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Una simple llamada telefónica y ya estaba reanudada la amistad. Bastó que Virgile atizara en su mente el buen recuerdo de Julien Thomasseau para que los dos viejos amigos sintieran unas ganas imperiosas de volver a verse, y de reírse juntos como en los viejos tiempos; tiempos no muy lejanos en La Tour Blanche, cuando ambos soñaban con dedicarse al vino y estudiaban para el BTS de enología el Bachillerato Profesional de Restauración con la fe de los primeros apóstoles. Virgile no hablaba de nada que no fuera vino, y Julien no veía otro futuro que las viñas. El primero estaba interno y sólo pasaba en Montravel los fines de semana. El segundo era externo porque sus padres tenían unas diez hectáreas al servicio de un primer cru classé de Sauternes. Julien aspiraba a volver a ser el dueño de su propio viñedo. Las pretensiones de su amigo eran más limitadas: elaborar su propio vino al margen de la finca familiar. Era una amistad hecha de líricos debates bajo cielos estrellados, de una romántica curiosidad por degustar cuanto tuviera un buen color, de fe en el esfuerzo físico cuando iban en canoa por las aguas impávidas del Ciron. Tierna edad, años de ingenuidad y despreocupación...

Julien y Virgile eran de campo, mozos de cuerpo recio y cabeza despierta, bien asentada sobre hombros anchos. Cultivaban el recelo (justificado por la juventud) hacia las teorías inculcadas con exceso de fervor por el profesorado, pero como La Tour Blanche tenía prestigio, y como sus padres no reparaban en sacrificios para pagarles los estudios, no les quedaba más remedio que aparcar sus veleidades de reformar la viticultura contemporánea. ¡Ah, cuándo llegaría el día en que fueran artífices de su destino!

A veces, gracias a su cómplice, Virgile disfrutaba de las ventajas de ser alumno externo comiendo en casa de los padres de Julien, un matrimonio bastante desparejo: ella una bonachona que cocinaba muy bien, y él un padre autoritario, loco por la caza. Julien era hijo único y tardío, hasta el punto de que algunas noches dudaba de su filiación respecto a un padre con quien no tenía nada en común. Una noche en que estaban los dos algo achispados, Julien confesó sus sordos temores a Virgile. Estaba convencido de que su madre había tenido un desliz. Virgile le cogió la cabeza y se la apoyó en su pecho para no verle llorar. Julien tenía el vino triste.

Desde esos años de fidelidad jurada, Julien y Virgile se habían visto en muy contadas ocasiones. El joven viticultor del Sauternais había desistido a la fuerza de sus sueños de buen alumno porque su padre, víctima de una congestión cerebral, había vendido sus tierras por cuatro chavos al château del que era vasallo desde hacía veinte años, sin darle voz ni voto a Julien Thomasseau. A guisa de consuelo, su madre le había confesado algo inimaginable: que su nacimiento era el fruto de la cana al aire de un representante de abonos químicos y una mujer desatendida por un marido aquejado de impotencia. El honor de la familia estaba prácticamente a salvo. El apellido Thomasseau seguiría vivo entre Garonne y Landas.

Para Julien, desheredado, expoliado y humillado, ninguna palabra era bastante dura para calificar a su padre. Desde ese día en adelante, el hijo deshonrado le puso a Bommes una cruz y pasó página como cuando se ponen las tierras en barbecho, dejándoselas a los cardos y las malas hierbas. Con su diploma en el bolsillo, decidió ofrecer sus servicios a cualquier château con tal que estuviera muy, muy lejos del campanario de Bommes.

Ambos amigos habían quedado en el Chantilly, un café-restaurante de Cahors cuya terraza rompía la somnolencia rectilínea del bulevar Gambetta. La respuesta de Julien a la propuesta de Virgile había sido de un entusiasmo desbordante:

—¡Cuando y donde quieras! Pero ¿andas por aquí?

—Voy a estar todo el día en el valle del Lot. ¿Qué te crees, que podía pasar al lado de donde vives sin que se me ocurriera llamarte?

Era mentira. Si Virgile recurría a la ayuda involuntaria de una amistad algo desatendida, era en cumplimiento de una misión. De todos modos, poco importaba el engaño, porque estaba seguro de que el reencuentro sería un placer para los dos. Dentro de un cuarto de hora tendría delante a su «Juliencito». ¿Seguiría con sus greñas? ¿Con aquella barba que no era barba y aquellos ojos verde acuoso? No se veían desde la boda de Julien con Céline, la hija de un rico viticultor del valle. El mozo del Sauternais había recalado en la orilla del Lot por un asunto de faldas de lo más trivial, sumado sin duda a una corazonada. Para entonces las viñas de Cahors ya prometían mucho, y qué mejor testigo de ello que Cooker, que acopiaba en su bodega botellas con nombres como Le Paradis, Haute-Serre, Clos Triguedina, Les Bouysses, Gaudou, Lagrézette, Eugénie, Clos de Gamot... Julien era el yerno ideal. ¡Con un título de enología, y encima de Burdeos! ¿Que no tenía ni un duro? Bueno, pero al menos sabía, y en esa zona el dinero no era ningún problema. En el Crédit Agricole había bastante para alimentar a una familia de cinco hijos durante medio siglo. En cambio, en Les Peyrières lo que necesitaban era un varón. Céline era hija única, ni guapa ni fea, con el punto justo de amabilidad para ablandar a un chico maltratado por su sino. La verdad era que Julien nunca se lo había confesado de viva voz a Virgile, pero su compañero de años mozos lo había intuido vagamente durante el banquete de confirmación del desposorio.

Antes de un año, la joven pareja había tenido un heredero al que bautizaron como Valentín. Julien quería que el padrino fuera Virgile, pero su mujer prefería «alguien de aquí», y la influencia de Julien era tan escasa en Les Peyrières como en Bommes. Por otro lado, aunque sus suegros fueran buenas personas y le trataran bien, no dejaban de ser gatos viejos, de esa gente de campo que se las sabe todas, y sabían muy bien que el dinero no crece en los árboles.

Pero, ¿y los sueños de cuando Julien iba a La Tour Manche y se veía dando un golpe de timón a la finca de su familia, incansable creador de nuevos vinos? ¿Qué había pasado? Pues que ese Julien ya estaba muerto y no se parecía en nada al que llegó risueño al Chantilly con el pelo corto y un conjunto de jersey de cuello alto y tejanos que le iba demasiado grande. Se conservaban, eso sí, sus grandes ojos verdes, sus hoyuelos y sus uñas roídas en carne viva.

De los abrazos de antes, nada. Sólo un apretón de manos, enérgico pero no muy prolongado.

—¡Qué alegría verte, Virgile!

—Lo mismo digo.

—Estás igual: guapetón, bien vestido... Me encuentro la cara de tu jefe en todos los periódicos. ¿Sabes que me acuerdo mucho de ti? Oye, ¿Cooker qué tal es, como persona?

—La verdad es que tú también estás igual. ¡Bueno, aparte del pelo!

Pidieron dos cañas y hundieron los labios en su espuma densa con la falta de remilgos de quien se toma por un hombre hecho y derecho. Después se miraron. Julien, que había encendido un cigarrillo, ofreció el paquete a Virgile, que rehusó con un gesto de la cabeza.

—¿Sigues sin fumar? ¡Pues debe de costarte, porque Cooker siempre sale con el puro en la boca!

—Cuestión de costumbres. Además, tampoco fuma tanto. Es mucho más buen tío de lo que piensas. Es genial. Le di a probar tu vino, la muestra que me enviaste, pero no le gustó. Dijo que era «una infusión de sarmientos», y que no te merecías ser amigo mío.

Julien palideció.

—¡Que no, tío, que es broma! De hecho me ha pedido una caja, aprovechando el viaje. ¡Hasta me dijo que el Cahors es más difícil de hacer que un Sauternes correcto, y que en ese sentido tenías doble mérito!

La guasa bien llevada les permitió redescubrir su antigua complicidad. Julien comentó los grandes cambios que había introducido en Les Peyriéres y se hizo un poco el chulo, pero enseguida se quitó la máscara e igual que aquella noche de junio, la de su llanto en brazos de Virgile, confesó su inenarrable tristeza de hijo poco querido. Sus sentimientos hacia Céline ya no eran los de antes; por supuesto tenía a Valentín, que era un sol, pero ya no aguantaba ni unos suegros tan paletos ni que su mujer se hiciera la estrecha y adujera continuamente falsas migrañas para evitarle. Sus quehaceres en el consejo regulador de la denominación de origen le permitían saltarse un poco el contrato matrimonial con reuniones largas y a menudo movidas, pero nunca «muy satisfactorias». También estaba Angéla, la de los ojos como brasas que trabajaba en la cooperativa de Parnac... Con ella pasaba bastantes buenos ratos, pero estaba casada. El cornudo de su marido vendía abonos y otros pesticidas de uso agrícola. Se repetía la historia.

Julien estaba a punto de llorar. Se subió el cuello del jersey hasta la barbilla, como si quisiera esconder la cara (que a duras penas mantenía la compostura).

—¡No sé por qué te cuento todo esto!

—Pues porque soy tu amigo, como en La Tour Blanche, cuando nos lo contábamos todo. Bueno, casi todo. ¿Te acuerdas?

Faltaba poco para la hora de comer, y no habría sido de recibo cortar a medias un reencuentro que de repente se teñía de melodrama. Virgile propuso levantarse.

—Venga, que te invito a comer. ¿Vamos al Gindreau?

Era el mejor restaurante del Lot. La sonrisa de Virgile a su amigo fue como las de su época de interno en La Tour Blanche, cuando le autorizaban excepcionalmente a comer en casa de los Thomasseau. Ahora podrían recordar los tiempos del colegio, sus paseos por las viñas, sus entrenamientos en canoa de dos plazas por las aguas del Ciron con un tal señor Bousqueton, de quien más tarde se supo que le gustaba ducharse con «sus jóvenes atletas» hasta el punto de incorporar la sodomía a la lista de ejercicios físicos indispensables para el arte del remo... La rebelión de algunos chicos había hecho desbordarse los rumores, y por lo que se contaba el señor Bousqueton aún se estaba pudriendo tras los barrotes del penal de Gradignan. Julien y Virgile se habían salvado del ultraje. Para ellos Bousqueton, profesor, padre de familia y gran deportista, sólo era una persona que les exigía incluso más que las más duras faenas del campo. Qué se le iba a hacer si era la ley del deporte, la del más fuerte y resistente. Había que «¡tensar los músculos, coño!». El dúo Thomasseau-Lanssien se había llevado unas cuantas copas y medallas, que debían de dormir el sueño de los justos en algún cajón o armario. Llegado el día, quizá Julien se las enseñara a su hijo.

Evocaron todo lo que les hacía reír en La Tour Blanche: los «oiga, que me escuche» del profe de biología, la opulenta pechera de la señorita Lafon, que impartía derecho rural, así como alguna que otra clase de refuerzo (en privado)... La causante de las primeras turbaciones eróticas de Julien había sido ella. Mientras disfrutaban de un buen pichón trufado, el buen humor volvió a asomarse al rostro del joven viticultor de Cahors. Llegó el momento de sacar el tema del que se hacía eco la prensa sensacionalista:

—¿Tú a los Lacombe les conocías? —preguntó Virgile.

—¡Pues claro! En Bommes todo el mundo se conoce. ¿No te acuerdas de que una tarde se puso a llover y nos refugiamos en su casa? ¡Sí, hombre, que volvíamos del entrenamiento! ¡Encima ese día cayó un rayo en la pasarela metálica que cruza el Ciron viniendo de Brumes-d'Or!

Bastó un esfuerzo de memoria para que Virgile rescatase el recuerdo de aquel lejano diluvio, abatido bruscamente sobre el Sauternais. Él y Julien se habían resguardado en casa de una parejita de viejos que les habían abierto la puerta y les habían dado ratafía para hacerles entrar en calor. ¿Cómo no los había reconocido en la foto de portada de Sud-Ouest?

La imagen mental se hizo más nítida de golpe. Virgile volvió a ver la cocina poco iluminada, con un mantel de hule a cuadros encima de la mesa. Los Lacombe se disponían a cenar. Ya estaban puestos los cubiertos. Había una sopera muy grande y humeante, media botella de vino tinto, platos de Arcopal y un pan a medias, bajo el halo amarillento de una austera bombilla. La única nota de color en tanta lobreguez era una fuente de fruta. Suerte que los viejos les habían dedicado unas palabras amables:

—¡Esto no dura! Ya ha caído lo peor. Ahora mismo la tormenta está cruzando el Carona. ¡Caramba con la lluviecita!

Luego la vieja Lacombe le había dicho a Julien:

—Tú eres el hijo de los Thomasseau, ¿verdad?

Y había añadido al incómodo «sí» del compañero de Virgile:

—Pues yo a tu madre la conozco mucho. Es buena persona. Me imagino que con tu padre no lo habrá tenido siempre fácil. Claro que él tiene su carácter... Por algo se llama Thomasseau.

Esta vez Julien no había dicho nada.

—¿Y tú? ¿Quién eres, su primo?

—No, un compañero de clase —había respondido Virgile con una cortesía algo afectada—. Estudio en La Tour Blanche, como Julien.

—Ah... ¿También quieres dedicarte al vino?

El señor Lacombe no intervenía. Todo lo decía su mujer. Los dos jóvenes se acostumbraron lentamente a la penumbra de la cocina, en la que de repente aparecían detalles: una chimenea con dos míseros tizones batiéndose en duelo sobre un lecho de cenizas con olor a grasa de oca, un vasar con platos pintados que presidía el lado derecho del hogar... Encima de la nevera, que roncaba con fuerza, velaba un cristo. También había un aparador de nogal con varias fotos en marcos desiguales. Virgile se fijó en una de ellas. Era una adolescente con el pelo rizado. Guapa. Tuvo ganas de preguntar quién era.

La señora Lacombe sorprendió su mirada.

—¿A que es guapa, mi nieta? Se llama Léa.

Virgile y Julien asintieron a la vez, y la anfitriona, que estaba resultando de lo más habladora, tuvo a bien invitarles a cenar.

—No hay nada muy especial, pero bueno...

Julien rechazó la invitación amablemente.

—Es que nos esperan mis padres, y se preocuparían.

—Ya, ya te entiendo —respondió la abuela, un poco decepcionada por el fin de la tormenta—. Estáis chorreando. ¿Queréis que os deje ropa del pobre de mi hijo? Seguro que tengo una gabardina vieja o una cazadora.

Ya estaba a medio camino de un armario alto.

—¡No, señora, no se preocupe! —contestaron los dos adolescentes, impacientes por marcharse—. ¡Gracias por la ratafía!

Virgile y Julien acababan de revivir la escena con todo lujo de detalles, incluidos los ojos azules de Louise y la expresión un poco huraña del marido, que se pasaba todo el rato atusándose el bigote.

—Pobres Lacombe —suspiró Julien, dándose cuenta de que prácticamente se había pulido toda la botella de Cahors (un Château de Gaudou 2000 cuvée Renaissance).

—Aún es un poco joven —comentó Virgile—, pero dentro de dos años estará para perdonarle la vida. —Y añadió—: ¡Espero que pronto te incorporen a la carta!

El ayudante de Cooker comprobó que Robert, el sumiller del Gindreau, conocía Les Peyrières, y el entendido, que de la zona de Cahors lo sabía todo, tuvo palabras halagüeñas para el vino de Julien, aunque no se abstuvo de hacer un comentario mucho más negativo acerca de su suegro.

Las últimas palabras de Robert, pronunciadas con el descreimiento que era su forma de ser amable, fueron éstas:

—¡Ya era hora de que se jubilara, porque sólo hacía aguachirle! ¡Siempre es mejor un yerno que un mal hijo!

El cumplido tuvo el efecto de un bálsamo en Julien. A partir de ese punto, la conversación volvió por los caminos brumosos de la orilla del Ciron.

—¿Tú quién crees que ha sido?

—¿Por qué voy a saberlo? —dijo Julien, extrañado.

—Porque tú de Bommes lo sabes todo: los piques de los vecinos, las herencias...

—Hombre, saber... sé lo mismo que todos. Bueno, lo que sale en el periódico. Además, te digo una cosa: que ya no tengo nada que ver con el Sauternais. Aparte de mi madre, que tic vez en cuando voy a visitarla, y del cabronazo de mi padre, que aunque la esté palmando como un desgraciado se las sigue haciendo pasar canutas. Del resto paso un huevo. Seguro que esto lo ha hecho algún pirado a lo Thierry Paulin, aquel de París que atracaba a las viejas y se lo pasaba bomba torturándolas sólo para quitarles unos billetitos y comprarse droga.

Virgile le contradijo:

—Ya, pero en este caso es un acto gratuito, porque no se llevó nada, ni una mierda de broche.

—Oye, Virgile, ¿por qué te interesa tanto? ¿Qué pasa, que te has hecho de la pasma? ¿Que tu amigo Cooker se cree Maigret?

Un largo silencio se interpuso entre los dos amigos, como un recelo que agrietara de golpe el reencuentro. El crujiente de crema de limón empezó a deshacerse en los dos platos. No tenían hambre, y eso no lo cambiaba ni el Saussignac que sirvió el sumiller. Julien estaba taciturno.

—¿Qué te pasa? ¡Ni que te hubieras picado!

—No, pero es que te has puesto tan pesado con lo de los Lacombe... La verdad, no sé qué quieres saber.

—Nada especial. Sólo intento entenderlo.

Virgile no quería molestar a su amigo. A pesar de su fachada de campesino imperturbable, Julien era una persona frágil. El ayudante de Cooker tendría que dar rodeos, hablando de cómo estaba el mercado del vino, de la llegada de la autopista, de que se pudiera navegar por el Lot... Justo entonces, sin embargo, Julien volvió a subirse el cuello del jersey para esconder la barbilla y soltó de un tirón, con voz entrecortada y sollozante:

—Pues mira, ya que tanto te interesa, te lo diré. Total... Yo me acosté con la nieta de los Lacombe. ¡Sí, con Léa, la que sólo has visto en foto! De hecho es muy posible que sea la única chica de la que me haya enamorado. La conocí menor de edad. Nos escondíamos para follar. No podían enterarse sus abuelos. A los míos les importaba un carajo, pero la señora Lacombe, con todos esos aires de buena samaritana, en el fondo era un hueso.

Virgile bebió un trago del dulce Saussignac, como si quisiera borrar la amargura de una confesión tan brusca como inesperada. Se sentía un poco traicionado. ¿Por qué Julien nunca le había dicho nada de aquella relación? ¿A qué venía sincerarse justo ahora, cuando la desgracia volvía a llamar a la puerta de los Lacombe? Siguió escuchándole, pero rehuía su mirada.

—Lo nuestro duró poco, entre seis y ocho meses. Un día me dijo que estaba embarazada, pero que no podía tenerlo porque si se enteraban sus abuelos la matarían o la mandarían a un internado de Burdeos. Vaya, que tenía que abortar, y que seguramente necesitaría dinero. Me suplicó que no la dejase tirada. Fue cuando mi padre vendió las viñas sin avisarme. Hasta se me ocurrió matarlo para quedarme con su dinero de mierda. Para ayudar a Léa, ¿entiendes? Pero ella de repente se esfumó, y no la he visto más. Sé que ha vuelto al pueblo varias veces, cada vez con un tío diferente, pero nuestros caminos nunca se han cruzado.

Julien tardaba en encontrar las palabras, balbuceaba, sollozaba...

—¿Y el bebé?

—No sé. No..., no tengo ni idea, ni si llegó a nacer. ¡Igual era una trola! O igual en algún sitio tengo un hijo o una hija con el apellido de la pareja o del marido de Léa. ¡Joder! ¡La vida es repetir siempre lo mismo! ¿A que parece mentira?

Virgile pidió dos cafés.

—Bueno, pues ya lo sabes todo. A los Lacombe, los viejos, no volví a verlos. Me daba vergüenza. Ya no pasaba por delante de su casa. Fue otra de las razones de que quisiera irme de Bommes y dedicarme al vino en otra parte, lejos de Yquem, de Barsac y Fargues. Encima el otro día vi una peli por la tele y me pareció reconocer a Léa. Aún la vi más guapa que cuando estábamos juntos, pero pensé que no era ella, que me lo inventaba. Luego miré los créditos y se llamaba Léa Castaing. Primero pensé que era una coincidencia, pero al día siguiente, al despertarme, me dije que igual mi hijo o mi hija se apellida Castaing.

—Sí, Léa es actriz —confirmó Virgile.

—Ya, ya lo sé, lo leí en el periódico, y desde entonces no pienso en nada más, pero no puedo contárselo a nadie... aparte de ti. Creía que lo sabías, y que tu llamada no tenía nada de inocente.

Julien había vuelto a levantar la cabeza. Ofrecía su cara de hijo sin amor como la ofrece el condenado a muerte a su verdugo. El comedor se había vaciado, pero no estaban solos. A Virgile le habría encantado abrazar a Julien y estrecharlo con fuerza, como aquella noche tan lejana en La Tour Blanche.

Al salir del Gindreau prometieron verse la semana siguiente, y tras intercambiar sus teléfonos siguieron de palique. Ya no querían separarse.