10
Autopista A62, área del Bazadais: el café de la máquina era imbebible, y la chica de la gasolinera, de ojos caídos y pintalabios demasiado malva, no destacaba por su simpatía, pero habría hecho falta mucho más para bajarle la moral a Virgile, que acababa de salir de Les Peyrières.
Llovía más suavemente. El paisaje de la orilla del Garona se encintaba con nieblas que hacían presagiar un otoño húmedo. Un olor de sotobosque, de helechos mustios y resina azucarada, le hizo lamentar la inminencia del regreso a los embotellamientos de Burdeos.
A la altura de La Réole sonó su móvil. Cooker acababa de oír su mensaje nocturno, y su curiosidad pedía ser satisfecha.
—Pase a las nueve por el laboratorio y deliberaremos. Ah, oiga, Virgile, ¿cuánto hace que no revisa los frenos del trasto que entre otras cosas le sirve de coche?
Virgile masculló un «no sé» que se parecía a una disculpa.
—¡Nos hemos salvado por los pelos de que en la comida de hoy hubiera paté de jabalí!
—¿Ha tenido un accidente?
—No, pero he tenido que usar el freno de mano para esquivar un cerdo que parecía un búfalo. ¡Se le notaba muy excitado por el color rojo de su ataúd con ruedas!
Ante el silencio de su ayudante, Benjamin Cooker adoptó un tono ligeramente paternalista que Virgile conocía y aborrecía.
—Dígame una cosa, sólo para que me tranquilice: ¿verdad que no ha cazado corzos con mi descapotable?
—No. Ronronea de maravilla. Lo único que tenía era sed. Acabo de darle de beber en una gasolinera para devolvérselo en las mejores condiciones.
—Muy bien, muy bien... —refunfuñó Benjamin, antes de preguntar por la salud moral de Julien Thomasseau.
—Yo espero que esté mejor. A propósito, llevo en el maletero algunos frascos de su farmacia personal. Son para usted.
—¡Dese prisa, Virgile, que le espera su café!
—¡Que sea doble, por favor! La historia pinta un poco larga.
Cuando Virgile empezó a bordear la orilla izquierda del Garona, había marea alta. Flotaba encima de Burdeos un cielo bajo y ceniciento. Lo único que le impedía caer sobre la ciudad era el campanario de Saint-Michel. No se podían descartar nuevas precipitaciones.
Unos pantalones de terciopelo oscuro y una cazadora con cuello forrado de piel flotaban en la superficie del Ciron, enganchados a varias ramas secas. Era un paraje de alisos, de corriente entorpecida por los troncos viejos que obstruían el río; paraje frecuentado por las carpas, al que acudían a probar suerte todos los pescadores de la zona cada vez que cambiaba la luna.
Los viejos de Bommes no eran los más tardos en echar la caña. Se pasaban días enteros, por no decir también noches, en aquel remanso donde ni siquiera tenían que poner cebo. Dino, el hijo del administrador de Château Peyraguey, cortó una recia rama de avellano para quitarles los harapos a las garras del río. Le costó varios intentos, porque la ropa estaba empapada y la rama era demasiado flexible. Al remover los pingos con fuerza, la masa esponjosa se volcó de golpe, dejando a la vista la cara tumefacta del viejo Macarie: boca abierta, ojos blancos.
Dino intentó que no se le escapase el cadáver de la punta del pescante, pero las aguas del Ciron reclamaron sus derechos y se lo llevaron. El hijo de emigrante italiano dio voces por la orilla, sin perder de vista el informe espectro cuya piel lívida y abotargada corría el riesgo de explotar como un odre.
Conque el viejo Macarie se había ahogado. Claro, como no sabía nadar... El ex guarda de caza nunca se lo había ocultado a nadie. No faltaron unas cuantas almas de cántaro que así lo atestiguaron en la comisaría, aunque lo más frecuente fue insinuar que había tenido el final que se merecía. Al antiguo miliciano nadie lo hubiera podido salvar. Tarde o temprano hubiera acabado así. Lo había dictaminado previamente, al lado del río Ciron, un grupo de veteranos de la resistencia, o de viejos cazadores.
La policía de Langon (que estaba al corriente de todo o casi todo sobre el pasado e historial de la víctima, fichada como «informador muy valioso») inició inmediatamente una investigación. El destino del expediente sería la judicatura de Burdeos. Lo más probable era que el ministerio público lo archivase, porque ¿había algo más normal que morir ahogado cuando se tenía la costumbre de moverse en aguas turbias?
Mientras Benjamin Cooker escuchaba a Virgile, Alexandrine de la Palussière sometió a su atención varias muestras de tintos. Viendo su forma de husmear y masticar los vinos, su ayudante llegó a la conclusión de que no se pasarían toda la mañana en el laboratorio.
—Vámonos a Tourny, que estaremos más tranquilos —rezongó el enólogo, irritado por las gestiones de su analista, que tan de mañana era incapaz de sonreír.
Menos de cinco minutos separaban el cours du Chapeau-Rouge de las Allées de Tourny, cinco minutos para cambiar las asépticas salas del laboratorio de análisis por los mullidos despachos de la sociedad Cooker & Co. Caminando juntos, los dos hombres llegaron a la conclusión de que el escondrijo de los Lacombe había sido saqueado de sus sustancias líquidas.
—¿Y si no?
—Entonces habría que informar a Léa.
—A menos que...
—¿Tan lejos la cree capaz de llegar?
—Yo no he dicho eso, Virgile.
Al llegar al número 46, Cooker indicó a su ayudante que le esperase en su despacho.
—No estamos para nadie —aclaró a su secretaria, que le tendía un cartapacio grueso y negro.
—Es que ha dejado un mensaje su hija Margaux. Ha dicho que volvería a llamar. No es nada grave. Sólo quería saber si se ha acordado del cumpleaños de su mujer.
— Shit!
Cooker nunca se perdonaría ser tan poco cuidadoso con los detalles a los que tan sensibles son las mujeres.
—Hágame un favor, Jacqueline: vaya a la floristería de la calle Huguerie y elija un ramo bien grande. ¡Que sea de rosas, por favor!
—Ahora mismo —asintió la secretaria, cogiendo un billete de cien euros de manos de su jefe.
Cooker y Virgile se encerraron en el despacho. Benjamin abrió el cigarrero y vaciló entre un Cohiba y un Lusitania, para acabar decantándose por un Punch de Punch. Olfateó de punta a punta la vitola, y tras otro titubeo la devolvió a la caja. No, esa mañana no era digno de tamaña recompensa. Bien mirado, la pista era una de tantas, y encima el mérito era de su colaborador.
—¿Un puro, Virgile?
—No, gracias. Otro día puede que sí.
Benjamin volvió a cerrar el humidor, y antes de ponerlo fuera del alcance de sus manos acarició con delicadeza la tapa de caoba. El enólogo solía repetir un dicho célebre de Oscar Wilde: «¡La mejor manera de resistirse es sucumbir!» En realidad desconfiaba de aquel antepasado a quien su padre citaba con frecuencia en nombre de un remoto parentesco. La filiación con el poeta británico no estaba comprobada, pero ello no impedía que Benjamin Cooker le diera una pizca de crédito.
Marcó un número de teléfono.
—¿Hola? ¿Alain? ¡Soy captain Cook!
—¡Hombre! Estaba a punto de llamarte. Ya han aparecido las alianzas de los Lacombe. ¡Se están confirmando nuestras sospechas, Benjamin! ¡Tendrán que soltar al yonqui! Ahora tienen otro fiambre. Esta mañana han sacado del Ciron al guarda de caza de Bommes. Se ve que no sabía nadar.
—¡Ya, un accidente! Teniendo en cuenta la clase de persona que era, seguro que llevaba una piedra atada al cuello.
—Estoy de acuerdo. No me sorprendería.
—¿Y las alianzas? ¿Dónde las han encontrado? —inquirió el enólogo.
—En una joyería de Langon. Los viejos pensaban celebrar sus bodas de oro sacándoles lustre para que parecieran nuevas. El joyero ha llamado a la policía. ¡Total, que el móvil del asesinato ya no se sostiene!
—¡Al contrario, más que nunca! —rectificó Benjamin—. Pero con otro ladrón un poco más... ¿cómo te diría?... ¡más especializado!
—Pero ¿qué dices, Benjamin?
—Virgile y yo estamos convencidos de que el asesino buscaba oro líquido; una reserva de Yquem, por ejemplo.
—¿En qué te basas?
—En fuentes bien informadas. ¿Podrías ordenar otro registro del domicilio de los Lacombe? Es que hay un escondite debajo de las baldosas de la cocina, cerca del fregadero. Una de dos: o encuentras treinta y ocho botellas de añadas diferentes, de 1945 a 1967, colocadas sobre paja (faltan las de 1951, 1952 y 1967, por razones que ya te explicaré), o sólo hay paja y se confirma nuestra teoría.
Alain Delfranc dejó alargarse un silencio elocuente, hasta que resopló al otro lado de la línea.
—En cuanto tenga en pie de guerra a los de la policía judicial, y me hayan pasado la orden de registro de la fiscalía, te llamo para saber si habéis dado en el blanco.
—¿Qué te apuestas? —preguntó con picardía el enólogo.
—¿Qué va a ser? ¡Un Sauternes!
—¡Pero no un Sauternes cualquiera! —replicó el orfebre de los vinos—. ¡Que sea un Château d'Yquem!
—¿Qué pretendes, mi ruina? —aulló Alain.
—¡No, tu bodega! —exclamó Cooker con una fuerte carcajada.
Nada más colgar, Benjamin le guiñó el ojo a su más cercano colaborador. Su mano derecha se deslizó subrepticiamente por encima de la mesa en dirección al humidor, y, tras abrir la tapa con una mera presión, introdujo los dedos en la caja y extrajo un cigarro, sabiendo que era de su agrado.