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Saciaron su hambre con unos huevos revueltos con trufas de Périgord y un civet de rape con verdura confitada. Un blanco de Pessac-Léognan, Château de France, dio el toque final a la conversación, que como mínimo podía calificarse de suculenta. Tanto Virgile como Benjamin habían recuperado esa facundia que tanta falta les hacía desde que cierto sórdido acontecimiento había hecho reinar la pesadumbre en el Sauternais.
Los dos estaban de acuerdo en rechazar la tesis formulada por la policía. Estaba claro que el yonqui de turno era el asesino ideal, un marginado dispuesto a todo con tal de comprarse su dosis de heroína, pero estrangular a dos viejecitos para llevarse unas alianzas gastadas por cincuenta años de matrimonio no era un gran negocio, desde luego... Además, quedaba la duda de si los investigadores tenían las pruebas del delito en su poder. Sobre ese aspecto, la prensa no decía nada. En consecuencia, todo se apoyaba en la confesión del tal H. T.
Llegada la hora de los postres, a Virgile le correspondió la mermelada vieux garçon con bola de helado de vainilla. Cooker, tan gourmand como gourmet, no vaciló ni un segundo en pedir el moelleux de chocolate.
El sumiller trató de imponerles una copa de Sauternes, pero Benjamin la rechazó categóricamente. Consideraba con razón que era un maridaje demasiado empalagoso, del que saldría perdiendo el chocolate.
—Oiga, joven, ¿de dulces de Maury qué tiene?
—Mas Amiel.
—Perfecto. Dos maurys.
Benjamin Cooker dejó que el primer sorbo bañase su paladar. Luego adoptó unos aires sibilinos que a Virgile ya no le engañaban.
—¿Qué me dice de Léa Lacombe? ¿Se conocen de hace tiempo?
—No exactamente. La verdad es que nuestra relación no ha cumplido ni una semana. Fue el día en que usted me invitó a comer en Grangebelle. ¿Se acuerda? Como estaba en Bourg, cogí el barco y...
Virgile narró con pelos y señales la travesía en el Médocain y el encuentro con la falsa Camille, que había acabado siendo Léa. Contó el coqueteo, la llegada al puerto de Lamarque, la discusión... Todo lo que le había afectado tanto, en suma.
—¡Sólo me recuperé con el Yquem de 1947!
—¿Por qué no me dijo nada ayer, al final del entierro? Ya la había reconocido, ¿no?
Virgile vaciló, y antes de satisfacer la curiosidad de su jefe se acabó el Mas Amiel.
—Porque creo que esta chica es capaz de cualquier cosa, buena o mala.
—Pues centrémonos en lo malo. Resumiendo, que la considera capaz de...
El ayudante interrumpió a Cooker con gravedad.
—No es que comparta la opinión del viejo Thomasseau, pero de alguna parte tiene que salir tanto odio. ¿Una especie de traición? No lo sabría concretar, pero esta Léa no es trigo limpio.
—Sin embargo, a usted le hace cierto tilín, ¿verdad? No, si es lógico, pero si quiere un consejo le diré que no se arriesgue, que destruye todo lo que tiene cerca.
—Sí, es lo que me dice mi intuición. Igual fue por eso que en el barco me hice el sordo a sus insinuaciones...
—De ahora en adelante mantenga las distancias. Sospecho que aún estamos muy lejos de saber lo que esconde esa chica. Hablando del tema, ¿tiene alguna idea de quién era el motorista que se la llevó del cementerio?
—No, ninguna. Probablemente el novio de turno. La mantis aún no se lo ha comido. Un tío guapo con una moto matrícula de París. Muy emocionante. ¡A la que derrape un poco, si te he visto no me acuerdo!
—Me han dicho que es madre soltera, y que el padre es ni más ni menos que su amigo Julien Thomasseau.
—¿De dónde saca eso, señor Cooker?
—Un cotilleo de tantos que le he sonsacado esta mañana a un pescador en la orilla del Ciron...
—¿Un pescador? ¿Cómo era? —dijo Virgile, turbado.
—Pues como todos los pescadores. ¡Qué pregunta, Virgile! Caña en la mano, gorra en la cabeza, setenta y cinco años bien cumplidos... Curiosamente, llevaba ropa de cazador.
—¿Qué más le ha contado?
—Nada que no sepamos. Que los Lacombe eran buenas personas, que su hija es una desvergonzada... Me ha gustado mucho una expresión: «¡Lo único que no le ha pasado por encima es la micheline!» ¿Qué es eso de micheline, Virgile?
Curiosamente, Cooker había recuperado su acento británico. Lo hacía cada vez que se le escapaba algún matiz del francés, o que le desconcertaba alguna broma.
—Un automotor antiguo. Casi ya no se ven. Estaban pintados de amarillo y rojo, y daban servicio a las estaciones pequeñas de provincias.
—¡Ya me parecía! —asintió Cooker con mirada picara y un mohín humorístico en los labios.
—¡Sólo puede ser Macarie!
—¿Quién? —preguntó Benjamin.
—El pescador. Es Macarie, el ex guarda de caza. ¡Qué gentuza! Es el culpable de que hayan detenido al toxicómano.
—¿En qué se basa para ser tan tajante?
—Esta mañana yo también he investigado por mi cuenta. Me he encontrado por casualidad con el antiguo bedel de La Tour Blanche. Ni siquiera le he reconocido. Él tampoco se cree que un drogadicto se haya cargado a dos viejos para llevarse cinco gramos de oro.
—Camarero, por favor, dos maurys más. ¡Y dos cafés!
Estaban solos en la terraza. No soplaba nada de viento. Un sol meloso calentaba los cubiertos. Una abeja perseguía el azúcar depositado en ellos. La tibieza otoñal traía un aroma de manzanas olvidadas al fondo de un granero. Cooker sacó de su funda de piel de tiburón uno de esos puros cuyo impacto es más visual que gustativo. Tenía un color marrón precioso. Le cortó la punta con un golpe seco de su guillotina de plata.
Ahora había que ordenar los datos y esbozar dos o tres caminos. También había que profundizar en la cuestión de Léa, y encontrarle una coartada al sin techo y sin cerebro. Y establecer un móvil aceptable.
Cooker volvió a encender la punta de su doble corona. Acto seguido masticó su perplejidad tras una pantalla de volutas perfumadas.
El móvil de Virgile se puso a vibrar.
—Perdone —dijo educadamente el ayudante a Benjamin, que estaba sumido en sus meditaciones.
Reconoció enseguida la voz que le llamaba.
—¡Virgile, soy Julien! Creo que voy a hacer una barbaridad.
Un silencio, seguido por un sollozo ahogado.
—Tenemos que hablar. No tengo a nadie más.
—No digas chorradas, Julien. Tienes a Valentín. ¡Coño, que es tu hijo! ¿Dónde estás?
—En la orilla del Lot.
—Ahora voy. En dos horas y media me planto en Cahors. ¿Quedamos en el Chantilly, como la otra vez?
—¡No, no, en el Chantilly no!
—¿Entonces?
—Mmm... Enfrente, en el Dupleix, en la calle del Crédit Agricole.
—¡Tranquilo, que ya lo encontraré! Ah, oye, tráeme una caja de tu vino, que me lo pide todo el mundo.
Era una mentira piadosa con la que Virgile esperaba despertar el orgullo de su amigo viticultor.
—Un beso, Juju.
Cooker había escuchado la conversación de forma algo indiscreta, sin que se le escapara una sola palabra de su ayudante. ¿Estaría pensando que él, con sus amigos, nunca había podido (o sabido) decir esas cosas? Con el agravante de que dos de los seres más queridos habían puesto punto final a su vida sin que él se hubiera dado cuenta, en sus miradas, de hasta dónde llegaba su desesperación. Primero Jay, que se había tirado por una ventana del instituto el día antes de un consejo disciplinario, acusado de robar unos cuantos billetes de la caja del economato. Luego Hugh, la gran promesa de su equipo de cricket, una especie de gigante anguloso, de hombros anchos, mandíbula cuadrada y ojos azul cobalto, aficionado a los chistes un poco verdes y admirado por todos, empezando por las chicas, que al llegar el sábado se lo disputaban con acritud. Le encontraron ahorcado en el gimnasio, con una nota en el bolsillo del short: «Ya no aguanto la vida. Game over!»
Virgile estaba revolviendo el café frío con la cuchara. Se le notaba emocionado. El gesto maquinal de llevarse la taza a los labios provocó una mueca que lo decía todo de su angustia. Su pensamiento navegaba río arriba por el Garona. Ya estaba de lleno en el Quercy, dispuesto a abrazar a Julien, que siempre se había sentido huérfano y que, a juzgar por su voz, no estaba nada bien.
—Le acompaño hasta Bommes, Virgile. ¿Quiere que le deje mi coche? Irá más deprisa que en su tartana.
—Se lo agradezco, señor Cooker.
Al llegar al aparcamiento del Ciron intercambiaron las llaves de sus vehículos. Cooker no decía nada. Cuando Virgile se puso al volante del descapotable, el enólogo apoyó una de sus manos carnosas en el hombro izquierdo del joven conductor y se lo apretó dos veces, como si quisiese triturarle la clavícula.
—¡Ah, casi me olvido! Pídale a su amigo doce botellas de su Peyrières del noventa y ocho. ¡Y si no tiene... pues del dos mil! Y dígale que su vino entrará en el próximo Cooker. Seguro que sabrá encontrar las palabras justas.
—Gracias. Es usted de lo que no hay.
—¡Venga, arranque! A friend's waiting.
Al mirar por el retrovisor, Virgile vio que Benjamin se iba por el camino de Brumes-d'Or. Su doble corona aún resistía. No cabía duda de que su intención era arrojar sobre el Ciron unas cuantas volutas antes del regreso a Burdeos. A menos que fuera directamente a Grangebelle para ponerle mejor cara a Élisabeth, que no era de las que se picaban por cualquier tontería.
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Cuando Chantal Delfranc vio entrar el carricoche de Lanssien en el patio de su granja-hospedería, tardó en reconocer a su viejo amigo Cooker.
—¡Benjamin! ¡Qué sorpresa! ¡Alain, mira quién ha venido, captain Cook!
Era el apodo que le habían puesto los Delfranc. La amistad entre los tres venía de lejos, pero el estrechamiento de los lazos con el matrimonio Cooker databa principalmente de cuando se habían instalado en Saint-Estèphe.
Alain y Chantal eran una pareja peculiar. Él, antiguo agente de los servicios de información policiales que había hecho sus primeras armas en la policía judicial de París antes de solicitar el traslado a Burdeos, pertenecía a una familia del Médoc. Se le notaba en el acento que era de esas tierras, donde se alargan las os (la más hermosa de las flores es la rooose), y el pan con chocolate recibe el bonito nombre de chocolatine. Sin ser muy hablador, Alain de apocado no tenía un pelo. En cuanto a su mujer, le sobraba energía para dar y regalar. Decían que era más explosiva que la central nuclear del Blayais.
Cooker, siempre torpe con las mujeres a quienes tenía en buen concepto, rozó las mejillas de Chantal con las suyas. A su marido le correspondió un apretón de manos viril, acompañado de una palmada en la espalda.
Con el sentido de la hospitalidad que tantos éxitos le había deparado, Chantal Delfranc ofreció una taza de té a su visitante.
—¿Qué, Benjamin, cómo está Élisabeth? ¿Y la pequeña Margaux?
Cooker ventiló rápidamente los cumplidos de rigor para llevarse a Alain a la terraza.
Las aguas del Gironde bajaban turbias, con un espléndido color azafranado. El día se resistía a morir. Las sombras se alargaban en el río, que en esa zona adquiría aires de delta oriental.
—Oye, Alain, una cosa: ¿tus colegas de la policía judicial no son de los que buscan cinco pies al gato?
—¡No, captain, se dice tres pies al gato!
—Bueno, da igual; el caso es que entre lo que pienso yo y sus conclusiones hay una gran diferencia de husos horarios. No sé si me explico. —Cooker miró de reojo a su amigo, empedernido fumador de pipa.
—¿Qué quieres, saber lo que pienso?
—Por ejemplo —se limitó a mascullar Benjamin.
—Pues sobre este tema la verdad es que nada muy especial.
Alain Delfranc miró con ojos de lince las colinas del Blayais, y añadió en un arranque de lucidez:
—Para nosotros, los asesinos empiezan a existir cuando se salir explícitamente el móvil de sus actos. Si quieres que te sea franco, me parece difícil que ese quinqui matara tan limpiamente a los dos viejos por un quítame allá esas pajas.
—Sí, yo pienso igual.
Cooker acababa de encender un robusto con capa madura, como si quisiera imitar a su compinche. Los dos estaban absortos en el agua que se deslizaba hacia Cordouan. Sus pensamientos convergían: idéntica constatación e idéntico análisis teñido de una dosis de perplejidad que a veces les hacía enmudecer.
—¿Al menos han encontrado las alianzas de los Lacombe? —soltó Benjamin, como quien tira una botella al mar.
—¡Ni eso! —contestó Alain categóricamente.
En un gesto de distanciamiento, el enólogo se apartó de la baranda y miró a su amigo con ojos perspicaces.
—Tú sabes más de lo que dices. ¡Ay, este Alain! Siempre con tu sentido del secreto...
—Lo que sé lo saco de un ex de la criminal. ¡Y reconozco que no es que me convenza de la culpabilidad del drogadicto!
—Dilo y veremos.
—El yonqui dice que las tiró al Ciron. En un gesto de pánico —añadió Alain, chupando exageradamente la pipa.
Cooker aborrecía el olor dulzón del tabaco holandés, pero no quiso ofender a Alain. Este, amordazado por el deber de reserva inherente a su antigua profesión, sólo le abría sus investigaciones, o mejor dicho, conjeturas, por amistad.
Los dos compinches no habían olvidado que su reencuentro, tras diez años sin verse, se había sellado con un Yquem del 81. Alain, izquierdista convencido, había querido impresionar a su amigo con lo mejor de su bodega, a la vez que daba un sentido de conmemoración al acto, pero lo cierto era que Cooker había sido más sensible al contenido de la botella que a la dimensión política de la añada, ligada al acceso de François Mitterrand a la más alta dignidad del Estado. La cena se había celebrado en Grangebelle. Alain había enseñado la botella como si fuera una de las joyas de la corona británica, lo cual no ha sido totalmente del agrado de Benjamin. Dos semanas después, con motivo de una invitación a Saint-Estèphe, Élisabeth y Benjamin Cooker llegaron con una botella dorada envuelta con esmero. En un rasgo de picardía, Cooker, cuyas ideas conservadoras no pasaban por alto al matrimonio Delfranc, eligió un Sauternes especialmente licoroso que respondía al siguiente nombre:
Domaine de la Gauche