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Una cama sencilla, más profunda que ancha, con los montantes de nogal claro; una de esas camas rústicas hechas para amores sin luz y partos con dolor, para morir con el desesperado anhelo de otra vida. Sábanas gruesas y rugosas, un edredón abultado por las plumas de oca.
El crucifijo encima del cabezal hablaba de una fe trenzada a base de beaterías, inciensos y rosarios. Bajo la cruz, una rama de boj bendito hacía la vez de protección suplementaria contra los golpes del destino. Un reloj antiguo de pared, con péndulo de cobre, presidía la sala, lúgubre y sumida a todas horas, de día y de noche, en las tinieblas.
Los Lacombe eran demasiado discretos para alumbrar su ancianidad con los fulgores del sol; septuagenarios ambos, esperaban la muerte con resignación no exenta de unas gotas de temor. A este respecto, debe señalarse que Louis era bastante menos pío que Léonie, su mujercita.
Esa mañana de diciembre, los dos ancianos yacían juntos. De cera los rostros, entornados los párpados, las bocas muy abiertas, los brazos descarnados pendiendo —se habría dicho— de un hilo invisible, Léonie y Louis parecían títeres abandonados por un marionetista con prisa por marcharse de su teatro de ilusiones.
Los signos de estrangulamiento eran ostensibles, regulares, casi perfectos. El azul de los cuellos ya casi viraba al malva. ¿Alguna resistencia por parte de los ancianos? Ninguna en absoluto.
El asesino había tenido el detalle de subir la manta, para que sus dos víctimas no cogieran más frío de la cuenta antes de su ascenso al ciclo prometido.
¿Y la agonía? ¿Dolorosa? A saber. El agresor había dado muestras de una pericia implacable. Todo delataba movimientos precisos, calculados, sincronizados en aras de la conveniencia de asfixiar a los dos cónyuges de modo simultáneo.
Testigo de todo, también el cristo de hojalata había permanecido mudo. Ni siquiera se había descolgado del clavo. Tampoco el boj bendito del día de Ramos había destacado por su solicitud. Como decía Léonie en las veladas de mucha soledad: «¡Si es que cuando nos llega la hora...!»
¿Habían despertado? ¿Habían visto la cara del asesino? ¿Y si era todo una horrorosa pesadilla? Sin tiempo para nada, ni de encender la lámpara de la mesita, tumbar la jarra de agua que casi no dejaba sitio para nada más, despertar a Léonie, gritar o decir algo; ni siquiera de coger la vieja escopeta de caza que dormía debajo de la cama desde que Louis ya no les hacía la vida imposible a las palomas torcaces. Una fidelidad absoluta al guión trazado por el asesino, sin daños materiales ni estorbos.
Dentro de la casa estaba todo en su sitio. Armarios reventados, cómodas revueltas, cajones rotos..., todo ello brillaba por su ausencia. ¿Cómo reprochárselo al peculio de los Lacombe, si por fuerza había de ser humilde? Una jubilación de funcionario de correos sumada a otra de costurera a domicilio difícilmente daban para grandes alegrías, ni para ocultar dinero en calcetines de lana.
Si algo guardaban las gruesas mantas no eran fajos de billetes, sino ramos de espliego. Louis depositaba lo poco que sobraba de la economía familiar en la caja de ahorros de Preignac, «por si nos pasa algo». Pero en casa de los Lacombe nunca pasaba nada. Un día a día tristón, sembrado de silencios y pequeñas muecas, de gemidos y (muy de vez en cuando) sonrisas; también de alguna riña, naturalmente, pero nada del otro mundo. Léonie y Louis estaban destinados a no separarse hasta la muerte.
En vista de la falta de móvil, ¿habría sido un acto gratuito, el crimen de un psicópata? En la gendarmerie de Langon se notaba que estaban hundidos en un mar de dudas, a riesgo de ahogarse en hipótesis aventuradas. Los Lacombe no tenían enemigos; por no tener, apenas tenían amistades más allá de la dosis necesaria de amabilidad para ganarse el aprecio de los vecinos y la estima de los feligreses del típico pueblo que no quiere sustos.
En Bommes nadie hablaba mal de los Lacombe. Lo peor que recibían era la indiferencia de la juventud, y lo mejor una admiración contenida. ¿Quién podía ver con malos ojos a un tándem tan nudoso y encorvado por la vida, a una pareja que unida por un suave afecto se consumía a fuego lento a la sombra de los álamos a media asta que escoltan al Ciron hasta el Garona?
En primavera, el pueblo en pleno había acudido a la sala de fiestas para celebrar sus bodas de oro y colmarles de besos, como si fueran pan bendito. Sus mejillas olían a colonia y sus arrugas tenían la virtud de apaciguar incluso a quienes suelen temer a la vejez. Todo lo recibían los Lacombe con una sonrisa beatífica y la felicidad de verse honrados, respetados. ¡Ellos, que no tenían nada!
¡Qué pena que no estuviese Léa, la última superviviente de la estirpe! Esa nieta un poco demasiado guapa, que rozaba la frescura, o mejor dicho incurría de lleno en la desvergüenza, en el todo amoríos y nada fidelidad. A Léonie y Louis les había dado cierta rabia, las cosas como son, pero distaban mucho de guardarle rencor.
—Es que tiene trabajo en París. A veces la vemos por la tele. Siempre había soñado con ser actriz.
—Estarán orgullosos, ¿no? —solía repetirles la mujer del peón caminero de Bommes.
—Bueno, no sé si le da para vivir muy a lo grande. Para mí que es una profesión donde se mueren de hambre.
—¡No digas eso, Louis! Para empezar no sabes de qué hablas. Mientras sea feliz... —replicaba Léonie, molesta por las sospechas del derrotista de su mando.
El caso era que a Léa no le había parecido oportuno ir a ver a sus abuelos para un homenaje público que constituía un canto a lo que más detestaba: la fidelidad. Ella no podía ser mujer o amante de un solo hombre. Ni lo había sido ni lo sería jamás. Los coleccionaba como se coleccionan los trofeos de caza, con la misma porfía en seducir y despertar la envidia y el deseo. Una vez que había adorado febrilmente a sus conquistas, las abandonaba a su suerte. Era una especie de mantis cuya religión se reducía al placer inmediato.
Así era Léa, el bien más preciado de Léonie y Louis en el crepúsculo de sus vidas, la hija de su único vástago, a quien Dios les había arrebatado injustamente aquel verano de 1975.
Gran desgracia, sin duda, pero que en nada había deteriorado la fe de Léonie Lacombe; y si a algunos vecinos de Bommes les extrañaba, era que no la conocían, porque la señora Lacombe creía firmemente en su vía crucis personal. Para Léonie, los devaneos de su hijo constituían otra de las muchas pruebas que se sucedían como hitos de un calvario regado con lágrimas y escasamente sembrado de alegrías. El primer domingo después de la tragedia ya peregrinaba a Notre-Dame de Verdelais, aún más devota que en su primera comunión. No así Louis, que prefirió rumiar el recuerdo en el cobertizo del jardín en vez de expresar su gratitud al Eterno, que les había confiscado no sólo un hijo, sino una nuera de la que, bien mirado, no sabían gran cosa. Una bretona, Françoise, a quien Pierre había conocido en Cherburgo cuando hacía la mili en la Marina. Se habían gustado enseguida, y se habían enamorado tanto que nada ni nadie había podido evitar su unión.
—Pero Pierre, ¿no te parece un poco precipitado? —le había comentado Léonie.
—Es que la quiero, mamá. ¿Te parece poco?
Léonie tampoco se había hecho preguntas al pedir Louis su mano; nadie había puesto pegas a que se casaran, y no por ello (dando tiempo al tiempo) habían sido menos felices, la verdad...
Léa nació poco después de la boda de Pierre y Françoise. Vivían en Barsac, en una casa sin muchas comodidades, detalle que por otro lado, queriéndose como se querían y siendo Léa el fruto de ese amor, carecía de importancia. Pierre encontró trabajo enseguida en una constructora de Langon. Françoise, bretona exiliada en lo más remoto de las Laudas, entró de chica para todo en la planta Lillet de Podensac. Seguro que «mami» Léonie sería la mejor abuela del mundo. En cuanto al bueno de Louis, no era poco su orgullo por tener «una nieta como un sol».
Pierre, que además de aplicado y trabajador era un manitas, y a quien recomía una sorda ambición, concibió (animado por su esposa) el proyecto de establecerse por su cuenta. En mala hora. Se volcó enteramente en la empresa, pero confundió desde el principio el volumen de negocios con los beneficios. Se construyó una monería de casa en la salida de Barsac, junto a la nacional 113, más que nada para restregarle por las narices al canton su fulgurante éxito, pero la suerte es veleidosa, y pronto la constructora de Pierre Lacombe se encontró en la estacada, sin proveedores dispuestos a fiar un solo céntimo a aquel currante de la construcción que prodigaba las deudas con la misma rapidez con que levantaba paredes. La modesta empresa familiar (porque ahora Françoise ya no estaba en Lillet, sino llevando la contabilidad) no tardó en declararse en suspensión de pagos. La casa de Barsac, que lógicamente estaba hipotecada, salió a subasta y se vendió por cuatro chavos en el tribunal de Huaicos. Total, que de la noche a la mañana los Lacombe se vieron en la calle, cargados de deudas y de oprobio. En el ínterin, Françoise volvió a quedarse embarazada. Albergaba la secreta esperanza de un aborto, para no añadir otra carga a un hogar que a esas alturas sólo subsistía gracias a los billetitos que a la chita callando le pasaba Léonie al fracasado de su hijo.
El matrimonio ya no salía nunca. Se había instalado en casa de Léonie y Louis. Se alojaban en el cuarto del «pequeño Pierre», y eso que era diminuto. Para Léa se acondicionó la habitación del fondo, que hasta entonces había servido de trastero. Daba justo para una cama infantil y el baúl de los juguetes. Por la noche, cuando Françoise tenía la impresión de que su hija ya no respiraba, se levantaba con los ojos enrojecidos.
De día se deslomaba en el huerto de Louis, dándole duro a la pala para distraerse del martirio de las contracciones. Pierre buscó trabajo por la zona, pero ninguno de sus ex competidores tuvo la magnanimidad de sacarlo de sus penurias, máxime en vista de que no pasaba un solo día sin que el domicilio de los viejos Lacombe recibiera la visita de un agente judicial, que si en alguna moneda cobraba era en llantos de Léonie, silencios de Françoise, trinos de Léa y exabruptos de Pierre, que creía ser víctima de una conjura.
Louis prefería encastillarse en la cabaña del jardín hasta que las tormentas de su hijo se deshicieran en lágrimas. Nada mejor que una buena lluvia para que se amanse el campo.
Y llegó aquel domingo de 1975. Hacía un tiempo espléndido, con un cielo de un azul inmaculado. Pierre pidió permiso a su padre para coger el viejo Panhard que dormía en el garaje. Dijo que quería «cambiarle un poco las ideas a Françoise».
—Lo ve todo tan negro... Creo que le sentaría bien ir a la playa. Le he pedido a mamá que se quede con Léa.
—Tú mismo. Las llaves ya sabes dónde están, pero ojo, no lo fuerces, ¿eh?, que ya sabes que mi carruaje no llega a según cuánto.
No había nadie más escrupuloso que Louis Lacombe en el cuidado de su venerable coche, un Panhard 20-7, último modelo de la difunta marca. Después de cada salida le sacaba brillo y lo dejaba en el garaje tapado con una sábana vieja, «para que no críe polvo». El cuentakilómetros apenas pasaba de los veinte mil. Normal, porque Louis sólo usaba el vehículo para ir a Preignac o Langon. Su mayor periplo era a Burdeos, aunque ya hacía mucho tiempo que el antiguo funcionario de correos no se arriesgaba a poner el pie en aquella ciudad de palurdos.
Lejos quedaba la época en que se había llevado a Léonie a Arcachon, «la ciudad de invierno», donde todas las casas son de encaje. A la costurera le habían encantado las mansiones de los ricos. («Cuando tienes dinero puedes hacer lo que te dé la gana», le había susurrado a su marido, que distaba mucho de ser votante comunista.)
En suma, que ese domingo la joven pareja dejó a Léa al cuidado de Léonie y Louis para coger la carretera de los pinos, la que va a las Landas. Pierre tuvo la precaución de no hacer mucho ruido al encender el viejo Panhard, cuya pintura negra reflejaba maravillosamente el sol de agosto. Al irse saludó con la mano. Françoise miraba fijamente a Léa, fuertemente sujeta por Léonie. Obedeciendo a su abuela, que no quería ver lágrimas en los mofletes rosados de su nieta, la cría movió la mano, y hay que reconocer que no lloró. Sabía que mamá y papá volverían por la tarde de un día en la playa... Llegarían morenos, con arena en el pelo. Así sus ojos aún serían más azules.
—¡No corras, Pierre! ¡Piensa que llevas dos pasajeros!
La alusión no hizo sonreír a Françoise, que se limitó a poner las manos en la barriga, ya un poco redonda en las dos últimas semanas. Lo único que hizo fue bajar un poco la ventanilla.
Pierre turbó el despertar del campo con dos bocinazos para subrayar su partida. El aire ya estaba tan caliente que prácticamente pesaba. La previsión meteorológica prometía tormentas que nunca llegaban a cuajar. Tal vez por la tarde...
Las tres siluetas se quedaron largo rato en el umbral, inermes, viendo borrarse el coche entre las viñas, y desaparecer pasado la Tour Blanche.
Cuando Léonie y Louis Lacombe se disponían a acostarse (algo inquietos por la falta de noticias de los «niños»), llamaron a la puerta los gendarmes de Langon. La cara del subcomisario Laborie era de circunstancias. Estaba muy serio, con los párpados tensos. Su voz era serena. Se había quitado el quepis, como si fuera una muestra de respeto.
—Acaban de avisarnos de la gendarmería de Mimizan...
—¿Le ha pasado algo a Pierrot? ¿Han tenido un accidente? —se asustó Léonie.
—Bueno... Un accidente, lo que se dice un accidente...
Al policía de uniforme le tembló un poco la voz al intentar dar coherencia a una historia increíble. Louis se llevó una mano al pecho y se dejó caer en un sillón, anonadado por la noticia. Léa se despertó y empezó a berrear en su cama. Léonie corrió llorando a verla, para no oír lo que pudieran decir los gendarmes. Que no era mucho, la verdad.
Unos bañistas habían informado de un coche en la arena con los pasajeros dentro, como durmiendo. Un dato anómalo: la presencia de un tubo entre el de escape y la luna trasera.
«¡Aún tenía el motor en marcha!», declaró en la gendarmería el primer testigo, que no había podido liberar a las víctimas.
Las puertas del Panhard estaban bloqueadas por dentro, señal de que la muerte fulminante de la joven pareja era una muerte concertada, un suicidio por asfixia preferido a la deshonra, la ruina y la bancarrota. Una muerte indolora, dulce y lenta.
Mientras el habitáculo se llenaba de dióxido de carbono, Fierre y Françoise entrelazaron sus manos. Casi no oían los gritos lejanos de los niños en la playa, el sordo impacto de las olas en los búnkeres ni el concierto estridente de las cigarras en los pinos, junto al coche.
Léa, cautiva entre los brazos de su vacilante abuela, no lloró. No reclamó a su madre ni a su padre, ni esa noche ni las siguientes. Ah, pero ¿habían existido?
Dos años todavía no cumplidos y ya no tenía padres. No le temía a nada, ni a los relámpagos de calor que incendiaban el cielo del Sauternais. Ya estaba sola en el inundo. ¿Qué don premonitorio la hacía adivinar que así sería de por vida?
Durante el mes posterior a la tragedia, Louis vendió el Panhard. Los Lacombe no tuvieron dificultad en obtener la custodia de Léa, mientras permanecían fieles a las vendimias de Yquem. La desgracia que llamaba a su puerta no infringiría su costumbre de «trabajar para el señor conde», como llevaban haciendo treinta años, y menos cuando se anunciaba una buena vendimia, una vendimia generosa en la colina mágica.
Como en los tiempos de Bertrand de Lur Saluces, bastaría una llamada telefónica para que los Lacombe hicieran acto de presencia en el castillo. ¡Qué honor vendimiar para Yquem! Con la misma emoción de cada año, cuando se deshiciera la escarcha de las viñas cogerían su cestito numerado de álamo. Pedirían los números 55 y 56. No porque Léonie y Louis fueran supersticiosos, pero...
—No nos gusta cambiar de costumbres, y menos a nuestra edad —se limitó a recordar Léonie durante el reparto de cestas y podaderas. Previo paso a añadir—: Últimamente no ganamos para desgracias, y claro...
Naturalmente, la tradición fue respetada, y los Lacombe gozaron de toda la compasión de «los del castillo».
Ese año la naturaleza regaló una de las cosechas más exquisitas de Yquem. Al final de la vendimia, los Lacombe no faltaron a las accabailles
Había pasado mucho tiempo desde que Louis y Léonie se llevaban cada uno una botella, escondiéndola lo mejor que podían dentro de la cazadora o al fondo de un capazo. Era una prima clandestina que se remontaba a 1944, el año de su instauración por el maestro bodeguero de entonces, Louis Henriot. Éste era pariente de los Lacombe en el sentido bretón: un primo muy lejano, una relación cultivada en bodas y entierros. Louis tenía fresquísimo el recuerdo. La guerra daba los últimos coletazos. Los alemanes no levantaban cabeza ante la Resistencia, cuya organización era tan eficaz en las Landas como en el Périgord. Fue entonces cuando Henriot le propuso a su primo Louis trabajar en Yquem la siguiente vendimia. Su joven esposa también sería bienvenida. Tal como estaban las cosas, se echaban cruelmente en falta brazos fuertes. Los hombres de la zona estaban movilizados. Desde entonces Louis y Léonie Lacombe pertenecían a la tribu de élite de los vendimiadores de Yquem, aunque los únicos con derecho a la gratificación en especies eran ellos: dos botellitas de la añada precedente, que el viejo Henriot les pasaba a trasmano, discretamente, el día de las accabailles. En 1955, cuando el maestro bodeguero pasó el relevo a Roger Bureau, la tradición fue perpetuada con la mayor reserva. Henriot transmitió la consigna a su sucesor. Por desgracia, el privilegio fue abolido en 1968.
El brusco abandono de esta oculta costumbre no mermó la fidelidad de los Lacombe al castillo de Yquem. Prueba de ello es que el mismo año en que la desgracia se abatió sobre su hogar (1975) Léonie y Louis «estuvieron presentes», como se dice de las batallas. Por ironías de la historia, podría decirse que 1975 fue una de las mejores añadas de Yquem, superior a la de 1967, que ya había sido un año fausto. Por desgracia, en el corazón de los Lacombe la vida ya había dado un vuelco. Suerte que Léa tenía los ojos azules y bonitos, y que le sonreía a la vida...
—¡Es la razón de que aún estemos aquí! —suspiraba Léonie al verla hacer pinitos por la grava que llevaba a la cabaña del abuelo Louis.
Al fondo del jardín.