13

El domingo siguiente a Todos los Santos, Virgile fue invitado a Les Peyrières. Como Julien se lo había pedido tan amablemente, aceptó de buena gana. El caso Lacombe seguía extraños derroteros, en los que el hijo de los Thomasseau cada vez estaba más involucrado. Se fueron de excursión con Valentín por la zona de Sauzet. La mujer de Julien dispensó la simpatía justa para que la estancia en el Quercy fuera agradable. En su papel de amigo de la familia, el perfil de Virgile era modélico.

Los dos ex alumnos de La Tour Blanche pasaron largas horas en las bodegas. Abajo, en la penumbra de los sótanos sin pavimentar, Julien procedía al bazuqueo de los vinos como en la zona de Burdeos. Era un método que en ese rincón del valle del Lot podía considerarse audaz. Virgile le alentó a seguir por esa vía, la de la calidad y la exigencia, que tendía a elevar la denominación de origen hacia el concepto de grand cru que el INAO

[5] todavía rechazaba.

Entre Albas y Puy-l'Évêque, Julien Thomasseau tenía fama de vándalo. No sólo revolucionaba la alquimia de las bodegas, sino la forma de trabajar las viñas. Recibía tantas críticas como medallas en los certámenes agrícolas. El ingreso inminente de sus vinos en la Guía Cooker contribuiría con certeza a acrecentar aún más su fama. Su suegro le admiraba sin ambages, por haber salvado el honor de toda una familia y rehabilitar un viñedo cuyo sino, tarde o temprano, habría sido el arriendo. El viejo Rouffiac era demasiado orgulloso para mostrar gratitud hacia su yerno, pero sus silencios tenían valor de asentimiento. Julien se conformaba.

Su suegra era más retorcida. Cada elogio dicho a la cara traía su arañazo por la espalda. Procedía de una familia de terratenientes acomodados, con tantos aparceros como dedos en las dos manos, y nunca se había perdonado encontrar tan mal partido. La consecuencia era una vida dedicada a ponerle los cuernos a su esposo. A ese respecto, Julien le expuso a Virgile una certeza: la de que antes de ser amante de su mujer el padre de Valentín lo había sido de su suegra. ¡Y encima en las narices del viejo Rouffiac! La experiencia demostraba que las intuiciones de Julien casi siempre daban en el clavo.

—¡Pobre Juju, en qué follón te has metido!

—¿Tú qué habrías hecho?

—Ni idea. ¿Sabes que Léa ha declarado que el único amor de su vida fuiste tú?

Julien guardó silencio, contemplando las viñas desnudas de follaje. Valentín estaba jugando con un camión de plástico amarillo que Virgile le había comprado de pasada en un área de servicio.

—¿Aún estás enamorado de ella?

—Tanto o más que antes. —Y tras un largo suspiro el joven viticultor añadió—: Pero ya me dirás tú si tiene algún sentido...

—¡Ahora te necesita!

—¿Y qué?

—Pues que nunca es tarde...

Valentín pidió volver a casa. Estaba cansado de caminar «como los mayores».

Fue un domingo tranquilo y hogareño. Probaron el vino nuevo. Julien puso bastante leña en la chimenea para asar castañas de Bouriane. Valentín se reía de que su padre se pinchara los dedos al descortezar los frutos. Céline estaba en casa de una amiga, haciendo dulce de membrillo.

Virgile se fue de Les Peyrières con la seguridad de que su amigo volvería con Léa.

La plaza Gambetta era toda ella un concierto de bocinas y un ballet de faros blancos. El chirimiri que mojaba Burdeos desde el atardecer entorpecía aún más el tráfico.

El comisario Barbaroux monopolizaba por sí solo dos mesas del Régent. Le gustaba estar a sus anchas. Pidió una copa de vino blanco y quiso ver la botella: un Pessac-Léognan de...

Al ver la etiqueta asintió con la cabeza, pero sin humedecer sus labios en la copa llena al ras. Hacía unos meses que le interesaba la enología, y estaba emocionado por la idea de hablar con Benjamin Cooker. Le había contado a su mujer con cierto orgullo que estaba a punto de tener una entrevista con el consumado winemaker.

Antoine Barbaroux era amigo de hacer ostentación de sus conocimientos. A juzgar por sus palabras, su bodega era digna de un experto, pero casi nunca invitaba a sus compañeros de trabajo a compartir alguna de sus botellas. Se notaba que hablaba más de lo que bebía, pero ante una eminencia como Cooker sabría achicarse.

Cooker se estaba retrasando. Barbaroux aprovechó para echarle un vistazo a Sud-Ouest, que de lo único que hablaba era de la puesta en libertad del sospechoso del caso Bommes. El artículo se ensañaba con la policía, diciendo que la investigación estaba en punto muerto y que la hipótesis del robo volvía a ganar enteros. Se hablaba de que los Lacombe tenían un tesoro. El autor del artículo especulaba con lingotes de oro. El misterio se hacía más tupido. A todo eso, la jueza de instrucción sin soltar prenda, y el comisario Barbaroux que tampoco destacaba por su locuacidad. A falta de progresos, los reporteros del diario regional admitían estar completamente a la expectativa.

Barbaroux empezó a impacientarse. La combinación de lo que acababa de leer y el retraso de Cooker le había puesto de mal humor. Por fin llegó el enólogo, con el cuello del loden levantado, y paseó por la sala una mirada perspicaz antes de dirigirle media sonrisa al comisario. No se conocían de nada, pero con su impermeable deformado y su cigarrillo pegado al labio inferior Barbaroux daba el tipo de poli de caricatura.

Dio muestras de obsequiosidad hacia Cooker, que a la vez que pedía disculpas se limpió de lluvia las garitas de lectura. El siguiente tema de conversación fue el vino blanco que estaba bebiendo el investigador. Benjamin le comentó que a ese precio el bar tenía otros mejores, e hizo valer su influencia para que el camarero trajera dos copas. Barbaroux, que estaba en el séptimo cielo, escuchó rendidamente al orfebre de los vinos. Fue el momento elegido por Cooker para la estocada.

—¿Qué, comisario, cómo va lo de Bommes?

—Pues ahora que lo dice, quería darle las gracias por su valiosa colaboración.

—¿Ya lo tienen más claro?

Barbaroux pasó un apuro difícil de disimular.

—Nos acercamos al final. Se está estrechando el cerco. He pedido que la nieta de los Lacombe siga sin poder alejarse mucho de su domicilio. Su vida tiene demasiadas sombras. Aún nos faltan algunos elementos.

—¿Ella estaba al tanto de la colección de Yquem, comisario?

—He intentado sonsacárselo, pero sobre ese tema no me ha dicho ni mu. ¡Parecía sincera!

—Ah, pero ¿en algún momento puede ser sincera?

—Sí, con la misma convicción que ha puesto en construirse un mundo de mentiras —replicó el policía, degustando el blanco que le había recomendado Cooker.

—Le veo muy duro.

—¡De momento no tengo ninguna razón para tratarla con guante de seda!

—¿Sospecha de ella, comisario? ¿En serio?

—Atraviesa una difícil situación económica. Una de las consecuencias del nuevo régimen de los trabajadores autónomos del espectáculo es que ya no perciben el subsidio de paro. Debe tres meses de alquiler.

—Pero de ahí a cargarse a sus abuelos...

—No me malinterprete, señor Cooker. Yo no he dicho que sea la autora del doble asesinato. Es muy posible que se conformase con el papel de cómplice.

—¿Piensa en alguno de sus muchos amantes?

—Por ejemplo.

Cooker pidió dos copas más de Pessac-Léognan con la mano para no interrumpir el hilo de los pensamientos del policía, que se había vuelto muy locuaz.

—Perdone, comisario, pero ¿cómo se explica la muerte de los Lacombe, si Léa ni siquiera sabía que existiera el pequeño tesoro?

—Si quiere que le diga la verdad, yo creo que lo vendió el propio Louis Lacombe para sus bodas de oro. Justo en esa época hay un movimiento bancario que no me explico.

—Tenía entendido que el festejo corrió a cargo del ayuntamiento...

—No me refiero al banquete, señor Cooker, sino a las exigencias cada vez más continuas de Léa.

—¡Pero si el día de la fiesta del pueblo a los Lacombe ella ni siquiera estaba!

—¡Claro, para castigarles! El día antes «el abuelete se negó a hacerle un ingreso a la chavala». Es lo que dijo el cajero de Langon.

—¿Cree que extorsionaba con frecuencia a sus abuelos?

—Ella dice que no, pero qué otra salida le quedaba...

—La gente mayor suele enternecerse con facilidad.

—Hasta el día en que las exigencias se hacen demasiado apremiantes. Quizá demasiado amenazadoras.

—¡Veo que no tiene pelos en la lengua, señor Barbaroux!

Benjamin le trataba de «señor» con cierta elegancia, como si fuera el modo de situar la conversación en un plano de consenso, equidad y provecho. Tenía la sensación de haberse ganado la confianza de Barbaroux.

—Mire, hoy mismo, en mi fuero interno —siguió explicando el comisario—, he llegado a la convicción de que a los viejos les mató un pariente mientras dormían. Alguien íntimo. ¡Muy íntimo! Dígame una cosa: al final el único que sabía lo del escondite era ese chico, Thomasseau, ¿verdad?

—Eso parece —contestó secamente Cooker.

—Pues es un poco raro...

—¡Francamente, comisario, yo no le veo nada de raro a que el viejo Lacombe sintiera la necesidad de compartir su secreto con un niño que le caía más o menos simpático!

—Pero ¿por qué precisamente él?

—Pues quizá porque se parecía a su hijo, y porque su nieta no le daba las garantías esperadas sobre su integridad. Me explico, ¿no? Además Julien era hijo de viticultor, y sabía el valor de las botellas. En mi opinión no hace falta ir más lejos.

El tono de Benjamin se había vuelto más serio. No le gustaba que el comisario proyectase la sombra de una duda sobre el amigo de su ayudante.

—De todos modos, tendré que hablar con él. Podrá aclararme muchas cosas sobre el pasado de Léa.

—Por supuesto —se limitó a asentir Benjamin—. Por supuesto.

—¿Tenía la llave de la casa de los Lacombe?

—Que yo sepa no. ¿Por qué iba a tenerla?

—No me haga caso, que he dicho un disparate.

—Sí, a mí también me lo parece —soltó Cooker con un tono que de conciliador no tenía nada.

El Régent se había ido vaciando de sus clientes más parlanchines. En las mesas quedaban algunas parejas con sonrisas crispadas por el peso de los años, jóvenes burguesas elegantes y ociosas y un ejecutivo enfrascado en su agenda electrónica. Antoine Barbaroux hacía esfuerzos por alargar la conversación engarzando hipótesis más o menos azarosas a fin de ganarse un rato más los favores del enólogo.

Benjamin ya no le seguía el juego. El policía sacó la última Guia Cooker para pedir una dedicatoria. Tras concedérsela, el experto invitó a su lector a estudiar la selección de Sauternes.

—Seguro que encuentra la solución del caso —bromeó el degustador.

Después de guardarse la pluma estilográfica en el bolsillo interior de la chaqueta, se quitó las gafas (la nariz enrojecida por los primeros fríos, pero también por la sucesión de vinos blancos —todos muy dignos de estima— que acababan de consumir). Barbaroux no era el policía más perspicaz que conocía, holgaba decirlo, pero podía presumir de algo: de un buen conocimiento del trullo (el de vino y el otro).

Cooker decidió pasar otra vez por su oficina de Tourny para recoger el billete de avión a Johanesburgo. Ya hacía diez años que ejercía de consejero privilegiado para diversas wineries, y el viaje a Sudáfrica siempre constituía un auténtico placer. El vuelo, programado para el día siguiente, ya había sido confirmado por su secretaria. Al abrir la puerta del despacho, se llevó la sorpresa de ser recibido por su ayudante.

—¿Aún trabajando, Virgile?

—Es que hemos recibido muchos mensajes.

—Bueno, ya habrá tiempo mañana, que empieza a ser muy tarde.

—Entonces...

—Entonces ya puede irse a casa.

—Es que tengo que darle unas noticias que..., que no son fáciles de dar.

—Abrevie, Virgile, que tengo que levantarme muy temprano.

—Pues mire, resulta que el viejo Thomasseau se ha muerto de otra embolia.

—Es una pena —dijo el enólogo con visible pesar.

—... y ha llamado de Londres su hermano Edwards —prosiguió Virgile, rehuyendo la mirada de su jefe—. Su padre no está bien. Dice que vaya. A su hermano podrá encontrarlo en su despacho. Según él, su padre no tiene para largo.

Cooker se quedó de repente blanco y tieso, con la mano derecha apoyada en la mesa de recepción. A sus espaldas silbaba el tubo de la antigua chimenea, que ya no servía de tal. Siguió un momento en la misma postura sin poder articular palabra, aferrándose a la esquina del mueble. Después fue muy despacio a su oficina para encerrarse en ella.

—¿Me necesita para algo, señor Cooker?

—No, Virgile. Bueno, sí... ¿Podría buscarme el expediente de Sudáfrica? Debe de estar en el casillero de Jacqueline. Lo de los Thomasseau lo siento en el alma, pero usted cuide a Julien. No se aleje mucho de su lado. Barbaroux no tiene la intención de soltarle.

—Cuente conmigo.

—Ya lo sé, Virgile. Intentaré coger el primer vuelo para Londres. Por lo demás, haga lo que pueda. Le encomiendo las llaves de la empresa Cooker & Co.