8
Julio de 1468
I
La prematura muerte de Alfonso lo cambió todo en el bando rebelde.
Ya en Ávila, Isabel heredó el papel de su hermano como figura regia del bando rebelde. A instancias de Carrillo, pronto comunicó por carta a villas y ciudades que ella era la heredera de la efímera corona de Alfonso. Una corona también ilusoria, porque oficialmente Enrique seguía siendo el rey, pues no había sido derrotado.
Carrillo no quería frenar la marcha: tras la traición de Toledo temía que todo se les fuera de las manos. Su carácter luchador y noble no era de los que se daban por vencido fácilmente. Por eso no tuvo dudas en que Isabel, pese a ser mujer, fuera la alternativa a la Corona de la Liga de Nobles. Porque Isabel tampoco se dejaba doblegar fácilmente. Lo supo desde que fue testigo de cómo no se dejó humillar por la reina con apenas diez años.
Pacheco no pensaba lo mismo. En realidad, lo único que pretendía era conseguir la desmoralización del bando rebelde, tal como había pactado con Enrique. Tras morir Alfonso, poco quedaba para que pudiera servir en bandeja de plata a Enrique la victoria definitiva.
Carrillo respetaba y admiraba a su sobrino, pero empezó a sospechar que algo escondía tras su actitud escéptica y cínica.
—Ya tenéis la Orden de Santiago en vuestras manos. ¿Acaso es eso lo único que os importa? Desde que murió Alfonso, sólo ponéis impedimentos y no aportáis idea alguna. Y mostráis una falta de respeto absoluta a Isabel.
—No creé la Liga de Nobles para promover que una mujer fuera reina de Castilla.
—A veces pienso que tenéis un pacto con la de la guadaña: siempre os beneficia.
—Sí… —dijo Pacheco con cinismo—. En eso debo parecerme a Isabel.
Su tío quedó estupefacto.
—La muerte evitó su boda con mi hermano, Pedro Girón —prosiguió Pacheco—. La muerte le ha puesto en bandeja la corona que pertenecía a Alfonso.
Carrillo recordó de repente las palabras de Alfonso ordenándole que había que licenciar a Pacheco. Tal vez no le faltaba razón.
La excesiva duración de la negociación con Enrique tras ganar Segovia, Toledo, la muerte de Alfonso… Demasiados problemas en tan poco tiempo como para que fueran mera coincidencia.
Y todos eran propios del estilo de Pacheco.
II
Chacón, por su parte, estaba aturdido. Como tutor de Alfonso e Isabel, les había preparado para ser reyes. La experiencia le indicaba que Isabel estaba más preparada que Alfonso.
De hecho, para la Liga de Nobles, por edad hubiera debido ser la primera en la línea de sucesión si era verdad que la princesa Juana no era hija del rey. Pero asumió que su condición femenina se lo impedía y entendió que Alfonso fuera el elegido.
Pobre Alfonso, pensaba Chacón. Y sorprendente Alfonso, también. Cuando se despidió de él en Segovia al incorporarse a la Liga de Nobles, era un niño inseguro y débil. Y ahora, Chacón tenía la sensación, pocos años después, de que acababa de morir todo un hombre.
Su actitud y su firmeza ante el marqués de Villena en su enfrentamiento por el problema de Toledo le había condicionado. Porque Pacheco era invencible en el frente a frente verbal. Y Alfonso le había dejado sin palabras con unas razones morales que Chacón les había inculcado tanto a Isabel como a él. Pero también con una dialéctica que asombró a su maestro y tutor.
Pero nada de eso importaba ya: había muerto.
En este punto, ante la irremisible pérdida, Chacón pensaba no ya en el Alfonso rey, sino en el muchacho de catorce años al que amaba como a un hijo. Y se sentía culpable por no haberle protegido lo suficiente.
Ahora sólo le quedaba Isabel. Y estaba francamente preocupado por ella: llevaba encerrada varios días entre llantos y rezos. Hasta que agotó las lágrimas y las oraciones.
Gonzalo, siempre pendiente de ella tras la muerte de su hermano Alfonso, la escuchaba llorar y rezar, impotente. Hasta que un día, sorprendido, la oyó estallar de rabia:
—¡Basta de latines y rezos! ¿Por qué os habéis llevado a mi hermano? ¿No os he rezado miles de oraciones? ¿De qué me han servido? Me apartaron de mi madre, y ahora me quitáis a Alfonso… ¿Es la penitencia que debo cumplir por ser reina? ¿Queréis que mi corona sea de espinas, como la vuestra?
Isabel cogió aire y volvió a hablar con Dios, pero con un tono más calmado.
—Juro que os serviré como reina igual que os sirvo como católica que soy. ¿No os basta con eso? Os lo suplico… No me pongáis más a prueba. Haced conmigo lo que queráis… Pero cuidad de los míos, que ya me quedan pocos.
Salió de su cuarto seria, decidida a asumir su nuevo papel como reina del bando rebelde, ya que como tal había firmado documentos.
Era su obligación: pondría en práctica lo aprendido de Chacón. Tenía que continuar con el legado de Alfonso. Pero antes, debía hacer una cosa: dar la noticia a su madre de que había perdido un hijo.
Cuando informó a Carrillo, Pacheco y Chacón de que quería viajar a Arévalo, no encontró demasiada comprensión en los dos primeros. Objetaron que eran muchos y urgentes los problemas a resolver como para que Isabel se dedicara a otros menesteres.
Pero fue inútil. Isabel ordenó a Chacón que se quedara vigilando en Ávila y pidió a Gonzalo que la acompañara hasta Arévalo. Alfonso, en sus últimas palabras, le aconsejó que sólo se fiara de ellos y eso hizo.
Hizo el viaje sin detenerse apenas. Isabel, buena amazona, apremiaba a continuar cabalgando a la docena de hombres que velaban por su seguridad, ante la admiración de éstos.
Nada más llegar, su madre, al ver el rostro apenado de Isabel, se percató de que algo grave ocurría.
—¿Y Alfonso? ¿Cómo está?
Isabel empezó a llorar.
—Alfonso… Alfonso ha muerto, madre…
Clara, que lo había criado, estalló en un sollozo.
A Isabel de Portugal la noticia la dejó tan conmocionada que no pudo derramar una lágrima en ese momento. Aunque la voz se le quebró al preguntar cómo había muerto.
Antes de que Isabel le dijera la verdad, Gonzalo se adelantó y prefirió dar otra imagen del fallecido: la de un héroe, porque para él lo era.
—Fue en el campo de batalla, alteza. Murió luchando.
Isabel de Portugal, tras un silencio, pidió que la dejasen sola.
Su hija quiso rezar junto a ella, pero se encontró con una negativa.
—No quiero rezar. Solo quiero estar sola.
III
Cuando la noticia de la muerte de Alfonso llegó a Segovia, muchos se frotaron las manos: los rebeldes habían perdido a su alternativa a la Corona.
Diego Hurtado de Mendoza aún ignoraba los pactos secretos de Pacheco con el rey, como Beltrán. Para ellos, recuperar Toledo era consecuencia natural de la torpeza del difunto Alfonso. Y los cristianos viejos eran tan buenos aliados como podía serlo cualquier otro con tal de ganar la guerra.
Ambos tenían claro que, ante la debilidad del rival, era hora de pasar al ataque.
Poco conocían a Enrique.
—No insistáis, no atacaremos.
Íñigo López de Mendoza no podía creérselo.
—Pero, majestad, es nuestro momento. Hemos recuperado Toledo y Burgos… Ellos están aturdidos tras la muerte de Alfonso.
Cabrera mostró las cartas en las que Isabel ya firmaba como heredera. Diego Hurtado de Mendoza sonrió.
—Una muchacha como reina de Castilla… ¡Qué barbaridad! Nadie en su sano juicio la tomará en serio. El pueblo sabrá de qué lado ponerse.
Enrique zanjó el debate.
—No. Estamos de duelo y se prolongará la tregua. Ha muerto mi hermano. Era un niño.
El menor de los Mendoza puntualizó:
—Un niño que os traicionó.
Enrique le miró triste.
—Un niño, al fin y al cabo. Y quiero que los castellanos sepan que igual que ellos lloran por sus muertos, yo lloro por los míos.
Todos quedaron contrariados menos Cabrera, que se mantuvo frío al margen de la disputa.
En el fondo siempre le había gustado ese lado humano de Enrique, aunque algunos lo definieran como debilidad.
El rey dio por concluida la reunión. Tenía una tarea que hacer: escribir una carta de pésame a su hermana Isabel.
Pero no avisó de ello a los presentes. Era el rey. Y mientras lo fuera, había decidido que no tenía que dar explicaciones a nadie. Nunca más.
IV
Juana de Avis soñaba cada día con volver a Segovia y sentarse en el trono como si nada hubiera pasado. Pero, en realidad, habían ocurrido muchas cosas.
Entre otras, que por fin había encontrado un hombre que la amaba y la cuidaba: Pedro de Castilla. Un hombre al que debería abandonar para regresar a la Corte si Enrique ganaba la guerra.
Tal vez por eso, cuando Fonseca le dio la noticia de la muerte de Alfonso su alegría duró apenas unos minutos. No cabía duda de que, gracias al destino más que a la gallardía de su marido, dicha muerte allanaba el camino de su hija a la corona. Y aceleraría su vuelta a palacio como reina que era.
Pero como mujer, abandonar a Pedro le suponía una amargura que nunca había sentido. De hecho, llevaba unas semanas —desde que le anunciaron la noticia— que ni comía y se sentía indispuesta con frecuencia.
Un día, Pedro se atrevió a preguntarle:
—¿De verdad deseáis que todo vuelva a ser como antes? Hay cosas que no entiendo —continuó Pedro—. ¿Cómo era ese antes que tanto echáis de menos? Explicadme…
—Traje al mundo a mi hija para que fuera reina. Eso está por encima de todo, Pedro.
Pedro encajó estas palabras como pudo.
—Espero que cuando volváis a palacio os acordéis de mí, de vez en cuando.
—Lo siento… Lo siento tanto…
Juana fue a abrazarle, pero Pedro se apartó de ella. En ese momento, la reina sufrió un mareo y notó que las piernas no la sostenían.
—Ayudadme…
Pedro, alarmado, la cogió antes de que cayera al suelo desmayada.
En el palacio de Alaejos, Juana se recuperó y no quiso ser atendida por ningún médico. Pero como los mareos no menguaban, hizo llamar a una criada que tenía fama de curandera.
Era una mujer de avanzada edad que nada más sentarse a su lado, puso su mano sobre la frente de Juana.
—No hay calentura… ¿Y los mareos?
—Por la mañana.
La criada se quedó pensativa mientras Juana intentó justificar por qué se sentía así:
—Me aflige tener a mi hija lejos.
—Y a otro mucho más cerca, majestad.
La reina se sorprendió de lo que insinuaban esas palabras.
—¿De qué me habláis?
—Del hijo que lleváis en las entrañas.
—¡No puede ser!
—No manchasteis la primera luna y pronto se cumplirá la segunda…
La sirvienta hizo ademán de irse, pero Juana, aterrorizada, ordenó que se quedara.
—¡Esperad! Monseñor Fonseca no puede saberlo. Si él lo sabe, lo sabrá el rey. Y… Y eso no puede ocurrir.
—Seré una tumba —respondió la criada, que luego añadió con intención—: Sé que sois generosa…
—Lo seré… Y más si me ayudáis a deshacerme de él.
—Si es eso lo que queréis, cuanto antes mejor.
La reina asintió.
No pasaron dos días y Juana yacía con las piernas a horcajadas. En su cara había temor. En su alma, un dolor que le impedía respirar con normalidad. Ése era el día elegido para borrar de su vida todo lo ocurrido tras tener que dejar Segovia. Incluido el hijo que llevaba en su vientre. No había otro remedio: era reina y tenía que seguir siéndolo.
El obispo Fonseca había partido a Segovia a ver al rey. Y Pedro de Castilla tenía que resolver asuntos de intendencia en Medina del Campo. Nadie sabría de lo ocurrido.
A su lado, la criada que le prometió acabar con su problema cuanto antes tenía ante sus ojos un par de ramas de perejil. Tras seleccionar un tallo de un grosor medio, le quitó las hojas.
—¿Duele mucho? —preguntó la embarazada, temblorosa.
—Si todo va bien, no…
—¿Al menos es rápido?
La sirvienta se acercó a Juana lista para empezar.
—¿Os sabéis el romance del rey moro que perdió Valencia?
Juana asintió extrañada.
—Pues empezad a recitarlo. Con un poco de suerte, sólo hará falta que lo repitáis un par de veces.
La sirvienta se sentó a los pies de Juana, con el tallo de perejil en la mano.
La reina cerró los ojos con fuerza y empezó a recitar el romance como si fuera una letanía:
—Helo, helo por do viene el moro por la calzada…
Notó que la curandera le levantaba el camisón para empezar su faena. No quiso ni mirar y siguió recitando:
—… caballero a la jineta encima una yegua baya, borceguíes marroquíes y espuela de oro calzada…
Recitando y con las piernas abiertas fue sorprendida por Pedro de Castilla. El joven intuía que algo estaba ocurriendo por el desapego con que le trataba su amada y fingió hacer un viaje que nunca inició.
—¿Qué estáis haciendo? —dijo sorprendido.
La sirvienta se quedó quieta. Pedro le ordenó salir de la estancia con toda su parafernalia. Juana le ordenó que se quedara. Indecisa, la «abortera» no sabía qué hacer hasta que Pedro fue más elocuente y violento:
—¡Salid, hija de puta!
Asustada, la criada obedeció.
Pedro se acercó a la reina, que rápidamente recompuso su figura.
—¿Por qué, Juana?
—Porque sería la deshonra del rey… —Empezó a llorar—. Tengo que pensar en mi hija. No puede pagar las consecuencias de este embarazo.
Pedro se sentó en la cama, al lado de ella, dolido.
—Me he jugado mi honor. Y daría mi vida si fuera necesario por vos. Quiero al hijo que lleváis en vuestro vientre. Él no es menos que vuestra hija porque yo no sea rey. Él no tiene la culpa de nada. Permitid que viva, os lo ruego.
Juana le abrazó emocionada. Sin duda, proseguiría con su embarazo.
V
Isabel seguía en Arévalo. Se sentía inquieta: sabía que sus obligaciones estaban en Ávila, adonde ya debía haber vuelto hacía tiempo, pero no podía dejar sola a su madre, que apenas salía de su alcoba.
Una mañana, Isabel de Portugal dejó su encierro para sorpresa de todos y, como si nada hubiera pasado, paseó con su hija por los jardines y luego dispuso que se preparara un almuerzo de gala.
Isabel, feliz, se alegró por la pronta recuperación de su madre: pensó que era un homenaje en honor a Alfonso.
Sin embargo, todo se vino abajo cuando al llegar a la mesa, se encontró con un plato y un cuchillo de trinchar carne de más: eran para Alfonso.
Evidentemente, Alfonso no llegó al almuerzo. Su madre lo justificó:
—Sus obligaciones como rey deben de tenerle ocupado.
Isabel, Gonzalo y Clara hicieron de tripas corazón y comieron lo que pudieron al lado de la silla vacía y de una mujer que, orgullosa, hablaba del bien que le iba a hacer a Castilla que Alfonso la gobernara.
Al acabar el almuerzo, cuando todos se retiraron, Isabel no pudo más y rompió a llorar.
Gonzalo no sabía cómo consolarla.
Isabel, entre sollozos, repetía:
—No puedo dejarla sola… No puedo dejarla sola.
Ante la actitud de Isabel de ser antes hija que reina, Gonzalo se atrevió a intervenir:
—No podéis abandonar la lucha ahora. Vuestra madre tiene a Clara y a los sirvientes. No le faltará de nada.
—Le faltarán sus hijos. ¿Qué más le puede faltar?
—Comprendo vuestro dolor, pero más grave sería que a Castilla le faltarais vos.
Isabel sonrió agradecida.
—Gracias, Gonzalo… Gracias por estar siempre a mi lado, y al de mi hermano…
—No ha sido fácil —respondió cariñoso—. ¿Recordáis cuando nos conocimos que me obligabais a estar a no menos de veinte pasos de distancia?
Isabel casi logró sonreír recordando aquel momento… Pero al pensar en Alfonso las lágrimas volvieron a manar de sus ojos.
Gonzalo sacó un pañuelo y secó sus mejillas. La proximidad entre sus rostros era tanta que Gonzalo sólo tuvo que hacer un pequeño gesto para conseguir lo que tanto deseaba desde que la conoció: besarla.
Fue un beso ligero e inocente, sus labios apenas se rozaron, pero fue suficiente para que Isabel se apartara asustada.
Gonzalo, al ver su reacción, comprendió, avergonzado, el error que había cometido.
—Perdón… yo… yo no… Será mejor que me retire…
Y se alejó por un pasillo.
Justo en el lado contrario, sin que ni Gonzalo ni Isabel se dieran cuenta, Clara había visto el final de la escena.
Esa noche, Isabel apenas pudo dormir. Ella apreciaba a Gonzalo, pero no lo amaba como para corresponder a su beso. ¿O quizá ese aprecio que le profesaba era amor y no lo sabía?, se preguntaba.
No conocía la respuesta: nunca había amado a un hombre. Ni su abuela, ni su madre, ni Clara, ni —por supuesto—. Chacón le habían hablado nunca del amor. Probablemente porque nadie pensaba que una princesa tuviera que estar enamorada para aceptar a alguien en matrimonio.
Isabel no compartía esa idea: por eso se negó a casarse con el rey de Portugal y rezaba a Dios para que le quitara la vida antes que permitir que Pedro Girón le pusiera una mano encima.
No, ella tenía que estar enamorada de aquel con quien se casara. Pero ¿cómo sabría que lo estaba si no lo había estado nunca?
Y, sobre todo, ¿cómo podría saberlo si era incapaz de saber que alguien la amaba? El beso de Gonzalo demostraba sus sentimientos hacia ella. ¿Cómo no lo había notado antes viniendo ese amor de alguien con quien había compartido tantos días? Por más preguntas que se hacía, no lograba responder a ninguna.
Las horas pasaron, el sol se levantó pronto esa mañana de julio y el gallo avisó de que un nuevo día comenzaba. E Isabel necesitaba respuestas.
Por eso, nada más levantarse, fue a buscar a Clara.
No sabía cómo plantearle el asunto. Le preguntó si echaba de menos a su marido, Chacón… Cómo se conocieron… Preguntas de las que ya sabía la respuesta.
Clara, que ocultó que había presenciado el beso de Gonzalo, empezó a ejercer de madre. En realidad, por la salud de Isabel de Portugal, había realizado ese papel desde que le había dado a la heredera la leche de sus pechos.
—¿Qué os pasa, Isabel?
—No lo sé… A veces dudo de si tanto sacrificio merece la pena.
Cariñosa, Clara se sentó junto a su niña al oír eso.
—No podéis hablar como una vieja amargada… Tenéis diecisiete años y toda la vida por delante.
Isabel suspiró.
—A mi edad, cualquier muchacha ya está casada. Y yo no soy capaz ni de entender el afecto de la gente que me rodea. Quiero ser reina y cualquier hija de campesina podría darme lecciones de cómo es la vida.
Clara la abrazó con cariño. Luego, la cogió por ambos brazos y mirándola a los ojos, pidió a Isabel que le prestara atención.
—Escuchadme, Isabel. Cualquier hija de campesina, de panadero o de noble… Y sus hijos… Y los hijos de sus hijos… jamás os podrán dar lecciones de nada. Las lecciones se las daréis vosotros a todos ellos… Porque seréis su reina y su futuro estará en vuestras manos. Ése es vuestro destino. Y está por encima de todo, Isabel.
Isabel escuchó atenta.
Clara no había respondido a ninguna de las preguntas que tanto la atormentaban. Entre otras cosas porque Isabel no se atrevió a formularle ninguna.
Pese a ello, quedó reconfortada. Porque le recordó que ser reina estaba por encima de todo. Y que si los nobles derrocaban a Enrique, ella lo sería.
Ser reina siempre había sido su sueño. Ahora también era una buena razón para dejar de atormentarse con sus dudas sentimentales.
VI
Ávila ya sabía de las intenciones del rey Enrique de prorrogar la tregua.
Carrillo lo vio como una treta para seguir recabando más apoyos y aumentar su ejército. Por eso estaba empeñado en lanzar una ofensiva militar por sorpresa.
Pacheco, al contrario, insistió —fiel a sus objetivos— en que el rey actuaba de buena fe y que eran ellos los que necesitaban tiempo para recuperar fuerzas.
Chacón pensó que Isabel debía regresar: un rey no podía estar ajeno a las decisiones de gobierno y mucho menos, dejarlas en mano de sus nobles. Por eso emprendió camino a Arévalo. No importaba el dolor como hija. Sus obligaciones como reina la reclamaban.
De paso, aprovecharía el viaje de vuelta para reflexionar con Isabel sobre el asunto. Debía avisarle de las ventajas e inconvenientes de cada decisión para que ella decidiera.
Al llegar a Arévalo, Clara no tardó mucho en informarle de lo ocurrido entre Gonzalo e Isabel.
Preocupado, y tras convencer a Isabel de que debía volver, se reunió con Gonzalo. Éste no estaba menos aturdido: tampoco había sentido nada antes por una mujer y no podía entender el arrebato que le llevó a atreverse a besarla.
No hicieron falta muchas palabras. Chacón fue claro:
—Vos sois un soldado y vuestra misión es luchar. La misión de Isabel es otra: ella habrá de gobernar. Y algún día se casará con alguien de sangre regia como ella. Todos tenemos que responder a nuestro destino. Y hay destinos que no deben mezclarse.
Gonzalo asumió rápidamente lo que debía hacer.
—Nada más llegar a Ávila, me incorporaré al ejército del duque de Plasencia. Os juro por mi honor que no volveré a ver a Isabel.
Chacón suspiró aliviado.
—Quedo tranquilo: de vuestro honor y vuestra lealtad no dudaré jamás.
Esa noche, con todo arreglado para partir de madrugada hacia Ávila y tras asistir a una emocionada despedida de Isabel con su madre, Chacón se permitió el lujo de dormir en su cama, junto a su esposa. Aunque tantas eran sus preocupaciones, que dormir tampoco fue tarea fácil.
Clara, que sabía que el problema con Gonzalo estaba resuelto, quiso conocer qué otras cuestiones desvelaban a su marido.
—Nada cambia, Clara: los nobles sólo ven la Corona como un instrumento a su servicio.
Clara supo traducir estas últimas palabras.
—Es Pacheco quien os preocupa, ¿verdad?
—Sí. ¿Quién me iba a decir que acabaría siendo el aliado del asesino de mi mejor amigo? A veces pienso qué me diría don Álvaro de Luna si levantara la cabeza.
—Os felicitaría. Él era capaz de pactar con el diablo por defender al rey… Y lo hizo con Pacheco muchas veces.
—Hasta que le costó la vida. Como a Alfonso.
Clara se incorporó alarmada.
—¿Qué queréis decir? ¿Que Pacheco…?
—No puedo decir nada, porque no tengo pruebas. Pero a veces pienso que no protegí a Alfonso como debiera, Clara.
—Hacéis lo que podéis…
—Sí. Pero me siento solo. Necesito a alguien que me ayude. Necesito tener más ojos para que no se me escape nada. Si perdiera a Isabel, no me lo perdonaría, Clara. No es sólo por Castilla… Son como nuestros hijos. Y ya hemos perdido a uno.
Tras una pausa, Chacón añadió:
—He pensado en mi sobrino, Gutierre de Cárdenas. Entiende de leyes, es vivo de palabra, sabe manejar la espada si es necesario… Y es leal.
Clara se acercó cariñosa a su marido y le dio un beso.
—Dormid tranquilo. Yo me encargaré de enviarle un mensaje mañana mismo para que vaya a Ávila.
VII
El día que Isabel regresó a Ávila, Gonzalo marchó como había prometido. Ella le echó en falta y preguntó por él.
Chacón fue cauto al responder: Isabel no habría de saber nunca que Clara vio el ligero beso del que fuera doncel de Alfonso. Ni que él mismo había hablado con el de Córdoba y pactado su marcha.
Por eso le dijo que había marchado voluntario con el ejército del conde de Plasencia, pues pese a la tregua, las escaramuzas entre las dos facciones enfrentadas se sucedían.
Isabel se sorprendió ante la noticia y por el hecho de no haber sido informada. Chacón, buen estratega, añadió:
—Él mismo me dijo que no quería despedidas… —Y añadió fingiendo—: A mí mismo me ha extrañado, sabiendo de vuestra amistad.
La joven no salía de su estupor: ¿se habría marchado avergonzado por el beso que ella rechazó? No lo entendía: podrían haber hablado y aclarado las cosas. Después de los años que habían pasado juntos, Gonzalo debería haberse despedido antes de partir.
En estas disquisiciones estaba Isabel cuando Carrillo apareció apresurado; habían recibido carta del rey Enrique.
Inmediatamente, se reunieron los tres junto a Pacheco. La misma Isabel leyó la carta:
Estimada Isabel, os hago saber que estando yo en la villa de Madrid, me llegó noticia de la muerte de nuestro hermano. Ruego a nuestro Señor que le guarde y proteja. Mi dolor es grande tanto por ser mi hermano como por morir en tan tierna e inocente edad…
Isabel no pudo evitar emocionarse, pero siguió leyendo una carta que proponía dialogar para acabar con la guerra y que ningún castellano tuviera que sufrir más muertes.
Carrillo no tardó en dar su opinión.
—¿Ahora quiere dialogar? Una de dos: o quiere engañarnos o está perdiendo apoyos. Si es esto último, debemos aprovechar este momento de flaqueza.
Chacón no estaba de acuerdo en esto último.
—Debo advertiros, Carrillo, que su flaqueza no es tal. Muchos nobles, tras la muerte de Alfonso, han decidido cambiar de bando. Y tras Toledo, han recuperado Burgos. Y pronto serán más sus apoyos: Enrique promete paz a todo con el que habla. Y Castilla está cansada de guerras.
Carrillo no estaba de acuerdo.
—Si el rey tiene tanta ventaja, ¿por qué iba a querer negociar? Seguro que son rumores lanzados desde Segovia… —Miró a Isabel—. No aceptemos más treguas. ¡Atacaremos Burgos! ¡Iremos a Alaejos y raptaremos a su esposa! Podemos cambiar las tornas otra vez, ¿verdad, Pacheco?
Pacheco, para decepción de Carrillo, calló. No hizo lo mismo Isabel.
—Negociaremos con Enrique.
—Pero Castilla no puede tener dos reyes… —insistió Carrillo—. Y vos ya habéis firmado cartas como reina…
—Rectificar es de sabios. Renuncio a serlo y se enviarán cartas a todos los lugares para que se sepa.
—Cometéis un inmenso error —sentenció Carrillo.
—Castilla necesita tranquilidad… Dejaré que reine Enrique. Y cuando muera, que Dios le dé muchos años, heredaré su corona.
—Los partidarios de Enrique no os aceptarán jamás. Querrán ver a su hija Juana en el trono.
Por fin, Pacheco dio su opinión al respecto.
—No todos, os lo aseguro. Yo mismo me podría encargar de evitar que eso ocurra… —Miró a Isabel—. Si vos lo ordenáis, por supuesto.
Isabel asintió con un leve gesto.
—Hacedlo en mi nombre, Pacheco. Iréis a ver a Enrique… Y le llevaréis una carta que escribiré yo misma. Es hora de que Castilla deje de estar sumida en el caos y la guerra.
Al decir esta palabra, se acordó de Gonzalo. Por ello, remarcó, sin nombrarle:
—No quiero que ni uno más de mis soldados muera en el campo de batalla.
Tras decir estas palabras, Isabel marchó a sus aposentos a escribir la respuesta a Enrique. Pacheco se ofreció para ayudar a redactarla, ya que tenía experiencia en ello.
Isabel le sonrió irónica.
—Esa suerte tenéis, porque yo no tengo ninguna… Pero podéis ir a dormir tranquilo: mi caligrafía es clara y sé muy bien lo que quiero decir.
VIII
En menos de una semana llegó la carta que Isabel había escrito a Enrique. En ella, la joven dejaba claro que aceptaba encantada la posibilidad de negociar con el objetivo de conseguir la paz y que respetaba a Enrique como único rey. De hecho, en su misiva, juraba respetarle y obedecerle hasta que Dios decidiera poner fin a su vida, lo que deseaba que tardara mucho tiempo en ocurrir.
Pero no todo iban a ser cesiones, también había exigencias. Esencialmente, dos: llegar a acuerdos para frenar el poder de los nobles y ser nombrada heredera de la corona a la muerte de Enrique.
Tras leer la carta, Enrique levantó la cabeza sonriente. Iba a conseguir la paz y ésta sería duradera.
Pacheco, que le había llevado en persona la misiva, parecía también feliz.
—¿Satisfecho, majestad?
—Es la respuesta que estaba esperando. ¿Esto ha sido cosa vuestra?
—Así es. Aconsejé a Isabel dar este paso. Y me hizo caso. Al que más me costó convencer fue a Carrillo… ya sabéis que le gusta la batalla más que a un judío el dinero.
—Sí —dijo Enrique sonriendo—, no sé cómo no se hizo soldado en vez de cura… ¿Y Chacón?
—Chacón no es nadie. Como os prometí, todo está controlado. —Y remarcó—: Por lo menos, de momento. En su carta, Isabel ofrece la paz, pero la condición es ser vuestra heredera. ¿En qué lugar quedará vuestra hija?
Enrique, al oír estas palabras, no pudo evitar la ironía.
—¿Ya creéis que verdaderamente lo es?
—Yo estoy dispuesto a creer lo que sea si me favorece.
Pacheco hizo una pausa antes de redondear su oferta para volver a ser su mano derecha.
—Y si soy favorecido, yo mismo conseguiré que esas peticiones de Isabel sean leña mojada. Isabel no tiene nuestra experiencia negociando, majestad. Se cree un gallo pero en realidad no pasa de pichón.
El rey contempló admirado al marqués de Villena.
—No cambiáis, siempre seréis el mismo intrigante. No tenéis remedio.
Pacheco sonrió.
—Ni vos tampoco.
Otra vez Pacheco y Enrique estaban juntos. Como lo estuvieron cuando el rey era un niño y Pacheco su doncel.
Mezcla de afecto y dependencia, su relación era tan obsesiva como el perro que, muerto su dueño, no para de dar vueltas a su tumba.
Rápidamente decidieron los siguientes pasos a dar. Se convocaría un encuentro en Guisando, cerca de Ávila, la sede de Isabel. Así, en señal de cortesía, el rey sería el que hiciera el viaje más largo.
Enrique creyó oportuno que se enviara una carta al Papa para que la Santa Sede mediara en los acuerdos.
Por último, Pacheco propuso al rey que acudiera a Guisando acompañado de su esposa Juana para no mostrar fragilidad en las posteriores negociaciones sobre la herencia de la Corona.
Al hacer tal sugerencia, Pacheco ni se podía imaginar cómo estaban las cosas en Alaejos.
IX
El obispo Fonseca comunicó a Juana la petición del rey. La reina notó que se venía abajo.
—¿El rey quiere que le acompañéis a negociar la paz a Guisando?
Fonseca observó más asombro que alegría en lo que creía que era lo que más podía contentar a la reina.
—Esperaba que la noticia os alegrara más… Sobre todo cuando lleváis un tiempo que ni salís a pasear. ¿Os ocurre algo? Os noto melancólica, majestad.
Juana estaba sentada, tapándose con una manta para ocultar el crecimiento de sus pechos y la curva que empezaba a dibujarse en su vientre.
—Perdonad, pero es que estoy tan sorprendida y emocionada que es difícil expresar mi alegría… Creía que al negociar con Isabel, mi hija y yo quedaríamos fuera de los pactos.
—Toda negociación tiene sus vericuetos, señora… Y si Enrique quiere que le acompañéis es porque no se ha olvidado de vos ni de vuestra hija. Sin duda, éste es un día grande para Castilla. Os dejo para que descanséis, majestad.
Fue a salir de la alcoba, pero antes se giró y casi implorante rogó por que no contara al rey el desliz que tuvo con ella. Fonseca pensaba, como Juana, que la reina había pasado al ostracismo. La carta de Enrique cambiaba mucho las cosas.
Juana le aseguró que sería discreta con respecto a tan vergonzoso asunto: bastante tenía ella con ocultar su embarazo.
Una vez a solas, hizo llamar a Pedro: ¿qué iban a hacer ahora? ¿Qué sería de ella y de su hija cuando el rey supiera que iba a ser madre de nuevo?
Porque, además de la grave infidelidad, había otro asunto de no menor envergadura: el hecho de que fuera tan difícil tener descendencia de su esposo, el rey, y tan fácil tenerla ahora, sin duda volvería a alimentar los rumores de que Juanita no era hija de Enrique.
Pedro de Castilla hizo llamar en secreto a una costurera que diseñó un vestido compuesto de rígidos aros cosidos bajo la tela que disimularan su preñez.
Pero nada contentaba a una Juana que, con el paso de los días, se mostraba cada vez más desesperada.
—¿Y voy a tener que vivir todo el día con este trasto? ¿Y qué hago cuando vaya a dormir? Lo notará… Enrique lo notará…
La palabra «paz» iba de boca en boca por una Castilla que miraba ilusionada hacia el futuro.
Un futuro que para Juana de Avis era incierto y en el que sólo imaginaba mil y una amarguras.
X
Gonzalo Chacón ya no estaba solo en sus tareas de asesorar y proteger a Isabel.
Como su esposa Clara le prometió, mandó mensaje a Gutierre de Cárdenas para que ayudara a Chacón y no tardó más de una semana en llegar a Ávila desde su residencia en Ocaña.
Cárdenas era sobrino político de Gonzalo Chacón, ya que su padre casó con Teresa Chacón, sobrina del tutor de Isabel, y apenas rebasaba los treinta años.
Nada más llegar demostró tanta inteligencia como tesón. Y, en especial, una lealtad hacia Isabel contagiada por su tío, al que admiraba sobre todas las cosas.
Cárdenas y Chacón se dedicaron en cuerpo y alma a los preparativos del encuentro de Guisando. Entrenaron a Isabel en cuestiones jurídicas aplicadas al caso concreto que se iba a debatir y que ellos consideraban esencial: la sucesión de la Corona.
Pero, sobre todo, enviaron cada semana cartas a Segovia estableciendo el orden de los asuntos a tratar para que nada quedara al albur de la improvisación. Cartas que eran respondidas por otras tantas desde Segovia.
Y ahí, Chacón y Cárdenas empezaron a darse cuenta de que no iba a ser todo tan fácil. Se reunieron urgentemente con Isabel.
—Hemos comparado vuestras cartas y las de Enrique, y hemos enviado a vuestro hermano una lista de asuntos a tratar —explicó Chacón—. Fundamentalmente en lo relacionado a los derechos de sucesión que serían vuestros y lo que supone eso para su hija Juana.
—¿Y?
—No ha habido contraoferta.
Isabel mostró su extrañeza.
—¿Han respondido algo en relación a que no me casaré con nadie que yo no acepte?
Cárdenas tomó la palabra:
—Tampoco. Aceptan todo. No plantean alternativas. Es como si todo les pareciera perfecto.
La extrañeza de Isabel empezó a convertirse en preocupación.
—Entonces es que no lo es. No hay que confiarse, ¿verdad, Chacón?
—En absoluto. Ya sabéis cómo negocia Enrique… Cara a cara hasta el agotamiento. Aprendió del marqués de Villena, no lo olvidéis.
—Hasta pienso que es posible que esté preparando con Pacheco el encuentro de Guisando.
Cárdenas mostró su sorpresa: aún no conocía al personaje.
—¿Con Pacheco? ¿No es de los nuestros?
Chacón comentó con amargura:
—Pacheco no está en ningún bando, Cárdenas.
Luego, Chacón quiso conocer por boca de Isabel cómo andaba el otro grave problema que tenían, pues Carrillo no quería saber nada de negociaciones con Enrique.
—Es tan leal como testarudo —comentó Isabel—. Tendré que hablar de una vez por todas con él.
Chacón respondió irónico:
—Si le convencéis, habréis superado la más dura de las pruebas que os esperan hasta llegar al trono, alteza.
Isabel sonrió por la broma, pero en el fondo estaba realmente preocupada: Carrillo era leal y necesario. Pero nunca había conocido a nadie tan testarudo como él.
—¡No insistáis más! ¡No cederé!
Ésa fue la respuesta de Carrillo cuando Isabel volvió a sacarle el tema.
Más suave, con afecto, se reafirmó en la negativa a participar en las negociaciones.
—Isabel… Sabéis que os aprecio. Y os admiro por vuestra entereza, pero no me pidáis lo que no puedo cumplir.
—¿Ni siquiera por el bien de Castilla?
—¿El bien de Castilla? Enrique no puede traer más que desgracias por su blandura y falta de mando… Si quisierais, juntos conseguiríamos recuperar glorias pasadas para el reino.
—¿De qué glorias del pasado habláis? ¿Acaso no es Castilla la ubre de la que maman los nobles hasta dejarla exhausta? Todo eso tiene que cambiar.
Isabel le miró con tristeza y respeto. Se acercó cariñosa a él.
—Desde que os conocí sois mi protector y mi fuerza armada. Y nuestro viaje no acaba en Guisando: es ahí donde comienza.
El arzobispo de Toledo confesó a Isabel lo que verdaderamente le preocupaba:
—Si pactáis con el rey, ya se encargará él de que yo no pueda continuar ese viaje futuro.
Isabel le miró preocupada.
—¿Creéis que no se vengará de mis afrentas? —prosiguió Carrillo—. Recordad todo lo que le he hecho. Sabe que nunca volveré con él, que no soy de pactos ni me gustan las intrigas… No, Enrique no parará hasta acabar con mi vida si es preciso.
Isabel sabía que Carrillo no solía decir las cosas en balde: su experiencia era indudable. Pero, a la vez, Carrillo le había ofrecido una vía de negociación sin él ser consciente.
Para resolver el problema, Isabel ordenó enviar carta a De Véneris, que ya estaba en Segovia para preparar las negociaciones de Guisando. En la misiva, pidió que viajara a Ávila para hablar con ella. Debía ofrecer seguridad a Carrillo y conseguir que no hubiera represalias contra él por parte del rey.
En eso estaba cuando Chacón, con cara de preocupación, avisó que su presencia era urgente y necesaria a las puertas de palacio.
Isabel acudió muy inquieta. Y lo que vio allí la alarmó aún más: era Gonzalo Fernández de Córdoba.
Estaba malherido y sin conocimiento. Junto a él, un soldado, compañero suyo que lo había traído desde el frente. Su nombre, Álvaro Yáñez.
Chacón hizo llamar urgentemente a un médico y ordenó que llevaran a Gonzalo a una de las habitaciones de los invitados.
Isabel se opuso:
—¡No! Llevadle a los aposentos de Alfonso. Era su mejor amigo. Nadie mejor que él para ocupar su alcoba.
XI
El médico atendía a Gonzalo. Mientras, a cierta distancia, Isabel preguntó en voz baja a Yáñez qué es lo que había ocurrido.
—Le hirieron por salvarme la vida —explicó Álvaro—. Me atacaron cuatro guardias reales: él acabó con todos. Luchaba como si quisiera morir, como si no tuviera nada que perder…
—¿No sabíais que estamos en tregua?
—La noticia de la tregua llegó al día siguiente de que le hirieran, alteza.
Un día. Por un solo día que tardó en redactar una carta podían morir en vano muchos hombres en el campo de batalla.
Por fin, el médico empezó a recoger sus utensilios.
Isabel se acercó a saber el diagnóstico.
—¿Se recuperará?
—Ha perdido demasiada sangre y tiene la herida del costado en muy mal estado. Está muy débil. Volveré esta noche a limpiársela.
—¿No puede hacer nada más por él?
El médico la miró serio.
—Rezar, alteza. Rezar.
Desde luego, pensó Isabel, si fuera por rezar, Gonzalo no moriría. Pero tras la pérdida de su hermano Alfonso empezó a dudar de si las oraciones servían para algo.
Aun así, rezó. No sólo hizo eso: ella mismo se ocupó de limpiar sus heridas. Se pasaba las horas que sus obligaciones le permitían acompañando a Gonzalo.
Chacón estaba preocupado por ello: temía que Isabel se descentrase cuando estaba a punto de conseguir ser la futura reina de Castilla. Estaba pensando en todo esto, solo, bebiendo una copa de vino cuando sonaron dos golpes en la puerta de su alcoba: era Cárdenas.
—¿Qué hacéis que no dormís, Cárdenas?
—Preguntarme por qué no dormís vos.
Chacón suspiró abatido.
—¿Isabel sigue al lado de Gonzalo?
—Sí. Teméis que ese muchacho distraiga a Isabel de sus tareas, ¿no es cierto?
—Así es. Gonzalo juró que no volvería. Pero no le puedo recriminar ni eso: no sabe que está aquí al lado de su amada. Y probablemente no lo sabrá nunca… Gracias a Dios.
Chacón bebió un sorbo de vino y continuó:
—Quiero que seáis testigo de lo que voy a decir y recordádmelo si no lo cumplo.
Cárdenas le miró extrañado por la petición. Chacón habló al fin:
—Juro que el día que Isabel sea reina, lo dejaré todo. Ya habré cumplido con mi misión. Y vos me sustituiréis.
—Gracias, pero…
Chacón cortó a su sobrino, insistiendo en su promesa:
—Me sustituiréis. Y yo volveré con mi esposa a vivir los días que me queden, feliz y tranquilo. —Sonrió con amargura—. Sin tener que desear el mal de un hombre de bien por el futuro de Castilla. Porque eso es lo que estoy haciendo ahora.
XII
Se acercaba el 18 de septiembre, fecha fijada para el encuentro en las últimas misivas que se intercambiaron ambos bandos, y lo que parecía un camino de rosas pronto se demostró que no lo iba a ser tanto. Ni para Isabel, ni para Enrique.
Isabel tenía el problema de Carrillo.
Enrique se encontró con otro no menos grave: los Mendoza.
Íñigo y Diego, al saber por boca de Beltrán de la negociación con Isabel y de la presencia continua de Pacheco en la Corte, decidieron no acompañar al rey a Guisando.
Era la primera vez que no obedecerían a su rey, algo que era divisa de los Mendoza, pero habían jurado por su honor defender los derechos de su hija Juana y el honor no podía ser objeto de mercadeos.
Diego Hurtado de Mendoza ordenó a Beltrán que informara de su postura al rey. Beltrán, un Mendoza más pues era su yerno, aceptó el encargo con alegría. Porque aparte de ser el mensajero de la familia Mendoza, iba a aprovechar la ocasión para abandonar una corte en la que parecía que la traición valía más que la lealtad.
Delante de Cabrera, el mayordomo de palacio, así se lo hizo saber a Enrique, que escuchó sus palabras decepcionado.
—Así que ni vos ni don Diego me acompañaréis a Guisando.
—No, majestad. Y cuando regreséis de allí no nos encontraréis en palacio ni a mí ni a mi familia.
Enrique se sorprendió.
—¿Abandonáis la Corte?
—No me dejáis otra opción.
—Si lo decís por Pacheco, he de deciros que por Castilla, soy capaz de pedirle ayuda a él y al diablo si hace falta.
Beltrán sonrió.
—Cuidado, no sean los dos la misma cosa y os acabéis quemando. ¿Cómo podéis premiar la traición y el deshonor, majestad?
El rey no podía soportar que le dieran más lecciones, que le reprobaran sus decisiones. Y estalló:
—¿Y de qué sirve el honor si hay tanta muerte y miseria? Es muy fácil hablar del honor para un noble… Y hasta para un rey como yo. ¿Y sabéis por qué? Porque el hambre no llega a mansiones ni a palacios. A veces pienso que la peste es el único invento de Dios que nos iguala a todos los hombres… porque no hay dinero para sobornarla ni yugo con qué someterla.
Se levantó airado y se enfrentó cara a cara con Beltrán.
—Ya que habéis venido a darme el mensaje de los Mendoza, llevadle a ellos mi respuesta. Decidles que no consiento que nadie le dé al rey lecciones de honor. Porque no me importa arrastrar el mío ni el de mi familia por los suelos si es por la paz de mi pueblo.
Enrique, nada más decir estas palabras, salió de la sala en busca de Pacheco. Debía informarle de lo ocurrido. Pese a responder con orgullo de rey a Beltrán, sabía que perder a los Mendoza era grave para sus intereses. Y no podía permitirse más pérdidas.
Por eso ordenó adelantar el viaje a Alaejos para preparar con su esposa el encuentro de Guisando.
XIII
Alaejos era famoso por su cerámica, capaz de mostrar delicadeza en sus piezas pequeñas y sólida como pocas en la fabricación de jarras, vasijas y cántaros.
La cabeza del obispo Fonseca, quien ahora yacía en el suelo, podía dar fe de ello. Su sobrino Pedro lo había atacado con una jarra cuando el obispo había entrado en la alcoba de Juana sin llamar.
Venía a dar noticia de algo que Pedro ya sabía: el rey llegaría a primera hora de la mañana.
Fonseca abrió la boca para dar la supuesta buena nueva de la llegada de Enrique, pero no pudo articular palabra.
La boca se le quedó abierta al ver el estado de buena esperanza de Juana, a la que no le dio tiempo a ocultarlo bajo una manta.
Justo en ese momento, recibió el jarrazo de Pedro, que rápidamente instó a Juana a huir de allí.
—No tenemos tiempo que perder. Hay que salir por la ventana… Por la puerta principal hay demasiados guardias…
La reina estaba sobrepasada por los acontecimientos.
—¿Por la ventana? ¿Y cómo voy a salir yo por la ventana?
Pedro, con la ayuda de dos criados leales, ya lo tenía todo preparado: había atado a una gran cesta de mimbre largas cuerdas que amarró a la cama de la alcoba para que aguantara el peso de la reina.
Aun así, tuvo que cogerla a apenas metro y medio del suelo porque las cuerdas cedieron.
—Ni con Enrique ni contigo… De ésta, no salgo viva.
Luego montaron en sendos caballos. Por si Juana mostraba debilidad y no podía ejercer de amazona, Pedro también se apropió de un pequeño carro con un burro.
El estado de la reina no permitía cabalgar al galope. Lo importante era llegar donde querían. Por eso viajaron por caminos alejados de las vías principales durante toda la noche. Debían alejarse de allí lo más lejos posible para evitar ser víctimas de la previsible ira de Enrique.
Ira que, a la mañana siguiente, sufrió Fonseca, con la crisma vendada por el golpe de la noche anterior.
—¿Cómo es posible que no supierais lo que estaba pasando delante de vuestras propias narices? ¡Mi mujer embarazada! Vino aquí para ser cuidada y vigilada por vos… y resulta que la monta vuestro propio sobrino…
Agitado, dio órdenes a Pacheco:
—Quiero que enviéis soldados a buscar a Juana y a ese cabrón y los encierren en palacio. No quiero que nadie sepa de mis vergüenzas. Si alguien descubre esto, no tendré argumentos que defender en Guisando.
Pacheco, preocupado, asintió: al rey no le faltaba razón.
XIII
Sólo quedaba un día para la cita.
En Ávila, una Isabel que apenas dormía, tal era su preocupación por Gonzalo, había conseguido que De Véneris, nuncio papal y mediador en las negociaciones de Guisando, viajara hasta allí para convencer a Carrillo.
—Os lo juro por los clavos de Cristo, Carrillo… Yo mismo escribiré un documento que garantice vuestra seguridad y vuestra hacienda.
Carrillo quería certeza de la promesa.
—¿Llevaríais ese documento a Roma para que el Papa lo avale?
—Si es vuestra voluntad, así lo haré. Traigo poderes del Papa para perdonar todos los pecados y las faltas a los que han participado en esta contienda. Todo será perdonado si ha sido en combate. Sólo quedan excluidos los asesinatos y las tropelías cometidos fuera de él.
Isabel le urgió una respuesta rápida.
—¿Me acompañaréis ahora a Guisando?
Carrillo calló unos segundos. Luego miró con cariño a Isabel y respondió:
—Os acompañaré. Pero con una condición: no le besaré la mano al rey.
De Véneris intentó convencerle de lo contrario pero no tuvo tiempo. Chacón entró en la sala para informar de que Gonzalo había recuperado la consciencia.
Isabel corrió decidida hacia la alcoba donde reposaba el que en otro tiempo fue doncel de su hermano.
Chacón, al que siguió Cárdenas, fue tras ella.
Cuando llegó allí, Isabel acarició la cabeza de Gonzalo y le reprendió por ser tan temerario.
—Mal me serviréis si perdéis la vida. Os necesito…
Gonzalo la miró ilusionado. Isabel continuó:
—… como amigo y como soldado. Como princesa que soy y reina que seré.
Chacón, que escuchaba acompañado de Cárdenas al lado de la puerta, suspiró aliviado.
Isabel dio un beso de despedida en la frente al herido; debía preparar el viaje a Guisando.
Al llegar hasta Chacón, Isabel se dirigió a él en voz baja, pero firme:
—Nunca dudéis de mí.
Chacón, en vez de sentirse ofendido, sonrió.
XIV
El 18 de septiembre de 1468, a mediodía, la comitiva de Isabel, alineada como si fuera a lanzar un ataque de caballería, esperaba a la de Enrique.
Isabel mostró su preocupación por el retraso. Chacón la tranquilizó.
—Llegarán, no os preocupéis.
De repente, aparecieron las huestes de Enrique.
Isabel ordenó ir a su encuentro. Ella, en vez de caballo, montaba burro en señal de respeto hacia el rey.
Mientras las dos comitivas se acercaban, Pacheco aconsejaba hasta el último segundo a Enrique.
—Cambiad el gesto, majestad. Se os ve preocupado.
—Lo estoy.
—Sí, pero eso no lo deben saber ellos.
Enrique forzó una sonrisa.
—¿Está bien así?
—Perfecto.
En el bando contrario, Chacón hacía lo mismo con Isabel.
—Recordad, Isabel: si Enrique esta serio, mostrad seriedad… Si sonríe, sonreíd… Y si os mira fijamente…
Isabel continuó la frase:
—Si me mira fijamente, le sostendré la mirada. Tranquilo, me sé la lección.
Las comitivas siguieron avanzando hasta pararse la una frente a la otra.
Enrique, como rey, dio la orden que todos esperaban:
—Tomad la palabra, De Véneris.
—Sí, majestad.
De Véneris se colocó entre las dos comitivas y, solemne, explicó las reglas del juego:
—Como legado papal, declaro anulados todos los juramentos hechos por cada bando en cuanto a la sucesión a la Corona, motivo de la negociación que hoy comienza.
Enrique miraba fijamente a Isabel, que le sostenía la mirada, tal y como acababa de aconsejarle Chacón.
Así, mirándose a los ojos el uno al otro, escucharon las últimas palabras del nuncio papal.
—Es hora de mostrar respeto al rey.
El protocolo obligaba que Enrique e Isabel se encontraran a pie. Y que Isabel se postrara delante del rey.
Así fue a hacerlo, pero Enrique se lo impidió.
—Poneos en pie, no os postréis, os lo ruego… —Le sonrió—. Abrazadme como un igual.
Isabel y Enrique se fundieron en un abrazo, momento que él aprovechó para susurrar al oído de su hermana:
—Sois casi la única familia que me queda. Que nunca volvamos a estar en disputa, Isabel.
Isabel respondió agradecida a Enrique:
—No lo estaremos más, majestad.
Todos lanzaron al aire sus vivas al rey y a Isabel.
Sólo Carrillo miraba la escena enfurruñado. Pero cuando, como todos los presentes, debió inclinarse ante el rey, así lo hizo.
Veía tan alegre a Isabel que prefirió tragarse sus palabras y no amargar el momento a esa joven que tanto admiraba.
XV
Días después, lejos de allí, en Trijueque, apenas a veinte kilómetros de Guadalajara, los Mendoza comían en familia.
Lo hacían acompañados por la princesa Juana, a la que habían jurado proteger y defender. De hecho, el cabeza de familia, don Diego Hurtado de Mendoza, tenía pensado escribir una misiva al Papa para quejarse por las negociaciones de Guisando.
Beltrán apenas probaba bocado: aún le duraba la amargura de su desencuentro con Enrique.
Su esposa, Mencía, le aconsejó con cariño que comiera. Pero Beltrán respondió quejoso:
—No puedo tener apetito con lo que hoy está pasando en Guisando.
Íñigo López de Mendoza ordenó bruscamente que callara.
—Hay cosas de las que no se hablan en la mesa. —Miró de reojo a Juanita—. Y menos en presencia de una niña.
Beltrán asintió avergonzado.
La comida prosiguió casi en silencio, sólo interrumpida por los mimos de Íñigo a la niña… hasta que un criado entró en la sala avisando de que tenían visita.
—¿Quién es el maleducado que viene a esta casa a la hora de comer? —preguntó serio el mayor de los Mendoza.
La aparición de Juana de Avis, acompañada de Pedro de Castilla, respondió a su pregunta.
Ambos tenían la ropa llena de polvo y parecían exhaustos.
Todos los Mendoza estaban estupefactos ante tan inesperada visita… y ante el evidente embarazo de la reina.
Pero Juanita sólo veía delante de sí a su madre, a la que tanto echaba de menos. Y corrió a su encuentro.
—¡Madre!
Juana de Avis la abrazó emocionada.
—¡Hija mía!
Diego, sin dejar de contemplar el vientre abultado de la reina, mostró su sorpresa:
—¡Majestad! ¿Qué hacéis aquí?
—Necesitamos vuestra protección. Nunca veréis a una reina rogaros como os ruego yo ahora vuestra ayuda.
Juanita miró ilusionada a su progenitora.
—¿Vas a quedarte conmigo, madre?
La reina miró temerosa a don Diego, esperando una respuesta a la pregunta de su hija.
—Tranquila, Juanita. Tu madre se va a quedar con nosotros.