.

De pronto, las estrellas de la cúpula y del agua fueron difuminándose lentamente, hasta que la piscina quedó sumida en la más completa negrura. Esa era la señal de que la conexión estaba a punto de comenzar, según les había explicado Gregory antes de dejarlos solos.

Lo último que sintió Selene antes de sumirse en el semiletargo artificial fue la mano de Kip acariciándole la suya.

Cuando recuperó la conciencia, creyó por un instante que se había quedado dormida. Pero luego recordó los momentos previos a la conexión, lo que significaba que, probablemente, al abrir los ojos vería a su alrededor el universo virtual de la Red de Juegos. Sin embargo, no fue eso exactamente lo que ocurrió, pues, al despegar los párpados, se encontró de pie sobre una especie de plataforma de acero y rodeada de una espesa bruma rosácea. Desconcertada por la sensación de ingravidez que experimentaba su cuerpo, se miró las manos y las piernas, y el corazón le dio un vuelco al comprobar que no eran reales, sino que parecían dibujadas con trazos de luz. Pocos segundos más tarde apareció a su lado Kip, o, al menos, una imagen semitransparente que reproducía sus facciones con líneas luminosas de un color levemente anaranjado. Los dos se miraron perplejos durante un momento, y, luego, rompieron a reír.

—¿Dónde estamos? —preguntó Selene cuando logró calmarse.

—En un portal de acceso, esperando a que nos dejen entrar en la Red —explicó Kip. Luego, al ver el gesto de incomprensión de Selene, añadió—: Las normas de acceso a Virtualnet se han endurecido últimamente, ¿no lo sabías? Una vez que te conectas, realizan miles de comprobaciones antes de dejar acceder a tu avatar, para asegurarse de que tu identidad digital es legal y figura en el registro de IDs permitidas. Mientras tanto, te dejan en modo espera, todavía sin cuerpo virtual, pero, al mismo tiempo, incapaz de percibir tu cuerpo real. Al principio, durante ese tiempo de espera la gente permanecía sumida en una completa oscuridad; pero como la impresión era demasiado desagradable, la mayor parte de los Portales de acceso a Virtualnet han instalado programas para dibujar esta especie de «retratos rápidos» que ahora mismo sustituyen a nuestro cuerpo.

—Pues deberían mejorarlos un poco. En serio, ¡tendrías que verte la cara! —rio Selene, señalando a los cuatro trazos que configuraban el nuevo rostro de su amigo.

—Pues tú no deberías hablar muy alto —respondió Kip en tono de mofa—. ¡Yo que tenía tantas ganas de conectarme a Virtualnet contigo para poder verte por fin, y mira con lo que me encuentro! Siento decirlo, pero la verdad es que has empeorado bastante desde la última vez que te vi.

—¿Tardarán mucho? —preguntó Selene cuando consiguió dejar de reírse.

—No deberían —repuso Kip tras un breve silencio—. El tiempo de espera medio, últimamente, suele estar en torno a los dos minutos. Pero yo diría que han pasado ya cuatro, por lo menos.

—¿Cómo puedes estar tan seguro?

—Estoy acostumbrado a cronometrar las esperas interiormente, para luego reclamar la pérdida de minutos reales de conexión al servicio de atención al cliente de la Comunidad Virtual.

—¿Y te hacen caso?

—Si exiges las grabaciones del momento de la conexión y del momento de aparición de tu avatar en la Red, no tienen más remedio. Sin embargo, el procedimiento es tan complicado que la mayor parte de la gente renuncia a reclamar.

Se quedaron callados un momento, esperando.

—Quizá la Red esté saturada —dijo Kip—. O quizá estén esperando a que el resto del grupo se conecte para que entremos todos juntos… A Hiro siempre le cuesta bastante entrar en semitrance, es posible que estemos esperando por ella.

Selene miró a su alrededor, oprimida por una vaga sensación de malestar. La falsa plataforma de acero sobre la que ambos se encontraban descansaba sobre una delicada redecilla de líneas luminosas, dándoles la sensación de que permanecían sujetos a algo. Al fijarse mejor, se dio cuenta de que aquella fina trama luminosa se extendía verticalmente en torno suyo, formando cuatro paredes perfectamente cuadradas. Era como estar en el interior de un cubo dibujado con líneas fluorescentes… Entonces notó que la niebla que los rodeaba se había vuelto ligeramente más densa, y tuvo la impresión de que le costaba trabajo respirar.

—De un momento a otro aparecerá una interfaz que nos permitirá elegir nuestro avatar, ya lo verás —aseguro Kip con una voz que pretendía transmitir tranquilidad—. La corporación Ki aprovecha ese momento para ofrecerte todo tipo de avatares a precios exorbitantes. Yo me compré uno nuevo hace poco, espero que te guste.

Selene sonrió intranquila. La niebla se volvía más y más espesa a cada segundo.

—Algo no va bien —murmuró Kip, después de un largo silencio—. Voy a pedir que nos saquen de aquí.

En ese momento, un rostro que parecía tallado en la bruma empezó a delinearse ante ellos. Unida a aquel rostro, no tardó en perfilarse una figura de gran tamaño y envuelta en un largo manto blanco, un avatar que, sin duda, pretendía evocar el aspecto de los Magos de Ceniza en los últimos Interanuales de Arena. El inquietante personaje flotó unos instantes ante ellos en medio de una densa humareda blanca. En su mano derecha sostenía un enorme báculo que parecía fabricado con las brasas de un fuego moribundo.

—¿Qué… qué haces aquí? —acertó a balbucear Kip con voz temblorosa.

Selene se volvió hacia el monigote que representaba a su amigo, sorprendida. Parecía evidente que Kip conocía al individuo que se ocultaba debajo de aquel avatar. Sin embargo, antes de que el muchacho tuviese tiempo de explicar nada, el mago lo golpeó violentamente en el rostro con su báculo ardiente, y el monigote de luz se deshizo al instante con un breve chisporroteo.

Selene observó al mago, aterrorizada. El misterioso personaje clavó en ella una feroz mirada y apuntó hacia el dibujo que la representaba con su báculo.

—¿Quién eres? ¿Dónde está Kip? —preguntó Selene, intentando dominar su nerviosismo—. ¿Qué has hecho con él?

—¿Te importa mucho lo que le haya podido pasar? ¡Qué estúpida! —gruñó el mago en tono burlón.

Selene frunció el ceño, desconcertada. Entonces, el desconocido emitió una seca carcajada.

—No te preocupes por Kip, encanto. Mi querido colaborador se encuentra ahora mismo sumido en un profundo y placentero sueño. Por quien deberías preocuparte es por ti misma, ¿sabes? Y, en parte, se lo debes a Kip.

Selene sintió que las piernas le temblaban, aunque, al mirar el dibujo que sustituía a su cuerpo, comprobó que este seguía tan inmóvil como al principio.

—No entiendo lo que dices —balbuceó—. ¿Eres amigo de Kip?

—¡No te hagas la sorprendida, Selene! Tú sospechabas que había un espía infiltrado en el grupo de traductores, ¿no? Bueno, ahora ya sabes quién es.

—No puede ser —murmuró la muchacha con voz apenas audible—. Kip no puede… Entonces, ¿esto es una trampa? ¿Me ha traído aquí a propósito, para dejarme… contigo?

El mago volvió a reír desagradablemente.

—Bueno, no exactamente —repuso, mirándola con ojos de fuego—. Digamos que él no sabía que yo iba a venir. Últimamente, hemos tenido algunas… desavenencias. Él quería continuar con la misión, incluso después de lo del escaneado de ayer. Una auténtica locura… y un riesgo innecesario. Habría sido inútil intentar convencerle de que me ayudara. Tengo la sensación de que el muy idiota se ha enamorado de ti.

—No entiendo nada. ¿De qué misión estás hablando? ¿Quién eres?

—¿Yo? Para ti, soy Asterión —exclamó el desconocido—. Alguien a quien el príncipe Jafed iba a hacer muy rico, a cambio de cierto servicio… Y que ahora, por tu culpa, se ha quedado sin nada. No deberías haberte entrometido, ¿sabes? Con tus tonterías, has echado a perder una operación millonaria, y te aseguro que lo vas a pagar muy caro.

Selene trató de procesar a toda prisa lo que le estaba diciendo aquel peligroso individuo. Por lo visto, al pasar a todos los traductores por el escáner cerebral, había puesto sobre aviso a los espías, cuyo principal representante en el Consulado parecía ser Kip. Eso les había hecho cambiar de planes y discutir entre ellos… Pero ¿qué era lo que querían exactamente? ¿Y quién los enviaba? El mago había mencionado al príncipe Jafed, el presidente de la corporación Nur.

—¿Sois espías de Nur? —preguntó a bocajarro.

El mago arqueó las cejas, sorprendido ante tanto atrevimiento.

—No te andas por las ramas, ¿eh, mocosa? La curiosidad por encima de todo. Casi todos los científicos somos iguales… Y tú aspiras a serlo, naturalmente.

—Entonces, ¿es cierto? —insistió Selene, sin dejarse amedrentar—. ¿Es la corporación Nur la que está detrás de todo esto?

—Digamos que el plan empezó siendo de Nur, en efecto. Pero, con tu intervención, has torcido un poco las cosas… Los de arriba empezaron a replantearse la operación, y yo no quería terminar con las manos vacías, después de todo lo que he hecho… Así que ahora trabajo por mi cuenta.

—Entiendo —dijo Selene, tratando de conservar su aplomo—. ¿Y qué es exactamente lo que quieres de mí?

—Directa al grano; así me gusta. Yo también voy a ser muy directo: Verás, preciosa, lo que quiero es que me ayudes a introducirme en el Banco Suizo de Datos de Virtualnet —repuso el desconocido, pronunciando cada sílaba con un énfasis exagerado.

Selene sintió que la cabeza le daba vueltas. Por un momento, creyó que iba a perder el conocimiento.

—¿Quieres que te ayude a entrar en la Catedral? —preguntó con voz sorda—. Estás loco. Nadie puede hacer eso…

Antes de que llegase a terminar la frase, el mago descargó un violento golpe sobre el costado de Selene con su báculo de brasas. La muchacha sintió un dolor tan violento que los ojos se le llenaron de lágrimas, y un lastimero quejido brotó de sus labios.

—Duele, ¿verdad? —dijo el mago tranquilamente—. Y aún puede dolerte mucho más… Espero que esto te ayude a entender la situación. Estás en mis manos, pequeña. Aquí puedo hacer contigo lo que me dé la gana. Incluso puedo matarte, si no me dejas otra opción.

Selene se incorporó, reprimiendo un sollozo. Al mirarse, descubrió que ahora tenía un cuerpo virtual, un cuerpo de mujer muy similar al suyo, apenas cubierto por una túnica griega semitransparente.

—Has perdido el juicio —dijo, tratando de controlar el temblor de su voz—. Estamos en la Red de Juegos, no puedes matarme realmente. Tarde o temprano, toda esta pesadilla se acabará… Además, has infringido todos los protocolos de Virtualnet. A estas alturas, los agentes especiales de la Comunidad Virtual ya deben de estar rastreando tu señal para desconectarte. Lo único que tengo que hacer es esperar.

Asterión alzó de nuevo su báculo, y Selene se cubrió la cara con los brazos, preparándose para recibir un nuevo golpe. Sin embargo, el mago, en el último momento, bajó el brazo y lanzó una sonora carcajada.

—No vale la pena —dijo—. Ya has experimentado el dolor que puedo infligirte, y sabes que es real. Por mucho que intentes convencerte de lo contrario, ahora ya eres consciente de lo que hay. ¿Es que se te ha olvidado que esa bonita piscina donde has dejado tu cuerpo pertenece a un amigo de Kip?

—¿Gregory? —preguntó Selene, mirando aterrada al mago.

—A ese tipo solo le interesa la pasta. Fue fácil convencerle de que me ayudase… Piénsalo. Él es el único que ha podido retenerte aquí, en lugar de conectarte directamente a la Red.

Fue entonces cuando Selene se dio cuenta de que el peligro era real. Mientras su mente se enfrentaba a aquel tipo, su cuerpo permanecía aletargado en la piscina de estrellas, completamente a merced de Gregory. Y ella no podía hacer nada para defenderse.

La cara de terror de la muchacha pareció complacer sobremanera a su secuestrador.

—Veo que por fin vas comprendiendo —dijo—. A Gregory le sería muy fácil provocar una descarga eléctrica de alto voltaje en la piscina, o restringirte el suministro de oxígeno… A una orden mía, acabará contigo.

—¿Qué… qué tengo que hacer? —murmuró la muchacha con una voz que a ella misma le sonó extrañamente distorsionada.

—Nada grave. Lo que quiero son datos, una información que algunos gerifaltes de las grandes corporaciones se empeñan en mantener en secreto. En cuanto tenga lo que busco, te dejaré marchar.

—¿Y cómo sé que vas a cumplir tu palabra?

Asterión emitió una estridente risita, muy diferente de sus profundas carcajadas anteriores.

—No puedes saberlo —dijo—. Es más, serías una estúpida si me creyeras… Con todo lo que te he dicho, creo que ya te habrás dado cuenta de que mi palabra no vale demasiado. Pero piensa una cosa: en cuanto asaltes la Catedral, todos los agentes de seguridad de la Comunidad Virtual se pondrán a buscar tu señal como locos. Esa será tu oportunidad… Si tienes suerte, es posible que te encuentren antes de que Gregory te mate. Vamos, seguro que esa cabecita tuya ya está elaborando algún plan para salir de esta… Aunque, a lo mejor, no eres tan lista como la gente cree.

El tono irónico de la última pregunta le sonó a Selene vagamente familiar.

—Lo intentaré —dijo con voz trémula—. Aunque no creo que lo consiga.

—Bien. Ahora voy a abrir un portal que conecta directamente con la Catedral. En cuanto pongas la mano sobre la puerta, los agentes de la Comunidad empezarán a buscarte. Calculo que tardarán unos doce minutos en localizarnos, así que dispones de la mitad de ese tiempo para entrar en el banco y de cinco minutos para encontrar lo que quiero. El otro minuto lo emplearemos en escapar… Te aviso: no intentes jugármela. Si tardas un segundo más de lo que te he dicho, morirás.

Selene asintió en silencio, e instantáneamente vio como se abría un agujero en la pared de humo. El mago y su rehén atravesaron juntos el portal y, al llegar al otro lado, se encontraron frente a un edificio gótico tan alto como una montaña. Por fin estaban en Virtualnet; a partir de ese momento, todos sus movimientos podrían ser rastreados por los controladores de la Comunidad Virtual. En cierto modo, suponía un alivio… Pero Selene sabía que no debía hacerse ilusiones. Lo más probable era que el tal Gregory la matase antes de que los agentes lograsen localizarla. Entonces se acordó de Casandra, y de su capacidad para percibir las señales de sus implantes cerebrales a distancia. Si ella detectaba el peligro, quizá lograse sacarla de allí antes que los rastreadores oficiales de la Red.

Asterión tomó de la mano a Selene y la obligó a avanzar hacia el majestuoso edificio. Incluso él parecía sobrecogido ante las descomunales dimensiones de aquel Portal, que albergaba el corazón de la Red de juegos. Selene miró a su alrededor, pero no vio absolutamente a nadie. Sin embargo, al llegar al pie de las escaleras que conducían a la altísima puerta de entrada, descubrió a un mendigo envuelto en una larga túnica destrozada por el uso y acurrucado sobre el primer peldaño. Obedeciendo a un involuntario impulso, Selene extendió la mano y tocó a aquel individuo en la espalda. Cuando el mendigo levantó la cabeza, la muchacha dejó escapar un grito de espanto: Aquel hombre tenía el rostro de George Herbert, solo que horriblemente envejecido y devastado. Además, las cuencas de sus ojos estaban vacías… Selene retrocedió un par de pasos, aturdida. Por un momento, pensó que se encontraba ante un avatar del auténtico George Herbert, e instantáneamente su cerebro comenzó a escanearlo, en busca de alguna conexión con la rueda neural del presidente de Prometeo. Ahora que estaba en Virtualnet y no en un extraño vacío virtual, sus implantes biónicos habían recuperado todo su poder de decodificación. Sin embargo, detrás de aquel avatar ciego no pudo encontrar ninguna señal, ningún flujo de datos procedente de una rueda neural. El avatar no era más que eso; una especie de cascara hueca… Un programa sin relación alguna con el exterior de la Red, y, por lo tanto, absolutamente inhumano.

Asterión se había alejado un poco, desconcertado por aquella inesperada aparición. Selene no tenía tiempo para rastrear sus conexiones, pero percibió instantáneamente un espasmo de miedo real detrás del imponente disfraz del mago.

El ciego se irguió en toda su estatura frente a Selene, con los brazos en jarras. Era mucho más alto de lo que la muchacha había creído en un primer momento.

—No puedes entrar —dijo con voz cavernosa—. ¿Quién eres? —preguntó Selene.

—No puedes entrar —repitió el mendigo, exactamente en el mismo tono.

Era evidente que aquel avatar hueco se consideraba a sí mismo el guardián de la Catedral, y que saltaría sobre cualquiera que intentase penetrar en ella. Sin embargo, Selene no tenía alternativa, de modo que avanzó resueltamente hacia la puerta.

Para su sorpresa, el ciego no intentó detenerla cuando llegó al último peldaño y empujó la pesada hoja de madera claveteada. Ahogándose de miedo, Selene penetró en la densa oscuridad del otro lado y volvió a cerrar la puerta. Entonces, bruscamente, se encontró de nuevo en el primer peldaño de las escaleras exteriores, junto al ciego. Anonadada, se dio la vuelta y, al entreabrir de nuevo la puerta, se vio a sí misma atisbando por una rendija entreabierta a través de la cual se vislumbraba otra Selene atisbando por otra rendija, en una sucesión infinita de imágenes. Asombrada, Selene alargó un brazo para tocar el hombro del reflejo que tenía delante, e instantáneamente sintió que unos dedos temblorosos rozaban su propio hombro. Entonces cerró la puerta de golpe, y, sin saber por qué, lanzó una nerviosa carcajada.

—Buen truco —dijo, volviéndose hacia el ciego.

—No puedes entrar —repitió este, sin la más mínima alteración en la voz.

Venciendo su angustia, la muchacha se sentó en las escaleras, junto al mendigo, y lo miró con detenimiento. Estaba segura de que se trataba de un programa sensible, pero lo que la desconcertaba era que no podía detectar en él ninguna señal de entrada ni de salida. Sin embargo, tenía que haberla; era imposible que un programa informático se hubiese generado espontáneamente dentro de la Red…

La voz de Asterión resonó a cierta distancia.

—Puede que sea una de esas llaves secretas de las que tanto se habla en Internet. Una clave cifrada para abrir una puerta en la Red de Juegos —dijo, señalando al ciego—. Según tengo entendido, el programa reclama un objeto que necesita, y, cuando se lo entregas, te permite pasar.

Selene se pasó una mano por la frente. Tal vez Asterión estuviese en lo cierto, pero no tenía tiempo para buscar el objeto del que hablaba. Los segundos corrían, y, si se cumplía el plazo señalado por su captor, Gregory, su cómplice, la mataría… Su única oportunidad era intentar una conexión directa a Virtualnet a través de su cerebro, algo semejante a lo que había hecho con el Ordenador Central del Jardín del Edén. Los códigos eran diferentes, pero no tenía alternativa… Con una orden interna, obligó a su cerebro a desprenderse de la interfaz que utilizaba su avatar para comunicarse con la Red. Y entonces lo sintió. Su cerebro se conectó directamente al código encriptado de Virtualnet, y lo hizo con una rapidez y naturalidad pasmosas. De algún modo, era como si por primera vez se encontrase en un entorno informático acogedor, en el que no tenía que realizar ningún esfuerzo de traducción para interpretar los datos. En ese instante comprendió que conectarse a la Red con los programas que usaba todo el mundo era como caminar por una calle llena de baches con los ojos vendados, ayudándose de un frágil bastón. Todo lo que había hecho su cerebro era quitarse la venda de los ojos y tirar el bastón… Y la sensación que aquello le producía era maravillosa. ¿Cómo era posible que nadie antes hubiese advertido que aquellos sistemas de conexión no servían para nada? ¿Cómo era posible que algo tan sencillo y elegante como el lenguaje que configuraba Virtualnet pudiese parecerle a alguien un código indescifrable?

—Ya han pasado cinco minutos —dijo Asterión en tono amenazante.

Selene ni siquiera le miró, y se concentró en la gran iglesia. Todo lo demás, el ciego, la puerta entreabierta y las imágenes repetidas, no eran más que trucos desconcertantes. Lo que les impedía entrar, en realidad, era la propia Catedral. El edificio entero consistía en un enorme portal diseñado para acceder a algún otro lugar. Lo único que tenía que hacer era concentrarse y encontrar el código de entrada. Sintiendo una profunda calma interior, alejó la imagen de la Catedral de su mente e intentó localizar el código que la sustentaba.

En unos pocos segundos lo logró. Y, entonces, se dio cuenta de que no se hallaba ante un código binario habitual, sino ante algo enteramente distinto. Un código fluctuante, increíblemente sutil y hermoso, y, sobre todo, infinitamente más rápido en la transmisión de datos. Por un instante, recordó lo que había leído acerca de los ordenadores cuánticos, y supo que ambas cosas estaban relacionadas. Pero no podía detenerse a pensar en eso… Miró a su alrededor, y comprobó que tanto el ciego como la Catedral habían desaparecido. En torno suyo se extendía una sala de proporciones tan descomunales que sus extremos se perdían de vista, y sobre su cabeza flotaban millones de diminutos cubos de cristal.

—¡Estamos dentro! —exclamó asombrado Asterión—. ¿Cómo lo has conseguido? ¿Cuál era la clave?

—La clave cambia seis veces por segundo. Hay que descifrarla antes de que cambie. En realidad, toda la Red de Juegos se rescribe continuamente. Por eso nadie ha logrado descifrar su código.

—Pero eso es imposible… No existe ningún ordenador en el mundo capaz de hacer eso. Incluso coordinando todas las computadoras que hay en la actualidad y poniéndolas a funcionar juntas, no serían capaces de realizar semejante proeza.

—Pues ese ordenador tiene que existir; aunque lo realmente sorprendente es el lenguaje de programación que sustenta el sistema. Es maravilloso, me gustaría saber quién ha podido concebir algo así…

El desconocido la miró como si pretendiera engañarlo.

—Bueno, dejemos eso —dijo secamente—. Ahora, lo importante es encontrar lo que he venido a buscar. Un cristal de datos que contiene esta ID —murmuró, alargándole una nota digital con una clave de más de un millón de cifras.

Selene miró a su alrededor, completamente concentrada. Los cubos que flotaban sobre su cabeza giraban en remolinos interminables, siempre al mismo ritmo. Allí había toda clase de datos: desde las claves de acceso del más insignificante de los funcionarios federales hasta las operaciones bursátiles de las grandes corporaciones, pasando por las secuencias genéticas de millones de individuos y por algunos de los secretos tecnológicos mejor guardados del planeta. Todo lo que el mundo había querido ocultar a lo largo de los últimos quince años se encontraba en aquel lugar.

Con una breve orden cerebral, Selene consiguió que los pequeños cristales cúbicos comenzaran a intercambiar sus posiciones en un movimiento aparentemente aleatorio. Finalmente, uno de los cubos se separó del resto y flotó lentamente hasta las manos de la muchacha.

—¿Es eso? —exclamó Asterión abriendo mucho los ojos—. ¡Dámelo!

—¡Aquí está inscrito el símbolo del príncipe Jafed! —exclamó Selene, sorprendida—. ¿No me habías dicho que trabajabas para él?

—En efecto, «trabajaba», antes de que todo el plan empezase a peligrar. Fue entonces cuando decidí… despedirme. He perdido demasiado tiempo y esfuerzo con su ridícula «misión», así que es justo que Jafed me compense, tanto si quiere como si no. Esto va a hacerme rico, ¿sabes? —añadió, mirando el cubo transparente que sostenía Selene con expresión de codicia—. La corporación Silva me pagará una bonita suma a cambio de la información que contiene. Venga, dámelo…

Sus ojos se inyectaron en sangre, y el báculo que sostenía en la mano derecha comenzó a arder.

Selene intentó ordenar las piezas de aquel rompecabezas a toda prisa. De modo que un secreto del príncipe Jafed estaba a punto de caer en manos de aquel desaprensivo… El príncipe Jafed dirigía con mano de hierro la corporación Nur, y Nur había sido el árbitro de la política mundial en las últimas décadas, gracias a su monopolio de los escasísimos recursos petrolíferos de la Tierra. ¿Qué ocurriría si aquel desalmado le vendía un secreto de Nur a una corporación rival? Solo había una respuesta posible: la guerra… Aquel podía ser el comienzo de un desastre de proporciones planetarias; pero quizá aún estuviera a tiempo de impedirlo.

—No voy a dártelo —afirmó, bajando la voz—. No pienso poner la vida de millones de personas en manos de un tipo sin escrúpulos como tú.

—¿De qué hablas? —preguntó Asterión, con una risita nerviosa—. Lo único que está en peligro es el secreto de un reyezuelo que no movería un solo dedo para protegerte. ¡Dámelo, no seas estúpida!

Por toda respuesta, Selene abrió la mano y dejó escapar el diminuto cubo transparente.

—¡Te has vuelto loca! —gritó el mago, enfurecido—. ¡Dámelo ahora mismo!

Gruñendo amenazadoramente, Asterión comenzó a acercarse con lentitud a ella. A medida que avanzaba, su avatar iba creciendo y transformándose en respuesta a la intensa furia que sentía. De pronto, su rostro se transfiguró en el de un toro, sus piernas se volvieron pesadas y enormes como las de un animal mitológico, y su cuerpo se fue cubriendo progresivamente de broncíneas escamas. Cuando alcanzó a Selene, medía más de dos metros, y despedía un insoportable hedor a azufre.

—¡No juegues conmigo! —gruñó la repugnante criatura, agitando su vara de fuego ante la cara de Selene—. Dame lo que he venido a buscar, si no quieres morir.

—Ya te he dicho que no voy a dártelo —respondió Selene con tranquilidad.

La boca del monstruo se contrajo en un mohín de frustración, un gesto infantil que a Selene le recordó vagamente a alguien conocido. Entonces, sin previo aviso, descargó un brutal bastonazo sobre el rostro de Selene. Sin embargo, el báculo atravesó el cuerpo de la muchacha, que permaneció inmóvil, como si de un fantasma se tratase. Asterión, que no esperaba aquello en absoluto, perdió el equilibrio al no encontrar ningún obstáculo a su ataque, y a punto estuvo de caer al suelo. Cuando se recuperó del susto, retrocedió varios pasos con los ojos fijos en Selene, mirándola igual que si fuese un espectro, y apuntando hacia ella con su báculo para mantener las distancias. Selene, sin embargo, solo tuvo que mover ligeramente la mano para que el báculo se transformase en una serpiente de fuego. El monstruo lo dejó caer entre gritos de dolor.

—¿Qué está pasando? —gritó, aterrorizado.

—Por si no te has dado cuenta, nos quedamos incomunicados en cuanto entramos en la Catedral. Tu amigo Gregory ya no recibe ninguna de tus órdenes. Aquí no tienes ningún poder sobre mí —añadió, elevándose unos centímetros por encima del suelo.

—¿Qué clase de monstruo eres? —exclamó Asterión con el rostro desencajado.

—Aquí —dijo Selene con una sonrisa irónica en los labios— soy una especie de diosa.

La muchacha avanzó hacia él como si caminase por el aire, y Asterión se vio obligado a retroceder. Con cada paso que daba hacia atrás, se iba haciendo más pequeño, y su aspecto se parecía cada vez más al de un ser humano.

—¿Qué haces? ¿Qué estás haciendo conmigo? —gritó el mago con desesperación.

—Se acabaron las mascaradas —repuso Selene.

A una orden mental de la muchacha, el avatar del mago se resquebrajó en pequeños fragmentos que, uno tras otro, fueron cayendo al suelo como hojas muertas, dejando al descubierto el verdadero rostro de Asterión.

—¡Ulpi! —exclamó Selene, asombrada.

El director del equipo de traducción de Medusa ocultó el rostro entre las manos y, sollozando, se derrumbó en el suelo.

—Sácame de aquí —fue todo lo que pudo comprender Selene de sus incoherentes gemidos.

Apenas quedaban unos segundos para que se cumpliera el plazo que aquel traidor le había señalado. Si Casandra no localizaba pronto su señal, era muy posible que el cómplice de Ulpi, al ver que algo no andaba bien, decidiese acabar con ella. Sin embargo, Selene no se sentía preocupada. Al contrario; experimentaba una sensación de felicidad como no recordaba haber sentido jamás.

Miró a su alrededor. ¿Cómo era posible que a todos les pareciese tan complejo el entramado de Virtualnet? Ni siquiera estaba cifrado, como algunos sostenían. Los datos viajaban a una velocidad asombrosa, sorprendente; pero el lenguaje que los codificaba era tan sencillo que había que estar ciego para no ser capaz de leerlo.

Y entonces, como en un fogonazo, lo entendió todo. Era justamente eso: No lo veían porque estaban ciegos… pero ella no lo estaba. El código de la Red de Juegos y el que empleaba su propio cerebro eran idénticos. El mundo virtual que la rodeaba estaba escrito en el lenguaje de su propio pensamiento. Por increíble que pudiera parecer, allí dentro se sentía en casa.

De pronto, el brazo izquierdo empezó a dolerle como si se lo hubieran roto simultáneamente por varios puntos distintos. Dejando escapar un gemido, cayó al suelo y empezó a retorcerse de dolor. Sintió que le faltaba el aire, y que sus miembros se habían quedado completamente rígidos… Ulpi se había incorporado y la observaba con una siniestra sonrisa. El dolor del brazo era tan atroz, que supo que no tardaría en perder el conocimiento.

Aprovechando la situación, el pelirrojo científico comenzó a atrapar al azar algunos de los cubos de datos que flotaban a su alrededor, murmurando histéricamente que no se iría de allí sin la información que había ido a buscar. Pero apenas había atrapado media docena de cristales cuando la sala entera empezó a crujir y a moverse en medio de un gran estruendo.

Un fantástico entramado de altísimas bóvedas y arcos ojivales surgió de la nada como por arte de magia, mientras los cristales cúbicos que flotaban en el aire se iban disolviendo a su alrededor. Ulpi seguía intentando atrapar los cristales en el aire con expresión enloquecida, hasta que, de pronto, a su lado empezó a perfilarse la figura del mendigo ciego que, poco antes, había intentado impedirles el paso. Sin decir nada, aquella horrible caricatura de George Herbert agarró al científico traidor por el cuello y empezó a apretar. El desgraciado Ulpi se debatía como un insecto en la tela de una araña. Selene intentó arrastrase por el suelo hacia ellos, pero el dolor del brazo le impedía moverse. Poco a poco, se le fue nublando la vista.

En ese momento, la Catedral se inundó de una luz cegadora. Las alas blancas de un ángel rodearon el cuerpo de Selene, como abrazándola. Ella, al notar aquel suave calor sobre su piel, abrió los ojos, y vio el rostro de Jacob a muy poca distancia del suyo. Los labios del muchacho le susurraron algo que no pudo descifrar. Luego, mágicamente, las alas que la rodeaban se desplegaron, y ambos se elevaron en el aire y atravesaron juntos la cúpula celeste de la Catedral.

—Tengo que volver, Jacob. Déjame volver —logró decir con un gran esfuerzo.

Un instante después, perdió el conocimiento.