Capítulo 12

La ciudad del dragón

Estaba amaneciendo cuando el piloto del dirigible que conducía al equipo de Arena de Uriel a la sede de los Interanuales anunció el comienzo de las maniobras de anclaje. Desperezándose, Martín se asomó a la ventanilla y observó el pálido rosa del cielo, cuyos tonos se volvían más cálidos y anaranjados en la proximidad del horizonte. Luego, al mirar hacia abajo, descubrió la perfecta escultura de la Ciudad Roja, un inmenso dragón de escamas de oro y coral tendido perezosamente sobre el verde intenso de las colinas. Era un diseño tan preciso, que costaba trabajo distinguir en cada escama el tejado de un edificio, o en el ojo del dragón el contorno brillante y circular del gran anfiteatro de Arena de Ki.

Al otro lado del pasillo, su madre charlaba animadamente con Alejandra. Los murmullos de excitación a su alrededor les hicieron interrumpir la conversación.

—¿Qué pasa? —preguntó Alejandra, mirando a Martín.

—Mira por la ventana —le contestó el muchacho sonriendo—. ¿A que impresiona?

Sofía y Alejandra inclinaron las cabezas para mirar por la ventanilla redonda que había junto al asiento de Alejandra. Las dos se quedaron embobadas contemplando la sorprendente vista aérea de la ciudad, hasta que Martín se cansó de esperar a que reaccionaran.

—¿Es como os la imaginabais? —preguntó, atravesando el pasillo y mirando por encima de las cabezas de su madre y de su novia.

—Es mucho mejor —reconoció Alejandra con un suspiro—. Nunca había visto nada tan… tan perfecto. ¡Si parece que va a salir volando en cualquier momento para destruirnos con su aliento de fuego!

—Demasiado perfecto —murmuró Sofía, con ojos serios—. El concepto de belleza que tiene el señor Yang me pone los pelos de punta. Me recuerda demasiado a un animal disecado.

Los dos jóvenes se echaron a reír, y, después de un instante, Sofía se unió a ellos. Pero Martín notó que su risa tenía algo de forzado, que le faltaba la naturalidad de la verdadera alegría.

Un auxiliar de vuelo robótico se acercó para recordarles que debían permanecer sentados y con los cinturones abrochados durante la maniobra de anclaje, de modo que Martín regresó a su asiento.

Con los ojos fijos en la majestuosa ciudad que se extendía a sus pies, el muchacho trató de deshacerse de la desagradable impresión que le había provocado la escena que se acababa de producir. Era consciente de que todo el mundo a su alrededor se estaba esforzando al máximo para hacerle olvidar la angustia que durante días había oprimido a cuantos vivían en el Consulado. Pero ¿cómo iba a olvidar que Diana seguía desaparecida, y que todas las gestiones que se habían hecho para intentar encontrarla habían resultado infructuosas? Él y sus compañeros habían puesto todas sus esperanzas en la expedición de Jacob y Casandra a El Templo; hasta el Cónsul, una vez informado, les había apoyado… Pero hacía días que Jacob les había informado de lo ocurrido en El Templo y del engaño de Samantha. Después de aquello, su preocupación no había hecho sino aumentar. Ahora sabían con certeza que la Corporación Dédalo estaba implicada en el secuestro de Diana, y eso no presagiaba nada bueno. Hiden tenía muchas cuentas pendientes con la Presidenta de Uriel, y no se detendría ante nada para saldarlas. Probablemente tendría a Diana prisionera en Chernograd, su ciudad siberiana, cuya localización exacta ni siquiera figuraba en los mapas… Martín confiaba en que, después de los Juegos, Casandra o Selene pudiesen contactar con Leo para pedirle que averiguase algo. Pero para eso tendrían que esperar a salir de la Ciudad Roja… Mientras estuviesen en los dominios del señor Yang, amigo y aliado de Hiden, era preferible no cometer ninguna imprudencia.

Para colmo, lo sucedido con Diana amenazaba con hacer fracasar la misión de «observación» que les había señalado la llave del tiempo. El plan original daba por supuesto que Jacob, Casandra y Selene viajarían junto a Martín a la ciudad de Ki… Sin embargo, los dos primeros se habían visto obligados a quedarse en El Templo para ayudar al príncipe Jafed a destruir un peligroso archivo guardado en la Catedral de Virtualnet que, según les había informado Casandra, podía interesar mucho a Hiden; y Selene, por su parte, había decidido quedarse en el Consulado de Titania, a fin de poder ayudar a sus compañeros en sus expediciones a la Red de Juegos, aunque fuera a distancia. Eso, sin contar con que acababa de completar la traducción del segundo mensaje extraterrestre, y necesitaba aún cierto tiempo para encajar todas las piezas del puzle… El resultado era que, fuese lo que fuese lo que debían presenciar durante la celebración de los Interanuales en la Ciudad Roja, la responsabilidad recaería enteramente sobre Martín. Tendría que estar atento a lo que ocurría fuera de la Arena, además de pensar en el juego… Por fortuna, podía contar con Alejandra, que se había comprometido a mantener los ojos bien abiertos mientras durasen los Interanuales. Además, en el último momento antes de emprender el viaje, habían descubierto una coincidencia que les beneficiaba: al estudiar el plano holográfico de la Ciudad Roja que el señor Yang les había enviado en el último instante para que preparasen la final, Alejandra había caído en la cuenta de que el anfiteatro de Arena se encontraba exactamente en las mismas coordenadas geográficas señaladas por la llave del tiempo. Eso significaba que, para asistir al importante acontecimiento histórico que debían presenciar, les bastaría con permanecer en el lugar en que iban a celebrarse las semifinales y la final del torneo de Arena.

Cuando el dirigible estuvo perfectamente amarrado a su torre de anclaje, los pasajeros fueron invitados a descender a la pista de recepción. En las escaleras mecánicas, la madre de Martín le apretó un instante la muñeca, y Martín notó que la palma de la mano de Sofía estaba húmeda de sudor, como le sucedía siempre que se ponía nerviosa.

—Puede que no tengamos muchas oportunidades de hablar de ahora en adelante —le susurró rápidamente al oído—. Parece que el señor Yang en persona nos espera a pie de pista… Hemos llegado muy tarde, la semifinal comienza dentro de apenas tres horas, y Yang debe de estar furioso con nosotros por haber faltado a la fastuosa ceremonia de inauguración…

—Teníamos que esperar hasta el último momento, a ver si aparecía Diana —contestó Martín—. La pista que encontró el equipo de búsqueda de Jafed parecía buena, Jacob estaba convencido de que la encontrarían en ese refugio secreto de Ishid que localizaron…

—Bueno, ahora ya no importa —le cortó su madre—. Lo que quiero que recuerdes es que, a partir de este momento, debes concentrarte completamente en el Juego y olvidarte de todo lo demás. Recuerda que una distracción, en la Arena, puede llegar a costarte la vida… Cuando empiecen las semifinales, estaré contigo a través del navegador, pero solo podré impartirte instrucciones muy breves. Síguelas, Martín. Pase lo que pase, confía en mí… Y, sobre todo, concéntrate en tu personaje; métete en su piel, créetelo. Si lo haces, tendrás muchas más posibilidades de ganar.

—Lo que me preocupa es que ni siquiera sé todavía qué papel desempeña cada jugador. La Comunidad debería habernos enviado el reparto del juego hace siglos… ¿Por qué no lo habrán hecho?

—No lo sé; han dicho que los guionistas tendremos toda la información antes de que el juego comience, así que no te preocupes por eso. Mientras dure el torneo, no pienses en los jugadores que están compitiendo contigo; piensa únicamente en sus personajes, y olvídate de intentar averiguar quién es quién; eso solo conseguirá distraerte.

El último tramo de la escalera mecánica se encontraba al aire libre. Al emerger al exterior, Martín pudo contemplar la extraña comitiva que los esperaba sobre el blanco inmaculado de la pista. El señor Yang, un anciano de aspecto benévolo y sonriente, se encontraba en el centro del comité de recepción, un poco por delante de los demás, saludando a los recién llegados con la mano. Detrás, formando un curioso diseño geométrico, había al menos dos centenares de personas completamente inmóviles. Martín sintió un escalofrío al darse cuenta de que los rostros de todas aquellas personas eran idénticos. El maquillaje blanco que los cubría como una gruesa capa de laca confería una inquietante rigidez a sus rasgos, dándoles el aspecto de una antigua colección de muñecas de porcelana. Pero la similitud de todas aquellas caras no era producto tan solo del maquillaje… Martín recordó con un estremecimiento lo que había leído en Internet acerca de las lamias del señor Yang, que componían el servicio doméstico del presidente de la corporación Ki. Según se rumoreaba, todos los miembros de aquel servicio, tanto hombres como mujeres, habían sido sometidos a operaciones de cirugía para conferirles el aspecto de la niñera que había cuidado de Yang cuando era niño. Otras versiones, sin embargo, aseguraban que la semejanza se conseguía a través del uso de máscaras virtuales… Mientras la escalera mecánica le acercaba cada vez más a aquel estremecedor cortejo, Martín comprobó que, efectivamente, resultaba imposible dilucidar si aquellas criaturas inmóviles e inexpresivas como estatuas pertenecían al sexo femenino o al masculino. Además, para realzar aún más la similitud de todos aquellos rostros, cada miembro del comité de recepción había sido ataviado con un traje diferente. Los brillantes colores de las túnicas de las lamias, con sus complicados adornos, contrastaban vivamente con la sencillez del traje negro de Yang. Si el Khan Rojo, como le llamaban sus súbditos, quería poner de relieve su absoluta superioridad sobre aquel triste ejército de marionetas, sin duda alguna lo había conseguido.

Al llegar al final de las escaleras, Martín y su madre esperaron en silencio a que el resto del equipo terminase de descender, bajo la mirada atenta y un poco socarrona de Yang, que ahora permanecía tan inmóvil como sus lamias. Ni los miembros del comité de recepción ni los recién llegados se atrevían a mover un solo músculo. Solo cuando el señor Yang, después de un interminable silencio, comenzó a aplaudir, se rompió el hechizo. Como obedeciendo a una señal, de inmediato todas las lamias imitaron el gesto de su señor y prorrumpieron en un ruidoso aplauso, que los integrantes del equipo de Uriel acogieron con leves inclinaciones de cabeza.

Durante el viaje, Jade los había estado aleccionando acerca del rígido protocolo que regía en la Ciudad Roja, y de las consecuencias que podía acarrearles el desprecio de las férreas reglas de conducta impuestas a sus visitantes por el señor Yang. Impresionados por la puesta en escena del recibimiento, tanto los técnicos del equipo como los guionistas tuvieron buen cuidado de no cometer ningún error. Sin expresar ninguna emoción, los viajeros escucharon el breve discurso de bienvenida que el señor Yang les dirigió en un inglés inaudible, pronunciado casi en susurros. Cuando dio por terminada su alocución con una exagerada reverencia, Sofía le contestó en nombre del equipo, empleando el mismo tono susurrante de su anfitrión. Este escuchó las palabras de la madre de Martín con una amplia sonrisa, y, cuando ella terminó, caminó a su encuentro y la estrechó afectuosamente entre sus brazos.

—Bienvenida, Sofía —dijo, con ojos chispeantes de alegría—. Es un honor tenerte de nuevo entre nosotros.

Martín advirtió la sinceridad con que habían sido pronunciadas aquellas palabras, y, sin saber por qué, sintió una especie de náusea en la boca del estómago. Que un hombre tan peligroso y despiadado como Yang sintiese semejante aprecio hacia su madre era algo que rompía todos sus esquemas. Sin embargo, de no haber sido por la admiración del Khan Rojo hacia Sofía, él, Martín Lem, un jugador novato e inexperto, jamás habría sido admitido como representante de Uriel en los juegos Interanuales organizados por la corporación Ki.

Después de saludar a su madre, el señor Yang se volvió hacia el muchacho y lo miró con una irónica sonrisa.

—¿De modo que este joven es la gran revelación que nos tenéis preparada? —susurró con voz meliflua—. Excelente, excelente… Quién sabe, muchacho, quizá en el futuro este año sea recordado por tu nombre… ¡Qué glorioso triunfo para Uriel, y para su insigne Presidenta! —añadió en un tono de falsete adoptado a propósito para recalcar la extrema improbabilidad de aquel resultado.

A continuación, paseó la mirada sobre el resto del equipo, como buscando un rostro en particular.

—Pero ¿dónde está nuestra amada Diana Scholem? —preguntó con súbita gravedad—. No creí que desdeñase la oportunidad de ver triunfar a su equipo…

—Hemos estado esperándola —contestó Sofía—, pero al final no ha podido venir. Os envía sus disculpas, y os promete estar aquí para la final.

—¿Por eso os habéis perdido mi Premiére? —dijo el señor Yang, volviendo a su tono almibarado—. Imperdonable. Me sentiría ofendido si no fuera porque se trata de Diana, una diosa de nuestro tiempo, una santa en vida…

El Khan Rojo paseó su mirada sobre los rostros de sus invitados para disfrutar del efecto que habían provocado sus palabras. Cuando sus ojos se posaron sobre Martín, el muchacho trató de adoptar la expresión más hierática posible.

—Bien, bien —dijo Yang, complacido—. Si hubieseis llegado antes, habría podido organizar una acogida como es debido en vuestro honor. Por desgracia, disponemos de muy poco tiempo para haceros sentir el calor de nuestra bienvenida. Dentro de dos horas y media tenemos que estar en el Ojo del Dragón para dar comienzo a las semifinales. Es nuestro anfiteatro de Arena, como supongo que sabréis… Sin embargo, pese a las dificultades, lo he arreglado todo para que podáis disfrutar al máximo de este breve compás de espera en nuestra amable ciudad. Ya que no habrá tiempo para que recorráis a pie sus calles, como han hecho los demás equipos, he decidido mostrárosla desde el aire. Venid conmigo…

El grupo de Uriel siguió a una prudente distancia al cortejo de las lamias, que se había puesto en marcha hacia la salida del aeropuerto, obedeciendo una seca orden en chino del señor Yang. Según el protocolo de la ciudad, nadie podía pronunciar una sola palabra en presencia del presidente de Ki a menos que este le hubiese hablado antes, de modo que la comitiva avanzó en medio del más sepulcral silencio. Martín sintió que Jade le tiraba de la manga, reteniéndole hasta que el resto del equipo se les adelantó. Era obvio que quería asegurarse de que nadie la oyera.

—Te das cuenta de lo que planea, ¿no? —le susurró a Martín al oído—. No va a dejarnos solos ni un segundo; va a mantenernos ocupados hasta el mismo momento en que dé comienzo la semifinal…

Martín asintió con rapidez.

—Ya, pero no podemos hacer nada.

—¡Si me hubieseis hecho caso! —se lamentó Jade—. No deberíamos haber esperado hasta el último momento para venir. Esta es su venganza por haber faltado a la Premiére.

Desde las filas delanteras del grupo, Sofía les lanzó una rápida mirada de advertencia que les hizo separarse y reanudar la marcha.

Las plataformas flotantes que el señor Yang había preparado para ellos tenían forma de dragones de cristal, cada uno con una enorme boca azul de la que brotaba la larguísima lengua esmaltada que contenía los sensores de conducción. Siguiendo un plan predeterminado, las lamias se dividieron en diez grupos, y cada uno de ellos fue seleccionando a los invitados adjudicados a su plataforma. Como era de esperar, Sofía, Jade y Martín fueron invitados a subirse al dragón del señor Yang. En el último momento, Martín comprobó con alivio que un par de lamias, una vestida de rojo y dorado y otra de verde y amarillo, escoltaban a Alejandra hacia la plataforma principal del cortejo.

Alejandra miró a Martín con los ojos muy abiertos mientras se sentaba a su lado. Las dos lamias que la habían acompañado se sentaron justo detrás, rígidas como robots. Vistas de cerca, la tersura del maquillaje lacado que cubría su piel contrastaba vivamente con sus larguísimas pestañas negras y sus perfectos labios pintados de granate. Aquellos labios parecían entrenados para no experimentar el más leve estremecimiento, ocurriese lo que ocurriese a su alrededor.

Jade y Sofía habían sido acomodadas al otro lado de la plataforma, y, justo en el centro, el señor Yang ocupaba un alto trono transparente, para resaltar la diferencia de nivel que lo separaba del resto de los viajeros.

El dragón flotante despegó sin un ruido, y, poco después, las otras plataformas se situaron a su alrededor, formando una especie de corola multicolor en torno a la plataforma principal. Manteniendo las distancias, aquella fantástica flota se elevó por encima de los campos de arroz que rodeaban el aeropuerto y comenzó a sobrevolar las sinuosas calles de la Ciudad Roja, donde las pagodas de coral artificial se alternaban con otras doradas y plateadas, aportando su granito de arena al gigantesco cuerpo escamoso de la metrópolis fundada por la corporación Ki. Vistas de cerca, las sutiles diferencias entre unas calles y otras, entre cada edificio y las construcciones adyacentes, aportaban un encanto especial a cada detalle del diseño del gran dragón, una delicadeza que hacía latir cada rincón como si estuviese dotado de vida propia, y que Martín no había llegado a percibir desde el dirigible. En medio de un profundo silencio, el señor Yang iba explicándoles el significado de todo lo que veían, añadiendo una gran variedad de datos curiosos e interesantes a sus descripciones. Así, Martín pudo enterarse del proceso de fabricación de la delicada porcelana blanca y azul que recubría la fachada de las casas de té, o del origen de los jazmines azules perfumados que brillaban en los jardines de los templos. Le llamó la atención la gran cantidad de escuelas de artes marciales que les fue señalando el señor Yang. Todas ellas se encontraban alojadas en pagodas de tejados dorados y rodeadas de profundos fosos circulares. Eran como frágiles castillos en miniatura… También abundaban las bibliotecas públicas, organizadas como jardines al aire libre donde las mesas de lectura holográfica se encontraban disimuladas en el interior de los cenadores distribuidos bajo las parras y los rosales. El señor Yang les fue señalando con satisfacción las casas de música, los teatros de sombras, las escuelas de danza, pintura y caligrafía que hacían de su ciudad un paraíso para los artistas venidos del mundo entero. Martín se preguntó cómo se las arreglarían todos aquellos músicos, bailarines y pintores para conjugar sus ansias de libertad creativa con las férreas restricciones a las libertades individuales que imperaban en la Ciudad Roja. Al mirar a Alejandra, adivinó por su expresión que ella estaba pensando lo mismo: muy mal tenían que haberse puesto las cosas para los artistas en el resto del planeta, cuando tantos de ellos habían optado por refugiarse en una jaula de oro como la que les ofrecía el señor Yang.

Después de más de hora y media de recorrido, el cortejo flotante se adentró en una ancha avenida adornada con largas colgaduras de raso púrpura. Cientos de miles de personas se apiñaban en las aceras y en las ventanas de los edificios, aclamando al cortejo de Yang con un entusiasmo ensordecedor. Los niños hacían ondear pequeñas banderitas en las que flameaba el dragón rojo de la corporación Ki, y los adultos arrojaban pétalos de rosas al paso del equipo… De pronto, miles de flores rojas como llamas y grandes como balones comenzaron a descender majestuosamente del cielo. Se trataba de hologramas, obviamente, pero, aun así, el efecto resultaba espectacular. Un aroma embriagador impregnaba el aire, y Martín, sintiendo el cosquilleo de la brisa en sus cabellos y los aplausos de la multitud, se dejó seducir por aquel ambiente mágico que los rodeaba. En cierto modo, era como si los Juegos ya hubiesen dado comienzo, como si la realidad fantástica del mundo de Yue ya hubiese empezado a materializarse a su alrededor, en los bellísimos edificios, en el festivo ambiente de la ciudad, en los vistosos trajes y los rostros lacados de las lamias…

Notó entonces una leve presión del codo de Alejandra contra su brazo, y siguió la dirección de su mirada: allí enfrente, al final de la avenida, el Ojo del Dragón, como Yang había llamado a su anfiteatro, brillaba como una joya azul bajo cuyos arcos, dispuestos en doce niveles, flameaban las multicolores túnicas de los espectadores.

Como en un sueño, los diez dragones se deslizaron velozmente hacia la entrada principal del anfiteatro, una gran puerta redonda enmarcada por la almendrada córnea de marfil de un ojo gigante. Los aplausos y los gritos de la gente, a su alrededor, se volvieron tan estruendosos que parecían fundirse en un continuo y estridente zumbido. Martín creyó por un momento que los tímpanos se le iban a perforar… Pero no había tiempo para analizar aquella avalancha de sensaciones.

En pocos segundos, la comitiva atravesó la gran puerta redonda y flotó unos instantes en medio de la Arena antes de posarse majestuosamente en el suelo. Mientras descendía del dragón transparente, guiado por dos lamias como un inválido, Martín contempló aturdido el vasto desierto de dunas blancas que llenaba el anfiteatro, cuyo tamaño era tan descomunal que las gradas atestadas de gente parecían encontrarse, de pronto, a una distancia incalculable. Mientras las lamias lo conducían a su vestuario privado, el muchacho no dejaba de preguntarse qué significaba aquella arena resplandeciente que cubría todo el espacio destinado a los Juegos, inmensa como un desierto. ¿Dónde estaba el verdadero decorado que debía servir de escenario a las semifinales?

Antes de penetrar en el espacio reservado a su equipo, Martín se encontró, sin saber cómo, cara a cara con Yang, en el interior de uno de los vestíbulos que comunicaban las distintas dependencias internas del edificio, por debajo de los niveles destinados a los espectadores.

Una puerta se cerró tras él y, de pronto, el ensordecedor griterío del exterior fue sustituido por un aterciopelado silencio. El vestíbulo era un pequeño espacio circular coronado por una cúpula de auténtica malaquita. Las dos lamias que le custodiaban, una vestida de púrpura y rojo y otra de naranja, se retiraron caminando hacia atrás y salieron por un discreto panel que volvió a cerrarse en cuanto ellas desaparecieron, dejando al muchacho a solas con el todopoderoso Señor de Ki.

Martín sintió que las piernas le flaqueaban, y miró a su alrededor en busca de un lugar donde sentarse. No tenía ni idea de lo que Yang podía querer de él, a pocos minutos del comienzo de la semifinal.

El Khan Rojo lo observaba con una benévola sonrisa que apenas lograba atenuar la rapacidad de su mirada.

—Mi querido muchacho, quiero que sepas que tienes ante ti una gran responsabilidad, y espero que estés a la altura del alto honor que ha recaído sobre ti —comenzó Yang con voz susurrante—. El peso principal de esta hermosa historia que está a punto de florecer ante nuestros ojos tendrás que llevarlo tú. No en vano el guión de estos juegos lleva el título de «El Jinete de Plata»…

El presidente de Ki observó sonriente la reacción de Martín antes de decidirse a continuar.

—Por tu expresión, veo que no sabes de qué te estoy hablando. Me entristece comprobar que tu instrucción en la obra de Yue no es la que cabría esperar de un jugador de Arena de primera fila… En fin, por si no lo sabes, todos los reyes de la dinastía de los Vassar, a la que pertenece Ardal, tu personaje, recibían al ser coronados el título honorífico de «jinetes de plata». Este título hacía referencia a la increíble hazaña de su antecesora Madar, primera reina de esa dinastía. Supongo que recordarás cómo llegó Madar a convertirse en reina…

Martín se sentía demasiado aturdido para contestar.

—En aquellos tiempos, los hombres, hartos de verse sometidos a la tiranía de los magos, decidieron rebelarse y elegir a un jefe que los guiara en tan difícil empresa. Como no sabían a quién elegir, optaron por esperar una señal inequívoca del cielo. Pero la señal no llegaba, y pasaban los años… Hartos de esperar, los hombres se reunieron en la llanura de Starald para tomar una decisión definitiva. Justo entonces, vieron descender del cielo a Ur, el dragón plateado de las aguas, que solo visitaba la Tierra en ocasiones de gran júbilo o de terribles desdichas. Los hombres comprendieron que el dragón iba a guiarles en su elección, y esperaron a ver dónde se posaba. Para su sorpresa, Ur no fue a posarse ante los principales guerreros del país, sino que se enroscó en torno a los pies de una sencilla muchacha que había acudido a servir las bebidas. La joven se encaramó a su lomo y el dragón la condujo a lo más profundo de los cielos. Cuando regresó, traía en la mano a Kaled, la espada forjada por los guerreros celestes a partir de la luz de las estrellas fugaces. Así se convirtió Madar en la primera reina de su pueblo… Sus sucesores se transmitieron la espada Kaled de generación en generación, hasta que Ixión, el padre de tu personaje, la dejó atravesada ante las puertas del Palacio del Silencio. En cuanto a Ur, jamás ha vuelto a descender a la tierra desde entonces… ¿Comprendes ahora el significado del título del guión?

Martín asintió con la cabeza.

—El Jinete de Plata eres tú —insistió Yang, con una voz cada vez más parecida a un murmullo—. Tú eres el líder de esta empresa… De ti depende que culmine en una hazaña o que se convierta en un triste fracaso de la estirpe que representas.

El muchacho se sentía tan confuso que, al oír esas palabras, pensó de inmediato en su padre y en el fracaso que representaba para todos sus proyectos su prolongada reclusión en Caershid.

—Ahora, te dejo con tu equipo. No voy a engañarte, la batalla será dura. Afortunadamente, tengo una sorpresa para ti, algo que te ayudará mucho en el transcurso del juego… Pasa al vestuario; tus ingenieros te lo explicarán.

Sin que Martín advirtiese por dónde habían llegado, dos lamias se situaron a su lado y le escoltaron hasta una jaula de bronce que hacía las veces de ascensor. El muchacho cerró los ojos durante el descenso. Cuando volvió a abrirlos, la jaula se había detenido, y, al descorrerse el panel de entrada, Martín se encontró con el rostro ceñudo y crispado de Jade.

—Nos la ha jugado —gruñó, empujando al muchacho hacia el rincón donde se afanaba el equipo de ingenieros dirigido por Nomura—. Sabía que intentaría algo así… En el último momento, la Comunidad ha aceptado un cambio de navegadores propuesto por la corporación Ki. Todos los jugadores tendrán que utilizarlos, así que el que teníamos preparado no nos servirá de nada.

—No entiendo —dijo Martín, comenzando a desvestirse—. ¿Por qué habrá aceptado la Comunidad?

—Por lo visto, los nuevos navegadores utilizan una tecnología totalmente nueva, mucho más rápida y potente. Según parece, con los nuevos navegadores, la sensación de inmersión en el juego que experimentarás será total… Además, son mu-cho más ligeros. Figúrate, están insertos en unas lentillas…

—Entonces, todo son ventajas, ¿no? —preguntó Martín, perplejo.

Jade hizo un gesto de impaciencia, y Nomura, que se había acercado para dirigir la colocación del traje, meneó la cabeza con escepticismo.

Martín observó a los técnicos de vestuario mientras le ajustaban el mono de combate, los guantes y las botas. Sobre el verdugo que debía cubrirle casi toda la cabeza, colocaron un nuevo adaptador destinado a taparle el contorno de los ojos, que con su antiguo navegador permanecía desnudo hasta el último momento.

Jade paseaba de un lado a otro con febril agitación. Por un momento, Martín creyó que se había olvidado de él.

—Hay otro problema —dijo de pronto, plantándose frente al muchacho mientras los técnicos le sellaban las aberturas del traje—. El señor Yang ha forzado hace apenas unas horas un cambio de las reglas del torneo. Esta vez, los interanuales se celebrarán bajo las antiguas normas del Khanli… ¿Sabes lo que es eso?

—Eran las reglas de los primeros torneos de Arena —contestó Martín, cada vez más nervioso—. Por lo que he leído, eran tan enrevesadas que resultaba facilísimo terminar descalificado por cualquier tontería. Por eso las cambiaron…

—Y por eso las han vuelto a imponer. Yang quiere ponéroslo difícil… Me imagino que Havai, su jugador, llevará meses estudiándose el Khanli y se conocerá las normas al dedillo. Una ventaja más para él, por si tenía pocas…

El sellado del traje había concluido, y Nomura tomó de la mano a Martín.

—Debo ser yo quien te conduzca al escenario y quien te coloque las nuevas lentillas de navegación en el último instante —dijo, casi en tono de disculpa—. Por si luego no podemos hablar, te deseo suerte…

Martín se introdujo con el ingeniero jefe de vestuario en la jaula del ascensor, que ascendió de inmediato, atravesando varios niveles de salas de control y de oficinas técnicas. Finalmente, la jaula se detuvo en medio de la más profunda oscuridad, y cinco lamias vestidas con extraños quimonos fluorescentes caminaron a su encuentro con pasos diminutos, produciendo la impresión de que flotaban. La lamia del centro hizo una profunda reverencia y le tendió a Nomura una bandeja de oro con dos diminutos discos negros en su centro. Nomura tomó los discos y procedió a colocarlos sobre los ojos de Martín, cubriéndolos a continuación con el adaptador ocular que previamente habían sellado al traje.

A partir de ese momento, Martín no vio nada. Sintió que una mano pequeña y delicada le agarraba, conduciéndole hacia el lugar donde se suponía que debía de estar el escenario. El muchacho notaba un frío mortal en el pecho, como si estuviese a punto de ocurrir una gran desgracia. Se sentía terriblemente solo y perdido… De repente no podía recordar nada de lo que había memorizado acerca de su personaje y de las posibles aventuras a las que tendría que enfrentarse. Un par de manos tiraron de sus hombros hacia abajo, obligándole a sentarse sobre lo que parecía una gran piedra irregular. Luego, nada. Ni el más leve atisbo de luz, ni el más insignificante sonido llegaba hasta él… Angustiado, Martín buscó en su memoria un recuerdo cálido que pudiese ayudarle a mantener la calma, y no tardó en encontrarlo. En su mente se perfiló el rostro frágil y conmovido de Alejandra tal y como lo había visto aquel día lejano, en el Jardín del Edén, cuando los dos se habían besado por primera vez. Reconfortado por aquella imagen, Martín concentró toda su atención en los profundos ojos grises de Alejandra, en su piel clara, ligeramente moteada de pecas, en sus largos cabellos cobrizos…

Un instante después, fue como si su mente sufriese un brusco apagón, y la oscuridad se adueñó completamente de sus sentidos. De pronto no sentía nada, no veía ni recordaba nada, no sabía quién era ni dónde estaba. Y luego, un fogonazo de luz le deslumbre, y poco a poco sus ojos comenzaron a acostumbrarse a la claridad del amanecer. El viento agitaba las altas hierbas a sus pies, y en torno suyo se extendía un desolado paisaje de ruinas. De nuevo vio en su imaginación a la muchacha de ojos grises y cabellos cobrizos, a su hermosa prometida, Morwen… Entonces recordó que Morwen había muerto, y que él había jurado hacer todo lo posible para recuperarla.

Miró a su alrededor, y se estremeció al contemplar la silueta oscura e imponente del castillo que se alzaba frente a él, con su foso de aguas negras y viscosas y sus ocho torres en ruinas. Por un momento, sus ojos se clavaron espantados en la torre más alta y estrecha de todas, en torno a la cual se enroscaban los restos de un dragón muerto. Las alimañas habían roído la cola de la bestia, dejando al descubierto sus blancos y poderosos huesos. Sin embargo, el resto del animal se encontraba casi intacto, y sus garras se aferraban a las piedras del muro con tanta fuerza como si perteneciesen a una criatura viva. La carne negra del dragón, curtida por los fríos vientos que siempre soplaban alrededor del castillo, se había resecado hasta volverse dura como la piedra, y sus fauces permanecían abiertas, como si entre sus dientes fuese a brotar en cualquier momento un último aliento de fuego. Incluso conservaba sus alas parcialmente desplegadas, con sus finas membranas desgarradas en algunas zonas.

Ardal bajó la vista y se fijó en los caballos que piafaban a su alrededor, algunos de ellos atados a los troncos carbonizados de los árboles que en otro tiempo habían formado un bosque en torno al castillo. Recostado al pie de uno de aquellos árboles, un hombre de largos cabellos blancos dormía hecho un ovillo. Era el druida Lailoken, lo reconoció al instante. Un poco más allá, Keuhir, su escudero, estaba reuniendo leña para prender una fogata.

Tardó unos momentos en recordar qué hacían allí, a las puertas de Ufir El Krak, la siniestra fortaleza de los Magos de Ceniza. Por fin lo recordó: Estaban buscando a Ovinnik, el último de los magos, el único ser en toda la Tierra que podía ayudarle a recuperar a su amada. En ese momento vio regresar a sus fieles compañeros, que acababan de rodear el edificio. Su primo Lug, el Caballero Blanco, venía en cabeza, seguido de la arquera Olwen, de Edern el Silencioso y del joven Dalahor.

—Al otro lado hay un puente levadizo, mi señor —anunció Dalahor, alegre—. Se encuentra en muy mal estado, y sus engranajes parecen no haberse movido en siglos. Pero Lug ha soplado el «cuerno que abre todas las puertas», y el puente ha bajado. Podemos entrar sin peligro a la fortaleza.

Los ojos de Lug permanecían fijos en los de Su Señor, a quien, en razón de su vieja amistad, que venía de la infancia, solía llamar por su nombre de pila.

—Ardal, no creo que Ovinnik se encuentre en el castillo —dijo con su voz grave y reposada de siempre—. Y quién sabe los horrores que pueden estar esperándonos ahí dentro. Tus antepasados persiguieron sin piedad a los Magos de Ceniz hasta destruirlos a todos. ¿Qué ocurrirá si sus espíritus te reconocen?

—No me interesan los magos muertos. Me interesa el único que aún conserva la vida. Ovinnik tiene mucho que ganar si me ayuda… Si no lo hace, acabaré con él.

—No deberías amenazar a Ovinnik, Mi Señor —dijo la hermosa Olwen, asustada—. Sus ojos todo lo ven, y sus oídos todo lo oyen…

Ardal lanzó una amarga carcajada.

—Vamos, Olwen. Ovinnik no es un dios —contestó—. Crucemos ese puente… Si se esconde en ese montón de ruinas, encontraremos la forma de hacerle salir de su agujero. Keuhir, Lailoken: Venid con nosotros. Lug ha abierto para nosotros las puertas del castillo.

Los crujidos del puente de madera tendido sobre el foso sonaban siniestros como gemidos al paso de los caballeros. Al otro lado, después de cruzar un arco semiderruido, los hombres de Ardal se encontraron con un amplio patio de armas empedrado y rodeado de murallas y torres.

—¡Ovinnik! —gritó Ardal a pleno pulmón; y el eco de su voz resonó varias veces sobre los muros de la fortaleza—. Si no eres un cobarde, ¡sal de tu escondite! Necesito tu ayuda… Nada puedes perder. Los reyes de los Vassar siempre han sabido ser generosos con quienes les sirven.

Un pétreo silencio acogió las palabras del rey, y sus caballeros se miraron entre sí con aprensión mal disimulada.

—Buscad a ese mago por todas partes —ordenó Ardal—. Y, cuando lo hayáis encontrado, traedlo a mi presencia.

Los hombres se dispersaron entre las ruinas del castillo mientras el rey esperaba ensimismado que concluyeran su registro. No quería moverse del patio de armas, por si Ovinnik intentaba aprovechar alguna distracción de sus caballeros para escapar. De pronto, el suelo empedrado del patio sufrió una brusca sacudida, y Ardal, perdiendo el equilibrio, cayó al suelo. Cuando volvió a levantarse, se dio cuenta de que el castillo había girado a su alrededor, y de que sus ocho torres se encontraban ahora en una posición diferente.

Sus hombres fueron regresando uno a uno, cabizbajos.

—No está por ninguna parte, Mi Señor —dijo Edern—. He registrado toda el ala norte, y allí no hay nada…

—En las torres del oeste tampoco está, Mi Señor —anunció Olwen—. Y Lug ha recorrido toda la muralla de extremo a extremo sin encontrar al mago.

—¿Habéis mirado en la Torre del Dragón?

—Yo he mirado, mi señor —dijo Dalahor, que regresaba corriendo en ese instante—. He subido hasta arriba, pero no he encontrado más que oscuridad y huesos de rata.

—Ardal, tenemos que irnos —dijo Lug, que, aunque había sido el primero en regresar, había permanecido en silencio hasta entonces—. El castillo ha comenzado a mover el mundo… Si no salimos pronto de aquí, quién sabe lo que nos encontraremos fuera cuando lo hagamos.

En ese momento, Ardal vio deslizarse una mancha de luz sobre un rincón en sombras de la muralla.

—¿Qué es eso? —preguntó, bajando la voz.

Sus compañeros miraron en la misma dirección. Al llegar a la parte iluminada del muro, la mancha luminosa se convirtió en una sombra que recordaba vagamente el contorno de un animal.

—Sigámosla —decidió Ardal, lanzándose en su persecución.

La sombra se movía cada vez más deprisa, tranformándose en un fogonazo de luz resplandeciente siempre que atravesaba un espacio sumido en la oscuridad.

—¡Se dirige a la Torre del Dragón! —exclamó Lug.

—Pues allí no hay nada —dijo Dalahor, deteniéndose—. La he recorrido de arriba abajo, no es más que una ruina vacía…

En ese momento, la sombra se internó en la oscuridad de la torre, transformándose en una brillante silueta luminosa que rápidamente desapareció en un recodo de la escalera de caracol.

Sin pensárselo dos veces, Ardal fue tras ella, seguido de todos sus hombres. Mientras el rey subía de dos en dos los peldaños semiderruidos de la escalera del torreón, oyó detrás la voz de Dalahor, que aún no había comenzado a subir.

—Mi Señor, ahí no hay nada, os lo repito. Solo murciélagos y telara…

Un grito ahogado interrumpió sus palabras, seguido de un golpe violento y seco. Al darse la vuelta para ver qué había sucedido, Ardal descubrió horrorizado que un velo de oscuridad impenetrable y cortante como una cuchilla había caído sobre su caballero en el mismo momento en el que franqueaba el umbral de la torre, seccionando su tronco en dos mitades, una de las cuales se debatía en el suelo, todavía con vida, entre horribles contorsiones.

—Que alguien ponga fin a su sufrimiento —ordenó Ardal con voz apagada.

A la luz de la siniestra silueta que los había guiado hasta allí, el caballero Edern extrajo su daga de sombra y la clavó directamente en el corazón de su compañero.

Todos se volvieron hacia la luz, cuyo contorno recordaba la forma de un perro gigante. Estaban petrificados de horror, y ninguno se decidía a moverse. Ni siquiera habían encontrado a Ovinnik y ya habían perdido a uno de los suyos…

La silueta del animal, que se había detenido por unos instantes, reemprendió la subida.

—El castillo está moviendo el tiempo —gruñó de pronto la bestia con una voz cavernosa e inhumana—. Si no nos damos prisa, la oscuridad nos tragará a todos…

Ardal comprendió entonces que estaban siguiendo a un «animal de tinieblas», como los llamaban los sacerdotes. Según decían, aquellos animales eran los espíritus de los muertos que no habían podido penetrar en el Palacio del Silencio para hallar su reposo final, y que, al encontrarlo cerrado, vagaban sin rumbo por toda la Tierra.

El rey y sus guerreros continuaron ascendiendo por la escalera durante un tiempo que les pareció interminable. De cuando en cuando, a través de las saeteras abiertas en el muro, Ardal vislumbraba retazos dispersos del universo que giraba alrededor de la torre: pájaros gigantes envueltos en la piel tersa y fría de un reptil, árboles que se retorcían sobre las paredes como serpientes, deformes quimeras que intentaban anidar en las grietas. Con cada nuevo giro de la escalera, el mundo también giraba y se estremecía. De repente, cuando parecía que ya habían llegado a los últimos escalones de la torre, un grito desgarrador rasgó el denso silencio.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Keuhir, que había reconocido la voz de Dalahor.

—A veces, la torre vuelve a lugares y momentos donde ya ha estado —gruñó el lobo—. Lo que has oído era de nuevo la muerte de tu amigo… Pero ya no volverás a oírla; hemos llegado.

En efecto, por detrás del lobo, Ardal vio un arco en penumbra que señalaba el final de la escalera. Al atravesarlo, el rey descubrió sorprendido que se encontraba de nuevo al aire libre, en una vasta playa de arenas blancas. La alta torre y su retorcido dragón proyectaban su sombra sobre la playa, como si, en lugar de ascender interminablemente por ella, acabasen de bajar de su cúspide.

Los hombres sonreían con alivio, reconfortados por la brisa tibia y salada del mar, que se extendía, plomizo y rizado, hasta el horizonte. Ardal miró a su alrededor en busca de su guía, pero la extraña criatura de tinieblas había desaparecido. Luego, sus ojos se fijaron en la espesa bruma que cubría uno de los extremos de la bahía, y comprendió que debían dirigirse hacia allí.

Les llevó un rato alcanzar el límite de la niebla, que se cernía inmóvil sobre la arena y las aguas murmurantes. Tras él, los pasos de sus hombres sonaban irregulares y amortiguados por la distancia. Al principio, sus ojos tardaron en acostumbrarse al blanco manto de vapor que humedecía sus pestañas, pero, cuando al fin lo lograron, el rey y sus guerreros pudieron distinguir en medio de la bruma la silueta de una siniestra embarcación que se mecía a escasos metros de la costa.

Edern y Lug adelantaron al rey y caminaron hacia la nave, dejando que las olas azotasen sus ropas. Ardal permaneció en la playa, esperando. Los demás contemplaban la escena a su lado, hipnotizados.

—Toda la nave está hecha de huesos —exclamó Edern acariciando el casco con precaución—. En mi vida había visto nada semejante…

—¿De qué os extrañáis? —contestó entonces una voz de incierta procedencia—. No pensaríais embarcaros hacia el Palacio del Silencio en una de esas cascaras de nuez que los Vassar utilizáis para descender por los ríos…

Dos ojos de plata surgieron entonces de la niebla y se clavaron directamente en los de Ardal. Una voz interior le dijo al rey a quién pertenecía aquella mirada.

—¡Annun! —susurró, reconociendo con asombro a la hermana de Morwen, desaparecida mucho tiempo atrás—. ¿Qué haces tú aquí?

—Llegas tarde —anunció la interpelada sin apartar la vista de Ardal, e ignorando la presencia de sus compañeros—. Ovinnik te está esperando… Quiere verte en su camarote; a ti solo —añadió, al ver acercarse a los otros miembros de la expedición.

—El rey no va a ninguna parte sin su escolta —exclamó orgulloso Keuhir.

La pálida figura de la princesa, ataviada con una túnica negra y desgarrada en diversos lugares, se encogió de hombros.

—Entonces, nunca embarcaréis —respondió tranquilamente.

—En ese caso, iré yo solo. Vosotros esperadme aquí, no tardaré en volver —repuso Ardal sin perder la calma.

Luego, mientras sus compañeros lo observaban perplejos, siguió a la mujer a través de una temblequeante pasarela que conducía desde la playa hasta el barco. Al poner un pie en la cubierta, Ardal oyó un leve quejido, como si la embarcación entera se estremeciese de dolor.

—¿Qué clase de navío es este? —preguntó el rey caminando con decisión sobre el delicado entramado de huesos que componía el suelo hacia los muros de calaveras del castillo de popa—. Nunca había visto nada parecido…

—Se llama Nagelfar. Ovinnik lo construyó tras derrotar al ejército de Penkawr Mal de Ojo, el cazador de brujos, en la batalla de Kaledfoulg. Habrás oído hablar de Penkawr…

—Es uno de los héroes de nuestra estirpe —contestó Ardal en tono sombrío, después de escuchar a la voz interior que le recordaba aquella triste historia—. Él y sus hombres continuaron la labor de la reina Madar, que se había propuesto acabar para siempre con el poder de los Magos de Ceniza. Derrotaron a los escasos magos que quedaban y les obligaron a doblegarse; a todos, excepto a Ovinnik…

Annun asintió con una extraña sonrisa.

—Veo que estás bien informado. Lo que quizá no sepas es que, antes de enfrentarse con Ovinnik, Penkawr hizo jurar a sus hombres que no le abandonarían mientras le quedase un aliento de vida. Ovinnik conocía ese juramento, y decidió utilizarlo en su propio provecho. Una vez concluida la batalla, mató a todos los hombres de Penkawr, pero a él no le dejó morir completamente. Hechizó una de las cuencas de sus ojos para que conservase eternamente un rescoldo de vida… Luego, con los huesos de sus hombres construyó este barco. Ligados por su juramento a Penkawr, los esqueletos de sus soldados permanecen firmemente unidos, y nunca se separarán.

—Pero ¿para qué quería Ovinnik una nave fabricada con los huesos de esos muertos?

—La necesitaba para llegar al Palacio del Silencio. No olvides que solo los muertos conocen el camino.

Annun descendió por unas escaleras hechas de tibias que crujían bajo sus pasos, y Ardal la siguió hasta una oscura habitación en medio de la cual relucía un trono hecho de huesos con un frágil anciano sentado sobre él. Sus larguísimos y ralos cabellos eran de una blancura deslumbrante, que contrastaba de un modo sorprendente con el tono apagado de su piel y con sus ambarinos ojos de gato.

El trono sobre el que se encontraba sentado Ovinnik había sido construido con el esqueleto de un solo hombre de estatura descomunal. Ahora, el escuchimizado anciano utilizaba los largos fémures del gigante como asiento, y su columna como respaldo; pero lo más impresionante era la calavera del difunto, que se alzaba por encima de la cabeza de Ovinnik como una macabra corona. De una de las cuencas vacías de aquella calavera brotaba un leve resplandor dorado.

A pesar de las antorchas que ardían sobre las paredes, una densa oscuridad rodeaba el trono, una oscuridad que parecía emanar del propio Ovinnik. A los pies del mago yacía tendido el animal de tinieblas que los había conducido hasta allí y que, según podía comprobar ahora Ardal, era un lobo cuyo pelaje de bronce solo resultaba visible en la más completa negrura.

—Mira quién ha venido a vernos, Penkawr —exclamó Ovinnik en tono burlón, golpeando con suavidad uno de los brazos de su sitial—. Es Ardal, el hijo de Ixión.

Ardal observó con tristeza el esqueleto del viejo héroe de los Vassar, reducido a aquel grotesco destino. Le pareció que el débil resplandor del ojo vacío de Penkawr se clavaba directamente sobre su rostro.

—¿A qué habéis venido, Alteza? —preguntó Ovinnik con fingida humildad—. ¿Qué puede querer un personaje tan importante de un insignificante anciano como yo?

Ardal escrutó el rostro malévolo del mago.

—Sabes perfectamente lo que quiero, Ovinnik —repuso en voz baja—; necesito que me lleves al Palacio del Silencio para rescatar a mi prometida, la princesa Morwen. Tú eres el único que puede ayudarme…

—¿Eso crees? —preguntó el mago arqueando las cejas—. Pues te equivocas, muchacho; te equivocas… Nadie puede entrar en el Palacio del Silencio. Tu padre atravesó su espada sobre sus puertas, cerrándolo para siempre; ¿acaso no lo sabes? Ni siquiera los dioses pueden salir… Solo Bram, el Ángel de la Muerte, conoce todas las grietas de su morada. ¿Por qué no le pides a él que te ayude?

—No te burles de mí, Ovinnik; no quiero morir. Lo que quiero es rescatar a Morwen de la muerte… Y sé que tú puedes llevarme hasta ella, y que estás dispuesto a hacerlo. De lo contrario, nunca me habrías permitido llegar hasta ti.

El mago emitió una desagradable carcajada.

—El camino es largo y peligroso —dijo, como si no mereciese la pena justificar su cambio de actitud—. Y no es seguro que logremos entrar… Antes, tendríamos que convencer al Guardián de la Puerta de Oriente para que nos permitiese franquear la línea del horizonte. Y luego, habría que recorrer el Laberinto de los Sueños, girar en la Rueda de la Fortuna y esperar a que el Bakú quiera concederte tu deseo. Quizás no estés dispuesto a pagar el precio que exige el Bakú a cambio de su sabiduría…

—Estoy dispuesto a cualquier cosa con tal de recuperar a Morwen.

Ovinnik se frotó las manos, complacido.

—Eso está bien, muy bien. Siempre me han gustado los valientes. Sin embargo, aún debo recordarte un último detalle. Suponiendo que logres llegar hasta el Palacio del Silencio, ¿cómo piensas entrar en él? Solo podrías conseguirlo arrancando la espada de tu padre de las puertas del palacio… ¿Crees que podrías hacerlo?

—Creo que sí —exclamó Ardal sin pararse a pensar.

Los ojos de Ovinnik se clavaron en los suyos, chispeantes de ironía.

—Supongo que eres consciente de lo que pasará si llegas a abrir esa puerta —dijo el mago con voz quejumbrosa—. Ven, acércate. Me gustaría enseñarte una cosa…

Ardal se acercó al mago, que extendió hacia él una rugosa mano cubierta de venas protuberantes y de profundas arrugas.

—Mira esta mano —susurró, acercando su rostro al del rey—. Yo nací antes de que tu padre cerrase las puertas del Palacio de la Muerte. Por eso, mi cuerpo ha envejecido, deteriorándose hasta convertirse en este inútil fardo que me veo obligado a arrastrar. Ahora, muéstrame tu mano derecha…

El joven rey tendió hacia el mago su mano joven y vigorosa, cuya piel era tersa y suave como la de un niño. Ovinnik pasó un dedo por su palma extendida, y Ardal sintió entonces una insoportable quemazón, como si el dedo fuese un tizón ardiente. Mientras duró el contacto, el rey experimentó una abrumadora mezcla de sensaciones que hasta entonces le resultaban desconocidas: el hambre, la sed, el frío, la humedad que emanaba de aquel desvencijado cascarón de huesos, la fatiga de sus pies y el dolor de su espalda después de tantas jornadas cabalgando… todo ello se abatió instantáneamente sobre su joven cuerpo y su animosa alma, haciéndole oscilar bajo el peso de tan terribles cargas. Pero, por encima de todas aquellas desagradables experiencias, a Ardal le estremeció la inexplicable sensación de vacío que había invadido su corazón, y que parecía haberse instalado allí para el resto de su vida.

Unos instantes después, Ovinnik retiró el dedo con una torcida sonrisa en los labios, y fue como si nada de aquello hubiese sucedido.

—Ahora ya sabes lo que les espera a los hombres si abres esas puertas para liberar a tu amada. ¿Sigues decidido a intentarlo?

Ardal tardó unos segundos en contestar.

—Sí —dijo finalmente en un susurro apenas audible.

—¿Y tus hombres? —insistió el mago—. ¿También ellos están dispuestos a afrontar el dolor y la muerte para cumplir tus deseos?

—Ellos me acompañarán adonde quiera que yo vaya —repuso el rey, con un leve temblor en la voz.

—De acuerdo, entonces —decidió Ovinnik, sin dejar de mirarle con sus gastados iris amarillos—. Ve a explicarles lo que acabo de revelarte, y, si aceptan acompañarte, embarcaremos… aunque no creo que estén tan locos como para sacrificarse de ese modo por ti.

Ardal se dio la vuelta para salir del asfixiante camarote, pero, cuando ya tenía un pie en las escaleras, se detuvo.

—No me has dicho lo que quieres a cambio de tu ayuda —dijo, sin girarse—. ¿Qué deseas, oro, tierras? Supongo que tus servicios tendrán un precio…

—Lo que yo deseo, no podrías comprenderlo aunque te lo explicara —exclamó el mago con repentina amargura—. Pero no te preocupes, ya lo obtendré de ti cuando llegue el momento.

Ardal esperó a que el mago añadiese alguna aclaración, pero, como no lo hizo, reemprendió el ascenso de las escaleras hasta salir, mareado, a la cubierta de la nave.

Con una desagradable sensación de vértigo, el rey recorrió nuevamente la pasarela que unía el barco a la playa. Sus hombres le esperaban sentados sobre la arena, preocupados y expectantes. Ardal los miró con afecto: todos eran valientes y leales caballeros, y sabía que le iba a resultar muy duro separarse de ellos. Sin embargo, no podía ocultarles la verdad. Debía contarles lo que había experimentado en el camarote de Ovinnik, para que ellos pudieran decidir si querían o no continuar con aquella aventura, sabiendo lo que les esperaba. Si resolvían abandonarle y volverse a sus casas, lo entendería. Su lealtad ya había llegado demasiado lejos… El rey aspiró profundamente el aire salado y húmedo de la costa, disponiéndose a hablar. Sin embargo, cuando abrió la boca para contarles la verdad a sus hombres, las palabras que brotaron de sus labios no fueron las que había pensado.

—El mago ha aceptado conducirnos hasta el Palacio del Silencio —exclamó únicamente.

Una gran algarabía acogió aquel anuncio, y, en medio de las ruidosas manifestaciones de alegría que siguieron, ninguno de los caballeros pareció notar el temblor de los labios del rey, que observaba en silencio su bulliciosa reacción. Solo Annun, acodada sobre la barandilla de huesos de la Nagelfar, contemplaba enigmáticamente la escena con sus ojos plateados como lunas.

Luego, la joven les invitó con un gesto a subir a la nave, y ella misma fue soltando una a una las amarras que la mantenían sujeta a la costa. A continuación, la cadena del ancla giró con un prolongado chirrido, y la Nagelfar comenzó a deslizarse suavemente sobre las olas, poniendo rumbo hacia Oriente. A medida que se adentraban en el mar, el barco navegaba cada vez con mayor rapidez, a pesar de que no iba provisto de velas ni de motor alguno. Alrededor de Ardal, todos los huesos de la nave crujían, como si los muertos a los que pertenecían, ansiosos por llegar a su última morada, tirasen de ella con desesperación.

Cuando la costa desapareció en el horizonte, Ardal se separó de sus hombres y subió él solo al castillo de proa, donde permaneció largo rato contemplando el océano, sumido en sus pensamientos. Por más que reflexionaba, no lograba entender lo que le había ocurrido. ¿Por qué no les había dicho la verdad a sus compañeros, cuando era tan importante que la supieran? A él nunca le había gustado mentir, ni siquiera cuando era niño… Pero sentía que, en aquella ocasión, no había tenido elección. Una voz interior le había dictado lo que debía hacer, y él había escuchado a aquella voz y la había obedecido.

Estaba tan abstraído en aquellas reflexiones, que no sintió acercarse a Annun hasta que la muchacha se acodó a su lado, en la barandilla. Ardal se sobresaltó al notar el contacto de la raída túnica de la joven sobre su brazo, pero no dijo nada. Ambos permanecieron largo rato contemplando el monótono paisaje de las olas.

Por fin, el rey tomó de la mano a la hermana de su prometida y, girándola hacia sí, la obligó a mirarle.

—Princesa, aún no me habéis explicado qué hacéis aquí… ¿Cómo habéis llegado a convertiros en la pupila de Ovinnik? Morwen sufrió mucho cuando desaparecisteis… ¿Por qué os fuisteis sin decir nada?

Annun le observó gravemente antes de decidirse a responder.

—Por tus palabras deduzco que me conociste en otro tiempo y en otro lugar; pero yo no te recuerdo. Tu cara me resulta vagamente familiar, aunque ignoro por qué… En realidad, no sé nada acerca de mi pasado, y tampoco me interesa. Mi primer recuerdo es un inmenso dolor… Cuando abrí los ojos, Ovinnik estaba a mi lado, y también el lobo de sombra. El mago me ayudó a levantar la cabeza, y entonces, alzándose sobre el mar, vi ante mí la Puerta de Oriente. No recuerdo nada anterior a ese momento… Sé que me llamo Annun porque Ovinnik me lo dijo. Nunca me he separado de él desde entonces, lo acompaño a todas partes… Es un hombre sabio, y todo el que le desafía sale perdiendo. Él me dijo que vendrías, ¿sabes? Me dijo que intentarías revelarme cosas acerca de mi pasado… No te esfuerces, nada de eso me interesa ya.

Los dos volvieron a contemplar en silencio el mar durante unos minutos.

—¿Y el lobo? —preguntó Ardal de pronto, al notar un reflejo rojizo enroscado a los pies de la princesa.

—Es mío, no me abandona nunca —repuso Annun con una triste sonrisa—. De algún modo que no logro comprender, forma parte de mí.

La noche cayó rápidamente sobre la nave, y, sin saber cómo, Ardal se encontró de pronto acostado sobre la cubierta, envuelto en una áspera manta de lana cruda. No sabía cuántos días habían transcurrido desde que zarparon, había perdido la noción del tiempo… Poco a poco, el cielo fue tiñéndose de un rojo intenso sobre su cabeza, y comprendió que estaba a punto de amanecer. Al incorporarse, notó que la luz púrpura del alba no había conseguido hacer palidecer a las estrellas, y entonces supo que habían llegado al límite del mundo.

Rápidamente, el rey se encaramó al castillo de proa para observar la nítida línea del horizonte, que se encontraba más próxima que nunca. Sobre ella, tal y como esperaba, vio a la gigantesca esfinge de obsidiana encargada de custodiar la Puerta de Oriente. Sus alas, cubiertas de ojos pintados en blanco y negro, se desplegaban a ambos lados de su cuerpo, abrazando una porción de océano tan inmensa que ambas llegaban a tocarse en el otro extremo del planeta. Entre las patas de la esfinge se alzaba un gran espejo circular.

La nave enfiló hacia el interior de aquel extraño puerto formado por las alas de la esfinge, en medio de los quejidos cada vez más violentos que emitía su frágil estructura de huesos. Cuando tuvieron ante sí el espejo de la puerta, el casco de la Nagelfar comenzó a experimentar violentas sacudidas, como si los muertos se sintiesen atraídos hacia ella con tal violencia, que estuviesen a punto de hacer saltar el navío en pedazos.

Annun condujo la nave hacia las plumas de piedra de una de las alas de la esfinge. Sobre el borde de las plumas se había depositado una estrecha franja de arena de color ceniza. A una señal de la princesa, los hombres saltaron a aquella fúnebre playa, mirándose entre ellos con mal disimulada aprensión.

El rey fue el último en abandonar el barco. Antes de hacerlo, se volvió hacia Annun con expresión interrogante.

—¿No vienes con nosotros? —le preguntó.

—Aún no lo he decidido —repuso la princesa con una misteriosa sonrisa—. Tal vez lo haga, tal vez no… En cualquier caso, volveremos a vernos. Si lográis atravesar la Puerta de Oriente, dentro de unos días nos encontraremos al Otro Lado del Mundo.

En ese momento, Ovinnik, que en todo el viaje no se había dejado ver, salió de su camarote ataviado espléndidamente y armado con una altísima lanza de fresno rematada por una punta dorada. Alrededor de la lanza se enroscaba un pequeño dragón negro con la cola descarnada, similar al que rodeaba la torre del mago. Sin decir ni una sola palabra, el mago saltó de la nave y comenzó a caminar majestuosamente sobre la oscura franja de arena, en dirección al espejo de la puerta.

Después de un instante de duda, los hombres lo siguieron. Mientras caminaban, los innumerables ojos pintados sobre el ala de la esfinge parecían observarlos en silencio.

Finalmente, la arquera Olwen se decidió a hablar.

—¿Dónde están los guardianes de la puerta? —preguntó, asombrándose del sonido tembloroso de su propia voz—. Dicen que son despiadados, y que no dejan pasar a nadie…

Sin girarse, Ovinnik emitió una seca carcajada.

—¿Y quién dice esas tonterías? —preguntó—. La única guardiana de la puerta, como veis, es de piedra. Claro que eso no significa que no sea despiadada…

—¿Quién la construyó? —preguntó tímidamente Keuhir—. Me refiero a la esfinge…

El mago tardó un momento en responder.

—¿Quién sabe? —repuso finalmente—. Tal vez nadie… Hay quien dice que fueron ellas las que construyeron el mundo —añadió, apuntando con un dedo nudoso hacia el rostro impenetrable de la alada criatura.

—¿Ellas? —preguntó extrañado Edern—. ¿Por qué hablas en plural?

—Al otro lado se encuentra la Puerta de Occidente, custodiada por otra esfinge idéntica a esta —explicó el mago con cansancio—. Bueno, ya hemos llegado…

El grupo acababa de rodear una de las zarpas de obsidiana de la esfinge, encontrándose, al otro lado, con la superficie lisa y cristalina del espejo. Durante unos minutos, los hombres se contemplaron en aquella extraña puerta que les devolvía su reflejo con tanta nitidez como jamás habían visto. Ardal advirtió, sin embargo, que el reflejo de Ovinnik no se encontraba entre los demás.

—Aquí está la puerta —exclamó el mago entonces, volviéndose hacia los viajeros—. Atravesadla si sois capaces… Aunque os advierto que, para lograrlo, tendréis que hacer terribles sacrificios.

El mago avanzó entonces hacia el espejo con paso resuelto, y en un instante lo atravesó, como si estuviera hecho de aire.

Los hombres del rey se miraron entre sí, asombrados. Ardal se acercó lentamente al espejo y, con precaución, deslizó su mano sobre él; comprobó entonces que su superficie era tan sólida como un cristal, y que ninguna criatura humana habría sido capaz de atravesarla.

En ese momento vieron que Annun avanzaba hacia ellos, caminando descalza sobre la arena.

—Tú puedes ayudarnos —dijo Ardal, yendo a su encuentro—. Dinos qué debemos hacer para atravesar el espejo como lo ha hecho Ovinnik.

La joven meneó la cabeza con tristeza.

—No sé cómo lo hace —murmuró—. Él me contó que los magos conocen el camino al Laberinto de los Sueños desde el principio de los tiempos, pero nunca me ha permitido cruzar la puerta con él. Dice que es demasiado doloroso…

—Dejémonos de tonterías —exclamó Lug—. La magia de mi cuerno no es menor que la de Ovinnik. Con él puedo abrir cualquier puerta…

—Yo no lo intentaría —le advirtió Annun—. La magia que protege este lugar es muy antigua. No creo que tu cuerno pueda hacer nada contra ella.

Lug dudó un segundo; pero, tras mirar al rey, decidió probar suerte. Después de todo, ¿qué podían perder? El caballero se llevó el cuerno a los labios y sopló con toda la fuerza de sus pulmones. El sonido que surgió del instrumento resonó en el aire durante largo rato, como el rugido de una alimaña herida. Un instante después, el cuerno comenzó a resquebrajarse, y Lug tuvo que soltarlo para que no le estallase en las manos.

El estruendo que produjo la rotura del cuerno mágico pareció despertar a la esfinge, cuyos párpados de piedra se alzaron lentamente, dejando al descubierto dos ojos grandes como soles.

—¿Quién se atreve a perturbar mi sueño? —preguntó con suavidad la extraña criatura.

Ardal se adelantó un par de pasos y miró directamente a los ojos de la esfinge.

—He sido yo, Ardal, el rey de los Vassar —repuso sin la menor vacilación—. Yo te he despertado.

—Sé quién eres, Ardal: El hijo de Ixión… ¿Qué quieres de mí?

—Quiero entrar en el Laberinto de los Sueños y hablar con el Bakú.

—No estás muerto, ni eres el sueño de un sueño, así que no puedo dejarte entrar en el Laberinto de los Sueños, que algunos llaman Eldir —respondió la esfinge.

—Sin embargo, en otros tiempos, a los reyes se les permitía traspasar las puertas del mundo para que pudieran pedir consejo a sus antepasados —argumentó Ardal, sereno.

La esfinge emitió un gorgoteo parecido a una carcajada.

—Los reyes antiguos eran unos bárbaros, y realizaban sacrificios humanos para poder llegar hasta el Palacio del Silencio —repuso en tono burlón—. ¿Es eso lo que tú quieres hacer? Quizá sacándole las entrañas a alguno de tus caballeros consigas que se abran las puertas…

—Sabes que no haría tal cosa. Pero, aun así, debes dejarme entrar… lo mismo que has dejado entrar a Ovinnik.

—¿Te refieres a «Lanza de Elfo»? —gruñó la esfinge—. Él y todos los magos que le precedieron han pagado un precio muy alto para atravesar esta puerta. ¿Estás dispuesto a pagar el mismo precio?

—Haré lo que sea necesario.

—Muy bien —dijo la extraña criatura con un brillo oscuro en la mirada—. Entonces, entrégame todos tus sueños y esperanzas, todos y cada uno de tus recuerdos; a cambio, yo te ofreceré un guía que te conducirá hasta la misma morada del Bakú. Pero solo podrás hacer ese viaje una vez… Una vez nada más.

Ardal cerró los ojos al oír aquellas palabras, que habían evocado en él extrañas imágenes cuyo significado no lograba descifrar. Sentía como si una luz lejana intentase abrirse camino a través de su mente, recordándole una situación muy similar a la que estaba viviendo en aquel momento. Alguien, en otro tiempo y en otro lugar, le había exigido el mismo precio a cambio de la verdad: renunciar a la esperanza y a todos los recuerdos de su vida… Pero ¿quién había sido, y cuándo había sucedido aquello? Como en un fogonazo, a Ardal le asaltó la visión de dos hermanos idénticos como dos gotas de agua, que viajaban junto a él y otras personas en el interior de un aparato volador. El aparato avanzaba a toda velocidad por el interior de la tierra, atravesando interminables túneles… Y, entre los viajeros, se encontraba la hermosa muchacha de los cabellos de fuego, aunque en ese momento recordó que su nombre no era Morwen. No, ella se llamaba de otra manera… Estaba a punto de recordarlo cuando la voz de la esfinge le sacó bruscamente de sus ensoñaciones.

—Veo en tus ojos un destello de duda que antes no había visto —exclamó el hierático rostro de piedra—. No estás preparado para pagar el precio de este viaje… Me has hecho perder el tiempo; vete, y no vuelvas a mí nunca más.

Todos los ojos de las alas del guardián se cerraron simultáneamente, y también los párpados de obsidiana de su rostro cayeron sobre sus grandes pupilas sin vida. Ardal, desesperado, desenvainó su espada.

—Si no quieres dejarme pasar por las buenas, te obligaré a hacerlo —le gritó a la esfinge mostrándole el arma—. Esta espada no es como las demás; está hecha del mismo metal con el que se forjó la espada de Ixión; y te atravesaré con ella si no accedes a abrirme. Entonces sabrás lo que es el dolor. Sufrirás como sufren las criaturas humanas…

Los cien mil ojos de la esfinge se entreabrieron ligeramente, brillando con un fulgor ambarino.

—¡Malditos hijos de los hombres! —exclamó el monstruo lleno de ira—. No sois más que sombras de la vida en comparación conmigo. Os creéis inmortales… ¡vosotros, absurdos enanos engendrados por el error y la ira! ¿De verdad creéis que podéis enfrentaros a mí? Solo sois sombras… y en la sombra os consumiréis.

Las alas de obsidiana de la esfinge se agitaron majestuosamente, y el reflejo del sol en su brillante superficie se proyectó sobre Ardal y sus hombres como una violenta llamarada. Aquella avalancha de luz, al encontrarse el obstáculo de las frágiles formas humanas que se erguían sobre la estrecha franja de arena, se refractó en un grotesco juego de sombras que comenzaron a danzar a la espalda de los guerreros, sobre el mar. Eran sombras extrañas, formadas a partir de los contornos de los hombres de Ardal, y, sin embargo, completamente diferentes a ellos. Sus distorsionadas siluetas fueron perfilándose poco hasta transformarse en figuras perfectamente definidas: un águila, un zorro, una serpiente, un dragón de escamas plateadas… Formas, que, bajo el ardiente sol reflejado por las alas de la esfinge, remontaban el vuelo y cobraban vida.

—No dejéis que os alcancen —gritó Annun, en cuanto vio que aquellas criaturas de la oscuridad empezaban a elevarse sobre el mar.

Desgraciadamente, su advertencia llegó demasiado tarde. No había concluido de hablar cuando se dio cuenta de que Lailoken, el druida, había sido alcanzado en el muslo por una serpiente de escamas de sombra, que le había hecho caer fulminado al suelo sin emitir ni un solo gemido. Olwen, que había presenciado la escena al lado de Annun, hizo ademán de acudir en ayuda del pobre druida, pero Annun la retuvo.

—¿Quieres acabar como él? —le preguntó suavemente—. Tenéis que huir, de, lo contrario las sombras os destruirán a todos.

Sin hacer caso de las palabras de Annun, los guerreros sacaron sus armas e intentaron alcanzar con ellas a las sombras, pero todos sus golpes caían en el vacío. Burlándose de ellos, las sombras danzaban de un lado a otro, flotando en el aire, y consumiendo todo lo que tocaban.

Exasperado, Ardal envainó su arma y volvió sus ojos hacia el sol, que, en aquella parte del mundo, era apenas una rebanada luminosa en el límite púrpura del cielo, sumido en un larguísimo amanecer.

Entonces se le ocurrió una idea.

—¡Keuhir! —gritó, buscando con la mirada a su fiel escudero—. ¡Tu escudo! Rápido… ¡vuélvelo hacia el sol!

El joven Keuhir hizo lo que le ordenaba el rey, y el deslumbrante reflejo de su escudo cayó sobre la silueta amenazadora de un águila de sombra que estaba a punto de abatirse sobre él, disolviéndola para siempre. Comprendiendo al instante lo que había sucedido, todos los guerreros orientaron sus armas hacia la rojiza luz del alba, para, atacar con sus reflejos a las sombras. Estas, ahuyentadas por los destellos de luz de escudos y espadas, se mantuvieron a una prudente distancia, esperando el momento. Ardal sabía que, en los confines de la Tierra, la noche apenas duraba unos minutos, antes de que el sol volviese a restaurar la aurora casi perpetua que bañaba el horizonte. Unos pocos minutos que, sin embargo, bastarían para que las sombras, libres de la amenaza de la luz, los aniquilasen a todos… La serpiente que había abatido a Lailoken ya arrastraba los despojos del druida hacia la Puerta de Oriente, a pesar de que su cuerpo aún se debatía entre la vida y la muerte. Y lo mismo harían con los demás las sombras que habían escapado de las almas de cada uno de los guerreros: porque aquellas negras criaturas formaban parte de ellos y eran, en cierto modo, un espantoso reflejo de su ser más oculto. El rey las observó una por una con el corazón encogido, tratando de identificar la que le correspondía. Sus ojos se detuvieron con una mezcla de horror y fascinación sobre la silueta semitransparente de un dragón que instantes antes le había perseguido, y que ahora se mantenía inmóvil en el aire, haciendo serpentear en todas direcciones su flexible cuerpo, que parecía hecho de agua. Ese era el animal de tinieblas que él había engendrado, la sombra que acabaría con él si no encontraba antes un medio de alejarla.

El resto de los hombres también había comprendido lo que se proponían aquellas temibles criaturas.

—Si no hacemos nada, nos darán caza en cuanto oscurezca —exclamó Edern con la vista fija en la sombra de un zorro que parecía vigilarlo desde la altura—. Retirémonos hasta la Nagelfar y escapemos, ahora que todavía hay tiempo.

Era la única salida sensata, y todos respiraron aliviados. En cuanto oscureciera, se encontrarían totalmente desprotegidos frente a aquel ominoso ejército de tinieblas. Pero aún podían escapar, siempre que lograsen hacer navegar a la Nagelfar…

—Annun, ¿podrás dirigir tú la nave de los muertos en ausencia de Ovinnik? —preguntó Lug, volviéndose hacia la joven princesa.

—Mientras Penkawr conserve el escaso aliento de vida que le queda, su ejército de muertos nos obedecerá, y la nave nos llevará adonde queramos.

—Mientras conserve un aliento de vida… —repitió pensativo Ardal.

Los ojos plateados de Annun se clavaron en los suyos, llenos de miedo.

—No lo hagas —susurró la muchacha—. No hagas lo que estás pensando…

—¡Olwen, ven aquí! —ordenó el rey—. Sé que tienes buena vista… ¿Ves ese destello amarillo que brota de las entrañas de la Nagelfar?

Olwen, acercándose al límite de la arena, entrecerró los ojos para ver mejor.

—Viene del cráneo del esqueleto que Ovinnik utiliza como trono —repuso al cabo de un instante—. Puedo verlo desde aquí perfectamente.

—¿Serías capaz de acertarle? —preguntó Ardal.

La arquera sonrió y, por toda respuesta, alzó el arco a la altura de su rostro y tensó lentamente la cuerda. Annun se lanzó sobre ella para impedir que disparara, pero Lug la retuvo. Cuando consiguió zafarse de él, la flecha de Olwen ya volaba en dirección al ojo dorado de Penkawr, donde latía su último aliento de vida. Un instante después, el destello del ojo, alcanzado de lleno, se había apagado para siempre.

De pronto, toda la nave empezó a crujir y a estremecerse desde la proa hasta la popa, como si los huesos que la formaban estuviesen tratando de liberarse de sus ataduras. Un coro de lamentos brotó de la siniestra armazón del barco. Un instante después, el casco estalló, y los esqueletos que lo componían volaron en todas direcciones como polillas de marfil. Eso, al menos, fue lo que creyó Ardal, en un principio… Pero no tardó en darse cuenta de que los muertos cargados de cadenas viraban en el aire e iban directamente hacia ellos, tal y como había esperado.

—¡Agarraos a ellos cuando pasen sobre nuestras cabezas! —les ordenó a sus hombres.

Él mismo se aferró a una tibia rota que estuvo a punto de golpearle el cráneo, perteneciente a un esqueleto tan esbelto y frágil que nadie habría creído que fuera capaz de soportar el peso de un hombre. Sin embargo, el esqueleto lo arrastró hacia arriba, y, aferrado a él, el rey bardo pasó por encima de las alas del Guardián de Oriente y se dejó caer al otro lado.

Ardal permaneció unos instantes tendido en el suelo, sintiendo bajo su cuerpo la fría dureza de la roca. Cuando por fin abrió los ojos, se encontró sumido en una oscuridad total. Al parecer, al otro lado de la puerta reinaba una noche perpetua, una noche sin luna ni estrellas, tan impenetrable que el rey ni siquiera alcanzaba a ver a sus compañeros. Y, lo que resultaba aún más inquietante, tampoco podía oírlos… Ni un susurro, ni un quejido, ni un lamento llegaba hasta sus oídos. Cuando comenzó a llamar a gritos a sus hombres, ni siquiera logró escuchar su propia voz.

Estaba a punto de darse por vencido cuando una tenue luz empezó a iluminar poco a poco la atmósfera, permitiéndole distinguir al fin los contornos de sus guerreros. Aquel pálido reflejo del sol procedía del escudo de Keuhir, que, al parecer, había logrado retener con su magia algunos destellos del amanecer que lo había bañado al otro lado de la puerta. Bajo aquel tenue reflejo, el paisaje que los rodeaba cobró vida, y los sonidos, hasta entonces sofocados por la densa oscuridad, se dejaron oír de nuevo.

Los hombres intercambiaron miradas de alivio, como si el hecho de volver a oír su propia respiración les hubiese ayudado a vencer el pánico que habían sentido unos momentos antes, cuando la oscuridad les había privado de todos sus sentidos. Sin embargo, antes de que llegasen a decir una sola palabra, oyeron a su izquierda un débil aplauso, seguido de una áspera carcajada.

—Ovinnik —exclamó Ardal con profundo desagrado, reconociendo al anciano mago—. Nos has traicionado… Habías prometido llevarnos hasta el laberinto del Bakú, pero, a la primera oportunidad, nos has abandonado a nuestra propia suerte.

Bajo la débil luz reflejada por el escudo, los ojos del mago brillaban como tizones al rojo.

—Bueno, ahora ya no importa, ¿no? —repuso el anciano sonriendo—. Te las has arreglado para entrar, de todas formas…

—Si no quieres ayudarnos, ¿por qué estás aquí? —preguntó Ardal con frialdad—. ¿Es que has cambiado de opinión?

Ovinnik le miró con ojos chispeantes.

—Lo cierto es que el viaje no ha hecho más que empezar, y, sin mi ayuda, no llegaréis muy lejos. Necesitáis un guía para atravesar el Laberinto de los Sueños y llegar al Palacio del Silencio… Pero solo los muertos conocen el camino. ¿Lo habías pensado?

Los ojos del anciano se clavaron en Ardal con un maligno brillo de alegría. Y entonces, antes de que el rey pudiera reaccionar, Ovinnik levantó su lanza y, saltando sobre Ardal como un felino, le golpeó brutalmente con ella, haciéndole salir despedido por los aires.

De inmediato, los guerreros del rey se lanzaron sobre Ovinnik para castigarle por haber atacado a su señor. Sin embargo, el mago, deteniéndose en mitad de su salto, cambió de rumbo en pleno vuelo y se abatió sobre ellos a la velocidad de una flecha, derribando a Edern antes de que tuviese tiempo de reaccionar. Lug fue lo suficientemente rápido para sacar su arma antes de que el mago cayese sobre él, pero Ovinnik detuvo el potente hachazo que le lanzó el guerrero y, girando sobre sí mismo, derribó de una patada a Keuhir, haciéndole rodar por el suelo.

Olwen había aprovechado el enfrentamiento de Ovinnik con sus compañeros para tensar la cuerda de su arco y apuntar directamente al cuello del mago, que, desde la posición en la que se encontraba, no podía verla. Sin embargo, la flecha nunca llegó a ser disparada, porque, en el último momento, Ovinnik, ejecutando una rápida pirueta, la alcanzó con su lanza, atravesando la cota de malla que le cubría el pecho. El lugar de la herida no era mortal, pero una gran mancha de sangre tiñó los anillos de la armadura, y la arquera se quedó totalmente inmóvil, con el arco en posición de disparo.

Ardal y Lug se lanzaron sobre Ovinnik, furiosos, pero el mago los detuvo con un imperioso gesto.

—¡Quietos! —exclamó con voz de trueno—. Continuar con este combate sería absurdo… Ahora ya tenemos la guía que necesitábamos —añadió, señalando a Olwen.

—¿Qué le has hecho? —preguntó Keuhir, pálido de miedo—. ¿Está muerta?

—Aún no —aseguró el mago—. De momento, sigue viva… Al menos, su corazón continuará latiendo durante un tiempo; pero, muy pronto, su espíritu saldrá arrastrándose al encuentro de sus antepasados; y, en cuanto lo haga, lo seguiremos. Él nos guiará hasta el Palacio del Silencio.

En ese momento, un amasijo de ramas espinosas y oscuras brotó del pecho de Olwen, rasgando su carne y la cota de malla que la cubría. Los hombres contemplaron espantados aquel rosal hecho de sombras, cuyas flores brillaban como ascuas de fuego. El arbusto cayó al suelo retorciéndose y empezó a arrastrarse penosamente hacia delante, en medio del más profundo silencio. Ardal se volvió a mirar a la desdichada arquera.

—Parece estar sufriendo muchísimo —murmuró, sintiendo un nudo en la garganta.

—Así tiene que ser —replicó el mago en tono indiferente—. Separarse de lo que uno ha sido durante toda su vida, de todo cuanto ha amado y atesorado en su memoria, resulta terriblemente doloroso, ¿no es cierto, Annun?

—No lo sé —exclamó la interpelada con gesto sombrío—. No lo recuerdo.

—¡Ah! Sí, ese pequeño detalle —dijo Ovinnik con ironía—; pero a cambio obtienes un inmenso poder.

—¿De qué poder estás hablando? —preguntó Ardal, señalando a Olwen—. La has destruido, ya nunca volverá a ser lo que era…

—Pero, a cambio, su espíritu encontrará el camino a través del Laberinto de los Sueños y llegará hasta el trono del Bakú. Entonces podrá pedirle un deseo… Tendrá que ser cuidadosa en su elección, porque este viaje solo puede realizarse una vez. En cierto modo, es afortunada… El Bakú puede hacer realidad cualquiera de sus sueños, por irrealizable que parezca.

—¿Qué le pediste tú, Ovinnik? —preguntó Ardal, acercándose al mago con expresión amenazante—. Y, sobre todo, ¿por qué has vuelto, si, como dices, este viaje solo puede hacerse una vez?

—Ya te lo advertí en otra ocasión: mis deseos no son asunto de nadie… Nos veremos frente al Palacio del Silencio.

Alrededor del mago se congregó rápidamente una bandada de cuervos tan negros como la noche. Cuando los pájaros remontaron el vuelo, el mago había desaparecido.

—¡Keuhir, levanta tu escudo tan alto como puedas! —gritó Ardal—. Necesitamos más luz, no podemos dejar que escape…

—No te molestes —le advirtió Annun con voz apagada—. El alma de Ovinnik es tan negra que no puede ser atravesada por ninguna luz. Si él no quiere dejarse ver, nadie lo verá.

—¡Haz lo que te digo! —insistió el joven rey, dirigiéndose a su escudero.

Keuhir alzó el escudo con ambos brazos, y su superficie emitió una luz radiante y rojiza como la del amanecer. Entonces, el mundo se iluminó a su alrededor, y los hombres de Ardal escudriñaron el cielo con ansiedad. Algunos cuervos describían amplios círculos en la altura, pero no se veía ni rastro del mago. Sin embargo, al bajar la vista, pudieron contemplar por fin el paisaje que los rodeaba, y que hasta entonces había permanecido sumido en las sombras. El pequeño grupo de caballeros se hallaba sobre la cima de una pequeña colina, a cuyos pies se extendía un inmenso e intrincado laberinto. Pero la visión duró tan solo unos instantes… La luz del escudo de Keuhir se fue apagando lentamente, y, con ella, los contornos de la mágica construcción que debían atravesar se fueron difuminando hasta fundirse en una espesa bruma gris.

Ardal tuvo la extraña sensación de que algo en su interior estaba cambiando. De pronto, la niebla le obligó a cerrar los párpados como una venda firmemente apretada, y un extraordinario cansancio se apoderó de él. Oyó una voz en su mente que le sonó vagamente conocida, pero no logró identificarla ni entendió muy bien lo que decía. Y luego, el mundo se fue aclarando a su alrededor, y entonces cayó en la cuenta de que ya no se encontraba en el Laberinto de los Sueños, sino dentro de una gigantesca estructura circular, rodeado por todas partes de gente que le sonreía y le felicitaba. Un hombre de rostro oriental se le acercó y le preguntó si se encontraba bien.

Por toda respuesta, el rey se llevó las manos al pecho y comprobó que su armadura había desaparecido, y que en su lugar llevaba puesto un mono negro, hecho de un material viscoso y repugnante. Entonces recordó que su nombre no era Ardal, sino Martín, y supo que nada de lo que acababa de vivir era real. Los cientos de miles de personas que abarrotaban el anfiteatro se habían puesto en pie, y aplaudían con entusiasmo. Supuso, por las sonrisas radiantes que le dirigían los técnicos que se habían acercado a ayudarle, que los aplausos iban dirigidos a él. A través del navegador le llegó la misma voz que había oído unos minutos antes, pero esta vez la reconoció de inmediato. Era la voz de su madre, que le instaba a saludar a los espectadores.

Sintiendo que todo le daba vueltas, Martín avanzó un par de pasos, sin saber muy bien adonde se dirigía. Trató de inclinarse para ejecutar una reverencia, pero, en ese instante, la mente se le nubló y perdió el equilibrio. Lo último que oyó antes de derrumbarse fue el eco de su propia voz pidiendo ayuda a los técnicos que lo rodeaban.