3

—¡Quedamos a mediodía en Grangebelle! Avisaré a Élisabeth. De comer creo que habrá setas.

Aunque parecieran una invitación, las palabras de Cooker encerraban una orden, y Virgile Lanssien conocía bastante a su jefe para detectar en su voz un deje de preocupación, así que ni corto ni perezoso el ayudante abrevió al máximo lo que tenía entre manos (tomar muestras en una finca de Cotes du Bourg, en Saint-Ciers-de-Canesse) para ir a Saint-Julien. Como se le ocurriese ir en coche al Médoc, cruzando todo Burdeos, seguro que llegaba con retraso y que tendría que chuparse una vez más las críticas del maestro. Siempre podía contar con la indulgencia de la señora Cooker... Sin embargo, prefirió no entregar en mano el palo para que le zurrasen. Por poca prisa que se diera, llegaría a tiempo para coger el barco en Blaye.

Desde la sinuosa carretera que llevaba a la antigua fortaleza de Vauban, Virgile vio que el Médocain aún no había zarpado. Llegó al pontón justo cuando el personal estaba a punto de levantar la pasarela. En cuanto tuviera el coche a bordo podría disfrutar de un espectáculo único, el que brindaba el cruce del Gironde.

Había marea baja. En consecuencia, no tardarían ni media hora en llegar a la otra orilla y ver las torres de Château Lamarque. Las lluvias de las últimas semanas habían teñido de gris el agua del río. Las nubes, muy grandes, oscurecían aún más el estuario. De vez en cuando los rayos del sol perforaban aquel mar interior, irisando los racimos de árboles dispersos que tapizaban un rosario de islas antiguamente habitadas.

A Virgile le gustaba mucho coger el barco. Aunque el trayecto fuera corto, tenía la sensación de irse de vacaciones. El primer barco de su vida lo había cogido con menos de seis años, en una excursión con sus padres a Oleron. Entonces aún no existía ningún puente entre la isla y tierra firme. El mar estaba muy picado, y su madre le había prohibido acercarse a la borda. Después habían ido al faro de Chassiron, porque su padre lo confundía con el de las Ballenas, situado al norte de la isla de Ré. Para Virgile había sido una decepción enterarse de que ya hacía mucho tiempo que los cetáceos no bordeaban las costas francesas. Le había quedado un regusto amargo, aunque no tanto como para empañar el espléndido recuerdo de una larga travesía llena de prodigios. Por eso para él los barcos seguían siendo un regalo. Hizo lo que le había prohibido su madre: ir a proa y apoyarse en la barandilla.

Los pasajeros matinales para «el otro mundo» —así se llamaba desde siempre en la orilla derecha a los ricachones del Médoc— no destacaban por su abundancia. Un puñado de turistas salidos de media docena de coches se extasiaba contemplando la corriente, que agitaba hasta extremos llamativos las aguas del Gironde. Se había levantado un viento frío y los pocos habituales del servicio se refugiaron en el «salón» que dominaba el ferry, pomposo nombre, a decir verdad, para una especie de vestíbulo con mugre en los cristales, hileras de bancos incómodos y mesitas de formica. Era como ir en una de las arcaicas golondrinas que en otros tiempos surcaban las aguas heladas del Nevá, como queriendo dar fe del esplendor de un comunismo insumergible.

Virgile se había puesto una parka vieja que tenía en el maletero. Una chica con tejanos y mochila lo miraba con descaro a poca distancia. Virgile le ofreció una sonrisa y un cigarrillo. Intercambiaron palabras y miradas merecedoras de prórroga en algún banco menos tosco. Ella era estudiante y estaba vendimiando en Saint-Estèphe, concretamente en Château Calon-Ségur.

Virgile dibujó con el dedo el contorno de la Île Verte, acompañando el gesto con leyendas y cuentos originarios de esas lenguas de tierra. La joven parecía muy interesada. Le preguntó por algunos châteaux cuyas torres parecían querer cardar las nubes. Virgile dio rienda suelta a sus conocimientos sobre la región.

—O sea que no es de aquí.

—No, soy de Aix-en-Provence, pero tengo familia en Blaye. He venido a la vendimia para sacarme un poco de pasta antes de volver a la uni.

El ayudante de Cooker asintió con la cabeza, sonriendo un poco. Él también había vendimiado en los châteaux bordeleses para «ser más independiente». Podría haberse quedado en la finca familiar de Montravel, pero su padre lo habría interpretado como que le echaba una mano, y no habría tenido a bien recompensarle ni con un mísero billete. Solución: alquilar su juventud, empuje y fuerza de chaval de campo a cada comienzo de vendimia en las fincas cuyos vinos admiraba.

—¿Cómo te llamas? —La chica lo tuteó, como si aquel crucero de los pobres hubiera gestado cierta intimidad.

—Virgile. ¿Y tú?

—¿Virgile? ¡Qué nombre más raro! Yo Camille —dijo, sonriendo con sus labios carnosos.

Pidió otro cigarrillo. Virgile le enseñó un paquete irremediablemente vacío y esbozó una compungida sonrisa de disculpa. Camille se limitó a decir «no pasa nada».

En la orilla ya habían empezado a sucederse chozas sobre pilotes, cabañas para la pesca con red donde no había pescadores, que anunciaban el final del viaje. El pontón de Lamarque se acercó peligrosamente al barco, que al tocar el embarcadero provocó un choque brusco. Camille se aferró a la muñeca de Virgile. Pasado el sobresalto, y amarrado el Médocain, el ayudante de Cooker quiso soltarse, pero la estudiante no renunciaba a su presa con facilidad.

Virgile volvió a su coche. Camille le seguía de cerca.

—¿Quieres que te deje en Saint-Estèphe? No te lo he dicho, pero conozco mucho al maestro bodeguero de Calon-Ségur.

El detalle pareció disgustar a la estudiante, que redujo su respuesta a un mohín y unas palabras.

—No; no te molestes. Con que me dejes en la carretera de Burdeos ya está bien.

—¿No vas a Calon?

—No, no voy a... Bueno, mira, ¿sabes qué te digo? Que no te rompas la cabeza, que era todo una bola. Ni soy estudiante, ni vivo en Aix, ni me llamo Camille. Y no me rayes, que ya sé cuidarme.

—Pero Camille, entiéndeme...

—No me llames Camille. Anda, vete con tu mierda de coche. ¡A hacer el guaperas a otra parte! Que te abras, ¿vale?

Virgile se quedó alucinado. ¿A qué venía aquel arrebato de violencia? La chica ya tenía la mochila en la espalda y se alejaba a toda prisa por la carretera de Lamarque. Virgile frenó a su altura y bajó la ventanilla para tratar de reanudar la conversación.

—¡Que te he dicho que te abras! ¡Pasa de mí! ¡No existo! ¡Que te vayas, joder!

Estaba llorando. Le temblaban los labios. Virgile ya no sabía muy bien ni de qué color tenía los ojos. Mosqueado, dejó a la guapa histérica en la departamental 5.

El cielo se había oscurecido. El viento se llevaba las hojas de los plátanos, mientras las nubes descargaban una lluvia recia que obligó a Virgile a accionar el limpiaparabrisas. La misteriosa pasajera del ferry sólo era una tenue silueta que desapareció en el retrovisor, borrada por el chaparrón.

—¡Pero si está más blanco que un papel! ¿Qué le ha pasado, criatura?

A la señora Cooker no se le podía esconder ni el más pequeño contratiempo; para ella la cara de Virgile era un libro abierto, pero ¿qué sentido tenía hablarle de un incidente que no valía la pena contar a nadie? La chica del barco era una desequilibrada como tantas. ¿Qué sentido tenía darle tanta importancia? Sin embargo, a pesar de los esfuerzos de Virgile por quitársela de la cabeza, su imagen persistía con tenacidad. Pensándolo bien, quizá le sonara de algo. ¿De cruzarse en Burdeos, o en algún otro sitio? Sus rizos, su nariz aguileña, el mohín de sus labios, las pecas que oscurecían la parte superior de sus pómulos... Algo le decían a Virgile esos rasgos. Prefirió justificar su palidez diciendo que estaba «un poco cansado».

—¿Un poco cansado? ¿Usted, Virgile? ¿A su edad? Según Benjamin es fuerte como una roca. Me huelo que esto va de amores.

—No, señora, se lo juro.

—No jure, Virgile. Prefiero considerarle por encima de cualquier sospecha.

Al oír los pasos de su marido en la escalera, la señora Cooker cambió hábilmente de tema, invitando a Virgile a quitarse la parka mojada.

—¡Pero qué otoño! ¡Nunca se había visto nada igual! ¿Verdad, Benjamin?

—Tú en cuanto llueve ya te estás quejando, Élisabeth. ¡Ya verás! ¡Llenaremos antes los toneles que el depósito!

Virgile siempre había visto igual a los Cooker, chinchándose en broma, pero sin nada que ver con los piques y las palabras agridulces del matrimonio Lanssien, cuya vida conyugal dejaba mucho que desear. En los Cooker, Virgile veía el afecto cuya ausencia se hacía sentir tan duramente en casa de sus padres. ¿Hasta qué punto era casualidad que el joven estudiante de enología se hubiera ido de Montravel para instalarse en un estudio de mala muerte de Talence nada más cumplir la mayoría de edad?

En Grangebelle, el colaborador directo de Benjamin Cooker tenía un sitio aparte. Élisabeth le había encontrado «sumamente simpático» desde el principio, y como sabía que tenía debilidad por el chocolate, a menudo le preparaba golosinas especialmente ricas en cacao.

—A alguien tengo que mimar desde que Margaux se fue a hacer las Américas, y en vista de que a mi Benjamin tengo que ponerlo a régimen...

Era la manera de hablar de Élisabeth Cooker: expresiones que en algunos casos podían estar pasadas de moda, pero nunca faltas de inteligencia o bondad. La complicidad surgida entre Virgile y la señora Cooker desde su primer encuentro no pasaba desapercibida al hombre de la casa de Grangebelle, que a veces, cuando se sentía excluido de los buenos sentimientos que manifestaba Élisabeth hacia su protegido, explotaba en improperios como:

—¡O paráis de conchabaros contra mí o llamo a Margaux, que al menos sabrá defenderme!

Cooker no le había engañado. De comer, entre otras cosas, había setas salteadas. El aroma que se escapaba de la cocina presagiaba un festín otoñal de los que le gustaban a Virgile.

—Entrecot al fuego de sarmientos y unos cuantos cèpes de Périgord. ¿Le va bien, Virgile? —anunció Cooker.

Y antes de que el joven expresara un entusiasmo más que justificado, su jefe añadió con mirada risueña:

—¡Y de remate un Cahors, un Lagrezette del 97! ¿Algún inconveniente, Virgile?

—En absoluto.

—¿En qué piensa, Virgile?

—En nada, señor.

—Chico, pues le veo inquieto...

A Virgile no le gustaba mucho que Cooker le dispensase un trato demasiado familiar, porque significaba que le tenía calado; no a la manera de Élisabeth, sino como una especie de resonancia, o de complicidad secreta, como si entre los dos hubiera vibraciones comunes. Por algo lo tuteaba cuando resolvían juntos un problema al que habían dedicado mucho ahínco. En esas ocasiones pronunciaba cierta frase con la que se coronaba un éxito:

—¿Ves, Virgile? ¡La verdad está en el fondo de la copa!

A lo cual el ayudante jamás dejaba de responder:

—¡Ya se lo había dicho, jefe!

Cooker, en su generosidad, propuso «meterle mano a la rubia», y ante la perplejidad de su presunto y joven ayudante el maestro acudió raudo en su ayuda:

—¿Qué pasa, Virgile, que no conoce la expresión? «Meterle mano a la rubia» es preferir un vino blanco a un tinto.

Virgile sucumbió a una de esas carcajadas que a veces le hacían parecer un niño grande.

—¡Qué cosas tiene, señor!

—Eso si no le hace más gracia «ahogar a una negra»...

—¿O sea que nos decantemos por un tinto?

—Veo que entiende deprisa, Virgile. ¿Bueno, qué, la negra o la rubia?

—Pues... la rubia —balbuceó Virgile.

—A ver qué me dice de este Jurançon. Domaine Bellevue. Venga, bébaselo, ahora que ya me ha demostrado que sabe lo que es ponerse el gaznate en remojo. ¿Qué, salta el corcho o no salta?

—¡Ya va! —exclamó Élisabeth en la cocina.

Benjamin se aprestó a hacer cantar la botella de aquel blanco suave arrancado a los contrafuertes de los Pirineos, donde crecen palmeras y naranjos. Era un Jurançon de primera, merecedor de que brindasen por Margaux, que andaba por esos lejanos mundos. Después pasaron todos a la mesa y bebieron el Cahors prometido.

—¡Éste es de los que pegan antes de entrar! —se pronunció Cooker al situar la copa bajo la nariz.

Un cosquilleo aromático asaltaba su olfato. Virgile, que conocía la expresión, no quiso ser menos que su maestro, y así, apreciando el brebaje en su justo valor, adoptó un tono meloso para soltar lo siguiente:

—¡Con perdón, señora Cooker, pero esto es el niño Jesús bajando con calzón de terciopelo!

—No esperaba menos, Virgile —sonrió el enólogo, rellenando la copa de su ayudante.

Acto seguido, Cooker sacó a colación la sórdida noticia que había saltado de la sección de sucesos a la primera plana de todos los periódicos.

—Ah, pero ¿no lo sabía, Virgile? ¿Qué pasa, que no sigue ni la radio ni la prensa? —se extrañó la señora Cooker, manifestándole por vez primera algo cercano a un reproche a aquel muchacho que hasta entonces siempre había sentido curiosidad por todo.

Virgile puso cara de circunstancias y adoptó el tono contrito de quien ha dejado escapar una noticia de crucial importancia. Todo el país estaba conmocionado. El doble asesinato se había cometido en Bommes, a pocos metros de la escuela de La Tour Blanche, donde él había hecho sus estudios de viticultura.

—¿Cómo ha dicho? ¿Lacombe?

—¡Louis y Léonie Lacombe!

Benjamin Cooker se levantó de la mesa para traer el Sud-Ouest del día. Lo desplegó debajo de las narices de su ayudante. La mirada del jefe contenía una especie de pregunta tácita: «¿Qué, les conoce, sí o no?»

Virgile pidió permiso para leer el artículo. Entretanto había aparecido una docena de cannelés

[2] en una bandeja de plata. Con la boca hecha agua, Benjamin miraba de reojo a su protegido, que al ver tantas pastas y tan doradas, no pudo contener un arrebato de glotonería.

—¡Felicidades, señora Cooker! ¿Cómo sabe que es mi única debilidad?

—Bueno, lo de única no lo tengo tan claro... ¡Pero pruébelos antes de las zalamerías! —ironizó la señora de la casa.

El hijo del Bergeracois rememoró las vacaciones con sus padres en el Moulleau, cuando se aburría como una ostra. El único respiro en el tedio de las tardes era la hora de la merienda, cuando su madre se lo llevaba de la mano a la pastelería de la calle que sube hacia la iglesia parroquial. Se le había olvidado el nombre, pero era evidente que hacían los mejores cannelés del mundo. ¡Después de los de la señora Cooker, por supuesto!

—Y ¿con esto qué se bebe? —dejó dicho el maestro.

Para Virgile, la pregunta equivalía a un test, del que la señora Cooker parecía conocer la respuesta. El joven de Montravel siguió leyendo el artículo como si quisiera escaquearse, pero enseguida levantó la cabeza:

—Yo creo que se impone un Sauternes. —Y añadió con picardía—: ¡Se impone por partida doble!

Cooker se limpió la boca con su gruesa servilleta, previo paso a doblarla con esmero y dejarla a su derecha (ritual obsesivo que Virgile ya conocía).

—¡Bien dicho, Lanssien! ¡Bien dicho!

Así pues, Benjamin se levantó y encaminó sus pasos a la cocina, de donde volvió llevando en la punta de los dedos una reliquia polvorienta de un color que viraba decididamente al ámbar. Cooker cogía la botella como si fuera el crisma, con una mezcla de devoción y júbilo casi infantil.

Virgile reconoció enseguida la etiqueta biselada, aunque la añada no llegó a verla. Estaba claro que era un Yquem.

—¡Me honra demasiado, señor Cooker! ¿Qué celebramos, para que se justifique una botella así?

—Nada —replicó lacónicamente Benjamin—. El placer de estar juntos.

Toda su cara sonreía. Las patas de gallo de sus ojos le daban un aire travieso.

—Ya, pero es que un... ¡1947!

Virgile ya había tenido tiempo de leer el año que aparecía bajo el nombre «Lur-Saluces». ¡Qué mágica añada para los vinos de Burdeos! Saint-Émilion, Pomerol, Graves, Médoc, blancos de licor... ¡Las bodas de Caná! Y ahora su jefe, afectando ingenuidad, le ponía delante un monumento... ¿Era posible un sacrificio de esa clase fuera de horas graves o solemnes?

Si Virgile hubiera tenido más familiaridad con los Cooker, se habría levantado para darle un beso a su maestro (y a Élisabeth, naturalmente), pero su educación, su timidez y su incapacidad para encontrar palabras que expresasen debidamente lo que le dictaba su corazón hicieron que de repente fuera vulnerable, y acabó farfullando algo como «¡esto es adelantar la Navidad!». Dándose cuenta de lo emocionado que estaba, la señora Cooker acudió en su rescate, dado que tampoco a Benjamin se le daban muy bien esas cosas.

—¡No hay ningún vino que no esté hecho para beberlo! ¿Qué, cariño, cómo está tu Yquem?

A Cooker no le gustaba mucho que se desacralizase lo que merecía ser bebido con devoción. Primero llenó la copa de Élisabeth y luego la de Virgile. Lo hizo ceremoniosamente, velando por que la última gota resonara en la copa de cristal.

Un silencio monacal presidió los preliminares de la degustación. Lo primero fue el éxtasis por el color, un cobre precioso. Llegó después el turno de admirar la transparencia, con brillos rojos que encendían la copa. Por fin llegó el momento de aproximar el Yquem a la nariz, y de explayarse sobre sus aromas. Virgile destacó por su locuacidad. Por su parte, la señora Cooker asintió con la cabeza al oír que su marido sacaba a relucir fragancias olvidadas. El segundo silencio fue aún más denso que el primero. Por último, todos mojaron sus labios en el néctar, nacido el mismo año de la muerte de Al Capone, Tristan Bernard y Pierre Bonnard, y de la entrada en vigor del providencial Plan Marshall.

Cooker no decía nada. Virgile hablaba con los ojos. A la señora Cooker sólo se le ocurrieron estas palabras:

—¡Pero qué bueno está, por Dios!

Ofreció el plato de cannelés a Virgile, que pese a estar en una nube no se abstuvo de hacer un comentario a su mentor:

—Yo ya había tenido sensaciones parecidas a las que estamos paladeando juntos. Era... un Château de Rayne Vigneau 1949. ¿Lo conoce, señor?

—Recuerdo vagamente haberlo probado hace más de diez años.

Virgile insistió.

—Es una finca que le aconsejo visitar, y beber. En los años sesenta tuvo una época difícil, pero ahora renace, como el fénix. En mi casa tengo una botella. Nos la beberemos juntos y...

—¡Guarde sus tesoros, Virgile! Reconozco tener algunos prejuicios en materia de Sauternes, pero me consta que es usted todo un experto en esa denominación. En su día leí el trabajo sobre el futuro de los licorosos. Hablando del tema, ¿podría darme una copia?

—¡Con mucho gusto!

—Otra cosa, Virgile: el chateau que ha mencionado, Rayne Vigneau... está en la comuna de Bommes, ¿verdad?

—Exacto. Tendrá entre setenta y ochenta hectáreas, como mínimo...

Cogiéndola de nuevo, Benjamin Cooker acarició la botella que tal felicidad le procuraba, y añadió enigmáticamente:

—Deben de ser vecinos de los Lacombe.

—Puede ser.

—Seguro —afirmó Cooker con seriedad.

—Si quiere, me informo.

—Eso, infórmese mientras nos vamos preparando para ir a dar una vuelta por Bommes. Me intriga la muerte de esos dos ancianos. De paso aprovecharemos para evaluar in situ la vendimia y traer unas cuantas botellas de ese Chateau de Rayne Vigneau que dice usted.

—¡Es un premier cru classé! -recalcó el joven, entusiasmado por el proyecto.

—Ya, Virgile, ya lo sé. ¡De vez en cuando releo mi propia guía, aunque parezca mentira!

Aprovechando la ausencia de la señora Cooker, que se disponía a servir el café en el salón pequeño, el enólogo se zampó dos cannelés seguidos y exhortó a Virgile a seguir su ejemplo.