12

Por la ventana se veía el rosetón de la iglesia de Saint-Eustache y un trocito de cielo, casi nunca azul. En la pared había unas cuantas fotos clavadas con chinchetas, imágenes de ella en blanco y negro, casi todas de un book de cuando se había metido a modelo, antes de que le saliera trabajo de figurante en una película de Chabrol.

La habitación daba a un patio de luces con una claraboya donde en invierno tamborileaba la lluvia. La cama siempre estaba deshecha, y el fregadero, día sí día también, lleno de vajilla que supuestamente había que lavar. Léa soñaba con espacios amplios, con viajes largos y territorios abiertos a la conquista. Las chicas que han crecido en el campo no pueden conformarse con veinticinco metros cuadrados. París era una jaula dorada. Ahora Léa se sabía sus claves de memoria, sobre todo las nocturnas. Su agencia estaba llena de teléfonos de productores, empresarios, agentes, críticos, fotógrafos y músicos, personajes influyentes que no dudarían en volver a llamarla si les salía algo. En realidad eran muy pocos los que daban señales de vida para algo que no fuera una noche de caricias, salvo algún amigo gay más o menos declarado que necesitaba pareja para un desfile de moda o para un cóctel en una discoteca a la última. Léa no se engañaba, ni sobre eso ni sobre las concesiones que estaba dispuesta a hacer por un pellizco de fama.

Como de cohibida no tenía nada, se la había visto ensalzar las virtudes de una nueva línea de lencería en determinadas revistas femeninas. Antes de eso había enseñado su cara bonita en un anuncio de la tele donde elogiaba las cualidades de una sopa instantánea. También tenía en su historial haber sido azafata en Europe 1, donde lo único que hacía era estar cerca de los invitados de los programas de arte y pedir autógrafos como una simple groupie.

La experiencia fracasó enseguida. Las miradas resbalaban por su cara demasiado maquillada como el agua por una pluma de avutarda, pero por muy herida que se sintiera en su orgullo había que pagar el alquiler, la ropa de «tendencia», los productos de belleza... Total, que Léa se volvió a poner ante los objetivos de fotógrafos cada vez menos castos. Hizo desnudos para algunas revistas, y hasta una prueba para presentar un talk-show de contenido erótico en una cadena por cable. La rechazaron porque según un productor tenía un acento «demasiado de campo» (y eso que él era de Mont-de-Marsan). Lejos de desanimarse, Léa empezó a consultar los anuncios de Liberation y se abonó a Première y Ciné live. Su sueño era un papel importante, salir en las revistas e ir a Cannes y Deauville. La pequeña de los Lacombe se estaba inventando un destino de estrella. Guapa era. Inteligente, creía serlo. Oportunista ya lo sería.

¡Cuántos supuestos productores hicieron alabanzas de almohada sobre su talento, su «encanto tan natural» y su «carisma irresistible»! Hacedores de gloria a quienes ella, indefectiblemente, hablaba de su casita rodeada de viñedos. «¡Está al lado de Château d'Yquem! Y el Atlántico queda a menos de tres cuartos de hora, con esas olas tan grandes. El olor de los pinos, bañarse en el Ciron... ¡El paraíso, vaya!» Y todo era suyo. «Bueno, y de mis abuelos, pero son muy guays, y tampoco es que les quede mucho tiempo...» Cuando se hartase de la fama, Bommes sería su lugar de retiro.

Hasta ahora el balance eran dos o tres telefilmes, sin olvidar su corta aparición en la película de Chabrol, pero no se podía hablar con propiedad de un principio de carrera. Recibía poquísimas llamadas por el móvil, las pruebas cada vez eran menos frecuentes, sus amigos gays ya estaban fuera del armario y los fotógrafos habían encontrado otras modelos más jóvenes.

Y ahora, ella, que tanto se había aprovechado de los hombres con sus caprichos de veleta, se quedaba muchas veces sola en su piso de una habitación de Les Halles, tumbada al lado de un teléfono mudo, de una tele encendida a todas horas y de una gruesa agenda que inventariaba pasadas conquistas.

Primero Tom, un adicto a las drogas duras de cara angelical; luego Adrien, con su saxo alto en bandolera, a punto de firmar para un sello importante de una multinacional; más tarde Erick, un irlandés que conocía mucho al segundo ayudante de Luc Besson, y que fijo que tendría curro en el siguiente Taxi. La lista seguía con Maxime, un tío de Borgoña que doblaba dibujos animados y comedias americanas. Con él Léa se había marcado un récord: tres meses saliendo. Después de una semana sin contacto, le llegó el turno a Nikos, el griego, que había prestado su físico atlético a la campaña publicitaria de una colonia para hombres muy famosa. ¡Qué guapo, por Dios! ¡Pero qué mal follaba! Él también había ido a Bommes. Bueno, como el resto. A todos les caía bien Louis, sobre todo cuando les pasaba unos billetes.

También estaba Ralph, el que la había acompañado a casa de los Thomasseau, un bocas que prometía llevarla a Nueva York. ¿O a Hollywood? Mejor lo segundo, al menos de cara al cine. Vaya, que «¡lo nuestro va para largo!». Se lo había dicho él mismo al viejo Louis. De hecho el abuelo le tenía simpatía a aquel mozo que albergaba ambiciones para su nieta, y que aseguraba: «Cuando hayamos triunfado, Léa en el cine y yo de guionista para Spielberg, volveremos aquí, pero para vivir. ¡Replantaremos las viñas y nos compraremos un castillo aún más bonito que el de arriba!»

Hollywood quedaba un poco lejos. Mejor empezar por Ibiza. En autostop. Burdeos-Toulouse, Toulouse-Barcelona y luego en barco, con la pasta del compadre Louis. ¡Y a disfrutar de la vida! Quizá volvieran para la vendimia, aunque a la vuelta de vacaciones Léa tenía una prueba para la nueva peli de Téchiné, y «eso no se rechaza, ¿verdad?».

Pregunta del abuelo:

—¿Téchiné? ¿Quién es?

Otro de los trofeos de caza de Léa era Karl. ¡Él sí cine hacía cine! Le habían premiado varios cortos, aunque su especialidad eran los documentales de animales, algo con pocas oportunidades para Léa. El resultado fue que Karl ni siquiera tuvo tiempo de usar las sábanas y la vajilla para dos de la nieta de los Lacombe. Hacía poco que le había mandado una postal. Estaba en Kenia, rodando, y se acordaba mucho de ella. «De tu sonrisa, de tus tetitas...»

¿Y Laurent? Otra víctima de su sonrisa. Su aventura con Léa empezó en un plató, donde Laurent ensalzaba las virtudes de un café torrefacto a la antigua. El papel de Léa se limitaba a pasar furtivamente por el campo de la cámara, en una especie de plano subliminal. El escenario de la siguiente escena fue la cama de Léa. Esa noche el tamborileo de la lluvia en el ventanal duró mucho. El paso de Laurent por la vida de Léa dio para unos cuantos cafés, pero la máquina se averió pronto, y Laurent, cuyo sueño eran los Andes, se exilió en el altiplano peruano, en las quimbambas. Él nunca le envió una postal.

Otro meteorito: Jean-Vincent, una especie de espárrago que tocaba el violín en la Orquesta de Cámara de Radio France. Facciones delicadas, greñas, piernas desproporcionadas que le daban el aspecto de un ave zancuda siempre vestida de negro... Le gustaban los vinos dulces, las historias con final feliz y ver amanecer a la orilla del Ciron. También creía en Dios, lo cual le granjeó la simpatía de Léonie. «Lástima que cecee», se lamentaba la abuela de Léa.

Y luego Mickey, mejor dicho, Michael, jinete de cuero en su moto pulida como un mosquetón. En la cama no destacaba mucho, pero en sus brazos Léa se sentía a salvo de todos los males. ¡Un vikingo, eso era Mickey!

—Pasaba completamente de mis abuelos. A él ese rollo no le iba. Encima la choza olía tanto a encáustico, naftalina y aburrimiento que te mareabas. ¡Para morirse, vaya! Había que irse lo antes posible. París, Niza, Mónaco... ¡La cuestión era pirarse! Por eso tardamos tan poco en abrirnos, señor comisario. A Mickey no se le puede echar la culpa de nada. No le habría hecho daño ni a una mosca.

El comisario Barbaroux había escuchado a Léa sin interrumpirla. La nieta de los Lacombe había acabado convenciéndose de que su vida estaba marcada por el destino.

—¡Yo lo que espero es mi París bajos fondos, como Simone Signoret! ¿Me entiende lo que quiero decir, señor comisario?

—Sí, perfectamente —se limitó a responder el policía.

Léa le sirvió un café soluble que no sabía a nada, y tuvo que quitar una montaña de revistas del sofá para que pudiera sentarse en una esquina. El investigador venía expresamente de Burdeos para formarse una opinión sobre aquella joven insaciable.

—¿Sigue en contacto con el tal Mickey? A propósito, ¿cómo se llama? ¿Michael qué?

—Michael... ¡Duforest! No; me dejó tirada como un trapo en la Porte d'Orléans y ya no le he visto. ¡Lo que sí sé es dónde trabaja, comisario!

—¿Dónde?

—De segurata en una disco del Marais.

—Oiga, señorita Lacombe, ¿la herencia de sus abuelos en qué punto está?

—Recibí los papeles del notario de Langon. ¡Pero no los he leído!

—¿Por qué?

—Porque aún no sé muy bien qué haré con la choza.

—Es la casa familiar. Me había parecido que le tenía cariño.

—Sí y no.

—¿Y el dinero de sus abuelos?

—Después de pagar el entierro no es que quede mucho. ¿Qué se cree, que mis yayos eran los Rothschild?

—Bueno, pero tenían un pequeño tesoro. ¿Su abuelo nunca se lo había enseñado?

—Mi yayo lo único que tenía de valor es el reloj de a bordo del aviador Didier Daurat. ¿Sabe quién digo? El compañero de Saint-Exupéry, de Mermoz... Eran muy amigos. Se conocieron en Toulouse en la época de la Aéropostale. Mírelo. —Léa señalaba un reloj muy bonito, con marco de cobre y caja de madera, cuyo trono era una vitrina situada frente al comisario Barbaroux—. Venderlo ya le digo yo que no. ¡Ni muerta!

—Es un gesto que la honra, señorita. Una manera de perpetuar la memoria de su abuelo.

—Lo tenía escondido en la caja de madera del reloj de pared de su habitación. Era un secreto entre él y yo. Me dijo: «Si algún día me pasa algo...» Al llegar a Bommes después de todo el drama, fue lo primero que comprobé. Aún estaba escondido en el mismo sitio. A la casa no sé si le tengo cariño, pero al reloj... ¡Al reloj sí!

—¿Lo ha tasado?

—No; paso. Tiene el valor que le otorgo yo. Cuando mi abuelo daba cuerda al reloj de pared, aprovechaba para darle cuerda a éste. Se oía el tictac al otro lado de la madera. Todavía funciona. ¿Quiere oírlo?

—Encantado —dijo el comisario, sin tener que forzar mucho la curiosidad.

El policía de Burdeos disfrutó examinando aquel objeto. Acarició con los dedos el cristal abombado, y el armazón de cobre. Después contempló silenciosamente las agujas que habían regulado los vuelos nocturnos de los pioneros de la aviación postal.

—¿Otro café, señor comisario?

—No, gracias, señorita.

—Me sabe mal, pero es lo único que puedo ofrecerle.

—¿Ni siquiera unas gotas de Sauternes?

—Mire, no sé si se lo va a creer, pero aunque mis abuelos se hayan pasado la vida vendimiando en Château d'Yquem yo nunca he probado una gota. El yayo Louis me prometió que igual para mi boda...

—¿Tenía reservada una botella en la bodega?

—¡No, ni eso!

—¿Lo ha comprobado?

—¡Yo no, pero Mickey sí!

—¿Y si se lo calló?

—Las únicas botellas que encontramos nos las pulimos en una noche. ¡Pillamos una buena turca! Nos fuimos de Bommes al alba. Ya no aguantábamos que hubiera tanta gente merodeando cerca de la casa.

—Es verdad que en el pueblo no la ponen por las nubes —dijo el policía, acariciando sin cansarse el reloj de Daurat.

—¿De mí qué dicen?

—¡Nada, habladurías!

—¿Como qué?

—Que es una chica fácil, que mareó a todos los mozos de la zona con el numerito de la embarazada y aprovechó para sacarse un dinerito haciendo ver que era para pagarse el aborto...

—¡Chorradas! Quieren arrastrarme por el barro, como ensuciaron la memoria de mis padres.

—Pero ¿verdad que no es del todo falso?

—¡Ya me ha oído, sólo chorradas!

—¿Y el hijo de los Thomasseau? ¿La hizo mujer?

—Ah, bueno, lo de Julien es otra cosa... De él sí me quedé embarazada.

—¿De verdad? ¿Estaría dispuesta a jurármelo, señorita Lacombe?

—Pues... sí, señor comisario..., ¡sí que se lo puedo jurar!

—Si no temiera blasfemar, le aconsejaría que se cambiara el nombre. En vez de Léa... A propósito, ¿es su nombre de verdad? Porque parece que a veces se hace llamar Camille...

La nieta de los Lacombe se había ruborizado. Arrebató el reloj-reliquia al comisario Barbaroux y lo dejó otra vez en la vitrina con un gesto febril.

—¡... en vez de Léa le quedaría mejor María, porque en esa época el fruto de su vientre era bendito!

—¿Qué insinúa, comisario?

—Yo no insinúo nada, señorita. Afirmo. Y sostengo que ha jurado en falso, porque por desgracia el señor Thomasseau no podía dejarla embarazada.

—¿Usted qué sabe? —Habían empezado a temblarle los labios. Se apartaba todo el rato el pelo de la cara, y ya iba por el sexto cigarrillo. Aplastó la cajetilla vacía, reduciéndola a una bola.

—Si quiere le enseño los resultados de unos análisis que demuestran la esterilidad del hijo de los Thomasseau.

Léa rompió a llorar.

—¡Bueno, pero a Julien yo le quería, le quería de verdad! Intenté quedármelo. Le iban detrás todas las chicas, y no se me ocurrió nada mejor para...

—¿No se le ocurrió nada mejor que el chantaje para conquistarle?

—Ya no me acuerdo. Me entró miedo. Fue cuando empecé a querer irme a vivir a otro sitio.

Antoine Barbaroux sacó una cajetilla de la chaqueta y tendió un cigarrillo a Léa.

—¿Me toma por una puta, comisario? Después de todo lo que le he contado... Sea sincero: ¿sospecha que soy capaz de todo, hasta de lo peor?

—¿Para usted qué es lo peor, señorita? —insistió Barbaroux, con cierta altivez en la mirada.

—Lo peor, comisario, es... ¡estar sola en el mundo! —Léa lloraba sin enjugarse las lágrimas—. ¡Al menos no sospechará que maté a mis propios abuelos!

—¿He dicho algo que se lo haga pensar?

—No, pero a veces se le pone un tono tan... ¿Cómo se lo diría? Tan acusador...

—Dígame la verdad y ganaremos tiempo, señorita. ¡Para ser tan buena actriz no es que mienta muy bien!

—¿Y si le digo que en todos los hombres que he conocido estos últimos años sólo buscaba a otro Julien Thomasseau?

—¡Anda, una declaración de amor! ¡Y yo que me esperaba una confesión! Siga, siga, que lo suyo es la comedia —dijo irónicamente el comisario—. ¡Ahora, que si Julien Thomasseau no estuviera casado le aconsejaría optar por el original!

—¿Está casado?

—Sí, y gracias a él sabemos cuál fue el móvil del crimen.

—¿Qué quiere decir?

—Lo que digo es que la investigación vuelve a empezar de cero. Esta noche soltarán al inculpado. Han encontrado las alianzas. Sus confesiones eran incoherentes, y ahora parece que tiene una coartada seria, lo cual significa que el autor del crimen conocía bastante a los Lacombe. Vaya, que eran íntimos. Me entiende, ¿no? A menos, claro está, que sea una simple salvajada, obra de alguien sin escrúpulos y un poco suicida que se cree tan solo en este mundo que le dan ganas de cargarse a las únicas personas que le ataban a la vida.

—Pero..., pero... señor comisario...

—Señorita Lacombe, mal que me pese he de emplazarla a que esté disponible en todo momento, al menos hasta que hayamos realizado una serie de comprobaciones, incluyendo un careo entre usted y su primer amor, Julien Thomasseau. ¡Promete ser conmovedor! También necesitaría saber la identidad y direcciones de todos sus amantes; bueno, de los que hayan estado en «la casa entre viñedos cerca de Yquem». Los que sólo conocieron este piso se los perdono. Porque a ésos sólo les interesaba su talento, ¿no?

Léa ya no lloraba. Su mirada era a la vez vacía y clara, los mismos ojos azules con los que su madre, embarazada de pocos meses, miraba a sus suegros al sentarse en la Panhard negra, justo antes de embarrancar en una playa de las Landas.